4 - El «Paráclito» o Consolador – Juan 14:26; 15:26; 16:7-15

La doctrina del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo


4.1 - El Espíritu Santo, más que un poder: una persona en la tierra

Los capítulos que ahora tratamos presentan una verdad sobre el Espíritu Santo de tan gran valor en sí misma, y también de tanta inmensidad en sus consecuencias, que de ninguna manera podríamos haberla deducido de las comunicaciones anteriores del Señor Jesús. Ya no es simplemente una fuente que imprime su propio carácter en la nueva vida dada al creyente, como en el capítulo 3, ni es un poder que opera interna o externamente, y eso tanto en la adoración (cap. 4) como en el testimonio (cap. 7). Estamos aquí en presencia de una Persona divina preeminente: el Espíritu Santo presente en la tierra.

4.2 - Dios glorifica a Jesús a causa de la cruz

Ahora bien, la ocasión de esta revelación explica tal diferencia. El Señor Jesús estaba a punto de partir, él, la persona bendita que había llamado a los discípulos a sí mismo y había formado sus corazones durante su ministerio terrenal revelándoles al Padre. La escena terminaría con su muerte, en la que Dios sería infinitamente glorificado. Como él mismo dice: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Juan 13:31). ¿Por qué nombra a Dios y no al Padre? Porque el pecado era contra Dios y ante Dios; por lo tanto, era imposible que Dios pasara por encima. Su naturaleza moral debía manifestarse con toda su fuerza e indignación contra el pecado. Jesús, el Hijo del hombre, el Cristo rechazado, toma el pecado sobre sí, se hace responsable de las iniquidades de su pueblo y adquiere, para Dios en la cruz, una gloria que nunca tuvo antes y que es imposible que reciba por segunda vez. Dios fue glorificado allí, perfectamente y para siempre. Desde entonces y hasta la eternidad, Dios tiene ante sí la gran y preciosa tarea de mostrar su aprecio por los infinitos sufrimientos en los que Jesús le glorificó de todas las maneras posibles. En primer lugar, mediante la resurrección. Entonces Jesús, resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, ocupó su lugar a la derecha de Dios en el cielo. Nada más podría haber sido un testimonio adecuado para él del valor de la cruz. Otros resultados serán manifestados a su debido tiempo. Ninguna bendición pasada o futura habrá sido dada que no resulte de la cruz del Señor Jesús. Pero, al mismo tiempo, la cruz ha satisfecho tan perfecta y completamente la justicia, la santidad, la majestad y el amor de Dios –todo su carácter, así como sus afectos– que ahora solo tiene una feliz tarea por delante con respecto a Cristo y a los que lo reciben, y es satisfacer plenamente su propia naturaleza bendiciendo según todo lo que hay en su corazón.

Solo esto explica todo lo que hace ahora. En virtud de esta gloria obtenida en la cruz, Dios no solo coloca a Jesús a su derecha, sino que proclama su evangelio, lo que nunca antes había hecho, y lo comunica a toda la creación. Dios es el mismo Dios y, sin embargo, habían pasado miles de años sobre este mundo sin que jamás se hubiera proclamado a los hombres un mensaje semejante. Podía haber ocasionalmente buenas noticias para Abraham o para los hijos de Israel; pero nunca antes se había enviado la buena noticia de su gracia a lo largo y ancho para toda criatura. ¿Significa esto que Dios comenzó entonces a ser amor? ¡Claro que no! Ni Jesucristo, ni su cruz produjeron jamás el amor en Dios. El carácter distintivo del amor divino es que no es creado, ni causado, ni actuado por nada externo a él. El amor está en la propia naturaleza de Dios. El amor existiría incluso si no hubiera objetos para él, pues no son los objetos los que crean el amor. Sin embargo, según la soberanía de Dios, su amor se manifiesta, y es hacia los más necesitados, los más deplorablemente culpables, los más alejados de él y los más hostiles. Ahora Dios puede desplegar su amor; es la cruz de Cristo la que lo justifica cuando lo hace.

Pero eso no es todo. Jesús desaparece de este mundo. Tenía que ser así. El mundo no llegaba a la altura de lo que su obra merecía. Todo lo que Dios podría haber realizado en ella por su providencia, el don del trono de David e incluso el dominio universal del Hijo del hombre sobre toda nación, tribu y lengua, no habría sido una recompensa suficiente de Dios por la cruz del Señor Jesús. En consecuencia, Dios eleva a Jesús a su diestra en la gloria celestial; y es este acontecimiento el que proporciona la ocasión para las incomparables enseñanzas de Juan 14.

4.3 - Esperando el regreso del Señor, el Espíritu Santo enviado por el Padre en nombre de Jesús: un don digno del amor del Señor y digno de la cruz

En primer lugar, nuestro Señor presenta la certeza de su regreso. Si se fue al Padre, no fue porque su amor por sus discípulos hubiera disminuido. Él iba a prepararles un lugar. Tan cierto como que iba a la casa de su Padre, volvería y los tomaría a sí mismo, de modo que donde él estuviera, allí estarían ellos con él. Él les había manifestado al Padre en la tierra. Habían sabido, o deberían haber sabido, no solo que el Padre estaba en él, sino que él estaba en el Padre. Era una persona divina; era el Hijo. Verdad esencial, independiente de su obra; pero que al mismo tiempo da a esa obra un valor infinito. Ahora va más allá y muestra que, durante su ausencia en la casa del Padre, hará a los suyos un don digno de su amor y digno de la cruz: una nueva bendición que supera todo lo que el hombre había conocido antes en la tierra. Y así es como lo presenta: «Si me amáis –dice–, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15). No quería que sus vidas y afectos se consumieran en lamentos inútiles por su ausencia; quería más bien que demostraran su amor de forma real y práctica: «guardad mis mandamientos». Él, por su lado, demostraría su amor de una manera perfectamente divina. «Y yo rogaré al Padre –dice–, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, al que el mundo no puede recibir; porque no lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis; porque mora con vosotros y estará en vosotros» (v. 15-17). Y más adelante se refiere a él explícitamente. Es «el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre» (v. 26). Observad estas últimas palabras: «enviará en mi nombre». No es solamente «dará». Para hablar simplemente de comunicar poder o proporcionar al hombre una fuente divina de bendición que fluya hacia él, el verbo dar es apropiado. Mientras que «enviará» se aplica a una persona consciente y consentida. «Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre –dice Jesús–, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho».

4.4 - El Espíritu Santo: una persona enviada, no una bendición difundida

Detengámonos un momento para considerar quién es aquel que ha enviado el Padre en nombre del Hijo, del Señor Jesús. Cuando el Espíritu Santo nos está presentado en figura como derramado o comunicado, es para mostrar claramente la profusión de bendición, la riqueza, la abundancia y la prodigalidad, si puedo decirlo así, de lo que Dios el Padre da ahora para la gloria de su Hijo. Pero por grandes que sean las riquezas del don y la abundancia de la gracia, tenemos aquí, repitámoslo, un pensamiento totalmente diferente. Estamos en presencia de una Persona divina, no de una mera plenitud de bendiciones. El mismo lenguaje que utiliza el Señor ayuda a enfatizar esta gran verdad, pues sabía que, lamentablemente, pronto sería olvidada por la Iglesia de Dios.

4.4.1 - Las efusiones anunciadas por la Escritura

Las Escrituras nos enseñan que llegará un momento en que los hombres de la tierra recibirán otro derramamiento del Espíritu Santo. La lluvia de esta última estación es tan segura como la de la primera. Entonces se cumplirá el hermoso tipo del Éxodo 28: el sonido de las campanillas se oye allí, no mientras el Sumo Sacerdote está dentro del lugar santo, sino cuando entra en él, y de nuevo cuando sale. Así, como se dio un testimonio en Pentecostés cuando nuestro gran Sumo Sacerdote entró en el lugar santo, así habrá otro testimonio del Espíritu Santo, cuando el Sumo Sacerdote saldrá para aparecer «la segunda vez… para salvación de los que le esperan» (Hebr. 9:28). Así como se escuchó el sonido en el poder del Espíritu cuando Jesús entró en el cielo, una nueva plenitud de la bendición del Espíritu Santo será derramada sobre toda la carne cuando él salga (Joel 2:28-32). Pero con la diferencia de que este evento futuro no involucrará al mismo cuerpo de creyentes que recibió la primera bendición de la gracia divina a través del Espíritu Santo. Como sabemos, es el antiguo pueblo de Dios el que será objeto. Dios volverá a visitar a Israel en gracia. Sin duda, no limitará la bendición a ese pueblo. Pero, así como ahora Dios ha querido llamar a sus elegidos de entre todas las naciones bajo el cielo, así también lo hará de una manera aún más extensa en el momento del segundo advenimiento y reinado de Cristo en la tierra.

4.4.2 - El carácter único del período cristiano

Admitamos, sin embargo, que estos hechos, tal como los anuncian los profetas, estarían lejos de darnos plena luz respecto al Espíritu de Dios, por lo que el propio Señor explica su significado. No se trata de meras influencias para el bien del alma, ni de una fuente efusiva del favor divino, sino que ahora, por primera y única vez, se conoce la presencia personal del Espíritu Santo en la tierra, sí, el Espíritu Santo descendió realmente del cielo a la tierra como fruto de la redención y la partida del Señor Jesús al cielo.

Sin duda, junto con esta presencia personal, hay una abundante distribución de poder. Y también sabemos que pronto, cuando el Señor Jesús regrese del cielo, habrá una efusión aún mayor, un despliegue mucho más extenso de la bendición de Dios. Pero, ¿dónde encontramos que enviará al Espíritu en ese momento? ¿Dónde encontramos al Padre enviando al Consolador en nombre de Cristo, el Hijo? En ningún otro momento que este. Según la Palabra de Dios, la actual economía cristiana es el único tiempo y presenta las únicas circunstancias y condiciones que corresponden a la misión del Espíritu en la tierra.

La clave de estas declaraciones del Señor reside en este hecho: la presencia del Consolador. Esta presencia personal del Espíritu Santo, mencionada aquí, está estrechamente relacionada con la ausencia personal de Cristo después de la redención, ausencia que es la base de ella. Por el contrario, el día luminoso del Señor, ese día venidero, estará marcado, no por la ausencia de Cristo, sino por su presencia; no por su estación en el cielo, sino por su propia venida a reinar en la tierra; y a ese día no está unida ninguna presencia personal del Espíritu. Entonces puede haber una manifestación de poder más amplia, sino más profunda. Pero será una situación totalmente diferente. Y una de las diferencias más llamativas se encuentra en un hecho que podemos mencionar aquí de pasada: a saber, que en ese día el Espíritu Santo no llevará a nadie al Lugar Santísimo para adorar. Esa actividad suya hoy habrá llegado a su fin. El velo ya no se rasgará en el día milenario, cuando el reino del Señor Jesucristo se establezca en la tierra.

4.4.3 - El Espíritu Santo en el Milenio

A algunos les puede chocar que hablemos de una vuelta a un santuario terrenal, de un velo de separación y de un sacrificio humano, así como de una renovación de los sacrificios externos. Sin embargo, nada es más seguro, si reconocemos la autoridad de los Salmos y los Profetas. Y cuando llegue ese día y Dios reanude su relación con su antiguo pueblo Israel, no habrá más Pentecostés entre las fiestas restauradas. Se celebrará la Pascua y la fiesta de los Tabernáculos, pero no la fiesta de las Semanas. Al mismo tiempo habrá un derramamiento más abundante del Espíritu; de modo que ciertos dones externos, comunicados en Pentecostés y después de él, son llamados «lo poderes del siglo venidero» (Hebr. 6:5). ¿Por qué son llamados así? Porque son un espécimen presente de esa energía que entonces operará sin obstáculos y dará a conocer al vasto universo la liberación que el Salvador ha realizado en favor de «todas las cosas» así como de los que creen. Los «poderes» conferidos por el Señor a través del Espíritu Santo se denominan, por tanto, con razón, «los poderes del siglo venidero» –milagros como la curación de los enfermos, de los leprosos, la resurrección de los muertos, la devolución de la vista a los ciegos, el uso de los miembros a los lisiados, etc. Estas son ciertamente expresiones de ese poder que se desplegarán libremente y ampliamente en ese gran día del reino del Señor. Entonces sanará todas sus enfermedades tan verdaderamente como perdonará todas sus iniquidades. En ese momento él introducirá y combinará las dos bendiciones. Está claro, pues, que se trata de una situación muy diferente a la actual.

4.4.4 - Excelencia del privilegio cristiano

Por eso, queridos hermanos y hermanas, gozamos ahora del privilegio inigualable de la presencia en la tierra del Espíritu Santo, persona divina. Dios lo concede para dar a conocer el excelente valor y el buen placer que encuentra en la obra del Señor Jesús. Esta obra que, sin duda, tiene un valor eterno e infinito a los ojos de Dios, ¿cómo es entonces que ahora, más que en cualquier otro momento, se hace de ella una estimación tan extraordinaria y divina? Creo que la razón es esta: el día que viene será el cumplimiento de la promesa y de la profecía de la bendición del pueblo de Dios en la tierra. Este pueblo era terrenal, y como tal, las promesas lo concernían en su aplicación literal. Por lo tanto, ese día será el día del cumplimiento de las promesas que Dios había puesto expresamente ante ellos, el día del pueblo terrenal y de la tierra (la tierra de Israel especialmente) como centros de su cumplimiento. Pero Dios nunca se limitó al cumplimiento puro y simple de lo que había prometido. Y lejos de agotar las riquezas y llegar a las profundidades de la gracia de Dios aferrándonos a las promesas, descubrimos al sondear más y más profundamente que esta gracia divina va siempre más allá de las necesidades del hombre y de la misma tierra (Rom. 5:20). Pues bien, esa gracia que nunca ha sido definida en la profecía, y de la que la promesa nunca ha sido la medida, debe ser necesariamente proporcional a la profundidad de la propia bondad de Dios. Es porque todas sus promesas iban a ser superadas que Dios ha mantenido esta bendita reserva escondida «desde los siglos en Dios» (Efe. 3:9). Y si ahora el misterio ya no está oculto, es porque ahora Dios puede actuar libremente gracias a la cruz. Tiene a su derecha al que fue rechazado por el mundo. Considerando que Cristo entró allí después de haber completado la obra y trayendo en su presencia todo el valor de la redención, Dios ya no se contenta con dar según la medida de la necesidad de un pueblo terrenal o según las necesidades de este pobre mundo. Da lo que es digno de sí mismo y de Cristo; da lo que sería un honor en el mismo cielo. ¿Qué puede atestiguar o probar esto mejor que el envío del bendito Espíritu, que conocía tan bien el cielo y podía compartir todos los sentimientos de Dios Padre sobre el Hijo y la redención? De ahí que ahora entremos de lleno en esta bendición infinita.

Es, pues, con todo el peso de estas nuevas verdades que el Señor Jesucristo se dirige a sus discípulos. Quería introducirlos en las profundidades hasta entonces impenetrables de la gracia de Dios Salvador y revelarles la mente misma de Dios Padre. Pero a lo que compromete su nombre, lo que promete a su pueblo de parte de su Padre como amplia compensación por la pérdida que representaba para ellos su partida, es enviarles otro «Consolador» para que habite con ellos.

4.4.5 - El Paráclito o Consolador: nombre y función

¿Quizás el término «Consolador» tenga algo que ver con nuestra aflicción? Sugiere la idea de alguien que se solidariza con nosotros en medio de las angustias de este mundo. En efecto, el Espíritu Santo nos consuela y nos anima. Pero esto es solo una pequeña parte de las funciones que sugiere el término original «Paráclito». Significa alguien que se identifica con nuestros intereses, apoya nuestras causas, se compromete a visitarnos en nuestras dificultades, alguien que en todos los aspectos se convierte en nuestro representante y en el gran agente personal que se ocupa de todos nuestros asuntos. Este nombre y función, por tanto, es incomparablemente más amplio que las palabras «abogado» o «consolador»: significa ambas cosas y mucho más. Significa, de hecho, uno que es absoluta e infinitamente competente para hacerse cargo de todo lo que se pueda hacer en nuestro favor, por muy grandes que sean nuestras necesidades en cuanto a las dificultades o a las exigencias de la gracia de Dios para la bendición de nuestras almas. Así es el Espíritu Santo ahora y ¡qué bendición es tenerlo así! Sobre todo, porque una bendición así no se ha conocido nunca antes ni se volverá a conocer. La presencia personal del Espíritu aquí, como respuesta a la gloria de Cristo exaltado a la derecha de Dios, es un estado de cosas que nunca puede renovarse. Mientras el Sumo Sacerdote está en lo alto, el Espíritu enviado aquí abajo proporciona al hombre un acceso celestial a su gloria, así como a la redención. Y cuando el Sumo Sacerdote saldrá para ocupar el trono terrenal, el Espíritu derramado entonces dará el testimonio apropiado a la tierra sobre la que el Señor va a reinar.

4.4.6 - Saborear la presencia personal del Espíritu Santo

Si estos pensamientos permanecen en nuestras mentes, ¡qué solemne impresión sentiremos al considerar el trágico estado de la cristiandad! ¿No era el cristianismo el que estaba llamado a reflejar la gloria de Dios en el más alto grado? ¿Qué podría ser más querido para el Espíritu, que está aquí abajo para glorificar al Hijo glorificando al Padre? ¿Y qué podría ser más importante para los santos? No se sorprendan, pues, si el diablo pone todas sus trampas y despliega todas sus artimañas para borrar y desfigurar, para pervertir y corromper lo que no puede destruir. Ahora bien, si hay una cosa que debe caracterizar a los hijos de Dios en todas partes, hoy más que ninguna otra, ¿cuál es, según estas palabras del Salvador? ¿No es la presencia personal del Espíritu Santo, la certeza de que esta Persona divina ha venido a sustituir a Cristo? Estoy de acuerdo que para la mente del hombre sea impenetrable, y para los sentidos invisible, como se dice del mundo en este pasaje. Obviamente, si fuera algo que los sentidos y la mente pudieran captar, el mundo tendría la misma capacidad para ello que el creyente. Pero el mundo no lo ve y no lo conoce; pero vosotros lo conocéis, dice el Señor. Lo conocemos y sabemos que está presente, en primer lugar, por la simple palabra del Señor Jesús, pero también por el disfrute consciente de esta presencia.

Primero debo recibirlo simplemente por la palabra del Señor. Pero cuando he recibido la verdad en mi alma, ¿estoy privado del sentimiento de su presencia? ¿Se me impide saborear la alegría del Espíritu Santo que habita en mí o en la Asamblea de Dios? Seguramente nuestros corazones pueden atestiguar lo contrario. Pero no basta con creer para que esto se haga realidad. «¿No sabéis», dice el apóstol, «que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo»? (1 Cor. 6:19). Lo que significa que no es solo una cuestión de fe. Un alma está llevada primero a la bendición por la fe en Cristo y nada más. Pero no dejar espacio para el disfrute que se encuentra entonces en él, reducir todo a una mera cuestión de aceptar la Palabra de Dios sobre el Señor Jesús, sería por nuestra parte un testimonio muy pobre del poder de la morada del Espíritu o de la revelación de la gracia del Salvador. ¿Qué pensaríamos de un hombre que no tuviera más garantía de la realidad de la relación de su mujer con él que el nombre de esta frente al suyo en el registro del estado civil? Esto indicaría una situación muy extraordinaria y desafortunada. Y supone que, la presencia del Espíritu Santo, la Persona divina enviada expresamente para comunicarnos el poder, el gozo, la bendición y el refrigerio de la gracia de Dios en el conocimiento de Cristo, ¿esa Persona divina es una realidad menor para el hombre nuevo, que el consuelo proporcionado por una esposa dada al hombre para la vida presente?

Sin duda, si mi alma, una vez despierta, se contenta con aceptar el evangelio, y no desea nada de Aquel que está aquí abajo para glorificar a Cristo, no debo extrañarme si permanezco por debajo del goce que prueban otros. El Espíritu Santo siente este desprecio por su gracia, y lo escandaloso de esta disposición a conformarse con la menor medida posible en el conocimiento de Cristo. Inevitablemente sufriré una pérdida si persisto en no buscar nada más. En sí misma, esta disposición es, en principio, racionalista: reduce la Palabra de Dios a una mera letra; es el corazón que se niega a avanzar en el disfrute de ese bendito poder y presencia del Espíritu, sobre la base de que ha creído el evangelio de la salvación en la palabra del Señor. En cambio, notamos que la Palabra tiene especial cuidado en mostrar que el poder del Espíritu nos imparte individualmente una seguridad divina de nuestra relación con Dios. Del mismo modo, en la Asamblea de Dios, tengo derecho no solo a creer que el Espíritu está allí, sino también a saborear la dulzura y los poderosos efectos de su presencia. Por eso, en Romanos 8, un pasaje que se refiere a la nueva posición del alma en Cristo, no se afirma simplemente que el Espíritu Santo mora en mí, un creyente, sino que «el Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (v. 16). ¿Significa esto solo que un hombre cree en el evangelio? Seguramente es aquí donde debemos comenzar, es decir, con una fe pura y simple en el testimonio de Dios de su propia gracia para nuestras almas, con una fe que no se apoya en ninguna emoción o experiencia, en nada más que la Palabra de Dios en las buenas nuevas de salvación por medio de Cristo.

Pero supongamos que llegara a la conclusión de que esto es todo a lo que la gracia me da derecho, ¿no sería un error casi tan perjudicial como confundir la fe con los sentimientos y las experiencias? Cuando la fe es real, conduce necesariamente a una experiencia profunda, tanto en lo que se refiere a lo personal del alma como a lo que se refiere a la Iglesia de Dios. En cualquier caso, espero que estas observaciones sean suficientes para iluminar nuestro tema. Me pareció tanto más provechoso aludir a ellos cuanto que, como reacción contra la confusión ordinaria producida por la búsqueda de evidencias interiores, el retorno a la fe simple expone a las almas a limitar todo lo que concierne al Espíritu Santo a la simple palabra del Señor sobre el evangelio. En efecto, esta palabra se da como fundamento; pero hay que buscar algo más. Y debemos tener cuidado, al evitar un error, de no caer en el error contrario. Aceptar el evangelio por la simple palabra del Señor es una cosa bendita y admirable, que el Señor nos enseña tal vez más claramente cuando somos sacudidos por el Adversario. Pero suponer que el Espíritu, persona divina que ha bajado a la tierra y habita realmente en nosotros, no comunica a nuestras almas ningún goce sensible de su presencia, es errar de manera igualmente grave.

4.4.7 - El Espíritu Santo eternamente con la Iglesia

El Señor comienza orando al Padre, como anuncia, en virtud de la posición mediadora que asume en este capítulo: «Yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre» (v. 16). Estamos, pues, en presencia de una importante verdad sobre el Espíritu Santo. No se da solo para una ocasión; pero cuando viene, es para morar con nosotros para siempre. Toda esta parte del Evangelio de Juan ya ve la redención realizada en la tierra y a Cristo exaltado en el cielo. Esta perspectiva da sus dimensiones a la bendición que aquí se presenta. La redención no se ve aquí en cualquiera de sus muchas aplicaciones, sino como la base para la glorificación de Cristo en lo alto y el descenso del Espíritu Santo a la tierra. Por lo tanto, el Espíritu se promete aquí, no para una estancia limitada, como fue el caso del Señor Jesús, sino «para estar con vosotros siempre».

Estas consideraciones nos hacen ver lo trágico que es el cuadro que golpea nuestros ojos en toda la cristiandad. Si hay una verdad que ha sido particularmente abandonada, es la de la presencia personal del Espíritu Santo. Mientras que otras verdades, como la necesidad de nacer de nuevo, el valor de la obra de Cristo, la gloria de su persona como Dios y como hombre, se siguen enseñando en los sistemas de la cristiandad, la que nos ocupa se ha perdido de vista casi por completo. Ciertamente, no se cuestiona la existencia y la divinidad de la persona del Espíritu Santo. Pero me refiero a su misión personal en la tierra y a su presencia actual con los cristianos, ya sea individual o colectivamente. ¿Dónde está la conciencia o la confesión de lo que es la gran verdad característica del cristianismo, una verdad que debería resonar fuera y gobernar la Iglesia dentro? ¿No es, pues, motivo de solemne reflexión y humillación que esta verdad (que es la gloria del cristiano, la fuerza de la Iglesia de Dios y el privilegio especial por el que fue conveniente que partiera Cristo) sea tan despreciada en los diversos sistemas de la cristiandad?

4.4.7.1 - El Espíritu Santo exclusivamente con la Iglesia

La promesa del Señor a los suyos tiene otro detalle. El Consolador estará con ellos para siempre. La Escritura no enseña en ninguna parte que el Espíritu será dado a todos los hombres. Solo los que forman parte de la Iglesia lo reciben. Los creyentes del Antiguo Testamento ni siquiera conocían esta verdad. Los santos del Milenio tampoco lo conocerán en su forma actual, aunque entonces habrá, como hemos dicho, un poderoso derramamiento del Espíritu sobre toda carne. Israel mismo no tendrá el Espíritu como lo poseemos ahora, aunque en un día futuro será ricamente bendecido e incluso dotado, creo, de un poder exteriormente mayor que cualquiera que se haya conocido en la Iglesia. Porque el día milenario será testigo de las manifestaciones más maravillosas que el poder divino haya realizado permanentemente entre los hombres de este mundo. No tengo ninguna duda de que los esfuerzos de los que el hombre se enorgullece ahora: sus inventos, sus sensacionales logros científicos y técnicos, su refinada civilización, desaparecerán del mundo para dejar paso a una situación incomparablemente mejor. Y Dios nunca permitirá que el hombre tenga la ventaja y no querrá deberle nada. No imaginemos que una época de pecado y de voluntad propia, en la que se rechaza a Jesús y se desprecia al Espíritu, pueda proporcionar a Dios los materiales adecuados para el reinado de su Hijo en una tierra reconciliada. Me parece imposible que Dios se sirva de los medios estériles del hombre en este gran día. Así como una vez Jericó tuvo que caer y los antiguos centros cananeos tuvieron que desaparecer para que Dios pudiera elegir otros nuevos para su pueblo, así en el día venidero el Espíritu Santo sustituirá su poder y actividad a los del hombre. Y es evidente que no habrá disminución o interrupción en lo que él hará, sino que el despliegue de su poder será apropiado al carácter del Señor que entonces gobierna el mundo, y a los instrumentos que el Espíritu Santo empleará.

4.4.7.2 - El Espíritu Santo en nosotros

Ahora el Espíritu opera de una manera diferente y con un propósito diferente. Enviado a la tierra por Cristo glorificado a la derecha de Dios, lleva a las almas a una asociación vital con Jesús. Él es el Celestial que nos hace celestiales a través del Espíritu Santo, el vínculo divino entre él arriba y nosotros en la tierra. De esto habla nuestro pasaje aquí, y por eso se establece el contraste entre el creyente y el mundo. Es, añade el Señor: «El Espíritu de verdad, al que el mundo no puede recibir». Jesús insiste en el hecho de una posesión especial del Espíritu y de su presencia personal que solo corresponde al cristiano y que el mundo no puede recibir, «porque no lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis». Este privilegio pertenece exclusivamente al creyente de aquí abajo: «Mora con vosotros, y… estará en vosotros» (Juan 14:16-17). Lejos de limitarse a darles el disfrute de una bendición transitoria, el Espíritu habita con ellos; y, lo que es más, también está «en ellos». Estas dos verdades son cruciales. El Espíritu no solo habita con los santos como ocupando una posición externa, lo cual es cierto en una asamblea de creyentes; sino que está en ellos. Queridos hermanos y hermanas, recordemos este hecho esencial de que el Espíritu Santo habita con nosotros, que no solo nos visita ocasionalmente, sino que realmente habita con nosotros, para que podamos mirarlo continuamente. Pero, además, como añade el Señor, «estará en vosotros», lo que implica la presencia más íntima imaginable: el Espíritu de Dios «en» y «con» aquellos a los que fue enviado, y eso «eternamente».

A continuación, se desarrollan las consecuencias. «No os dejaré huérfanos», añade el Señor; «vengo a vosotros». «Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis».

El Espíritu Santo nos forma en un solo Cuerpo, uniendo al creyente con Cristo como Cabeza. Más aún: aquí se enseña la comunidad de naturaleza, no, como en las epístolas de Pablo, la unidad del Cuerpo. «Porque yo vivo, vosotros también viviréis». Nada podría ser más íntimo. A continuación, Jesús muestra cómo se produce esto: «En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros». ¡«Ese día» ha llegado! Y esto muestra de nuevo cuán diferente es esta presencia actual del Espíritu Santo de la efusión del Espíritu durante el milenio. ¿Será este versículo 20 cierto para los santos de ese tiempo? Está claro que entonces no habrá nada parecido. Los cimientos de los que depende la verdad que tenemos ante nosotros se han puesto ahora, y solo ahora. Cristo ha tomado su lugar en lo alto; no simplemente en el cielo, sino, como él dice: «En mi Padre». «En ese día conoceréis que yo estoy en mi Padre». Añade: «Y vosotros en mí», mientras él está arriba, así como «yo en vosotros», mientras nosotros estamos aquí abajo. Este versículo, pues, es la prueba decisiva de que nuestro Señor hace coincidir este maravilloso don del que habla con su presencia en el cielo. Solo entonces se realiza nuestra asociación con él arriba a través del Espíritu Santo enviado abajo. Cuando el Señor Jesucristo deje el cielo y tome posesión del reino, todos estos elementos cambiarán. Se establecerá una nueva situación, en armonía con la nueva posición que él adoptará. En otras palabras, es siempre en relación con la posición ocupada por Cristo que el Espíritu Santo actúa o es dado. A la ausencia personal de Cristo corresponde la presencia personal del Espíritu Santo. Y puesto que es la presencia personal de Cristo la que caracterizará este próximo siglo, la acción del Espíritu Santo se verá necesariamente modificada.

4.4.8 - Creer efectivamente en la presencia del Espíritu Santo – Consecuencias prácticas

Me he esforzado por comparar el estado actual de las cosas con lo que ha existido y lo que podría existir en los días venideros, a fin de poner de manifiesto el carácter especial de nuestra bendición. Es siempre mirando a Cristo que la fe entra en el pensamiento presente de Dios, en su consejo y caminos. Por lo tanto, cuando el alma se da cuenta claramente de la presencia de Cristo a la derecha de Dios en el cielo, cada aspecto de la verdad está en su lugar. Por el contrario, cuando nuestras almas no hacen de esta verdad la piedra angular de nuestra relación con Dios, así como de nuestra posición en relación con el mundo, todo está perdido, me refiero a lo que nos distingue como cristianos. Sin duda puede haber esa fe en Cristo que capta el perdón de los pecados y una medida de paz con Dios. Pero nuestro propósito no es detenernos en los meros consuelos del alma, ni siquiera en la gracia que nos trae por este mundo habiéndonos salvado eternamente por medio de Cristo. Nos ocupamos de la gloria de Dios y de lo que responde a sus afectos, de lo que es bueno y santo, fuente de poder y bendición para el cristiano que se da cuenta de su relación con Dios.

Seguramente nada de esto se sabrá si el ojo de la fe no está continuamente fijado en Cristo a la derecha de Dios. Tener los ojos dirigidos a él en el cielo es lo que asegura al Espíritu su libertad de acción en el alma. Y así nos encontramos con que aquellos que no creen en la presencia personal del Espíritu Santo en la tierra, no entienden la posición actual de Cristo como Cabeza de la Iglesia en el cielo. No dudan de que está a la derecha de Dios. Declaran formalmente que creen en el Espíritu Santo, así como en la comunión de los santos. Pero no se trata ahora de repetir las palabras de un formulario o credo, como los que todas las denominaciones religiosas establecen sobre principios humanos absolutamente independientes de la presencia y operación del Espíritu Santo en la Asamblea. Se puede decir que el estado actual del cristianismo en todas sus formas se caracteriza por la incredulidad en la principal verdad distintiva de la Iglesia, es decir, la verdad sobre el Espíritu Santo.

Es de suma importancia que los hijos de Dios se impregnen de esta verdad. La cuestión no es cómo y dónde han recibido el bien para sus almas. El Espíritu de Dios bendice en medio de estos sistemas y, a menudo, a pesar de ellos. En todos ellos hay almas queridas por Cristo; en todos ellos hay no solo miembros vivos, sino siervos del Señor, al menos allí donde se reconocen en alguna medida los grandes fundamentos vinculados a la Persona u obra de Cristo. La cuestión es que cada uno se pregunte: “¿Estoy donde el Espíritu Santo enviado del cielo puede actuar libremente, de acuerdo con las intenciones del Señor y su Palabra? ¿Estoy donde se cree el hecho de su presencia? ¿Es la Asamblea de la que formo parte una expresión de la presencia del Espíritu Santo?” No es de la predicación de lo que quiero hablar, ni siquiera de las reuniones para la lectura y meditación en común de la Palabra de Dios. Estas tienen su lugar; pero me refiero a las ocasiones en que la Iglesia, es decir, los miembros del Cuerpo de Cristo, se reúnen en el nombre del Señor Jesús, ya sea para el culto, que es la gran ocasión central y distintiva, o para la edificación. Ahora bien, ¿hemos presentado a nuestras almas esta verdad trascendente de que en medio de nosotros hay Uno que es competente para todas las dificultades? ¿Uno que se ocupa de la gloria de Cristo? Sí, Uno que, por el amor que tiene a Cristo, y el valor que concede a su obra, sostiene nuestros intereses, nos colma de toda clase de alegrías, nos ayuda en nuestras aflicciones, nos fortalece contra las asechanzas del diablo, nos capacita, por su propia gracia, para ser sencillos, humildes, verdaderos y fieles; finalmente, Uno que trata con nosotros según el principio de la Palabra de Dios cuando nos quedamos cortos de lo que es debido a la Persona de Cristo o a la verdad de Dios.

Ahora bien, sostengo que, de todas las verdades divinas relativas al Cuerpo de Cristo, ninguna es más importante ni más necesaria que esta. Y la razón es muy sencilla. Si se creyera realmente que existe una Persona divina enviada desde el cielo, y que esta Persona está realmente presente con nosotros para dirigir la Asamblea, ¿piensa usted que el comportamiento de los cristianos no sería muy diferente? No me refiero solo a la operación del Espíritu; porque puede actuar en una capilla metodista, por un ministro anglicano o por un ministro de la Iglesia Reformada. Admito plenamente que, sin la operación del Espíritu Santo, ningún alma podría convertirse ni recibir ninguna verdad de la Palabra de Dios. Así, la operación del Espíritu es tan diversa como su propia gracia, soberana y variada; o, según la comparación del Señor, como el viento que sopla donde quiere. Pero esto no tiene nada que ver con el reconocimiento de la presencia del Espíritu Santo y de su acción libre y soberana en los miembros que le place emplear en la Asamblea cristiana.

¿Conocen los cristianos la realidad de esta presencia fiable del Espíritu? Ciertamente la Escritura es clara en este tema, y los santos están llamados a reconocer este hecho para encontrar su bendición en él. Pero, ¿se puede conocer plenamente si no se cree también en ella? Desgraciadamente, no todos los cristianos individuales tienen una medida completa de fe. No todos han alcanzado la plenitud de seguridad y sencillez en la confianza que nos corresponde respecto a la presencia del Espíritu Santo, una confianza tanto más deseable cuanto que se trata de una de las verdades más elevadas, aunque al fin y al cabo una de las más sencillas. De hecho, a menudo, las verdades más elevadas se convierten en las más sencillas una vez que se han captado. ¿Qué puede ser más sencillo, por ejemplo, que la presencia de Cristo a la derecha de Dios en el cielo? Sin embargo, ¿no es este el centro mismo del misterio, la fuente de todas las bendiciones espirituales que Dios nos ha dado en él? Del mismo modo, no conozco nada más sencillo y profundo al mismo tiempo que la presencia del Espíritu Santo en la tierra, concordante con la presencia de Cristo a la derecha de Dios. Todo cristiano, dondequiera que esté, debería estar versado en el conocimiento de estos grandes hechos. Y siento que Dios nos ha dado este serio encargo de trabajar en la instrucción de los hijos de Dios dondequiera que nos encontremos con ellos, para que, como han recibido a Cristo, puedan también creer verdaderamente en la presencia del Espíritu Santo en la tierra. Pero mientras sentimos esto, no es razón para exigir que cada uno de los que son recibidos posea un conocimiento previo o una fe ejercitada respecto a esta presencia del Espíritu.

Muchos miembros del Cuerpo de Cristo son débiles en este conocimiento y no aprecian su valor. Pero mientras la Asamblea en su conjunto sea conducida por el Espíritu, mientras se reconozca su presencia sin impedimentos fijos o sancionados; mientras no se utilicen planes, reglas o arreglos humanos para obstaculizar la acción del Espíritu Santo, mientras esto sea así, todos los hijos de Dios pueden ser enteramente felices. Podemos equivocarnos, sin duda; todos somos susceptibles de equivocarnos. Pero en este caso nuestro consuelo es saber que él está presente con nosotros, que solo él es capaz de corregir todos los males, y que en su propia gracia ha bajado del cielo con la intención expresa de cuidar de los santos. Por lo tanto, nunca debemos desesperar, sean cuales sean las dificultades. Y nuestras almas nunca deben abandonar la confianza de que el Espíritu Santo, presente con nosotros y en nosotros, proveerá a todo obstáculo y a todo peligro. Que nos baste tener fe en él e invocar el nombre del Señor. Estemos seguros de que el Espíritu está aquí con el propósito, no diré de honrar nuestra fe, sino con el propósito mucho más seguro y excelente de glorificar a Cristo. Esto nunca puede dejar de hacerlo. Al mismo tiempo, si la fe en su presencia es el gran pensamiento de la reunión en su conjunto (aunque no sea el pensamiento dominante de cada hijo de Dios presente) se experimentará su poder divino. Por el contrario, si la Asamblea no se rige por esta gran verdad, es obvio que se pueden introducir todo tipo de reglas humanas que estarán en contradicción con la acción del Espíritu Santo en estas mismas reuniones. Tendremos ocasión de volver a este tema cuando consideremos las Epístolas. Lo aludo aquí solo para vincularlo, de paso, con Juan 14, como muestra de la importancia soberana de esta gran verdad de la presencia personal del Espíritu Santo.

Permítanme repetir mi pregunta aquí. Si admitís que un cristiano, sea quien sea, cree en la presencia de una Persona divina, ¿no creéis que para él todas las cosas se regirán según una verdad tan considerable? Si fuera solo un gobernante o una personalidad entre los hombres, ¿presumiríamos Ud. o yo de tomar en su presencia decisiones que son solo suyas? Si un soberano pasara por sus Estados, o visitara una de sus administraciones, ¿no sería el primer deber de cada uno de sus subordinados rendirle honor y respeto? En cualquier caso, dondequiera que haya inteligencia y un verdadero sentido de lo que es la voluntad de Dios en materia de autoridad terrenal, es evidente que ningún hombre que reciba al jefe del Estado en su casa podría dejar de tenerlo en cuenta y comportarse como si no estuviera allí.

Pues bien, queridos hermanos y hermanas, lo que es cierto de nuestra propia casa es tanto más cierto de la Casa de Dios, es decir, de la Asamblea. Ciertamente, si alguien puede actuar en ella por derecho, es bien Aquel que es Dios. En consecuencia, es evidente que no puede haber fe en la presencia del Espíritu Santo sin reconocer su primacía y esperar su acción en la Asamblea. En general, no es esta autoridad del Espíritu Santo la que se cuestiona, pues de hecho el razonamiento habitual es el siguiente: se admite que en los días primitivos de la Iglesia había apóstoles, milagros y poder divino en acción, pero que ahora todo ha cambiado. Esto es prácticamente lo mismo que decir que parte de las Escrituras estarían desfasadas hoy en día. Por eso, cuando las personas que razonan de este modo hablan del Espíritu Santo, dan a entender que se confunde con las grandes energías y los notables servidores que existieron en otro tiempo. Pero no creen en la presencia en la tierra de una Persona divina que se dignó por primera vez a descender del cielo para actuar en medio de los santos reunidos para adorar y tomar la cena del Señor, o para realizar algún otro acto de adoración o edificación cristiana. Y la prueba de que esto no se cree es que el hombre toma todas las disposiciones y precauciones para que la máquina funcione precisamente como si el Espíritu no estuviera. Esperan que Dios bendiga los medios utilizados, que actúe a través de los instrumentos que se han establecido arbitrariamente; pero el objetivo de toda esta organización es hacer que las cosas se desarrollen lo mejor posible en la evidente ignorancia de la presencia personal del Espíritu en la asamblea. Nadie se atrevería a hacerlo si sintiera que solo está presente una augusta figura humana. Esta presencia bastaría para provocar un cambio en el tono y los hábitos ordinarios. Tanto más si, en lugar de una figura humana, uno se da cuenta de que es una Persona divina la que está presente; entonces lo que resultará: la reverencia, la conciencia de su amor, la sumisión a su guía, serán por nuestra parte solo la expresión legítima de esa fe.

Nosotros, que somos deudores con el Señor por tantas bendiciones, debemos tener cuidado de que cuando “nos reunimos” actuemos con la conciencia de fe de la presencia del Espíritu Santo. Que sea la piedra de toque de nuestras formas y comportamientos. A veces se necesita muy poco para traicionar la verdadera medida de nuestra fe en su presencia real. Tengamos cuidado con esto si ofrecemos un himno, si oramos, si decimos una palabra, o lo que sea que hagamos. Que el Señor no permita que desacreditemos esta preciosa verdad que ha dado a nuestras almas. Estoy convencido de que no hay ataque, ni oprobio de fuera, ni persecución de los enemigos, ni denigración de los falsos hermanos, ni burla del mundo que pueda derribar a los que tienen fe en la presencia del Espíritu Santo. Por otra parte, ay, la pobreza de nuestra fe práctica, y nuestros frecuentes y penosos fallos, abren la puerta al enemigo. Y es esto más que cualquier otra cosa lo que Satanás utiliza como piedra de tropiezo para aquellos que, en el actual estado de confusión y agitación en los sistemas de la cristiandad, buscan aquí y allá un puerto de seguridad en medio de su confusión. Quiera Dios que nosotros, los hermanos y también las hermanas, no olvidemos a qué lugar de dignidad y responsabilidad hemos sido llamados. Procuremos que nuestro espíritu, nuestra vestimenta, nuestro aspecto y nuestras palabras, si es que abrimos la boca, nunca estén reñidos con la fe en la presencia del Espíritu Santo.

4.5 - Misión del Espíritu Santo según Juan 15: dar testimonio de Cristo

Antes de terminar, diremos unas palabras sobre los otros dos capítulos. El final del capítulo 15 presenta al Espíritu Santo, el Consolador, bajo una luz ligeramente diferente a la del capítulo 14: «Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré de parte del Padre, es decir, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí; y vosotros también testificaréis, porque habéis estado conmigo desde el principio». El punto particular que se enseña aquí es el carácter celestial del testimonio del Espíritu. Según el capítulo 14, el Espíritu recuerda las cosas que dijo Jesús (v. 26). Según el capítulo 15, da testimonio del propio Cristo. Los discípulos dan testimonio, porque estuvieron con él desde el principio. Y ahora viene el Espíritu Santo y les trae un testimonio adicional desde el cielo. Así que es el Espíritu Santo quien baja del cielo, quien conoce el lugar y la gloria en la que Cristo fue recibido. Está enviado expresamente a ellos, no solo para recordarles lo que habían visto y oído en la tierra, sino también para traerles, para el desarrollo de su conocimiento y la alegría de sus almas, lo que solo él podía contar de la gloria celestial de Cristo. En una palabra, se considera que el Espíritu Santo trae aquí un conocimiento original, un testimonio nuevo y celestial sobre Cristo, sin que los discípulos pierdan el testimonio terrenal que habían recibido anteriormente, en el que el Espíritu Santo viene, en cambio, a fortalecerlos como testigos de Cristo.

4.6 - Misión del Espíritu Santo según Juan 16

4.6.1 - Misión acerca del mundo (convencer…)

En el capítulo 16 tenemos una declaración que va más allá, relativa al Espíritu de Dios. Nuestro Señor había dicho a sus discípulos, en el capítulo 14:28, que, en lugar de afligirse por su partida, debían alegrarse: una palabra particularmente conmovedora, porque muestra cuánto aprecia el Señor nuestro amor, y cuánto cuenta con la alegría desinteresada que debemos encontrar en su propia felicidad y gloria. Seguramente fue una transición feliz para él pasar de los dolores más profundos de la cruz a la presencia de Dios Padre en el cielo. ¿Es de extrañar, entonces, que el Señor espere que los suyos se interesen por lo que le concierne, y se alegren de que se vaya al Padre, aunque esto sea en sí mismo una gran pérdida para ellos? Pero ahora presenta el otro lado de la verdad, y les dice que, en cierto sentido, también es por ellos mismos que deben alegrarse. La tristeza había llenado sus corazones, pero él les declara: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya». El capítulo 14 anuncia que es ventajoso para él, el capítulo 16 muestra que es ventajoso para ellos, porque si no se fuera, el Consolador no vendría a ellos. «Si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré». Así vemos que, en diferentes aspectos, el tema de la misión personal del Espíritu Santo es común a todos estos capítulos. «Cuando él venga –añade el Señor–, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio».

En primer lugar, encontramos aquí qué posición adopta el Espíritu hacia el mundo. Es, en muchos aspectos, el de la ley. En las dispensaciones de Dios a Israel, la ley era el gran censor. Ahora el Espíritu Santo ocupa su lugar, y en lugar de limitar su acción a un pueblo concreto, viene a convencer «al mundo». El mundo puede haber sido moral, o religioso, o celoso de la ley; pero el Espíritu lo convence de pecado (no solo de pecado, los actos, sino de pecado, su estado), y de justicia, y de juicio. «De pecado», no porque hayan quebrantado la ley, sino porque no creían en el Señor. «De justicia», no porque Cristo haya cumplido la ley por ellos, sino «porque», dice, «me voy al Padre, y ya no me veréis». La justicia ahora es inseparable de Cristo. Él es la única justicia que es válida para el alma a los ojos de Dios. No hablo de lo que puede tener valor entre los hombres desde el punto de vista social. Eso, sin duda, tiene su lugar. Pero ahora tengo a la vista la eternidad, y aquí solo Cristo es la vida, solo el camino de la vida. Por lo tanto, no creer en él es fatal e incuestionable. Cualquiera que sea la apariencia de justicia que pueda haber a veces en el mundo, no hay realmente otra justicia ante Dios que la de Cristo, atestiguada y caracterizada por su glorificación a la derecha de Dios Padre. Es de justicia que el Padre haya colocado allí al Cristo que la tierra ha rechazado. Si somos hechos justicia de Dios por la gracia, es en Cristo, que ha recibido el honor y la gloria del Padre en lo alto (véase 2 Cor. 5).

Pero otra verdad muy solemne se añade a este versículo 10. «Y ya no me veréis», dice el Señor. El mundo ha perdido a Cristo. Jesús vino, no a juzgar, sino a traer bendición. Él tenía todo el poder y le correspondía traer el reino, en cuanto a su propio poder y gloria. Pero el estado del mundo en relación con Dios era tal que introducir el reino habría sido, por un lado, hacer poco caso del pecado, y al mismo tiempo tratar con ligereza la gloria de Dios que había sido totalmente comprometida. Por lo tanto, de hecho, aunque el Mesías había venido y no había mancha ni defecto en él, aunque el hombre era responsable de la manera en que recibió a Cristo, sin embargo, siendo el hombre culpable ante Dios, era moralmente imposible que el reino se estableciera entonces. Habría sido la negación de la ruina del hombre y de la gloria de Dios, algo que Jesús no podía sancionar. Por eso en este evangelio Jesús nunca se presenta como el Cristo. Otros podrían referirse a él como tal, pero él nunca lo hace (salvo reconociendo la verdad cuando se confiesa). De hecho, en el Evangelio según Juan, Cristo es siempre consciente de su rechazo como Mesías, aunque es al mismo tiempo el único Hijo de Dios. Por eso, aunque está en la tierra, cumpliendo la profecía, y otros le llaman el Cristo o el Hijo de David, se da otro título, el de Hijo del hombre. Se encuentra continuamente en él un sentido noble y sereno de su gloria personal, una gloria que ningún rechazo, ningún oprobio por parte del hombre podría empañar por un momento. Por lo tanto, las bendiciones que son nuestras se basan en su persona rechazada, pero excelente y gloriosa (véase Mat. 16), y responden a su gloria como Hombre exaltado en el poder de resurrección del Hijo de Dios.

Así, en la época actual, el Espíritu de Dios desempeña una función en relación con este mundo en armonía con la posición de Aquel de quien da testimonio. Y hace de las Escrituras, por así decirlo, el texto de su testimonio de Cristo. De ahí se deduce que el mundo, que no cree en Cristo, está convencido de pecado, de justicia y de juicio. La justicia está fuera de la vista, y por eso se la ignora. La ejecución del juicio también se aplaza aquí en la tierra, donde el mundo camina en voluntad propia. Pero la cruz, así como la exaltación de Cristo, es la prueba más positiva de que el príncipe de este mundo es juzgado a los ojos de Dios. Este mundo, como tal, nunca ha sido digno de la atención del creyente desde la cruz de Cristo. Hasta entonces, Dios ha mostrado una larga y bondadosa paciencia con él. Desde entonces, Dios mira a este mundo como su enemigo. El creyente con entendimiento también sabe que el mundo es realmente el enemigo mortal del Padre. Así como la carne fue condenada, también lo fue el mundo; el carácter de ambos fue determinado por la cruz de Cristo. El Espíritu da este testimonio al mundo; ¿y de qué manera? No habitando en él según la doctrina de que todos poseen el Espíritu, sino, por el contrario, permaneciendo fuera del mundo. Si el mundo hubiera creído en Cristo, el Espíritu Santo habría habitado en él. Pero como el mundo no cree, el Espíritu Santo se queda fuera y, por tanto, convence al mundo, en lugar de habitar en él como Consolador. Solo entre los santos y en la Asamblea puede hacer su morada.

4.6.2 - Misión en relación con los discípulos

4.6.2.1 - Conducir a toda la verdad

De ahí surge otra pregunta: ¿Qué servicio, qué ministerio realizará el Espíritu Santo en relación con los discípulos? El Señor aborda este tema de la siguiente manera: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la verdad». El Espíritu Santo nos hará recordar todas las cosas. No solo dará testimonio de Cristo en su gloria celestial. Vino personalmente a estar con y en los santos, como un compañero divino, y se esforzará por guiarlos a toda la verdad. El Señor añade: «No hablará de sí mismo». Esto no significa que el Espíritu nunca hable de sí mismo. Por el contrario, en casi todas las epístolas, el Espíritu nos proporciona una gran cantidad de instrucciones sobre él mismo. Estas palabras significan que el Espíritu Santo no habla por su propia cuenta, sino que actúa de acuerdo con el Padre, con el fin de glorificar al Hijo; como confirma el contexto: «No hablará de sí mismo, sino de todo lo que oiga». Bajó para honrar a Cristo. Lo que oye del Padre, así como lo que oye del Hijo, nos lo comunica a nosotros. Se complació en tomar una posición en la tierra, si podemos hablar con reverencia, subordinada a esta intención, así como el Hijo tomó una posición aquí abajo de subordinación al Padre. Con respecto a su divinidad, el Hijo estaba en igualdad de condiciones con el Padre; sin embargo, vino a la tierra con el propósito expreso de hacer la voluntad del Padre como su siervo. Del mismo modo, el Espíritu Santo se digna ahora ser el servidor de los propósitos del Padre y de la gloria del Hijo, como antes lo fue el Hijo respecto al Padre.

Por eso leemos: «Hablará… de todo lo que oiga; y os anunciará las cosas venideras». El Espíritu no se contenta con llevarnos a toda la verdad que Jesús había revelado anteriormente. Quedaba mucho por comunicar que los discípulos no habrían podido soportar hasta entonces. Además, el Espíritu habla de «las cosas venideras», una verdad importante para las almas que subestiman las revelaciones de Dios sobre el futuro. No es simplemente, me parece, la puesta a disposición de la Palabra de Dios revelada. Pero, teniendo esta revelación de Dios ya completa, y el Espíritu Santo mismo habitando en nosotros, la Iglesia debería ser capaz de interpretar todo lo que la rodea en este mundo. No hay nada ahora que el creyente no pueda entender por el Espíritu Santo, siempre que use la Palabra de Dios en el poder del Espíritu. El cristiano tiene, en cierto sentido, una posición tanto profética como sacerdotal. Está llamado a discernir los tiempos; puede leer lo que ocurre en el mundo, y debe hacerlo. Sin duda, sus sentidos pueden no estar entrenados para discernir el bien y el mal, por lo que le dará pereza escuchar. Esto es lo que el apóstol reprocha a los hebreos (5:11-14). Pero ahora hablo del papel para el que se nos considera competentes en virtud del Espíritu Santo.

4.6.2.2 - Glorificar a Cristo

«Él me glorificará», dice el Señor. Aquí tenemos el ministerio principal del Espíritu Santo claramente designado, ya sea revelar la verdad, decir lo que ha oído, o anunciar las cosas por venir; la gloria de Cristo es el centro alrededor del cual, por así decirlo, todos sus oficios y funciones convergen en su operación completa. «Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo anunciará». Es, creo, por esta razón principal que nunca se menciona en las Escrituras el gobierno o dominio del Espíritu Santo. El Espíritu Santo afirma el señorío de Cristo: exalta a Cristo en lugar de glorificarse a sí mismo. Por eso nunca se le presenta como gobernante de la Iglesia. Es perfectamente claro y cierto que él actúa soberanamente, pero hablar del gobierno del Espíritu Santo es una afirmación diferente que tiende a desplazar al Señor de su debida posición y a introducir el desorden en la relación de los santos con Él. El rechazado y glorificado Jesús es el «único Señor» en el sentido oficial (en otro sentido, el Padre y el Espíritu son también Dios). El Espíritu Santo está presente para apoyar esta verdad según la voluntad de Dios. Por eso trabaja entre los santos para exaltar a Cristo ante nuestros ojos. El Espíritu trabaja, y en nosotros, y con nosotros, y a través de nosotros. Pero Jesucristo es nuestro Señor, y así nos lo revela el Espíritu, que en consecuencia nos coloca en una posición de sujeción a él. Se ha encargado de glorificar a Cristo en el tiempo presente, y nos imprime el carácter de esclavos de Cristo.

Que el Señor despierte en cada uno de nuestros corazones el sentimiento que sus palabras querían producir en el corazón de sus discípulos: El sentido agudo y claro de la presencia personal del Espíritu Santo, enviado por Aquel que está a la derecha del Padre. Y que esta preciosa verdad no solo ocupe un lugar cada vez mayor en nuestro corazón, individualmente, sino que sea cada vez más estimada en las asambleas de Dios en la tierra.