10 - El Espíritu en el Apocalipsis y en las epístolas – Apocalipsis 1:4-5; 19:10

La doctrina del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo


10.1 - Resumen sobre el Espíritu Santo en las epístolas

El aspecto bajo el que el Espíritu Santo nos presenta la verdad en el último libro del Nuevo Testamento contrasta con el testimonio de las epístolas. Por eso, antes de comentar estos versículos del Apocalipsis, examinaremos brevemente la forma en que el Espíritu Santo está presentado en las epístolas, una forma que está siempre y totalmente determinada por el propósito de las mismas.

10.1.1 - Epístola a los Romanos

En la Epístola a los Romanos, después de proclamar la ruina del hombre y la justicia de Dios, el apóstol llega a la justicia práctica que responde a ellas en los hijos de Dios, y el Espíritu Santo ocupa su lugar en relación con ambas. Una vez aclarada esta cuestión de la justicia, se puede mencionar libremente el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (5:5). El Espíritu Santo es manifestado entonces como un poder que no solo sustituye al poder del pecado, sino también a la Ley, la cual no da a seres como nosotros ninguna capacidad de cumplir la justicia (cap. 8). Así, por un lado, toda la cuestión de nuestros pecados y el juicio de Dios contra ellos y, por otro lado, la del pecado y la liberación del mismo, han sido completamente resueltos antes de que se introdujera el propio Espíritu de Dios. No era apropiado presentar la obra que debe continuar en el creyente, antes de que Dios haya sido mostrado plenamente satisfecho en la redención y resurrección de Cristo. Pero es en el capítulo 8 (es decir, cuando no solo el tema de nuestros pecados, sino el del pecado han sido agotados) que el apóstol se dedica a una amplia exposición doctrinal: la doctrina del Espíritu considerada tanto como condición, como estado del cristiano, y también como persona que mora en el creyente.

10.1.2 - Primera Epístola a los Corintios

En la Primera Epístola a los Corintios, el Espíritu Santo está presentado bajo un aspecto completamente diferente, y con notable plenitud. Lo que había dado lugar al apóstol para escribirlo, fue la forma en que la carne estaba actuando en la iglesia en Corinto, donde operaba bajo todas las formas posibles, excepto el legalismo. Eran demasiado flojos para amar la Ley, pero el estado carnal de estos cristianos era tal que no había poder en la Ley para remediarlo: la ley solo puede condenar al que es carnal. Solo Cristo puede remediar tal mal, así como cualquier otro mal, siendo la eficacia de su obra aplicada a la conciencia por el poder del Espíritu Santo. De ahí que encontremos en esta epístola la sabiduría del hombre juzgada primero por la cruz (cap. 1) y luego sustituida por las comunicaciones del Espíritu de Dios (cap. 2). El Espíritu da la verdad, las palabras que la expresan y la capacidad de recibirlas y comprenderlas. Es evidente, por tanto, que los corintios, que, con la esperanza de hacer el Evangelio más agradable a la carne, querían introducir algo de sabiduría humana, estaban completamente en falta y, de hecho, en oposición al pensamiento de Dios.

El capítulo 3 muestra cómo el Espíritu Santo ha constituido a los creyentes en un templo de Dios y la grave responsabilidad que esto supone de no introducir en él nada que sea incompatible con esa presencia. «Si alguien destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él». Pero aun suponiendo que un hombre no corrompa el templo de Dios –en toda la extensión de la palabra– si aporta material sin valor, toda su obra se perderá y será quemado; en cuanto a él personalmente será salvado, pero como a través del fuego. Esta es una figura muy instructiva, que implica el juicio de Dios sobre la obra de cada uno, aunque el hombre mismo pueda escapar.

La siguiente –y muy solemne– aplicación de este don del Espíritu Santo se refiere al cuerpo del creyente (cap. 6). Ya no es solo que los cristianos juntos constituyan el templo de Dios, sino que el cuerpo de cada cristiano es su templo. Los corintios habían caído en un craso error que se ha perpetuado hasta nuestros días, a saber, que mientras estemos interiormente en buen estado, lo que afecta al cuerpo no tiene importancia. No nos compliquemos, dicen estas personas, el cuerpo es solo una envoltura carnal de la que no debemos preocuparnos; lo que cuenta, es el hombre interior, la salud moral del alma. En absoluto, responde el apóstol, el Espíritu Santo se complace en habitar en el creyente y hace su templo, no del alma, sino del cuerpo. Si el cuerpo está consagrado al Señor, si está puesto en estado de separación por el poder del Espíritu Santo, todo irá bien para el alma. Además, el razonamiento de los que dicen despreciar el cuerpo se utiliza a menudo como excusa para entregarse libremente a la sensualidad, silenciando a la conciencia e incluso cultivando pensamientos de orgullo. Es obvio que Dios no puede sino aborrecer tales sentimientos y el comportamiento que se deriva de ellos. «Habéis sido comprados por precio; por lo tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:20).

A partir del capítulo 12, el Espíritu Santo está considerado en la Iglesia. En primer lugar, como operando a través de los dones que han sido asignados a los distintos miembros del Cuerpo. Luego, en el capítulo 14, en relación con el ejercicio de estos dones en la Asamblea. Encontramos el orden según Dios, es decir, las condiciones bajo las cuales un don está llamado a ser ejercido, en otras palabras, el importante principio de que la posesión del poder del Espíritu Santo no exime a ningún cristiano de la autoridad del Señor por su Palabra. Mejor aún, es el Espíritu Santo quien, utilizando esta Palabra, actúa sobre la conciencia del cristiano para dictar el uso que debe hacerse de su poder. Alguien puede bien afirmar que ha recibido una palabra de Dios y que debe ser pronunciada: debe guardar silencio si ella no está en su lugar. Tal palabra puede venir ciertamente del Señor; pero Dios tiene un interés en el orden en su propia Casa, y el poder recibido no dispensa de ninguna manera de la responsabilidad personal en el ejercicio de los dones. Solo la Palabra, y no el Espíritu, es la piedra de toque (comp. con 2 Tim. 3). Esta es una verdad inestimable, pues la tendencia de los hombres que realmente creen en la actuación del Espíritu de Dios es someter la Palabra más o menos al Espíritu, en lugar de reconocer lo que está tan claro en la Escritura, a saber, que el Espíritu Santo siempre somete sus propias manifestaciones a la autoridad de la Palabra del Señor, una Palabra que él mismo inspiró.

10.1.3 - Segunda Epístola a los Corintios

La Segunda Epístola a los Corintios nos muestra al querido apóstol consolando a los santos abatidos. Él mismo había sufrido una terrible persecución, pero había salido de ella. Afirma que todas las promesas de Dios en Cristo son sí y amén en Él, para gloria de Dios por nosotros. Al parecer, algunos le reprocharon que no llevara a cabo su plan de visita. ¿Era esta dilación apropiada para un apóstol? Se había utilizado para desafiar su autoridad. Si yo no he cumplido mi promesa, responde, Dios cumple la suya en el evangelio: «Porque cuantas promesas de Dios hay, en él está el sí; y también en él el amén a Dios, para gloria suya por medio de nosotros. Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios; que también nos selló, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (1:20-22). Esto es precisamente lo que ocurre en el trato de Dios con el alma, y todo está presentado aquí de una manera y un orden admirablemente completos. El creyente es establecido por Dios en Cristo. Esto supone, que primero es vivificado con la vida de Cristo. De este primer privilegio fluyen los demás, pues Cristo da fuerza y plenitud a esa vida que el creyente posee y que es la suya. Entonces el redimido está declarado ungido, pues el Espíritu Santo es el poder que le hace conocer todas las cosas según Dios. «Tenéis la unción del Santo» se dice incluso de los niños pequeños en 1 Juan 2:20. Así, inmediatamente después de que el redimido está establecido en Cristo, se menciona la unción, esa bendición por la que el Espíritu abre los ojos del creyente y le da poder para ver y entender con una capacidad nueva y divina. Por último, el Espíritu sella al creyente sobre la base de una redención cumplida y se convierte en las arras de una herencia futura para él: «Dios… nos selló y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones».

10.1.4 - Epístola a los Efesios 1:12-14

Vayamos ahora a otro pasaje, Efesios 1:12 al 14, donde se encuentra el mismo doble pensamiento: «… Cristo. En quien vosotros también, habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa; quien es las arras de nuestra herencia». Observará que el apóstol habla del Espíritu Santo desde dos puntos de vista, y en relación con los dos temas principales que ha presentado en este capítulo. Uno es el llamado del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el otro la herencia. El Espíritu Santo obra con nosotros en relación con ambos. En relación con el llamado de Dios, él sella al creyente, y en relación con la herencia, él es las arras en nuestros corazones. En el primer caso, es el poder de una separación consciente para Dios sobre la base de lo que ahora está terminado. Y por eso notará que en este mismo versículo dice: «Habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación». Es solo sobre esta base que el Espíritu Santo ocupa un lugar tan importante en el creyente. Sella la persona del que confía en la redención y se convierte en las arras de la herencia de gloria que compartiremos con Cristo.

Este tema suele presentar dificultades para las mentes de los hijos de Dios. De una forma u otra, es el legalismo el que suele ser el gran obstáculo para una sana comprensión de la doctrina del Espíritu Santo. El Espíritu es el poder de santidad en el creyente, como la ley era el poder del pecado para el hombre puesto bajo ella. La ley tenía que ver con la carne, el Espíritu Santo ahora mora donde está la nueva naturaleza.

Al comenzar su obra, encuentra un alma absolutamente sin vida en relación con Dios. No posee más que la naturaleza caída, hasta que, por la fe en Cristo, se le comunica la nueva naturaleza. La fe en la Palabra une el alma a Cristo; se le confiere una nueva vida que no poseía. «Lo que nace del Espíritu, espíritu es», así como la carne es de la carne. Pero el sello del Espíritu supone una cosa santa ya existente: a saber, los santos tal como son en Cristo. Es evidente que no puede haber un sello sobre la vieja naturaleza. El Espíritu Santo sella esta nueva naturaleza o más bien la persona vivificada. Sería indecoroso y chocante pensar que el Espíritu Santo pudiera poner su sello en la carne o en la vieja naturaleza. Vivificar implica una ausencia de vida; pero sellar además implica que hay algo que sellar que es según Dios. El sello del Espíritu no se imprime simplemente sobre la vida, aunque siempre la supone, sino que sigue a la recepción del evangelio de la salvación: «En quien vosotros también… habiendo creído en él, fuisteis sellados…». Esto demuestra que los santos ya habían creído y que el sello era una acción subsiguiente del Espíritu Santo en sus almas. En resumen, los hombres no están sellados como incrédulos, lo que sería, si fuera posible, la cosa más miserable. Están sellados como creyentes, así como fueron primero vivificados como muertos en sus pecados.

La cuestión del tiempo que transcurre entre creer y ser sellado es de importancia secundaria, pero la distinción entre ambos actos es de suma importancia. Aunque solo hubiera un minuto de intervalo, no dejan de ser distintos, y el sello sigue a la fe. El incrédulo necesita estar vivificado, el creyente estar sellado. No reconocer que estas acciones son distintas y sucesivas es también exponerse a confundir la condición de los santos del Antiguo Testamento con el cristianismo. Sin duda, el Espíritu Santo se ocupaba de las almas en la antigüedad, eran vivificadas y creyentes, pero no estaban selladas y no poseían las arras del Espíritu.

¿Por qué esta diferencia? Porque bajo el antiguo pacto el evangelio de la salvación no era todavía la base conocida y pública para la bendición del alma. El alma estaba en una especie de condición de espera, sin disfrutar de la plena comunión con Dios en paz y liberación. El cristianismo ha traído esto y más. Cristo ha venido; ha realizado la redención, y el Espíritu Santo, enviado ahora desde el cielo, nos trae no solo promesas (porque las promesas por sí solas no son el cristianismo), sino promesas plenamente verificadas en Cristo. Algunas de ellas son futuras, y sin duda en este sentido aún no se han cumplido, por ejemplo, la resurrección del cuerpo y el despliegue de la gloria. Sin embargo, la Escritura nos revela ahora una salvación presente, ya no prometida, sino predicada en el evangelio como algo realizado. Tener una mera esperanza de Cristo es la condición de los que todavía están bajo la ley. Anhelan constantemente la salvación, la paz o la participación en Cristo. Este estado era normal en el Antiguo Testamento, y nadie tenía un título para ir más allá. El Mesías no había venido, ni se había hecho la obra, así que creer más que la revelación de entonces habría sido misticismo y no la verdad de Dios; imaginación, no realidad. Pero ahora la obra está hecha. El perdón ya no es una promesa, sino un hecho presente, y la vida eterna, aunque aún está por venir, es una posesión presente. La salvación es ya la porción del creyente (Efe. 2), tan completa que se le declara resucitado con Cristo y sentado con él en los lugares celestiales. Desde otro punto de vista, nuestros cuerpos han de ser cambiados más tarde a la semejanza de su cuerpo, y en ese sentido la salvación aún no ha llegado.

En consecuencia, como hemos visto, el Espíritu de Dios toma una nueva relación o modo de acción de acuerdo con este desarrollo de los caminos de Dios y la revelación de la bendición plena. En lo que se refiere al alma, la salvación ya es perfecta: el Espíritu Santo, en su trato con ella, es ahora su mensajero, y sella la persona del que cree en el Evangelio. El sello supone, no solo un nuevo nacimiento, sino una redención completa, y supone que la obra de Cristo es conocida. Nosotros mismos no sellamos una cosa hasta que está terminada. A nadie se le ocurriría sellar una carta antes de escribirla. Del mismo modo, el acto del sellado, aplicado por el Espíritu Santo, deja claro que quien está sellado descansa sobre una base completa y segura.

En relación con el presente, por tanto, el Espíritu Santo sella para el cristiano la salvación anunciada por el Evangelio. En relación con el futuro, como hemos visto, es las arras de la herencia. El cristiano, objeto del amor de Dios, goza de una salvación tal que Dios mismo no puede hacerla más perfecta; pero todavía no posee la herencia, y el Espíritu Santo, en lugar de limitarse a presentarle una promesa de ella, le da un anticipo de la misma. Permite al hijo de Dios anticipar el gozo y la bendición de su herencia mientras está en el mundo. Por eso se le llama las arras.

10.1.5 - Epístola a los Gálatas 3 y 4

A los gálatas, el apóstol les había preguntado: «¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?» Estos creyentes, aunque seducidos por los judaizantes, sabían bien que las obras de la ley no tenían nada que ver con el don del Espíritu Santo, ni con la operación de milagros entre ellos (cap. 3). Una expresión en el capítulo 4 es aún más explícita, en cuanto a la distinción en cuestión. Mientras su pueblo estaba bajo la ley, «Dios envió a su Hijo… para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:4-6).

Así que es el Espíritu Santo quien nos hace conscientes de la relación con Dios que ya es nuestra por la fe en Cristo. Ya eran hijos: «Por cuanto sois hijos», dice Pablo; sin embargo, es posible que no conocieran el disfrute de esta relación; por eso «Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: «Abba, Padre!». El significado y la fuerza de este pasaje son los más claros posibles. Bajo la ley, el creyente, aunque era un niño, nunca fue consciente de su adopción. Su condición era la de siervo, aunque señor de todo, como lo explica el apóstol. ¿Por qué? Porque en el primer período estaba bajo la ley. Era como un menor de edad «bajo tutores y administradores, hasta el tiempo señalado por el padre». Estaba mantenido en esclavitud bajo los principios del mundo. La ley lo castigaba, haciéndole sentir la maldad y la rebeldía de su naturaleza. Todo esto continuaba bajo el sistema legal; pero ahora ha llegado un estado de cosas completamente diferente, como el apóstol muestra aquí.

10.1.6 - Epístola a los Romanos: La muerte, la carne y el yo

Así, la Epístola a los Romanos nos ha enseñado esta gran verdad del cristianismo: que, en cuanto a la carne, tengo el derecho, incluso estoy obligado a considerarla muerta. Nunca estoy llamado a morir a la carne. Tal idea, común entre los místicos, no es en absoluto la verdad revelada en Cristo. Sin duda, somos invitados a morir de forma práctica a nosotros mismos y al mundo, a morir cada día. Pero es un pensamiento totalmente diferente, y significa exponerse continuamente por Cristo a la prueba y a la muerte. Por otra parte, en cuanto a la carne, tengo derecho, por la gracia de Dios, a afirmar que ya estoy muerto, y estoy llamado a considerarme en adelante, y para siempre, como muerto. El misticismo es un esfuerzo por estar muerto en sí mismo, y eso suena bien, pero la gracia divina me da el derecho –que es el de Cristo mismo– de creer en el poder de su muerte por mí, y mi muerte con él. De modo que puedo, sin presunción, considerarme muerto al pecado, pero vivo para Dios por medio de Jesucristo.

La Epístola a los Romanos nos ha dado esta enseñanza en relación con la justicia. Pero el ejemplo elegido aquí por el apóstol contrasta con el sistema legal de coacción que regulaba la situación de los menores en el derecho romano. La redención nos ha llevado, mediante la fe en Cristo, a la posición de hijos, y tenemos el Espíritu del Hijo de Dios, dado como poder, por el que clamamos: Abba, Padre. Tal es la conexión del Espíritu Santo con la doctrina de esta Epístola. El objetivo del enemigo era alejar a los creyentes de la libertad en la que habían sido colocados por la emancipación, y de la bendita relación de hijos ante su Dios y Padre, para volver a ponerlos bajo las ordenanzas de la ley de una u otra forma. El Espíritu Santo es el poder liberador que nos ha sido dado, basado en la redención en Cristo y en él.

10.1.7 - Epístola a los Efesios, resumen de los capítulos 1 al 6

Volviendo a la Epístola a los Efesios encontramos que no hay un solo capítulo que no haga una o más alusiones al Espíritu Santo. En el testimonio del capítulo 1 y del capítulo 2, el Espíritu Santo es visto como el poder de acceso al Padre tanto para el judío como para el gentil. Al final del capítulo 2, nos está presentado como el poder constitutivo de la morada de Dios. Esta morada de Dios en la Iglesia no es externa como en Israel, y su presencia no está señalada como en el pasado por una nube visible, sino que es mucho más real, por el Espíritu Santo que habita en ella.

En el capítulo 3, el Espíritu no es solo un poder revelador para iluminar la mente, como en el capítulo 1, sino también una fuente interior para profundizar en la comunión espiritual del cristiano y fortalecer su hombre interior según todas esas riquezas que hay en Cristo.

En el capítulo 4, se desarrolla ampliamente la doctrina del Espíritu de Dios, en relación con el Cuerpo, así como con los dones individuales. Sobre todo, en la última parte del capítulo, se habla de él como el poder activo y la medida personal de la santidad en la conducta. Lo propio del nuevo hombre no es simplemente hacer esto o aquello, sino no contrariar a esa Persona divina por la que hemos sido sellados para el día de la redención. No basta con conocer como verdad el viejo hombre juzgado y el nuevo hombre dado, sino que el Espíritu de Dios está en nosotros y debemos tener cuidado de no contrariarlo de ninguna manera.

El capítulo 5 nos proporciona otra alusión muy interesante al Espíritu Santo. Allí no solo se nos llama a resistir las excitaciones carnales, sino a estar llenos del Espíritu y, en relación con ello, a entretenernos con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando y entonando de corazón al Señor (v. 19). A este respecto, observamos la ausencia en el Nuevo Testamento de alabanzas o himnos ocasionales preparados para el uso de los hijos de Dios. A diferencia del judío, el cristiano no posee una colección de salmos, himnos o cánticos espirituales escritos por inspiración. El judío necesitaba tales alabanzas preparadas para él; el cristiano no, pues teniendo el Espíritu Santo como no lo tenía el judío, el hijo de Dios tiene dentro una fuente abundante para hacerlo cantar en su corazón. A la Iglesia, que tiene al Espíritu Santo siempre presente y morando en ella, le pertenece la fuente de agua viva; más todavía, cada cristiano posee individualmente esta fuente que de manera natural brota en salmos, himnos y cánticos espirituales.

Así, la falta de una colección de himnos inspirados y de oraciones preparadas, que algunos utilizan como excusa para introducir liturgias o para volver a los salmos de David, constituye en realidad la prueba más sorprendente de la bendición actual de la Iglesia de Dios. Lo que les falta a los cristianos, por desgracia, es la fe para utilizar su hermoso patrimonio. Los que están bajo la dolorosa experiencia de la ley no tienen ninguna fuente de alegría en sí mismos; por lo tanto, necesitan una provisión externa. Pero, desde el momento que tenemos a Cristo y, además, al Espíritu Santo como nuestro poder divino para disfrutar de nuestro Salvador con nuestro Dios y Padre, habría sido rebajar el lugar de la Iglesia si la Palabra hubiera hecho para nosotros una provisión de salmos, himnos y cánticos espirituales. La Sagrada Escritura considera que el cristiano ha llegado al estado de hombre hecho, y supone a la Iglesia –a menos que sea desviada por seductores– en una posición de plena libertad ante Dios, en la inteligencia de su mente y en la confianza de su amor, entrando en las riquezas de su gracia y gloria en Cristo; y esto, porque el Espíritu Santo mora tanto en el cristiano como en la Iglesia. De modo que la conciencia de tal bendición se exprese no solo en la alabanza, sino en la edificación mutua a través de salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando de corazón al Señor.

La única alusión al Espíritu de Dios que queda por examinar en Efesios está en el último capítulo, donde se nos exhorta a orar por el Espíritu. «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento» (v. 18). El Nuevo Testamento nunca habla de orar al Espíritu, sino por el Espíritu. No es que el Espíritu no sea digno de alabanza y oración; que no sea Dios por igual con el Padre y el Hijo. De hecho, la oración a Dios se dirige tanto al Espíritu Santo como al Padre y al Hijo. Pero al Espíritu le ha gustado, desde la redención, ocupar un lugar que impide que las oraciones se dirijan especialmente a él. Él habita en nosotros y dirigirse al Espíritu sería, sin ser conscientes de ello, no creer en su morada en la Iglesia y en el creyente.

10.1.8 - Epístolas a los Filipenses y a los Colosenses

Sin detenernos en los pasajes menores que, en los Filipenses, hablan del Espíritu en relación con su carácter y no como la persona que mora en nosotros (es decir, como la fuente de la comunión y el carácter en la adoración: 3:3), observemos la notable omisión de toda mención del Espíritu de Dios en la Epístola a los Colosenses. Esta se centra en la nueva vida, mientras que la Epístola a los Efesios –que tiene mucho en común con Colosenses– pone el énfasis en el Espíritu Santo como fuente de esa vida. Ni que decir tiene que cada uno de estos puntos de vista está relacionado con el carácter respectivo de las dos epístolas.

10.1.9 - Epístolas a los Tesalonicenses

En Tesalonicenses el Espíritu Santo está presentado con extraordinaria sencillez y poder, desde la conversión de estos creyentes hasta el final de su carrera (1:5; 4:8; 5:19). Los textos requieren poco comentario, excepto quizás el último, que a menudo se malinterpreta: «No apaguéis el Espíritu». Esta exhortación no debe confundirse con la de Efesios 4:30 no «contristéis» al Espíritu Santo de Dios. Contristarlo es obviamente personal; mientras que apagarlo está en relación con otros, y principalmente, supongo, en el uso de sus dones. No debo ser un obstáculo para ningún otro, ni plantear dificultades en cuanto a la manifestación del Espíritu Santo en ningún hermano. Esa obra puede ser grande o por el contrario muy pequeña, la única cuestión es: ¿Es del Espíritu? Tener respeto por la presencia y la operación del Espíritu Santo en todas las variedades de su acción en la Iglesia guardaría al hermano más a la vista de apagar el Espíritu en aquel que lo está menos. Seguramente Dios no desprecia el día de las cosas pequeñas.

10.1.10 - Epístolas a Timoteo

En las dos Epístolas a Timoteo se menciona constantemente al Espíritu. Detengámonos en 2 Timoteo 1:7: «Porque Dios –dice el apóstol– no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de sensatez» (véase también el v. 14). No es difícil ver por qué se menciona al Espíritu Santo en este lugar. Timoteo temblaba ante las dificultades de la lucha cristiana, ante la tristeza y la prueba a la que el servicio de Cristo, especialmente en medio de las asambleas, conduce al siervo fiel. Por eso, el apóstol le recuerda el don que le fue concedido por la imposición de sus propias manos, y añade que el Espíritu que nos ha sido dado, a nosotros los cristianos, no es un espíritu de temor, sino de poder, de amor y de sensatez. Notemos la distinción entre el don comunicado a Timoteo por la imposición de las manos del apóstol, y el carácter general del Espíritu dado a los santos. Está claro que el propósito de este recordatorio era fortalecer al temeroso hombre de Dios. ¿Por qué habría de agobiarse de tristeza por las dificultades, los peligros, los desengaños o incluso la deserción de los que antes habían trabajado con el propio apóstol y que ahora se habían vuelto contra él?

10.1.11 - Epístola a Tito

En la Epístola a Tito tenemos un informativo pasaje en el que se expone la bendición a la que el cristianismo lleva a un alma (3:4-7). «Pero cuando la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor hacia los hombres aparecieron, nos salvó, no a causa de obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino según su misericordia, mediante el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador; para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos, según la esperanza de la vida eterna». Aquí tenemos no solo el lavado de la regeneración, un privilegio común a todos los santos en todas las épocas; sino que nos es dado en la forma y plenitud que ahora es la parte distintiva del cristiano. La regeneración es universal y peculiar de todos los santos; pero la abundante efusión del Espíritu Santo es el resultado de la redención; ha sido derramado abundantemente sobre nosotros por Jesucristo nuestro Salvador. Así, el pasaje muestra de manera muy llamativa tanto lo que es y debe ser siempre cierto, como lo que llegó a ser posible, según los sabios caminos de Dios, que cuando el obstáculo fue eliminado, la carne juzgada y el Espíritu Santo pudo ser derramado ricamente, por medio de Jesucristo nuestro Salvador.

10.1.12 - Epístola a los Hebreos

La Epístola a los Hebreos contiene varias alusiones al Espíritu. Destacan dos expresiones: «El Espíritu de gracia» y «el Espíritu eterno», que se refieren al Espíritu Santo en contraste con el sistema judío. El «Espíritu de gracia» (10:29) contrasta con la ley, y el «Espíritu eterno» (9:14) con las formas temporales de los tiempos antiguos.

10.1.13 - Primera Epístola de Pedro

Luego llegamos a un pasaje de gran importancia para el creyente en 1 Pedro 1. El apóstol habla de la salvación de la que los profetas «se informaron e inquirieron con interés, buscando qué tiempo o qué circunstancias indicaba en ellos el Espíritu de Cristo, el cual daba testimonio de antemano de los padecimientos de Cristo y de las glorias que los seguirían» (v. 10-11). Aquí tenemos una clara declaración de la obra del Espíritu de Cristo en las almas de los antiguos profetas. Estaba en ellos con el carácter del espíritu de profecía para dar testimonio de lo que iba a suceder, es decir, los sufrimientos que serían la porción de Cristo y las glorias que seguirían. No sabemos hasta qué punto comprendían estas verdades y podían disfrutar de ellas, pero ambas fueron puestas ante ellos. Los Salmos hablan de ello, y luego los profetas, especialmente Isaías, Miqueas, Daniel y Zacarías. Pero, además: «A estos fue revelado que no para sí mismos, sino para vosotros, ministraban esas cosas que ahora fueron anunciadas por los que os predicaron el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo» (v. 12). Cristo habiendo venido y la redención cumplida, ahora se proclama el evangelio. En consecuencia, el Espíritu Santo toma un lugar totalmente nuevo. Es «enviado del cielo», expresión que no se utiliza para designar su acción en tiempos anteriores. La misión del Espíritu Santo enviado desde el cielo es obviamente distinta de las operaciones del Espíritu de Cristo en el Antiguo Testamento, por muy bendecidas que fueran. Es el Espíritu Santo enviado desde el cielo lo que constituye el poder del creyente para entrar en lo que ahora proclama el evangelio. Queda para un tiempo futuro el cumplimiento de la profecía, cuando el reino sea establecido con poder y gloria aquí en la tierra.

En resumen, este pasaje contiene tres pensamientos principales: primero, el Espíritu Santo profetizando; segundo, el disfrute actual de una salvación de las almas proclamada por el evangelio en el poder del Espíritu Santo enviado desde el cielo; tercero, la revelación de la gracia en la aparición de Cristo que será el cumplimiento de la profecía. Una obra poderosa ha sido hecha, y sin duda la profecía se aplica a esa obra, aunque va mucho más allá de lo que la profecía ha revelado. En última instancia, el pleno cumplimiento de la profecía está reservado para la aparición del Señor en gloria. Entre las dos épocas –después de la venida de Cristo para sufrir, pero antes de su aparición en gloria– el Espíritu Santo es enviado desde el cielo; y disfrutamos, en la fe, por su poder, de lo que el evangelio anuncia sobre Cristo.

10.1.14 - Segunda Epístola de Pedro y Primera Epístola de Juan

No necesitamos detenernos en 2 Pedro, donde la única referencia al Espíritu Santo concierne a los santos hombres de Dios del Antiguo Testamento que hablaron bajo su influencia (1:21).

1 Juan desarrolla el tema del Espíritu Santo en nosotros, por el cual Dios habita en nosotros y nosotros mismos habitamos en Dios.

10.2 - Apocalipsis

Así llegamos al Apocalipsis. Desde el primer capítulo nos está presentado el Espíritu de Dios bajo un aspecto totalmente nuevo, hasta el punto de que varios comentaristas antiguos y modernos han negado que la mención de los «siete espíritus de Dios» pueda referirse al Espíritu Santo, y han aplicado la frase a los siete ángeles que están delante de Dios (Apoc. 8:2). No se puede dudar de que se trata del mismo poder espiritual séptuple del que habla Isaías 11:2-3.

El Apocalipsis no se ocupa en sus visiones proféticas de los temas ordinarios del Nuevo Testamento, y esto explica el estilo propio a este libro. El Apocalipsis, que no trata del desarrollo de la gracia sino del gobierno de Dios, está lleno de alusiones al Antiguo Testamento. Nadie entenderá este libro si no tiene en mente los antiguos caminos de Dios. Por el contrario, cada uno podrá seguir sus comunicaciones de forma más inteligente si no pierde de vista las continuas referencias a la ley y a los profetas, que este libro enlaza con los elementos del Nuevo Testamento.

10.2.1 - Apocalipsis 1:4 – Los 7 Espíritus de Dios

A pesar del propio saludo de los apóstoles: «Gracia y paz a vosotros», Dios nos está presentado en este libro de una forma muy diferente al de las epístolas: el que «es, y que era, y que viene» (1:8). Se trata de una traducción, si se puede llamar así, del Jehová hebreo al lenguaje del Nuevo Testamento. Lo mismo ocurre con su Espíritu, presentado aquí en forma de los «siete Espíritus» que están ante su trono (4:5). Cualquiera que esté familiarizado con el Nuevo Testamento debe estar aún más impresionado por tal expresión, ya que en otras partes es cuestión constantemente del Espíritu –de «un solo Espíritu»–. ¿No es esta la enseñanza invariable de Pablo? El Cuerpo de Cristo es uno porque un mismo Espíritu habita en cada discípulo de Cristo, uniendo estrechamente y constituyendo en uno todos los diversos miembros. En todas partes es «el Espíritu Santo enviado del cielo»; habitando en el creyente; distribuyendo y operando en la Iglesia. Sin embargo, aquí se nos habla de los siete Espíritus que están ante el trono de Dios. ¿De dónde viene esto? Del hecho de que estamos entrando en una escena de gobierno y de actos judiciales. El paréntesis celestial de la gracia ahora está cerrado. Correspondió al maravilloso despliegue del misterio oculto a las generaciones anteriores, revelando la gloria de Cristo en lo alto y la unión con él del cristiano y de la Iglesia. Incluso en el prefacio (cap. 2 y 3), donde se mencionan las siete iglesias y a Cristo en relación con ellas, el juicio es el punto principal, y el Espíritu Santo está visto en el carácter de gobierno que nos revela todo el Apocalipsis. Este es el libro final donde todos los sistemas, y el hombre como tal, deben ser juzgados. Las iglesias están juzgadas primero; luego el mundo; después los vivos en la aparición de Cristo y antes del final de su reinado terrenal; y finalmente los muertos están juzgados ante el gran trono blanco. A lo largo del libro todo son juicios.

El Espíritu Santo nos está presentado en armonía con un estado de cosas terrenal y judicial, tomado desde el punto de vista del Antiguo Testamento, pero con una profundidad propia de la revelación final y completa de Dios. Juan habla de «siete Espíritus», expresión de la plena pero variada perfección del Espíritu Santo obrando según los caminos de Dios desarrollados en gobierno. Y por esta razón se dice que están ante su trono.

10.2.2 - El Espíritu hablando a las asambleas

La forma de hablar en las epístolas a las asambleas es notablemente coherente con este carácter: «Lo que el Espíritu dice a las iglesias» (2:7). Esto no es obra del Espíritu de Dios en el santo o en la Iglesia. No es la morada de Dios por el Espíritu. Es más bien como alguien que está fuera, que se dirige a ellas aquí para advertir y amonestar. El propio Cristo actúa de esta manera. No se le ve aquí como Cabeza de la Iglesia, comunicando el alimento y cuidando su Cuerpo. Aunque es más que un sacerdote, está vestido con las vestiduras sacerdotales, no para interceder por el creyente y restaurarlo, sino, por el contrario, para escudriñarlo con Sus ojos que son como una llama de fuego, y para ocuparse de lo que es contrario a la mente de Dios. Aquí está solemnemente revelado como el Hijo del hombre, una designación inhabitual en relación con la Iglesia. En efecto, tomará el reino y, mientras tanto, se le da el juicio porque es el Hijo del hombre (Juan 5). Así, el Señor ha tomado el lugar de juez, aunque el sujeto son las iglesias. Todas las formas de juicio están en sus manos. «¡Ay! ¿Quién vivirá cuando hiciere Dios estas cosas?» (Núm. 24:23). Así que encontramos que la primera y en algunos aspectos la mejor de estas iglesias está amenazada con que se le quite su lámpara, si no se arrepiente (¿y se ha arrepentido?); mientras que la última, aunque llamada al arrepentimiento, es positivamente amenazada con ser vomitada de la boca del Señor. Por lo tanto, en lo que respecta a las iglesias responsables, el rechazo es total y desesperado.

10.2.3 - A partir del Apocalipsis (cap. 4)

A partir del capítulo 4, se produce un gran cambio. Los redimidos que son protegidos de los juicios terrenales son glorificados en el cielo, y el Señor es visto arriba como un cordero sacrificado, un Cristo rechazado, en la presencia de Dios y sobre su trono. Aquí también está presente el Espíritu, pero de nuevo como siete Espíritus, simbolizados por siete lámparas u antorchas de fuego, es decir, de nuevo en un aspecto judicial. El capítulo 5 señala el poder y la actividad de los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra. Ya no se trata de la predicación del Evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo, ni de la Iglesia. Esta misión del Espíritu sobre toda la tierra ya no se realiza en gracia, sino en gobierno. Las iglesias ya no se mencionan después del capítulo 3, excepto en las exhortaciones del final, y ya no es a través de ellas que el Espíritu Santo da testimonio, como ocurre hoy. A partir de aquí, Dios está ocupado de otros planes, terrenales, ya que los coherederos celestiales están arriba con Cristo. Por lo tanto, el Espíritu de Dios obra en relación con toda la tierra.

Esto indica suficientemente el carácter especial de la acción del Espíritu Santo en este período apocalíptico. La mayor parte del libro trata del intervalo que tiene lugar entre el momento en que las iglesias han desaparecido de la escena, y el momento en que el Señor Jesús vendrá del cielo con sus santos glorificados, en vista del juicio de la tierra. El período de larga paciencia llega a su fin, y los juicios divinos comienzan su curso. Sin duda hay santos llamados y que dan testimonio; y no hace falta decir que no podría haber santos vivificados sin el poder del Espíritu Santo obrando a través de la Palabra como antes. Pero, ¿cuál es el carácter de la acción del Espíritu Santo en y a través de estos santos que suceden a la Iglesia en la tierra? ¿Cuál es la naturaleza de sus comunicaciones a sus almas? ¿Cuál es la experiencia que forma en ellos y cuál es el camino que les da? La respuesta, en los mismos términos del Apocalipsis, es que «el testimonio de Jesús es el Espíritu de profecía» (19:10).

Esto nos permite comprender la diferencia en la relación del Espíritu de Dios con estos santos, en comparación con su aspecto con la Iglesia y el cristiano. El Espíritu Santo, como hecho real y característico, habita en el creyente como espíritu de comunión. Lo que aprendo en Cristo se convierte en mi porción y mi felicidad; lo disfruto como mío. Dios no hace una sola revelación relativa a su Hijo, de la que yo no tenga derecho a apropiarme como consuelo de mi corazón. El cristiano tiene un interés directo en toda Su gloria. Nacido de Dios, teniendo el Espíritu Santo para poner el corazón en marcha, el creyente encuentra su gozo en tener uno por encima de él ante el que puede inclinarse y adorar. ¡Ay! Juan traiciona su propia debilidad aquí. Impresionado por la gloria del ángel que le muestra estas cosas, se dispone a adorarlo. Pero el creyente es un adorador ansioso del Padre y también del Hijo porque conoce al Hijo de Dios, saborea su gracia y se regocija en su gloria conforme a lo que el Espíritu Santo le muestra Jesús. En todos los demás ámbitos en los que Cristo no es simplemente el Hijo, la persona eterna y divina, el objeto de culto y adoración, es Aquel que, estando por encima de nosotros, se deleita en su profundo amor en compartir con nosotros su propia porción, todo lo que el Padre le ha dado. Lo que él ha adquirido, lo hace contribuir a nuestra bendición infinita por medio del Espíritu de Dios que toma lo que es de Cristo y nos lo comunica. Glorifica a Cristo, pero anunciando lo que es de él. Hace que nuestros corazones rebosen del gozo de Cristo, que es nuestra porción eterna.

En el Apocalipsis no es así. Mirad a los santos terrestres en el capítulo 6. Piden al Señor que juzgue a sus adversarios. Anhelan lo que aún no poseen. Este es el tema del Cantar de los Cantares de Salomón, donde no se menciona a la Iglesia ni la relación del cristiano. La posición de los santos en la tierra tras la desaparición de la Iglesia es tal que el Espíritu Santo es solo el Espíritu de profecía. El único testimonio que da de Jesús es el de un espíritu profético, que conduce a los fieles hacia el futuro –hacia lo que van a recibir de la mano de Jesús cuando aparezca. No así con el cristiano; y esto nos ayuda a entender la diversidad en las manifestaciones de Dios y la bendición de los santos. Dos cosas son necesarias para colocarme en una verdadera bendición presente. Debo tener un objeto que satisfaga mis afectos y del que tenga posesión. Pero también necesito un estímulo para mi expectación, estando todavía en el cuerpo y rodeado de objetos que Satanás utiliza para alejarme de Dios. Por lo tanto, es esencial para mí que, de la misma manera que tengo a Cristo como objeto para mi corazón, también lo posea como mi esperanza.

10.2.4 - Apocalipsis 22

Necesitamos estas dos cosas, que parecen contradictorias, pero que en realidad son los elementos esenciales de la plena bendición de los santos y de la Iglesia. Si no tengo un objeto ante mi corazón que pueda satisfacerlo, ¿qué ejercicio o descanso puede haber para mis afectos? Pero el cristiano tiene a Cristo. Y por eso el Espíritu Santo lo sella, le da esta unción, le da a conocer su porción, así como es Su poder para disfrutar de Cristo y de lo que Cristo le ha dado. Como consecuencia, el mismo Espíritu Santo me lleva a esperar a Cristo. Esto lo encontraremos también en el Apocalipsis –para nosotros, no para los que vendrán después de la Iglesia; es solo con la Esposa que el Espíritu dice: «Ven». Actuando sobre los afectos de la Iglesia, inspira su grito y se une a ella. Dice: «Ven», porque Aquel que nos ama y es verdaderamente amado por nuestros corazones nos ha dicho: «Vengo pronto». El Espíritu, que honra Su palabra, inspira este deseo y nos hace suspirar por Él. Ahora el que espero es Aquel que ama como nadie ha amado, que se ha entregado por completo en su amor. Así tengo y al mismo tiempo no tengo. Mi fe ya posee una bendición completa. Sin embargo, tengo todo el estímulo de la esperanza que me hace mirar fuera de la escena presente hacia una plena satisfacción aún por venir, cuando Cristo me tenga, y yo lo tenga a él, en la gloria celestial a la que ha ido.

Esto es precisamente lo que el corazón encuentra en el cristianismo. Cristo ha bajado a la tierra y me ama donde estoy. Me ha amado en medio de mi locura y a pesar de mis pecados. Al mismo tiempo es mi esperanza. Seré semejante a él, y con él donde está. Esta es la parte característica y exclusiva del cristianismo. No podía ser antes de la venida de Cristo, precisamente porque no había venido ni había sido revelado plenamente. Ya no puede ser después de su segunda venida. Antes, no podía ser el objeto conocido del corazón. Después, ya no puede ser la esperanza de los santos. En su aparición, una bendición plena y eterna será la porción de los suyos, y toda tristeza, toda dificultad desaparecerá. Entonces el camino del creyente en la tierra será fácil, mientras que ahora el Espíritu de Dios se opone al poder de Satanás en este mundo donde todas las cosas se combinan para obstaculizar y probar al hijo de Dios. Pero posee la fe y la esperanza. El Espíritu Santo es la fuente de todo su poder. Desde la redención, habita en el creyente y en la Asamblea. ¡Qué hermosa es la porción de la Iglesia de Dios!

Pero, por supuesto, cuando la Iglesia se haya ido arriba, tal condición habrá cesado. El Espíritu de Dios vivificará a las almas como lo hizo antes de ser enviado desde el cielo para formar la Iglesia: mientras haya almas aquí abajo y un Dios al que conocer mediante una relación vital, esta obra del Espíritu Santo se realizará en ellas. Además, el Espíritu, operando de una manera apropiada a la dispensación, proyectará a los santos hacia el futuro. Así, el contraste es manifiesto. Los santos celestiales habrán sido, justo antes, retirados del mundo, mientras que las almas que vemos aquí están siendo preparadas para la tierra milenaria. Se trata de un tiempo de transición en el que la forma de acción y testimonio del Espíritu consiste en dirigir los corazones hacia el futuro que va a ser revelado. El Espíritu de profecía es el testimonio de Jesús (19:10), no el despliegue de la plenitud de la redención. No es como hoy el poder que da seguridad al alma para penetrar al «interior de la cortina» y encontrar «un ancla del alma, segura y firme» (Hebr. 6:19). Nada en estas páginas se parece a la paz y el gozo que los santos poseen ahora en Jesús. El Espíritu Santo dirigirá a estos creyentes a mirar a Cristo para el futuro. Tendrán que esperar, porque otros también deben sufrir como ellos. Su suspiro se eleva ante Dios: «¿Hasta cuándo, Soberano, santo y verdadero?» (Apoc. 6:10). Esperan al que ha de venir, y se necesita nada menos que la omnipotencia de Dios para darles a creer esto, tan grande será la seducción de la injusticia.

No le corresponde al hombre discutir con Dios, ni al creyente cuestionar su Palabra. Toda nuestra sabiduría consiste en tener una simple fe en las Escrituras, que tiene el efecto de poner calma en el alma, en presencia de todas las preguntas, todas las dificultades y todas las dudas que puedan surgir en nuestra mente. Si Dios ha revelado el futuro, ¿no es para que lo conozcamos? Y es muy poco cierto que el cristiano tenga suficiente con tratar exclusivamente con sus propias bendiciones que se le quiera despojar de una porción de su herencia particular si se le induce a renunciar a este conocimiento de las cosas futuras. El cristiano no solo posee ahora la fe y la anticipación de la esperanza, sino que se sitúa aquí sobre una eminencia desde la que abarca el futuro, hundiendo su miranda hasta la misma eternidad. ¿Qué posición puede ser más amplia, más bendita que la de un cristiano? Oh, ¡qué poco entramos en nuestra propia bendición en Cristo! ¡Qué poco sabemos de ella! ¡Qué poco la disfrutamos! Los santos del Apocalipsis no tendrán esto, pero se les dará un testimonio profético del Espíritu de Jesús.

Y lo que confirma la distinción que acabamos de hacer es que el Espíritu Santo, apenas terminada la profecía, nos está presentado uniéndose a la esperanza de la Esposa, que es la Iglesia. «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! Y el que oye, diga: ¡Ven!». El Espíritu guía a la Iglesia y estimula sus afectos. El lugar mismo en el que se relata esta acción del Espíritu, al final mismo del Libro sagrado, lo hace aún más sorprendente. En efecto, después de haber recorrido todo el curso de los caminos de Dios hacia el hombre hasta su final, después del juicio final ante el gran trono blanco, después de haber evocado los nuevos cielos y la nueva tierra, el propio gozo del cristiano podría haber disminuido un poco por haberse ocupado tanto de la profecía. En efecto, tal estudio sería muy adecuado para abatir la mente y el corazón si no fuera contrarrestado por una esperanza celestial. La profecía, por sí sola, tiende a producir un efecto terrenal en el alma del cristiano, y puede llevarnos a desperdiciar la energía espiritual destinada a Cristo, a la Iglesia y a las almas, si damos rienda suelta a nuestra mente y dejamos que nuestra imaginación se desborde ocupándonos curiosamente de detalles minuciosos sobre el juicio terrenal.

En la medida en que Cristo y la Iglesia quedan así excluidos de nuestros pensamientos, tal forma de estudiar la Palabra es positivamente perjudicial para el hijo de Dios. Pero observen cómo el Espíritu Santo ha previsto aquí este peligro en relación con la Iglesia. Podemos recorrer todas esas visiones proféticas que Juan escribió para nosotros y ver en ellas un cuadro completo del futuro, concentrando las luces dispersas en el resto de las Escrituras. Una vez hecho esto, el Espíritu se encarga de cambiar la corriente de nuestros pensamientos. Hace que nuestros ojos se aparten de las escenas terrenales y se fijen en nuestro propio objeto: Cristo. Con él dejamos la región inferior de la profecía, y volvemos a la que mejor se adapta al corazón renovado en sus afectos más verdaderos por su propio objeto celestial: Cristo arriba, y que va a volver.

Que el Señor nos conceda disfrutar, con una paz cada vez más profunda, de esta maravillosa luz que la Palabra de Dios nos da sobre el Espíritu Santo. Se digna estar en nosotros, por amor a Cristo, y eso a causa de su estima tanto de Cristo mismo como de esa redención que es nuestro fundamento inmutable ante Dios. Que no solo aprendamos más sobre el Espíritu, sino que, guiados por él, nuestros corazones se fortalezcan, para que podamos disfrutar por medio de él, en Cristo nuestro Señor, de todo lo que Dios se ha complacido en revelarnos en su preciosa Palabra.