2 - «Una fuente de agua que brota para vida eterna» – Juan 4:14

La doctrina del Nuevo Testamento sobre el Espíritu Santo


2.1 - Para conocer a Dios, se necesita la vida divina, la vida del Hijo de Dios (Juan 3)

El capítulo anterior nos introdujo en el tema del nuevo nacimiento, la obra del Espíritu Santo en el hombre. No se trata, como pretenden algunos, de un cambio de naturaleza humana, sino de la comunicación de la de Dios (aunque en el hombre), un nacimiento del agua y del Espíritu, sin el cual nadie puede ver el reino de Dios ni entrar en él. El reino de Dios requiere una naturaleza que sea de Dios. Solo una naturaleza divina es capaz de conocer a Dios y de disfrutar de él; y ninguna bendición exterior concedida al hombre, ninguna obra realizada en su favor, por muy preciosa que sea, es suficiente para hacerle apto para la presencia de Dios. Pueden justificar a Dios con respecto al pecado, e incluso glorificarlo infinitamente, como de hecho ocurrió en la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Pero me atrevo a decir que nada meramente externo al hombre, que es un pecador, puede ponerlo en condiciones de conocer a Dios ahora o de disfrutar de él después.

Ahora bien, la misma gracia de Dios, que da a Cristo para la realización de la obra de la redención, revela a Cristo por el Espíritu Santo a través de la Palabra; y así el alma nace del agua y del Espíritu. Más aún: desde la redención, el hombre tiene derecho a conocer la vida divina en su forma plenamente revelada, en su expresión más elevada, la que pertenece al propio Hijo de Dios. No solo se ha convertido o nacido de nuevo, sino que tiene vida eterna. No quiero negar en absoluto que nacer de nuevo es en realidad poseer la vida eterna. Solo estoy explicando el lenguaje del Señor en el sentido en que creo que debemos entenderlo. En lugar de limitarse a la expresión más general, o a la afirmación de la necesidad absoluta y universal de un nuevo nacimiento, se digna a presentarnos la bendición adquirida en la cruz, en el carácter que le es propio. Porque él es la vida eterna que estaba con el Padre y se nos ha manifestado. Así, la gracia ha obrado de una manera digna del Hijo de Dios.

2.2 - Juan 4 – Además de la nueva vida, Dios imparte poder (el Espíritu Santo)

Pero ahora llegamos a otra parte de nuestro tema. No se trata simplemente de las necesidades del hombre, ni de la necesidad de una naturaleza que no tiene, y que solo viene de Dios. Al enviar a su amado Hijo a un mundo como este, Dios no se limita a hacer lo necesario para que podamos estar en su presencia. Actúa como Dios. No solo comunica la naturaleza en sí, sino también un poder capaz de operar en ella. Él da lo que constituye la energía y la fuente de gozo propio de la naturaleza divina. En una palabra, no solo da la vida eterna, por muy preciosa que sea, sino que da el Espíritu Santo.

2.3 - La mujer samaritana, su condición y sus necesidades

Aquí las circunstancias fueron, como siempre, adecuadas a lo que Dios quería revelar. En el capítulo anterior, el hombre fue llamado de manera particularmente urgente, a pesar de las dificultades que podrían haber parecido grandes. Pero ahora se ha dado un paso más en el camino de la gracia del Hijo de Dios: está prácticamente rechazado. Ya pasó el tiempo en que muchos creyeron en él por los milagros que realizó. Ahora se despiertan los celos de los fariseos, y el Hijo de Dios abandona con pena aquella Judea que había visitado en gracia de Dios. Su amor no podía dejar de sentir dolorosamente este rechazo que no era solo suyo. Al despreciar las gracias que habían recibido, el pueblo rechazaba a Dios mismo. Pero este rechazo lleva a Jesús a una manifestación de gracia como nunca se había oído en Judea. Una mujer de Samaria, aparentemente inadecuada para la compañía del Mesías, una pobre mujer de la ciudad de Sicar, degradada incluso en el juicio de los hombres, se encuentra con él a solas en el pozo de Jacob, donde se había sentado, cansado de su viaje. Y Jesús no tarda en llegar a su corazón.

Jesús pide un poco de agua para beber. Se acerca a esta mujer, no como el Mesías, aunque lo es, sino como el Hijo de Dios que no necesitaba la gloria, sino que necesitaba mostrar la gracia. Porque Dios se compadeció de su criatura perdida, y solo uno podía cuidar de ella en ese estado, y era él mismo. Así que, movido por su propio amor, se detiene y hace una petición a la mujer. ¿Qué no haría él para llegar a su corazón? La mujer se sorprende, pues los judíos no tienen trato con los samaritanos. Para ella, él es solo «un judío», y ella solo «una mujer de Samaria». ¡Qué error comete en ambos! Pero Jesús le dijo: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le habrías pedido a él, y él te hubiera dado agua viva» (4:10). Ella no lo conocía. Difícilmente podría decirse que conocía la ley de Dios, aunque hablaba de ella; pero en cuanto al don de Dios, ¿quién había oído hablar de tal cosa? ¿Quién, incluso en Israel, ese pueblo favorecido, se había detenido a considerar esta verdad dada por Dios? El sistema religioso al que estaba adscrita esta mujer le dio una concepción muy diferente de Dios.

La religión del hombre lo considera como un ser receptor. Esta mujer era sin duda una pecadora perdida, pero incluso en tal condición se puede tener orgullo religioso y compartir los celos de los que se consideran superiores. Para esta mujer, pero también para los que deberían haberlo sabido, Dios es siempre un ser exigente, no un dador como solo Dios puede dar. La mente del hombre nunca se eleva por encima de esta noción de Dios. Puede ver los efectos de la sabiduría y el poder divinos. Pero Dios mismo sigue siendo desconocido, pues solo puede ser conocido en Cristo, es decir, en su Hijo. Esta mujer aún no lo había aprendido. No tenía ni idea de quién era el que le había dicho: «Dame de beber». De lo contrario, habría tenido a Dios como dador de forma clara y gloriosa ante su alma.

Pero la gracia estaba lejos de sus pensamientos. Solo vio a un judío que le pidió de beber. Ella no conocía la dignidad de aquel que ahora era en la tierra un hombre entre los hombres. No sabía que era el Hijo único; no conocía la gloria de aquel que nunca demostró mejor esa gloria que cuando se humilló por la salvación de los pecadores. Porque, ¿qué puede ser más profundo por parte de Dios, o del Hijo de Dios, que esta expresión de gracia, esta humillación en el amor, no en la condescendencia, sino en la bondad real? La condescendencia es solo una actitud puramente humana y mundana. No podía haber tal sentimiento en Aquel que es la verdadera, la única manifestación del amor divino, de un amor que no tenía ningún motivo fuera de sí mismo. Y él, que era amor en su propia naturaleza, estaba ahora en la tierra para manifestarlo. ¿Qué había en una criatura tan pobre para atraer el interés? Nada, pero esta miseria completa pone a la vista un Dios que da y el Hijo que se humilla. Incluso si hace una petición aquí, es para poder dar. Esta petición de un poco de agua es solo una oportunidad para que él dé el agua viva; y si alguien la bebe, nunca más tendrá sed. Ciertamente era un sonido muy nuevo para ella decir «agua viva».

2.4 - Cosas que no deben confundirse

2.4.1 - El don del Espíritu Santo (el agua viva), además de nacer del Espíritu

Nacer del Espíritu es muy diferente del don del Espíritu o del agua viva, del que el Señor habló a la mujer de Sicar (Juan 4). Estos dos pensamientos no tienen ninguna relación entre sí, aunque, por supuesto, uno es tan cierto como el otro. La primera de estas cosas siempre había sido. El Espíritu de Dios había estado trabajando en las almas desde que el pecado entró en el mundo. Pero nunca se dio hasta que el Hijo de Dios se manifestó, hasta que Dios mismo tomó la posición de dador, y el Hijo tomó la de humillación en amor por los pecadores.

Mira qué lugar ocupa al pedirle al más necesitado de las almas que le dé de beber, despertando su confianza por su perfecta gracia. Esta es la gran verdad que brilla por todos lados en este Evangelio. Y os daréis cuenta de que Cristo es el dador. No se trata de él mismo, ni simplemente de la vida eterna; esto ya lo hemos encontrado plenamente, y la Escritura no se repite. Aunque todas las partes de la verdad de Dios están ciertamente en perfecta armonía, estamos aquí en un terreno nuevo, en presencia de una naturaleza totalmente diferente, de necesidades más profundas que dan lugar a una manifestación más profunda de la gracia. No es un maestro de élite como Nicodemo el que está ante nosotros, sino una mujer miserable, rechazada por todos, indigna a los ojos del mundo. Tal es el ser al que comienzan a revelarse las profundidades de la gracia en el Hijo de Dios.

Ciertamente, esta mujer demuestra de la manera más obvia que no está preparada para recibir el inestimable don. Y no debería sorprendernos. El capítulo 3 no es más para la gloria del erudito Nicodemo que el capítulo 4 para la gloria de la ignorante mujer de Samaria. La verdad en la que insiste el Señor en la primera de estas dos escenas era de gran importancia para el hombre y el maestro de Israel debería haberla conocido. ¿Hasta qué punto lo comprendió entonces? Eso no lo podemos decir. En la segunda historia, el don del agua viva era una verdad en la que, antes de ese momento, nadie podía entrar. Lejos de ser una necesidad general de la que uno estaba obligado a ser consciente, ¿cómo podría haber sido concebida? ¿Cuándo había habido una revelación de Dios y de su gracia como la que Jesús presentó a esta mujer? ¿Dónde se había dado jamás una muestra semejante de la gracia divina? Dios dando de esta manera, el Hijo rebajándose así por amor a una criatura desprovista de toda justicia, y el Espíritu Santo convirtiéndose en una fuente viva de refresco para el corazón.

La mujer, sin embargo, recurre a lo que es el recurso constante de la naturaleza en este mundo, la tradición: «Nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo» (v. 12). Era un esfuerzo por escapar de lo que era demasiado vasto, demasiado profundo, demasiado divino para que ella pudiera entrar. Jesús había dejado el lugar donde su pueblo habitaba a la sombra de las ordenanzas impuestas por Dios. Los propósitos de un orden superior estaban en proceso de ser cumplidos. Nuestro Evangelio no lo presenta como si viniera a cumplir los destinos de la tierra de promisión; porque, al fin y al cabo, ¿qué es una promesa? Es una gracia medida. Y Jesús había venido en gracia desmedida porque todo estaba perdido. Pero en lugar de admitirlo, el hombre siempre encuentra un objeto como pantalla para su alma. Incluso esta pobre mujer de Samaria se esconde detrás de este refugio para su orgullo: el pozo de su «padre Jacob». El patriarca había bebido de ella, sus hijos y su ganado: ¿Eres mayor que él? Oh, la marchita incredulidad del corazón, tan rápida para oscurecer la rica gracia de Dios. Sin embargo, la respuesta del Señor está llena de paciencia: «Todo aquel que beba de esta agua» –aunque sea el pozo de Jacob– «tendrá sed otra vez; pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed». Más aún: «El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que brota para vida eterna» (v. 12-14).

2.4.2 - La fuente del gozo es algo distinto a la vida misma

Presupone que la vida eterna se comunica, pero al mismo tiempo presupone una fuente divina de alegría que la vida eterna en sí no es, ni puede ser nunca. Por el contrario, destruiría toda la verdad de esta naturaleza nueva y divina mantener que la vida misma es una fuente. La naturaleza de la vida no es así; es esencialmente dependiente; pero aquí encuentro una fuente, una fuente continua de ayuda. En otras palabras, no se trata simplemente de una nueva criatura que, por el hecho mismo de serlo, se apoya en Aquel de quien obtiene la vida y de quien depende; sino que lo que encontramos aquí es una fuente viva de alegría. La propia figura del pozo lo ilustra perfectamente, y ¿no se supera también con esta expresión: «agua viva»? ¿No vemos en ella alguna condición absolutamente indispensable para estar en relación con Dios? ¿Cuál habría sido el destino de los que vivieron antes de su revelación? No, es un nuevo privilegio, una plenitud de alegría que, en los caminos y consejos de Dios, encontró su momento y aplicación adecuados solo en la venida del Hijo.

Dios tenía que señalar dignamente la venida de su Hijo, su propia manifestación en gracia en la presencia de su Hijo aquí abajo, así como la realización de la obra infinita de la redención. No es que esta obra se mencione aquí; pero, sin embargo, está implicada en la humillación del Hijo. Era imposible, repetimos, que Dios no señalara mediante alguna nueva bendición, alguna nueva fuente de alegría para el creyente, la revelación y el cumplimiento del mayor de los propósitos de su mente y su corazón. Si uno lo conoce en absoluto, confesará que no podría ser de otra manera. El hombre se esforzará en menospreciar las magníficas escenas de los caminos de Dios, y en disputar los brillantes testimonios de su bondad y sabiduría en este mundo, incluso cuestionará la revelación de Dios. A pesar de todos estos esfuerzos, la Palabra de Dios permanece y permanecerá eternamente. El propósito de Dios es hacer que todo concurra a la gloria de su Hijo. Por eso, cuando viene, da al hombre algo más que una nueva naturaleza.

2.5 - El poder conferido; la personalidad del Espíritu Santo no está en Juan 4

En la gracia, Dios siempre había hecho nacer de nuevo a las almas separadas por causa de su nombre, haciéndolas aptas para su presencia; y ahora, además de la comunicación de esta nueva naturaleza, y del hecho de que Dios se adelantó a la obra maestra que lo justificaría en el perdón de los pecados, el nuevo nacimiento para el creyente se manifiesta en su verdadera naturaleza y pleno valor, como vida eterna en el Hijo. Pero hemos visto que hay más. Al que recibe la vida eterna se le da un poder divino, una fuente de agua brota en él, en vida eterna. No es simplemente el hecho, sino el poder de la vida eterna que se confiere, y esto no tanto en una naturaleza comunicada, sino en un flujo interminable que conecta con la fuente. Admito que la personalidad del Espíritu Santo no está todavía en cuestión. Esta verdad se encuentra más adelante, y se nos presentará en su lugar en otra ocasión. Es cuando el santo Hijo de Dios se va que este asunto será presentado completamente. Entonces vendrá otra Persona y tomará el lugar de Cristo. Así, todo el tema se presenta de forma bella y ordenada. Aquí lo que tenemos es un poder, más que una Persona; pero un poder interior para quien tiene la vida eterna, para que su alma sienta el pleno gozo de la gracia. De esto habla el Señor cuando dice: «El que beba del agua que yo le daré…».

2.6 - La sed

2.6.1 - Las aspiraciones del hombre caído

Ahora consideremos por un momento el estado del hombre desde la caída, y en contraste cómo es Dios. Veámoslo revelado en y a través del Hijo a una pobre criatura caída. ¿Cuál fue el cambio que se produjo cuando el hombre cayó? Cuando Adán fue creado, ¿sintió alguna sed en el sentido espiritual de la palabra? ¡No, en absoluto! Esto habría sido un defecto en la creación que el Creador no podría atribuirle, ya que todo era muy bueno. No creo que este fuera el caso ni siquiera en el sentido físico; pero estoy seguro de que, en el sentido en que nuestro Señor habló, Adán no ansiaba un alimento que no poseía. Era incapaz de tener sed espiritual porque supone que el corazón no está satisfecho, que no hay nada a su alrededor que satisfaga sus necesidades, que anhela incesantemente lo que no ha encontrado ni puede encontrar. Tal no era la condición de Adán en su estado inocente. Su satisfacción como criatura irrumpió, sin duda, no ciertamente en la adoración espiritual, pero al menos en la acción de gracias a Dios. Disfrutaba de la bondad y la sabiduría de Dios en las innumerables cosas excelentes que se extendían a su alrededor y se ponían bajo su control.

Peca, cae y, junto con el conocimiento del bien y del mal que acaba de adquirir, ve nacer en él el deseo de lo que nunca podrá satisfacerle. Y tal ha sido la condición de todo ser caído desde entonces. En su mejor forma, es la esperanza, porque el hombre espera y solo puede esperar. Las frecuentes y amargas decepciones con las cosas de este mundo pueden abrumar la mente; sin embargo, incluso cuando esto es así, todo el mundo sabe cómo la esperanza siempre sobrevive, esperando contra la esperanza. Esto es lo que se ha adquirido con la caída: esa sed del alma cuya mejor forma es la de la esperanza, como impulso constante a la actividad. El hombre se hizo «como Dios». Y así ha surgido en él el deseo de ser alguien, algo, en este mundo; de hecho, de ocupar virtualmente el lugar de Dios mismo. Por supuesto que esta audaz aspiración está contenida por Dios; en efecto, aún no se ha manifestado plenamente; pero existe en todo corazón y ciertamente dará rienda suelta y plena cuando Dios elimine todos los obstáculos y Satanás lleve a término todos sus designios. En la espera de este tiempo, que se acerca rápidamente, es precisamente este deseo insatisfecho el que, desde el día en que entró el pecado hasta ahora, ha impulsado al hombre a su febril actividad en un mundo perdido.

2.6.2 - El agua viva, respuesta divina a la sed del hombre más un objeto para el corazón y un poder

En cambio, Jesús viene y da, no solo la vida eterna, sino el «agua viva». Y de inmediato hay un objeto perfecto para el corazón, que nunca antes se había producido, con un nuevo poder para disfrutarlo. En otros tiempos, incluso lo que despertaba los afectos del corazón seguía teniendo el carácter de esperanza. Había confianza en Dios y en sus promesas. Pero ahora se ha producido un inmenso cambio. Cristo había venido, el esperado estaba presente. Dios mismo estaba aquí, en la persona de este hombre sentado cansado junto al pozo de Sicar. Él, el más humilde de los hombres, el más despojado, mostró aún más, desde lo más profundo de su humillación, que era el verdadero Dios en su amor. Porque al darlo, Dios quiso dar nada menos que a Dios. No solo quiso comunicar su naturaleza, sino que quiso que hubiera en el hombre una capacidad divina para disfrutar de esa naturaleza, así como de las relaciones propias de ella.

Es una respuesta maravillosa y divina a la caída y a sus consecuencias; una respuesta que no es una mera acomodación a la ruina humana, un remedio estéril, una vana reparación, sino que manifiesta a Dios mismo dando todo su rico y vasto alcance a los recursos que están en él. Es la revelación de la gracia del Hijo en el poder del Espíritu Santo. Es el cristianismo en algunos de sus elementos más simples, más elevados, más esenciales. Una Persona divina ha bajado a la tierra con un amor perfecto. Y Jesús está ahí, como un judío fuera del judaísmo, con una samaritana culpable delante de él, haciendo una petición, no para él, sino para ella, pidiendo lo más pequeño que pueda dar, para llamar su atención. Pero es para que pueda bendecirla con su mayor bendición, una bendición imperecedera ahora y para siempre. No se trata simplemente de una nueva naturaleza, sino de un poder eficaz tanto para el hombre como en el hombre, comunicado desde Dios, y en sí mismo formalmente divino. Y esto es precisamente lo que ahora poseemos para la alegría de nuestras almas. Nos ha dado el Espíritu de Dios; ha cumplido su palabra. Dios ha enviado, como se dice, el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: «¡Abba, Padre!». «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 8:15; 5:5).

2.6.3 - Con el don del Espíritu Santo, el creyente nunca más tendrá sed

No solo hemos recibido la vida eterna, sino que, además del don de esa vida, se nos ha dado el mismo Espíritu Santo. Y, fíjese, es entonces cuando encontramos que el creyente «nunca más tendrá sed». Esto no se dice del que simplemente nace de nuevo, ni siquiera cuando se menciona la vida eterna solamente. Y, en efecto, no era cierto cuando las almas solo nacían de nuevo y nada más, pues hasta el momento en que Dios dio en y por medio de Cristo el Espíritu Santo de la gracia, había en las almas creyentes un cierto deseo de las cosas del mundo; y Dios mismo no condenó absolutamente esto, sino que lo permitió hasta cierto punto –quizá por la dureza de sus corazones. Un hombre podría, por así decirlo, tener este mundo y tener también el mundo venidero, un equívoco que muchos tristemente cegados e ignorantes del verdadero cristianismo creen posible aún hoy. Los creyentes entonces no eran tratados como absolutamente muertos a la carne y al mundo.

En el Antiguo Testamento no encontramos en ninguna parte un lenguaje semejante ni siquiera entre los santos de Dios, ni entre los patriarcas ni entre los hijos de Israel; encontramos incluso todo lo contrario, especialmente en la forma de la condición judía: una esperanza ante todo en uno que iba a venir, pero ninguna liberación del mundo como sistema juzgado. Hay frutos de la fe que nos interesan, en los que los santos se elevaron por la gracia de Dios muy por encima de todo lo que les rodeaba. Así, Dios nos da una valiosa instrucción a través de Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés y todos los demás. Pero, además del hecho de que el objeto de su esperanza aún no había sido revelado, y de que su fe no descansaba en la obra infinita de la redención, puesto que no se había realizado entonces, hay una cierta medida de apego a los bienes de una tierra aún no juzgada plenamente.

Ahora bien, si Cristo no es suficiente para mi corazón, ¿cómo es posible? Puede ser porque el Espíritu Santo no está llenando mi corazón a rebosar con la gracia de Jesús. A pesar de ser divinamente atraído por Cristo, no estoy realmente descansando en él y sigo ocupado conmigo mismo. Me arrastro en el barro de mi naturaleza, en lugar de estar arrastrado por el poder del Espíritu con este Cristo que es mi vida. Por eso no me satisface por sí mismo, y anhelo lo que no tiene valor, lo mundano o lo carnal. ¿No es triste que Dios en Cristo en la plenitud de su gracia no sea suficiente para el corazón? La posesión y el conocimiento del privilegio aumentan la responsabilidad. Pero lo primero para la fe es entrar y poseerla. Dios no permitirá entonces que nuestros corazones se ocupen de ella meramente como una cuestión de testimonio; quiere que nuestras almas se deleiten en ella por el poder que nos ha dado.

Lo que ahora afirmo, sin embargo, es que el cristianismo se manifiesta perfectamente, y que lo hace según la sabiduría de Dios. En primer lugar, la naturaleza divina se revela en la Persona que es su plenitud y expresión completa. En segundo lugar, se comunica el poder de disfrutarla. El corazón encuentra en el objeto revelado lo único que puede satisfacerlo: una Persona divina, la del Hijo de Dios que me amó. Pero al mismo tiempo no se pierde el poder de la esperanza. Porque nosotros también tenemos esperanza, no ahora una mera y lejana esperanza, como lo fue en el pasado cuando no existía nada más. Pero en un mundo como este, mientras estamos todavía en el cuerpo, Dios no deja que nos falte, sabiendo que necesitamos ese estímulo. La sed espiritual ha cesado cuando por el Espíritu gozamos de Cristo, pero la esperanza permanece, con la diferencia de que quien es objeto de ella es el mismo que yo poseo. El Cristo que anhelo es el Cristo que tengo ahora, y no encontraré en él cuando lo vea la más mínima diferencia.

Conoceré mejor a este amado Salvador, y le alabaré más, pues estaré en una condición en la que mis dolencias habrán terminado, en la que mi cuerpo mismo será incorruptible y glorioso, y en la que no habrá nada de naturaleza que dañe, destruya o produzca oscuridad. Lo encontraré, el mismo Cristo que hoy me ama perfectamente. ¿No es precioso saber que esto es cierto ahora para nuestras almas, que lo poseemos aquí, tan seguramente como lo poseeremos en el cielo? Así, mientras que en un sentido tenemos el beneficio de la búsqueda, el de tener algo que esperar, en otro sentido igualmente cierto, nuestros corazones ya saborean un verdadero descanso en la posesión de su objeto. No hemos perdido la esperanza como energía de actividad, justamente excitada y ejercitada en un mundo arruinado. Privarse de ella sería una pérdida mientras estemos aquí abajo. Pero la esperanza debe pasar.

En el cielo, como sabemos, ya no se trata de la fe ni de la esperanza, pues siempre presuponen una condición imperfecta y caída, en lo que respecta al entorno en el que han de ejercerse. Ahora, con esperanza, poseemos en Cristo revelado a nuestra fe el objeto perfecto para un corazón renovado. Y nosotros mismos somos bendecidos según la perfección de la obra que él ha realizado, de modo que tanto la conciencia como los afectos gozan de un perfecto descanso. Ahora bien, como al mismo tiempo la vieja creación sigue ahí, y nosotros en el cuerpo en medio de ella, poseemos en la esperanza un precioso acicate para excitarnos a la actividad del amor. ¿No es todo esto, pregunto, digno de un Dios como el nuestro? ¿No es la acción de su perfecto amor hacia sus hijos, a quienes ha bendecido así con Cristo, su propio Hijo, y en él?

La prueba del amor divino se dio antes del despertar de la conciencia y es precioso que así sea. Porque entiendo que la conciencia no soporta ser tocada cuando no se ha dado previamente un testimonio de amor. Pero, a la inversa, este testimonio de amor no sería en sí mismo beneficioso para un pecador. Debe haber un despertar y un ejercicio de conciencia; y esto es lo que encontramos aquí.

2.7 - Vínculo entre el poder del Espíritu Santo (fuente de gozo en el alma) y la adoración

Pero el punto al que debemos prestar atención ahora es la relación de este precioso poder del Espíritu, fuente divina de alegría en el alma, con la adoración, respecto a la cual la mujer, sin saber la revelación que iba a provocar, dirige una pregunta al Salvador. ¿Por qué lo pregunta? Simplemente por curiosidad intelectual, tal vez incluso como una salida para una conciencia tocada y aún no totalmente postrada ante Dios. Pero cualquiera que haya sido el motivo de su pregunta, por muy mezclado que esté (algo, por desgracia, con lo que estamos demasiado familiarizados), esta mujer nos ofrece la oportunidad de recibir de la boca del Señor, para nuestra edificación, una preciosa enseñanza sobre un ámbito muy importante del don del Espíritu. Porque no solo estamos en posesión de la vida eterna y del Espíritu Santo, sino que todo esto es para fines excelentes según Dios. Y lo que exige nuestra atención aquí es necesariamente el fin más elevado: el que asciende, no el que desciende.

Tenemos nuestro lugar de culto, tenemos nuestro lugar de servicio; y el culto y el servicio son precisamente las dos direcciones en las que el Espíritu Santo conduce nuestras almas, obrando en nosotros como agua que brota para vida eterna. El culto a Dios mismo, a nuestro Padre, es la actividad suprema. Debe tener el primer lugar. De lo contrario, ¿podría ser adecuado para Dios? Pero todavía estamos en un mundo donde las almas perecen; otras están en extrema necesidad exigiendo nuestro servicio. El estado actual de la cristiandad es de profunda escasez. Y, por consiguiente, el ministerio de la gracia encuentra su plena justificación aquí abajo.

2.7.1 - Los sistemas religiosos se dejan a un lado

Lo que se presenta aquí para el creyente, entonces, es esta conexión del Espíritu con la adoración, tal como lo explica el Señor. «Nuestros padres», dijo la mujer, «adoraron en este monte (pues ella tenía su propia opinión, y muy decidida), y vosotros decís que en Jerusalén está el lugar en donde se debe adorar». Jesús le dijo: «Mujer, créeme que viene la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre» (v. 20-21). Así, ante la presencia del Hijo, desaparecen no solo los falsos sistemas, sino incluso aquello que, como revelación parcial, había sido sancionado por Dios: no solo la montaña de Samaria, sino la propia Jerusalén. ¿Cómo podría Jerusalén mantener su lugar en presencia del Hijo de Dios rechazado? ¡Era la ciudad del gran Rey! Si el gran Rey hubiera sido recibido allí como tal, habría ocupado su trono en esa ciudad según los términos de la antigua promesa. Pero esto es precisamente lo que se le había negado, y ahora el Rey, despreciado por los que pasaban por mejores y más sabios, había dado la espalda a esta ciudad rebelde. Este hecho no hace sino subrayar la plenitud de la gracia divina, y atestigua además que aquí, como siempre, la plenitud de la gracia va unida a la plenitud de la gloria. Un pecado tan flagrante tocó la gloria y dio ocasión a que se manifestara la gracia de Dios. Usted no se equivoque: no hay indiferencia en Dios. Se opone a todo pecado cometido contra Cristo, en virtud del propio amor que siente por su pueblo culpable, así como del cuidado que tiene por el honor de su Hijo. Asimismo, aunque solo fuera por el interés de la Iglesia de aquí abajo, no permitiría que pasara la más pequeña mancha, la menor profanación, ni toleraría una afrenta a Cristo. Además, el hombre religioso había experimentado y experimentaría cada vez más la total incapacidad de las ordenanzas para satisfacer sus necesidades o la gloria de Dios.

Esta mujer había oído hablar de las promesas relativas al Mesías, pero no estaba preparada para reconocerlo en el que hablaba con ella. No estaba rodeado de pompa, ni ejercía el juicio. Como Rey, podría haber enviado sus ejércitos y haber quemado Jerusalén, pero como Hijo, le bastó con decir estas palabras: «La hora viene, y ahora es…» (v. 23). El que había creado todo con una palabra borró de la tierra con una palabra el lugar de Jerusalén como centro del culto divino. Repito, no solo los sistemas falsos, sino incluso la revelación parcial relativa al hombre en la tierra, recibe su sentencia y desaparece, para que el Hijo permanezca. «Vosotros adoráis lo que no conocéis», dice: «Nosotros adoramos lo que conocemos; porque la salvación es de los judíos» (v. 22). En Samaria había presunción e ignorancia, y el Señor no oculta las ventajas que tenía Israel en todos los sentidos. Pero hay que tener en cuenta que Jesús nunca habla así sino desde fuera. Defiende a los judíos cuando se encuentra en medio de sus rivales, y él mismo está rechazado. ¡Qué gracia! El Señor rechazado no se desentiende de lo que había sido instituido con gloria, aunque esta institución de Israel estaba activa contra Él mismo.

No desprecia la línea de la promesa; no olvida el hecho trascendental del que dependía la bendición de toda la tierra: «La salvación es de los judíos». Pero añade: «La hora viene». Incluso insiste en que en ese momento había llegado, por así decirlo: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él». La ley que Dios dio estaba en armonía con la relación que su pueblo tenía con él. Eran sus caminos morales hacia la carne en los hombres que, como pueblo, no poseían nada más. Pero este es precisamente el inmenso cambio que se produce ahora que el Mesías ha venido y ha sido rechazado. El Padre llama y forma hijos por medio de Aquel que es el Hijo único. Más que eso, les da el Espíritu de adopción, el Espíritu de hijos, para que los verdaderos adoradores le adoren en Espíritu y en verdad; porque el Padre busca a los tales para que le adoren. ¿Cuál es, pues, el significado de todos los ritos y ceremonias halagadoras para los sentidos, que ahora ascienden desde esta tierra ante Dios con la pretensión de ser su culto? ¿Cuál es el culto de las multitudes cristianas de hoy? Una flagrante y audaz contradicción a la gloria de Cristo, arrojada a la cara de Dios, un asunto de profundo dolor para todos los que le aman y temen su nombre, al ver cómo Lo contradicen.

Pues bien, la Palabra de Dios muestra lo grave que es jugar con lo que concierne al Espíritu Santo tan de cerca. Es el testimonio del Hijo del hombre, rechazado por los hombres, pero exaltado por Dios. Y el mismo Espíritu es despreciado porque da testimonio del Hijo del hombre despreciado por los hombres por su gracia y humillación. ¡Qué demostración de lo que es Dios, y al mismo tiempo de lo que es el hombre! La superstición, en sus formas más burdas y escandalosas, encuentra devotos seguidores y defensores, no solo entre los ignorantes, sino entre quienes se enorgullecen de sus conocimientos, su cultura e incluso su conocimiento de la Biblia. A pesar de un testimonio como el de nuestro capítulo –las palabras del propio Jesús– estos mercaderes de leyendas se arrogan la posición del pueblo de Dios. El culto que dicen dar a Dios demuestra que solo son sectas mundanas que hacen la guerra al Espíritu de Dios.

2.7.2 - Los verdaderos adoradores tienen una fuente de gozo en su interior

Solo quien tiene vida eterna es capaz de adorar. Pero incluso entonces, es en el poder del Espíritu Santo que se hace la adoración. Así, el adorador es uno que, teniendo al Hijo, tiene vida; es uno que tiene al Espíritu Santo como fuente de gozo en su interior, y que conoce al Padre. No hay otro culto aceptable hoy en día. El Padre no busca otros adoradores. Está buscando eso. Permítanme preguntarles, queridos amigos, ¿están todos ustedes entre estos verdaderos adoradores? El gozo siempre busca ser compartido. El dolor puede derramarse, permanecer como un secreto con Aquel que es el único capaz de compadecerse, de ayudar como ningún otro puede, de liberar como solo Él libera. El gozo, en cambio, es mucho más rico cuando encuentra a otros que lo comparten. ¿Y cuándo se descubre esta comunión? No hasta que se dé el Espíritu Santo. Aquí se ve cómo la verdad es una.

Mientras las almas se limitaban a nacer de nuevo, una aquí, otra allá, esperaban la venida de Cristo; expresaban su dolor ante Dios, suspirando ante él con la esperanza del momento en que apareciera el Salvador prometido. Pero él vino, portador de la gracia divina, y quitó nuestros pecados, y al mismo tiempo nos dio la vida eterna. Más aún, en virtud del don de Dios, hemos recibido el poder de acercarnos al Padre en el Espíritu; pues por el Espíritu tienen acceso a él tanto los judíos como los gentiles que ahora creen. De este aspecto de la verdad fluye la comunión del gozo y, en consecuencia, la comunión de la adoración. Ya no se trata solo de la bendición de cada alma donde está. Ahora, por primera vez en la historia de este mundo, se trata de la búsqueda individual de verdaderos adoradores y de su reunión, para que estos adoradores puedan ofrecer por sí mismos su acción de gracias y su culto en común. ¿Por qué? Porque tienen un mismo Espíritu, que por lo tanto los une para la celebración de la gracia de Dios, y al mismo tiempo los separa de todos aquellos que no son verdaderos adoradores.

2.7.3 - No tolerar el contacto con un culto mezclado

Hasta este momento el culto había estado mezclado. Los samaritanos adoraban no sabían qué. Los judíos adoraban a Jehová el Dios de Israel; adoraban al Todopoderoso, al Señor Dios de los ejércitos; pero los adoradores estaban aislados unos de otros, y no se hacía ningún intento de distinguirlos de la masa del pueblo y reunirlos. Esto no podía hacerse hasta que el Hijo hubiera venido, la gran obra de la redención se hubiera realizado y el Espíritu Santo se hubiera dado. El muro divisorio seguía en pie. Pero ahora Cristo ha venido. Ignorar lo que enseña aquí es retroceder, desafiar al Espíritu Santo, apostatar de la gracia y la verdad. Tengan la certeza de que esta temible apostasía se acerca rápidamente. Y os exhorto muy solemnemente, oh vosotros que tenéis almas jóvenes a vuestro cargo, a que nunca dejéis que vuestros hijos, aunque sean todavía inconversos, tengan nada en común con los adoradores de este mundo. No es que los hombres, como tales, sean capaces de adorar, sino que pretenden adorar, siendo plenamente responsables de sentir que no son verdaderos adoradores.

Es un asunto grave permitir que nuestros hijos, bajo el pretexto de que son inconversos, se mezclen con el mundo y sigan su curso religioso. No lo toleremos nunca, por curiosidad o por cualquier motivo, pues nada iguala la habilidad del diablo para dar buenas razones a las malas acciones. Pero, queridos amigos, tratemos siempre como una farsa del que sedujo a Eva, las solicitaciones para hacer algo que no es la voluntad de Dios, aunque se presente el bien que podría resultar. «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad». ¿Puede haber otro culto que el que Dios aprueba?

Admito que su gracia penetra donde nosotros no podemos ni debemos ir; reconozco que puede actuar en todas partes, incluso cuando se ofrece el “sacrificio de la misa”. Porque no es el pecado el que puede retener la gracia de Dios. Es cierto que, si el pecado pudo obstaculizar la acción del Hijo, esta fue la ocasión. Pero fue precisamente porque el pecado estaba allí, para liberar a los pecadores de él, que el Hijo de Dios había venido así. Y no me cabe duda de que lo que es cierto de la gracia en Cristo es también cierto de la gracia manifestada por el Espíritu Santo. Pero no supongamos que la gracia excusa el mal o lo trata con ligereza. No hay nada, por el contrario, que lo condene más absolutamente. Y al mismo tiempo no hay nada más que pueda liberar; pues mientras otro lleva la condena, el culpable se salva en el amor divino, y eso no por la sola muerte, sino en el poder de la vida de Cristo resucitado de entre los muertos.

Así, el Espíritu Santo da poder para hacer el bien, al igual que es el agente de la bendición y hace que uno se deleite en ella. Por lo tanto, es el único poder real para resistir el mal en este mundo. Esto es apto para actuar sobre la conciencia de un santo. ¿Ha adorado alguna vez a Dios, su Padre, en espíritu y en verdad? ¿O se ha contentado hasta ahora con mezclarse con el mundo y participar en sus ceremonias y rituales? No hay nada más fácil que asociarse a un sistema así. Un mero instrumento musical, sin corazón ni conciencia, es suficiente para desempeñar su papel. El culto, tal como lo entiende el mundo, es un conjunto de formas capaces de actuar sobre los sentimientos, pero no se diferencia de las prácticas de la idolatría. De hecho, esto es lo que el apóstol discernió en los gálatas (cap. 4) cuando adoptaron las formas judías. Pero, ¿qué habría pensado y dicho del estado actual de la cristiandad? Solemnemente, este estado progresa día a día, y no cesará hasta que el Señor Jesús se manifieste desde el cielo, ejerciendo su venganza sobre los que no conocen a Dios, y sobre los que no obedecen el evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

2.7.4 - Salvado para la adoración – la adoración no es la edificación

Bueno, ahora somos salvados para adorar, sí, para adorar en espíritu y en verdad. Pero debemos, ruego a mis hermanos, adorar realmente con el gozo de nuestros corazones y no solo hablar de ello. A veces parece que es así cuando nos reunimos para adorar al Señor. Se trata más bien de exhortaciones u oraciones incluidas en el culto que de un culto real. Queridos, hablar de adoración no es adorar. No nos reunimos en ese momento para exponer el tema o presionarlo con fuerza, lo que puede ser perfectamente adecuado en otra ocasión. Si estamos reunidos para adorar, que cada uno se dé cuenta de que está en la presencia del Señor para celebrar, exaltar y regocijarse en él. El culto cristiano es la efusión ante Dios de los corazones que han encontrado, por medio del Espíritu Santo, su gozo y satisfacción en el Hijo y en el Padre. El corazón cuya necesidad ha sido plenamente satisfecha en Cristo desea alabar, y no puede sino alabar, en comunión con todos los que son igualmente bendecidos. ¿No ha encontrado un objeto, Cristo, que Dios le ha dado actualmente en un mundo como este? Se niega a asociarse con los elementos de un sistema ignorante de la gracia o incluso del pecado, y por tanto ajeno a la comunión con el Hijo y con el Padre. Siente la necesidad de ser guiado en la adoración por la voluntad de Dios que ha enviado al Espíritu Santo desde el cielo aquí abajo para que sea su fuerza. ¿Y qué cristiano, sabiendo que existe tal poder para dirigir bien a los hijos de Dios en la adoración, podría estar satisfecho con cualquier otro conductor que no sea el Espíritu Santo actuando soberanamente en la asamblea a través de quien él quiera?

De ello se desprende que el culto cristiano tiene siempre como objeto central al Hijo de Dios revelando al Padre, y presupone necesariamente el don especial del Espíritu Santo como poder en nosotros para disfrutar de Dios y adorarle adecuadamente. Pero solo los verdaderos adoradores que conocen al Padre pueden hacerlo. Es un culto de naturaleza inferior el estar meramente ocupados con nosotros mismos y con los demás, y el pensar incesantemente en nuestros propios privilegios. La edificación en sí misma, por preciosa que sea, no es un culto: su objeto son los santos, no el Padre y el Hijo. En su lugar y manera es admirable, y no niego que, si estamos realmente ocupados en la adoración al Padre de nuestro Señor Jesús, habrá refrigerio y edificación. Pero sigue siendo siempre cierto que el objetivo propio del culto es nuestra alabanza común que asciende a Dios, así como el del ministerio es la gracia y la verdad de Cristo que desciende a la tierra, y así edifica a los santos.

La acción de gracias en sí misma, aunque realmente forma parte del culto cristiano, me parece que es su forma más baja. Porque no es tanto una expresión de nuestro gozo en Dios como de nuestro gozo en lo que nos da. Sin duda, este último siempre tiene razón, y es muy apropiado que siempre tengamos un sentido de lo que ha hecho por nosotros y nos ha dado. Pero nosotros, que tenemos el título y la posición de hijos, somos tan ricamente bendecidos como cristianos que podemos dejar que nuestros corazones se sometan a las revelaciones del Espíritu de lo que es nuestro Dios en sí mismo, y así regocijarnos en su presencia. Todo tiene su tiempo y su lugar, el cuidado de las almas y la dirección real del Espíritu Santo en la adoración.

2.7.5 - Distinguir las relaciones con Dios, el Padre, Cristo – influencia en la adoración por el Espíritu

Otra cosa que hay que notar es que el Salvador no habla simplemente de adorar al «Padre». Nos dice: «Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (v. 24). El culto cristiano es, pues, lo contrario de una religión de formas, pero, aunque espiritual, no es menos real. Hay ocasiones en las que el Espíritu Santo hace que el culto tenga especialmente como objeto a Cristo; y otras en las que el Padre está más especialmente ante la congregación. A veces, también, es el señorío o la gracia de Jesús lo que ocupa un lugar privilegiado, y otras veces es nuestro descanso en Dios mismo lo que más impacta a nuestro corazón. No quiero decir que el culto se caracterice por uno u otro de estos temas exclusivamente, pero sí que en general se puede sentir que este o aquel punto de vista desde el que se presentan las verdades divinas ha dado al culto su tono y carácter. El formalismo, por supuesto, es ciego a estas diferencias, y las borraría. Por cierto, donde no se realiza el don y la presencia del Espíritu Santo, las almas no están en condiciones de comprenderlo o apreciarlo. Ciertamente también todo es gracia perfecta; y conozco pocas cosas que muestren mejor lo bendecidos que somos, que el hecho de que no solo podamos alegrarnos en nuestro Padre, sino también alegrarnos en Dios, gloriarnos en él, como dice en Romanos 5:11.

Reconciliados con él, y conociendo su amor por el Espíritu Santo que se nos ha dado, tenemos nuestro tema de gloria en Dios como Dios. Porque su misma naturaleza y carácter moral han sido tan perfectamente justificados y satisfechos en la obra del Señor Jesucristo por nosotros, que en adelante todo en él puede ser justamente declarado para nosotros, ahora y para siempre. Aquel que odia el mal y tiene un perfecto aborrecimiento del mismo por naturaleza, ni puede excusarlo de ninguna manera en nosotros, ha sido tan absolutamente glorificado en Cristo que su amor puede en adelante desplegarse sin reservas en nuestro favor. Y nosotros, por nuestra parte, somos libres de presentarnos ante él con el corazón lleno de gozo y rebosante de alabanza. No es que nos ahorre la disciplina necesaria. No saberlo sería una pérdida y un peligro para los que estamos aquí en la tierra, en nuestros cuerpos.

Así que nosotros somos los objetos de su parte en su carácter paternal. El castigo con el que somos visitados ahora proviene de nuestro Padre (Hebr. 12 y 1 Pe. 1:17). Indudablemente nuestro Padre es Dios, pero es bueno distinguir la naturaleza de las relaciones; y la Escritura siempre lo hace. Es de suma importancia que conozcamos esta estrecha relación de Padre que, como nos dice Juan, caracteriza ya a los hijos muy pequeños de la familia de Dios. Pero también es de suma importancia saber que es el triunfo de la redención el habernos establecido en paz con Dios como tal, y llevarnos a la gloria en él, ahora que toda su naturaleza puede descansar para nosotros en Jesús y en nosotros a través de Jesús.

Por tanto, podemos alegrarnos con razón de que este Dios sea nuestro Padre. Pero existe el peligro de limitarnos a esta verdad y perder de vista nuestro profundo y perfecto descanso en Dios como tal (1 Pe. 1:21). Ahora, digo, donde el corazón no se ha sometido a la justicia de Dios, y no conoce plenamente la profundidad de la redención, hay más confianza en la relación de «Padre», que en el trato con «Dios»; no hay suficiente apreciación de la obra de Cristo, ni quizás de su gloria. Y como la fe y el estado del corazón dejan mucho que desear, esto también se delata en una falta de libertad y plenitud tanto en el culto como en el caminar práctico; porque todas estas cosas van juntas. «Por lo cual, recibiendo un reino inconmovible, tengamos gratitud, y por ella sirvamos a Dios como a él le agrada, con temor y reverencia; porque también nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:28-29). Porque «también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Así que salgamos a él, fuera del campamento, llevando su oprobio. Porque no tenemos aquí ciudad permanente, pero buscamos la que está por venir. Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13, 12-15).

Mi propósito no es elaborar estas pocas observaciones prácticas sobre el cristianismo y el culto en general, sino mostrar cómo nuestras bendiciones y responsabilidades están relacionadas con el don del Espíritu Santo. Esta bendición, que resulta de la venida del Hijo en humildad y amor aquí en la tierra, nos es dada por él en virtud de su gloria y humillación al mismo tiempo. En el capítulo anterior el nuevo nacimiento está descrito por nuestro Señor como una necesidad absoluta y universal para el reino de Dios, antes de que diga una palabra sobre su presencia en este mundo, y mucho menos sobre la redención. Los santos del Antiguo Testamento nacieron del agua y del Espíritu al igual que los del Nuevo Testamento; pero aquí nos encontramos ante una bendición que esperaba la venida de Cristo para ser concedida según la plena gracia de Dios. Porque en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Está vinculada a la redención, pero esta no se introduce directamente en este pasaje. El propósito de este pasaje es poner en estrecha proximidad la gloria de Dios, tal como nos es conocida ahora, la gloria del Hijo a pesar de su humillación, y en su misma humillación, y finalmente el don del Espíritu al creyente, que fue la bendita consecuencia.