Filadelfia y Laodicea
Apocalipsis 3:7-22
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Mi tarea es mostrar, ahora, que el Señor Jesús tenía algo mucho más claro en su mente que el beneficio común que uno puede, y debería, obtener de la Palabra de Dios, la cual está escrita para todo creyente. Por ejemplo, lo que fue escrito en la Epístola de Santiago, o en las de Pedro, o en la Epístola a los Hebreos, o en cualquier otra de las epístolas del Nuevo Testamento, todo es de Dios. No necesito decir que el cristiano cree que cada parte de ellas es divina; que cada palabra de ellas es beneficiosa, y tan intrínsecamente para todos los días, si no tuviéramos todos los elementos que los hombres poseyeron por medio de la Iglesia en la época en que ellas fueron escritas. En aquel tiempo se manifestaban poderes exteriores; había personas en la más alta posición de autoridad para gobernar, así como en la revelación de la verdad; cosas que no poseemos en la actualidad. Y nadie presume que todas las personas sobrias reconozcan esto. Puede haber matices de diferencia, y algunos pueden pretender perpetuarse más en la actualidad; pero, entre cristianos sobrios que pueden diferir en cuanto a otras cosas excepto en cuanto a lo que es fundamental, no hay duda de que la Iglesia apostólica poseyó mucho de lo que no existe actualmente. Pero todo lo que es necesario para la edificación del Cuerpo de Cristo –para el servicio y la adoración a Dios– nosotros lo tenemos asegurado aquí en la Escritura misma, con la certeza de que ella permanece hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe.
Ahora bien, yo reclamo para la Escritura que ha sido leída (Apoc. 3:7-22) algo más preciso; porque el Señor estaba contemplando aquí esa escena que se despliega delante de los ojos en la actualidad. No cabe duda de que existían iglesias cuando el Señor le dijo a Juan que escribiera al ángel de cada una de ellas; no cabe duda de que instrucciones fueron dadas en aquel tiempo para cada iglesia, así como todo el libro que las relacionaba con mucho de lo que siguió a las epístolas a las iglesias. Pero el contenido de estas epístolas mismas, y muy particularmente el carácter del libro, muestra que el Señor tenía una perspectiva más amplia que cualquier cosa común que se comprendiera en el día del apóstol Juan; puesto que es enteramente inusual presentar epístolas de la forma en que se hace aquí en profecía. Si al Señor le agradó dar ciertas epístolas a las iglesias como un prefacio al gran libro profético del Nuevo Testamento (el Apocalipsis), había, claramente, un objetivo distintivo en ello, y yo creo que ese objetivo era un doble objetivo:
- primero, satisfacer carencias en la época de Juan (y no cabe duda, bajo ese punto de vista, que las epístolas a las iglesias fueron enviadas a cada una de ellas, conforme a las instrucciones dadas al apóstol); y,
- en segundo lugar, hacer que esas epístolas a las iglesias fuesen un vehículo de la instrucción más amplia para días que estaban aún por venir.
Pero ahora, estos tiempos están aquí. Y el Señor ha expuesto la luz sobre ellas, cuando nosotros leemos la escena final de estas siete iglesias. Ellas estaban todas allí cuando él les entregó, originalmente, mensajes; pero ahora, ellas han llegado a existir bajo el punto de vista profético. Sin embargo, hay que hacer una división entre ellas, de la cual es de mucha importancia asirse; y esta división es que las primeras tres iglesias no fueron estados permanentes. Ellas eran iglesias que habían de pasar. Esto está marcado, incluso exteriormente, por el hecho de que el llamado a oír cambia su lugar en la cuarta iglesia.
Pero uno no necesita entrar en esto para demostrar el carácter de las epístolas a estas iglesias. Todas demuestran la misma cosa. Por ejemplo, noten el rasgo de la Epístola a la iglesia en Éfeso. Se trató, antiguamente, del primer amor. Esto se podía aplicar proféticamente solamente a la situación que siguió en el día de Juan. Nunca hubo un tiempo cuando ello se pudo aplicar tan adecuadamente como entonces. A ellos, les habían sacado a la luz toda la gracia y la verdad plenas de Dios, y ellos las habían abandonado, o estaban comenzando a abandonarlas. Estaban dejando entrar olas de vanos pensamientos –que más tarde se convirtieron en doctrinas– que debilitaron completamente el sentido que ellos tenían del amor de Cristo, y, por lo tanto, del propio amor de ellos por él. Ellos se estaban relajando de su primer amor. Esto no se pudo aplicar después, evidentemente, de la misma manera precisa a como se aplicaba en aquel entonces, y por la sencilla razón de que surgieron males muchísimo más serios ante la mente del Señor.
Tomen, nuevamente, la segunda iglesia. Es evidente que se hace referencia aquí a la persecución pagana. Sabemos que esto siguió a continuación, que la prisión y la muerte fueron usadas como máquinas contra la Iglesia, un poco después de los tempranos días.
En la Epístola a Pérgamo tenemos, también, a la Iglesia de Dios estableciéndose de una manera pública en el imperio romano; eso es morar, como se dice, donde estaba el trono de Satanás. Ahora bien, esto solo se pudo aplicar en ese entonces y una vez, mientras otras cosas, de una importancia mucho más seria, requerirían después la atención de nuestro Señor Jesucristo.
¿Admiten, estas cosas, una repetición? De hecho, no hubo cosa semejante del mismo carácter de persecución. Hay una persecución llevada a cabo por Babilonia; pero eso nos es presentado en una parte más posterior del libro del Apocalipsis. La antigua persecución pagana no pudo repetirse después de que los paganos dejaron de existir en el seno de la cristiandad. Así que, de nuevo, la Iglesia estableciéndose en el mundo no fue un tema después que se estableció. Nosotros la encontramos adquiriendo un lugar, asentándose, en la tierra. Muchas, y mayores, abominaciones se vieron después.
Es exactamente en este punto que el Señor introduce un nuevo rasgo muy sorprendente en estas iglesias; y lo que hace que este rasgo sea de una importancia tan solemne para nosotros, es que se trata de su relato de las condiciones permanentes que siguen. Tiatira es la primera; y la única, o importante, razón para introducir esto ahora, es presentar una mayor precisión a lo que uno tiene que decir acerca de Filadelfia y Laodicea. Yo quiero mostrar que no se trata de la mera aplicación de estas cartas, o que ellas ilustran le verdad mediante el pasado. Hay mucho más que eso. De hecho, ellas tienen aplicación principalmente a lo que yo voy a presentar ante ustedes para nuestro juicio espiritual. A lo menos, esa es mi convicción. Pero la Palabra debe ser mezclada con la fe si los pensamientos de Dios han de beneficiar a nuestras almas. No sería adecuado que yo hablara tan clara y distintivamente si yo no tuviera la más firme convicción de la verdad.
Tiatira es la primera, entonces, en la que se hace referencia al marcado cambio exterior. Pero hay una característica más notable que el llamado a oír. Es aquí, por primera vez, que tenemos al Señor introduciendo claramente su regreso. Es decir, el Señor les insinúa que el estado continúa hasta que él regresa. Ello no es así para las tres primeras. Con Éfeso, la única venida descrita es una venida providencial, «si no, vendré a ti y quitaré tu candelabro de su lugar» (Apoc. 2:5), y así con Pérgamo, Le vemos allí peleando con la espada de su boca, pero no tenemos su venida a recibir a los santos a él, ni aun para introducir su reino. Ello es aquí en Tiatira por primera vez; y, aún más, él lo introduce en el cuerpo de la Epístola a Tiatira antes de la promesa. Vean lo que tenemos en el versículo 25 del capítulo 2 de Apocalipsis: «retened lo que tenéis hasta que yo venga». La clara insinuación es, que lo que él describe aquí, continúa hasta que él viene.
Ahora bien, esto debe ser muy sopesado, evidentemente, para tener un juicio sano de estas epístolas a las siete iglesias. Cuando examinamos la que está dirigida a Tiatira, ello llega a ser aún más manifiesto. Tenemos aquí al portentoso personaje de Jezabel, la profetisa falsa. Yo no quiero dar a entender que Tiatira es personificada en Jezabel; lejos de ello. Nosotros encontraremos, examinando esto, que hay una notable conjunción de contraposiciones. En Tiatira, tanto el bien como el mal son reunidos. Pero, aun así, tenemos aquí a Jezabel. Se trata de una figura muy adecuada de ese catolicismo que, no tengo duda, nos es expuesto, también, en el símbolo de Babilonia presentado mucho después en este libro del Apocalipsis. Ella es presentada aquí como una profetisa falsa. Sabemos cuán minuciosamente esto representa el carácter del catolicismo: es decir, su pretensión de continua inspiración, una reclamación para pronunciar la voz de Dios acerca de cualquier punto que pudiera comparecer ante ella, es realmente situarse ella misma por encima de la Palabra escrita de Dios, como si ella sola tuviese su voz. Nosotros sabemos que un procedimiento semejante siempre desecha lo que está escrito.
No es del todo una peculiaridad de Roma permitirse una auto-afirmación que debilita la Escritura; pero en Roma ella toma una forma muy determinada y muy pronunciada. Aquí entonces, antes que nada, tenemos a Jezabel: «toleras a esa mujer Jezabel, que se dice profetisa; ella enseña y seduce a mis siervos» (Apoc. 2:20). Es un hecho llamativo que el Señor Jesús insinúe que, en Tiatira, había personas a quienes él caracterizaba ante todos los inconvenientes como «mis siervos». Y ha sido siempre así. No eran pocos, existen todas las razones para creer, que eran temerosos de Dios, tenían una conciencia acerca de la Palabra de Dios, con un amor por el Salvador, que jamás abandonaron realmente el catolicismo; mientras, al mismo tiempo, era aún más claro el hecho de que ellos estaban estupefactos por la aceptación de la unidad carnal, y por las acciones de Jezabel. Había, de este modo, un problema muy doloroso, la alianza de aquellos que eran del Señor con un sistema que, en sí mismo, era el más cruel enemigo de aquellos que él amaba.
Esto, entonces, es la primera cosa a la que ustedes deben poner atención. Se trata de una imagen de la Edad Media. Nosotros encontramos que, si el Señor tenía sus siervos allí, Jezabel tenía hijos no solo en ese entonces sino más adelante en el tiempo. Hay una perpetuación de la raza malvada, una continuación del mismo carácter de personas. Entonces, en tercer lugar, y esto puede continuar con el resto, hay otro rasgo distintivo, que solo se encuentra en conexión con Tiatira, a saber, un remanente; eso que, por una parte, no debe ser confundido con los hijos de Jezabel, ni, por la otra, con sus siervos. Este es, ciertamente, un estado de cosas muy notable. Y lo que requiere toda vuestra atención es que se encontró solo aquí por primera vez, mientras que continúa hasta el día actual. Es decir, ustedes tienen lo que se puede denominar la romanización o escuela ultramontana, el grupo papal, determinado a implementar el sistema hasta el extremo –Jezabel y sus hijos; luego, aquellos a quienes el Señor llamaba «sus siervos», santos que tenían, en realidad, un aborrecimiento moral de lo que Jezabel ponía en vigor. Aun así, ellos están allí, a la vez, todos juntos mezclados.
Pero pongan atención, contemporáneamente, a otro grupo; el cual tuvo su vertiente en esos tempranos tiempos antes del protestantismo –el remanente de «los demás», mencionado en Tiatira, tal como se dice, «a cuantos no aceptan esta enseñanza, y que no han conocido las profundidades de Satanás (como dicen ellos)» (Apoc. 2:24). ¿Quiénes son ellos? Ellos son, a mi juicio, los valdenses[1], es decir, un cuerpo de cristianos que temían al Señor, aunque en ignorancia, quienes vivieron antes de los días de la Reforma, y que, con todo, rechazaban completamente la iniquidad de Roma, y quienes eran, por lo tanto, distintos de los indicados por la expresión «mis siervos» hallados en Roma y seducidos por Roma. Estos rechazaron las propuestas de la ramera, pero, al mismo tiempo, ellos eran más conocidos por su piedad práctica que por cualquier claridad en la verdad de Dios. Ellos fueron sumamente faltos de comprensión, así como deberíamos llamarlo. Comprendían imperfectamente aun la justificación. Comparados con la medida de la Reforma, ellos estaban muy por detrás; y es notable que ellos hayan permanecido mucho tiempo en el mismo estado. Parece que ellos brindaron poca atención a la luz desde afuera, lo cual es común en estos días en que vivimos. Ellos solo retienen, substancialmente, su antigua actitud. Ellos fueron, sin duda, menoscabados, maltratados, atacados por medio de todo lo que el poder o las artimañas de Roma pudieron hacer para destruirlos. Pero ellos permanecieron allí en sus valles apartados, y aún están allí (N. del T.: se recuerda al lector que este artículo fue escrito alrededor de 1886, 1887), y yo creo que ellos permanecerán allí hasta que el Señor venga –no confundiéndose paulatinamente con Roma ni con el protestantismo, por una parte, ni con la luz más plena, por la otra. Ellos retienen el lugar peculiar que tenían aun antes de la Reforma. Aquí, entonces, está la imagen; y yo pregunto, ¿Acaso no es sorprendente que el Señor, desde el principio, lo hubiese esbozado así? No hay nada semejante previamente; y nada similar en lo que sigue a continuación. Ello comenzó en aquel tiempo y en ningún otro; y recordemos siempre que esta situación continúa hasta que el Señor viene.
[1] El movimiento valdense surge en el siglo 12 a partir del movimiento de los “Pobres de Lyon” y de la predicación de Pedro Valdo. Es actualmente considerada como una iglesia protestante, movimiento al que se unió en el siglo 16.
Los valdenses se proclamaban sucesores directos de los cristianos primitivos, quienes durante las persecuciones por parte de los romanos en el siglo 1 se dispersaron por toda Europa y luego, cuando surgió la Reforma protestante, se unieron a ella.
Luego, en la carta siguiente (a Sardis), tenemos un carácter completamente diferente. Hay allí la ausencia de todos los rasgos repugnantes que se encontraron en Tiatira, o aun en Pérgamo. Pérgamo es lo que podemos llamar el sistema católico (católico = universal); Tiatira introdujo el sistema de Roma. Lo primero fue la exaltación de la Iglesia en el mundo; fue lo que prevaleció, a lo largo y a lo ancho, antes de que el Papa expusiera sus ambiciosas y peores pretensiones. El imperio romano había llegado a ser cristiano de nombre mucho tiempo antes. Tiatira, como hemos visto, nos presenta el sistema romano, pero con estos rasgos notables que acabamos de procurar indicar como predichos por nuestro Señor.
Pero aquí, en Sardis, no sabemos nada acerca de la reina persecutora o idólatra. Hay, más bien, lo que podemos llamar, exteriormente, una ortodoxia respetable. Uno puede comprender cómo llegó a suceder esto cuando la energía fallaba: un nombre de que vive, mientras está lista para morir. Sardis indica lo que vino después de la Reforma. El Espíritu de Dios no describe esa obra maravillosa por lo que fue, el poder que separó almas, en varias tierras, de Roma. Él nos presenta aquí la fría condición en la que ellos se establecieron después de que la forma reemplazara la predicación de aquellos días revueltos. «Conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto.Sé vigilante y consolida lo que queda, que está a punto de morir; porque no he hallado tus obras perfectas delante de mi Dios» (Apoc. 3:1-2). Y uno entiende fácilmente por qué la muerte fue tan recalcada. Se trataba de la doctrina universal de todos los cuerpos protestantes que, cuando las almas son justificadas, ellas son colocadas bajo la ley como norma de vida. Ahora bien, el efecto necesario de esto es el ministerio de muerte, el modo más eficaz de tratar con un pecador para convencerle de la muerte. Pero el apóstol, en 2 Corintios 3, expone un contraste distintivo del ministerio del Espíritu, lo cual es, ahora, la voluntad de Dios acerca de su pueblo, con el ministerio de muerte bajo la ley –aquello que fue escrito en letras y grabado en piedras. Como ningún hombre puede negar que esta sea la ley escrita por Moisés, él contrasta así los dos ministerios, e insiste acerca de ello, de que el ministerio de la ley tiene, como sus resultados, muerte y condenación.
Ahora bien, el Señor contempla aquí el resultado. Se trataba, efectivamente, del efecto inevitable de no seguir adelante, en la posesión de la vida y la aceptación de Dios, de andar en el Espíritu, así como ellos vivían en el Espíritu. Ellos intentaron abrazar lo que era completamente incompatible; colocar a los nacidos de Dios, y liberados por su gracia, en un terreno común con la masa de hombres en todas las tierras protestantes –es decir, introducir la población completa. Ahora bien, el modo natural en que esto se podía hacer era mediante la ley; y la consecuencia fue que mientras el Señor podría utilizar la ley en casos particulares para la convicción de pecado, los santos de Dios sufrían irreparablemente. Porque la ley manifiesta el mal y lo condena; ella no vivifica, ni fortalece, ni justifica. Las almas jamás gozan de paz estable; y el andar de ellas es tan débil como frágil les resulta asirse de la gracia de Dios. Así que él dice: «no he hallado tus obras perfectas» (Apoc. 3:2). No había una satisfacción acerca de ellas. El grato olor de Cristo no estaba allí, siendo la vida en él no conocida, así como tampoco la redención plena. La ley desplazaba, de hecho, al Espíritu Santo. «Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; obsérvalo y arrepiéntete. Por tanto, si no velas, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti» (Apoc. 3:3).
El Señor amenaza así porque los cuerpos protestantes recurrieron al poder del mundo. Cada uno de ellos buscó el patrocinio de los grandes de este mundo. No hubo ninguno de ellos que se elevara por encima del pensamiento de que había una influencia poderosa para el mal allí donde había una adquisición de autoridad mundana. Y por eso, por lo tanto, es que ellos fueron amenazados por el Señor con el juicio que ha de caer, de aquí a poco tiempo, sobre el mundo. El Señor, en la Primera Epístola a los Tesalonicenses, expone ante los santos que él vendrá como ladrón en la noche, pero eso no será sobre los santos de Dios –ellos son distinguidos: los cristianos tienen una posición distinta a la del mundo. En 1 Tesalonicenses 5, él amenaza con la venida a modo de ladrón; y esta es la cosa misma que es repetida aquí. Yo escasamente conozco un pensamiento más solemne de que Sardis, habiendo aceptado que el mundo la gobierne en las cosas de Dios, tiene al Señor hablando de su venida del mismo modo que él amenaza con su venida al mundo mismo. Si los hombres escogen el poder del mundo, ¿cómo pueden escapar ellos del juicio del mundo? Tal opción es la menos excusable si ellos alardean de una Biblia abierta; y este es el prospecto del protestantismo. La esperanza resplandeciente de la Iglesia falta completamente.
Pero llegamos, ahora, a otra cosa. Y si se ha mostrado que Tiatira nos proporciona una imagen profética de lo que sucedería en la Edad Media, y Sardis de lo que siguió a continuación de la Reforma, permítanme que les pida que sopesen ante Dios, amados amigos, lo que Dios quiere dar a entender mediante el nuevo y muy singular testimonio que está implícito en el mensaje a la iglesia en Filadelfia. Es enteramente diferente, no solo del catolicismo romano y de todo lo que se encuentra relacionado con él, pero no menos distinguido de la imagen del protestantismo. ¿Qué quiere decir el Señor? ¿Qué caracteriza él, de hecho, mediante este mensaje?
El primer rasgo notable es él mismo –su propia persona– y su propia persona juzgando según la verdad; su propio yo revelado como actuando de manera práctica, para insistir en la autenticidad, para no permitir ya más un mero reconocimiento de la verdad que no se llevaba a cabo. Él demandará realidad moral. Esto es lo que yo pienso que el Señor insinúa diciendo: «Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre» (Apoc. 3:7). Él se ocupa de todo.
¿Y cuándo obró el Señor tan claramente en la cristiandad? ¿Cuándo hizo él que los suyos sintieran lo inútil que es reconocer la verdad que no vivimos? ¿Cuándo llamó él regresar a su Palabra a sus santos y a reconocer el poder el Espíritu Santo, haciendo que esa Palabra fuera viva? ¿Dónde se encuentra esto? Todos nosotros sabemos que existen en la cristiandad aquellos que se han establecido para el Espíritu Santo sin la Palabra; y no ignoramos que hay otros que se han establecido para la Palabra sin el Espíritu; y en ambos casos con los más desastrosos y devastadores resultados. Pero ¿dónde es que el Señor ha hecho regresar a los suyos a su Palabra, insistiendo, también, acerca de aquel lugar y libertad soberanos que son debidos al Espíritu Santo?
Se da libremente por sentado que existe otra cosa calculada para causar desconfianza en relación con esto, entre los hijos de Dios –a saber, la mera afirmación de los derechos del Espíritu Santo. Y por esta razón, de que el Espíritu Santo está aquí para glorificar a Cristo; y, por tanto, si ello fuera nada más que un avivamiento de privilegios de la Iglesia por largo tiempo perdidos, hay aquí solo una recuperación parcial. Si se tratara de personas procurando establecer nuevamente la Iglesia sobre sus fundamentos, nosotros deberíamos dudar, no como si ello no fuese un deseo correcto; pero es poco probable que sea un objetivo adecuado en la presente situación. ¿No deberíamos sentir, más bien, su pecado y ruina?
Suponiendo que un hombre hubiera de recibir, por ejemplo, la verdad de la Iglesia de Dios con toda su plenitud de privilegio y poder, ¿piensan ustedes, bienaventurado como esto es, que esto solo –donde el reconocimiento de la Iglesia de Dios llenara su alma– le haría a él un testigo adecuado de Dios en este momento? Lejos de ello, efectivamente; no porque la cosa en sí misma no es verdad, sino porque ello sería acompañado solamente por pensamientos elevados y medidas duras. Hincharía el alma, y no sería mejor que una teoría completamente impracticable, también, por lo que a ello respecta.
Amados amigos, hay dos cosas que son necesarias –fe real en lo que la Iglesia de Dios es, tal como Dios la hizo; y, junto con esto, el sentido de ruina total que ha entrado. Porque tal es el estado de alma que es apropiado al hombre que siente que él es parte de la ruina, así como de la Iglesia. ¿Y cómo se producen estas condiciones? No por considerar solo a la Iglesia, sino a Cristo. Y esta es la cosa misma que el Señor introduce aquí. Es el nuevo despertar del corazón hacia Cristo –a Cristo como el Santo y el Verdadero. El efecto, entonces, sería juicio del presente por medio del pasado –¡ah!, cuán cambiado. Nada se necesita más que juicio de lo que el hombre ha hecho de la Iglesia, mediante lo que Dios mismo estableció en su gracia incomparable. No habrá, entonces, pretensión a recuperar; ningún pensamiento de establecer lo que una vez fue, o más bien de intentar, en pequeña escala, volver a lo que una vez fue en toda su plenitud. Ello sería una negación de la ruina de la Iglesia.
No; existe una senda verdadera para la fe; pero es una senda humilde. Existe una senda que utiliza lo que Dios ha dado, lo que es imperecedero e inmutable –lo que Dios hace que sea siempre la porción de la fe. Pero entonces, ello es en el sentido de profunda deshonra hecha a él, y que el corazón ame a cada miembro de aquel Cuerpo, con la espera paciente de la venida de Cristo.
Ahora bien, la única forma en que esto se obra en el alma es por medio de no considerar a la Iglesia o al Espíritu Santo, sino a Cristo. De ahí que ustedes observarán que él no introduce poderes del Espíritu de Dios; se trata de «el Santo, el Verdadero» (Apoc. 3:7). Estoy seguro de que hay un poder más profundo que los milagros; pero se trata, entonces, de un poder que obra moralmente. Es un poder que efectúa un juicio propio en el cristiano, así como el arrepentimiento es al alma bajo convicción cuando está siendo traída a Dios. «Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre» (Apoc. 3:7).
Uno puede confiar perfectamente en los recursos del Señor; él tiene todo bajo su mano. Él abre: ¿quién cierra? Él cierra: ¿quién abre? Pero el modo en que él usa su poder es mediante poner ante ellos la puerta abierta; y ciertamente debe ser ciego el hombre que no reconoce que es precisamente de este modo que la gracia ha estado obrando. Tampoco puede uno dudar que Dios, simultáneamente, ha estado obrando providencialmente de este modo; pues, ¡cuán a menudo, mientras el Señor puede ejercitar la fe mediante dificultades, él muestra, también, su poder superando todas ellas de mil maneras diferentes!
Así, no hay nada más común en el modo de obrar de Dios, que él obre providencialmente por su poder al mismo tiempo que el Espíritu Santo obra moralmente. Y ello es así en la actualidad. Existe la mayor indiferencia posible en crecimiento, derribando las barreras en todos los lados; y aunque el hombre usa mal la gracia para su propia licencia (es decir, abusiva libertad en decir u obrar), el Señor, en cada sentido de la palabra, pone ante sus santos una puerta abierta. No es un asunto de predicar el evangelio (uno puede entender la importancia de ello para el servicio de Dios), pero la Iglesia no predica, así como tampoco enseña. No debemos pensar en estrechar esto a la evangelización. Puede haber, en ese respecto, una puerta abierta y eficaz; pero aquí se trata sencillamente de una puerta abierta, mediante la que uno comprende que el Señor deja en claro cuál es la senda en medio de todos los obstáculos –abriendo un camino para lo que es para su gloria al hacer su voluntad. ¿Sostendrá alguien que hubo alguna vez un momento desde que la Iglesia cayó en desorden, cuando el Señor ha hecho de la «puerta abierta» una característica de su labor tanto como en el momento actual? «He puesto delante de ti una puerta abierta que nadie puede cerrar» (Apoc. 3:8). Ni toda la humanidad puede abrirla; ni todo el poder de Satanás puede cerrarla. No es más que por poco tiempo. El Señor ha abierto la puerta a los suyos, y ellos la están utilizando. Ellos ven el camino despejado ante ellos, y actúan bajo su gracia. Y la razón, también, es notable: «tienes poca fuerza» (Apoc. 3:8). Él no lo dice así a Sardis o a Tiatira. Ellos podrían jactarse exteriormente. No así Filadelfia. Y cualquier cosa que nos saque de nuestra debilidad, cualquier cosa poderosa, es incompatible con el pensamiento del Señor en el tiempo actual. Cualquier cosa que sea, en cualquier manera, una búsqueda de grandeza, no sienta bien al testimonio del Señor o al estado de la Iglesia. «Tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8).
Me agradaría poner a la consideración de cualquier persona cristiana que esté aquí, que dude de la solidez de lo que se ha dicho, que me responda esta pregunta: ¿Dónde encuentra usted la Palabra de Cristo guardada de algún modo notable? ¿Dónde la encuentra usted atesorada y puesta en obra? Se podría preguntar incluso a los enemigos de la Biblia, cualesquiera que pudiesen ser, ¿dónde esa Palabra es oída y apreciada de un modo comparativamente sin precedente? ¿Diría alguien –sin desear pronunciar una palabra irrespetuosa acerca de los seguidores de Wesley– diría alguien que ella pone el sello a aquella sociedad? No me importa llegar a ser personal, y no andaré con rodeos al compás de los diferentes grupos protestantes; pero nosotros preguntamos a cualquier persona que tiene una conciencia, y que conoce los hechos de lo que Dios ha estado obrando, ¿dónde ellos encuentran la Palabra de Cristo realmente guardada? Ustedes me pueden hablar de la extensión de las misiones, y de la conversión de almas; y yo no lo niego. ¡Ojalá hubiera mucho más celo al predicar el evangelio en partes del extranjero, y al procurar la conversión de almas en nuestro país! Pero uno pregunta, ¿Dónde encuentran ustedes la característica tan marcada que el Señor, que es quien pesa todo, podía decir de ellos: «Has guardado mi palabra»? ¿Dónde está el reproche de bibliolatría que muchos nos lanzan, si lo podemos expresar en otra forma? ¿Dónde, en cualquier lugar que ustedes escojan a su alrededor, se ha de ver este estigma?
Observen que nuestro Señor no está hablando aquí de los antiguos cuerpos religiosos de la Edad Media –es decir, de Tiatira. Nosotros debemos dejarlos atrás: no es entre los tales; tampoco, reitero, en el protestantismo de Sardis. Es una nueva nación de Dios, distinta de ambas. ¿Dónde encontrarán ustedes, entonces, a los que amaban al Señor –renunciando a cualquier tipo de parentesco, en una manera eclesiástica, con el catolicismo romano y el protestantismo–, los cuales están satisfechos con Cristo en su gloria moral, y que se caracterizan por guardar su Palabra aquí abajo?
Pero hay otra cosa. Ellos son descritos como no negando el poder de aquel Nombre –su nombre como centro. Aquel Nombre es un nombre que no debe ser menospreciado. Es el recurso para todas las dificultades, desde el perdón de pecados hasta el trato con todo tipo de necesidad. Es el único nombre de poder santo; y, por esta misma razón, un nombre de beneficio infalible al tratar con lo que es contrario a Dios que se presenta en la forma de falsa doctrina o impiedad. ¿Dónde hay hijos de Dios que aman confiar en este nombre, que aman reunirse a ese nombre, conociendo lo que es confiar en dicho nombre? ¿Dónde, entonces, debemos buscar a aquellos a quienes el Señor dice claramente –«has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre»? No me corresponde decir donde están. Ustedes han de encontrarlos. ¡Y que pueda el Señor permitirles buscar, en oración, antes de que ustedes den por terminado el asunto! Ya que ustedes deberían saber bien que nadie que esté aquí desea instar a alguna cosa que no se recomiende por sí misma a la conciencia de los hijos de Dios. La Palabra y el Nombre de Cristo les atañe muy cercanamente; y él, ciertamente, habla a aquellos que se adhieren a ambos.
Yo no debería, bajo ningún concepto, estar aquí para hablar del interés de un grupo, o de algún objeto del hombre en la tierra. Tales objetivos deben ser siempre bajos e indignos para aquellos que, teniendo a Cristo por vida y justicia de ellos, están esperando que él venga, y saben que él viene pronto. Pero aquí está su insinuación de una bienaventuranza peculiar. ¡Que la parte de ustedes y la mía sea no dejar deslizar esta gracia! ¿Es esto presunción? Es más bien fe, que la incredulidad considera presunción. ¡Cuánto más hay, por el contrario, para juzgarnos en las palabras que el Señor nos ha dirigido! Deseo mostrar que estas palabras les conciernen a ustedes y a cada uno de los que estamos aquí; y no puedo más que decir que, o bien estas palabras son verdad acerca de nosotros como cristianos, o ellas no lo son. Si no lo son, es algo serio para nosotros, ya que no estamos en la corriente de lo que el Señor valora más en este momento; si ellas lo son, somos bienaventurados. Bienaventurados son los que practican la verdad —miserables son lo que la conocen y no la hacen.
Pero sigamos lo que él dice: «He aquí, entrego a algunos de la sinagoga de Satanás, de los que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten; y los haré venir y postrarse ante tus pies, para que sepan que yo te he amado» (Apoc. 3:9). Ahora bien, es notable que en el tiempo mismo cuando el Señor está llevando a cabo este testimonio especial, Satanás ha estado formando testimonios en contra. Tomen, por ejemplo, las denominaciones que aparecen, cada vez más numerosas, y que adhieren a una persona o a un dogma –esos males enormes y espantosos que crecen en tal grado y tan exuberantes en el tiempo actual. ¿Cuáles son estas? Artilugios para traer descrédito sobre la acción del Espíritu de Dios conforme a la Palabra. Cuando el Señor está llamando a salir afuera así y formando para él mismo conforme a su gloria, el enemigo distraería mediante novedades, o por mantener en las tinieblas de la antigüedad. Pero incluso el más robusto de ellos estará obligado a reconocer –«yo te he amado» (Apoc. 3:9). Él vindicará, finalmente, su gracia.
Pero volvámonos a las palabras que siguen a continuación: «Porque has guardado y perseverado en mi palabra, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre todo el mundo habitado, para probar a los que habitan sobre la tierra» (Apoc. 3:10).
Ahora bien, yo pregunto, ¿de qué manera, tal promesa podía afectar a una persona que estuviera buscando el progreso de la cristiandad y el mejoramiento de la sociedad, que estuviera procurando que todas las cosas avanzaran gradualmente, y mejoraran en general? ¿A alguien que piensa que los paganos se van a convertir, y los males actuales que afligen a la cristiandad van a ser extirpados? Bueno, ello no tendría fuerza en absoluto. Pero tomen ahora el otro aspecto. A los que saben que la hora se está acercando –esa hora de engaño, así como de tribulación– los que saben que a Satanás se le va permitir un poder especial por una breve temporada, los que saben que estamos en la víspera de aquello que, cuando la restricción haya desaparecido, obrará tanto en una manera seductora como destructiva, ¡cuán bienaventurado es tener Su propia voz diciendo: «Porque… has perseverado en mi palabra»! La paciencia de Cristo es dulce y buena para las personas que son despreciadas y vilipendiadas. Del mismo modo que él espera para venir, así esperamos nosotros su venida. Ellos tienen comunión con él acerca de ello.
Déjenme preguntar nuevamente, ¿Dónde se encuentran aquellos que están, como un todo, esperando la venida del Señor? Sin desear ser envidioso, yo lo someto a la conciencia de cualquier persona inteligente, aun de aquellos que se oponen, ¿dónde están los cristianos que, como un todo, esperan siempre la venida del Señor Jesucristo? Nadie puede negar que lo que aquí se dice es acerca de ellos. No imaginen que se dicen grandes cosas de una posición particular. Es un hecho doloroso, que aquellos que están gozando de los más bienaventurados privilegios, si demuestran ser infieles o se apartan, llegan a ser los más amargos enemigos. Nadie se sentirá más entusiasmado para oponerse. Así debe ser con una mala conciencia, que ha alejado a los tales de lo que una vez fue el disfrute más profundo. Ellos fingen despreciar y negar lo que una vez apreciaron. Es el enemigo el que produce este terrible cambio. Ninguno llega a ser semejante antagonista inquieto de lo que el Señor está haciendo. ¡No! se trata de algo a reparar en la fe, sin nada de que jactarse. Y el Señor dice: «Porque has guardado y perseverado en mi palabra» (recuerden que puede ser abandonada si no es guardada), «yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre todo el mundo habitado, para probar a los que habitan sobre la tierra». De este modo, los que guardan la Palabra de su paciencia son un pueblo que no se ha asentado en la tierra, sino quienes, siendo desconocidos para el mundo del mismo modo que Cristo lo fue, desean andar por fe y en gracia, como conviene a personas unidas a aquel que es celestial. Ellos son celestiales, y esperan llevar Su imagen dentro de poco, purificándose ellos mismos, así como él es puro. Pero, ¿quién valoraría esta promesa, salvo aquellos que guardan la Palabra de su paciencia?
Pongan atención a las palabras adicionales, «Vengo pronto» (Apoc. 3:11). Bienaventurado, efectivamente, es esto para los que están esperando, para los que velan, para los que le dan la bienvenida con gozo. Pongan atención, también, a esto; es solamente ahora, por primera vez, que se expone de este modo ante cualquiera de estas iglesias. Hay, ciertamente, algo significativo en este hecho: hemos echado un vistazo, quizás vagamente, a estos mensajes, y lo podríamos haber imaginado en otra parte. Pero ello sucede solo aquí. El Señor dio promesas que se referían a su venida, como por ejemplo a Tiatira, y una advertencia solemne, nuevamente, a la iglesia mundana de Sardis. Aquí está ocurriendo absolutamente otra cosa, antes de que venga la promesa. ¿Y por qué así? Porque se trata de lo que es parte de la vida espiritual de ellos, y que brota de la constante esperanza celestial de ellos. El Señor, por lo tanto, se refiere a ello amablemente como una cosa que ocupa el corazón de ellos. Él no podía haber dado una palabra de más dulce consuelo a los que entran en su paciencia. Él no dice: “He aquí, yo vengo pronto”, sino, «Vengo pronto».
Pero hay otra palabra: «retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). ¿Cuán poco entienden los demás tu debilidad y la mía? Algunos tienen, quizás, una reputación tal de convicciones y modos de obrar firmes, que decirles una palabra resulta inútil. ¡Oh! ¡Qué pocas personas creen que nadie requiere tal sustento de la gracia como los que están expuestos a las dificultades que conocemos todos los días! Yo debería decir, que si existe alguien propenso a dejarse llevar de aquí para allá, y que está particularmente abierto a ser atacado por el enemigo, si hay alguno expuesto al peligro bajo todas sus formas, se trata de aquellos que, abjurando de las formas, necesitan el poder directo del Espíritu de Dios para mantenerse en obediencia y esperanza. De ahí que ustedes pueden comprender cuán necesaria es la amonestación en el mensaje del Señor: «retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11).
Permítanme que les diga a los que saben lo que es estar separados para Cristo en el andar diario, si es que hay aquí algunos, a quienes sin reclamar serlo, son filadelfianos en la realidad de la fe, quienes real y humildemente están sobre ese terreno, no meramente de nombre y por desearlo, sino en verdad delante de Dios –permítanme que les diga esto: No jueguen con ello, no supongan que han obtenido un inquilinato a perpetuidad, o que ustedes tienen una certeza tal como para preservarlos contra las artimañas con las que Satanás está procurando engañarlos. Yo estoy de acuerdo en que la gracia del Señor nos los ha llamado afuera para nada, y que él tiene la intención de mantener vivo un testimonio hasta que venga. Nosotros creemos que existe hoy una cosa tal como Filadelfia, que continuará hasta que el Señor venga. Si ustedes son soberbios, serán barridos; y si aprecian lo que pertenece a la carne –lo que pertenece a los objetos de los hombres, y no de Cristo– ustedes aprenderán que, lejos de haber prosperado en semejante licencia, por el contrario, esta cosa misma traerá el juicio del Señor sobre ustedes.«Retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). La corona estará allí, la corona es segura; pero no se infiere de esto que la misma alma la tendrá. Los hombres pueden cambiar, pero la corona será concedida. Porque el Señor desechará a los soberbios, y exaltará a los humildes; y él puede reunir a los que parecen que podrían parecer lejanos –las personas mismas que serán halladas fieles cuando venga a tomarnos a él mismo.
Yo deseo, por tanto, someter mi conciencia y mi corazón a esta prueba. Yo insisto, también, creyendo que es una cosa muy seria, el hecho de adularnos a nosotros mismos en cuanto a cualquier posición, simplemente porque estamos aquí, y estamos felices que así sea, ya que hemos sido guardados misericordiosamente hasta aquí. Recordemos que la fe se seca cuando deja de ser dependiente del Señor, y se convierte en una adhesión externa a un credo religioso. Por el contrario, ello es, entonces, una fuente del peligro más inminente. Regocijémonos, pero continuemos en dependencia de esa gracia que, habiéndonos llamado a salir fuera, solamente puede guardarnos: «retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). El Señor podía desechar fácilmente a aquellos que se preciaban acerca de su conocimiento, y podía formar de las piedras, para que tomaran el lugar de los desechados, hijos verdaderos de Abraham. Tengamos cuidado, para que de ninguna manera nosotros presumamos acerca de la posición en lugar de depender de él.
«Al que venciere, haré que sea una columna en el templo de mi Dios, y no saldrá más de allí» (Apoc. 3:12). Esto parece distinguirse como una posición contraria a la puerta abierta. Se supone que hay un salir fuera de corazón ahora; ciertamente una persona cuyo corazón no salga fuera en amor es indigna del Señor, y no entiende a qué el Señor lo llama a salir fuera. Porque, más allá de toda duda, una de sus cualidades más distintivas es la cosa misma, este ejercicio de corazón relacionado con la puerta abierta. No se trata meramente de considerar y hacer uso de lo que el Señor les da; sino como testigos de su gracia y verdad, el corazón saliendo fuera hacia todos los que son suyos, así como a todos los que no le conocen. No importa cuál pueda ser el estado de ignorancia o la necesidad de ellos. No, a decir verdad, ¿por qué debería uno prestar atención a personas que hablan duramente de los que ellas malentienden? Es algo pequeño de nuestra parte pensar mucho acerca de ello. La senda de fe debe ser ininteligible para los que están fuera de ella. ¿Cómo podía un lugar semejante interesar seriamente a los hombres de Sardis o Tiatira, o a aquellos de los que yo tengo que hablar al finalizar Laodicea?
Manteniendo en mente lo que he dicho de esas cosas, y de las formas en las que el testimonio, más o menos, según la mente de Dios, se ha encontrado en la cristiandad, comenzando, uno después del otro, pero continuando desde Tiatira hasta el final, nosotros vemos que es una cosa extremadamente seria para Laodicea. No supongan ustedes que Filadelfia se vuelva Laodicea. Este es un pensamiento completamente falso. Uno bien puede creer que existen personas que una vez que están en Filadelfia, se vuelven activas en Laodicea. Siempre ha de ser que la corrupción de las cosas mejores es la peor de las corrupciones. Sin duda que existe un vínculo moral en aquel terrible colapso. El Señor toma Laodicea comparada con Filadelfia. Hay un contraste minucioso, y esto sucede en todos los puntos. Pero, entonces, no es verdad que una cae en la otra. Después que Laodicea comienza, ellas coexisten. El hecho de pensar que ellas comienzan sucesivamente, como las demás, es perder de vista lo que se ha hecho notar; pero ellos son, también, estados contemporáneos que continúan hasta que el Señor viene. De igual manera con Filadelfia y Laodicea.
Pero nosotros, por un momento, consideraríamos a Laodicea; y tenemos aquí lo que es más ofensivo que en Sardis, o incluso en Tiatira. Puede que no exista aquello que parece tan grosero; y hay eso que está verdaderamente condenado a la destrucción en Tiatira –Jezabel y sus hijos, por ejemplo. Puede que esto no sea así con respecto a Laodicea. Pero, aun así, hay un carácter muy repulsivo en Laodicea. ¿Con qué suma repugnancia Cristo la menciona? Estoy ansioso de mostrarles que este es el peligro, el peligro especial, del momento actual. Los cristianos, en general, no regresan a Sardis o Tiatira; pero ¿quién garantizará contra Laodicea? Esto es de lo que tenemos que tener cuidado. Laodicea está creciendo rápidamente. Si Filadelfia es caracterizada como haciendo de Cristo el objeto en todas las cosas, aquí, la autocomplacencia y la indiferencia a Su gloria gobiernan. Hay bastante conocimiento, aunque no de la verdad; debido a que existe una gran diferencia entre estas dos cosas. Ellos son ricos, y se han enriquecido. ¿Dónde obtuvieron estas riquezas? Estas cosas con que se han enriquecido no han sido dadas jamás en la gracia de Dios, sino que han sido solicitadas en préstamo o han sido robadas. Ellas eran verdades que otros habían obtenido frescas de la Palabra de Dios. Ellas son utilizadas aquí para la exaltación del hombre, y por eso, totalmente aparte de la conciencia, y así, sin Cristo. Ellos, por consiguiente, ministran la autocomplacencia, y producen pronto dolorosos resultados, no obstante una cierta apariencia que satisface la mente. No hay nada nuevo que ustedes les puedan decir: ellos ya lo saben. La verdad no tiene poder porque, antes que nada, Cristo no es el objeto, y luego, el conocimiento no es utilizado para su gloria.
Y esta es la razón por la que yo creo que se trata de un principio destructivo –el hecho de llevar la mera inteligencia, como se la denomina, al primer plano, en el caso de un alma que viene ante nosotros. Es la pura verdad: las personas que dan semejante relevancia a la inteligencia acerca de las almas, hacen mucho para dañarlas. Pero hay más, los que hacen eso ¿pueden ser, ellos mismos, realmente inteligentes? Ello es, entonces, desafortunado en ambos aspectos. Porque la verdad de ello es que ustedes no pueden obtener verdadera inteligencia aparte de la obediencia; y, si aparentemente ustedes la obtienen, ¿vale la pena tenerla? La única cosa que parece ser deseable, o del Espíritu de Dios, es que un poco de luz influya para conducir a más; y esto, amados amigos, encontrado en el lugar que es conforme a Dios. Y, por tanto, es realmente triste cuando al conocimiento se le da una importancia indebida. Supongan que una persona no está en comunión, y quiere comprender todo acerca de la naturaleza de la Iglesia antes de venir, y se piense que él no será un buen hermano a menos de que sea, primeramente, eclesiásticamente inteligente. El principio completo parece ser falso desde el principio hasta el fin, ya que se trata de sustituir a Cristo por el conocimiento. Porque, de acuerdo a mi observación, los mejores hombres que han crecido en la verdad de Dios son quienes, y muchos de nosotros podemos recordar, ¿eran lo suficientemente inteligentes cuando entraron? (véase Hec. 4:13); y los hombres que se quejan, ¿son ellos inteligentes ahora?
Suponiendo el caso de cristianos buscando comunión; algunos pueden objetar un tipo de banco trasero para los catecúmenos, mientras que ustedes quieren que ellos entiendan acerca de la Iglesia y del Espíritu antes de que ellos sean recibidos: ¿Cómo han de conseguir ellos esto? ¿De qué se ocupan ellos y dónde, mientras esto continúa? Ellos, quizás, sienten una cierta necesidad de recordar al Señor, y están acostumbrados a hacerlo. ¡Pero ellos no deben ser recibidos aún! parece que no son lo suficientemente inteligentes. ¿Deben ellos, en el intertanto, ir a la deriva asistiendo a iglesias y capillas para obtener inteligencia? ¿Acaso no es toda esta noción, en todo sentido, equivocada, y lo que es peor, contraria a la Palabra de Dios? Porque es evidente que, en su mayor parte, las personas no dejarán las denominaciones a menos que ellas tengan un terreno sustancioso de atracción en el Señor. Ustedes no pueden esperar más al principio. Pero existe lo suficiente en ellos para permitirles discernir lo que es según Dios; y es mucho mejor actuar en el título de Cristo que mantenerlos fuera tiritando en el frío. Recíbanlos y denles la bienvenida como miembros del Cuerpo, como miembros de Cristo. Puede haber un interrogante, obviamente, acerca de si ellos son suyos, y no poco cuidado debe haber aquí al respecto; pero es en el lugar verdadero, conforme a Dios, que la verdad es aprendida divinamente. Puede haber una valoración previa de Cristo, justo la necesaria para atraerlos; aun así, no busquen conocimiento en primer lugar, sino fidelidad a Cristo. Asegúrense que ellos conocen al Padre.
¿Acaso no han conocido ustedes a personas en comunión, que hablaban fuertemente y en exceso acerca de sus principios eclesiásticos, y aún así, que dejan que todo principio se lo lleve el viento cuando algo se cruza en la voluntad de ellas? Yo he conocido almas probadas y débiles que entraron, atraídas por el grato olor de Cristo que ellos encontraron como en ninguna otra parte, y estas crecieron en la verdad, y se mantuvieron firmes y fieles, mientras vuestras inteligentes personas caían irremisiblemente. No tengan confianza en nada más que en el nombre de Cristo. Y cuando se trata realmente de Cristo mismo, de la gracia y la verdad que se hallan en él, la confianza es más fuerte, y ministra gracia al alma cuando se la influencia obedientemente.
Así, es un verdadero mal para las almas y lejos esta ello de Cristo, cuando se le da un lugar indebido a la inteligencia. Este es el material para edificar Laodicea y no Filadelfia. «¡Yo soy rico, me he enriquecido!» (Apoc. 3:17), es exactamente lo que resulta de ello, y es repulsivo para el Señor. «¡Quisiera yo que fueras frío o caliente!» (Apoc. 3:15). «Así, porque eres tibio, y ni caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca.Porque dices: ¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad! Y no sabes que tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo;te aconsejo que compres de mí oro acrisolado en el fuego, para que seas rico; y vestiduras blancas, para que te vistas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (Apoc. 3:16-18). ¿Acaso no es esto solemne? ¿Dónde está ahora el lugar dado al mero conocimiento y no a Cristo, ni a la verdad, sino al conocimiento? Estas riquezas a la manera de bienes fueron adquiridas. Había una ausencia total de verdad viviente, aun en lo que se refiere a los fundamentos del cristianismo, tanto así que las personas aplican constantemente esto a los hombres inconversos; y parece serlo. Oro, es decir, la justicia divina, vestiduras blancas o justicia práctica, y colirio, el poder de discernimiento divino, son las cosas mismas que deberían caracterizar a los cristianos sencillos desde el principio; pero hay una ausencia total de lo necesario, y el Señor les aconseja comprar.
Hay más, también. Después de mencionar su reprimenda y castigo a los que él ama, él los llama a ser celosos y a arrepentirse, diciendo: «He aquí, yo estoy a la puerta» (Apoc. 3:20). No se trata ahora de la puerta abierta sino de la cerrada. «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20). Por la misma razón, este es un texto aplicado o, más bien, mal aplicado al predicar el evangelio. Pero esto muestra el ampliamente difundido latitudinarismo[2] que crece a través del mal uso del testimonio filadelfiano. Es el estado de cosas para las personas que no están satisfechas con ningún cuerpo protestante, ni quizás con ninguna cosa de tipo católico, pero que no tienen la fe para salir fuera del campamento a Cristo solamente (Hebr. 13:13), para guardar suPalabra, y no negar su nombre. Ellas piensan que pueden obtener la verdad sin el costo, aborrecen el exclusivismo, condenan los círculos de hermanos, aman el «nothingarianismo»[3], y mantienen un lugar de respetabilidad en el mundo. Laodicea es la consecuencia, y el estado moral que sigue a esto, es un debilitamiento total –no diré de la Iglesia, ni siquiera de la comprensión de la gloria celestial de Cristo sino aun– del evangelio de Dios. ¡Oh! ¿No es esto solemne? «Te aconsejo que compres de mí oro acrisolado en el fuego, para que seas rico; y vestiduras blancas, para que te vistas, y no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y colirio, para ungirte los ojos, para que veas» (Apoc. 3:18). De este modo, los elementos mismos de lo que un hombre pecador quiere para su alma es lo que estos laodiceanos ensalzaban con la idea de conocimiento y privilegio, dejando la necesidad al final; el Señor les expone este humillante testimonio. Tal es el resultado del mal uso autocomplaciente que el hombre hace de la verdad que Dios dio en su gracia.
[2] Latitudinarismo = Doctrina y actitud adoptada por algunos teólogos anglicanos en el siglo XVII que, interpretando de forma laxa las enseñanzas cristianas, defienden que hay salvación fuera de la Iglesia, rechazan los dogmas, dan preferencia a la razón sobre la Biblia y las tradiciones, se interesan por la moral más que por la doctrina y defienden una amplia tolerancia en materias religiosas. (Fuente: Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española - N. del T.)
[3]. (N. del T.): Personas sin ninguna creencia, credo, o posición política en particular.
Pongamos atención a la escena final: nosotros estamos al borde de este final. Miremos, por tanto, al Señor, porque yo estoy persuadido que hay un peligro inminente y en aumento. No hay duda de que existe la esperanza bienaventurada de que él viene, y que viene pronto. Existe la gracia que nos guarda, si miramos a Cristo como el objeto de nuestras almas; si miramos cualquier otro objeto, este nos desvía. Y yo les insistiría acerca de esto, de que se encontrará que el hecho mismo de que nos complazcamos en cualquier confianza depositada en la posición en que estamos, no solo es un fracaso total, sino un engaño y una trampa. El resultado será, ciertamente, que esas cosas no resistirán el día de la prueba –el paso fatal será tomado. Laodicea es el nuevo título de neutralidad o indiferencia que crece rápidamente alrededor nuestro en la actualidad. Existe, por una parte, lo que es del hombre, y por la otra, lo que es de Dios; y el Señor introduce todo eso, y más, en este retrato impresionante del final de la cristiandad. ¡Oh! que pueda haber gracia y poder para librar, y establecer almas en libertad perfecta para adorarle y servirle. Que Dios pueda darnos, aferrándonos a él, en primer y último lugar en comunión con su hijo, ser hallados, también, sencillos y fervientes en nuestros deseos de dar a conocer su nombre. Existen los que dejan Filadelfia por Laodicea. Hay también otros reunidos hacia Cristo fuera de aquello que es muy ofensivo y nauseabundo.