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La primera Epístola de Pablo a los Tesalonicenses
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1 - 1 Tesalonicenses 1
La venida del Señor caracteriza ambas epístolas, las cuales son la sede principal, por decirlo así, de esa gran verdad. De fecha temprana entre los escritos del apóstol, estas dos epístolas indican simplicidad, frescor y vigor en los santos a quienes son dirigidas. Ellas responden afectuosamente, desbordantemente, a sus corazones, en tonos afines, pero de tal manera como para enseñarles el camino y para que profundicen. De ahí la manera informal de entretejer, no didácticamente sino de forma práctica, esa bendita esperanza con cada tópico, con cada deber, con todas las fuentes o motivos de gozo o dolor, para imbuir al hombre interior y las maneras exteriores de todos los santos día a día.
Los de Tesalónica, como se puede leer en Hechos 17:6-7, habían tenido desde el principio fuertes impresiones del reino. Pero ellos necesitaban enseñanza sobre ese amplio y fructífero tema, el cual, al igual que toda otra verdad revelada, proporciona un amplio espacio no solo para el error debido a la ignorancia sino también para el error funesto. Con el tiempo ambos errores fueron forjados entre estos santos; y así como la primera epístola reemplazó aquello que brotó de la mera ignorancia, la última corrigió lo que era inequívocamente falso y dañino. En las dos epístolas la presencia o venida del Señor es cuidadosamente diferenciada del día del Señor, siendo expuestos claramente sus verdaderos caracteres y explicada la debida relación de lo uno con lo otro. La necesidad de esto es tan urgente ahora como lo era entonces; pues, aunque el error era entonces tanto reciente como activo, se demuestra que está fundamentado en una cierta preparación del corazón para ello, en vista de que hasta el día de hoy existe la misma propensión a desviarse de manera similar, y la misma dificultad en apropiarse de la revelación de Dios.
Los antiguos y modernos comentaristas son tardos para darse cuenta de los diferentes aspectos de la verdad tal como el Espíritu los ha dado, y aunque es solamente en nuestro día que la principal mala traducción de 2 Tesalonicenses 2: «no os dejéis alterar fácilmente en vuestro modo de pensar, ni os alarméis por una supuesta revelación, ni por mensaje, ni por carta, como si fuera de nosotros, en el sentido de que el día del Señor ha llegado» (v. 2), ha sido corregida, por todos lados la verdad que debería haber sido aclarada por la corrección parece entenderse tan poco como siempre. El curso de las cosas en la cristiandad, del mismo modo que en el mundo antiguo antes que asumiera esa nueva forma, indispone la mente de aquellos que están ligados con sus intereses para recibir lo que se enseña aquí. La venida del Señor como una esperanza viva y constante aparta el corazón de cada cosa como un objeto en la tierra: porque él está viniendo, no sabemos cuán pronto, pero lo sabemos, para recibirnos a él en lo alto. Como es el Celestial, así son también los que son celestiales (1 Cor. 15:48) y como este es el carácter en que Cristo y el cristiano están correlativamente, la esperanza corresponde exactamente. Es algo independiente de los acontecimientos terrenales y no se trata de una cuestión de tiempos u ocasiones. En un momento intencionalmente no revelado, para que los que son suyos puedan siempre esperarlo verdadera e inteligentemente; él vendrá por ellos para que puedan estar con él en la casa de su Padre.
El día del Señor, por otro lado, está conectado en sí mismo con asociaciones terrenales de una clase solemne, de las cuales la profecía en el Antiguo y el Nuevo Testamento hablan igualmente; y esto tiene también su lugar apropiado en estas epístolas. Está, en efecto, adaptado eminentemente, tal como es la intención, para tratar con la conciencia; pues ese día tratará con el orgullo del hombre y el poder del mundo, con la religión mundana y con la ausencia de ley en todas sus formas. Además, se trata de una prueba en un sentido para los afectos, para ver si es que realmente amamos su manifestación, siendo él quien quitará el mal y establecerá todo en orden conforme a Dios.
Pero nos volvemos a las palabras del apóstol en su orden y en su detalle.
«Pablo, Silvano y Timoteo, a la iglesia de los tesalonicenses en Dios Padre y en el Señor Jesucristo: Gracia y paz a vosotros» (v. 1).
Tal es la dedicatoria, con sus marcadas y hermosamente apropiadas peculiaridades. Por un lado, está la marcada ausencia de una posición relativa o, de hecho, de cualquier posición oficial en el mensaje del apóstol o de la asociación de sus compañeros, quienes son presentados amablemente del mismo modo que él mismo, sin forma. Por otro lado, se dice aquí y en la apertura de la segunda epístola, que la asamblea tesalonicense, está «en Dios el Padre y en el Señor Jesucristo», lo cual no se afirma de ninguna otra. ¿Qué puede armonizar tan bien con santos recién nacidos, recién liberados de muchos dioses y de muchos señores del paganismo, y traídos a la relación consciente de niños que conocen al Padre? Para nosotros, los cristianos, «hay un solo Dios, el Padre, de quien todo procede, y nosotros para él; y un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe, y nosotros por medio de él» (1 Cor. 8:6). Pero, ¡qué expresión de ternura y de relación cercana hablar así de la asamblea de tesalonicenses en Dios el Padre y en el Señor Jesucristo! ¡Cuán dulce para ellos que se les hable de esa forma como siendo incluso igualados en la comunión de tales amor y luz! Pero tal es el principio en la manifestación de los divinos modos de la gracia. Así incluso está escrito en los consoladores modos del profeta judío: «Como pastor apacentará su rebaño, en su brazo llevará los corderos, y en su seno los llevará; pastoreará suavemente a las recién paridas» (Is. 40:11). Aquellos que están más necesitados reciben especial cuidado y consolación.
Para la joven asamblea caracterizada de esta forma era suficiente decir las breves pero significativas palabras, «Gracia y paz a vosotros». Para otros una forma más plena era conveniente, aquí no fue necesaria debido a lo que se dijo antes.
«Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo mención de vosotros en nuestras oraciones, recordando sin cesar vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la paciencia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo, delante del Dios y Padre nuestro; sabiendo, hermanos amados por Dios, vuestra elección. Porque nuestro evangelio no llegó a vosotros solo en palabras, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en mucha certidumbre; y sabéis qué clase de personas éramos entre vosotros a causa de vosotros. Y vosotros llegasteis a ser imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de mucha aflicción, con el gozo del Espíritu Santo, hasta llegar a ser modelos para los creyentes de Macedonia y Acaya. Porque a partir de vosotros ha resonado la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que en todo lugar vuestra fe se ha divulgado, de modo que nosotros no tenemos necesidad de decir algo; porque ellos mismos cuentan de nosotros de qué manera nos acogisteis, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (v. 2-10).
El gozo del corazón del obrero se derrama en constante acción de gracias a Dios por todos ellos, y esto no es hecho vagamente sino con especial mención en la ocasión de orar. Respondía al gozo de ellos quienes habían sido así sacados últimamente de las tinieblas a la maravillosa luz de Dios; pero tenía el carácter profundo de elevarse a Aquel que bendice desde el lugar de bendición, ya que la bendición misma tenía el sabor de la comunión con esa fuente de bendición. Así había obrado Pablo con Dios en Tesalónica, no meramente con algunos de los judíos quienes fueron persuadidos y se juntaron con él y Silas (o Silvano), sino que especialmente con un gran número de griegos piadosos: una obra poderosa y permanente en un tiempo bastante breve. ¿Conocemos nosotros tal acción de gracias a Dios? ¿Hacemos una mención personal similar en una ocasión similar? ¿Recordamos nosotros incesantemente el fruto de la bendición del Espíritu en los santos? Sabemos lo que es orar por los santos en el dolor, vergüenza, peligro, necesidad: ¿nos derramamos en gozo delante de Dios ante la obra de su gracia en aquellos que él ha salvado y congregado al nombre de Jesús? ¿No han sido nuestros corazones angustiados por las circunstancias bajas y quebrantadas y aisladas de los santos que una vez estuvieron unidos? Nosotros somos rápidos para excluir, para quitar de en medio, para retirarnos, para evitar, y para toda forma de mostrar repulsión; pero somos lentos e impotentes en la gracia que ve y disfruta la gracia en los demás, que gana, ayuda, da la bienvenida, y restaura. No era de este modo con el apóstol y sus compañeros. Indudablemente se necesita gran gracia para apreciar la gracia pequeña. Es como Cristo es.
«Recordando sin cesar vuestra obra de fe, vuestro trabajo de amor y la paciencia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo, delante del Dios y Padre nuestro» (v. 3). Es un hecho que aquí, entre los tesalonicenses, especialmente cuando la primera epístola fue escrita, había tanto poder de vida como había simplicidad con falta de conocimiento. Los tres grandes elementos espirituales, de los que oímos a menudo en el Nuevo Testamento y notablemente en los escritos del apóstol, eran manifestados y en el vigor ferviente del Espíritu Santo: no solo fe, sino la «obra de fe», no solo amor sino el «trabajo de amor», y esperanza de nuestro Señor Jesucristo en su paciencia o paciente constancia. Y así como Cristo es el objeto de fe el cual ejercita el corazón y lo fija sobre cosas invisibles, del mismo modo su gracia produce amor, y la esperanza alegra a lo largo del camino, y cuánto más cuando todo está en la luz de Dios, «delante del Dios y Padre nuestro». Él es nuestro Padre, y si nosotros somos «hijitos», le conocemos como tal (1 Juan 2:13); pero él es Dios, y en nuestra vida, en nuestros caminos, estamos delante de él, y le serviríamos aceptablemente con reverencia y piadoso temor. Él, delante de quien la nueva vida en Cristo es ejercitada así mediante motivos que tienen su manantial y poder en Cristo, es el Dios que eligió a los tesalonicenses en su gracia para que fuesen sus hijos amados por él, como se ha dado testimonio así a las conciencias y afectos de los que le sirven, «sabiendo, hermanos amados por Dios, vuestra elección» (v. 4). ¿Qué prueba práctica de nuestra elección puede haber para los demás si no es en el poder manifiesto de la vida que tenemos en Cristo? Mantenido de la única forma que puede ser mantenido, a saber: procurando tener en todo, una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres. Que nosotros reunamos evidencia de ello es mera justicia propia, así como la incredulidad que desprecia el testimonio de Dios a Cristo y a su obra, la teología estéril de la cristiandad apresurándose al juicio divino.
Pero Dios ha obrado siempre la bendición mediante la revelación de sí mismo. «Por eso es por fe, para que sea según la gracia» (Rom. 4:16), «porque la ley produce ira» (Rom. 4:15a); «pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión» (Rom. 4:15b). Pero las buenas nuevas predicadas por Pablo y aquellos que estaban con él, «nuestro evangelio» (v. 5), es el testimonio pleno de lo que hay en Cristo para los perdidos. Esto se les había hecho ver claramente a los tesalonicenses en la energía del Espíritu Santo. «Porque nuestro evangelio no llegó a vosotros solo en palabras, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en mucha certidumbre; y sabéis qué clase de personas éramos entre vosotros a causa de vosotros» (v. 5). Esta asamblea joven pero consagrada, perseguida y no obstante feliz, era el testimonio viviente a Dios y a su Cristo. El evangelio había llegado, no en palabras solamente sino en poder, y como fue en el Espíritu Santo y no en una exhibición carnal, del mismo modo fue «en mucha certidumbre». La Palabra fue hablada con todo denuedo y ciertamente por hombres cuyos caminos eran su resplandeciente y genuino reflejo en amor. Esto produjo los resultados correspondientes en aquellos que la recibieron. Porque Pablo y sus compañeros no eran como los que parecen incapaces de apreciar la gloria de Cristo en el evangelio así como en la Iglesia; que nunca se cansan de exaltar una parte de la verdad para descrédito de otra, como si todo no se centrase en nuestro Señor: almas de vista muy corta y malévolas, que pasan por alto los elementos más sencillos de la verdad en su vanidad, y que presionan sobre otros, de manera similar a un ropavejero, acerca del valor de sus propias mercancías. Si todos fueran maestros, ¿dónde estarían los evangelistas? Si no hubiese nadie que despertase las almas, dónde estarían las ovejas a ser alimentadas y apacentadas.
Los tesalonicenses llevaron la huella del poder que obró en sus corazones y conciencias. «Y vosotros llegasteis a ser imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de mucha aflicción, con el gozo del Espíritu Santo, 7 hasta llegar a ser modelos para los creyentes de Macedonia y Acaya» (v. 6-7). Ellos sufrían amargamente por la verdad que llenaba sus corazones de gozo; igual que Pablo muriendo diariamente mientras vivía; igual que el Señor que murió como ningún otro, y sin embargo vivió el ejemplo perfecto y la plenitud de gozo en Dios su Padre con el rechazo absoluto aquí abajo.
Cuán diferente eran los de Tesalónica de sus hermanos en Corinto quienes les siguieron en breve tiempo, quienes menospreciaban los asuntos más importantes de la gracia práctica mientras se gloriaban en sus exhibiciones más vistosas de los dones de señales y del poder exterior. ¡Y qué diferencia en el testimonio moral! Nunca oímos de los corintios como un modelo a seguir para alguno en Macedonia o en Acaya. Con todo, el corazón del apóstol se conmovía en amor sobre sus últimos hijos en la fe, testarudos y rebeldes como ellos eran, para que el don inefable de la gracia de Dios produjese el fruto apropiado, aunque tardío, en ellos también.
Tampoco esto era todo: el mundo estaba lleno de noticias extrañas y esto más allá de toda Grecia, donde los creyentes fueron impresionados con el celo y el poder moral de la asamblea tesalonicense. «Porque a partir de vosotros ha resonado la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que en todo lugar vuestra fe se ha divulgado, de modo que nosotros no tenemos necesidad de decir algo» (v. 8). Los hombres estaban hablando del cambio y hecho singulares en ese importante centro comercial que estaba ubicado en la línea directa entre el Oeste (Occidente) y el Este (Oriente). Que un grupo de personas hubieran abandonado sus dioses falsos, y fueran llenas del conocimiento del único Dios verdadero en un gozo que ningún sufrimiento podía enfriar (tan distinto de los judíos como de los paganos, y aún más diferenciado en una vida totalmente absorbida por la fe, el amor, la esperanza, nunca vista así antes allí), no podía más que sorprender a mentes tan agudas, especulativas, y comunicativas como las de los griegos. El sonido de ello se oía como una trompeta tocando en todas direcciones, no sobre milagros o lenguas, sino sobre la fe de ellos hacia Dios: ciertamente un testimonio bello, admirable, un testimonio de gracia había salido a la luz en medio de idólatras. Pues ello estaba completamente en contraste con el legalismo duro y soberbio de los judíos, tan decididamente como con las locuras oscuras e indecentes del mundo gentil. De hecho, el efecto fue tal que el apóstol declara «no tenemos necesidad de decir algo». ¿Por qué predicar lo que el mundo mismo, en cierta manera, predicaba? Predicar tiene como objetivo dar a conocer el Dios desconocido y su Hijo, para despertar a los durmientes, para ganar el oído de los indiferentes para las buenas nuevas de Dios. Aquí los labios de los hombres estaban llenos de esta cosa verdaderamente nueva en Tesalónica; y desde su activo centro de comercio el informe salió por todas partes acerca de una asamblea macedonia que había renunciado a los dioses griegos, Zeus (Júpiter, nombre romano), Hera (Juno, nombre romano), Artemisa (Diana, nombre romano), Apolo (Febo, nombre romano), y a todo el resto, sin adoptar la circuncisión o las instituciones de Moisés.
Tampoco había allí algo vago o pretencioso, sino la sobriedad de la gracia y la verdad. «Porque ellos mismos cuentan de nosotros de qué manera nos acogisteis, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera» (v. 9-10). Es un gran objetivo de Satanás combinar el mundo con Dios, permitir la carne mientras se imita al Espíritu, y caer así realmente bajo sus propios engaños mientras se profesa a Cristo. El reverso de toda esta confusión babilónica es visto en la clase de acogida que el apóstol tuvo entre los tesalonicenses, y la ruptura completa hecha para sus almas, de todo lo que es opuesto a Dios conocido en luz y amor. Ellos se volvieron a Dios de sus ídolos en lugar de cristianizar a estos y así burlarse de Dios; ellos no sirvieron a formas o a doctrinas o a instituciones, sino a un Dios vivo y verdadero; y ellos esperaban de los cielos a su Hijo, no como un Juez terrible y temido, sino como su Libertador de la ira venidera, a quien él resucitó de entre los muertos, la garantía de la justificación de ellos y el modelo de la nueva vida por la cual ellos vivían para Dios en la fe de él.
2 - 1 Tesalonicenses 2
Tal fue el efecto vívido y poderoso de la visita del apóstol a Tesalónica. Hubo una impresión inconfundible y profunda producida por la conversión y el andar de los santos allí sobre los de afuera, alrededor y por todas partes. La fe de ellos salió como una proclamación viviente de la verdad, «de modo que nosotros no tenemos necesidad de decir algo». ¡Qué felicidad, cuando la obra es en un poder y un frescor tales como para dejar al obrero libre para otros campos que ya están blancos para la siega! ¡Qué gloria para el Señor, cuando los mismos paganos despertados y asombrados por el resultado en poder ante ellos no pueden hacer otra cosa que hablar del Dios verdadero y de su Hijo!
Ahora, el apóstol entrega un buen boceto de su «visita», en cuanto a su carácter y significado sobre los santos, un retrato interno, así como antes se nos habló de su efecto externo.
«Porque vosotros mismos sabéis, hermanos, que nuestra visita a vosotros no ha resultado vana; sino que tras padecer y ser maltratados en Filipos, como sabéis, cobramos confianza en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios entre mucha lucha. Porque nuestra exhortación no procede del error, ni de impureza, ni con engaño; sino que según hemos sido aprobados por Dios, para que se nos confiara el evangelio, así hablamos, no como agradando a los hombres, sino a Dios que prueba nuestros corazones. Porque nunca vinimos a vosotros con palabras aduladoras, como sabéis; ni con pretexto de avaricia; Dios es testigo; ni buscamos gloria procedente del hombre, ni de parte vuestra, ni de otros; aunque como apóstoles de Cristo hubiéramos podido seros una carga. Al contrario, fuimos amables en medio de vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos; así, teniendo un tierno afecto por vosotros, queríamos comunicaros no solo el evangelio de Dios, sino también nuestras mismas vidas, por cuanto llegasteis a sernos muy queridos. Porque os acordáis, hermanos, de nuestra fatiga y dura labor; cómo trabajando noche y día para no ser una carga a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios, que nuestra conducta para con vosotros los creyentes ha sido santa, justa e irreprochable; y también sabéis cómo, tratando a cada uno de vosotros como un padre a sus propios hijos, os hemos exhortado, consolado y testificado para que andéis como es digno de Dios, que os llama a su reino y gloria» (v. 1-12).
El apóstol podía apelar confiadamente al estado consciente interno de los hermanos. La visita que Pablo y Silas (Silvano) habían hecho a los santos tesalonicenses no había sido en vano. Un propósito divino de gracia, la realidad al instar con vehemencia la verdad sobre las conciencias, y la energía del Espíritu Santo, habían caracterizado su servicio y habían producido los resultados correspondientes. Y no es de extrañar, pues era el amor de Cristo constriñendo al amor por las almas que perecen, que no conocían a Dios ni el poder de su resurrección que incluso había probado la muerte por ellos. Ciertamente también, no fue una exhibición ostentosa ni una visita vacacional, sino un mandato tan serio a los ojos de sus visitantes, que ningún objeto en el camino o en el sitio detuvo; «sino que tras padecer y ser maltratados en Filipos, como sabéis, cobramos confianza en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios entre mucha lucha» (v. 2).
El trato injurioso recibido de manos de los gentiles en Filipos no amilanó más su fe y amor invencibles que la persecución subsiguiente provocada por el rencor y el celo judíos en Tesalónica. Ninguna experiencia de sufrimiento puede desviar a aquellos cuyo pensamiento es soportar todas las cosas tanto por causa de Cristo como por causa de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús (2 Tim. 2:10). De ahí la confianza de ellos: «cobramos confianza en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de Dios entre mucha lucha» (v. 2). Si existía la certeza de que las buenas nuevas eran las buenas nuevas de Dios, ellos cobraban confianza (tuvieron denuedo - RVR60) en Dios para hablar, cualesquiera que fuesen la oposición o la violencia que les cercara. Así que, si el apóstol tenía ahora que exhortar a los santos en Tesalónica para que ninguno se inquietase por las tribulaciones de ellos (cap. 3:3), no era como un teólogo aficionado, poniendo sobre los hombros de los demás una carga que él no movería ni con su propio dedo. Desde el comienzo él fue llamado a sufrir por el nombre de Cristo, tan claramente como a llevar ese nombre delante de gentiles, reyes e hijos de Israel, para abrir sus ojos de modo que se convirtieran de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios, para que pudiesen recibir, por la fe que es en Cristo, perdón de pecados y herencia entre los que son santificados. Y en esto él obró con ardiente seriedad, a lo cual se refiere la expresión «mucha lucha» (v. 2), más que a un mero problema externo, por una parte, o esa lucha de los santos contra las asechanzas del diablo, de la que oímos en Colosenses 2:1, por otro lado. Él andaba y servía en la verdad que enseñaba.
«Porque nuestra exhortación no procede del error, ni de impureza, ni con engaño; sino que según hemos sido aprobados por Dios, para que se nos confiara el evangelio, así hablamos, no como agradando a los hombres, sino a Dios que prueba nuestros corazones» (v. 3-4). Había una conciencia tan buena, así como confianza (denuedo) y paciencia. Había integridad de corazón, todo lo contrario de actuar engañosamente, en lugar de convertirse en víctima del engaño y engañar de este modo a los demás. El error estaba tan lejos de la exhortación como lo estaba la inmundicia, ni había allí el menor intento de engañar; sino que la verdad fue instada con vehemencia, santa y sinceramente; y de este modo hablaron estos benditos obreros, como convenía a aquellos que sabían que habían sido aprobados de Dios, para que se les confiara el evangelio. La gracia forma la responsabilidad, así como la gracia disfrutada en el alma mantiene su fuerza en estado de vida. Tenían a Dios ante ellos, Dios que prueba los corazones, no a hombres a quienes complacer «cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?» (Is. 2:22).
Este es un principio serio y permanente, tan verdadero e importante ahora como cuando Pablo habló así de sí mismo y de sus compañeros en el servicio de Cristo. Uno no puede servir a dos señores. Los patrocinadores y las congregaciones no son los únicos lazos. El deseo de influencia, el temor a la desaprobación, el partidismo, lo eclesiástico, pueden interferir la obediencia al Señor, y la justicia, en ese caso, ciertamente sufrirá, quizás la verdad misma. De este modo trabaja Satanás en la cristiandad para deshonra de Cristo. El intento de servir a más de un señor es fatal; pues un hombre «o aborrecerá a uno y amará al otro, o querrá a uno y despreciará al otro» (Mat. 6:24). Si un obrero en la fe se considera aprobado de Dios para que se le confíe el evangelio, él solamente pondrá más atención en sí mismo para que el ministerio no sea vituperado, pero recomendándose en todo como ministro de Dios (2 Cor. 6:3-4). Solo que él procurará retener la libertad tanto como la responsabilidad en el Espíritu, con la Palabra escrita como su sola regla. Un apóstol tenía la misma responsabilidad directa para con el Señor como el obrero más pequeño en el evangelio, y, como vemos aquí, lo reconocía para sí mismo, así como lo insistía a los demás. No es una cuestión de derecho pues esa es la parte de Cristo; de nuestra parte se trata únicamente de responsabilidad. Esto mantiene su gloria y nuestra obediencia. Para nosotros hay, y solo hay un Señor, Jesucristo, mediante el cual existen todas las cosas, y también nosotros vivimos por medio de él; así como hay un solo Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas y nosotros somos para él. Que podamos nosotros ser imitadores del apóstol, así como él lo fue de Cristo.
Pero existe el lazo de las riquezas (Mamón) así como el de un señor rival de Cristo; y no podemos servir a Dios y a las riquezas (Mamón). Aquí, también, el apóstol pudo apelar a la experiencia de los santos tesalonicenses, «Porque nunca vinimos a vosotros con palabras aduladoras, como sabéis; ni con pretexto de avaricia; Dios es testigo; ni buscamos gloria procedente del hombre, ni de parte vuestra, ni de otros; aunque como apóstoles de Cristo hubiéramos podido seros una carga» (v. 5-6). Aquellos con quienes Pablo y los otros estaban familiarizados podían dar testimonio acerca de si su discurso fue de lisonjas o de palabras de verdad y sobriedad. Dios era su testigo en caso que la avaricia se encubriese bajo cualquier pretexto. Pero existen otras formas en las cuales la corrupción de nuestra naturaleza es propensa a complacerse y a traicionarse a sí misma. De ahí que muchos hombres que no se inclinarían a la lisonja y pueden no ser avaros, son vanos o ambiciosos. En estos aspectos, ¿cómo se condujeron Pablo y sus compañeros? Leamos esto: «ni buscamos gloria procedente del hombre, ni de parte vuestra, ni de otros; aunque como apóstoles de Cristo hubiéramos podido seros una carga» (v. 6). Él procuró la bendición de ellos en el testimonio de Cristo, no la suya sino la de ellos para la gloria de Dios; y en lugar de exigir una justa consideración en las cosas carnales como enviado del Señor en un servicio espiritual, hubo un renunciamiento completo en consagración a Cristo.
Él ahora se vuelve al lado positivo del andar y de la obra de ellos. «Al contrario, fuimos amables en medio de vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos» (v. 7). La figura de un padre, incluso de una madre, no logra transmitir el tierno cuidado de un amor que tiene su manantial en Dios mismo. Los niños necesitan una nodriza, lo cual no todas las madres son; pero una nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos es la justa figura aquí empleada, no una asalariada para la descendencia de otro. «Así, teniendo un tierno afecto por vosotros, queríamos comunicaros no solo el evangelio de Dios, sino también nuestras mismas vidas, por cuanto llegasteis a sernos muy queridos» (v. 8). ¿En qué otra parte hay algo para comparar con esto en amor desinteresado a menos que sea en la perseverante fidelidad de la gracia, la cual vela sobre los mismos objetos en sus dificultades y peligros que tienen por objetivo su crecimiento después? «Porque os acordáis, hermanos, de nuestra fatiga y dura labor; cómo trabajando noche y día para no ser una carga a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios» (v. 9).
Pablo trabajó con sus propias manos en Tesalónica al igual que en Corinto, de donde les escribió, para no ser carga para ninguno. Con todo, si alguien tenía el derecho de decir, como Nehemías: «Yo hago una obra y no puedo ir» (Neh. 6:3), era el apóstol, quien verdaderamente descendió en otro sentido, e hizo su gran trabajo tanto mejor, aunque nunca hubo una mente mayor que la de él quien trabajó así manualmente día y noche durante su breve estancia entre los tesalonicenses. «Vosotros sois testigos, y Dios, que nuestra conducta para con vosotros los creyentes ha sido santa, justa e irreprochable» (v. 10). Él resume su apelación a los creyentes y a Dios mismo, del modo que solamente uno podía hacerlo, quien se ejercitaba para «tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (Hec. 24:16). «También sabéis cómo, tratando a cada uno de vosotros como un padre a sus propios hijos, os hemos exhortado, consolado y testificado para que andéis como es digno de Dios, que os llama a su reino y gloria» (v. 11-12).
El amor se adapta a las necesidades de aquellos a quienes se ama. Así lo hizo el apóstol cuando los santos necesitaron más que la comida de niños. ¿Y qué padre terrenal cumplió con sus relaciones para con sus hijos como Pablo para con sus amados tesalonicenses? Cada uno y todos eran objeto de vigilancia incesante y considerada. La exhortación, el consuelo, el testimonio, nunca dejaron de estimular, alegrar y dirigir en los caminos que convinieran al Dios que llama a su propio reino y gloria. Allí él tendrá a los suyos con Cristo pronto y para siempre; en esa esperanza, y de manera digna de ella, él los haría andar ahora. Tal es el objetivo de un verdadero colaborador de Cristo; y en ninguna parte se puede encontrar un retrato más amoroso del que aparece en el simple boceto dibujado aquí por el apóstol.
Hasta aquí con respecto al ministerio de Pablo y sus compañeros. Ahora él se vuelve a los medios que Dios ha usado para la bendición de los santos mediante ese ministerio.
«Por esto también damos gracias a Dios sin cesar, de que al recibir la palabra del mensaje de Dios por parte nuestra, la aceptasteis no como palabra de hombres, sino tal como es en verdad, la palabra de Dios, la cual también obra en vosotros que creéis. Porque vosotros, hermanos, llegasteis a ser imitadores de las iglesias de Dios en Cristo Jesús que están en Judea; porque vosotros habéis padecido las mismas cosas de vuestros propios compatriotas, como también ellos de los judíos; los cuales mataron tanto al Señor Jesús como a los profetas, y a nosotros nos expulsaron. Estos no agradan a Dios, y se oponen a todos los hombres, impidiéndonos hablar a los gentiles para que se salven, siempre colmando la medida de sus pecados. Pero la ira sobre ellos ha llegado a su extremo» (v. 13-16).
El hombre tal como es por naturaleza vive sin Dios, guiado por las cosas que ve alrededor de él, es una presa de los deseos de la carne y de la mente. Para tener un vínculo espiritual con Dios él necesita una revelación de parte de él; y Dios está enviando ahora esto en las buenas nuevas concernientes a su Hijo, para que los hombres puedan creer y se salven. Así el alma conoce a Dios, y a Jesucristo a quien él envió, y esto es la vida eterna (Juan 17:3). Por fe, él comienza a sentir y a pensar conforme a Dios; y la fe es la recepción de un testimonio divino. Por este acto, él atestigua que Dios es verdadero (Juan 3:33). La Palabra de Dios mezclada con la fe coloca en asociación inmediata con Dios.
En los días apostólicos. Pablo, como aquí, fue un instrumento para comunicar la Palabra de Dios en su predicación; y esto, por el poder divino, sin mixtura de error. Del mismo modo es en las Escrituras, las cuales siendo inspiradas por Dios excluyen el error. Por eso, mientras ellas son del más rico valor como medio de comunicar la verdad, ellas tienen su función especial y verdaderamente única como siendo el modelo divinamente dado para probar cada palabra y cada obra.
No solamente, entonces, el apóstol había trabajado en el poder del Espíritu Santo y de una manera apropiada al comienzo y crecimiento de aquellos que fueron el objeto de su ministerio, sino que ello no fue en vano. Hubo dulces y manifiestos frutos en la gracia de Dios. «Por esto también damos gracias a Dios sin cesar, de que al recibir la palabra del mensaje de Dios por parte nuestra, la aceptasteis no como palabra de hombres, sino tal como es en verdad, la palabra de Dios, la cual también obra en vosotros que creéis» (v. 13). Es siempre un resultado verdadero del poder de la gracia de Dios cuando las almas en un mundo hostil reciben su testimonio, no obstante, cuán perfectamente su Palabra satisfaga los anhelos del corazón y presente la sangre de Cristo para purificar la conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo. Hay una red constante para que los hombres sean retenidos en manos de Satanás; y la verdad, al ser la Palabra de Dios, juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. Fue aún más angustioso cuando la verdad era tan nueva y, como nunca, opuesta a la voluntad y razonamiento humanos. Cuando muchos la profesan, el vituperio en gran parte desaparece, aunque Dios no deja de contrarrestar las asechanzas de Satanás, quien destruiría así el poder haciendo que la forma sea fácil y común. A los tesalonicenses, así como de hecho a todo gentil de entonces, la Palabra anunciada era una cosa nueva. Pero era «de Dios», y así ellos lo demostraron. «La aceptasteis no como palabra de hombres, sino tal como es en verdad, la palabra de Dios» (v. 13). El corazón se inclinó ante Dios, y la Palabra obró también por el Espíritu de Dios sus propios efectos divinos en aquellos sometidos a ella por fe.
La mujer judía fue fiel a los instintos de humanidad y a las tradiciones de su raza, cuando ella vio al Mesías echar fuera demonios y le oyó advirtiendo de un poder peor del enemigo a los que aún buscaban una señal del cielo; de entre la multitud levantó la voz y le dijo: «Bienaventurado el vientre que te trajo, y los pechos que mamaste» (Lucas 11). El evangelio da por claro y cierto que no se trata de una cuestión de una relación según la carne, sino de la autoridad y la bendición de la Palabra divina, y abierta así al gentil como al judío. Creerlo es la obediencia de la fe. Es estar en asociación viva con Dios, lo que no puede ser de otra manera.
La Palabra esgrimida por el Espíritu y recibida como procedente de Dios separa así para él, y se trata exactamente de lo que se denomina «santificación del Espíritu» en 1 Pedro 1:2; no en el sentido práctico (lo cual sigue en 1 Pe. 1:15-16, así como en otra parte), sino, en principio y absolutamente, esa separación para Dios desde el principio que constituye a un santo (véase 1 Cor. 6:11 - «Y esto erais algunos; pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios»). De ahí que ello anteceda al conocimiento del perdón o a la posesión de la paz con Dios; como Pedro dice, «en (o, por) santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). Aquí nada más que el prejuicio habría impedido a los creyentes ver que la obediencia no es meramente la obediencia a la fe, sino la obediencia práctica. Ahora bien, no se puede decir, en el sentido usual, que la santificación sea por motivo de, o «para obedecer», viendo que ella consiste muy ampliamente de obediencia, y no puede existir sin ella; sino que la santificación del Espíritu de la que se habla aquí es a o adentro de la obediencia, y tal como Cristo está en contraste con un mero israelita. Es también para «ser rociados con la sangre de Jesucristo», pues la vida nueva o la naturaleza divina en el santo desea obedecer a Dios incluso antes que conozca la eficacia de su sangre en una conciencia limpia; y de ahí el orden perfecto de las palabras en la frase.
La misma causa espiritual produjo efectos afines. No todos son israelitas, ni tampoco son cretenses, y la carne en todos, si no es juzgada, representa una ocasión preparada para el enemigo quien presenta asechanzas apropiadas para engañar a cada uno. Pero el Espíritu Santo forma por la imagen de Cristo, presentado en la Palabra de Dios, que no solo es eficaz para engendrar almas para Dios, sino para aclarar, corregir, instruir, reprender, y de todos modos para disciplinar, así como para alegrar, al creyente. De esto el apóstol recuerda a los tesalonicenses: «Porque vosotros, hermanos, llegasteis a ser imitadores de las iglesias de Dios en Cristo Jesús que están en Judea» (v. 14). La diferencia de raza, el contraste en cuanto a hábitos previos de religión, no pueden impedir el poder de la gracia y la verdad. Los tesalonicenses siguieron en la misma senda de sufrimiento y paciencia que las asambleas judías en Cristo Jesús. Allí la llama de la persecución ardió fieramente contra las compañías de creyentes que llevaban el nombre de aquel a quien ellos habían crucificado. No fue de otra manera para los santos tesalonicenses de parte de sus propios compatriotas.
No existe odio semejante a aquel exacerbado por diferencia en la religión, y especialmente donde la pretensión es exclusiva y divina. El evangelio brindó la ocasión para esto en su forma más concentrada; pues primero tenía que abrirse camino donde Dios había dado realmente privilegios peculiares, los cuales era bastante correcto mantener en todo su valor mientras él reconoció al pueblo a quienes los había dado. Pero el pueblo judío los había despreciado y abandonado, matando a los profetas que enfatizaban la infidelidad y apostasía de ellos sobre sus conciencias, mientras ellos coronaban su culpabilidad cuando formas exteriores parecían ordenadas, pero la incredulidad y enemistad reales hacia Dios fueron mostradas abiertamente, por el rechazo y la muerte ignominiosos de su propio Mesías. Pero el mal es insaciable, e incluso la cruz solo estimuló el rencor de ellos contra los testigos de la gracia divina. Ellos «nos expulsaron».
Pues los poseedores de la ley se irritan hasta la locura por la predicación de la gracia, la cual hace que cualquiera de los privilegios terrenales sea poco, e insiste acerca de la ruina de los judíos tanto como la de los gentiles. De ahí el perpetuo odio que sienten los judíos hacia el evangelio. Era suficientemente malo oír un testimonio muy por encima y más profundo que la ley, pues Cristo es mayor que Moisés; y la diferencia es realmente inmensurable. Pero proclamar sus bendiciones incomparables en Cristo de manera a borrar toda distinción, y traer al creyente, judío o gentil por igual, a un nuevo lugar de relación celestial y de favor eterno, era intolerable. Esto, entonces, fue necesariamente el trato final de Dios en lo que respecta a la responsabilidad de Israel. Toda esperanza para la nación en la tierra fue enterrada en la tumba de Cristo. Ellos tuvieron una última exhortación del Espíritu Santo en el evangelio al testificar de Cristo exaltado al cielo; pero ellos rechazaron el mensaje tanto o mucho más que la Persona, sobre todo cuando vieron a otros, sí, a los gentiles, entrando en el bien que ellos mismos habían rechazado con desdén.
Así ellos «mataron tanto al Señor Jesús como a los profetas, y a nosotros nos expulsaron. Estos no agradan a Dios, y se oponen a todos los hombres, impidiéndonos hablar a los gentiles para que se salven, siempre colmando la medida de sus pecados. Pero la ira sobre ellos ha llegado a su extremo» (v. 15-16). Puede ser que esto aún no haya sido ejecutado, pero es inminente, y una parte no pequeña llegó a ser la porción de ellos después que el apóstol durmió en el Señor. Con todo, esto permanece sobre el judío, pero aún no se agota; y si el judío volviese a su tierra [1], a reconstruir la ciudad y el santuario, y a tomar posesión lo más posible de su antigua herencia, no sería más que un engaño mortal y una trampa satánica, trayendo sobre ellos primeramente el Anticristo, luego el problema de parte de los asirios, y finalmente el mismo Señor en venganza sin tregua, por mucho que la misericordia pueda a la larga regocijarse contra el juicio. No obstante, como el apóstol no levanta el velo del futuro, (como en Rom. 11) desde las perspectivas de ellos, sino que regresa a las nuevas relaciones de gracia, que es su gozo común y el de los santos tesalonicenses, nosotros seguimos también aquí la línea del Espíritu Santo.
[1] N. del T.: El lector debe recordar que este sermón fue expuesto en el siglo 19, mucho antes de la creación del Estado de Israel a fines de los años 1940.
«En cuanto a nosotros, hermanos, que fuimos separados de vosotros por algún tiempo, de vista pero no de corazón, procuramos con mucho deseo ver vuestro rostro, porque deseábamos ir a veros, yo mismo, Pablo, una y otra vez, pero Satanás nos lo impidió. Porque ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona en que nos gloriamos? ¿No lo sois vosotros delante de nuestro Señor Jesucristo en su venida? Porque vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo» (v. 17-20).
Indudablemente, si el cristianismo da la más profunda importancia al individuo con Dios, la asamblea concede el más grande alcance a los afectos de los miembros de Cristo como su «un Cuerpo». Y Satanás estorba de todas las formas posibles el feliz intercambio de lo que es tan dulce y santo, la mente y el amor del cielo disfrutado entre los santos en la tierra. La presencia de cada uno de nosotros, sobre todo de uno como Pablo, ¡qué diferencia hace! No obstante, el apóstol había estado presentando aquello que tenía que corregir cualquiera importancia indebida dada a la presencia corporal. ¿No había estado él mostrando la suma importancia de la Palabra de Dios, y cuán efectiva ella es en manos de la gracia? La ausencia, por consiguiente, no es fatal de ninguna manera para el gozo y la bendición de los santos. La espera no hace más que ejercitar la fe, y debería aumentar el deseo ansioso, el cual, después de todo, era más fuerte en Pablo que en sus hijos tesalonicenses; y ¡cuánto más en él cuya paciente espera es tan perfecta como su amor por nosotros! De este modo él une los corazones de ellos con el suyo (¡y que esto pueda ser verdad de nosotros también!) en el gozo de la presencia de Cristo en su venida. Entonces será el verdadero reposo del trabajo, entonces el disfrute de los frutos sin impureza o peligro. ¡Que podamos hallarnos nosotros habitualmente mirando así hacia adelante desde los obstáculos presentes a esa bendita y eterna escena!
3 - 1 Tesalonicenses 3
La gracia obra por las coyunturas y ligamentos en el Cuerpo, el cual está constituido por nuestro Señor Jesús para este fin. Si Pablo no pudo visitar a los tesalonicenses, él envió a Timoteo. El amor no busca lo suyo propio, y puede hallar recursos conforme a Cristo, cualesquiera que sean los obstáculos que Satanás pone en el camino.
«Por lo cual, no soportándolo más, nos pareció bien quedarnos solos en Atenas. Y enviamos a Timoteo, nuestro hermano y colaborador de Dios en el evangelio de Cristo, para fortaleceros y exhortaros en vuestra fe; para que nadie sea perturbado por estas aflicciones; porque vosotros mismos sabéis que a esto estamos destinados. Porque cuando aún estábamos con vosotros, os predecíamos: Vamos a padecer aflicciones, así como sucedió y sabéis. Por eso también yo, no pudiendo soportar más, envié para informarme de vuestra fe, por temor a que el tentador os hubiese tentado, y que nuestro trabajo fuese en vano. Pero ahora que Timoteo ha vuelto de vosotros a nosotros, y nos ha dado buenas noticias de vuestra fe y amor, que siempre tenéis un buen recuerdo de nosotros, que deseáis vernos, como nosotros también deseamos veros a vosotros, por eso, hermanos, respecto a vosotros fuimos consolados, en todo nuestro aprieto y aflicción, por medio de vuestra fe; porque ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor. Porque ¿qué acción de gracias podemos dar a Dios por causa vuestra, por todo el gozo con que nos gozamos por motivo de vosotros en presencia de nuestro Dios, insistiendo en nuestras oraciones de noche y de día para poder ver vuestro rostro y completar las deficiencias de vuestra fe? Que nuestro mismo Dios y Padre, y nuestro Señor Jesús, dirija nuestro camino hacia vosotros. Y el Señor os haga crecer y abundar en amor, los unos para con los otros, y para con todos, así como también nosotros para con vosotros; para fortalecer vuestros corazones, sin reproche en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (v. 1-13).
Para el apóstol que estaba de visita en Atenas no fue una prueba pequeña privarse de la compañía de su verdadero y amado hijo en la fe. Pero su afectuosa preocupación por los tesalonicenses no podía ser satisfecha de otro modo. Él sabía que ellos no eran más que niños espirituales, y que estaban expuestos a enemigos, judíos y gentiles, tan sutiles como determinados e inescrupulosos. Él mismo estaba a punto de encarar a Satanás en una plaza fuerte de su influencia religiosa y especulación filosófica, donde el nombre de Jesús nunca había sido proclamado aún, aún menos tenía él la comunión de hermanos en Cristo con quienes orar y consultar. Una tormenta de furia popular, soliviantada por instigación judía entre la turba gentil, prorrumpió contra Jasón (el anfitrión de Pablo) y otros hermanos en Tesalónica, lo que condujo al abandono apresurado de Pablo y Silas esa noche después de una estancia de solo pocas semanas.
La misma influencia judía había soliviantado las multitudes en Berea, adonde ellos se habían repuesto del viaje, y donde encontraron una recepción aún más dispuesta de la Palabra, y con notable cuidado de traer lo que era predicado a la prueba de las Escrituras. Silas y Timoteo se quedaron allí, mientras Pablo una vez más se marchó de prisa a Atenas. Pero el corazón del apóstol no pudo reposar en cuanto a los tesalonicenses, recién convertidos como ellos eran, y expuestos al peligro, al sufrimiento, y a los lazos. «Y enviamos a Timoteo, nuestro hermano y colaborador de Dios en el evangelio de Cristo, para fortaleceros y exhortaros en vuestra fe; para que nadie sea perturbado por estas aflicciones; porque vosotros mismos sabéis que a esto estamos destinados. Porque cuando aún estábamos con vosotros, os predecíamos: Vamos a padecer aflicciones, así como sucedió y sabéis» (v. 2-4). El Espíritu Santo por medio del apóstol, como el Señor Jesús previamente, había dado una advertencia plena de los problemas especiales y constantes que esperan al santo atravesando el mundo –paz más allá del pensamiento del hombre, paz en Cristo, pero tribulación en el mundo.
La fe sola puede gozar lo uno y soportar lo otro. Tal es la experiencia que se da a entender, ninguna otra la expectativa, de los cristianos mientras esperan a Cristo. Incluso los más recién convertidos deben aprender así, porque la verdadera enemistad del mundo y de su príncipe no perdona a ninguno, y por ello el apóstol preparó a los conversos en Tesalónica para que esperasen angustia. Tampoco era que esto iba a ocurrir demasiado pronto, en absoluto. Ellos ya tenían la razón más seria para conocer la verdad y la sabiduría de sus advertencias, pero tuvieron el testimonio de amor en la visita de Timoteo para su establecimiento y consuelo referente a su fe. Solo la gracia podía llamar a una senda tal; solo la gracia puede sostener en esa senda, pero la gracia no falla. No obstante, el Señor obra por medios, como por el envío de Pablo de Timoteo, por la ida y consuelo de los santos y por el gozo de ellos en la consolación, cualquiera que pudiera ser la presión de la aflicción. La carne se cansaría, murmuraría, dudaría, y volvería la espalda a la verdad que trajo consigo tanto dolor. La fe ve a Cristo, da gracias a Dios, persevera a toda costa, y crece mediante el ejercicio, mientras los vínculos de amor se fortalecen en todos lados.
«Por eso también yo, no pudiendo soportar más, envié para informarme de vuestra fe, por temor a que el tentador os hubiese tentado, y que nuestro trabajo fuese en vano. Pero ahora que Timoteo ha vuelto de vosotros a nosotros, y nos ha dado buenas noticias de vuestra fe y amor, que siempre tenéis un buen recuerdo de nosotros, que deseáis vernos, como nosotros también deseamos veros a vosotros, por eso, hermanos, respecto a vosotros fuimos consolados, en todo nuestro aprieto y aflicción, por medio de vuestra fe; porque ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor» (v. 5-8). La Segunda Epístola proporcionará amplia evidencia de que el apóstol podría haber hecho bien en temer que el tentador se hubiese aprovechado de las circunstancias para deshonrar al Señor en aquellos que llevaban su nombre en Tesalónica. Por ahora, sin embargo, la obra se mantenía en el vigor y el frescor en que comenzó, y Timoteo tuvo tan buenas noticias para traer de regreso como para alegrar el corazón ferviente y afectuoso de aquel que le había enviado, y cambió su ansiedad por acción de gracias que se elevó por sobre su propia necesidad y aflicción.
La fe de ellos resplandecía, el amor de ellos ardía, ellos siempre tenían buenos recuerdos del extranjero con quien estaban en deuda al haber escuchado del Dios vivo y verdadero, y de su Hijo el Libertador resucitado de entre los muertos quien está viniendo de los cielos. Ellos anhelaban ver nuevamente al mensajero a quien ellos reconocían como trayéndoles inequívocamente la Palabra de Dios, sin importar las variadas tormentas de prueba que había traído sobre ellos de parte del hombre, las pruebas mismas que confirman la sinceridad y verdad de ellos, pues ¿no se les había dicho antes que así iba a ser? Se trató de fuerza, así como de gozo para el obrero, como él expresa enérgicamente, «porque ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor».
El gozo del apóstol, así como fue de amor divino, del mismo modo fue santo: ningún vano celo proselitista, sino deleite en la presencia de Dios acerca de lo que era el fruto de su gracia para gloria de Jesús; deleite acerca de la fe y amor guardados resplandecientes y firmes, en noveles confesantes de Cristo dejados solos, a pesar de la hostilidad de judíos y griegos. «Porque ¿qué acción de gracias podemos dar a Dios por causa vuestra, por todo el gozo con que nos gozamos por motivo de vosotros en presencia de nuestro Dios, insistiendo en nuestras oraciones de noche y de día para poder ver vuestro rostro y completar las deficiencias de vuestra fe?» (v. 9-10). Si el amor de ellos era el de Jonatán, el del Señor era ciertamente más que el amor de David. Es el amor de la naturaleza divina en el poder de ese Espíritu, que encuentra su gozo siempre creciente en la bendición de los demás, y especialmente de aquellos que ya han sido bendecidos, para que lo que falte pueda ser perfeccionado en ministerio personal.
«Que nuestro mismo Dios y Padre, y nuestro Señor Jesús, dirija nuestro camino hacia vosotros. Y el Señor os haga crecer y abundar en amor, los unos para con los otros, y para con todos, así como también nosotros para con vosotros; para fortalecer vuestros corazones, sin reproche en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (v. 11-13).
Tal fue la oración dictada por el afecto del apóstol cuando el Espíritu Santo trajo la necesidad de ellos ante él en la presencia de Dios. Y el camino del apóstol fue dirigido a los tesalonicenses, pero no antes de que otra epístola dirigida a ellos siguiera a la presente, y de que intervinieran años de trabajo en otra parte. Lo que él busca entretanto para ellos no es menos importante para nosotros y para todos los santos –el crecimiento y abundancia de amor en nosotros, unos para con otros, y para con todos, para que nuestros corazones sean afirmados irreprensibles en santidad. Este es el camino de Dios tan ciertamente como no es el del hombre; pues él insiste en la santidad para poder amar, mientras que, verdaderamente, el amor debe obrar para santidad.
Es un principio verdadero a través de todo el evangelio; porque fue el amor de Dios que nos encontró y nos bendijo en gracia soberana cuando nosotros éramos enemigos, impotentes e impíos, en la muerte de Cristo por nosotros, y este fue el motivo más poderoso que obró en nosotros para santidad. Así es aquí entre los santos, quienes son exhortados a amarse mutuamente, así como a amar a todos, para que sus corazones puedan ser afirmados irreprensibles en santidad; así como Cristo, en amor por la Iglesia, primeramente, se entregó a sí mismo, y luego la lava con la Palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante.
Pero hay otra consideración de gran peso e interés en esta breve oración. No solo él une en una unidad sorprendente a nuestro Dios y Padre con nuestro Señor Jesús en su ferviente oración por la bendición de los santos por medio de una renovada visita, sino que él desea que el Señor pueda afirmar sus corazones irreprensibles en santidad «delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (v. 13) –no meramente ahora delante de Dios, para que esto sea real, sino en la venida del Señor con todos los que son suyos, sin una pausa en el pensamiento hasta ese día cuando el fracaso o la infidelidad de cada uno aparecerá más allá de toda controversia. Pues como es una cuestión de responsabilidad, aquí no se habla simplemente de su venida, sino de su venida con todos sus santos, es decir, su día cuando ellos aparecerán con él en gloria, y él vendrá para ser glorificado en sus santos y para ser admirado en todos los que creyeron. ¡De qué manera esto trae la luz de ese día a la hora presente! Incluso si uno no anda ahora, por causa del Señor, con todos los santos, no es que el corazón esté alejado, sino que ello anticipa esa escena gloriosa en la que ellos vendrán con él, los objetos de nuestro amor debido a que todos ellos son suyos.
4 - 1 Tesalonicenses 4
El conocimiento de Cristo es inseparable de la fe; sin embargo, es preeminentemente una vida de santidad y amor, y no un mero credo, así como la mente humana tiende a hacerlo. Hemos visto de qué manera ello obró en los modos prácticos de los que predicaron el evangelio por primera vez a los tesalonicenses, en bondad desinteresada y exponiéndose al sufrimiento (1 Tes. 1 y 2), así como en un profundo sentimiento después por los recién convertidos, llamados tan pronto a soportar lo arduo de la aflicción. El apóstol oró para que abundase en ellos el amor para santidad (1 Tes. 3). Él procede ahora a apelar a ellos mismos: «Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús, que de la manera que aprendisteis de nosotros cómo debéis andar y agradar a Dios (y es así como andáis), que abundéis más. Porque sabéis qué instrucciones os dimos en el nombre del Señor Jesús. Porque la voluntad de Dios es vuestra santidad; que os abstengáis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su propio cuerpo en santidad y honor, no bajo la pasión de lujuria, como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se sobrepase y defraude a su hermano en este asunto; porque el Señor es el vengador acerca de todas estas cosas, como también os lo dijimos y testificamos con antelación. Porque no nos ha llamado Dios a impureza, sino a santificación. Por tanto, el que esto rechaza, no rechaza al hombre, sino a Dios que os da su Espíritu Santo» (v. 1-8).
Es algo inmenso para aquellos que una vez fueron meros hombres en la tierra, estando apartados de Dios y en espíritu el uno del otro por el pecado, unidos solo cuando nos juntábamos para objetivos de voluntad o gloria humana, ahora como sus hijos con un propósito de corazón, andar de manera de agradar a Dios. No obstante, esto es el cristianismo visto en forma práctica; y no tiene valor si no es práctico. Es verdad que hay en la luz y la verdad que Cristo ha revelado por el Espíritu Santo, el más rico material y el más pleno campo de acción para la mente y el corazón renovados. Pero en «el misterio» no hay ninguna anchura ni longitud, ninguna profundidad ni altura, que no influya en el estado de los afectos o del carácter del andar y del obrar; y ningún error deshonra más a Dios o daña más al hombre que la teoría divorciada de la práctica.
La Escritura las ata indisolublemente, advirtiéndonos solemnemente contra aquellos que las separarían, como hombres malos, los enemigos seguros de Dios y del hombre. ¡No! la verdad no es simplemente para informar sino para santificar, y lo que hemos recibido de aquellos a quienes se les dio divinamente que comunicasen es «cómo debéis andar y agradar a Dios» (v. 1). En esa senda el creyente más novel anda desde el comienzo, esclavo o libre, griego o escita, sabio o no sabio; de esa senda nadie puede deslizarse salvo en el pecado y la vergüenza. No es, no obstante, una mera instrucción definida, como en una ley o en una ordenanza. Como se trata de una vida, la vida de Cristo, hay ejercicio y crecimiento mediante el conocimiento de Dios. Del estado del alma depende el discernimiento de la voluntad de Dios en su Palabra, la cual es pasada por alto donde la ligereza caracteriza la condición interna, o la voluntad está activa y sin juzgar. «Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22 - VM). Solamente entonces hay certeza, espiritualmente hablando; y un sentido más profundo de la Palabra en la inteligencia surte como efecto una obediencia más plena. Uno conoce mejor la mente de Dios, y el corazón se cuida de agradarle a él. Nosotros abundamos más y más.
Esta no era ninguna solicitud nueva del apóstol. Ellos sabían qué instrucciones él les había impuesto de parte del Señor Jesús (v. 2). ¿Acaso no están involucrados su voluntad, su honor, en un andar que agrada a Dios? En la tierra él podía decir: «porque hago siempre las cosas que le agradan» (Juan 8:29); en el cielo él se ocupa ahora de aquellos que están siguiendo en la misma senda aquí abajo. Nosotros podemos fallar; pero, ¿es ese nuestro objetivo? Él no deja de ayudarnos mediante su Palabra, así como él también lo haría mediante su gracia si le mirásemos a él y nos apoyásemos en él. ¿Escuchamos nosotros su voz?
El apóstol fue perentorio especialmente sobre una cosa, la pureza personal de los que llevaban el nombre de Jesús; y cuánto más a causa de que los griegos fracasaban completamente en ello. Sus costumbres y su literatura, sus estadistas y sus filósofos, todos ayudaban al mal; su misma religión conducía a agravar la contaminación consagrando aquello a lo cual la naturaleza depravada está inclinada. Unos pocos pueden tener alguna noción adecuada de los horrores morales del mundo pagano, o de la insensibilidad del hombre, generalmente, a las contaminaciones tan vergonzosas que Cristo cambió todo para los que creen en él, dejando un ejemplo para que ellos siguieran sus pisadas. «Porque la voluntad de Dios es vuestra santidad; que os abstengáis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su propio cuerpo en santidad y honor, no bajo la pasión de lujuria, como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se sobrepase y defraude a su hermano en este asunto; porque el Señor es el vengador acerca de todas estas cosas, como también os lo dijimos y testificamos con antelación» (v. 3-6; RVA). La santidad, por supuesto, va más allá de la libertad de la sensualidad. Con todo, tener claridad con respecto a lo que era aprobado en todas partes en la vida corriente no era poca cosa. Tampoco el apóstol se satisface con el deber negativo de la abstinencia, sino que llama a «que cada uno de vosotros sepa poseer su propio cuerpo en santidad y honor» (v. 4), en lugar de dejarlo ir a la deriva libremente en el pecado y la vergüenza, «no bajo la pasión de lujuria, como los gentiles que no conocen a Dios» (v. 5). Hechos 15 es una prueba positiva sobre el testimonio de la Escritura de aquella época, dolorosamente confirmado por los hallazgos arqueológicos de Pompeya y Herculano, de la degradación moral que penetró incluso la porción más civilizada del mundo pagano. Cuando Dios es deshonrado, el hombre es reprobado; y Dios, perdonando y rescatando de la ira venidera por medio de la muerte y resurrección de Cristo, da también una nueva vida en Cristo sobre la cual el Espíritu Santo actúa por medio de la Palabra para que produzca frutos de justicia por medio de él para la gloria de Dios.
De ahí la exhortación ulterior, «que nadie se sobrepase y defraude a su hermano en este asunto; porque el Señor es el vengador acerca de todas estas cosas, como también os lo dijimos y testificamos con antelación» (v. 6). Es la forma delicada en que el apóstol se refiere a la misma inmundicia, especialmente en circunstancias de personas casadas donde los derechos de un hermano fuesen infringidos. Esto requería y recibe una atención especial. Debido a que la hermandad de cristianos les introducía en una relación libre y feliz, podía haber allí un peligro peculiar en estas mismas circunstancias, para que Satanás tentase donde la carne no era mantenida, por la fe, en el lugar de muerte, para que solamente el amor pudiese actuar en santos modos con Cristo delante de sus ojos. Quizás no existe otro peligro más seriamente recalcado. Son los modos por los cuales la ira viene sobre los hijos de desobediencia, y todas las palabras que hagan liviano el mal son vanas: el Señor venga todas estas cosas, y Dios juzgará al culpable.
No es la verdadera gracia de Dios la que prescinde de las más fuertes y repetidas advertencias; pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación. Es claro que no hay ninguna bifurcación en el significado del texto hacia los tratos comerciales, o hacia la deshonestidad en los asuntos de todos los días. La impureza en las relaciones sociales de los santos es el mal aún tenido en consideración: y la conclusión es: «Por tanto, el que esto rechaza, no rechaza al hombre, sino a Dios que os da su Espíritu Santo» (v. 8). De esta manera la gracia, llamando a un deber moral, se eleva enteramente por sobre la mera acción de hacer pesar tales motivos, cuando actúa sobre los hombres. No se trata de que la delicada consideración del hombre es omitida: el apóstol comienza con el desprecio del hombre en el asunto, pero él introduce inmediatamente también el inmenso y, sin embargo, solemne privilegio del cristiano, el don de Dios del Espíritu Santo. ¿Cómo le afectaría a él la impureza, a quien mora en los santos, y hace que el cuerpo sea un templo de Dios?
A continuación, sigue un llamado a abundar en amor fraternal, en el cual el apóstol pasa suavemente a las convenciones conectadas del trabajo diario estimulado por la preocupación por los demás. «En cuanto al amor fraternal, no tenéis necesidad que yo os escriba; porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros; porque en verdad lo hacéis para con todos los hermanos en toda Macedonia. Pero os exhortamos, hermanos, a que abundéis más; y que os apliquéis a vivir apaciblemente, a ocuparos de vuestros asuntos, a trabajar con vuestras manos, como os lo encargamos; para que andéis honestamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nadie» (v. 9-12). La posesión de Cristo liga maravillosamente a los corazones, y así como el afecto de los unos hacia los otros es un instinto espiritual, del mismo modo todo lo que es enseñado por Cristo profundiza inteligentemente en ello. La relación puede poner a prueba su realidad algunas veces, pero como un todo lo desarrolla activamente, y aún más al compartir la misma hostilidad del mundo. Aquí, también, el apóstol señala que ello debería abundar más y más, y junto con ello la aspiración diligente de vivir en tranquilidad y ocuparse de sus propios asuntos, lo cual el amor fraternal ciertamente promovería: exactamente lo contrario de esa disposición a entremeterse en los asuntos de los demás que fluye de la asunción de una superioridad en el conocimiento o en la espiritualidad o en la fidelidad. Además, el los llama a trabajar con sus propias manos, «como os lo encargamos» (y ¿quién podía hacerlo con una gracia tan bondadosa?), para que ellos pudiesen conducirse honradamente para con los de afuera y que no tuvieran necesidad de nada [o de nadie]. No hay un pensamiento tal como para estimular al necesitado a atraer la generosidad de los demás. Que sea la ambición de los que aman, y que guardarían el amor de los demás, no escatimar sus esfuerzos y evitar abusar de la ayuda de alguno, como para cortar completamente toda sospecha de los de afuera. El amor fraternal sería cuestionado si no se prestara atención a lo que conviene; este florece y abunda donde hay también renunciamiento.
Habiendo exhortado así a los santos a la pureza personal, y habiendo conectado el amor divino con el tranquilo cumplimiento del deber diario, tan a menudo propenso a ser descuidado en base a la demanda misma y a la vana pretensión de maneras más elevadas, el apóstol dirige ahora su atención a la angustia y sorpresa excesivas de ellos ante la muerte de algunos de ellos. Tan llenos estaban ellos con la expectativa de la presencia del Señor, que no habían concebido la posibilidad de que algún santo durmiera en el Señor de este modo. Ellos solamente esperaban su venida, y sacaron conclusiones que, los expusieron, tal como todo razonamiento lo hace, al peligro. La necesidad, entonces, fue mantener la verdad, al mismo tiempo que había que protegerlos de una conducta impropia semejante; pero la gracia dispensó una luz nueva y más plena para ellos y para nosotros.
«No queremos que ignoréis, hermanos, acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús. Porque esto os lo decimos por palabra del Señor: Que nosotros los que vivimos, los que quedemos hasta el advenimiento del Señor, de ninguna manera precederemos a los que durmieron; porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, los unos a los otros con estas palabras» (v. 13-18).
Los tesalonicenses sabían, como una certeza establecida, de la venida del Señor y el reino. Ellos le estaban esperando, al Hijo de Dios, desde el cielo como una esperanza constante, la esperanza más cercana de sus corazones. Ellos nunca habían tomado en consideración que él podía demorarse conforme a la voluntad de Dios que reuniría almas nuevas a la comunión de su amor, mientras deja que el mundo madure en iniquidad y ausencia de ley, ya sea en soberbia, incredulidad o en vacía profesión, hasta que la apostasía venga y el hombre de pecado sea revelado. A ellos les faltaba enseñanza en cuanto a todo esto, habiendo disfrutado las enseñanzas del apóstol solo por una corta temporada, y no habiendo sido escrita aún ninguna epístola. Esta es la primera carta que Pablo escribió; y mientras promueve el gozo y el crecimiento de la fe, de nada escribe él como una ayuda más necesaria para suplir una carencia, la cual, si no era suplida por revelación divina, dejaba a las mentes ocupadas abiertas al enemigo, a través de las especulaciones que él pronto sugeriría, para arruinar subrepticiamente la verdad ya conocida, o la confianza en Dios de sus almas.
La tristeza de ellos era excesiva como la del resto de los hombres, judíos, o más bien paganos, que no tienen esperanza. ¿Por qué tal dolor extravagante sobre los que, si fueron llamados desde aquí, conocieron el amor de Dios y la salvación en el Señor Jesús? ¿Es la vida eterna una cosa vana? ¿Lo es la remisión de pecados, o la posesión del Espíritu Santo? Ciertamente solo puede ser ignorancia de parte de ellos, y no que cualquiera llamado por Dios a su reino y gloria (para no hablar de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo) podría anular muriendo, como ellos imaginaban, su bienaventuranza cuando el Señor Jesús venga. Y así fue que, por falta de conocer mejor, ellos se entregaron a pensamientos que los habían sumergido en una tristeza deshonrosa para Cristo.
Incluso aquí, sin embargo, es notable que el apóstol no devele el estado de los espíritus separados, como vemos que se hace en Lucas 23:43, Hechos 7:59, 2 Corintios 5:8, y Filipenses 1:23. Él enfrenta plenamente el error de que la muerte de alguna forma destruye o disminuye la esperanza bendita del cristiano. Él no dejaría que los santos siguieran ignorantes con respecto de quienes se podía decir muy verdaderamente que dormían; si ellos duermen, esto hace más evidente que tienen la porción de aquel que murió y resucitó, tal como ciertamente creemos; pues ellos resucitarán si, en el entretanto, mueren. ¿Y es una resurrección semejante una perdida? «Así también traerá Dios con él», tal como se describe aquí hermosamente, «a los que durmieron en Jesús» (v. 14). Ellos fueron puestos a dormir por Jesús; y, lejos de olvidar o incluso postergar su gozo y bienaventuranza de ellos, Dios los traerá con Jesús en ese día.
¿Pero cómo va a ser esto, puesto que ellos duermen en la muerte, y él viene desde el cielo en poder y gloria? Acerca de esto sigue a continuación una comunicación muy esclarecedora y nueva, «por palabra del Señor», que despeja la dificultad desplegando el orden de los sucesos, y así la forma por la cual los santos que duermen van a venir con Jesús. Los creyentes tesalonicenses habían imaginado
que los que partieron se perderían la dichosa reunión, o al menos, que irían detrás de los que quedaran vivos. Pero ello no es así. «Porque esto os lo decimos por palabra del Señor: Que nosotros los que vivimos, los que quedemos hasta el advenimiento del Señor, de ninguna manera precederemos a los que durmieron; porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, los unos a los otros con estas palabras» (v. 15-18; LBLA). Tal es la maravillosa indicación en este impresionante episodio que nos lleva parentéticamente a las palabras introductorias que les aseguraron a ellos que el Señor vendría, y los santos, incluyendo a los que duermen, junto con él. Aquí aprendemos de qué manera esto puede ser: Él primeramente desciende por ellos, y después los trae con él.
Pero hay detalles. Él mismo descenderá del cielo con «voz de mando». La palabra empleada, siendo peculiar en el Nuevo Testamento a este pasaje, no puede más que tener una fuerza especial. Fuera de la Escritura es utilizada para una llamada de un general a sus soldados, de un almirante a sus marinos, o, algunas veces, más generalmente como una exclamación para incitar o animar.
Parece una expresión muy apropiada como transmitiendo una palabra de mando a aquellos que están en una relación cercana. No hay ninguna insinuación de un grito para que el mundo, para que los hombres en general, oigan. Aquí es para que los suyos se reúnan con él en lo alto. «Con voz de arcángel», presenta a la más alta de las criaturas celestiales regocijarse por atender al Señor en esa ocasión trascendental. Si los ángeles ministran ahora a los santos, así como sabemos también que lo hicieron a él, cuan conveniente es oír acerca de la «voz de arcángel» ¡cuando ellos se reúnen así alrededor de él! Tampoco la «trompeta de Dios» permanece silente en un momento tal, cuando todo lo que es del hombre mortal en los suyos será absorbido por la vida en la presencia de Cristo.
Como corresponde, «los muertos en Cristo resucitarán primero». No es una cuestión del primer hombre sino del Segundo; y todos los que son de esa familia que hayan dormido «resucitarán primero». Así de infundada era la desesperante angustia de los de Tesalónica. Hasta ahora ellos preceden a los santos vivos, al ser los primeros en experimentar el poder de vida en el Hijo de Dios. La verdad es, sin embargo, que la diferencia en el tiempo es apenas perceptible; pues «Luego nosotros, los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor» (v. 17) El traslado de todos los santos transformados es simultáneo. El dolor de aquellos que dudaban de la plena bienaventuranza de los que duermen entretanto fue realmente ignorancia e incredulidad; pues incluso si ellos no podían anticipar la nueva revelación del Señor, ellos tenían que, debido al conocimiento divinamente dado de su amor y su redención, haber contado con su gracia hacia los santos muertos no menos que hacia los vivos. Ellos podrían haber buscado la necesitada luz en cuanto a los detalles de los levantados y dados por el Señor para impartirla. Nosotros podemos, no obstante, concebir prontamente cuán de prisa obró injuriosamente en ellos como en nosotros. Pero qué misericordia inefable que la gracia satisfizo la necesidad para corregir el error entonces, ¡y para prevenirlo después! Así es habitualmente especialmente en las epístolas, al igual que en toda la Escritura.
Es importante observar que “la resurrección general” es tan extraña a esta parte de la Palabra de Dios como a toda otra parte. Solo se habla de los fieles muertos, de los fieles vivos. No se trata de que no habrá una resurrección de los injustos, así como de los justos. Pero no existe tal cosa en la Escritura como una resurrección de todos los hombres juntos. De todas las cosas, la resurrección separa muy distintivamente. Hasta entonces podrá haber más o menos mezcla del malo con el bueno, aunque ello es una deshonra para el Señor y un agravio para su pueblo. Pero las apariencias engañan, y la separación absoluta no se encuentra, y Dios usa la prueba producida por ello para bendición de aquellos cuyo ojo es sencillo. Pero en su venida, la separación será completa, en su aparición ella será manifiesta. De ahí que, la resurrección de los santos que duermen es llamada una resurrección de los muertos, o de entre los muertos; lo que no podía decirse de la resurrección de los inicuos, pues después que ellos resuciten no quedarán más para ser resucitados. De esta manera, ambas clases son resucitadas separadamente. Daniel 12 habla de una resurrección de Israel, Mateo 25 habla del juicio del Señor de las naciones: ninguno de estos pasajes se refiere a los, literalmente, muertos.
Pero la consecuencia moral del error es tan positivamente mala, así como la verdad santifica. Pues la acción de una resurrección general se conecta con un juicio general, y así se introduce la imprecisión en el espíritu del creyente, quien pierde por esto la verdad de la salvación como una cosa presente, y la conciencia de la posesión de vida eterna en Cristo, en contraste con ir a juicio (comp. Hebr. 9:27-28 y Juan 5:24). Uno de los esfuerzos principales del enemigo es anular esta solemne diferencia: él sacudiría, si pudiera, el disfrute del creyente de la gracia de Dios en Cristo; adormecería al incrédulo en una calma fatal, indiferente igualmente a sus pecados y al Salvador. La primera resurrección de los santos, separada a los menos por mil años (Apoc. 20) de la del resto de los muertos, los inicuos que se levantan para el juicio y el lago de fuego, es la refutación más fuerte posible de la confusión que prevalece, una apelación inmensamente seria a la conciencia del incrédulo, un muy esperanzador consuelo para aquellos que consienten en sufrir con Cristo en el entretanto.
Además, es incuestionable que la muerte no es de manera alguna la esperanza del creyente, sino la venida de Cristo, cuando todo esfuerzo y todo rastro de muerte serán borrados de los muertos fallecidos, así como de los cristianos vivos, que tienen la mortalidad, al igual que los demás, obrando en ellos. Entonces lo mortal será absorbido por la vida; pues él viene a recibirles a él mismo, aquel que es la resurrección y la vida. Así el creyente en él, aunque esté muerto, vivirá; y el creyente que en él está vivo no morirá jamás. La muerte no es estar con el Esposo, sino meramente una sierva (pues todas las cosas son nuestras) para introducirnos, ausentes del cuerpo, a estar presentes con el Señor. Pero aquí no se trata del mero individuo yendo a él después de la muerte, sino de su venida, el Conquistador de la muerte, por todos nosotros, ya sea que estemos durmiendo o despiertos, para que podamos ser transformados a su imagen gloriosa incluso en el cuerpo.
Pero hay otro privilegio, y en sí mismo mucho más precioso, señalado aquí. «Así estaremos siempre con el Señor». Esto último es el gozo más profundo del estado separado cuando un santo parte: estar entonces con Cristo. Fue así incluso con el ladrón moribundo pero creyente: Cristo le aseguró que estaría ese día con él en el paraíso. Solamente que un estado tal no era más que intermedio e imperfecto, no obstante, lo bendito que pudiese ser. Pues no se trataba del cuerpo glorificado; tampoco se trataba de todos los santos reunidos. En su venida todo será completo y perfecto para la familia celestial, «y así estaremos siempre con el Señor». ¿Qué puede faltar, o qué puede ser añadido, a tales palabras de gozo infinito y eterno? «Consolaos, pues, los unos a los otros con estas palabras» (v. 18). Sobre este párrafo, el Espíritu Santo no dice nada más. Aquello que es perfecto habrá venido entonces.
5 - 1 Tesalonicenses 5
Desde el aspecto especial de la venida del Señor que completa su gracia para los que le esperan, mediante el traslado de ellos a su presencia en el aire, el apóstol se vuelve ahora al hecho más general de «el día» (v. 4), cuando él trata con el mundo conforme al testimonio concurrente del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. La reunión de los santos con él, los que duermen o los que viven, transformados a la imagen de su gloria, es una revelación nueva, y es presentada aquí como tal. No así la aparición o día del Señor, el cual había formado la esencia de muchas profecías, y, yo creo que podemos decir, de todos los profetas desde que el tiempo comenzó. Pues se trata de una época y, de hecho, un período de ninguna manera secundario en importancia manifiesta comparado con otro, afectando a toda criatura en el cielo y en la tierra, y exhibiendo la inmensa transformación que Dios llevará a cabo entonces en honor de su Hijo conforme a su Palabra desde el principio.
«Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, hermanos, no tenéis necesidad de que se os escriba. Porque vosotros mismos sabéis con precisión que el día del Señor viene como ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: ¡Paz y seguridad!, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como el dolor de parto a la que está encinta; y no podrán escapar. Pero vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que el día os sorprenda como ladrón; porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche, ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Porque los que duermen, de noche duermen; y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, siendo del día, seamos sobrios, vestidos con la coraza de la fe y del amor, y, por casco, la esperanza de salvación; porque Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros, para que, ya sea que estemos despiertos, o que estemos dormidos, vivamos juntos con él. Por lo cual, exhortaos unos a otros, y edificaos unos a otros, como también lo hacéis» (v. 1-11).
Se debe observar que no hay ninguna mención, ninguna mezcla, de «los tiempos y las ocasiones» (o, «los tiempos y las épocas»), con la presencia del Señor para reunir a los suyos con él en lo alto. Esta, nuestra esperanza, está totalmente aparte de los períodos definidos de los cuales trata la profecía. Aquí, cuando «el día del Señor» está en consideración, ellos se mencionan especialmente; pues aquel día es el acontecimiento más trascendental incluido dentro de su alcance. No es improbable deducir de la lectura de 2 Tesalonicenses 2:5, que el apóstol ya les había enseñado oralmente acerca de ello, así como él ciertamente hizo de circunstancias antecedentes. Pero no es necesario asumir que él les había enseñado tanto como se pudiese saber, ni siquiera que él alguna vez, por escrito y oralmente, hubiese entrado en detalle acerca del día del Señor. Realmente no había necesidad para ello, debido a que no hay otro tema que el Antiguo Testamento trate más amplia y minuciosamente que este. Ya era, por consiguiente, un asunto de conocimiento común y familiar entre los santos. Con todo, la exactitud del conocimiento de ellos solo es mencionada aquí en lo que se refiere a la cierta y súbita e improvisa llegada del día del Señor. No había necesidad de escribir nada ahora, pues ellos conocían perfectamente que el día de Jehová viene como ladrón en la noche. El apóstol puede no haber entrado en detalles; pero esta verdad grande y solemne formaba parte de su consciente convicción interior (v. 1-2). Ellos sabían perfectamente, no como algunos dicen extrañamente que el tiempo de esto es incierto, sino que su venida es cierta, y no menos terrible que inesperada.
Con esto se contrasta la fatal seguridad ilusoria de los hombres alrededor de ellos, del mundo. «Cuando estén diciendo: ¡Paz y seguridad!, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como el dolor de parto a la que está encinta; y no podrán escapar» (v. 3). En 2 Pedro 3 es más bien semejante incredulidad burladora tal como se halla entre los filósofos, quienes señalan la estabilidad sustancial de todas las cosas visibles en medio del cambio y desarrollo superficiales. Aquí se trata más bien de la exención tranquila interna y externa del peligro, a través de la confianza en el estado social y político de la humanidad; sin embargo, no sin inquietas incertidumbres que delatan el real desasosiego y el temor subyacente de aquellos que no conocen a Dios y a su Cristo. Así como fue con los hombres cuando el diluvio vino y barrió con todos aquellos que despreciaron la advertencia de Dios por medio de Noé; así como fue cuando, después de una advertencia más débil y aún más breve en los días de Lot, el merecido juicio cayó sobre las ciudades contaminadas de la llanura; así será en el día cuando el Hijo del hombre sea revelado. Destrucción repentina, efectivamente, se cierne sobre aquellos que confían en ellos mismos y en sus pensamientos, rechazando el testimonio de Dios. Este es el juicio de los vivos; y, se ha de observar, no está acompañado de ningún vestigio de un juicio de los muertos, ni siquiera de que la tierra va a ser quemada, no obstante, ambas cosas han de seguir a su propio y debido tiempo. Se trata del fin del siglo (fin de la edad), pero no del mundo materialmente hablando. Como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Y ellos no escaparán de ninguna manera, no más que la mujer encinta cuando llega su hora y el dolor de parto le sobreviene. Es una ignorancia espiritual, por no decir una locura, aplicar esto a la destrucción de Jerusalén o a la muerte, como algunos han hecho y lo hacen. Se trata del día del Señor que ha de venir sobre el mundo.
El apóstol, sin embargo, declara inmediata y cuidadosamente cuán diferente es la porción de los fieles. «Pero vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que el día os sorprenda como ladrón; porque todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche, ni de las tinieblas» (v. 4-5). Él no teme que el hecho de que supiesen de qué manera la gracia los había diferenciado del resto de la humanidad pudiese poner en peligro a los creyentes recién convertidos en Tesalónica, o a cualquiera otros, ya que su propósito aquí, como en otra parte, es recalcar esta diferenciación sobre ellos indeleblemente. Él dice, en primer lugar, que ellos no estaban en tinieblas, como para que el día los sorprendiera como un ladrón; en segundo lugar, que todos ellos eran hijos de luz e hijos del día. No solamente ellos eran diferentes del mundo que está en tinieblas y los que son del mundo son los objetos del juicio del Señor, sino que eran partícipes positivos de la naturaleza y bienaventuranza divinas. De hecho, tal cosa es peculiar de ser hijos de Dios generalmente, ya que él añade, «No somos de la noche, ni de las tinieblas». Nosotros somos de Dios, quien es luz, y en quien no hay ningunas tinieblas.
Pero el privilegio conocido y disfrutado por el creyente es el factor más importante y el incentivo mismo de la responsabilidad; y por ello el apóstol procede a exhortar. «Así, pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios» (v. 6). Si somos hijos de Dios, ello es un profundo manantial de gozo en Cristo y de acción de gracias a nuestro Padre, pero ¡cuán instantáneo e inalienable es el llamado a andar de acuerdo a la relación! Así aquí, si se trata de hijos de luz y del día, dormir –la indiferencia a la voluntad del Señor– no nos conviene, sino la vigilancia y la sobriedad, como aquellos que obtienen su vida de él, quien es la única luz verdadera, e introducirá el día, tan libre de agitación como de descuidado sosiego. Los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre.
Luego sigue un breve pero vívido retrato del mundo adormecido y del cristiano despierto. «Porque los que duermen, de noche duermen; y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero nosotros, siendo del día, seamos sobrios, vestidos con la coraza de la fe y del amor, y, por casco, la esperanza de salvación» (v. 7-8). El dormir es propio de la noche, y también lo es el exceso: los hombres hacen naturalmente en la oscuridad lo que ellos no les gustaría hacer en la luz. Se trata de la práctica común e innegable de los hombres que es traída, de este modo, ante la mente. ¿A qué es exhortado el cristiano? El creyente es llamado a estar armado como vigilante y sobrio. Pero las armas aquí, pues se hablaba directamente solo a cristianos recién convertidos, no son ofensivas, sino solamente defensivas: las tres características de su vida aquí abajo, fe, amor, y esperanza. Nosotros hemos visto cómo son utilizadas en el capítulo 1 de esta Epístola; aquí, estas características reaparecen en el último capítulo. De hecho, ellas no pueden estar ausentes si habláramos de los principios motivadores de Cristo, ya sea en la verdad o en la práctica; y de ahí que ellos son más o menos prominentes en todos los escritos apostólicos.
Se debe entender que la palabra «salvación» es utilizada aquí en el sentido final o completo, cuando el cuerpo compartirá la aplicación de ese poder misericordioso que ya ha tratado con el alma. El creyente ya tiene vida eterna y redención en el Hijo de Dios, y recibe así el fin de su fe, la salvación del alma; él está, por tanto, esperando la salvación de su cuerpo (Fil. 3:21) en la venida de Cristo como Salvador, quien transformará nuestro cuerpo de humillación en conformidad al cuerpo de su gloria, según la operación de aquel poder que él tiene para sujetar también a sí mismo todas las cosas. «Porque Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros, para que, ya sea que estemos despiertos, o que estemos dormidos, vivamos juntos con él» (v. 9-10). Estas son palabras claras que remontan a Dios la gracia soberana que diferencia a los santos del mundo, desde el primero al último, y hace de Cristo y su muerte el momento crucial de toda bendición para los que acuden a él, ya que su ira permanece sobre quienes no obedecen a su Hijo. No obstante, así como los intérpretes de la ley son propensos a hallar en la ley más dificultades y evasiones que cualquier otra clase de personas, así lo hacen los teólogos en la Palabra escrita, para deshonra de Dios y para daño de todos los que confían en ellos. ¿Pudieron algunas mentes, salvo aquellas pervertidas por teólogos sistemáticos, haber permitido un pensamiento tan bajo como el que se sostiene, que aquí se alude al despertar o dormir fisiológico?
El versículo 10 es realmente la conclusión de la respuesta a la dificultad de los tesalonicenses en cuanto a los muertos, y el Espíritu Santo parece haber utilizado con denuedo las palabras griegas γρ. y κ. éticamente en los versículos 6 y 7, y metafóricamente aquí, debido a que él dio por hecho que la mente de Cristo estaba en los santos, la cual no podía entender mal sus diferentes propósitos en los dos casos. Cristo murió por nosotros, para que, sea que estemos vivos o muertos, nosotros vivamos juntamente con él. Es vivir junto con él donde él está y como él está, glorificado en las alturas. Y así como el apóstol llamó a los santos en 1 Tesalonicenses 4:18 a alentarse o animarse unos a otros con estas palabras, él lo repite aquí en el versículo 11, con el llamamiento añadido a edificarse unos a otros; porque conocer el juicio solemne que está por caer sobre el mundo en el día del Señor debería edificar más a los creyentes consolados y regocijándose en su esperanza apropiada en su venida.
A continuación, el apóstol se vuelve a una rara necesidad, si es que alguna vez la hubo, sentida entre los fieles, incluso donde la corriente de la fe y el amor es aún fresca y fuerte, del debido reconocimiento de aquellos que trabajan y toman la conducción de parte de sus hermanos.
«Os rogamos, hermanos, que apreciéis a los que trabajan entre vosotros, y os dirigen en el Señor, y os amonestan; y que los estiméis altamente en amor, a causa de la obra de ellos. Vivid en paz entre vosotros» (v. 12-13).
Se asume comúnmente que las personas indicadas por estas expresiones de trabajo espiritual, admonición, o presidencia, eran obispos o ancianos. Pero esto es arruinar la enseñanza y el valor especiales de lo que se insta aquí; así como es una equivocación acerca de la orden apostólica tal como es presentada en la Escritura dar por sentado que alguno fuese designado en la asamblea tesalonicense para el cargo de sobreveedor (obispo) durante la estancia tan breve como fue la primera visita, entre los convertidos, todo ellos necesariamente neófitos aún en las cosas de Dios, por muy brillantes, y fervientes, y prometedores que fuesen. Para el lector meticuloso de Hechos 13 y 14, no se necesita ningún argumento para demostrar que era en la segunda visita, a menos que la primera fuera de larga duración, que el apóstol designaba o escogía para los discípulos, ancianos en cada asamblea. La sabiduría de esto, si no la necesidad para ello, será evidente para cualquier mente sobria que reflexiona, incluso si no hemos tenido la prohibición positiva a Timoteo de cualesquiera de tales personas de una función tal (1 Tim. 3:6). Pues ciertamente, con independencia de lo que hagan los “papas”, sería severo en extremo suponer que el apóstol en su propia elección de sobreveedores (obispos) descuidase el principio que él tan seriamente manda sobre su verdadero hijo en la fe.
Indudablemente los ancianos, u obispos, debían ser honrados, especialmente aquellos que trabajaban en la palabra y en la enseñanza (1 Tim. 5:17). Pero la lección de peso inculcada en las otras Escrituras que estamos considerando es que, antes de que hubiera una relación oficial semejante, los que trabajaban entre los santos, tomaban la conducción de ellos en el Señor, y amonestaban a los santos, son considerados por el apóstol como teniendo derecho no solo al reconocimiento en su trabajo, sino a ser tenidos en mucha estima y amor por causa de su obra. Muy probablemente ellos eran simplemente las personas adecuadas para que un apóstol, o para que un delegado apostólico como Tito, las designara como ancianos. Pero en el entretanto, e independientemente, esto estableció un principio muy importante, y bastante saludable para los mismos santos, así como para los que no tenían aún ningún título exterior: nada más que un don espiritual ejercido en fe y amor, con el deseo sincero por la gloria del Señor en la condición saludable, feliz y santa de sus hermanos.
Este estado de cosas entre los tesalonicenses tampoco es un caso excepcional en absoluto; en otros lugares podemos ver lo que es análogo. Así, entre los santos en Roma, donde (por lo que la Escritura enseña) ningún apóstol había estado aún, nosotros encontramos dones que están estimulados en la epístola a ser ejercitados, enseñando, exhortando, presidiendo o dirigiendo, etc. (Rom. 12:6-8). Ellos no tenían aún designación apostólica; y conforme a ello, nosotros no oímos de cargos tales como obispos o diáconos. Pero es una equivocación sacar por conclusión de esto que había o que no podía haber ninguno que tomase la conducción; pues Romanos 12 exhorta explícitamente a tales personas a ejercitar su don, incluso si no tenían ninguna designación externa.
De forma similar, en las epístolas a la iglesia en Corinto, nosotros no hallamos ningún vestigio de ancianos –hallamos más bien la prueba de que ellos no existían aún allí. Pues si hubiesen existido, ¿no sería extraño ignorarles en ausencia de una disciplina piadosa tal como vemos en 1 Corintios 5 y 6, y en presencia de un desorden tal que deshonraba allí la Cena del Señor (1 Cor. 11)? Por no mencionar la confusión en la asamblea (1 Cor. 14), y la heterodoxia que estaba germinando en medio de ellos (1 Cor. 15). Si no había ancianos allí, uno podía entender que estos males yacieran directamente a la puerta de la asamblea sin referencia a algunos individuos designados para dirigir. La ausencia de ellos es prontamente explicada: la asamblea en Corinto era aún joven, aunque con mucho vigor.
Era habitual designar en una visita posterior a aquellos de entre los hermanos en quienes el Señor dio a los apóstoles el descubrir por medio de una observación cuidadosa, calificaciones dignas para el cargo de sobreveedor (obispo). Con todo, ellos no carecían entretanto de los que se dedicaban, como la familia de Estéfanas, al servicio de los santos (1 Cor. 16:15-16); y el apóstol encarga someterse (sujetarse) a cada uno y a todos los que ayudan y trabajan.
En Éfeso había, como aprendemos de la lectura de Hechos 20, ancianos o supervisores (obispos); pero esto no obstaculizaba la libre acción de aquellos que eran dones del Señor, fueran pastores u otros (Efe. 4), quienes podían no tener el cargo local de ancianos. La misma observación se aplica en Filipos, donde se menciona expresamente a obispos (supervisores) y diáconos, pero como allí podía haber, y sin duda lo hubo, el ejercicio de dones en la enseñanza y presidiendo antes que tales supervisores aparecieran, de modo que no había nada en su presencia que obstaculizara la libertad del Espíritu en la asamblea (comp. también Col. 2:19 con 4:17 y Hebr. 13:7, 17, 24). El pasaje en 1 Pedro 4:11 ilustra y confirma el mismo principio: un pasaje precioso para nosotros ahora, cuando no podemos tener visitas apostólicas, o la designación llevada a cabo entonces ordenadamente de un cargo local como ellos fueron autorizados a hacerlo. Pero nosotros podemos y debemos reconocer mucho más diligentemente a todos los que el Señor da para el orden y la edificación de la asamblea, así como oímos a los apóstoles exhortar a los santos en muchos lugares que lo hagan, donde no había ancianos, e incluso donde y cuando los había.
Si aún no había ninguna nominación oficial de los ancianos en Tesalónica se podría preguntar, ¿cómo iban a conocer los santos a las personas correctas que debían reconocer, honrar, y amar como tales? La respuesta es, que el Espíritu Santo se los daría a conocer, si no con la información y ciertamente no con la autoridad de un apóstol, pero lo bastante suficiente para guiar a los santos para todos los propósitos prácticos. Por consiguiente, el apóstol dice aquí, «Os rogamos, hermanos, que apreciéis [2] a los que trabajan entre vosotros», etc. (v. 12). Aquí estaba la autoridad de la Palabra; el Espíritu Santo haría el resto, a menos que el orgullo del yo y la soberbia o la envidia lo impidieran. Incluso tanto servicio de trabajo dedicado y de conducción tomada en humildad y admonición fiel se daría a conocer en la conciencia, del modo que lo haría aún más prontamente al corazón si los santos caminaban con Dios. Con todo, esto era tan nuevo entre los cristianos, que incluso dedicados estudiosos hallan gran dificultad en descubrir el significado de la palabra griega «apreciéis», mientras que su fuerza aquí es su constante utilización. Si los santos pueden conocer a un hermano para amarle, del mismo modo pueden apreciar a aquellos que Dios usa para bendición y conducción de ellos, y, si ellos son correctos delante de Él, los respetarán aún más para no encubrir lo que está mal, aunque sea doloroso por un momento. «Si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22). Tú no puedes amar del modo que se exhorta aquí a menos que los conozcas, así como es imposible dar amor fraternal si no podemos decir quiénes son nuestros hermanos.
[2] N. del T.: apreciéis = tengáis reconocimiento, o respeto.
Tener paz entre nosotros es de gran importancia para tal reconocimiento ya que el reconocimiento conduce a ello. Así se da a entender aquí.
Pero no hay ninguna aprobación para el pensamiento poco afectuoso, descuidado, de que los que trabajan han de tomar a su cargo la carga completa de los santos, especialmente la que precisa de coraje moral y paciencia. Esto se manda, no a los que dirigen, sino también a los hermanos en general. «Hermanos, os exhortamos: amonestad a los desordenados, animad a los desanimados, sostened a los débiles, tened paciencia con todos» (v. 14). El amor solo puede obrar así, contemplar a los santos tal como ellos son a los ojos de Dios, y afligirse por el asolamiento que Satanás haría en ese jardín santo del Señor, por cuya voluntad y gloria el amor es celoso. Tal debe ser nuestra forma de obrar con nuestros hermanos.
A continuación, sigue un racimo de cortas exhortaciones concisas casi hasta el final, que tratan primeramente con nuestro espíritu o estado personalmente; después con nuestro andar más público.
«Mirad que nadie devuelva mal por mal; pero seguid siempre lo que es bueno entre vosotros, y para con todos (v. 15).
Estad siempre gozosos (v. 16).
Orad sin cesar (v. 17).
Dad gracias en todo, porque tal es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros (v. 18).
No apaguéis el Espíritu (v. 19).
No despreciéis las profecías (v. 20).
Examinadlo todo; retened lo bueno (v. 21).
Absteneos de toda forma de mal» (v. 22).
La gracia es la característica del evangelio; y así como la fuente está en Dios mismo como es mostrado en Cristo, así lo querría él en sus hijos, no justicia humana, para el justo contra el inicuo, sino amor desprendido haciendo bien al malo y sufriendo el mal de parte de ellos. Así él querría que no fuéramos vencidos por el mal sino vencer el mal con el bien (Rom. 12:21). Tal es el cristianismo en la práctica por encima del paganismo y del judaísmo igualmente. Así es uno con el otro, y para con todos, y así Pedro no menos que Pablo: «Si haciendo el bien padecéis y lo soportáis, esto es digno de alabanza ante Dios» (1 Pe. 2:20).
Tampoco el cristiano debería dar una mala impresión de su Dios y Padre o de la porción que incluso ahora él posee en su gracia, no más que de sus perspectivas. Con qué gozo los discípulos regresaron ¡incluso cuando su Maestro partió al cielo! Y el Espíritu Santo vino a su debido tiempo a hacer el gozo inagotable (Juan 4:14). ¿Qué ha habido allí desde entonces para secar la fuente? «Estad siempre gozosos» (v. 16).
Pero nosotros aún estamos en el cuerpo y en el mundo, así como ellos estaban. Por tanto, la Palabra es «Orad sin cesar»; así como vemos a aquellos que volvieron con gran gozo desde el monte que se llama del Olivar, perseverando unánimes resueltamente en oración con María la madre de Jesús (el culto a la virgen fue introducido ya en el año 431 y por lo tanto orar a ella, a sus hermanos o a los supuestos santos es una abominación). Con todo, esta debida expresión de dependencia creciente en Dios nunca debería ser sin acción de gracias, así como nosotros en todo, lo cual de otra manera nos haría estar ansiosos, mediante la oración y la súplica debemos dar a conocer nuestras peticiones a Dios (Fil. 4:6), del mismo modo somos exhortados aquí: «Dad gracias en todo» (v. 18). Y como un espíritu constante de acción de gracias es exactamente lo contrario de lo quejumbroso de la naturaleza, debido a múltiple sufrimiento, disgusto y desengaño, el apóstol refuerza este llamamiento con una razón añadida, «porque tal es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (v. 18). De otra manera pronto en la decadencia de la cristiandad se habría contado con ligereza y presunción. Cuán verdaderamente el apóstol dice en su segunda epístola, «porque no todos tienen la fe» (2 Tes. 3:2 - VM).
A continuación, tenemos una breve pero plena exhortación en cuanto a nuestra forma de obrar en público. No se trata aquí del llamamiento personal de Efesios 4, «no contristéis» (v. 30), sino, «no apaguéis el Espíritu» (v. 19), seguido de «no despreciéis las profecías» (v. 20), lo cual sirve para fijar su verdadero significado. Ambas exhortaciones dan por sentada y por existente la libre acción del Espíritu Santo en la asamblea, donde él no debe ser obstaculizado en su movimiento general incluso por medio del más pequeño de los miembros de Cristo, no más que menospreciado en la forma más alta de tratar con las almas, o «las profecías». Por otra parte, a los santos no se les debe imponer demandas altas o exclusivas que nunca son necesitadas por, y que serían repulsivas para, el verdaderamente espiritual. Ellos tenían que examinar todo, retener lo bueno, abstenerse de toda forma de mal.
Esta breve pero plena exhortación es seguida por una hermosa oración apropiada. «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es aquel que os llama, quien también así lo hará» (v. 23-24). El apóstol encomienda así a sus amados hijos en la fe al mismo Dios de paz, después de haber insistido en la responsabilidad de ellos tan comprensivamente; y esto, tanto generalmente como en detalle. Esta es la razón de la distinción del espíritu, el alma, y el cuerpo, el hombre completo interior y exterior, e incluso el interior dividido en espíritu y alma, para que ellos puedan procurar que Dios les coloque aparte completamente, y que cada átomo adentro, así como afuera, sea preservado entero irreprensible para la venida de Cristo.
Sería bueno agregar que «el alma» es el asiento de la personalidad, «el espíritu» es más bien la expresión de la capacidad. De ahí que el alma, con sus afectos, es el «yo» responsable; así como el espíritu es esa facultad más elevada capaz de conocer a Dios, pero también es capaz de indecible infortunio si lo rechaza. El mismo Dios de paz nos reclama y nos santifica completamente. Para esto nosotros deberíamos orar, como el apóstol por los santos en Tesalónica, para que pudiesen ser preservados completamente irreprensibles, y en todo aspecto, en la venida de nuestro Señor. Y para nuestro consuelo él añade que, así como aquel que nos llama es fiel, del mismo modo él cumplirá su propósito. Paz con Dios, la paz de Dios, el Dios de paz; tal es el orden de la entrada del alma, y la experimentación del alma, a la bendición por medio de nuestro Señor Jesús, así como el Espíritu Santo es la persona que efectúa este maravilloso propósito de nuestro Padre ya sea ahora en medida, o absoluta y perfectamente en la venida de Cristo, una esperanza que nunca está separada en la Escritura de ninguna parte de la vida cristiana.
Pero hay otra cualidad característica de esa vida a la cual el apóstol invita a los santos. «Hermanos, orad por nosotros» (v. 25). ¡Qué gracia! Nosotros podemos entender fácilmente a un Abraham orando por un Abimelec, y quizás también a un Abraham más culpable intercediendo por un príncipe culpable del mundo que había hecho un mal que no conocía plenamente. Pero cuán bendito es el privilegio de los santos de orar por todos los hermanos que sirven a Dios, ¡y que él busca y valora sus oraciones! Luego sigue una cálida expresión de salutación afectuosa a los hermanos, a todos los hermanos.
Pero hay otra palabra de marcada importancia presentada con peculiar solemnidad. «Os conjuro por el Señor, que sea leída esta carta a todos los hermanos» (v. 27). Nosotros podemos concebir cuan apropiado y necesario fue esto cuando el apóstol envió su primera epístola. Era una comunicación en la forma de una carta, tan característica del cristianismo en su intimidad afectuosa, así como en su simplicidad. Profundidades de gracia y verdad tiene en su naturaleza, cualquiera sea la forma en la que pueda ser presentada, oralmente o escrita. Pero siendo una carta, y la primera de las que envió el apóstol, el hará que las cosas que él escribe sean reconocidas como mandamientos del Señor, y leídas a todos como involucrándolos a todos en el Señor. Él no presenta aquí su título de apóstol, cuando lo podía haber hecho. Él consideraba que esta aserción era innecesaria, así que escribe en la más plena conciencia de ello (1 Tes. 2:6), e implica aquí su autoridad más plena para, sin embargo, estar en contacto con el miembro más pequeño del cuerpo de Cristo, ya que él desea finalmente que la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con ellos (v. 28). No se trataba de que él sospechase de la integridad de los que estaban sobre ellos en el Señor, sino que quería dejar impresa sobre todos los santos la solemnidad de una comunicación inspirada nueva. Y verdaderamente, mientras más reflexionemos sobre el interés de Dios en su gracia para hacer que el corazón del apóstol se descubra de esta forma, conducido y llenado con la adecuada verdad para sus hijos, más se elevará el valor que nosotros le otorguemos a tales infalibles palabras de amor divino.