Inédito Nuevo

Laodicea

Apocalipsis 3:14-22


person Autor: Hamilton SMITH 87

flag Tema: Las siete iglesias de Asia


1 - Introducción

El mensaje dirigido a la Iglesia de Laodicea presenta la solemne condición de la Iglesia al final de su historia, como testigo responsable de Cristo en la tierra. Esta condición se presenta tal como la ve el Señor. Así no se nos deja a nuestras propias conclusiones parciales en cuanto a la condición de la cristiandad en los últimos días; tenemos el juicio infalible de Aquel a cuya vista, como una llama de fuego, todas las cosas están desnudas y descubiertas.

En la condición de Laodicea vemos el resultado final de la evolución que comenzó en la iglesia de Éfeso. El fracaso de la Iglesia como testigo de Cristo comenzó con el abandono del primer amor; y termina con la pérdida de Cristo mismo. La Iglesia profesa puede tratar de darse crédito conservando el nombre de Cristo, pero en realidad Cristo está fuera. Cuando se llega a esta última fase, la condición es irremediable y la sentencia pronunciada es inmutable. En efecto, las palabras del Señor son: «Voy a vomitarte de mi boca».

(V. 14). El Señor se presenta a Laodicea como «el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios». Se notará que, en esta iglesia como en la de Filadelfia, el Señor se presenta en sus caracteres morales y no en carácter judicial u oficial. Hay, sin embargo, una diferencia: en Filadelfia los caracteres tienen por objeto alentar a la Iglesia; en Laodicea son una reprensión a la Iglesia.

2 - El Amén

Como el Amén, Cristo es la confirmación y el cumplimiento de todas las promesas de Dios (2 Cor. 1:20). El cristiano está bendecido con todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales. Todas estas bendiciones, previstas por Dios para la Iglesia, han sido aseguradas por la obra de Cristo y manifestadas en Cristo: él es el Amén. La Iglesia, por un caminar consistente en separación del mundo, debería haber sido en su medida una confirmación y testimonio de la verdad del llamamiento celestial. Desgraciadamente, la Iglesia profesa ha abandonado su llamamiento celestial, se ha establecido en la tierra y se ha hecho semejante al mundo. En lugar de confirmarlo, se ha convertido en la negación de la verdad de Dios.

3 - El testigo fiel y verdadero

A lo largo de su vida, Cristo fue siempre fiel a Dios y testigo verdadero de Dios en el mundo. La Iglesia fue dejada en el mundo para ser fiel a Cristo y testigo verdadero como epístola de Cristo. Desgraciadamente, por su infidelidad, ha dejado de ser testigo de Cristo. Tibia o indiferente a Cristo, acaba dando testimonio solo de sí misma, pues dice: «¡Soy rico... de nada tengo necesidad!».

4 - El principio de la creación de Dios

En Cristo, vemos que se pone al desnudo y a un lado todo lo que caracterizaba al hombre caído, ya fuera judío o gentil, y se instauran perfectamente todas las cualidades que caracterizarán a la nueva creación. Así leemos que en Cristo Jesús «ni la circuncisión es algo, ni la incircuncisión, (tienen valor alguno), sino la nueva creación» (Gál. 6:15). La Iglesia debía ser «como primicias de sus criaturas» (Sant. 1:18). La vieja creación estaba manchada por el pecado, pero Dios quería una nueva creación en la que todo estuviera de acuerdo con su corazón. Si se hubiera caracterizado por «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio» (Gál. 5:22), daría testimonio de la nueva creación. Por desgracia, en lugar de mostrar estas bellas cualidades, la Iglesia profesa se ha corrompido tanto que, en su fase final, no habrá “nada sobre la faz de toda la tierra tan diametralmente opuesto a Dios como la cristiandad profesa”.

Cada carácter en el que se presenta a Cristo expresa lo que la Iglesia debería haber sido en el mundo para Dios y para Cristo. Así que la forma en que Cristo se presenta a Laodicea es una solemne reprimenda a la Iglesia profesa. Es como si el Señor dijera: “Me presento a vosotros en todo lo que deberíais haber sido, para probar hasta qué punto no habéis respondido a mi mente”.

Sin embargo, cuando la Iglesia ha fracasado totalmente en confirmar las promesas de Dios, en ser fiel a Dios, en ser un verdadero testimonio en el mundo y en manifestar los frutos de la nueva creación, y cuando, como consecuencia de su fracaso, se anuncia su próximo juicio, no es menos cierto que todo carácter en el que la Iglesia ha fracasado está perfectamente asegurado en Cristo. Él sigue siendo «el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios».

(V. 15). Después de haberse presentado sí mismo como la norma perfecta por la que se puede juzgar la condición de la Iglesia, el Señor, en las solemnes palabras que siguen, expone la condición de la Iglesia en sus últimos días, mostrando hasta qué punto se ha apartado del modelo que él mismo estableció.

No estamos abandonados a nuestra visión limitada y a nuestros conocimientos parciales, pues contamos con el justo juicio de Aquel que puede decir: «Conozco tus obras». En primer lugar, el que conoce debe decir: «No eres frío ni caliente. ¡Quisiera yo que fueras frío o caliente!». La gran masa de la cristiandad no está “hirviendo”. No tienen celo por Cristo; no están conmovidos por su gracia, ni movidos por sus palabras, ni obligados por su amor. Tampoco son “fríos”. Tienen una profesión religiosa, son totalmente indiferentes a los ataques a su Persona y a la negación de su obra. La cristiandad se caracteriza por la indiferencia hacia Cristo. Además, esta indiferencia hacia Cristo conduce invariablemente a la tolerancia del mal. La verdad puede estar arrinconada por el error, la Palabra inspirada abandonada por nociones infieles de los hombres, y la mundanidad más grosera practicada por todas partes, pero en la última fase de la cristiandad todas estas cosas son una cuestión de indiferencia.

(V. 16). Tal condición es tan odiosa para Cristo que eventualmente vomitará a la Iglesia profesa de su boca. No hay esperanza de cambio o recuperación de la masa de la gran profesión cristiana. El Señor claramente declara que el tiempo viene cuando todos los que profesan su Nombre en la tierra serán completamente rechazados por él. Y cuando lo que profesa su Nombre será rechazado y desechado por Cristo como absolutamente nauseabundo, la Bestia podría decir: “Me conviene perfectamente, lo tomaré y lo llevaré” (Apoc. 17:3-8).

(V. 17). A continuación, el Señor nos da otras señales del último estado de la cristiandad. Hemos oído lo que el Señor dice de la cristiandad; ahora oímos lo que la cristiandad dice de sí misma. Las palabras del Señor son: «Dices: ¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad!». ¿Qué es esto sino autoocupación, autosatisfacción y autosuficiencia? La Iglesia debía representar a Cristo y, por tanto, atraer a la gente hacia Cristo. Su decadencia es tan completa que la Iglesia profesa acaba hablando solo de sí misma y buscando atraer a los demás hacia sí. Con la mayor autosatisfacción, puede presumir de sus riquezas intelectuales, de su número y de sus ventajas materiales en el mundo. Su autosuficiencia es tan grande que puede decir: «Nada necesito». Y, sin embargo, a pesar de toda su jactancia, ignora totalmente su verdadera condición, pues el Señor debe decirle: «No sabes que tú eres desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo». Qué solemne es darse cuenta de que es posible estar orgulloso de nuestras riquezas espirituales y, al mismo tiempo, desconocer por completo nuestro verdadero estado espiritual. El Señor dice: «Conozco», pero también “Vosotros no sabéis”.

Esta es, pues, la solemne condición de la cristiandad profesa en la que nos encontramos hoy. Indiferentes a Cristo, tolerantes con el mal, preocupados por sí mismos, satisfechos de sí mismos, autosuficientes e ignorantes de su verdadera condición.

Si las palabras del Señor a Filadelfia nos enseñan lo que Él aprueba en los últimos días, y por tanto a lo que debemos esforzarnos por responder, el discurso a Laodicea nos enseña lo que el Señor condena categóricamente, y lo que debemos evitar escrupulosamente.

Procuremos, pues, a tener ante nosotros la gloria del Señor, y guardémonos de que, a causa de la dejadez general, no nos volvamos tolerantes con el mal. Mientras tratamos de caminar en la verdad de la Iglesia, no tratemos de atraer hacia nosotros mismos, o de hacer algo de nosotros mismos, jactándonos de luz o riquezas espirituales. Que caminemos en esa humilde dependencia de Cristo que nos preservará del espíritu de autosuficiencia que nos cegaría de nuestra verdadera condición.

(V. 18). A la solemne exposición del Señor sigue el amable consejo del Señor. La gran masa de la cristiandad conserva el nombre de Cristo, profesa el cristianismo, pero, de hecho, no está convertida. A estos les dice el Señor: «Te aconsejo que compres de mí».

El Señor es ciertamente «el testigo fiel y verdadero», pero qué dulce y tierno es este último llamamiento a la gran masa inconversa de la cristiandad. Parece decir: “Si sois desdichados, miserables, pobres, ciegos y desnudos, realmente fuisteis hechos para mí, y solo yo fui hecho para vosotros. Yo tengo el oro, la vestidura blanca y el colirio, y aunque seáis pobres, podéis comprarme sin dinero ni precio”. Las palabras del Señor «te aconsejo que compres de mí» ilustran la necesidad de un vínculo personal con Cristo. El hecho de que el Señor diera tal consejo es una clara evidencia de que la gran masa de personas que componen la profesión cristiana en su última fase no tiene fe personal en Cristo, y por lo tanto carece de todas las bendiciones espirituales que Cristo asegura para el creyente. Les falta la justicia divina ante Dios, les falta el carácter de Cristo ante los hombres y les falta el verdadero discernimiento espiritual.

El Señor les exhorta a que acudan a él en busca de «oro acrisolado en el fuego», para que puedan enriquecerse. El oro refinado en el fuego habla de la justicia de Dios disponible para todo pecador por la muerte de Cristo, por la que el pecador que cree en Cristo es puesto ante Dios como hombre justificado, tan libre de pecado y de juicio como el propio Cristo resucitado.

Además, el consejo del Señor muestra la necesidad de vestiduras blancas para que seamos vestidos. Si el oro habla de la condición de justicia en la que el creyente se presenta ante Dios, las vestiduras blancas hablan de la justicia práctica en la vida del creyente ante los hombres (Apoc. 19:8). Vestirse de vestiduras blancas implica que estamos revistiendo ante los hombres el hermoso carácter de Cristo, y mostrando así algo de su humildad y mansedumbre, de su gracia y bondad, de su paciencia y longanimidad, de su santidad y santificación.

Por otra parte, a pesar de toda la erudición y nivel intelectual de que presume, la gran masa de cristianos profesos carece totalmente del discernimiento espiritual que pertenece al más simple de los verdaderos creyentes en Cristo por el Espíritu. El apóstol Juan puede decir a los niños en Cristo: «La unción que vosotros recibisteis... os enseña acerca de todo» (1 Juan 2:27). Así es como el Señor aconseja a estos profesos sin vida que acudan a él en busca del «colirio». Pablo, una vez convertido, fue «lleno del Espíritu Santo... Al instante cayeron de sus ojos como escamas» (Hec. 9:17-18). Veía todas las cosas con claridad.

El consejo del Señor nos enseña con gran alegría que su deseo para cada creyente es para «que seas rico», «para que te vistas» y «para que veas». Estos 3 deseos resumen brevemente lo que debe ser el cristiano a su paso por este mundo. Es aquel que, ante Dios, está enriquece con todas las bendiciones aseguradas por la muerte de Cristo y que proceden de Cristo resucitado, sentado a la derecha de Dios. Es aquel que representa en el mundo a Cristo que está ausente, mostrando el carácter de Cristo; y es aquel cuyos ojos están abiertos por el Espíritu Santo para ver todas las cosas claramente.

(V. 19). Así como en los días de la apostasía de Israel Jehová tenía a sus 7.000 hombres que no habían doblado la rodilla ante Baal, así también, en los últimos días de la historia de la Iglesia en la tierra, en medio de la vasta profesión que avanza hacia el juicio, el Señor tiene a los suyos, a quienes conoce y ama. Habiendo amado a los suyos, los ama hasta el fin. Sin embargo, puede verse obligado a reprenderlos y castigarlos. Por eso el Señor debe decir: «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo». El amor no puede ser indiferente a ninguna mancha sobre el objeto del amor. Por eso, el Señor puede tener que reprendernos por faltas concretas y castigarnos para que participemos de su santidad. Pero quiere que sepamos que el amor –el amor que sobrepasa todo entendimiento– está en la raíz de todas sus acciones hacia nosotros. La mano que golpea está movida por un corazón que ama. Al juzgar nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros caminos, a la luz de su amor, ¿no encontraremos algo que despierte nuestro celo hacia él al pensar en toda su paciencia y longanimidad para con nosotros; y también que nos estimule al arrepentimiento cuando recordamos nuestros muchos fracasos? Fue la mirada de amor la que quebrantó al apóstol Pedro y le llevó a arrepentirse con amargas lágrimas.

(V. 20). Si las aspiraciones de nuestros corazones se despiertan hacia su Persona cuando nos recuerda su amor, entonces, para animarnos, quiere que sepamos que anhela un lugar en nuestro corazón. Está a la puerta y llama. Si oímos su voz y abrimos la puerta, está dispuesto a entrar. Recuerda que el pestillo está en nuestro lado de la puerta. Al que abre la puerta, el Señor le dice: «Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».

No nos impondrá su compañía, pero si alguien desea su compañía, que recuerde que el Señor, por su parte, la anhela, pues está a la puerta y llama. Cuando pensamos en todo lo que él es en su amor y en su gracia, no es de extrañar que deseemos su compañía. Pero que él mismo desee nuestra compañía es algo digno de admiración.

Si le dejamos entrar, cenará con nosotros. Entrará en todos nuestros ejercicios; nos aconsejará en nuestras dificultades, nos ayudará en nuestra debilidad y nos sostendrá en nuestras aflicciones, pero hará aún más, nos llevará a cenar con él. Nos elevará por encima de nuestros asuntos personales para entrar en todo lo que le concierne, y nos hará comprender sus pensamientos y sus deseos. Tratándonos como amigos, nos dirá, como a los discípulos: «Todo lo que he oído de parte de mi Padre, os lo he dado a conocer» (Juan 15:15). Desplegará ante nosotros la gloria del mundo futuro y la bendición aún mayor de la Casa del Padre. Y así nos llevará a sentarnos con él mientras embriaga nuestras almas con las cosas invisibles y eternas que ningún fracaso por nuestra parte podrá jamás tocar.

Qué bendición nos hace oír el Señor en los últimos días de la cristiandad, que todavía es posible para todo creyente gozar de la más dulce y estrecha comunión con Él mismo. No se trata de volver a un gran despliegue de poder ante el mundo como al principio, sino que es posible volver al primer amor y comunión con él mismo.

(V. 21). Felizmente, el Señor nos anima a superar los males de la cristiandad presentándose como el Vencedor. Cuando estuvo en la tierra, el Señor estuvo rodeado por el mundo del judaísmo corrupto, y sus últimas palabras a sus discípulos fueron: «En el mundo tendréis tribulación; pero tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Después de su muerte y resurrección, mediante el Evangelio, ha proclamado la gracia al mundo, ha advertido al mundo, pero nunca se asocia a sus formas religiosas externas, ni admite sus principios mundanos, ni legitima su corrupción. Rechazando al mundo, se encontró en desgracia: un hombre despreciado y rechazado. Pero la piedra que los constructores desecharon (por carecer de valor, según su parecer) se convirtió en la piedra angular (1 Pe. 2:7). Fue exaltado al trono del Padre. En nuestros días estamos rodeados por el mundo de la cristiandad corrupta y, con él mismo ante nosotros como ejemplo perfecto, estamos exhortados a superar su indiferencia hacia Cristo, su tolerancia del mal y su exaltación de los hombres. Siendo vencedores, nos encontraremos en desgracia y oscuridad en este mundo; pero en el mundo venidero, tendremos la aprobación de Cristo al compartir su trono.

(V. 22). El mensaje a Laodicea termina con un llamamiento a todos los que tienen el oído abierto para que escuchen lo que el Espíritu dice a las asambleas. Para aprovechar el pensamiento divinamente registrado de Cristo, en cuanto al progreso hacia el fracaso de la Iglesia en su responsabilidad, en cuanto a la condición de la vasta masa profesa en los últimos días, y en cuanto al camino de los creyentes en medio del fracaso y de la ruina, debemos escuchar, no el mensaje a una Iglesia, sino las palabras del Señor preservadas e inscritas por el Espíritu y dirigidas a todas las Iglesias. Que entonces tengamos oídos abiertos y corazones ejercitados para oír la voz del Señor por medio del Espíritu, y así disfrutemos de la dulce comunión con Cristo, y permanezcamos fieles a él hasta que venga.

Oh, entraré y te apoyaré, mi querida alma,
Mezclaremos lo tuyo y lo Mío;
Beberás de la copa llena de mi corazón, alma querida,
Probarás de la copa llena de mi reino,
Probarás el vino de mi reino.
Te traeré al gozo resplandeciente de la mesa de arriba,
Una comunión bendita y libre;
Un gozo glorioso, un arrebato de amor,
Un paraíso de cánticos, para ti.”