Apunte expositivo — Laodicea
Apocalipsis 3:14-22
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Publicado originalmente en inglés en la revista “Christian's Friend”, vol. 9, 1883, p. 45.
Dos cosas hay que tener cuidadosamente en mente en el intento de determinar el verdadero carácter de Laodicea. La primera es que existía una asamblea real en Laodicea a la cual, o al ángel de la cual, esta carta fue dirigida; y la segunda es que esta asamblea realmente existente fue considerada por el Señor como un tipo del estado que adquiriría al final de la historia la Iglesia en la tierra. En otras palabras, está allí la Laodicea histórica y la Laodicea profética –por no decir nada de las lecciones contenidas en esta carta para la Iglesia en toda época, de forma continua desde el tiempo de la asamblea en Laodicea hasta el desarrollo de Laodicea que esta presagió proféticamente.
Una vez reconocido esto, otra cosa sigue a continuación; a saber, que el carácter de la Laodicea real es el carácter de la Laodicea profética. ¿Hubo allí, en aquel entonces, algunos cristianos, aquellos que eran realmente santos de Dios en esta asamblea, en los días apostólicos? Es muy cierto que el ministerio de Juan se extendió más allá del ministerio de Pablo, pero este hecho no nos prohíbe recabar la respuesta a nuestra pregunta de los escritos de este último. Pasando, entonces, a la Epístola a los Colosenses, encontramos a Pablo diciendo: «Porque quiero que sepáis qué gran lucha sostengo por vosotros, y por los de Laodicea», etc. (Col. 2:1). Él dice, asimismo, que Epafras tenía gran celo, o «mucha preocupación» por los Colosenses «y por los de Laodicea» (Col. 4:13); y él ordenó que la epístola misma debía ser leída «en la iglesia de los laodicenses» (Col. 4:16). Es, por tanto, imposible dudar que Dios tenía santos en aquel tiempo en esta asamblea; y esto contribuye mucho para determinar la cuestión en cuanto al estado de cosas en los días de Juan, viendo que solo transcurrieron alrededor de treinta años entre la epístola de Pablo y la carta enviada por medio de Juan.
Pero, se dice que el lenguaje de la epístola misma prohíbe la suposición. Examinémosla brevemente. Tomen, primeramente, la advertencia de que el Señor estaba a punto de rechazarla totalmente debido a su condición tibia. Se pregunta, ¿puede el Señor desechar a los suyos? Nos permitimos sugerir que semejante pregunta equivale a perder de vista por completo la naturaleza de la epístola, y el carácter en el cual se habla al ángel de la asamblea. Esta asamblea –al igual que todas las siete– es vista como una portadora de luz en la tierra, y es tratada de este modo en su responsabilidad como vaso del testimonio. Por consiguiente, ser rechazada de esta manera no tiene absolutamente nada que decir (ya se hable de Laodicea colectivamente, o en su carácter corporativo) en cuanto al estado de los individuos que componían la asamblea. Nadie niega que la asamblea como tal, estuviera en una situación terrible debido a su soberbia auto-complaciente y a su jactancia y que, como tal, era nauseabunda para el Señor; pero aplicar esto al estado de cada individuo que estaba en ella es una presentación escasamente sensata.
Observen, en segundo lugar, que hasta el versículo 18 el mensaje es para el ángel, el representante moral de la asamblea. Teniendo esto en mente, adicionalmente a lo que se ha dicho, habrá poca dificultad en la interpretación de los bien conocidos símbolos del «oro» y de las «vestiduras blancas». (Apoc. 3:18). Se debe tener cuidadosamente en cuenta, no obstante, una distinción. Mientras el Señor aconseja al ángel que compre de él oro refinado en fuego y vestiduras blancas, el ángel es exhortado a ungir sus ojos con colirio (a ungir sus ojos, no a comprarlo), una distinción que tiene una relevancia muy significativa sobre el tema que tenemos a mano.
El versículo 19 contiene la enunciación de un principio de importancia divina. «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo» (Apoc. 3:19). ¿Es aplicable este principio a profesos inconversos? Nosotros vamos a los Proverbios, y leemos allí: «No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere» (Prov. 3:11-12). Aquí, indudablemente, las palabras son dichas a uno que está en una relación conocida, tal como el término «hijo mío» muestra claramente. Así también en Hebreos 12, donde esta Escritura es citada, aplicada y expandida (véase Hebr. 12:5-11); y así también nosotros lo afirmamos sin vacilar en el pasaje que está ante nosotros. Efectivamente, toda posible duda es removida mediante las palabras: «a todos» (Apoc. 3:19) –a todos, una clase distinguida, y, «los que amo» marcando una relación especial con esa clase; a saber, el propio pueblo del Señor. Y la exhortación «ten fervor, pues, y arrepiéntete» (Apoc. 3:19) es dada sobre esta base. ¿Es este el modo en que Dios habla al inconverso? No; este es el método en que el Señor se dirige a los que han sido traídos a una relación con él mismo; y es aplicable aquí, por tanto, a aquellos que estaban mezclados con toda esa terrible formalidad, auto-complacencia e indiferencia. Se trata de la advertencia que él pronuncia desde las profundidades de su corazón, para que los suyos puedan prestar atención a ella antes del rechazo final de la asamblea, y puedan juzgarse ellos mismos antes de que él se vea obligado a levantar su vara y tratar con ellos en castigo para llevar a cabo la restauración de ellos.
Los versículos 20 y 21 hablan a individuos. «Si alguno oye mi voz». «Al que venciere». Primero, tenemos la actitud del Señor: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo». Indudablemente, aquí el Señor está afuera cuando él debía haber estado disfrutando adentro. Pero, ¿es que Él está buscando aquí ser admitido por primera vez en el corazón de un inconverso? En otras palabras, ¿Es esto la presentación del evangelio? El contexto completo de la carta contradice el pensamiento, así como también la conexión en que se encuentra. Es muy cierto que el evangelio podría ser predicado a partir de este pasaje a algunos que reclamasen ser cristianos y, no obstante, no lo fuesen; pero la pregunta es ahora, ¿Es esta la actitud en que Cristo se presenta a sí mismo como un Salvador a los inconversos? De ser así, ello es algo que no tiene paralelo en las Escrituras. Pero se dice que ello responde a Lucas 14. Pero nosotros afirmamos que hay una importante diferencia. La cena allí, en Lucas 14, en su importancia típica, es la cena de Dios y, además, es para todos los que aceptarán la invitación; mientras que aquí en Apocalipsis 3:20, es el Señor quien llama a la puerta para pedir ser admitido, y promete que, si se abre la puerta, él entrará y cenará con aquel que abre, y que aquel que abre cenará también con él. Se trata del contraste con Lucas 14 en cada detalle. Sostener esto, además, es suponer que el inconverso tiene poder; ya que abrir la puerta va bastante más allá de la fe sencilla en el mensaje del evangelio. No; lo que el Señor promete aquí es un gozo secreto e individual. Él, en su tierna gracia, entrará para estar con cualesquiera que puedan abrir la puerta y cenará con ellos, y entonces ellos cenarán con él –tendrán comunión con Él en sus cosas; se trata de la expresión, por parte suya, de su mayor gracia y, de parte de los que cenan con él, del más excelso gozo.
Acto seguido, tenemos la promesa hecha al vencedor; y si ningún santo se encuentra en Laodicea, ¿desde dónde han de venir los vencedores? Es posible afirmar que no habrá ninguno, pero, ciertamente, afirmar esto es olvidar tanto el carácter del corazón del Señor como sus modos de obrar. Los vencedores de hecho, son especialmente aquellos que oyen la voz del Señor, y habiendo abierto la puerta –en contraste con la mundanalidad, soberbia y autosuficiencia de la asamblea como tal– entran en el gozo de la comunión del Señor y de la comunión con él. A partir de entonces, él mora por fe en sus corazones, y ellos son animados mediante la promesa de asociación con el Señor en su trono. Esta es ciertamente una bendición muy inferior a la prometida a un vencedor de Filadelfia; pero cuando dicha bendición es estimada a la luz de la indiferencia e infidelidad pasadas de aquellos a los que se les promete, su gracia y poder para animar y sostener son percibidos de inmediato.
La carta finaliza con: «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc. 3:22). Sobre la suposición arriba expuesta (es decir, que en Laodicea no había santos verdaderos), esta proclamación estaría hecha en vano por lo que a Laodicea se refiere. Nosotros solo podemos repetir que ese no es el modo de obrar del Espíritu de Dios; y añadimos que la contienda engendrará, a la postre, ese espíritu de Laodicea que ya se está imponiendo por todas partes. Ya que, si las advertencias en esta carta solo conciernen a una profesión vacía, podemos engañarnos a nosotros mismos con el pensamiento de que no corremos ningún peligro de parte de los males aquí indicados.