Una cosa


person Autor: Hamilton SMITH 89

flag Temas: La vida cristiana Las exhortaciones relacionadas con la Cruz

(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


Las Escrituras, que contienen estas tres declaraciones, traen ante nosotros algunos tipos muy diferentes. En el primer pasaje citado, se nos dice que al joven rico que se acercó a Jesús, preguntándole qué debía hacer para heredar la vida eterna, le faltaba «una cosa». En el pasaje segundo, que narra la historia de Marta y María, la «una cosa» que falta es la «una cosa» necesaria. Y en el tercer pasaje, hallamos que la «una cosa» necesaria es la «una cosa» que caracterizó al apóstol Pablo.

Viendo que nuestro Señor pone semejante énfasis sobre esta «una cosa», seguramente que nos incumbe a nosotros, sondear nuestros corazones, a la luz de estas escrituras, con el ardiente deseo de ser marcados por esta «una cosa».

1 - «Una cosa te falta» (Marcos 10:17-22)

En la historia del joven rico hay dos cosas que debemos destacar. Primeramente, vemos que, en muchas cosas, nuestras vidas pueden ser excelentes, y con todo, faltarnos «una cosa». Y, en segundo lugar, descubrir que esta «una cosa» es una sincera devoción y entrega, y un corazón humilde para Cristo.

Aparte de todos los distintos caracteres que están en relación con el Señor en su paso por este mundo, quizás ningún otro presenta una más triste y lamentable fin como la de este joven rico. Había mucho en el principio de su historia que prometía un brillante futuro como discípulo de Cristo; pero lamentablemente leemos al fin que «afligido… se fue triste» (v. 22). De acuerdo a lo que tenemos en las Escrituras, no hay mención alguna de que él apareciera de nuevo en la compañía de Cristo y los suyos. Por tanto, aunque fuera creyente en su corazón, él se perdió la bendición de la compañía de Cristo en medio de su pueblo, y fracasó como un testigo de Cristo en este mundo.

Este joven rico destacaba por sus muchas cualidades naturales, y poseía una buena e indiscutible moral. Era un diligente y fervoroso joven, pues de acuerdo a lo que leemos, él vino «corriendo» al Señor. También era reverente, pues se arrodilló en su presencia. Manifestó tener deseos de bendiciones espirituales, tales como poseer la vida eterna. Su vida era aparentemente intachable, por cuanto él había observado la Ley, según su conducta exterior, desde su juventud. Todas estas cualidades son, en su debido lugar, hermosas y atractivas, y el Señor no fue indiferente a tales méritos naturales, pues leemos que «Jesús, mirándole, le amó». Pero a pesar de todas estas excelentes cosas que el joven poseía, el Señor discierne que le faltaba «una cosa».

Tres pruebas de nuestros corazones:

Para manifestar la «una cosa» que le faltaba en su vida, el Señor usa tres pruebas. Tal como en el caso de este joven, nosotros podemos también vivir, en lo que se ve, una vida decente e intachable, y con todo ser echado a perder nuestro testimonio por Cristo, por faltarnos esta «una cosa». Será bueno por lo tanto que nos examinemos por medio de las tres pruebas que el Señor expuso delante del joven rico:

1. Él fue probado por sus posesiones terrenales.

2. Fue probado por la cruz.

3. Fue probado por una persona –Cristo rechazado.

Había algo que él debía abandonar, algo que debía tomar, y alguien a quien debía seguir.

La primera prueba son las posesiones terrenales. Tomadas estas en el más amplio sentido, como todas aquellas cosas las cuales nos son una ventaja al vivir en este mundo, debemos preguntarnos: “¿Hemos valorado todas estas cosas a la luz del Señor y las hemos contado como pérdida por amor a Cristo?” “¿Hemos considerado las ventajas que la cuna –cualquier alto rango que nos pudiera corresponder por nacimiento, nos puede conferir los fáciles y mundanales placeres que las riquezas nos pueden asegurar?: la posición, el honor y las dignidades que el intelecto, las capacidades o las realizaciones nos pueden distinguir y gobernar nuestras vidas”. Entonces, sin minimizar estas cosas, ¿hemos mirado plenamente a la faz de Jesús –aquel que es «dulcísimo, y todo él codiciable?» (Cant. 5:16) –y viendo que él es incomparablemente más grande que todas estas cosas, hemos, en el poder de nuestro afecto por Cristo, deliberadamente escogido que Cristo sea nuestro gran objeto, y no estas cosas?

La segunda prueba es la cruz. El Señor le dice al joven rico: toma «tu cruz». ¿Estamos nosotros preparados para aceptar este lugar en relación con el mundo en el cual la cruz nos ha colocado delante de Dios? El apóstol Pablo podía decir: «Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Esta cruz se alza entre nosotros y nuestros pecados, del viejo hombre y del juicio. ¿Pero nos hemos dado cuenta también que ella se alza asimismo entre nosotros y el mundo? Si tomamos la cruz, no solamente el mundo es condenado por nosotros, sino que seremos totalmente condenados y rechazados por el mundo.

La tercera prueba es Cristo rechazado; así que el Señor le dice al joven rico: «Ven, sígueme». ¿Estamos nosotros preparados para identificarnos con aquel que es aborrecido y rechazado por el mundo, con aquel que nació en un establo, cuya cuna fue un pesebre, y que no tuvo un lugar en el cual «recostar su cabeza» (Mat. 8:20), quien murió en una ignominiosa y vergonzosa cruz, y que fue sepultado en una tumba prestada, con aquel que en su resurrección estuvo rodeado por una compañía de unos pobres pescadores, con aquel que estuvo y todavía está ocupando un lugar de vituperio? En resumen, ¿estamos dispuestos a salir «a él, fuera del campamento, llevando su vituperio» (Hebr. 13:13)?

Así pues, siendo en estos días las pruebas tal como son estas, ¿somos capaces de abandonar todas las comodidades terrenales, tomar nuestro lugar fuera de este mundo, y seguir a Cristo, a aquel que es rechazado y vituperado por el mundo? Estas pruebas son para todos nosotros, como lo fueron para el joven rico, y la cuestión es: ¿Cuál será nuestra respuesta?

Podemos responder a estas pruebas de dos maneras distintas. Primero, como hizo el joven rico, del cual leemos que «afligido… se fue triste», podemos volvernos a las cosas de este mundo. Dicho joven no se fue airado u odiando a Cristo. No encontró ninguna falta en el Señor, sino que se fue porque el mundo le atraía demasiado. Le ocurrió como a Demas, quien en los últimos días o tiempos, «amó a este mundo», abandonando a Pablo (véase 2 Tim. 4:10). En segundo lugar, podemos responder como lo hizo Pedro y los demás discípulos, de los cuales leemos que lo dejaron todo y siguieron a Cristo (Marcos 10:28).

La «una cosa» que le faltaba al joven rico era un corazón humilde y devoto para el Señor. Como consecuencia de ello, «se fue». Los discípulos con toda su ignorancia, sus flaquezas y muchos fallos, fueron atraídos en amor por Cristo, y lo dejaron todo para seguirle.

Muy a menudo y hasta el día de hoy, la historia de este joven rico ha sido repetida. ¿Hay algo más triste que mirar atrás y ver cuántos jóvenes tuvieron un buen principio en la vida cristiana, prometiendo mucho y bueno, y tenernos que preguntar dónde están hoy dichos jóvenes? A pesar de muchas cualidades que mostraron, como fervor, sinceridad y celo, se han vuelto atrás, al pervertido mundo, al corrupto mundo religioso, y la razón para ello es clara, y es que les faltaba la «una cosa» –ese humilde y devoto corazón para Cristo, que es lo que pone al Señor delante del alma como siendo el primero y supremo objeto de nuestra vida. Puede que se pongan ellos mismos delante de Cristo, o pongan delante de él las necesidades de sus almas, o antepongan lo mejor de los santos al Señor, o al servicio, con el resultado que, al final, estos se vuelven atrás a las cosas de este mundo. No hay suficiente poder en el amor para las almas, ni en el amor por los santos, ni en el deseo de servir, o en el de mantener nuestros pasos en el camino estrecho. Solamente Cristo por sí mismo nos puede retener fuera de este mundo, y del campo religioso, en el lugar de su vituperio, siguiendo firmes e inflexibles en pos de él.

2 - «Una cosa es necesaria» (Lucas 10:38-42)

Pasando ahora a la conmovedora escena de Betania, encontramos a dos devotas mujeres, a una de las cuales le faltaba «una cosa» necesaria, mientras que la otra escogía «la buena parte».

Marta, al igual que el joven rico de Marcos 10, estaba caracterizada por todo aquello que era impecable y esmerado. Según parece, la casa de Betania pertenecía a ella, y gustosamente, Marta, abrió su hogar para recibir al Señor de gloria. Así que Marta, no era solamente hospitalaria, sino que era una activa sierva al servicio del Señor. Son «muchos quehaceres» que se pueden hacer por el Señor en este mundo, y Marta estaba ocupada con estos «muchos quehaceres». Sin embargo, con todos sus méritos, ella pasó por alto «una cosa», y tuvo que aprender que la «una cosa» que pasó por alto era la «una cosa» que «es necesaria». Como resultado de ello, Marta estaba afanada y turbada con su servicio, irritada con su hermana, y quejándose ante el Señor. Con toda certeza, Marta representa el gran número de esa clase de cristianos quienes, de manera inconsciente, hacen de su particular servicio, su gran objeto, en vez de que su objeto sea el Señor en sí. Estos tales, desean empujar a otros como ayudadores en su especial servicio, y se sienten irritados si se les deja «servir solos». Faltándoles la «una cosa», están afanados y turbados con «las muchas cosas».

Cuán conveniente y dichoso es poner nuestros hogares, medios y capacidades a disposición del Señor, y estar ocupados en su bendito servicio; con todo, esta situación nos advierte, cabe la posibilidad de que estas actividades ocupen el primer lugar en nuestros pensamientos, antes que los ocupen el mismo Señor. Si esto es así, es que nos falta la «una cosa» –un humilde y devoto corazón lo cual pone a Cristo en lugar prominente y delante de todo servicio, por importante que este sea.

De María leemos que ella escogió la «buena parte», y que esta «buena parte» era la parte con Cristo. Para ella, Cristo era el objeto supremo que tenía ante ella, antes que sus posesiones, su servicio o su hermana. Así que, teniendo a Cristo como su solo objeto, se libraba del desasosiego, de los cuidados y turbación que cargaban a su afanosa hermana. Mientras Marta estaba «turbada… con muchas cosas», María estaba sentada calmadamente a los pies de Jesús. Y cuando Marta se dirigió al Señor con quejas acerca de su hermana, María, sentada «a los pies de Jesús, oía su palabra».

Nuestra actitud en ese caso, no es que debamos pronunciar nuestro juicio en cuanto a las diferencias que existen entre estas dos hermanas, ya que el Señor con toda claridad es el que reprueba a Marta y alaba a María.

Haciendo del Señor su único objeto, María escogió la «buena parte, la cual no le será quitada», como lo dijo el Señor. En cuanto a nuestras posesiones terrenales, muy pronto las vamos a dejar todas; y dentro de muy poco tiempo, habrá terminado nuestro servicio y todo combate, mientras que Cristo será la porción y objeto de nuestras almas para siempre. María escogió oportunamente la eterna porción, haciendo del Señor su único gran objeto, escogiendo sobre cualquier otra cosa el sentarse a sus pies en su compañía. Muchas otras cosas nos pueden ser arrebatadas, pero esta, jamás nos será quitada. Así que, habiendo María escogido estar con él en su tiempo, así estará con él por toda la eternidad.

¿Significa entonces, esta mejor elección –esta «una cosa necesaria»– que María descuidó el servicio para el Señor? La Escritura no solamente rechaza tal idea, sino que manifiesta muy claramente que ella no solamente sirvió al Señor, sino que él mismo dio su aprobación personal de una manera que es única y sobre todo otro servicio antes o después. En la conmovedora escena que nos presenta el pasaje en Mateo 26:10, el Señor dice de María: «Ha hecho conmigo una buena obra». Por tanto, aquel que escoge la «buena parte» en su debido tiempo, también hace la «buena obra».

Tan categórica es la aprobación de esta buena obra que el Señor añade: «Que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella» (Mat. 26:13).

Recordemos pues que la «buena parte» debe preceder a la «buena obra». Solamente cuando Cristo es nuestro único objeto, nuestro servicio y cualquier otra cosa, quedarán en su debido lugar.

3 - «Una cosa hago» (Fil. 3:13)

Pasando ahora al capítulo tres de la Epístola a los Filipenses, veremos que en el apóstol Pablo, por encima de todos los demás, se encuentran satisfechas las tres pruebas que el Señor puso delante del joven rico. Pablo renunció a todas las posesiones terrenales, tomó su cruz y siguió al Señor.

Primeramente, ¿cuáles fueron las posesiones a las que Pablo renunció? Como lo fuera con el joven rico, el apóstol poseía muchas cualidades por su nacimiento y educación, y muchas ventajas temporales en alto grado. Era de buena cuna, nacido libre en una ciudad importante, recibió una esmerada educación, era intensamente celoso en su religión, y en cuanto a la Ley, irreprensible.

Todas estas cualidades y circunstancias acreditaban al apóstol para ocupar un lugar importante en este mundo. Pero llegó el día, cuando, como el joven rico, entró en relación con Cristo. Fue entonces cuando llegó la prueba. ¿Podría abandonar todo cuanto le eran ventajas y ganancias como hombre en este mundo –todas aquellas cosas que hacían de Pablo un hombre importante– con la mira de hacer que Cristo fuera el todo para él? Notemos que no les fue pedido ni al intérprete de la Ley, cuyo nombre era Saulo, ni al joven rico que abandonasen las cosas groseras y vergonzosas. Todos sabemos que no podemos seguir a Cristo y mantener escondidas tales cosas; antes estamos contentos de dejar tales cosas atrás de nuestras vidas. La prueba era, y lo es, en el día de hoy, ver si las ganancias mundanas, el celo humano y una conducta intachable, el nacimiento natural, una buena reputación religiosa, pueden ser abandonadas y dejar de ser nuestro objeto, para que en adelante, en vez de mirar nuestro «yo», Cristo venga a ser el único objeto para nuestra vida.

En vez de marcharse triste, dejando a Cristo y volverse a sus muchas posesiones, como hizo el joven rico, Pablo, «olvidando ciertamente lo que queda atrás», prosiguió adelante hacia Cristo. Él vio la gloria de Cristo y vio a Cristo en la gloria. El joven rico vino en contacto con Cristo, pero aparentemente y a pesar de todos los maravillosos milagros que hizo el Señor, él solamente vio en Cristo a un buen hombre; no vio la gloria de Cristo. Esto es lo que estableció la gran diferencia entre estos dos hombres jóvenes. Pablo vio la gloria de Cristo, con el inmediato resultado de que toda la gloria de este mundo –todas aquellas cosas que le eran ganancia para él, como hombre en la carne– fueron contadas como pérdida, para ganar a Cristo. Pablo no despreció las ganancias naturales; al contrario, él las ponderó en su valor, y una vez hecho esto, las contó como pérdida, al compararlas con la gloria de Cristo. Todas sus riquezas naturales y méritos quedaron eclipsados «por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús», su Señor (v. 8).

En segundo lugar, no se trata solamente de lo que el apóstol abandonó, sino de lo que él tomó. En verdad él tomó la cruz con todas sus consecuencias. Su deseo era que, al atravesar este mundo, se cumpliese en él «la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte» (v. 10) –la muerte de Cristo. Si Cristo había muerto al mundo, Pablo hacía lo mismo con el mundo. Para Pablo, la cruz no solamente terminó con él como un hombre en la carne, sino que para él, cerró para siempre a este perverso mundo malo.

En tercer lugar, habiendo el apóstol abandonado todas sus ganancias y prerrogativas naturales como siendo estas el objeto de su vida, y habiendo tomado la cruz la cual le separaba del mundo, él siguió a Cristo como el único objeto de su vida. Volvió sus espaldas a toda religión humana, saliendo del campo religioso, yendo hacia Cristo, llevando su vituperio. En adelante, Cristo era su único objeto, por lo que podía decir: «Para mí el vivir es Cristo» (cap. 1:21), «para ganar a Cristo» (cap. 3:8), «ser hallado en él» (cap. 3:9), y «a fin de conocerle» (cap. 3:10).

En Pablo pues, tenemos al hombre que podía decir con toda verdad que la «una cosa» que le faltaba al joven rico, la «una cosa» que Marta tuvo que aprender que era necesaria, era la cosa que él hacía, diciendo, «una cosa hago» (cap. 3:13). A partir de aquí, su vida fue una vida de una humilde devoción de corazón puro dedicada a Cristo. Para él, Cristo era su único y supremo objeto, ni los pecadores, ni los santos, ni su servicio fueron nunca su objeto principal, sino Cristo. Nadie fue nunca más celoso para predicar el evangelio de la gracia de Dios a los pecadores, ni nadie nunca tuvo tanto interés y cuidado por todas las iglesias, como el apóstol; tampoco nadie fue más incansable en servir; pero sobre todas las cosas y antes que todo, Cristo era su único objeto. Pablo no carecía de la «una cosa», como el joven rico; él no estaba turbado con las «muchas cosas» como Marta. Él tenía una cosa delante de sí: el seguir a Cristo. De esta manera, Pablo, «olvidando ciertamente lo que queda atrás», siguió «a lo que está adelante».

Y más que todo esto, él nos da a conocer cuales son estas cosas, pues nos demuestra muy claramente que todas ellas están centradas en Cristo:

1. Cristo en gloria (cap. 2:9-10).

2. El supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús (cap. 3:14).

3. La venida del Salvador, el Señor Jesucristo (cap. 3:20).

4. Ser transformados «semejante al cuerpo de la gloria suya» (cap. 3:21).

Así que, cuán bueno es hacer que Cristo sea nuestro único objeto. Si hacemos de nuestro servicio, nuestro objeto, con toda probabilidad, terminaremos por exaltarnos a nosotros mismos. Si nuestro objeto personal es alcanzar a los pecadores, es del todo probable que retornemos al mundo. Y si hacemos de los santos nuestro objeto, es muy posible que estos nos partan el corazón. En cambio, si Cristo es nuestro primer y supremo Objeto, al igual que lo hizo el apóstol, pelearemos la buena batalla, acabaremos la carrera, y guardaremos la fe, pues solamente Cristo puede mantener nuestros pies en la senda estrecha, guardarnos y guiarnos a través de todas las dificultades y sostenernos ante cualquier oposición que aparezca en nuestro camino. Dios quiera entonces que en nuestra pequeña medida seamos capaces de decir con el apóstol: «Una cosa hago… prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (cap. 3:13-14).

Sea en la mañana, al mediodía o noche,
Brillantes u oscuros los días serán,
Mi firme propósito será siempre constante,
Siguiendo a la meta delante de mí;
Que solo una cosa yo haga sin desmayo,
Que alcance el premio en Cristo Jesús.
Que solo él sea mi objeto aquí abajo
Hasta que muy pronto yo esté en su luz.