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Principios esenciales de la vida cristiana


person Autor: Raymond Kenneth CAMPBELL 6

flag Temas: La vida cristiana La marcha del cristiano


1 - ¿Qué es un cristiano y cómo se llega a ser uno de ellos?

1.1 - ¿Qué es un cristiano?

1.1.1 - Aquel que pertenece a Cristo

La palabra “cristiano” se encuentra por primera vez en Hechos 11:26: “… a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”. Este nombre fue dado por el mundo a quienes reconocieron a Jesucristo como Salvador y Señor, y le siguieron. A estos se les identificó con el Cristo rechazado y crucificado. Un cristiano es un “hombre de Cristo”, alguien que pertenece a Cristo. Así 1 Corintios 15:23 habla de “los que son de Cristo, en su venida” y en Juan 13:1 el evangelista habla de los creyentes como “los suyos”, a quienes el Señor amó hasta el fin. ¡Qué maravilloso privilegio es pertenecer al glorioso, perfecto y eterno Hijo de Dios e Hijo del Hombre, Cristo Jesús!

1.1.2 - Aquel que es nacido de nuevo

Un cristiano es aquel que es nacido de nuevo por el Espíritu Santo. Leemos en Juan 3:3-5: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios... el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”. Se trata de un nacimiento espiritual en la familia de Dios por la obra del Espíritu Santo. “Renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios” (1 Pedro 1:23).

Un nacido de Dios ha recibido una nueva naturaleza que ama a Dios y aborrece el pecado. Este es “el nuevo hombre, creado según Dios en justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:24). Ha sido hecho “participante de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Entonces, un cristiano es aquel que es nacido de nuevo y posee una nueva naturaleza, divina, que no puede pecar (1 Juan 3:9).

1.1.3 - Una persona convertida

El Señor dijo: “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Convertirse significa cambiar, y uno que es nacido de nuevo por el Espíritu de Dios experimenta una conversión o cambio moral. Esto prueba la verdad de 2 Corintios 5:17: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.

1.1.4 - Un hijo de Dios

Un cristiano es un hijo de Dios por el nuevo nacimiento y la fe en Jesucristo. “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26). Conoce entonces a Dios como su Padre, de tal manera que el apóstol Juan escribió: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13). ¡Ciertamente este es un maravilloso privilegio!

1.1.5 - Alguien en quien mora el Espíritu Santo y que es guiado por Él

Además de ser nacido de nuevo y de tener una nueva naturaleza, un cristiano recibe el Espíritu Santo de Dios, el Consolador y Maestro divino. “El Espíritu de verdad... mora con vosotros, y estará en vosotros” (Juan 14:17). “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios…?” (1 Corintios 6:19). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6). Este Espíritu que mora en el creyente le da los afectos de un hijo de Dios y la conciencia que Dios es su Padre, dando “testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16).

1.1.6 - Alguien que tiene la certeza del perdón de sus pecados y de la vida eterna

El creyente nacido de nuevo en Cristo sabe que sus pecados son perdonados y que tiene la vida eterna. “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre” (1 Juan 2:12). “De éste (Jesús) dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43).

La Palabra de Dios y el Espíritu de Dios en el creyente le aseguran que “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:10-13). Así, un cristiano es aquel que tiene la bendita seguridad del perdón de sus pecados y la vida eterna. Es posible que, aún siendo un creyente en Cristo, le falte esta seguridad y necesite ayuda al respecto. Pero, tal seguridad es la verdadera posesión de un cristiano.

Tales son algunas de las características esenciales de un cristiano. ¿Son verdades vivas en usted? Si no, tal vez necesite ayuda en cuanto a cómo llegar a ser un verdadero cristiano, por lo cual, a continuación, pasamos a considerar este tema.

1.2 - ¿Cómo llegar a ser un cristiano?

1.2.1 - El arrepentimiento para con Dios

El arrepentimiento es necesario para convertirse en un cristiano. El Señor dijo: “Arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1:15), y mandó “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lucas 24:47). El apóstol Pedro predicó: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”, y el apóstol Pablo testificó a judíos y a gentiles “acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo”, y “que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hechos 3:19; 20:21; 26:20).

El arrepentimiento es un cambio de mentalidad, una completa transformación de la actitud interior hacia sí mismo, hacia el pecado, hacia Dios, hacia Cristo y hacia el Evangelio. Se trata de renunciar a su propia opinión, aceptando el pensamiento de Dios según es revelado en el Evangelio. Alguien podría pensar que es un cristiano porque ha tratado de vivir una vida recta, pertenece a una iglesia, ha sido bautizado y hace obras religiosas. Sin embargo, ninguna de estas u otras cosas similares jamás hará de alguien un verdadero cristiano nacido de nuevo. Por eso debe haber un cambio de pensamiento acerca de todo esto. Es necesario venir ante Dios como un pecador arrepentido y creer en Cristo como su Salvador para convertirse en un verdadero cristiano.

1.2.2 - Recibir a Cristo como su Salvador personal

“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (autoridad) de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Para convertirse en un cristiano se debe recibir a Cristo por la fe en el corazón como el enviado de Dios y como su Salvador personal. Al igual que Zaqueo en el pasado, uno debe “descender” y recibir a Jesús gozoso (Lucas 19:6).

1.2.3 - La confesión con la boca, la fe y la obediencia del corazón

“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Romanos 10:9-10). Si usted confiesa a Jesús como su Señor y cree en su corazón que él “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (4:25), la Palabra de Dios le asegura que es salvo. Obedezca “de corazón” al Evangelio de la salvación en Cristo y será libertado del pecado y será un hijo de Dios (6:17-18).

1.2.4 - Salvados por la gracia y no por las obras

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9). “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5). Acepte el don de Dios de la salvación gratuita mediante la fe en Jesucristo, y será un verdadero cristiano según la Biblia.

2 - Alimento y desarrollo de la nueva naturaleza

En el capítulo anterior hemos visto que un cristiano es aquel que ha nacido de nuevo y que recibió la nueva naturaleza, una divina y santa naturaleza de Dios. Este es el “nuevo hombre” del que se habla en Colosenses 3:10, y que ha sido puesto en el cristiano. Esta nueva naturaleza debe ser alimentada y desarrollada, si el cristiano desea crecer y ser fuerte. El apóstol Pedro nos exhorta a crecer y desarrollarnos. Nos dice que debemos desear, “como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada” de la Palabra, “para que por ella crezcamos para salvación”. Y, una vez más, nos dice: “Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (1 Pedro 2:2; 2 Pedro 3:18.).

2.1 - El alimento

Notemos que “la leche espiritual no adulterada” es el alimento que hará que el recién nacido en Cristo crezca. La Palabra de Dios es el único alimento de la nueva naturaleza. El Señor Jesucristo es el tema de la Palabra y él es el pan de vida para el nuevo hombre. “Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida: el que a mí viene, nunca tendrá hambre... Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre” (Juan 6:35, 51).

Por lo tanto, el cristiano debe alimentarse de Cristo en las Escrituras todos los días o de lo contrario no crecerá fuerte ni se desarrollará. El Señor dijo: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (v. 57). Como Jesús vivió en la diaria dependencia del Padre, nosotros también debemos alimentarnos diariamente de Cristo en sincera dependencia para el sustento y desarrollo de la vida divina dentro de nosotros. La nueva naturaleza solo puede ser nutrida y sostenida por una alimentación diaria de Cristo en las Escrituras.

La nueva naturaleza anhela la Palabra de Dios como alimento, y no hay nada en todo el mundo que pueda alimentarla y fortalecerla aparte de esta Palabra. Cualquier otra cosa es alimento para el hombre natural y sostiene nuestra vieja naturaleza pecaminosa.

Al igual que los hijos de Israel en Éxodo 16, tenemos que recoger y comer el maná fresco todos los días, si queremos ser cristianos sanos y fuertes. Dios dijo a Israel que Él los alimentó con el maná cada día “para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Deuteronomio 8:3). También tenemos que aprender esta lección de que como cristianos no podemos vivir solo por el alimento material; tenemos que apropiarnos del alimento espiritual para nuestras almas y vivir por las palabras que provienen de Dios y que se encuentran en la Santa Biblia. Así que leamos la Palabra cada día, meditemos y asimilemos lo que leemos.

2.2 - Respirar el aire de la oración

Un niño recién nacido necesita del aire para mantener su vida, así como el recién nacido en Cristo necesita respirar el aire de la oración para el sostenimiento de la vida espiritual. La oración es el aliento de la vida espiritual e indica la presencia de la vida divina. La oración es la expresión de la dependencia de Dios, que es un instinto innato y característico de la naturaleza divina del cristiano. La oración, entonces, es el flujo natural y la expresión de nuestra nueva naturaleza y es necesaria para su crecimiento y desarrollo.

La oración nos lleva ante la presencia de Dios y promueve la comunión con Él. Sin la comunión con Dios, la vida espiritual no se puede sostener ni renovar. “Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 40:31). Cuando leemos la Biblia, Dios nos habla y cuando oramos le hablamos a Él. Ambos son necesarios para la comunión, el crecimiento y el desarrollo de la nueva naturaleza.

El Salmista dijo: “Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré” (Salmos 55:17). Daniel “se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios” (Daniel 6:10). Así que nosotros debemos hacerlo si queremos ser cristianos saludables; no empezar el día sin antes leer la Biblia y orar a Dios. Si no lo hacemos, pronto seremos cristianos derrotados y desnutridos. Además de tiempos regulares de oración cada día, los creyentes somos exhortados a ser “constantes en la oración” y “orar sin cesar” (Romanos 12:12; 1 Tesalonicenses 5:17). La actitud dependiente en la oración debe caracterizar siempre al hijo de Dios.

2.3 - Andar en el Espíritu

Hemos notado anteriormente que el Espíritu Santo de Dios mora en el cristiano; es el poder de la vida cristiana y la fortaleza de la nueva naturaleza: “fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). Esta Persona divina que mora en el creyente pondrá en acción los deseos e instintos de la nueva naturaleza. Nos guiará y nos hará madurar en todos nuestros asuntos si le permitimos controlar nuestras vidas y ser nuestro guía. Por esto se nos exhorta a “andar en el Espíritu” y ser “guiados por el Espíritu” (Gálatas 5:16, 18). Esto implica la sumisión y la obediencia del corazón a la Palabra de Dios y a las indicaciones del Espíritu Santo dentro de nosotros. Este es un elemento esencial de la nueva vida, ya que hacer lo contrario dará como resultado una derrota y un fracaso en el camino cristiano.

El Espíritu Santo alentará al creyente en los deseos y las actividades de la nueva naturaleza. Su obra especial es guiarnos a toda verdad tomando las cosas de Cristo, el pan de vida y la Palabra viva, para hacérnoslas saber a nosotros (Juan 16:13-15). También nos enseña a orar: “orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu”, “orando en el Espíritu Santo” (Efesios 6:18; Judas 20). Por lo tanto tenemos que andar en el Espíritu, si deseamos que nuestra nueva naturaleza sea alimentada y desarrollada. Si un creyente desobedece al Espíritu Santo y a la Palabra de Dios, el Espíritu Santo es contristado, apagado y no tiene plena libertad para promover los deseos de la nueva naturaleza (Efesios 4:30). Él solo puede convencer a uno que ha pecado, conducirlo al juicio propio y a la confesión del pecado. Andar en el poder del Espíritu sin afligirlo, es entonces de vital importancia para la vida cristiana.

2.4 - La comunión con los cristianos

“Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1 Juan 1:7). La comunión y el compañerismo con otros cristianos también son vitales para el alimento y el desarrollo de la vida divina. La nueva naturaleza desea la comunión y el compañerismo con Dios y con los creyentes. Los contactos con los hermanos en la fe estimulan la nueva naturaleza y fortalecen los deseos divinos. “Mejores son dos que uno… porque si cayeren, el uno levantará a su compañero” (Eclesiastés 4:9-10). Si uno es débil en la fe y propenso a caer, la compañía de cristianos más fuertes lo levantará y lo fortalecerá. “Hierro con hierro se aguza; y así el hombre aguza el rostro de su amigo” (Proverbios 27:17). Esto es especialmente cierto con el compañerismo cristiano.

Se nos dice en Hebreos 10:24-25: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos”. Al asociarnos con otros cristianos nos animamos mutuamente al amor y las buenas obras, y al asistir a las reuniones cristianas nuestras almas se alimentan y se edifican juntas en la fe. Cuando dos o tres se congregan en el nombre del Señor Jesucristo, Él está allí en medio de ellos (Mateo 18:20), y se obtienen bendiciones especiales que fortalecen y desarrollan la nueva naturaleza. Por tanto, la comunión en la luz con otros cristianos es un aspecto vital para la vida cristiana.

2.5 - El ejercicio de la nueva naturaleza

Así como el ejercicio y la actividad física son necesarios para el crecimiento y desarrollo del cuerpo físico, también es importante ejercitarse en la vida espiritual. Cuando ejercemos y usamos nuestros miembros físicos, estos crecen, se desarrollan y se fortalecen. Lo mismo sucede también en las cosas espirituales; a medida que nos ejercitamos en los deseos y las actividades de la nueva naturaleza, crecemos, nos desarrollamos y nos fortalecemos en el Señor.

Al joven Timoteo se le dijo: “Desecha las fábulas profanas y de viejas” que solo alimentan a la vieja naturaleza pecaminosa. “Ejercítate para la piedad” (1 Timoteo 4:7). El cristiano necesita participar en ejercicios espirituales diarios para preservar un estado del alma sano. Debe entrenar cada uno de sus miembros para la piedad. Los ojos, los oídos, la mente, la lengua, el corazón, las manos y los pies deben dirigirse hacia el camino de la piedad y ejercitarse en ella diariamente.

El cristiano debe practicar el ver, el oír, el pensar, el hablar, el sentir y el trabajar para el Señor cada día. Cuanto más lo practiquemos, más naturales serán tales actividades y más fuerte seremos en estos ejercicios espirituales de la nueva naturaleza. Nuestros ojos y oídos deben estar listos para cumplir algún servicio para el Señor y para aprovechar alguna oportunidad de ser testigo para Él. El corazón necesita ser entrenado en la compasión por las almas perdidas y por el pueblo de Dios, teniendo el deseo de servir a Dios y a los hombres. La mente y la lengua deben ser ejercitadas con el hablar del Señor, y nuestras manos y nuestros pies entrenados en actividades por amor de Cristo. Así, la nueva naturaleza se desarrolla por medio de los ejercicios espirituales.

3 - La vieja naturaleza y la victoria sobre ella

3.1 - Romanos 7 — El descubrimiento de la naturaleza pecaminosa

En el feliz disfrute de la nueva naturaleza con sus deseos de agradar a Dios, el joven cristiano pronto se ve perturbado por el descubrimiento del mal todavía presente en su corazón. A pesar del amor por el Señor y los deseos de complacerlo, el recién convertido encuentra que los malos deseos persisten en su corazón y en su mente. Este es un descubrimiento decepcionante, no obstante verdadero, que todo cristiano tiene que hacer, pues es cierto que la naturaleza maligna con la que nacimos en el mundo aún permanece en nosotros después de haber nacido de nuevo del Espíritu de Dios.

3.2 - La experiencia de Romanos 7

Al leer Romanos 7, encontramos que nuestra experiencia del descubrimiento del mal dentro de nosotros es algo parecida a la descrita en este capítulo, en donde se presenta la experiencia personal del hombre renovado, quien descubre esta ley en sus miembros: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (v. 21-23). La persona convertida realiza así que tiene dos naturalezas, la nueva naturaleza del hombre interior y la naturaleza maligna del pecado. Una es humana y está contaminada, la otra es de Dios, es santa y sin pecado.

Cada uno de los convertidos también aprende que cuando se comete lo que el hombre nuevo odia, ya “no soy yo (la persona convertida) quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí” (v. 17). La naturaleza pecaminosa que aún mora en el creyente es la fuente de todos los malos pensamientos, sentimientos, pasiones y acciones que la nueva naturaleza odia.

Además, el creyente experimenta que su vieja naturaleza no se ha mejorado después de su salvación, que no se puede ni mejorar ni cambiar. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (8:7). Tenemos que aprender la lección de Romanos 7:18: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien”. Esta es una lección difícil de aceptar, pero que es necesaria para obtener la victoria sobre la vieja naturaleza.

3.3 - Crucificado juntamente con Cristo

En Romanos 6:6 leemos: “Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido (anulado, versión francesa J.N.D.), a fin de que no sirvamos más al pecado”. Aquí hay algo muy importante que Dios quiere enseñarnos y es que “nuestro viejo hombre fue crucificado” juntamente con Cristo. El término el “viejo hombre” se encuentra tres veces en las Escrituras y denota la condición en la cual el creyente se encontraba antes como pecador responsable: El “viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos” (Efesios 4:22).

Este estado ha sido juzgado cuando Cristo murió en la cruz. Cristo ha alcanzado una liberación tan completa para el creyente que este último puede identificarse por la fe con Cristo en la cruz y ver en Su muerte su propia muerte como pecador responsable ante Dios. Así podemos decir con el apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gálatas 2:20). Por fe podemos mirar hacia atrás a la cruz y decir: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con” Cristo.

Esto le da descanso al corazón y un verdadero sentido de poder contra el pecado. “Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3:9-10). Este es un hecho cumplido para el cristiano y, a medida que lo realicemos por fe, el resultado práctico será: “que el cuerpo del pecado (el pecado que mora en nosotros) sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6: 6). El poder para vencer el pecado que mora en nosotros está en creer estas verdades acerca de la muerte del viejo hombre y la existencia del nuevo hombre ante Dios. Debido a que Dios dice: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3), el creyente mortifica su carne, es decir, hace morir de manera práctica todo lo que es inconsistente con la muerte de Cristo (Colosenses 3:5).

“Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). En la persona de Cristo, nuestro sustituto en la cruz, Dios condenó al pecado en nuestra carne, nuestra naturaleza pecaminosa, y lo juzgó allí una vez por todas. Él no solo murió por nuestros pecados, sino también por ese principio que está a la raíz del mal en nosotros, el pecado en la carne, y “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). La condenación del pecado en la carne por el justo juicio de Dios quita el pecado delante de Él por el sacrificio de Cristo. Este acto es eficaz para todos los que creen en Jesús quien lo cumplió.

Por lo tanto, no estamos llamados a tratar de mejorar, erradicar o «quemar» la vieja naturaleza de pecado en nosotros como algunos enseñan. Debemos aceptar la condenación y el juicio de Dios sobre el pecado en la carne que se ejecutó en la cruz de Cristo y gozarnos de que ha sido puesto fuera de Su vista.

3.4 - Una nueva posición

En la cruz de Cristo, nuestra antigua posición ante Dios como hijos de la raza perdida de Adán llegó a su fin. Allí hemos muerto bajo el juicio de Dios ejecutado sobre Cristo nuestro sustituto. Como creyentes en el Salvador quien murió por nosotros estamos ahora asociados con el Cristo resucitado y glorificado, con una nueva posición ante Dios. Dios ya no nos ve ante Él en nuestra naturaleza pecaminosa. Ya no nos ve en relación con la vida condenada del primer Adán, sino en la vida de resurrección de Cristo, el postrer Adán. Él no mira nuestra naturaleza pecaminosa con la que el recién convertido está muchas veces ocupado y angustiado. Dios ve al creyente en Cristo, “acepto en el Amado” y “completo en Él” (Efesios 1:6; Colosenses 2:10). “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). Esta es la nueva posición del cristiano ante Dios y la realización de esto es un gran consuelo para aquel que está preocupado por el descubrimiento de su naturaleza pecaminosa. Saber que Dios ha terminado con nuestro viejo hombre y que ya no nos ve en esta posición, nos ayuda a terminar con la vieja naturaleza y a no seguir ocupándonos de ella.

3.5 - Considerarnos muertos al pecado

Sabiendo que Dios considera a nuestro viejo hombre muerto con Cristo, se nos dice: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:11). Debemos vernos como Dios nos ve, creyendo que hemos muerto con Cristo y que hemos resucitado con Él, siendo muertos al pecado.

Aunque nuestra vieja naturaleza todavía está presente en nosotros, debemos negarnos a escucharla u obedecerla cuando se manifiesta, haciéndonos pensar en esto o aquello, o diciéndonos que hagamos cualquier cosa que no agrada a Dios. Debemos tratarla como una persona muerta que no tiene derecho a vivir o a ser escuchada. Tiene que permanecer en la muerte y debemos acordarnos siempre que Dios dictó sentencia de muerte sobre ella. Este es el camino para considerarnos prácticamente muertos al pecado y vivos para Dios.

“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias” (v. 12). Aunque el pecado todavía mora en nosotros, no debemos permitir que reine en nosotros ni que gobierne. No hay que obedecer sus concupiscencias.

3.6 - Presentarnos nosotros mismos a Dios

“Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Romanos 6:13). Aquí está el tercer punto de la instrucción vital de Romanos 6: presentar nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. En otro tiempo éramos esclavos del pecado, pero ahora nuestro Salvador nos ha libertado de la esclavitud del pecado y, por eso, debemos presentarnos nosotros mismos a Él y servir a la justicia. Necesitamos reconocer los derechos del Señor sobre nosotros y darnos cuenta de que le pertenecemos y que debemos servirle. El apóstol nos dice: “No sois vuestros… porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:19-20).

Cuando uno se presenta a sí mismo al Señor y le sirve, mientras lo hace, uno escapa a la tentación de servir a la carne, ya que no es posible hacer dos cosas distintas al mismo tiempo, es decir, servir al Señor y también al pecado. Por lo tanto, es bueno para el creyente hacer algo para el Señor y ocupar su corazón con Él y con las cosas que le conciernen. Al hacerlo, presenta sus miembros a Dios como instrumentos de justicia y se hallará por encima del poder de la naturaleza pecaminosa.

3.7 - El poder en el Espíritu Santo

El poder para mantener la vieja naturaleza en el lugar de la muerte se encuentra en el Espíritu Santo: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Encontramos que somos incapaces de dominar la naturaleza pecaminosa dentro de nosotros con nuestras propias fuerzas. Pero, con la ayuda del Espíritu de Dios que mora en nosotros, quien nos fortalece con poder (Efesios 3:16), podemos hacer morir las obras malas de la carne y mantenerlas bajo control. Este es el secreto de la victoria sobre la naturaleza vieja y pecaminosa: la victoria por el poder del Espíritu.

Se nos exhorta a “andar en el Espíritu (escuchar la voz del Espíritu y hacer por su poder lo que nos manda), y a no satisfacer los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). El Espíritu Santo en el creyente es como un hombre fuerte que vive en una casa en la que hay un inquilino perverso que debe sujetar. Este mal habitante es más fuerte que el dueño de la casa y lo supera, pero el hombre fuerte ayuda al propietario a mantener este mal encerrado y bajo control. Este huésped malvado lo podemos comparar con nuestra naturaleza pecaminosa. Si permitimos que el Espíritu Santo tenga el control de nuestras vidas, Él mantendrá a la vieja naturaleza sujetada y nos dará la victoria para que no vivamos conforme a la carne, sino según los deseos de la nueva naturaleza.

3.8 - El juicio de uno mismo y la confesión

Si uno escucha a la carne, se rinde a sus deseos y comete el mal, el Espíritu de Dios dentro de nosotros se aflige, la comunión con Dios se interrumpe y nos sentimos miserables. Entonces, el Espíritu Santo no tiene libertad para ayudarnos a hacer morir las obras de la carne en nosotros, sino que es afligido porque lo menospreciamos y dimos lugar a las obras de la carne.

La única forma de restauración es juzgarnos a nosotros mismos ante el Señor y confesar a Dios nuestro mal. “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados” (1 Corintios 11:31). “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). El juicio personal y la confesión deben practicarse diariamente, ya que siempre encontraremos algo en nuestras vidas y nuestros corazones para juzgar delante del Señor.

Cuando nos juzgamos a nosotros mismos, tomamos partido con el Señor contra nosotros mismos y contra lo que le desagrada, y tenemos la promesa de que Él nos perdonará y nos limpiará de toda maldad. Si no practicamos el juicio personal, Dios debe castigarnos y juzgarnos “para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:32).

3.9 - Mantener una buena conciencia

Relacionado con el juicio personal está el mantenimiento de una buena conciencia, la cual es muy necesaria para la victoria en la vida cristiana. El apóstol Pablo dijo: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16). La única forma en que podemos tener una buena conciencia ante Dios y los hombres es andar en la verdad y, si hemos fallado en esto, el juicio de uno mismo y la confesión deben ser ejercitados ante Dios y ante los hombres. “Manteniendo la fe y buena conciencia, desechando la cual naufragaron en cuanto a la fe algunos” (1 Timoteo 1:19). Si un creyente abandona el mantenimiento de una buena conciencia, naufragará en su fe y arruinará su vida cristiana y su testimonio.

“Si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas. Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:20-22). Tal es el feliz efecto de una buena conciencia ante Dios, y es muy cierto que, al contrario, si la conciencia y el corazón de un creyente lo condenan, debe constantemente considerarse muerto al pecado, presentarse a sí mismo a Dios, andar en el Espíritu y practicar el juicio de sí mismo, si es que desea disfrutar de una buena conciencia ante Dios y ante los hombres.

3.10 - No alimentar la vieja naturaleza

Antes de concluir este tema, recordamos a nuestros lectores que, si nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, y nuestra vieja naturaleza se mantiene muerta, la consecuencia es que no debemos alimentarla, sino que debemos mantenerla desnutrida. Romanos 13:14 nos dice: “No proveáis para los deseos de la carne”. Si prestamos atención a los antojos de la vieja naturaleza y la alimentamos con lo que le gusta, hacemos provisiones para que la carne satisfaga sus deseos, entonces se fortalece y se vuelve fuerte para luego muy pronto reinar sobre nosotros.

Vimos en una sección anterior que necesitamos alimentar a la nueva naturaleza para que crezca fuerte y se desarrolle. Al hacerlo, haremos que la vieja naturaleza muera de hambre, porque lo que alimenta a la nueva naturaleza hace morir de hambre la vieja naturaleza, pues cada una desea un alimento diferente. Como ilustración, podemos imaginar a un perro y un águila encadenados el uno al otro. Alimentar solo al perro hará morir de hambre al águila y el perro tendrá el dominio, pero si es el águila la única que fuera alimentada, el perro se morirá de hambre y el águila se volverá fuerte y subirá a lo alto, llevando consigo al perro. Así sucede en nosotros mismos; ¿a quién alimentamos, a la vieja o la nueva naturaleza?

3.11 - Resumen

Los temas anteriores que hemos considerado en relación con «la vieja naturaleza y la victoria sobre ella» son elementos esenciales para tener una vida cristiana feliz y victoriosa. La verdadera vida cristiana solo puede ser vivida y disfrutada cuando el cristiano se da cuenta de que el viejo hombre ha sido crucificado con Cristo y que su naturaleza pecaminosa ha sido condenada por Dios en la cruz, que se considera muerto al pecado, se entrega a Dios y camina en el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros. Enseñado por el Espíritu, el creyente realiza su aceptación y su nueva posición ante Dios que lo lleva a caminar en la verdad, a practicar el juicio personal y la confesión con respecto a cualquier falta en su andar.

4 - El mundo y la separación de él

El mundo del que se hablará en este capítulo no es nuestro mundo material o creado, sino el orden y sistema mundial que Satanás ha construido en esta tierra material.

En el idioma griego en el que se escribió originalmente el Nuevo Testamento, hay tres palabras diferentes que se traducen en la Biblia Reina-Valera como “mundo”. Son 1) “aion” que significa «una edad, tiempo, dispensación», 2) “kosmos”, que significa «orden, forma, moda, disposición», 3) “oikoumene” que significa «la tierra habitable o tierra». La mayoría de los versículos en nuestra Biblia traducidos como mundo corresponden al “kosmos” griego y hacen referencia al orden y sistema mundial que el hombre bajo Satanás ha construido sobre la tierra. Es de este sistema mundial del cual el cristiano está llamado a caminar en separación.

4.1 - Satanás, su príncipe y dios

En Juan 12:31 y 14:30, el Señor habló de Satanás como “el príncipe de este mundo” (kosmos) y en Efesios 2:2 se nos dice que “anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia”. La corriente y el orden del sistema mundial del que estamos rodeados se orienta conforme a Satanás, el cual es su gobernador y el príncipe de la potestad maligna del aire, que opera en los no salvos.

2 Corintios 4:4 habla de Satanás como “el dios de este siglo” o «mundo» (aion), y en Gálatas 1:4 leemos sobre “el presente siglo malo” o «edad» (aion). Debido a que Satanás es su príncipe y dios, y ha construido su gran sistema y ordena su corriente, se identifica como malo el mundo o siglo en el que vivimos. “El mundo entero está bajo el maligno”, nos dice el apóstol Juan (1 Juan 5:19).

4.2 - El carácter del sistema del mundo

En 1 Juan 2:15-17 se nos dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo (kosmos). Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”.

Aquí tenemos claramente establecido el carácter de todo lo que hay en el mundo que Satanás ha construido. Cada cosa en este sistema apela a uno u otro de los tres deseos de la naturaleza mala del hombre caído: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Cuando Satanás tentó a Eva y a Cristo, apeló a estos tres deseos en sus tentaciones (véase Génesis 3:6; Mateo 4:1-10). Eva respondió y pecó, pero Satanás no encontró en Cristo respuesta a sus tentaciones, porque no había en el Señor naturaleza pecaminosa. Las cosas en el sistema del mundo no son de Dios nuestro Padre, y pasarán. Estas malas tendencias apelan a nuestra naturaleza malvada, la cual consideramos en el capítulo precedente en el cual vimos que debemos considerarnos muertos con Cristo y por lo tanto, en nuestra condición de redimidos, caminar apartados del mundo malo de Satanás y de todo su atractivo a fin de tener una vida cristiana feliz y victoriosa.

Las cosas del sistema de este mundo, con las que Satanás procura ocuparnos, son temporales, y con el paso del tiempo se acabarán. “Enfermó, cayó el mundo” (Isaías 24:4), “pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17). La nueva naturaleza no ama el mundo malo de Satanás; ama a Dios el Padre y busca agradarle. Dado que el mundo no es del Padre, sino de Satanás, el cristiano, quien recibió una naturaleza divina, no desea caminar tras las cosas de este mundo malo y no puede ser feliz en tener alguna comunión con él, por lo tanto, el apóstol dice: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (v. 15). Un verdadero cristiano no se caracteriza por el amor al mundo.

4.3 - El mundo crucificó a Cristo

Cuando el Señor Jesús vino al mundo que había creado, el mundo (kosmos) no lo conoció (Juan 1:10). Más tarde, judíos y gentiles, religiosos y no religiosos, se unieron, lo rechazaron y le crucificaron. El título que fue puesto en Su cruz fue escrito en hebreo, griego y latín, las lenguas del mundo religioso, el mundo erudito y el mundo político de ese tiempo. Así, el mundo entero se unió para rechazar a su Creador y crucificarlo.

Al hablar de la sabiduría de Dios en 1 Corintios 2:7-8, el apóstol dice: “La que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria”. Así se habla de los príncipes de este mundo, como ignorantes de la persona de Cristo, de la sabiduría de Dios y como aquellos que le crucificaron.

En Juan 15:18-25, el Señor habla del mundo que le aborreció a Él mismo, a su Padre y a los suyos sin causa. Esta actitud del mundo hacia Cristo y hacia Dios sigue siendo la misma. Nunca se ha arrepentido del terrible crimen de crucificar a Cristo y por eso este sistema del mundo está manchado con la sangre del Hijo amado de Dios. El cristiano que ama al Señor debe entonces caminar en completa separación del mundo, si quiere ser fiel a su Salvador, el cual fue rechazado.

4.4 - La cruz nos aparta del mundo

En tanto que el mundo le dio a Cristo la cruz del rechazo y la muerte por la crucifixión, ¿cómo puede el cristiano amar o permanecer unido a este sistema mundial malo que tiene a Satanás como su dios y príncipe y que odia a Cristo, a su Padre y a su pueblo? La amistad del mundo es enemistad contra Dios, tal como Santiago 4:4 nos dice: “Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios”. El apóstol Pablo dijo: “En la cruz de nuestro Señor Jesucristo… el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). La cruz de Cristo debe permanecer como una barrera infranqueable e inamovible entre el mundo y el cristiano, como aquello que lo aparta de este para siempre.

4.5 - El cristiano no es del mundo

En Juan 15:19 el Señor nos dice, “Porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece”. El Señor nos ha elegido fuera de este mundo, y al salvar nuestras almas, “nos ha librado de la potestad de las tinieblas”, del reino de Satanás quien gobierna este mundo malo, “y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20). El cristiano pertenece a un mundo y reino diferentes del cual Cristo es el centro y contorno, por lo tanto, el cristiano no pertenece al presente siglo malo.

El cristiano está en el mundo pero no pertenece a él. Es como un barco en el agua. El barco está hecho para flotar en el agua y es útil en su interior, pero si el agua entra en el barco, pronto la embarcación se hundirá. Es así con el cristiano; debe ser útil para el Señor y las almas preciosas del mundo, pero el mundo en el que se encuentra no debe entrar en su corazón de modo que se convierta en parte de él; si lo hace, naufragará en cuanto a la fe (1 Timoteo 1:19).

Entonces el Señor oró como se ve en Juan 17:15-16: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. El deseo y la oración del Señor por los suyos es que sean guardados del mal que caracteriza este mundo, que verdadera y prácticamente no sean del mundo. Entonces, guardémonos “sin mancha del mundo” (Santiago 1:27) en respuesta al deseo y la oración de nuestro Señor.

4.6 - Un pueblo apartado

El Señor, por lo tanto, desea que su pueblo permanezca apartado para Sí mismo y se aleje de este mundo malo que lo crucificó y que lo aborrece a Él y a su Padre. Este es el camino en que andará la nueva naturaleza del creyente y en que el Espíritu Santo nos guiará. Este es un aspecto esencial de la vida cristiana y ningún hijo de Dios puede prosperar en su alma o realmente disfrutar de Cristo y su herencia celestial, si no está caminando en una separación práctica del espíritu y la corriente del presente siglo malo.

El pueblo de Dios en toda la Biblia, en cada época, fue llamado a ser un pueblo apartado para el Señor. Las siguientes Escrituras enfatizan esto: Éxodo 33:16; Levítico 20:24; Esdras 10:11; Nehemías 9:2. “Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos” (Levítico 20:26), este es un ejemplo típico de la exhortación de Dios a su pueblo de antaño, exhortación que es igual para nosotros hoy, que andemos apartados del mundo y de aquellos que no le pertenecen.

4.7 - Sin yugo desigual con los incrédulos

Si uno anda apartado prácticamente del mundo, no se puede unir en yugo desigual con aquellos que no son creyentes y que por lo tanto, forman parte del sistema impuesto por Satanás. 2 Corintios 6:14 nos da instrucciones definitivas sobre esto: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?” Cuando dos seres están unidos en yugo, deben avanzar en la misma dirección y trabajar juntos como si fuesen uno solo. Pero, ¿cómo puede un cristiano caminar junto a un incrédulo? Son tan diferentes como la luz y la oscuridad. Estar unido en estas condiciones es estar en un yugo desigual e infeliz. Por lo tanto, cualquier yugo en los negocios comerciales, unión de tipo religiosa o matrimonial de cristianos con incrédulos es un yugo desigual con el mundo y debe ser rechazado, pues es muy nocivo y perjudicial para la vida y el testimonio cristiano. Muchos creyentes no han prestado atención a las instrucciones anteriores y han descubierto con gran dolor cómo tales yugos desiguales les han traído sufrimiento y los han estorbado gravemente en su vida cristiana.

4.8 - Vigile sus compañerismos

Aquello que conduce a un yugo desigual con el mundo, es el primer paso de la unión con el mundo y con los inconversos. Por lo tanto, es muy importante que los cristianos tengan mucho cuidado con quién tienen compañerismo. El salmista dijo: “Compañero soy yo de todos los que te temen y guardan tus mandamientos” (Salmo 119:63). Haga del Señor Jesús su principal compañero y a todos aquellos que lo aman, le temen y cumplen Su Palabra sus amigos y compañeros. Nos afecta la compañía que mantenemos. “No os engañéis; las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (1 Corintios 15:33, V.M.). “El que anda con sabios, sabio será; mas el que se junta con necios será quebrantado” (Proverbios 13:20). Si un creyente tiene compañía con aquellos que son del mundo y ama su mal camino, pronto tendrá una mente mundana y se verá mezclado él mismo con el sistema del mundo.

Habiendo considerado lo que se ha presentado, confiamos en que el lector verá que la separación de este presente y malo sistema del mundo en todos los sentidos es un aspecto vital en la vida cristiana y que no se puede gozar de la vida en abundancia en Cristo si la amistad del mundo es practicada. La separación del mundo debe ser el resultado natural de la comunión con Cristo, de andar en el Espíritu y en la nueva naturaleza. La devoción al Salvador y el disfrute de Él mismo son la fuente y el poder para la separación del mundo. Ojalá conozcamos más de esto en el poder de la nueva vida.

5 - La adoración en espíritu y en verdad

El apóstol Pablo describe en Filipenses 3:3 tres características del pueblo cristiano. Allí leemos: “Nosotros somos la verdadera circuncisión, los cuales adoramos a Dios en espíritu, y nos gloriamos en Cristo Jesús, y no ponemos confianza alguna en la carne” (V.M.). Por lo tanto, adorar a Dios en el Espíritu y gloriarse en Cristo Jesús es una característica real y esencial de la vida cristiana. Esta vida es de Dios y se gloria en Él como su fuente de vida y de toda bendición. En la presentación de la posición y de las bendiciones del cristiano, como se lee en Romanos 5:1-11, lo que se da como el peldaño más alto en la escalera, por así decirlo, es “que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (v. 11). Esta gloria se expresa naturalmente en adoración y alabanza a Aquel que es reconocido como el Dador y la Fuente de todo su gloria y de sus bendiciones.

5.1 - ¿Qué es la adoración?

La adoración es la respuesta agradecida, alegre y desbordante del corazón hacia Dios cuando se llena con el profundo sentido de las bendiciones que le han sido otorgadas. Le está dando el honor, la adoración, la alabanza y la acción de gracias que le corresponde por lo que es en Sí mismo y por lo que ha hecho y hace por nosotros. Las alabanzas, las acciones de gracias y la mención de los atributos de Dios y de sus actos, con la actitud de exaltación de Él, es lo que constituye la adoración.

El significado de la palabra griega para adoración (pros-kuneo), la cual se usa en la mayor parte del Nuevo Testamento, es: «hacer reverencia u homenaje por postración, inclinarse en adoración».

En Juan 4:24 se nos dice que “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Como Dios es Espíritu, la adoración espiritual es todo lo que Él acepta. Él debe ser adorado “en espíritu y en verdad”. La adoración espiritual contrasta con las formas y ceremonias religiosas de las que es capaz el hombre no regenerado. Estas no son esa adoración espiritual que Dios está buscando. La verdadera adoración cristiana es la expresión de la vida nueva, interior y divina que se realiza en la energía y el poder del Espíritu Santo, y se manifiesta en expresiones de alabanza, adoración y acciones de gracias. Esto deja de lado todas las fórmulas humanas que imponen ceremonias y rituales practicados por la voluntad y la iniciativa del hombre religioso pero no regenerado.

5.2 - El Padre busca adoradores

“Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23). Dios es conocido como Padre por sus hijos y adorado como tal en espíritu y en verdad. Se ha dado a conocer como un Padre que busca y adopta hijos que le adoren. En su propio amor redentor Dios ha salido en busca de adoradores, buscándolos bajo el suave o dulce nombre de “Padre”, colocándolos en una posición de cercanía y libertad delante de Sí mismo como hijos de su amor. Este es el lugar bendito al que el cristiano es llevado, y desde el cual ahora nuestro amado Padre busca la adoración de los que son Sus hijos comprados por sangre. Démosle entonces libremente y diariamente la alabanza, las acciones de gracias y la adoración debida a su Nombre y que Él espera de sus hijos.

5.3 - Cultivar el espíritu de alabanza

El salmista nos dice: “Bueno es alabarte, oh Jehová, y cantar salmos a tu nombre, oh Altísimo; anunciar por la mañana tu misericordia, y tu fidelidad cada noche” (Salmos 92:1-2). El apóstol, escribiendo a los creyentes hebreos, dice: “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre… porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:15-16). Así también el apóstol Pedro escribe: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5).

Estas Escrituras, y muchas otras, nos hablan del espíritu de alabanza y adoración que debe caracterizar diariamente al cristiano. Cultivemos, pues, este espíritu de acción de gracias y adoración, que es la expresión propia de la naturaleza divina y una característica esencial de la vida cristiana.

5.4 - ¿Dónde están los nueve?

El Señor hizo esta pregunta al único leproso, de los diez que fueron sanados, quien regresó a Él y cayó a Sus pies para darle las gracias cuando descubrió que estaba limpio de su lepra. “Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero?” (Lucas 17:17-18). Esto nos muestra cómo el Señor apreció la adoración de este leproso al que limpió y cuán profundamente sintió la ingratitud de los otros nueve. ¡No seamos como los nueve, sino como el que adoró a su Salvador!

5.5 - “Haced esto en memoria de mí”

En relación con dar al Señor la alabanza y la adoración que Él busca y que le corresponde, existe una petición especial que Él nos ha dejado y que consiste en que lo recordemos a Él en Su muerte por nosotros, al comer el pan y beber la copa de la Cena del Señor. “Tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lucas 22:19-20). “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26).

Por lo tanto, es el deseo del Señor que tomemos parte de la Cena en recuerdo de Sí mismo y de su muerte expiatoria por nosotros, para alabarlo y adorarlo como nuestro Salvador, Redentor y Señor. Este es un elemento fundamental en la vida cristiana que el creyente no puede descuidar si desea complacer a su Salvador y prosperar en su alma. ¿Querido joven creyente, está obedeciendo al Señor en esta petición especial recordándolo como lo estableció?

6 - El Fruto del Espíritu

En Juan 15, el Señor habló a sus discípulos acerca de llevar fruto para la gloria de Dios. Les dijo que él era la vid, que su padre era el labrador y que ellos eran los pámpanos. “El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto… En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (v. 5, 8). Luego les dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (v. 16).

De las palabras de nuestro Señor, aprendemos que el propósito de nuestro llamamiento y salvación es que llevemos fruto para la gloria del Padre. Para este fin hemos sido elegidos y establecidos. Nuestro Padre busca fruto para su deleite y satisfacción en sus hijos y “todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (v. 2). Por lo tanto, podemos estar seguros de que llevar fruto para Dios es un elemento esencial en la vida cristiana. El Señor nos ha salvado para este propósito y cada cristiano debe ser ejercitado sobre este importante y práctico tema de llevar fruto.

6.1 - ¿Qué es llevar fruto?

Llevar fruto es una manifestación y un rasgo distintivo de aquella vida. Se planta una semilla que contiene vida y características específicas. La semilla produce una planta que lleva frutos con el mismo carácter y naturaleza de la vida contenida en la semilla que fue plantada. Hay una reproducción de la vida y la naturaleza manifestada en el fruto. La semilla de un naranjo, si se planta, producirá otro naranjo con su fruto característico. La semilla de un árbol de limón que es plantada, producirá otro árbol de limón que lleva limones como fruto.

Entonces, en la vida cristiana, llevar fruto implica una reproducción de la vida y de las características de Cristo en el creyente. Llevar fruto consiste más en manifestar lo que uno es, que lo que uno hace; es ser alguien para Dios en lugar de hacer algo para Él. Llevar fruto para Dios tiene que ver mucho más con el carácter y la semejanza de Cristo, que con el servicio.

Cristo, la vid verdadera en la que el creyente debe permanecer, se reproducirá en aquellos que permanecen en comunión con él. El Padre, el labrador divino, busca que la vida de Cristo y sus características sean reproducidas y manifestadas en sus hijos. Este es el fruto que está buscando para su satisfacción y deleite. Él los ha predestinado “para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Romanos 8:29) y desea que “Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4:19). Así, el apóstol Pablo comprendió que el propósito de Dios, en todos los problemas de la vida que él y nosotros atravesamos, es “que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10). Cuando Cristo se ve en nuestras vidas, eso es llevar fruto para su gloria y del Padre.

En Gálatas 5:22-23 se nos dice que “el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza”. Todas estas virtudes se manifestaron perfectamente en la vida de Cristo como fruto para la gloria y la complacencia del Padre. El Espíritu de Dios que mora en nuestro interior también producirá este hermoso racimo de nueve frutos en la vida de cada creyente que permanece en Cristo, la vid verdadera. Estas virtudes que se manifestaron en Cristo no se expresan como «frutos», sino como “fruto del Espíritu”. Son, por así decirlo, todas unidas en un racimo como sucede con las uvas: una fruta de nueve sabores diferentes. Es un desarrollo completo y armonioso del carácter cristiano a través del Espíritu Santo, en el cual cada parte está en evidente relación con el resto. El amor es mencionado primero y brilla en todas estas virtudes, uniéndolas, por así decirlo.

Los primeros tres aspectos del fruto del Espíritu (amor, gozo, paz) son hacia Dios y para su mirada. Se les puede llamar el fruto interior. Los siguientes tres (paciencia, benignidad, bondad) son el resultado de los primeros tres cuando llenan el corazón. Se manifestarán hacia los hermanos, el mundo perdido e incluso los enemigos. Todos alrededor del creyente pueden verlos y apreciarlos. Los tres últimos (fe, mansedumbre, templanza o autocontrol) son personales y necesarios para el sustento del alma al atravesar el mundo con sus desafíos y diversas pruebas.

6.2 - Requisitos para llevar fruto

En Juan 15, donde se habla especialmente de llevar fruto, el Señor da las condiciones necesarias. En los versículos 4 y 5 leemos: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”.

Aquí aprendemos que permanecer en Cristo y él en nosotros, es la principal condición para llevar fruto. Todo verdadero creyente está unido a Cristo como un pámpano en una vid. La vida que fluye a través de la vid, Cristo, fluye también a través del pámpano el cual es el creyente. Por lo tanto, el poder de llevar fruto para Dios está primeramente en Cristo, la vid verdadera, así como en nosotros los pámpanos unidos a Él. Pero somos responsables de permanecer en Cristo de manera práctica, y esto es lo que se destaca en Juan 15 como indispensable para llevar fruto.

No podemos llevar fruto para Dios por nosotros mismos; no es por nuestros esfuerzos, es simplemente permaneciendo en Cristo, en comunión práctica y viva con él, la vid vivificante, que el fruto para su gloria es producido en el cristiano. Si un alma mora en Cristo, Cristo mora en esa alma y lo que hay en Él se comunica a ésta, tal como la savia fluye de la vid a los pámpanos. Al permanecer en Cristo, sacamos fuerzas continuamente de él y el resultado es el fruto producido.

En el mundo natural no hay actividad involucrada en llevar fruto, sino el descanso apacible, beber de la lluvia y la luz del sol, y participar de la savia de la vid que produce vida. De la misma manera, en el ámbito espiritual, el fruto para Dios es producido por la comunión tranquila y el descanso en la persona de Cristo, al mantener un contacto práctico y constante con él, sintiendo nuestra necesidad e incapacidad de hacer nada separados de Él. Es al estar ocupados de Cristo que el fruto es llevado para él, y no por los esfuerzos personales.

Un espíritu en completa dependencia de Cristo es necesario para permanecer en él y llevar fruto. “Separados de mí nada podéis hacer” (v. 5), nos recuerda el Señor. Solo cuando reconocemos nuestra inutilidad y hacemos de Cristo nuestro único recurso y confianza, en una dependencia constante, permaneceremos en él y llevaremos fruto.

Otro aspecto se menciona en el versículo 7. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Es necesario que las palabras de Cristo permanezcan en nosotros y controlen nuestros pensamientos y deseos, para así tener la confianza de pedir lo que estimamos necesario y recibir poder para llevar fruto. Cuando verdaderamente permanecemos en Él y sus palabras permanecen en nosotros, nuestra mente, voluntad y pensamientos están formados por la mente de Cristo, recibimos la guía necesaria para nuestro corazón y tenemos confianza para dirigirnos al Padre en oración y pedir. De esta forma obtenemos el poder de permanecer en Él y llevar fruto por su Palabra, la cual permanece en nosotros.

En el versículo 3, el Señor dijo: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”. La Palabra de Dios tiene un poder purificador y de limpieza sobre nuestras almas, y el cristiano debe recurrir a ella diariamente si quiere permanecer en Cristo y llevar fruto. Para permanecer en comunión con el Señor debe haber una acción de limpieza constante de la Palabra de Dios en nuestros corazones, los cuales se contaminan tan fácilmente por la actividad de la naturaleza caída que está en nosotros y por el mal que nos rodea. No podemos permanecer en Cristo si el pecado tiene cabida en nuestros corazones, por lo tanto, siempre necesitamos el poder de santificación y limpieza de la Palabra de Dios sobre nuestras almas para evitar que pequemos y nos contaminemos. “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11).

En el versículo 10 de Juan 15, otro punto sigue: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”. Aquí se nos presenta la obediencia a los mandamientos del Señor como condición indispensable para permanecer en su amor. No solo debe su Palabra permanecer en nosotros, sino que necesitamos caminar en obediencia a ella de la misma forma que Cristo obedeció los mandamientos de su Padre y disfrutó del fruto que resulta de permanecer en su amor. Por la misma razón, un espíritu de sencilla obediencia a la voluntad de Dios tal como se revela en su Palabra, es necesario para permanecer en Cristo y llevar fruto.

A continuación encontramos el resultado bendito de tener el gozo de Cristo permaneciendo o morando en nosotros, y nuestro gozo cumplido como lo indica el versículo 11. El Señor tuvo su gozo perfecto en Dios el Padre. Su deleite era llevar fruto para la gloria del Padre, y desde arriba nos sigue mostrando cómo podemos tener gozo y bendición en nuestra vida aquí abajo al llevar fruto.

En resumen, aprendemos que los requisitos divinos para llevar fruto son permanecer en Cristo en comunión viva, un espíritu en completa dependencia de Él, su Palabra permaneciendo en nosotros como un poder de formación y de limpieza que generan confianza para pedir con libertad en oración y para nuestro caminar en obediencia a sus mandamientos, lo que resulta, en la práctica, en permanecer en su amor y tener su gozo cumplido en nosotros.

6.3 - El cuidado del Labrador

Otro elemento importante en el tema de llevar fruto tiene que ver con los cuidados del divino Labrador por los pámpanos y su trabajo de limpiarlos con el propósito de que cada vez más fruto pueda ser producido para su gloria. El Señor dijo: “Mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto” (v. 1-2).

El Padre es el labrador y, como tal, cuida los pámpanos con tierno amor y atento cuidado. Combina la sabiduría y el amor perfectos en el tratamiento de los pámpanos y sabe cómo hacer para que lleven fruto y más fruto. El profesante infructuoso es quitado, pero el fructífero es limpiado para que lleve más fruto. Él corta de nuestras vidas todo lo que impide que seamos como Cristo y llevemos fruto para su deleite. Puede emplear la tijera de podar para cortar aquellas cosas superfluas en nuestras vidas, con miras a que más y mejores frutos sean producidos en nosotros. Él nos castiga y puede hacernos pasar por el fuego de la aflicción para que las escorias sean quitadas de nosotros “para que participemos de su santidad”. Este proceso puede ser doloroso y penoso, “pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hebreos 12:10-11).

Entonces, cuando lleguen las pruebas, tal vez por enfermedad y dolencias, o por la tensión de las circunstancias, o quizás el duelo, podemos estar seguros de que se trata del cuidado amoroso del Padre por nosotros a fin de formarnos en pámpanos fructíferos, y que este proceso de limpieza procura hacernos más productivos para Él mismo. En ocasiones tiene que decir, como en el Cantar de los Cantares 4:16: “Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas”. Los vientos fríos de la adversidad que vienen del norte y los vientos del sur de la gracia y del amor, se combinan para soplar en la viña del Padre para que la fragancia del fruto dulce para él pueda fluir. Luego siguen las palabras agradables: “Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta” (v. 16), y “a nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado” (7:13).

Que seamos pues formados por su gracia para poder expresar estas benditas palabras a nuestro amado Salvador y amante Padre, quienes buscan fruto, abundante fruto en nuestras vidas. Que tengamos la disposición para meditar más sobre este aspecto esencial en la vida cristiana: La única forma en la que se puede llevar fruto en nuestras vidas para la gloria del Padre es permanecer en Cristo.

7 - Sirviendo al Señor

Cuando el Señor llamó a Simón y a Andrés, dijo: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres” (Marcos 1:17). Así vemos que el Señor los había llamado para convertirse en obreros suyos y a pescar almas de hombres. Servir al Señor, ser sus “pescadores”, debía ser su oficio en adelante.

Justo antes de que el Señor fuera a la cruz, dijo a sus discípulos: El Hijo del hombre “es como el hombre que yéndose lejos, dejó su casa, y dio autoridad a sus siervos, y a cada uno su obra, y al portero mandó que velase” (Marcos 13:34). Con esto, el Señor señaló que volvería al cielo y dejaría sus intereses aquí en manos de los suyos. Él espera que cada uno de sus siervos estén ocupados con su propio trabajo para su Maestro, mientras esperan su regreso.

Después de que Cristo resucitó de los muertos, dijo a los discípulos: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21), e “id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Estuvo aquí trabajando en el mundo como el siervo de Dios, desde la mañana hasta la noche atendiendo a los hombres necesitados. El Padre le había enviado “no... para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45). Y como el Padre lo había enviado al mundo, ahora él enviaría a los suyos al mundo para servirlo a él y a los hombres necesitados.

De estas Escrituras podemos deducir que servir al Señor es un aspecto esencial y vital en la vida cristiana, (aspecto) al que cada creyente está llamado de una u otra manera. Vivir para el Señor y servirle debe ser la principal ocupación y la vocación del cristiano. No somos salvos simplemente para estar seguros que entraremos en el cielo y estaremos en paz aquí abajo. El Señor nos ha salvado y nos dejó aquí en este mundo para estar ocupados y trabajar para él, para ser sus testigos, luminares y representantes en esta escena donde fue expulsado y crucificado.

Nuestro Salvador quiere que seamos como sus propias manos, pies, corazón y labios en este mundo. Desea que llevemos sus mensajes y realicemos su comisión, con el propósito de hacer el bien como él lo hizo cuando estuvo aquí abajo. Quiere que su amor fluya hacia la pobre humanidad que sufre, a través de nuestros corazones; quiere hablar a hombres, mujeres y niños por medio de nuestras vidas y nuestros labios. ¡Qué privilegio es este! Ni siquiera a los arcángeles se les confía el servicio que se nos concede a nosotros por maravillosa gracia. Que podamos apreciar tal oportunidad y privilegio, y seamos hallados sirviendo al Señor quien nos compró con su sangre preciosa. Que nos demos cuenta de que no somos nuestros, sino que estamos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo (1 Corintios 6:19-20).

De los nuevos convertidos en Tesalónica, la Palabra dice que “se convirtieron de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10). Una de las tres grandes cosas que los caracterizó fue “el trabajo de su amor” para el Señor, sirviendo al Dios vivo y verdadero por quien también habían dejado atrás a sus ídolos. Que esto nos caracterice a nosotros también hoy, quienes nos hemos “convertido de los ídolos a Dios”, y que sea una realidad en cada lector de estas líneas.

7.1 - ¿Qué debo hacer?

Algunas veces los creyentes formulan la pregunta: «¿Qué puedo hacer para el Señor?» y sin embargo añaden que no tienen mucha habilidad, ni tiempo, ni dinero con los que puedan servir al Señor. A fin de ser de alguna ayuda en este tema, primero es bueno preguntar al Señor qué servicio podemos hacer para él. Cuando Saulo de Tarso fue detenido por Cristo en el camino a Damasco y se encontró cara a cara con Jesús, a quien perseguía, dijo de inmediato: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9:6). Esta es una buena pregunta que cada creyente debería presentar al Señor individualmente. El Señor respondió a Saulo con instrucciones explícitas que lo llevaron a una plena liberación y salvación en Cristo y al conocimiento del servicio particular que le asignó su nuevo Señor. Luego leemos que “en seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios” (v. 20). De inmediato se encontró ocupado por su Señor y testificando de Él.

En cuanto a lo que uno puede hacer por el Señor, es útil leer Colosenses 3:23-24, un pasaje que fue escrito probablemente para aquellos que eran siervos del más bajo nivel, quizás esclavos: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres… porque a Cristo el Señor servís”. Por tanto, aprendemos que podemos hacer nuestro trabajo cotidiano cualquiera que sea como para el Señor, y de este modo servirle. Entonces, sea lo que sea aquello que hagamos, debemos hacerlo de corazón como para el Señor y glorificarlo en ello. “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas” (Eclesiastés 9:10), es otra palabra útil y alentadora para guiarnos en el servicio al Señor. De María, el Señor dijo: “Esta ha hecho lo que podía” (Marcos 14:8). Esto es todo lo que espera de cada uno de nosotros. Si tenemos un corazón dispuesto a servir al Señor y deseoso de hacer lo que él nos ordene, sin importar que sea pequeño o común, pronto encontraremos lo que podemos hacer para Él y las almas preciosas.

Cuando Moisés puso excusas para no hacer lo que el Señor le dijo que hiciera, Dios le dijo: “¿Qué es eso que tienes en tu mano?” (Éxodo 4:2). Tenía una vara y fue un objeto que Dios usó con gran poder. Es así como el Señor usará aquello que tengamos a la mano, por muy poco que sea, no obstante, debemos entregarlo a él y él lo bendecirá y nos dará aún más a medida que lo usemos para él.

Hay una multitud de diversas cosas que se pueden hacer para servir al Señor. Cada creyente puede hacer algo por su Señor, algo por lo cual está especialmente preparado como miembro del cuerpo de Cristo. Al estar en comunión con el Señor, le mostrará el trabajo que quiere confiarle y le fortalecerá para ello, le usará para su gloria y para bendecir a las almas preciosas.

Lo importante en el servicio al Señor no es en sí lo que estamos haciendo, sino más bien hacer lo que nos pide para él, y no para el hombre o para alabanza propia.

7.2 - Recompensas

En su gracia, para alentarnos en medio de las pruebas y los sufrimientos que acompañan el servicio para el Señor, él promete recompensarnos por todo lo que hacemos para él. Incluso un vaso de agua dado en su nombre recibe recompensa (Marcos 9:41), también varias coronas para los que le sirven aquí (véase 1 Tesalonicenses 2:19; 2 Timoteo 4:7-8; 1 Pedro 5:4; Apocalipsis 2:10). Una de las últimas promesas del Señor es: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apocalipsis 22:12).

El siervo fiel será asociado con él en su reinado cuando venga para reinar. Esto lo vemos en Mateo 25:21: “Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor”. ¡Precioso estímulo en verdad! Que podamos ser motivados a prestar un servicio más fiel y diligente para nuestro digno Señor y Salvador en el poco tiempo que queda antes de su venida, y así manifestar en nuestras vidas este aspecto esencial y vital de la vida cristiana.

8 - “Aguardando la esperanza bienaventurada”

La esperanza bienaventurada del cristiano se expresa en muchos pasajes del Nuevo Testamento. Los versículos en Tito 2:13 y 14 nos dicen: “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros”. En 1 Timoteo 1:1, el Señor Jesucristo mismo es la esperanza del creyente. Justo antes de que el Señor fuera a la cruz, dijo a sus discípulos: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:2-3). Su venida otra vez para tomar a sí mismo a los suyos, la verdadera Iglesia, la cual es su novia, y llevarla a la casa del Padre en lo alto, es la esperanza bienaventurada del cristiano. Aguardar “la esperanza bienaventurada” es un elemento esencial de la vida cristiana y una parte que debe caracterizar a cada creyente verdadero.

Los cristianos en Tesalónica manifestaban tres características que el apóstol Pablo enumera en la epístola que les dirige. Escribió: “Acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo”. Luego menciona de “cómo os convertisteis de los ídolos a Dios”, lo cual indica lo que fue la obra de su fe; “para servir al Dios vivo y verdadero”, que señala el trabajo de su amor, y “esperar de los cielos a su Hijo”, con que expresa su constancia en la esperanza (1 Tesalonicenses 1:3, 9-10). Aquí tenemos un conjunto maravilloso compuesto por la fe, el amor y la esperanza, elementos que están unidos entre sí en 1 Corintios 13:13, y en otras partes de las Escrituras.

Deseamos ocuparnos en este capítulo de esta tercera característica, la esperanza. Esta esperanza que tenían los cristianos de Tesalónica se expresó en su espera práctica de la venida de Jesús, el Hijo de Dios desde el cielo. El tema de la segunda venida del Señor Jesucristo se destaca en las dos epístolas de Pablo a la iglesia de Tesalónica. En cada capítulo de ambas epístolas se hace mención de esta, lo que muestra el lugar tan prominente que tenía esta esperanza bienaventurada en el corazón del apóstol, y asimismo el lugar que debería tener también en los afectos de cada cristiano.

8.1 - Viniendo por sus santos y con sus santos

Un estudio cuidadoso de los varios pasajes que hablan de la segunda venida de Cristo, revelará que su venida será en dos partes. Primero, vendrá por su novia, la verdadera Iglesia compuesta por los verdaderos creyentes lavados por su sangre, para tomarlos a la casa de su Padre. Luego, vendrá con todos sus santos a la tierra y reinará como Rey de reyes y Señor de señores. La Escritura anteriormente citada en Juan 14 sin duda alguna habla de la venida de Cristo con el propósito de tomar a sí mismo los suyos, para que puedan estar con él en el lugar preparado en la casa del Padre.

1 Tesalonicenses 4:14-17 también establece claramente la venida del Señor por sus santos como un evento separado de su venida con los suyos a la tierra para reinar. “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”. Aquí leemos que los muertos en Cristo serán resucitados, y que juntamente con los vivos que habrán creído en la muerte y resurrección de Jesús serán arrebatados para recibir al Señor en el aire y estar para siempre con Él. Este pasaje de las Escrituras presenta al Señor viniendo por sus santos, los creyentes del Antiguo y Nuevo Testamento, y como el Esposo que viene por su esposa. Mateo 25:1-10 también presenta este aspecto de su venida y entrada con las vírgenes prudentes que estaban preparadas para salir a recibirle.

La aparición del Señor, o su manifestación como Hijo del hombre con poder y gran gloria, y su venida a la tierra en juicio con sus santos se establece definitivamente en las siguientes Escrituras: Mateo 24:30; 25:31-46; 1 Tesalonicenses 3:13; 5:2-3; 2 Tesalonicenses 1:7-10; 2:8; 1 Timoteo 6:14-15; Apocalipsis 1:7; 19:11-21 y otros pasajes. Mezclar estas Escrituras con los textos que hemos dado anteriormente en referencia a la venida del Señor por sus santos, y designarlos a todos como si describieran el mismo evento, crea una gran confusión y resulta de una lectura equivocada de cosas que son claramente distintas. El Señor le dijo una vez a cierto intérprete de la ley: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” (Lucas 10:26).

La Biblia no enseña un único e indivisible retorno de Cristo al final del período de la tribulación, lo cual algunos están enseñando y por lo cual siguen contendiendo hoy. Estamos persuadidos de que las Escrituras enseñan la venida de Cristo por su Iglesia antes del período de tribulación que comienza en Apocalipsis 6, el arrebatamiento secreto de los santos primero, y luego su venida a la tierra con poder y gran gloria con sus santos al final de la gran tribulación como se puede ver en Apocalipsis 19.

8.2 - Los afectos de la Esposa

Hemos declarado que el Señor vendrá por su esposa, la verdadera Iglesia. Deseamos ampliar esta relación de esposo y esposa y ver cómo se hace hincapié en nuestro tema “aguardando la esperanza bienaventurada” de la venida del Señor como algo esencial en la vida cristiana. En primer lugar, podemos afirmar que Efesios 5:23-32 nos presenta claramente a Cristo y su Iglesia en la relación bendecida y más íntima de marido y mujer. En Apocalipsis 19:7-9 leemos acerca de las bodas del Cordero en el cielo y en el capítulo 21 tenemos una descripción de la novia como la esposa del Cordero, “dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (v. 2). Por lo tanto, la relación terrenal más alta e íntima se usa como sombra del vínculo que existe entre el corazón de Cristo y el cristiano. El Cantar de los cantares describe en figura está relación tan profunda.

El apóstol Pablo escribió a los corintios que él los había desposado o comprometido con un solo esposo, para presentarlos “como una virgen pura a Cristo” (2 Corintios 11:2). Por lo tanto, cada cristiano verdadero está comprometido con Cristo y debe manifestar afectos y anhelos por él, así como el corazón de cada joven comprometida se manifiesta en deseos afectuosos por su amado. Su corazón no está satisfecho con la maravillosa comunicación y dones de su amor, o con sus visitas, sino que espera con interés el día de la unión o el matrimonio, momento en el que ella lo tendrá y estará con él para toda la vida. Si esto es cierto en la esfera terrenal del amor, ¡cuánto más debería ser una realidad para nosotros que hemos aceptado el amor celestial y divino del mayor Amor de todos, nuestro Señor Jesucristo!

La naturaleza divina dentro del creyente desea cariñosamente al Señor mismo, y anhela su pronta venida a tomarnos a sí mismo para que podamos estar siempre con Él en la gloria. El Espíritu de Dios que mora en nosotros siempre busca desarrollar estos afectos y anhelos de una novia para su Amado. “El Espíritu y la Esposa dicen: Ven” y la respuesta a la promesa del Señor: “Ciertamente vengo en breve” debería ser “sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:17, 20).

8.3 - Esperando y velando

En Lucas 12:35-37 tenemos las palabras del Señor mismo en cuanto a la actitud que él desea que tengamos en nuestro corazón con relación a su venida. “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando”. Desea que nuestros lomos estén ceñidos en preparación para el servicio para Sí mismo, nuestras lámparas brillando ardientemente en testimonio para él, y nuestros corazones realmente esperando y velando por su regreso en sincera y afectuosa expectativa de su venida por nosotros. Se alegrará su corazón al encontrar a sus seres amados así, buscándole y deseándole en su venida. Mientras esperamos y anhelamos que venga nuestro Esposo, debemos estar trabajando y testificando para él. Las dos cosas van unidas. “Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así” (v. 43).

Que seamos caracterizados por este aspecto tan esencial y vital de la vida cristiana, el de “aguardar la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 3:13), y a la vez, manifestar todos los demás aspectos esenciales de la fe cristiana que han sido tratados en estos estudios.