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Verdades fundamentales de la salvación


person Autor: Edward DENNETT 47

flag Temas: La vida cristiana El alcance y la extensión de la salvación


Prefacio

Las páginas que siguen están destinadas a satisfacer la necesidad de aquellos que han sido despertados y vivificados por el Espíritu de Dios; y, por lo tanto, el autor ha procurado explicar “el camino de la salvación” de la manera más sencilla y clara posible. Por esta razón, no se ha afanado en evitar las repeticiones, si de este modo lograba simplificar el tema. Pero no se ha contentado solo con dirigir el alma al «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29), sino que, como mostrará el índice, ha añadido instrucción sobre algunas de las enseñanzas fundamentales de las Escrituras, instrucción tan elemental como necesaria para los niños en Cristo. A algunos se les puede ocurrir que se podrían haber incluido otros temas. El autor también pensó así, pero después de considerarlo más detenidamente se vio inducido a juzgar de otro modo, especialmente porque ya existen muchos libros que tratan de verdades más profundas.

Su deseo es que aquellos que lean estas páginas puedan comparar cada declaración hecha con las Escrituras; y que mientras leen puedan ser capacitados por el Espíritu de Dios para recibir «con mansedumbre la palabra implantada, que es poderosa para salvar vuestras almas» (Sant. 1:21); y es su oración, que el Señor pueda condescender a usarlas para Su propia gloria, porque sin su bendición habrá sido escrito, y será leído, en vano.

E. Dennett, Blackheath, diciembre de 1875.

Capítulo 1. La ansiedad del alma

En estas páginas deseamos satisfacer la necesidad de aquellos que han sido despertados del letargo de la muerte espiritual, y cuya principal preocupación es saber cómo obtener la paz con Dios. Su estado puede describirse mejor como de ansiedad del alma. Siempre hay muchos en esta condición, y especialmente ahora, cuando el evangelio de la gracia de Dios se predica tan ampliamente por todas partes. No son solo aquellos que están tan conmovidos que se ven obligados a gritar: “¿Qué tenemos que hacer?”, sino que también hay muchos otros que, bajo una conducta aparentemente tranquila y plácida, esconden una severa angustia del alma. La profundidad y la intensidad del sentimiento variarán en diferentes personas y bajo diferentes circunstancias. En algunos será ansiedad, y nada más; en otros habrá una verdadera angustia de mente y corazón; mientras que en otros casos habrá una angustia positiva del alma. Pero cualquiera que sea la profundidad del sentimiento –sea mayor o menor–, si hay alguna convicción de alienación o culpa ante Dios; si hay algún dolor por el pecado, junto con el más leve deseo de perdón y reconciliación con Dios; si, en otras palabras, hay alguna inclinación ante Dios en lugar de juicio propio, hay esa verdadera ansiedad espiritual de la que hablamos; porque tal estado de ánimo solo puede ser producido por el Espíritu de Dios.

El instrumento empleado para producir este estado del alma es, de una forma u otra, la Palabra de Dios. Esto puede no ser siempre aparente; porque a veces un himno, a veces una simple pregunta de otro, a veces el recuerdo de una oración, a veces la apelación de un predicador del Evangelio, pueden ser usados como la flecha de la convicción; pero en todos estos casos es realmente la Palabra de Dios, encarnada en estas diversas formas, la que el Espíritu Santo esgrime para despertar el alma descuidada. Su propia Palabra es, por lo que sabemos, la única arma que Dios usa para este fin; porque a él le agrada «salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21); y por eso dice el apóstol: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero para los que son llamados, tanto judíos como griegos, Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor. 1:23-24).

De los Hechos de los Apóstoles se pueden extraer varios ejemplos. El día de Pentecostés encontramos a Pedro presentando, en la predicación, a Cristo crucificado, resucitado y exaltado, y acusando a sus oyentes del pecado de rechazar y crucificar a Aquel a quien Dios había resucitado de entre los muertos. «Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza: ¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis! Al oír esto, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer?» (Hec. 2:36-37). El apóstol Pablo fue humillado a los pies del Salvador de una manera especial y extraordinaria; pero también lo fue por la presentación de Cristo, aunque en revelación, y no por la predicación de la Palabra. Tomemos también el caso de Félix. Se nos dice que cuando el apóstol habló de la justicia, la templanza y el juicio venideros, Félix tembló; y aunque el efecto en este caso parece haber sido solo transitorio, nos muestra el poder de la Palabra de Dios sobre el alma. El carcelero de Filipos podría parecer a primera vista una excepción a la regla; pero no cabe duda de que los sucesos sobrenaturales de aquella noche azarosa, cuando Pablo y Silas estaban a su cargo y bajo su custodia, no fueron sino la ocasión de la angustia de su alma, el medio de fijar en su corazón y en su conciencia el mensaje evangélico que debía haber oído previamente. Así sucede a menudo ahora. La enfermedad o el peligro repentinos, que traen una perspectiva inmediata de muerte, con frecuencia darán efecto, bajo el poder del Espíritu, a los mensajes y advertencias del Evangelio que antes no se habían escuchado y desatendido; y, llenando las almas de los hombres con temores culpables, con aprensiones de la ira de Dios contra ellos, los obligarán a clamar en voz alta pidiendo misericordia.

Por lo tanto, dondequiera que veamos ansiedad del alma –esa ansiedad del alma de la que hemos hablado– podemos estar seguros de que ha sido obrada por el Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios. Y es a aquellos que son los objetos de esta ansiedad a quienes deseamos hablar. Amado lector, ¿está usted en esta condición de preocupación por la salvación? ¿Ha sido convicto de pecado, y es el deseo de su alma conocer el camino de la paz con Dios? Si tal es su estado, tenga cuidado de no hacer oídos sordos a la voz del Espíritu de Dios, de no jugar con, o tratar de silenciar o ahogar las convicciones que él ha obrado. Cuídese también, le rogamos, de demorarse. Dios está luchando en gracia con vosotros. Para usted, por lo tanto, es especialmente cierto que «en tiempo aceptable te escuché, y en día de salvación te socorrí» (2 Cor. 6:2). Cuídese también de no curar las heridas de su alma con otros remedios que los del Evangelio, no sea que le lleven a gritar “Paz” cuando no hay paz. Su caso está lleno de esperanza. Porque Aquel que ha despertado sus deseos de salvación le envía este mensaje: «¡Reconciliaos con Dios!» (2 Cor. 5:20); y Su propia Palabra dice que «Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Permítame entonces suplicarle, como ante Dios, que lea con cuidado y en oración las páginas que siguen, para que aprenda el camino de la salvación tal como se revela en las Escrituras. Y que Dios mismo le enseñe, y le guíe a la paz, mediante la fe en Cristo.

Capítulo 2. El estado del hombre ante Dios

Lo primero que las almas ansiosas necesitan aprender es su lugar y condición ante Dios; es decir, comprender bajo qué luz son consideradas por Dios mismo. Porque mientras sigan engañadas e ignorantes de su propia condición, no estarán dispuestas a ser salvas por la gracia de Dios. Por lo tanto, hasta que no comprendan y reciban Su testimonio acerca de sí mismos, no recibirán su testimonio acerca de su Hijo. Porque el Evangelio es para los pecadores, y por lo tanto solo puede ser proclamado a los pecadores. Quisiera insistir muy seriamente sobre este punto a todos los que son objeto de la ansiedad del alma; porque muchos son mantenidos durante meses, e incluso años, en la duda y la angustia, porque escudriñan sus propios corazones, en lugar de la Palabra de Dios, para determinar su verdadera condición, y porque por lo tanto nunca ocupan el lugar ante Dios que él les asigna. «Engañoso es el corazón más que todas las cosas» (Jer. 17:9); pero la Palabra de Dios es la verdad (Juan 17:17); y por lo tanto, solo a ella debemos apelar.

¿Cuál es, pues, el testimonio de Dios acerca de usted, acerca de todos los hombres? Prepárese para lo peor. Es: «Como por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Otra vez: «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda; no hay quien busque a Dios; todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno», etc. (Rom. 3:10-19). Una vez más: «No hay diferencia; puesto que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (v. 22-23). «La Escritura encerró todo bajo pecado» (Gál. 3:22). Tal es el testimonio de las Escrituras, según el cual todos los hombres son pecadores ante Dios. ¿Lo acepta usted como verdad para sí mismo?

No le pregunto si lo acepta de una manera general; porque muchos lo harán, pero buscarán, por comparación con otros, excusarse a sí mismos o sacar conclusiones en su propio beneficio. El punto es este: Dios coloca a todos los hombres en el mismo plano ante él; declara que todos son pecadores; que no hay para él cuestión de grados de pecaminosidad o de culpa, sino que no hay diferencia; que todos, cualquiera que sea su posición, carácter o reputación, son pecadores, pecadores sin excusa, sin un solo motivo de esperanza en sí mismos, por cuanto todos yacen bajo la misma condenación; porque la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron; pues la paga del pecado es muerte (Rom. 6:23). Una vez más le pregunto: ¿Acepta usted este testimonio de Dios como verdadero para sí mismo? ¿Se inclina en juicio propio ante Dios, reconociendo que es un pecador bajo Su justo juicio contra el pecado?

Si no lo hace, le ruego que haga una pausa y considere la desesperanza de su caso; porque el Señor Jesús mismo dijo: «No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mat. 9:13). Por lo tanto, no hay Cristo, no hay Salvador, excepto para los pecadores; y, por lo tanto, mientras usted vacile o se niegue a tomar el lugar del pecador perdido, usted está fuera del alcance de la gracia y de la misericordia de Dios en el Evangelio. Pero si usted acepta el testimonio de las Escrituras en cuanto a su estado, entonces podemos hablar de Uno que «llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24); «él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Is. 53:5); de Aquel «a quien Dios puso como propiciatorio mediante de la fe en su sangre» (Rom. 3:25); de Aquel, en verdad, que tomó el lugar por el pecador, llevó el juicio del pecador, para que todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (2 Cor. 5:21; Juan 3:26).

Pero aún no se ha dicho toda la verdad. No es solo que usted sea pecador, sino que las Escrituras enseñan también que todos los que no son salvos están «muertos… en delitos y pecados» (Efe. 2:1). El Señor Jesús dice así que el creyente «ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24), mostrando claramente que la condición previa del creyente era muerte, muerte espiritual. Por lo tanto, el pecador está bajo la condenación del pecado y está muerto en pecados. No se quiere decir, por supuesto, que no tenga vida en absoluto; porque es muy palpable que tiene vida física. Pero lo que se afirma es que, por el pecado, el pecador está separado de Dios, cortado de la fuente de la vida (porque Dios es la Fuente de la vida) y, por consiguiente, que el pecador está en un estado de muerte espiritual, sin vida y sin poder de vida hacia Dios. Todos los tratos de Dios con los hombres, hasta ahora, no hacen sino probar la verdad de su Palabra; y por lo tanto tengo que preguntarle de nuevo: ¿Acepta usted este testimonio adicional concerniente a sí mismo?

Amado lector, nunca conocerá la desesperanza de su condición hasta que suscriba también a este veredicto. Los hombres dicen: “Mientras hay vida hay esperanza”. Cuántas veces tales palabras han sostenido los corazones de quienes han velado junto al lecho de un pariente enfermo. Esperando contra toda esperanza, se negaban a creer que el fin estaba cerca, y hasta el último latido del pulso, junto con el último aliento, no creían que estaban en presencia de la muerte. Lo mismo sucede a menudo con los pecadores; sí, incluso con las almas despiertas y ansiosas. No pueden dudar que son pecadores, y pecadores bajo juicio; pero no pueden creer que su caso es desesperado, que no tienen poder de vida dentro de sí mismos, ningún poder de recuperación, restauración, y por lo tanto no tomarán el lugar de estar completamente deshechos, perdidos, «muertos en delitos y pecados». De este modo se cierran efectivamente a la bendición, y retroceden, tal vez, a años de fatigosas peregrinaciones y conflictos, porque creyeron a su propio corazón (y el que confía en su propio corazón es un necio, Prov. 28:26) en vez de creer a Dios. Pero debemos cerrar resueltamente los ojos contra todo lo que no sea el testimonio de las Escrituras; porque no es lo que yo pienso, siento o creo, sino lo que Dios declara, lo que determina mi condición ante él. Él es el único Juez; y, por lo tanto, si le dice al pecador que está muerto en delitos y pecados, le incumbe al pecador reconocer que Dios es verdadero, aunque todo hombre sea mentiroso (Rom. 3:4).

Entonces, ¿cree ahora que, no teniendo vida, no tiene esperanza? Si no es así, acepte de inmediato el veredicto de Dios; porque tan pronto como ocupe el lugar del pecador, reconociendo la verdad de la Palabra de Dios acerca de usted, confesando que está bajo el justo juicio contra el pecado, tan pronto estará en el lugar de la bendición; el lugar en el que Dios, en toda su infinita gracia, puede encontrarle; el lugar en el que puede reclamar al Salvador del pecador. Por lo tanto, inclínese ante Dios de inmediato y reciba el don inefable de su amor: Su propio Hijo, como su Salvador, Redentor y Señor.

Capítulo 3. La sangre de Cristo

Suponiendo ahora que aquellos de quienes hablamos –«los angustiados»– se han inclinado ante el juicio de Dios sobre su condición, su preocupación inmediata será saber por qué medios pueden obtener el perdón de sus pecados. La sangre de Cristo es el único medio por el cual puede eliminarse la culpa del pecado. «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Aquí radica la necesidad de la muerte de Cristo; la necesidad, de hecho, de toda la obra de la redención. De ahí que sea de la mayor importancia que esta verdad se comprenda correctamente.

Ya hemos señalado que la muerte «pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Adán incurrió primero en la pena por su desobediencia a Dios. Se le había advertido que no comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal: «Porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:16-17). Adán desoyó el mandato divino y cayó bajo la terrible sentencia de muerte, la pena que Dios había impuesto a la desobediencia. Así, «como por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Por lo tanto, no hay diferencia; todos por igual son pecadores; y de ahí que cada hijo de la raza de Adán esté sujeto a la pena del pecado, que es la muerte. Sí, la muerte ya reina (véase Rom. 5:13-21) sobre toda la familia humana; cada miembro individual de ella (excepto aquellos que creen en el Señor Jesucristo) está bajo el justo juicio de la muerte, a causa del pecado. «Pero Dios muestra su amor hacia nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8). Él «amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Siendo rico en misericordia, envió a su propio Hijo a morir, «el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). Así como cuando Abraham estaba a punto de sacrificar a su hijo, Dios proveyó un cordero para ser ofrecido en su lugar, para que Isaac pudiera ser rescatado y vivir (Gén. 22), así Dios ha provisto un Cordero para ser ofrecido en lugar del pecador –«el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Este es el secreto y el significado, en este aspecto, de la muerte de Cristo. Murió como sustituto del pecador, llevó el juicio del pecador, expió la culpa del pecador.

La maravillosa eficacia de la sangre de Cristo, como satisfacción de la necesidad del pecador, fluye del carácter de su persona y de la naturaleza de su muerte. Su sangre es el símbolo de su muerte, de su vida derramada; porque la vida está en la sangre (véase Lev. 17:10-14), y por lo tanto su sangre limpia del pecado, debido al valor de su muerte ante Dios en lugar y a favor del pecador. Dios ha condescendido a enseñarnos esto por tipo e ilustración, así como por declaración directa.

3.1 - La Pascua

Mire a los israelitas en la tierra de Egipto en la noche de la Pascua. Dios estaba a punto de ejecutar el juicio sobre la tierra de Egipto; y cuando comenzó a tratar en justicia, Israel era tan susceptible a la pena del pecado como los egipcios. ¿Cómo, pues, perdonaría a los primeros cuando los segundos iban a ser juzgados? «Yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Éx. 12:12-13; también v. 21-23). El único terreno (fíjense bien) de diferencia en esta noche entre Israel y Egipto era la sangre. No era lo que Israel pudiese ser en comparación con los egipcios, sino que fue la sangre la que detuvo la mano del destructor –la sangre en el exterior de sus casas; porque el Señor había dicho: Cuando vea la sangre, pasaré de vosotros. La sangre del cordero –porque el cordero había sido inmolado– los limpió típicamente de culpa, de modo que Dios pudo perdonar justamente a Israel mientras destruía justamente a Egipto.

3.2 - El gran día de las expiaciones

La misma lección está enseñada por el gran día de la expiación, del cual tenemos el registro en Levítico 16. Porque se ordenó a Aarón que rociara la sangre del becerro y del macho cabrío de las expiaciones, sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio, donde Dios moraba entre los querubines; «Porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová» (Lev. 16:30). Todas estas cosas no eran sino sombras de la eficacia de la sangre de Cristo. Así leemos: «nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada» (1 Cor. 5:7); y también: «Ni mediante la sangre de machos cabríos y de terneros, sino por su propia sangre, ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención. Porque si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra, cuando rocía a los impuros, los santifica para purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo (quien sí mismo, mediante el Espíritu eterno, se ofreció sin mancha a Dios) limpiará nuestra conciencia de obras muertas, para servir al Dios vivo!» (Hebr. 9:12-14). En consecuencia, se nos enseña que «la sangre de Jesús su Hijo [de Dios], nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7).

3.3 - Lo que dice la Escritura sobre la sangre de Cristo

Entonces, podemos ahora señalar claramente lo que la Escritura nos dice en cuanto a la sangre de Cristo en relación con el pecado.

1. Es el único medio de purificación de la culpa. Este es el camino divinamente señalado y divinamente dado. Por lo tanto, excluye todos los demás métodos. «Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor» (Jer. 2:22). «Aunque me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con la limpieza misma, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos me abominarán» (Job 9:30-31). Solo la sangre de Cristo puede hacer al pecador más blanco que la nieve.

2. Es la sangre en sí y por sí sola la que posee esta eficacia. No puede haber ninguna adición a ella. No es la sangre y algo más. Añádale algo de cualquier manera, ya sea sentimientos, oraciones, penitencia (todo lo cual tiene su lugar apropiado), y estropeará su poder limpiador.

3. Dios ha provisto la sangre. Es él quien ha entregado a su Hijo a la muerte. Esta provisión para la necesidad del pecador es, por lo tanto, enteramente de la gracia de Dios, y consecuentemente una provisión fuera del pecador por completo. Dios en su infinita misericordia, y porque amó tanto al mundo, proveyó el Cordero para el sacrificio; y ahora la sangre preciosa de ese Cordero sirve para todo aquel que cree (Juan 3:16). No hay límite alguno en su aplicación, excepto en la incredulidad del pecador. Está provista para todos, y todos pueden ser objetos de su bendito poder limpiador por medio de la fe.

3.4 - La aplicación de la sangre de Cristo

Amado lector, ¿ha confesado usted su necesidad de limpieza, y ha provisto Dios lo único que puede satisfacer su necesidad? Usted pregunta, pero ¿cómo voy a obtener la aplicación de la sangre a mí mismo? Única y enteramente por la obediencia de la fe. Volvamos a la noche de Pascua (Éx. 12). No bastaba con que el cordero fuera inmolado y que la sangre estuviera en la jofaina, sino que el israelita debía rociar la sangre sobre el dintel y los dos postes de su puerta. Con el manojo de hisopo en la mano, signo de su humillación ante el justo juicio de Dios, rociaba la sangre, confesando así su propio estado de muerte, y su fe en la sangre como medio de evitar el golpe del destructor, de protegerse de la ira del justo Juez. Así que ahora el Cordero ha sido provisto y sacrificado; su sangre ha sido derramada. Pero el hecho de que haya derramado su sangre no garantiza la seguridad de usted. La pregunta es: ¿Está usted bajo el amparo de la sangre? Vuelve a preguntar: ¿Cómo puede ser esto? Inclinándose en humillación, como el israelita, ante el juicio que Dios ha pronunciado contra el pecado; es decir, tomando el lugar de un pecador, y mirando a la sangre de Cristo para que le asegure de la justa condenación y castigo del pecado. En el momento en que hace esto, la sangre de Cristo está sobre usted en todo su valor, entre usted y el juicio, protegiéndole completamente y para siempre de las consecuencias del pecado; porque la sangre ha cumplido y satisfecho todas las demandas que un Dios santo tenía contra usted. Porque Dios propuso a Cristo como propiciación mediante la fe en su sangre (Rom. 3:25). Por lo tanto, no tiene que hacer absolutamente nada; ni siquiera recoger el hisopo y rociar la sangre. Simplemente tiene que creer la Palabra de Dios, mirar en fe a la sangre ya derramada, como el único medio de protección contra la muerte y el juicio, y Dios instantáneamente le ve cubierto con toda su eficacia y valor –limpio de culpa, y más blanco que la nieve. No tarde, pues, en buscar la protección de la preciosa sangre de Cristo. A medianoche Jehová hirió a todos los primogénitos en la tierra de Egipto; y tan repentina e inesperadamente alcanzará el juicio a los que rechazan a Cristo, porque cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, y no escaparán (1 Tes. 5:3). Hoy, pues, oiga la voz suplicante del amor de Dios, que le exhorta a huir de la ira venidera, y a aceptar al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).

Capítulo 4. Es necesario nacer de nuevo

Cuando Nicodemo acudió a nuestro Señor en busca de instrucción, fue recibido al instante por la solemne palabra: «En verdad, en verdad te digo: A menos que el hombre nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3). Corresponde, pues, a toda alma ansiosa considerar esta escrutadora palabra divina; porque de inmediato aprendemos que cualquiera que sea la ansiedad del alma –deseos fervientes, profesión de fe– si no se ha operado este gran cambio, el «nuevo nacimiento», no hay vida en el alma, y por consiguiente no hay salvación.

Entonces, ¿a quién dirigió el Señor estas palabras? Solo aprendemos la mitad de la verdad cuando respondemos: Nicodemo, un gobernante de los judíos; porque, de hecho, esto no nos dice nada más allá de su nombre y rango oficial, y estas cosas no tienen peso ante Dios, y ningún significado para el alma que busca. Es en la conexión del tercer capítulo con el segundo donde encontraremos la verdadera respuesta a nuestra pregunta. Leemos: «Estando Jesús en Jerusalén, durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los milagros que hacía. Pero él no se fiaba de ellos, porque conocía a todos y no necesitaba que nadie le diera testimonio acerca del hombre; porque él mismo sabía lo que había en el hombre». Pero «Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, principal de los judíos» (Juan 2:23-25; 3:1, etc.). Había, pues, un número de judíos que creyeron en Jesús al ver sus milagros, y Nicodemo era uno de ellos. Pero Jesús no se fiaba de ellos porque sabía lo que había en el hombre; porque, de hecho, su fe no era más que una convicción natural, forjada por la evidencia de los milagros, de la verdad de las afirmaciones de Jesús. No había en todo esto una inclinación del corazón ante Dios; no había más que una creencia natural o intelectual en el nombre de Cristo. Por lo tanto, cuando Nicodemo vino a Jesús de noche, sin duda en busca de algo más, y expresó esta creencia: «Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces, a menos que Dios esté con él» (3:2), Jesús le respondió de inmediato declarando la necesidad de nacer de nuevo. Era como si hubiera dicho: “Puedes creer en mí como maestro divino y, sin embargo, estar perdido. Debes nacer de nuevo antes de poder entrar en el reino de Dios”.

Obtenemos así una solemnísima advertencia, así como una necesaria precaución. La advertencia es: “Cuidado con contentarse con una profesión de fe en Cristo”. La advertencia es: “Nunca olvide que todo es inútil si no ha nacido de nuevo. Puede ser muy sincero, muy religioso, un modelo de actividad, de gran reputación por su santidad de vida, o por sus obras de utilidad, y sin embargo ser un alma perdida; porque a menos que nazca de nuevo, ni siquiera puede ver el reino de Dios”.

4.1 - ¿Por qué, pues, es necesario para el hombre nacer de nuevo?

¿Por qué, pues, debe el hombre nacer de nuevo? La respuesta a esta pregunta nos lleva a una parte muy importante de nuestro tema. Ya hemos demostrado que todos los hombres son pecadores; pero no es solo que sean pecadores, sino que tienen una naturaleza mala, corrupta, depravada; y esta naturaleza incurablemente corrupta es el árbol que produce todos los frutos malos del pecado. Los actos de pecado revelan el carácter de la naturaleza; y esta naturaleza es totalmente inadecuada para la presencia de Dios. Este es el sentido de las palabras de nuestro Señor en este capítulo: «Lo que es nacido de la carne, carne es» (v. 6). Todo lo que somos como hombres naturales, como hijos de Adán, es carne; y en esta carne no mora nada bueno (Rom. 7:18).

“¿Debemos entender que todos los hombres, sin excepción, son así totalmente corruptos, irremediablemente malos?”.

“Sí. Tal es el veredicto de Dios sobre la naturaleza humana. «Lo que es nacido de la carne, carne es».

“Pero, ¿es posible, por ejemplo, que todos los actos nobles registrados en la historia, o todas las acciones bondadosas, generosas y benéficas que encontramos en la vida diaria, sean todas ellas realizadas por aquellos que tienen una naturaleza totalmente depravada? Seguramente debe haber una diferencia –grados en nuestra condición natural; porque ¿cómo es posible clasificar tales acciones con pecados abiertos y flagrantes?”.

No importa cuál sea el carácter externo de las acciones de los hombres, ya sean tales que provoquen el aplauso o la condena de sus semejantes; porque mientras procedan de hombres que no han nacido de nuevo, no son más que maldad a los ojos de Dios, «no es árbol bueno el que da malos frutos, ni tampoco el árbol malo el que da buenos frutos… Porque de los espinos no se recogen higos, ni de las zarzas se vendimian uvas» (Lucas 6:43-44). La Palabra de Dios es muy explícita sobre esta cuestión. «El pensamiento de la carne es enemistad contra Dios; porque no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:7-8). Por tanto, no se trata del carácter de las acciones, sino de la naturaleza, y Dios declara que esta naturaleza es carne, y la carne no es más que el mal a sus ojos, y por consiguiente «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción» (1 Cor. 15:50).

Aquí radica, por lo tanto, la necesidad de nacer de nuevo: «Lo que es nacido de la carne, carne es… No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de arriba» (Juan 3:6-7). Esta necesidad es universal en su aplicación. Concierne a todos los nacidos en este mundo, tanto al hijo obediente como al hijo pródigo; tanto al filántropo activo y celoso como al convicto en su celda. Porque la carne es carne, y no puede entrar en el reino de Dios. Debe haber, pues, una nueva naturaleza y una nueva vida; porque si no las hay, cualquiera que sea la reputación moral del hombre, quedará para siempre fuera del reino de Dios.

4.2 - ¿Cómo, pues, un hombre podrá nacer de nuevo?

Esta fue, en sustancia, la pregunta de Nicodemo. «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Podrá acaso entrar por segunda vez en el seno de su madre, y nacer?» (Juan 3:4). Esta pregunta interpretada rígidamente significa sin duda: ¿Cómo es posible que un hombre nazca de nuevo? Pero nuestro Señor, en su respuesta, no se fija en esta forma, sino que señala la manera en que un hombre nace de nuevo. «En verdad, en verdad te digo, a menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (v. 5).

4.2.1 - De agua

Los intentos especiales de desentrañar el significado de este símbolo han ocasionado muchas dificultades. Ritualistas de muchos matices se han esforzado persistentemente en apoyar su falsa enseñanza de la regeneración bautismal a partir de este pasaje. Pero si nos limitamos a las Escrituras, encontraremos que la dificultad desaparecerá. Ahora bien, es muy evidente que Nicodemo debería haber entendido lo que nuestro Señor quería decir; y si no lo hizo, se esperaba que lo entendiera. Porque cuando replicó: «¿Cómo puede ser esto? Jesús le respondió: ¿Tú eres un maestro de Israel y no entiendes esto?» (Juan 3:9-10). Y si volvemos a uno de los profetas (con cuyos escritos Nicodemo, como uno de los maestros de Israel, debería haber estado bien familiarizado), encontraremos una clara prefiguración de esta enseñanza de nuestro Señor. Hablando de la futura restauración de Israel, el profeta dice: «Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra» (Ez. 36:25-27). Aquí tenemos la misma conjunción del agua y el Espíritu, y un cambio radical que sigue a su aplicación; pues nada menos que esto puede implicar un «corazón nuevo». No solo eso, sino que el agua en este pasaje se usa en el más familiar de todos los sentidos para los israelitas, en conexión con la limpieza.

Con este pasaje ante nosotros, ¿cuál es, nos preguntamos, el significado del agua? Volvamos al Salmo 119, y obtendremos esta pregunta: «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra» (v. 9). Leemos también en el Nuevo Testamento: «El lavamiento de agua por la Palabra» (Efe. 5:26); de nuevo: «Ya estáis limpios por» (o debido a) «la palabra que os he dicho» (Juan 15:3; léase también Juan 13:5-11). El agua es, pues, un símbolo bien conocido de la Palabra de Dios. De ahí que encontremos la Palabra constantemente asociada en otros pasajes con el nuevo nacimiento. «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad» (Sant. 1:18). «No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios. Porque toda carne es como la hierba, y toda su gloria como la flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que os fue anunciada» (1 Pe 1:23-25). El apóstol Pablo alude a lo mismo cuando dice a los corintios: «Yo os engendré en Cristo Jesús, por medio del evangelio» (1 Cor. 4:15). La Palabra de Dios, predicada en el Evangelio, es el medio del nuevo nacimiento que nuestro Señor expone aquí bajo el tipo del agua.

4.2.2 - Del Espíritu

«El Espíritu es el que da vida» (Juan 6:63). «La letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Cor. 3:6). El Espíritu actuando en y a través de la Palabra de Dios vivifica las almas muertas, y nacen de nuevo. La Palabra no puede hacer esto por sí misma, ni el Espíritu de Dios actúa solo, sino que usa la Palabra como instrumento, para que por medio de ella las almas salgan de la muerte a la vida, produciendo en ellas una nueva naturaleza y una nueva vida. En las Escrituras se pueden encontrar muchos ejemplos de esto. Tomemos el más destacado de todos: el que nos ofrece el día de Pentecostés. Los que han crucificado al Señor Jesús estaban reunidos alrededor de Pedro y de los otros apóstoles. Pedro les proclamó la Palabra de Dios y dijo: «Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza: ¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (Hec. 2:36). Al principio del capítulo leemos acerca del descenso del Espíritu Santo; y se dice de los apóstoles que «todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (2:4). Pedro hablaba, pues, en el poder del Espíritu, y ese mismo Espíritu revistió la Palabra de Dios de un gran poder, y el efecto fue que una multitud nació de nuevo, indicando el cambio operado en ellos el hecho de que «se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer?» (v. 37). Así es ahora cuando los hombres nacen de nuevo. Es siempre a través de la Palabra, por el Espíritu de Dios. No hay otro camino.

4.2.3 - Conclusión sobre este «cómo»

Podemos, sin embargo, con la propia enseñanza de nuestro Señor ante nosotros, definir más exactamente. En el versículo 9, Nicodemo pregunta: «¿Cómo puede ser esto?». Nuestro Señor primero reprende, aunque con toda ternura, tanto su ignorancia (v. 10) como su incredulidad (v. 11-12), y luego procede a dar una respuesta completa a la pregunta que había formulado. Se divide en tres partes, y juntas revelan todo el misterio que tenía perpleja la mente de Nicodemo.

4.2.4 - La respuesta completa del Señor a Nicodemo

4.2.4.1 - La persona del Hijo del hombre

Este es el fundamento de todo en esa Palabra de Dios –el Evangelio– por la cual, a través del Espíritu de Dios, las almas nacen de nuevo. «Nadie ha subido al cielo, sino aquel que descendió del cielo; es decir el Hijo del hombre que está en el cielo» (v. 13). Tenemos aquí el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Estaba en el cielo, pero «descendió del cielo», nació de una mujer y se convirtió en Hijo del hombre en la tierra que, sin embargo, mientras hablaba con Nicodemo, podía decir de sí mismo: «Que está en el cielo». Él es Dios y hombre, verdadero hombre y verdadero Dios, quien se revela aquí en la Persona del Hijo del hombre. Y es esta maravillosa dignidad de la persona de Cristo la que da tan infinita eficacia a su obra; y de ahí la necesidad de guardar con tan celoso cuidado la verdadera doctrina de la persona de nuestro Señor, de repudiar y rechazar todas las enseñanzas que intentan degradar su naturaleza humana o divina. Porque todo lo que milita contra la persona de Cristo, milita contra la cruz, contra su sacrificio expiatorio. La persona de Cristo es el fundamento del Evangelio de la gracia de Dios y le da su carácter bendito. «Porque el Dios que dijo que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo» (2 Cor. 4:6).

4.2.4.2 - La obra de Cristo

En esto tenemos el segundo de los «deberes» divinos. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Juan 3:14-15). Pero, ¿por qué debía ser levantado –crucificado– el Hijo del hombre? Era una necesidad moral; porque sin derramamiento de sangre no hay remisión (Hebr. 9:22); porque, ocupando el lugar del pecador, debía ser «herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados» (Is. 53:5); porque, en la medida en que estábamos bajo el juicio y la condenación del pecado, debía morir por nosotros; porque él mismo «llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24). En una palabra, él debía ser «levantado» como sustituto del pecador. El objeto de su exaltación es «que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (v. 15). Así se convierte en la fuente de la vida, sí, en resurrección está la vida de todo creyente (Col. 3:3-4); porque es al nacer de nuevo que esta vida se comunica a través del poder del Espíritu vivificador. Pero él es la vida de aquellos que creen, debido al carácter de su muerte, porque él fue el sustituto del pecador en la cruz; porque fue en la muerte que él expió, hizo expiación por nuestros pecados, y así quitó toda barrera del camino entre un Dios de gracia y los pecadores perdidos. Por eso pudo decir: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Juan 11:25). Es, pues, vida fuera de la muerte, vida en un Salvador crucificado y resucitado, porque «por medio de la muerte redujera a impotencia al que tenía el imperio de la muerte» (Hebr. 2:14); porque si el grano de trigo no hubiera caído en la tierra y muerto, habría permanecido solo; pero habiendo muerto, produce mucho fruto (Juan 12:24).

4.2.4.3 - La fe es el vínculo entre el pecador y Cristo

Es el vínculo de conexión entre el pecador y Cristo, así como el tocar de Jesús fue el vínculo de conexión entre los que fueron sanados y Cristo en los días de su estancia aquí. Por eso dice: «Que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (v. 15-16). Esto se entenderá inmediatamente al mirar la comparación que el Señor mismo ha hecho. Él compara su propia «elevación» con la serpiente levantada por Moisés en el desierto (Núm. 21:6-9). Eran serpientes que mordían al pueblo de Israel y causaban su muerte; era una serpiente de bronce a la que se les ordenaba mirar y vivir. Es el pecado el que ha causado nuestra muerte. «Por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte», etc. (Rom. 5:12). Es en Aquel que fue hecho pecado por nosotros (2 Cor. 5:21) en quien se nos ordena creer para vivir.

Este, entonces, es el presente punto de importancia –la comparación entre el mirar y el creer. Leemos: «Y Moisés hizo una serpiente de bronce, y la puso sobre una asta; y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de bronce, y vivía» (Núm. 21:9). Obsérvese, en primer lugar, que fue el israelita mordido quien miraba; y en segundo lugar, que miraba obedeciendo de fe, creyendo en la Palabra de Dios. Lo mismo sucede con Cristo levantado. Quienquiera que tome el lugar de un pecador, reconociendo que está «mordido», irremediablemente perdido por el pecado, si mira en la obediencia de la fe a Cristo, no perecerá, sino que tendrá vida eterna. Así, como en el caso de la noche pascual, vemos que no hay absolutamente nada que el pecador pueda hacer; simplemente tiene que creer lo que Dios ha dicho de su Hijo, que Dios ha tratado con el pecado en la muerte de Cristo, y que por lo tanto él proclama vida a todo aquel que cree. Tan pronto como el pecador tiene fe en el Señor Jesucristo, nace de nuevo, tiene vida eterna (Gál. 3:26).

4.2.5 - Así es cómo tiene lugar el nuevo nacimiento

Este es el método del nuevo nacimiento. Se predica el evangelio –la Palabra de Dios– que dice a una raza culpable: «Porque Dios amó tanto al mundo, que dio [entregando a la muerte] a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). El Espíritu reviste de poder este mensaje de la gracia de Dios. Entra en el corazón de los pecadores; ellos creen, son vivificados, nacen de nuevo, tienen vida eterna.

Querido lector, ¿ha nacido usted de nuevo? Seguramente, con esta palabra de prueba ante usted, no tendrá dificultad en contestar la pregunta. Si lo ha hecho, toda su alma dará gracias a Dios por el don de su Hijo único. Si no lo ha hecho, permítame advertirle de nuevo que no importa lo que usted pueda ser, además: puede ser un buen hijo o hija, un esposo o esposa amoroso, un padre o madre bondadoso y, sin embargo, al no haber nacido de nuevo, está fuera del reino de Dios, irremediablemente muerto y perdido. ¿Está usted satisfecho en esta condición? ¿Cuál habría sido la consecuencia si los israelitas mordidos se hubieran negado a mirar a la serpiente de bronce, diciendo: “Tal vez nos recuperemos”? Habrían muerto en su angustia y en su pecado. Y así, si se niega a mirar a Cristo, a creer en él, no hay otro remedio; y, en lugar de tener vida eterna, perecerá para siempre. Pero si usted se inclina ante esta necesidad divina de nacer de nuevo, reconociendo su verdadera condición ante Dios, y mira a Cristo con fe sencilla, pasará inmediatamente de la muerte a la vida.

Capítulo 5. La paz con Dios

«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Esta es la conclusión a la que llega el apóstol, después de exponer los motivos por los cuales Dios puede salir al encuentro del pecador en gracia, y justificar a todo aquel que cree en Jesús. El principio implicado es tan importante, y tan necesario de ser entendido, que nos proponemos exponerlo extensamente, para que los ansiosos puedan ver cuán cuidadosamente Dios ha puesto el fundamento de la paz fuera de ellos mismos; para que, en una palabra, puedan percibir que, la Roca sobre la cual está cimentada la paz, es Cristo solamente y lo que él ha hecho.

5.1 - La justificación es por la fe

La justificación es por la fe; es decir, sobre el principio de la fe en contraste con el principio de las obras. Se evitaría mucha confusión mental si se recordara esto; y es en este contraste que se basa todo el argumento del apóstol. Así, después de describir el estado tanto de los gentiles como de los judíos, después de probar que ambos están condenados como pecadores, dice: «Por las obras de la ley nadie será justificado delante de él [Dios]» (Rom. 3:20). Otra vez: «Concluimos, entonces, que el hombre es justificado por fe, sin las obras de la ley» (v. 28); y luego, después de citar el ejemplo de la justificación de Abraham –«Abraham creyó a Dios, y le fue contado como justicia»– nos dice: «Al que no hace obras, pero cree en el que justifica al impío, su fe le es contada como justicia» (Rom. 4:3-5). Tenemos, pues, el contraste más completo entre la Ley y el Evangelio. La Ley había dicho: «El que haga estas cosas, vivirá por ellas» (Gál. 3:12); pero el Evangelio proclama que Dios es el justifica «al que tiene fe en Jesús» (Rom. 3:26). Por lo tanto, ya no es una cuestión de obras –de hacer por parte del hombre; porque Dios ha demostrado el fracaso total y absoluto del hombre en cada posición en la que ha sido colocado. El gentil sin Ley, y el judío bajo Ley, son traídos como pecadores; y así toda boca es tapada, y el mundo entero es hecho culpable ante Dios (Rom. 3:19). Por este mismo motivo, el hombre no puede hacer nada para recuperarse o salvarse. Ya está bajo condenación, perdido, y por lo tanto las obras o acciones de cualquier tipo son totalmente inútiles. Por lo tanto, si ahora ha de salvarse, debe ser sobre el principio de la fe; «Porque por gracia sois salvos mediante la fe; y esto no procede de vosotros, es el don de Dios» (Efe. 2:8). El hombre no tiene ni puede obtener, por sus propios esfuerzos, ninguna justicia delante de Dios; y, por consiguiente, está encerrado en la justicia de Dios, que se revela en el Evangelio de fe en fe (Rom. 1:17).

Es de la mayor importancia comprender este punto; porque es precisamente aquí donde tantas almas, como los judíos de antaño, fracasan. Así, en el capítulo 10, leemos que «ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sometido a la justicia de Dios: porque el fin de la ley es Cristo para justicia, a todo el que cree» (v. 3-4). Por lo tanto, hasta que las almas entiendan que no pueden “establecer su propia justicia”, que «todas nuestras justicias son como trapo de inmundicia» delante de Dios (Is. 64:6), nunca aceptarán la verdad de que solo pueden ser justificadas sobre el principio de la fe que, si son salvas, debe ser por Dios en su gracia hacia ellas en Cristo Jesús. Pero una vez comprendida, la ganancia es inmensa; porque la mirada se apartará inmediatamente del yo, y se dirigirá a Aquel que es el único Salvador; cesarán de sus propias obras, y estarán dispuestos a someterse, sobre el principio de la fe, a la justicia de Dios.

5.2 - El objeto propuesto a la fe en vista de la justificación

Podemos preguntar ahora: ¿Cuál es el objeto propuesto a la fe para la justificación? Esto se define muy claramente en Romanos 4. El apóstol, como hemos visto, describe que Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia; y, además, detalla las circunstancias y el carácter de su fe, señalando cuidadosamente que fue anterior a la circuncisión, y que la ley no tenía nada que ver con la promesa que recibió (v. 9-16); y luego dice: «Y no solo con respecto a él fue escrito que le fue contada, sino también con respecto a nosotros, a quienes será contada, a los que creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (v. 23-25). El objeto propuesto a la fe de Abraham era Dios mismo, en su promesa de que él sería el «heredero del mundo» (v. 13); y él «Contra toda esperanza, él creyó con esperanza que llegaría a ser padre de muchas naciones, conforme a lo que le había sido dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe, ni consideró su mismo cuerpo, ya muerto (siendo él como de cien años), ni la muerte del seno de Sara; no dudó, por incredulidad, ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en la fe, dando así gloria a Dios, plenamente persuadido de que lo que Dios había prometido, también era poderoso para cumplirlo. Por lo cual también le fue contada como justicia» (v. 18-22).

El objeto de su fe era, pues, un Dios de promesa; pero el objeto propuesto a nuestra fe es un Dios de cumplimiento; porque la justicia nos será contada «a los que creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro» (v. 24). Por lo tanto, Dios es presentado al pecador en el Evangelio como aquel que ha intervenido en gracia, proveyendo redención en Cristo, y como testificando que Cristo ha sido entregado por nuestras ofensas, y resucitado para nuestra justificación; por lo tanto, como un Dios de salvación, que ahora no requiere nada del pecador excepto la fe en sí mismo, que no requiere nada porque ha enviado a su Hijo único, que tomó sobre sí todas nuestras responsabilidades, satisfizo con su muerte todas las demandas que un Dios santo tenía contra nosotros, resolvió para siempre la cuestión del pecado y glorificó a Dios de tal manera que ahora puede, sobre el fundamento de esa obra terminada de redención, recibir y justificar con justicia a todo aquel que cree. Así, en gracia y por el amor de su propio corazón, Dios ha provisto todo para el pecador: la preciosa sangre de Cristo para su limpieza de la culpa, una justicia divina en la cual puede estar en su propia presencia; de hecho, todo lo necesario para sacar al pecador de su lugar de distancia, culpa y muerte, y llevarlo a su hogar. En el Evangelio de su gracia, él es por lo tanto presentado como un Dador, y no como un Receptor, y como el objeto de fe en su testimonio acerca de lo que él ha obrado por nosotros en y por su Hijo.

En el tercer capítulo se presenta la sangre de Cristo como objeto de fe: «Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciatorio mediante la fe en su sangre» (Rom. 3:24-25). El alcance de este pasaje es diferente. Se ha demostrado que el hombre –toda la humanidad– es culpable ante Dios (v. 19). La pregunta, por tanto, es ¿cómo satisfacer las demandas de Dios como Juez? La respuesta se encuentra en la sangre de Cristo, provista por la gracia de Dios, para que el más culpable pueda venir y ser justificado ante él mediante la fe en la sangre de Cristo (v. 24-26). Pero en el pasaje que acabamos de considerar Dios está presentado, como ya se ha dicho (véase Rom. 4:18-22), como un Dios de salvación, satisfecho con la obra de Cristo, de quien la muerte ha hecho expiación del pecado; él se presenta así, sí mismo, como el Dios de gracia en redención, y por lo tanto como el objeto de la fe del pecador. Y ¡cuán bendito y simple es esto!, pues ¿qué requiere Dios de los pecadores? Solo que crean en él, que crean en su testimonio acerca de lo que ha sido realizado en favor de ellos por la muerte de su Hijo; ofreciéndoles al mismo tiempo, en confirmación de su testimonio, el hecho de la resurrección de Jesús nuestro Señor de entre los muertos. Es como si nos dijera: “Si queréis una prueba de que Cristo fue entregado por vuestras ofensas, de que las ha expiado con su muerte, y de que todas mis reclamaciones contra vosotros han sido completamente satisfechas, contemplad su resurrección. Lo he resucitado de entre los muertos, lo he puesto a mi diestra en la gloria, para convencer a todos de que él ha terminado la obra de expiación, y que yo la he aceptado”.

5.3 - Todo el que cree en él está justificado

«Justificados… por la fe»; es decir, que por la fe somos considerados justos ante Dios, justos en Cristo; porque Dios: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Esto va mucho más allá de la purificación de la culpa, o el perdón de los pecados, porque tenemos en la justificación una justicia positiva que nos capacita para la presencia de Dios. La sangre de Cristo, como hemos visto, es la causa meritoria de esto, siendo en nuestro favor de tan infinito valor, que, glorificado así en la expiación de nuestros pecados, Dios puede con justicia –a causa de la justicia de su Hijo– recibirnos, perdonarnos, justificarnos y llevarnos al mismo lugar donde Cristo mismo está. Como dice el apóstol en otra parte: «Pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación…», etc. (1 Cor. 1:30).

Porque estamos tan completamente identificados con Cristo ante Dios, que su lugar es nuestro lugar, su aceptación nuestra aceptación; porque estamos en él; y por consiguiente el apóstol Juan puede escribir: «Como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17). Esto bastará para mostrar el carácter completo de nuestra justificación; y puede ayudar a las almas dudosas recordar que es Dios mismo quien justifica al creyente. Porque si él nos justifica, si está tan completamente satisfecho con lo que ha sido hecho por nosotros, que nos perdona de toda acusación y nos coloca en Cristo ante él, ¿quién puede condenarnos? (Rom. 8:33-34). ¿Quién puede incriminarnos? Es más, ¿quién puede rebajar ni una jota ni una tilde la perfección de nuestra aceptación? Dios ha hablado; ha declarado que somos «justificados… por la fe», y su palabra permanece para siempre.

5.4 - La paz es el privilegio de aquel que está justificado

«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Las palabras «tenemos paz» no significan necesariamente que la disfrutemos; porque sin duda hay muchos justificados ante Dios que conocen muy poco de esta paz. El significado es que la paz nos ha sido dada; que está hecha entre nuestras almas y Dios, que cada cuestión entre él y nosotros está tan perfectamente resuelta, que él no tiene nada contra nosotros y que, por lo tanto, la paz es nuestro privilegio.

Pero si está hecha y nos pertenece, ¿qué impide a tantas almas entrar en su posesión? Sencillamente la incredulidad; miran hacia adentro a su propio estado, en vez de mirar hacia afuera a lo que Dios ha hecho por ellos. Solo podemos disfrutar de esta paz sabiendo que nos pertenece; y solo podemos saber que es nuestra creyendo a la Palabra de Dios. Pero si creemos, somos justificados, tenemos paz, cualesquiera que sean nuestros sentimientos o experiencia. Y por lo tanto conservamos el goce de ella en simple confianza en la Palabra de Dios. Es de la mayor importancia saber que es nuestra; porque si las almas están sacudidas de aquí para allá por dudas y temores, porque dudan en creer en la plenitud de la gracia de Dios. Por eso son débiles e indefensas, presa fácil del tentador; mientras que, si descansaran tranquilamente en esta segura Palabra de Dios de que tienen paz, de que ha sido hecha por la obra de Cristo, y la ha hecho para ellas, serían capaces de cantar en medio de la tormenta y presentar una frente intrépida ante toda dificultad. No estarían perturbadas por las sugerencias más insidiosas de Satanás, sabiendo que la paz descansa en la cruz de Cristo, que es a la vez segura y firme, inalienable e inmutable; un fundamento sobre el cual pueden edificar y descansar seguros para siempre. Porque la paz de los justificados es el resultado de la redención consumada, fundada en la cruz, y de la cual la prueba está en la resurrección de Cristo.

Algunos serán animados en su confianza, si les recordamos que Dios es justo, al mismo tiempo que es el que justifica a aquellos que son de la fe de Jesús (Rom. 3:26); es decir, que él es justo con respecto a los derechos satisfechos por la obra de Cristo, o más bien Cristo en su obra. Es, por tanto, lo que Cristo ha ganado para nosotros; y de ahí que él sea nuestra paz (Efe. 2:14).

En efecto, nunca debemos olvidar que esta paz no puede ser sin Cristo, sino en él y por medio de él; y, en consecuencia, que es una paz justa, una paz que Dios nos otorga y nos la asegura con justicia por medio de nuestro Señor Jesucristo.

Capítulo 6. «¿Qué debo hacer para ser salvo?»

Habiendo señalado la provisión de Dios para la necesidad de las almas, podemos ahora considerar el tema desde el punto de vista del hombre. Tan pronto como es convicto de pecado, la pregunta surge en su corazón de una forma u otra: “¿Qué debo hacer?”. Así sucedió el día de Pentecostés, cuando los judíos fueron aguijoneados en su corazón por el poder del Espíritu Santo bajo la predicación de Pedro. «¡Hermanos!», dijeron: «¿Qué tenemos que hacer?». El carcelero preguntó a Pablo y Silas: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» (Hec. 16:30). Dos veces le preguntaron al mismo Señor: «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?» (Marcos 10:17; Lucas 10:25). La pregunta dirigida a nuestro Señor por Pablo, o más bien Saulo: «¿Quién eres, Señor?» (Hec. 9:6; 26:15), es diferente, y por lo tanto no necesita ser considerada.

La peculiaridad de estas preguntas es que el «yo» ocupa un lugar destacado, o más bien el pensamiento de hacer. La pregunta “¿Qué debo hacer?” es un signo seguro de que los que preguntan no han aprendido todavía lo que es Dios, o su verdadero lugar ante él.

Por eso es tan importante responder a la pregunta, porque marca en muchas almas una etapa distinta de su historia. De hecho, son muy pocos los que no se han hecho la misma pregunta en algún momento de su ansiedad anímica. Nos proponemos, pues, examinar algunos de los ejemplos que hemos citado, para conocer la respuesta que a ella da la Palabra de Dios.

6.1 - El joven rico

Tomemos primero el caso del joven (Marcos 10:17; Mat. 19:16; Lucas 18:18). Leemos que cuando Jesús «salió al camino, vino uno corriendo y arrodillándose ante él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me dices bueno? Nadie es bueno, excepto uno, Dios. Conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no hurtes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre. Él le dijo: ¡Maestro, todo esto he guardado desde mi juventud!» (Mateo nos dice que el joven añadió: «¿Qué más me falta?»). «Y mirándole Jesús, lo amó y le dijo: Una cosa te falta, ve, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres; y tendrás tesoro en el cielo. Y ven, sígueme. Pero se puso triste con estas palabras, y se fue afligido; porque tenía grandes posesiones» (Marcos 10:17-22). Este caso es aún más notable e instructivo por el hecho de que este joven era tan intachable y de una conducta y carácter excepcionales. Era sincero y recto, alguien que podía decir, lo que Pablo dijo de sí mismo, que en cuanto a la justicia que estaba en la ley, era irreprochable (Fil. 3:6); porque respondió a la enumeración de los mandamientos hecha por nuestro Señor: «¡Todo esto he guardado desde mi juventud!», y añadió: «¿Qué más me falta?» (véase Mat. 19:20).

¿No es este el retrato de muchos en nuestros días, jóvenes y otros, cuyas vidas enteras, moralmente, como hablamos, en su expresión externa no dejan nada que desear? Educados, amables y cariñosos; atentos y tiernamente observantes de sus deberes como hijos o hijas, rectos y honorables en todas las relaciones de la vida, y diligentes también en la asistencia a lo que se llaman deberes religiosos, se ganan la aprobación de todo su círculo, tanto de parientes como de amigos. ¿Y qué les falta todavía? La respuesta del Señor a este joven es la respuesta a nuestra pregunta. ¿Cuál es, pues, su importancia? Primero, que el hombre no puede aportar nada a Dios, y por lo tanto no puede hacer nada para heredar la vida eterna. Al igual que Pablo, debe aprender que su justicia es como trapo de inmundicia, que debe considerar como pérdida para Cristo las cosas que eran ganancia para él como hombre natural, que nada de lo que es o ha hecho tiene mérito alguno ante Dios; es más, que sus mejores cosas deben considerarse sin valor e inmundas. En segundo lugar, que debe estar dispuesto a sufrir la pérdida de todas las cosas –el yo, su propia justicia y el mundo– por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. De ahí que nuestro Señor le dijera al joven que vendiera todo lo que tenía y se lo diera a los pobres; y luego «ven, y sígueme».

Tal es la primera respuesta a la pregunta: «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?». Debes tomar el lugar de no tener nada, y de no ser nada –el yo, el mundo, sí, y todas las cosas siendo nada– a los pies de Jesús. Y que no se olvide la solemne advertencia de todo este incidente, de que los logros morales, y las ventajas de la posición, etc., deben clasificarse entre los mayores obstáculos para venir a Cristo, porque muy a menudo encubren y ocultan la verdadera condición del alma ante Dios.

6.2 - El doctor de la Ley

El ejemplo del doctor de la Ley (Lucas 10:25-29). Este es en muchos aspectos totalmente diferente del que acabamos de considerar; porque el doctor de la Ley viene tentando a Cristo, y ocupa así un lugar moral mucho más bajo que el precedente. En consecuencia, nuestro Señor da aquí una lección mucho más profunda de la verdadera condición del hombre. «Entonces un doctor de la ley se levantó para tentarlo, diciendo: Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Él respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le dijo: Has respondido bien. Haz esto y vivirás. Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?» etc. Sigue la parábola del “buen samaritano” (Lucas 10:30-37). Aquí el Señor toma al doctor de la Ley, que le estaba tentando, en su propio terreno; es decir, el de la Ley; y así acepta su declaración de los requisitos de la Ley, añadiendo las palabras relacionadas con su promulgación: «Haz esto y vivirás» («los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos» Lev. 18:5). Pero él usó la Ley, de acuerdo con su intención divina, como una norma de los requisitos de Dios de los hombres en la carne, y así trajo el conocimiento del pecado (Rom. 3:20). Porque sus palabras: «Has respondido bien. Haz esto, y vivirás» (v. 28), llevan a la convicción de pecado al doctor de la ley; pues leemos: «Queriendo justificarse, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?». El Señor le había escudriñado con aquella Palabra que «es viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos; y ella discierne los pensamientos y propósitos del corazón» (Hebr. 4:12), pero en vez de someterse a ella, quiere escapar de su aplicación, insinuando el carácter imposible de las exigencias divinas. Trató de justificarse, como si fuera posible a un hombre justificarse ante Dios, alegando que, puesto que no podía definir el mandato divino, no podía esperarse que lo cumpliera. Pero el Señor le había traído a la mente el conocimiento del pecado, y luego, para enseñarle también la lección de quién era su prójimo, le propone la parábola del hombre que cayó entre ladrones, y cómo fue socorrido por un samaritano.

¿Cuáles son, pues, las lecciones especiales que enseña esta respuesta a la pregunta: «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?» No es solo que el hombre no puede hacer nada, sino que también está convencido como pecador ante Dios; y de ahí que tengamos la condición del hombre, como pecador, descrita en la parábola. Se describe así: «Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones; los cuales le quitaron todo lo que tenía y, tras herirlo, se fueron dejándolo medio muerto» (v. 30). Es significativo el lugar mismo en que es asaltado el viajero. Bajaba de Jerusalén, la ciudad de Dios, a Jericó, la ciudad de la maldición (Josué 6:26), una imagen sorprendente del viaje del pecador hacia la perdición. Cae entre las manos de ladrones, que lo despojan, lo hieren y se marchan, dejándolo medio muerto; y así, yace indefenso y sin esperanza, a punto de morir.

¿Quién no ve en este esbozo la condición del hombre como pecador? Y qué locura sería que alguien en esa condición preguntara: ¿Qué haré para heredar la vida eterna? La pregunta más bien es: ¿Qué se puede hacer para salvarlo? Y esto es lo que nuestro Señor le enseñaría al doctor de la Ley; la insensatez de un pecador que pregunta qué puede hacer; mientras que, si se salva, debe ser por la gracia y la obra de otro. Esta última verdad se pone de manifiesto en el samaritano. Pero primero pasan un sacerdote y un levita y abandonan al desdichado a su suerte, mostrando la impotencia de la Ley para salvar el alma. Entonces entra en escena el samaritano: «Cuando lo vio, sintió compasión de él; y acercándose, le vendó las heridas derramando sobre ellas aceite y vino, y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, los dio al mesonero y le dijo: Cuida de él, y todo lo que gastes de más, a mi regreso yo te lo pagaré» (v. 33-35). ¿Quién es, pues, el samaritano? Cristo, en la compasión de su amor, que busca y salva a los perdidos. Porque se compadece de la miseria del pobre e indefenso hombre, venda sus heridas, lo lleva a un lugar seguro, lo cuida, se ocupa de él y lo mantiene hasta que vuelva. Aprendemos, pues, de toda la escena:

(1) que el hombre es un pecador;

(2) que como pecador está indefenso y perdido;

(3) que por lo tanto no puede hacer nada; y

(4) que, si ha de ser salvo, solo puede ser por medio de Cristo, y de lo que Él ha hecho.

6.3 - El carcelero de Filipos

Esto nos preparará para el caso del carcelero (Hec. 16). Tomamos este tema en lugar del de los judíos el día de Pentecostés, porque él plantea la cuestión en su forma más clara. Pablo y Silas, instigados por una muchedumbre enardecida, habían sido encarcelados en Filipos; y a medianoche, leemos, los apóstoles oraban y cantaban alabanzas a Dios: «De repente se produjo un gran terremoto, de tal manera que fueron sacudidos los cimientos de la cárcel; al instante se abrieron todas las puertas de los calabozos y se les soltaron las cadenas a todos» (Hec. 16:25-26). El guardián de la cárcel estaba aterrorizado, y en la excitación del momento, pensando que los prisioneros se habían escapado, se habría suicidado, de no ser por la interposición de Pablo. «Él pidió luz, entró aprisa y, tembloroso, se postró ante Pablo y Silas; los sacó fuera, y preguntó: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos le dijeron: Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y tu casa» (v. 27-31).

¿Por qué Pablo y Silas responden de manera diferente a como nuestro Señor lo hizo en los dos casos ya considerados? La respuesta en cada caso responde a la condición moral del interrogador. Pero Pablo y Silas pueden dirigir los ojos del carcelero instantáneamente a Cristo, porque vino en la condición moral expuesta por el moribundo en la parábola. Y, por lo tanto, si algunos de mis lectores están planteando esta misma pregunta, no pueden recibir la respuesta antes de ocupar la misma posición. Ya se ha insistido en esta verdad en el segundo capítulo; pero volvemos a recalcarla aquí. Porque hasta que no se aprenda la lección no se podrá conocer el camino de la salvación. ¿Han aprendido, pues, amados lectores, que no solo nada pueden aportar a Dios, sino que incluso las cosas que podrían serles de provecho entre los hombres carecen de valor ante él?, como también que son pecadores, y como tales perdidos e irrecuperables; que por lo tanto ¿nada pueden hacer para su salvación y que, si son salvos, debe ser por obra y gracia de otro? Si es así, entonces podemos desarrollar la bendita verdad contenida en las palabras: «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo» (v. 31).

Por lo tanto, para ser salvo, para tener vida eterna, ustedes deben creer en el Señor Jesucristo. No se trata, pues, de hacer, sino de creer. Porque ahora no se trata de lo que el pecador puede hacer, sino de lo que Cristo ha hecho, pues, él tomó sobre sí lo que yo había merecido; mientras que yo recibo el fruto de lo que él ha hecho. Por eso es, y siempre debe ser: «Cree en el Señor Jesús, y serás salvo». No hay otro camino; y por lo tanto la salvación siempre está conectada con la fe. Veamos algunos ejemplos: «Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Lucas 7:50); «Levántate, vete; tu fe te ha salvado» (Lucas 17:19); «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36); «quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no vendrá a condenación (juicio), sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24): «en verdad, en verdad os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna» (Juan 6:47); «De este testifican todos los profetas, que todo aquel que en él cree, recibe perdón de pecados en su nombre» (Hec. 10:43); «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1, etc. etc.).

¿Creen, pues, amados lectores, en el Señor Jesucristo? Hemos señalado el lugar que el pecador debe ocupar primero; que debe aceptar el testimonio de Dios acerca de sí mismo: que es a la vez indefenso, culpable y perdido. Si ustedes aceptan la Palabra de Dios en cuanto a su condición, entonces le señalamos al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; porque Aquel que nos declara lo que somos por naturaleza y práctica ante sus ojos, ha provisto redención para nosotros en Cristo: Dios «amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Aparten, pues, su mirada de sí mismo hacia Cristo, acepten también el testimonio de Dios acerca de él, y mientras miran pasarán de la muerte a la vida. «La palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón; es decir, la palabra de fe que predicamos: que si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo; porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Rom. 10:8-10).

Capítulo 7. Las dificultades

Tan pronto como el alma despierta, convencida de pecado y dirigida hacia Cristo, a menudo aparecen dificultades por todos lados, como obstáculos insuperables de la bendición que tan fervientemente se desea. Amplificados por la incredulidad que es nativa de nuestros corazones, y renovadas continuamente por la actividad de Satanás, parecen insolubles; y, por lo tanto, puede ser útil que se indiquen y expliquen las formas más frecuentes que asumen. Al mismo tiempo, nunca debe olvidarse que el único capaz de solucionar las dificultades eficazmente es el Señor mismo; y que no dejarán de acosar la mente, si no se llevan y se exponen con fe sencilla ante el trono de la gracia.

7.1 - Mis pecados han sido muy numerosos y graves

Cuán a menudo un pecador convencido, que se juzga a sí mismo, pronuncia palabras como estas, cuando se le habla de la plenitud de la gracia de Dios en Cristo Jesús. “Sí, dirá, Cristo es capaz de salvar y Dios, sin duda, desea dar gracia. Pero yo soy muy culpable. He pecado contra la luz y el conocimiento; otros pueden venir y ser salvos; pero para mí no hay esperanza”. Dos o tres observaciones mostrarán la verdadera naturaleza de este sentimiento. En primer lugar, expresa realmente una duda respecto a la eficacia de la preciosa sangre de Cristo; porque si no le puede limpiar, no puede purificar de todo pecado. Además, se desconfía de la sinceridad de Dios en las invitaciones que envía a los pecadores por medio del Evangelio de su gracia. Porque él dice: «Todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16); «El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apoc. 22:17); y si usted dice que no está incluido entre estos «todos», ¿qué es sino dudar de la verdad de Dios? Además, nuestro Señor mismo dice: «No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mat. 9:13). No se trata de algunos, sino de todos los pecadores. Por lo tanto, ser un pecador, es tener un título para venir a Cristo; y así, cuanto más seguro esté de su pecaminosidad, más seguro debe estar convencido de que no hay nada en su caso que le excluya de la misericordia de Dios.

Vale la pena preguntarse si la raíz de tal sentimiento no es la justicia propia, pues realmente significa que no es demasiado digno. Como dijo otro: “Si cuando Dios habla me niego a creer por algo que hay en mí, lo hago mentiroso” (1 Juan 5:10). Cuando Dios declara su amor, y yo me niego a creer porque no me considero un objeto suficientemente digno, yo demuestro solamente el orgullo inherente de mi corazón; porque el amor de Dios fluye espontáneamente, sin pedir nada en retorno. No es atraído por mis méritos, sino por mi miseria. Tampoco se trata de lo que merezco, sino de lo que Cristo merece. Cristo tomó el lugar del pecador en la cruz, para que el pecador pudiera compartir su lugar en la gloria. Cristo recibió lo que el pecador merecía, para que el pecador pudiera obtener lo que Cristo merece. Así, el yo queda totalmente apartado.

Además, puede agregarse, que nuestro Señor respondió por anticipado a su objeción, mientras estaba en la tierra, recibiendo a algunos de los más viles y degradados. La mujer «pecadora» (Lucas 7:37-39) y el malhechor en la cruz (Lucas 23:40-43), son monumentos eternos de su disposición a recibir a los más culpables. Enfrentad, pues, todos esos pensamientos con los claros ejemplos y declaraciones de la Palabra de Dios; y nunca acepten, ni siquiera por un momento, ninguna sugerencia que tienda a oscurecer la disposición del Salvador a recibir, o su capacidad para salvar, a todos y cada uno de los que vienen arrepentidos a sus pies.

7.2 - No siento lo suficiente mis pecados

Esto es muy cierto, y es un reproche que incluso los creyentes tienen que hacerse a sí mismos, y que se harán hasta el final de su vida en la tierra. Este será, pues, el caso de toda alma ansiosa, y si este sentimiento es menos profundo, es una prueba de la dureza producida en el corazón por el pecado. Pero muestra al mismo tiempo una mayor y más urgente necesidad de Cristo, pues esta ausencia de sentimiento pecaminoso prueba la separación de Dios y la necesidad de la reconciliación mediante la sangre de Cristo. Esto no significa que un profundo sentimiento de pecado sea una mejor condición para venir a Cristo, como si tuviéramos que limpiarnos primero de parte de nuestra maldad. No, el Evangelio no exige ninguna parte de sentimiento de los hombres; no exige ninguna preparación del corazón, sino que proclama una salvación presente para todos los que creen.

“¿Pero no debo arrepentirme primero?” Permítanme preguntarles: ¿Qué es el arrepentimiento? Es simplemente tomar el lugar de una persona juzgada, el lugar de un pecador ante Dios, aceptando la evaluación que Dios hace de mis pecados. Toda la confusión a este respecto surge de la falsa idea de que arrepentimiento significa: “Dolerse a causa del pecado, y resolverse a abandonarlo”; y por eso muchas personas se detienen primero en buscar o producir en sí mismas este estado de ánimo. Pero la única pregunta que tiene que resolver es: ¿Es pecador y acepta el juicio de Dios sobre usted como pecador? Si lo hace, no hay nada del lado de Dios que se interponga entre usted y el Salvador de los pecadores. Este es el gran mensaje del Evangelio: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa» (Hec. 16:31).

7.3 - No puedo estar seguro de que Cristo haya muerto por mí; ni de que la invitación del Evangelio se dirige a mí personalmente

¿Y por qué? Si Dios repite en su Palabra varias veces: «Todo el que crea» se salvará (Juan 3:15, 16:36; Hec. 10:43, etc.), ¿no es obvio que usted es uno de ellos, tan obvio como si su nombre estuviera escrito allí? Un evangelista dijo recientemente: “Si viera este aviso encima de una puerta: El que quiera, puede entrar, entenderías inmediatamente que tiene derecho a entrar; y si alguien le disputara ese derecho, alegando que el aviso no es suficientemente claro, diría que es una tontería”.

Por tanto, cuando leemos en la Escritura: «El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apoc. 22:17), ¿no es una obstinada incredulidad expresar dudas acerca de la invitación que se nos dirige? La siguiente historia reciente es un ejemplo de ello:

Un hombre, despertado por la conciencia de sus pecados, estaba angustiado por esta dificultad. A pesar de todos los pasajes de las Escrituras que se le presentaron, seguía preocupado. Cuando volvió a casa, pasó la mayor parte de la noche a solas con Dios. Por fin tomó un trozo de papel y escribió: «Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío» (Ez. 33:11); a lo que añadió: “Yo soy uno de los impíos”; y debajo: “El Señor Dios no se complace en mi muerte”. Ahora tenía ante sus ojos la prueba de que estaba dentro de los límites de la misericordia de Dios.

Todo pecador puede llegar a la misma conclusión. El que tenga dudas sobre este tema, que tome, por ejemplo, Juan 3:16, y se escriba este pasaje a sí mismo, y reconocerá de la manera más clara, que él es uno de aquellos a quienes Dios dirige esta palabra «todo aquel». En efecto, no hay otro límite a la gracia de Dios en el Evangelio, que la incredulidad de nuestro corazón perverso.

7.4 - ¿Quizá yo no sea uno de los elegidos?

De todas las dudas, esta es la más inútil, pero Satanás la mantiene activamente. Las cosas ocultas pertenecen a Dios, y ninguna investigación o razonamiento puede desentrañarlas. Recordemos que el pecador no tiene absolutamente nada que hacer en el consejo de Dios. La elección se aplica a los santos, y solo a los santos. La respuesta a la dificultad, si la siente sinceramente, es esta: ¿soy pecador? Si puede responderla claramente, entonces la invitación del Evangelio, como hemos demostrado anteriormente, está dirigida a usted, pues el estado pecaminoso es el único que nos permite venir a Cristo.

7.5 - No puedo creer

Examinemos un poco esta objeción. ¿Qué es lo que no puede creer? ¿No puede creer que usted es un pecador? Dios se lo testifica en su Palabra; y si esta verdad ha de serle confirmada, la experiencia de un solo día debería bastarle. No, usted no duda de que es un pecador. ¿No puede creer entonces en el testimonio de Dios acerca de su Hijo? ¿Cuál es ese testimonio? Es que «fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25); que padeció «una vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18); que al que no conoció pecado, Dios «por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). ¿Le cree? Usted responderá: “¡Claro que lo creo!”. Pues miré, qué resultados: cree por un lado que es pecador; y por otro, que Cristo murió por los pecadores; ¿por qué dice ahora que “no puede creer”? Permítame hacerle una pregunta más: ¿Cree usted que Dios está satisfecho con la obra que Cristo completó con su muerte? Para responder a esta pregunta, recuerde dos cosas: en primer lugar, la resurrección de Cristo y su exaltación a la diestra de Dios demuestran que Dios está satisfecho, que ha aceptado plenamente la propiciación hecha en la cruz. En segundo lugar, el hecho de que sea Dios mismo quien hace que se publique el Evangelio de la gracia demuestra que su justicia está aplacada. Es a partir de la cruz que este mensaje se dirige a usted: «¡Reconciliaos con Dios!» (2 Cor. 5:20). ¿Cree ahora que Dios está satisfecho? No puede dudarlo. Entonces, ¿qué queda? Es usted quien no está satisfecho. Ahí radica la dificultad.

Si alguien “no puede creer”, es más bien que no quiere creer, que se niega a humillarse como pecador ante el juicio de Dios; porque en cuanto hemos asumido realmente nuestro lugar de pecadores, la oferta de salvación se convierte para nosotros en una alegre noticia. Supongamos, por ejemplo, que una familia pasa necesidad, que está al borde de la inanición, y alguien les lleva comida, ofreciéndosela gratuitamente, ¿qué pensaría de una respuesta como esta: “No podemos creer que sea para nosotros”? Es lo mismo cuando un pecador, bajo condenación, da esta respuesta a las invitaciones del Evangelio: No puedo creer, no es para mí. Pero recuerde que es Dios quien habla. ¿No es digno de fe? Si un amigo le contara una noticia y usted le respondieras: “No puedo creerte”, ¿no sería un insulto? ¿Seguirás cuestionando la verdad y la sinceridad de Dios?

7.6 - No puedo sentir que soy salvo

Este es el lenguaje de muchos. Piensan, incluso dicen, que creen en Cristo, ¡pero no tienen paz!

¿Cómo se puede obtener la seguridad de la salvación? Muchas personas esperan sentir una alegría repentina, o confían en algún sentimiento especial para disfrutar de esta seguridad. Una vez vino a verme un joven y me dijo: “Ahora sé que estoy salvado, porque soy muy feliz”, a lo que le contesté: “Y si mañana no eres feliz, dirás: ¿Ahora sé que no estoy salvado, porque soy tan desgraciado”? Enseguida comprendió que estaba construyendo sobre una mala base. Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de la salvación? Es: por la fe –fe en esta palabra de Dios, cuando dice: «Todo aquel que cree» en Cristo no perecerá, sino que tendrá vida eterna (Juan 3:16). Tengo derecho, si creo, y mi confianza descansa en su Palabra, a decir que soy salvo; y recibo paz, como consecuencia de mi fe en el testimonio de Dios.

Este es el orden divino. En primer lugar, la fe en el Señor Jesucristo; en segundo lugar, el conocimiento o, como también puede llamarse, la seguridad de la salvación, como consecuencia de mi fe en la palabra de Dios; y, por último, la paz, como resultado de la seguridad de mi salvación. Pongamos un ejemplo. Supongamos que debo 1.000 euros y no tengo nada que pagar; me veo en apuros y angustiado. Pero si un amigo me dice: “No te preocupes por esa deuda, ya la he pagado”, si creo en su palabra, me libero inmediatamente de mi ansiedad, si no, no me libero en absoluto. Lo mismo ocurre con la seguridad de la salvación. Si creo en Jesús, me entero de que se han cumplido todas las exigencias que Dios me ha impuesto, y de este modo, confiando en su Palabra, tengo paz, pero no de otro modo. Es de la mayor importancia comprender esta verdad; porque muchos, suponiendo que la seguridad de la salvación depende del sentimiento interior, permanecen largo tiempo en un estado de ansiedad e inquietud. Pero cuando hemos reconocido que nuestra confianza se funda en la verdad inmutable de Dios, no dudamos ni un momento de la salvación, a pesar de las variaciones de nuestras experiencias interiores. Con demasiada frecuencia perdemos de vista el hecho (como se ha señalado anteriormente) de que el fundamento de nuestra paz está totalmente fuera de nosotros mismos, y que descansa en la obra que Cristo ha realizado por nosotros.

He aquí la declaración de Dios: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Cabe señalar que solo hemos hablado del fundamento de la seguridad. Cuando uno tiene paz, tiene, debe tener, experiencias felices; porque Dios envía, a morar en los corazones de los redimidos, a su Espíritu que da testimonio con su espíritu de que son hijos de Dios. Pero las experiencias felices siguen al conocimiento de la salvación y no pueden precederlo.

7.7 - La blasfemia contra el Espíritu Santo

Como muchas almas angustiadas se ven frenadas por el temor de haber cometido este pecado, y así se creen excluidas de la misericordia del Evangelio, deseamos aclarar su carácter. He aquí las palabras en las que el Señor habla de este pecado: «Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y cualquiera que diga una palabra contra el Hijo del hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo, ni en el venidero» (Mat. 12:31-32; véase también Marcos 3:28-30).

Este pecado es, por tanto, «blasfemia», o «hablar contra» el Espíritu Santo. El Señor acababa de realizar un milagro. Leemos: «Le llevaron a un endemoniado ciego y mudo; lo sanó y el mudo hablaba y veía» (Mat. 12:22). Las multitudes, que vieron el milagro, se sintieron profundamente conmovidas por esta prueba del poder y la misericordia de Dios, manifestados en Jesús, haciéndoles decir: «¿Será este el hijo de David?» Pero los enemigos de Cristo –los fariseos– aprovecharon la ocasión para mostrar su enemistad, y no pudiendo negar el milagro obrado ante sus ojos –incluso reconociéndolo– atribuyeron el poder al demonio. Dijeron: «Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios». Esta es la explicación que el mismo Señor da de la blasfemia contra el Espíritu Santo, en el pasaje del Evangelio según Marcos: «Porque decían: Espíritu inmundo tiene» (3:30). El pecado del que hablamos, pues, es el de atribuir voluntariamente a Satanás el poder ejercido por el Espíritu Santo. Esto es una blasfemia contra el Espíritu Santo, porque da a sus operaciones el carácter de las de un demonio. Para evitar cualquier posibilidad de error, desarrollemos un poco el razonamiento.

a) El poder que Jesús ejerció, por medio del cual realizó milagros y llevó a cabo su obra, fue el del Espíritu Santo (Lucas 4:1-18; Is. 61:1-2; Juan 3:34; 14:10, etc.).

b) Por tanto, fue por el poder del Espíritu Santo que expulsó al demonio del ciego y mudo.

c) Los fariseos reconocieron el milagro; lo habían visto, no podían negarlo.

d) Tenían, pues, ante sí una prueba contundente de la misión del Salvador, pues este milagro establecía su título de Mesías.

e) En lugar de aceptar la evidencia para recibir al Señor Jesús, la rechazaron y aprovecharon la oportunidad para desacreditar al Señor acusándolo de ser el representante del diablo.

f) Es este ultraje deliberado lo que el Señor llama blasfemia contra el Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo en la Asamblea en medio de la cristiandad agrava el carácter del pecado en general, y puede decirse, en cierto sentido, que todo pecado cometido por un cristiano es un pecado contra el Espíritu Santo, pero este no es ciertamente el significado del que nos ocupa, y que el Señor ha caracterizado con estas palabras: «blasfemia contra el Espíritu Santo». Este fue el pecado en el que cayeron los judíos que lo observaron, pecado que no les fue perdonado. Cuán eficaz es, también en este caso, la Palabra de Dios recibida y creída sencillamente sin disputa ni razonamiento, para calmar los terrores con que el demonio procura mantener a las almas en un estado de aflicción y ansiedad, ajeno a aquella paz que glorifica a Dios y a la obra del Señor Jesucristo.

El primer juicio de un hombre que ha caído en pecado irremisible, es de no estar consciente de ello, que no está ocupado en ello, y si un alma está ocupada por sus pecados, esto es prueba, por el contrario, de que Dios la busca para perdonarla y no para imputarle el pecado del que el mismo Señor Jesús dijo: «El que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón» (Marcos 3:29).

Incluso hoy, ante los testimonios que Dios nos da sobre su santo Hijo Jesús, si alguien se presenta con la intención deliberada de rechazarlos todos, incluso los más concluyentes, como los fariseos que fueron testigos de los milagros de Cristo, este hombre está bien expuesto, si el diablo le da la oportunidad, a renovar el mismo crimen que sus predecesores. El Señor será el juez. Que Él se digne, mediante estas líneas y las advertencias de su Santa Palabra, alejar a nuestros lectores de estos abismos de perdición.

7.8 - El pecado de muerte

Este pecado se confunde a menudo con el que acabamos de considerar. Sin embargo, el pasaje de la Escritura nos muestra que se trata de algo muy diferente. He aquí el pasaje: «Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no es para muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado que es para muerte; acerca de este no digo que ha de pedir» (1 Juan 5:16). En primer lugar, es el pecado de un creyente. «Si alguno ve a su hermano», etc.; por lo tanto, de lo que se habla aquí es de la muerte del cuerpo, no de la muerte eterna.

En Hechos capítulo 5 tenemos en Ananías y Safira un ejemplo sorprendente de este pecado y el temible juicio que le siguió. La posición y el testimonio de la congregación eran tales en aquel momento que Dios tuvo que intervenir inmediatamente para castigar a los culpables. La salvación eterna de Ananías y de su esposa no se vio afectada, si eran verdaderamente creyentes, hijos de Dios por la fe en Jesucristo, pero el resultado del castigo que recibieron se menciona en el versículo 11: «Sobre toda la iglesia sobrevino temor, así como sobre todos los que oían estas cosas», y en el versículo 13: Nadie «osaba juntarse con ellos», mientras que leemos en el versículo 14: «Cada día se añadían al Señor más creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres».

Los culpables de este «pecado de muerte» son cortados, y hay un resultado de santificación para los que lo presencian en la asamblea, y de temor saludable para los que están fuera. En la Primera Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo se refiere a casos que Dios ha juzgado con el mismo juicio y que también son «pecados de muerte».

Sobre el tema de la Cena del Señor, dice: «Porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe juicio para sí mismo. Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen» (1 Cor. 11:29-30). Es decir, por la intervención de Dios en la disciplina, muchos habían muerto.

Concluimos de lo anterior que nadie puede determinar de antemano lo que constituye «pecado de muerte», porque es el Señor el único que juzga. De hecho, el mismo acto puede constituir un pecado más grave en circunstancias diferentes. Sin duda ha habido muchos Ananías y Safira después de los apóstoles, que no han sido abatidos de la misma manera; pero este ejemplo es suficiente para mostrar que el pecado es el de un creyente, y que resultó en la muerte del cuerpo, no en la muerte del alma. Es cierto que es este último punto el que preocupa a las almas trabajadas.

7.9 - El caso supuesto en Hebreos 6:4-6

La condición asumida en Hebreos 6:4-6 es a menudo una dificultad real. Pero si se examina detenidamente el pasaje, se reconoce que no es aplicable a quienes están animados por el deseo de tener paz con Dios. Dice así: «Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y gustaron la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo por sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndolo a la ignominia pública». Notemos, en primer lugar, que este pasaje no puede interpretarse en el sentido de una persona que realmente se ha convertido, pues nada en las Escrituras se enseña más enfáticamente que la imposibilidad de que un hijo de Dios perezca (véase Juan 10:27-29; Rom. 8:28-39; 1 Cor. 1:8, 9; Efe. 1:13-14; Fil. 1:6-7, etc.). Pero recordemos que la Epístola estaba dirigida a los cristianos hebreos; y la condición asumida por este pasaje es la de personas que habían renunciado al judaísmo, por convicción de la verdad del cristianismo, y que habían sido iluminadas por el poder del Espíritu Santo hasta cierto punto, sin ser verdaderamente convertidas o nacidas de nuevo. Habían sido introducidos en las bendiciones sin tener realmente vida; y es con respecto a ellos que la Escritura nos dice que, si recaen, es imposible renovarlos mediante el arrepentimiento, etc. ¿Por qué? Porque es volver deliberadamente al sistema que saben que ya no está de acuerdo con la voluntad de Dios; es identificarse de nuevo con la nación que crucificó al Hijo de Dios, y así adherirse a sabiendas al acto de la nación, como crucificando para sí mismos al Hijo de Dios, y exponiéndolo al oprobio (v. 6).

La condición supuesta aquí es, por tanto, la de los apóstatas voluntarios. El Espíritu de Dios sin duda lo ha señalado como una solemne advertencia, aplicable a muchos que se encuentran de alguna manera asociados con los creyentes. Por ejemplo, los que profesan ser cristianos sin tener la realidad de ello, que han recibido más o menos luz hasta el punto de reconocer el carácter divino de la redención sin haber nacido nunca de nuevo. Incluso pueden ser celosos por Cristo de una manera externa y formalista. Es a tales almas a las que se dirige la advertencia, porque si abandonan lo que saben que es la verdad, negando a Aquel a quien han reconocido como el Cristo de Dios, caen en un estado de endurecimiento sin esperanza. Este estado es mucho más frecuente de lo que se supone, y es muy peligroso, porque cuando el enemigo ve que un alma se encuentra así en el límite exterior del conocimiento de Cristo, hábilmente levanta tentaciones y oportunidades de caer para llevar a las almas a una apostasía formal e irremediable.

Pero cuando un alma, que ha aprendido algo del Señor Jesucristo, desea saber más y progresar, que se anime, el Señor la mira con compasión y satisfará sus necesidades; los últimos pasajes que acabamos de considerar tendrán el efecto, no de alejarla del Señor Jesús, sino de arrojarla aún más sobre Él como el recurso divino para la salvación. Pues el Espíritu de Dios añade en Hebreos: «Pero nosotros no somos de los que se retiran para perdición, sino de los que tienen fe para salvación del alma» (10:39). La Palabra distingue aquí entre los que se retiran y los que creen. El que cree “no se retira”, y si alguien se retira es porque “no ha creído”, aunque haya parecido hacerlo durante un tiempo.

Hemos examinado varias de las dificultades que surgen con más frecuencia en el camino hacia la fe. Hay muchas otras, derivadas de las circunstancias peculiares de cada alma, pero el Señor dará mediante su Palabra los medios para tratarlas con espíritu de oración, porque «resplandeció en las tinieblas luz a los rectos» (Sal. 112:4), y «la exposición de tus palabras alumbra» (Sal. 119:130).

Capítulo 8. La liberación

Un gran número de almas, después de haber sido despertadas o incluso vivificadas, y puestas bajo la protección de la preciosa sangre de Cristo, a menudo permanecen allí sin entrar en el pleno conocimiento de la salvación.

A veces tienen una «buena esperanza» de ser salvados, después de lo cual el pecado se apodera del corazón con tal dominio, que el sentido de su profunda corrupción los sigue arrojando de nuevo a la incertidumbre y la angustia.

Estas personas quedan así fuera de esa plenitud de bendición que es la porción de todo creyente en Cristo, y esto, por su ignorancia de las dos naturalezas y recursos que hay en Cristo, de parte de Dios, ya sea por el pecado en la carne, o por los actos de pecado. A menudo es por falta de enseñanza, o es consecuencia de una enseñanza errónea acerca de la liberación perfecta que encontramos en Cristo, en cuanto a nuestra culpa y en cuanto a nuestra naturaleza corrupta, pues el creyente puede decir: «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:1-2).

Esta verdad se desarrolla de manera especial en Romanos, desde el capítulo 5 hasta el final del capítulo 8. He aquí algunas palabras de un autor sobre esta parte de la Escritura:

• “Hasta aquí se ha expuesto plenamente la gran verdad de la remisión de los pecados del creyente, y termina con los benditos privilegios que pertenecen al hombre justificado, pero siempre en conexión con la eficacia expiatoria de la sangre de Jesús, que se manifestó en Su resurrección. Aunque esto es precioso, no es todo lo que necesita el creyente. Puede llegar a ser muy miserable por el descubrimiento del mal dentro de sí mismo, y si no aprende pronto la verdad que se aplica a esta dificultad, está expuesto a caer en la indiferencia al pecado, o en un espíritu de servidumbre. Cuántos cristianos nunca han conocido el alcance de su liberación, y van gimiendo de día en día haciendo esfuerzos contra su corrupción natural, que inmediatamente reconocen como inútiles.

Y, por otra parte, muchos se entregan a un engañoso reposo, ponderando su fe en el perdón de los pecados por la sangre de Cristo como contrapeso a su herida interior, que suponen incurable; y esto sin más curación que la de aquellos de quienes acabamos de hablar, que, por mejorar, luchan sincera pero vanamente. Ni unos ni otros han comprendido la aplicación a sí mismos de la sentencia ya ejecutada sobre el viejo hombre en la cruz, ni su nueva posición ante Dios en Cristo resucitado de entre los muertos. El propósito del Espíritu es revelar esta verdad en los pasajes mencionados en los capítulos 5 al 8 de Romanos”.

Las expresiones subrayadas en el extracto anterior se confirman de manera sorprendente en el capítulo 7, donde encontramos a un hombre vivificado, nacido de nuevo, pero que, al no saber que ha sido liberado de la Ley, gime bajo el peso de su pecado, de modo que grita: «Soy carnal, vendido al poder del pecado» (v. 14); y otra vez: «Porque me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior; pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi mente, y me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (v. 22-24). Este es precisamente el caso de muchas almas angustiadas.

Esta situación, tan alejada de lo que habían esperado y deseado, les hace dudar de su salvación.

¿Cómo, entonces, ha provisto Dios esta necesidad del alma? La respuesta a esta pregunta es de nuevo la muerte del Señor Jesucristo. Porque no solo, como hemos visto, llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, sino que fue hecho pecado por nosotros (2 Cor. 5:21), como se dice: «Dios, enviando a su mismo Hijo en semejanza de carne de pecado, y [como ofrenda] por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3).

El capítulo 6 de Romanos es una confirmación de esta verdad. Habiendo demostrado en el capítulo 5 que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; para que, así como el pecado reinó en la muerte, así también la gracia reine mediante [la] justicia, para vida eterna, por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (v. 20-21), el apóstol añade: «¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados? Fuimos, pues, sepultados con él mediante el bautismo en la muerte; para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si fuimos identificados con él en la semejanza de su muerte, también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, está justificado del pecado» (Rom. 6:1-7).

Si dirigimos nuestra atención a las expresiones que hemos subrayado, el tema nos resultará más claro.

a) Aprendemos, en efecto, que participamos de la muerte de Cristo; «en su muerte fuimos bautizados»; «nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él» (v. 3-6). Se basa en el principio de sustitución, del que el siguiente relato nos ofrece una ilustración familiar pero sorprendente:

Fue en tiempos de Napoleón I; un joven fue llamado al servicio militar, pero como sus medios se lo permitían, compró un sustituto. Este último se marchó y murió en combate. Poco después, un decreto ordenó un nuevo reclutamiento. Esta vez la suerte volvió a caer sobre el mismo joven, pero este afirmó que estaba muerto. Cuando se le pidió una explicación de su declaración, respondió que su sustituto había muerto, por lo que debía considerársele muerto. En efecto, este caso singular fue llevado ante los tribunales, debidamente examinado, y se estableció que, desde el punto de vista de la ley, el joven debía ser considerado muerto por el hecho de la muerte de su sustituto; por lo tanto, fue liberado del reclutamiento.

Lo mismo ocurre con nosotros cuando creemos en el Señor Jesucristo. Entonces estamos unidos a él, y podemos decir que hemos muerto en la persona de nuestro sustituto, y que en él se han ejecutado y soportado todo el juicio y la condena debidos a nuestros pecados.

b) Estamos, por tanto, muertos «al pecado» (v. 2); y como tales somos justificados del pecado (v. 7). Es decir, nuestra naturaleza adámica –la raíz del pecado–, nuestro viejo hombre, ha sido juzgada por Dios en la muerte de Cristo, de modo que el castigo ya ha sido sufrido, y nuestra sentencia ha sido ejecutada tan completamente en Cristo que, ante Dios, somos considerados judicialmente como muertos, y, como tales, somos justificados del pecado, absueltos de toda acusación al respecto, y liberados completamente en la muerte de Cristo.

Los siguientes pasajes muestran las consecuencias prácticas de esta verdad: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios. Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus malos deseos», etc. (v. 8-12). Esto nos recuerda (implícitamente al menos) que compartimos no solo la muerte de Cristo, sino también su resurrección. «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él» (v. 8); y esta verdad queda confirmada por el hecho de que «en cuanto murió, murió al pecado una vez por todas; pero en cuanto vive, vive para Dios» (v. 10).

Luego vienen las siguientes exhortaciones:

8.1 - Debemos considerarnos muertos al pecado

Las mismas palabras de la exhortación indican el significado, pues si estuviéramos materialmente muertos, el apóstol no nos diría que nos consideráramos muertos. Lo que debemos hacer, por tanto, es aceptar aquello por lo que Dios nos retiene. Habiéndonos juzgado en la cruz de Cristo en cuanto a nuestra naturaleza adámica, nos considera como habiendo sufrido nuestro juicio, y por lo tanto como muertos a sus ojos. Tal es su estimación de cada creyente en cuanto al viejo hombre; y tal debe ser la estimación del creyente mismo. Lo que Dios declara debemos creerlo, a pesar de toda experiencia en contrario; y puesto que él nos considera crucificados con Cristo, debemos considerarnos también crucificados nosotros mismos: «Con Cristo estoy crucificado», dice el apóstol Pablo a los Gálatas (cap. 2:20), y a los Colosenses (cap. 2:20): «Si moristeis con Cristo». Esta verdad es el motivo por excelencia para resistir a la tentación, y debemos aferrarnos a ella en presencia de toda incitación al pecado, recordando que nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que «el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Rom. 6:6).

Así pues, es nuestra posición ante Dios la que determina nuestra responsabilidad; si cedo al pecado, niego de hecho mi muerte con Cristo, pues el pecado es la evidencia de la vida y la actividad de la carne. Pero si por la fe acepto el modo en que Dios me valora, no puedo dejar que el pecado reine en mi cuerpo mortal, ni obedecer a sus deseos. La muerte de Cristo es para mí, de este modo, el medio de liberación. Estoy a favor de la muerte al pecado, y mi paz permanece segura, porque sé que esta carne que todavía está en mí, y que puede, si no la mantengo en la muerte, caer a cada momento en las concupiscencias –que esta carne ya ha sido juzgada, y condenada en la cruz.

8.2 - Debemos permanecer como vivos para Dios en el Señor Jesucristo

Pero, por otra parte, también debemos permanecer vivos para Dios en el Señor Jesucristo. Se trata de un hecho que se desprende de nuestra resurrección con Cristo (aunque esta verdad no se recuerda de manera especial en el pasaje que nos ocupa), pues solo mediante nuestra identificación con Cristo resucitado podemos «vivir para Dios». En la Epístola a los Colosenses encontramos esta doctrina plenamente desarrollada, y el apóstol basa su exhortación en este hecho: «Si, pues, fuisteis resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra; porque habéis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:1-3). No solo hemos sido crucificados con Cristo, sino que en Cristo hemos pasado a través de la muerte; porque Dios «nos resucitó» con Cristo (Efe. 2:6).

Observemos dos cosas. Es en Cristo que vivimos para Dios; y nuestra posición debe ser una cuestión de fe, pues debemos permanecer como vivos. De hecho, ya vivimos en Cristo, pero ese no es el tema de este pasaje. Debemos aceptar la valoración de Dios sobre este punto, a pesar de todo lo que se le opone interior y exteriormente. Puesto que Dios me considera muerto al pecado y vivo para Él en Cristo Jesús, yo debo hacer lo mismo; porque mi evaluación es la base de mi fe y confianza, así como la medida de mi responsabilidad.

Ante Dios, entonces, somos llevados por la muerte y resurrección de Cristo desde nuestro estado y esfera anteriores a una posición donde la carne no tiene acceso; tan completa es la liberación que no solo se dice: «No hay, pues, ahora ninguna condenación hay para los [que están] en Cristo Jesús», sino también: «No estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom. 8:1-9). Esta es nuestra posición perfecta ante Dios en Cristo, que resucitó de entre los muertos.

8.3 - Que el pecado, pues, no reine en vuestro cuerpo mortal

Ahora estamos en condiciones de comprender la exhortación con que termina el pasaje que hemos citado: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus malos deseos» (Rom. 6:12, etc.). Nuestra posición ante Dios en Cristo Jesús se compara aquí con nuestra condición práctica. Nos tiene, como hemos visto, por muertos al pecado; pero esta exhortación supone la presencia del pecado en el creyente. Ahora bien, es en la comprensión de este contraste y de sus consecuencias donde encontramos la respuesta a las dificultades tan frecuentes al comienzo de la vida cristiana, que a menudo mantienen a los creyentes en la esclavitud durante años, e incluso durante toda su vida. Por lo tanto, hay que prestarles mucha más atención. Resumamos la enseñanza que acabamos de encontrar en la Palabra de Dios sobre este tema.

8.3.1 - El pecado siempre existirá en el creyente

Aunque esté completamente liberado ante Dios, la carne sigue siendo la misma en él; de modo que siempre debe decir: «En mi carne no habita el bien». Así que nunca puede esperar ninguna mejora en el carácter de la carne. Lo que era antes de nuestra conversión, lo será siempre hasta que partamos para estar con Cristo, ya sea en su venida o a través de la muerte (Rom. 7:18; 8:1-13; Gál. 3:16-26).

8.3.2 - La presencia del pecado en nosotros nada cambia a nuestra posición perfecta

La presencia del pecado en nosotros nada cambia a nuestra perfecta posición, o nuestra completa aceptación ante Dios en Cristo Jesús; porque Dios nos tiene muertos al pecado. Esta es su evaluación judicial de nosotros y, por lo tanto, considera que el pecado ya ha sido juzgado en nosotros en la muerte de Cristo. Así fue condenado el pecado en la carne (Rom. 8:3). La existencia del pecado dentro de mí, siempre que no ceda a él, sino que lo condene, no puede, por tanto, perturbar mi goce del amor de Dios; porque tengo la carne en mí para ser juzgada, según la propia estimación de Dios. Así, no solo mi posición es inmutable, sino que mi paz y mi comunión también permanecen para siempre.

8.3.3 - Mi responsabilidad está relacionada con el aprecio de Dios

Mi responsabilidad está en relación con el aprecio de Dios. Si él me considera muerto al pecado, yo debo hacer lo mismo; y, por tanto, no debo permitir que el pecado reine en mi cuerpo mortal, para que obedezca a sus concupiscencias. Porque si permito que reine el pecado, contradigo a Dios, que me considera muerto al pecado. Por lo tanto, debo permanecer en la muerte y mortificar mis miembros que están en la tierra (Col. 3:5), porque estoy muerto con Cristo. Ahora hemos encontrado el secreto. No puedo librarme del adversario. Pero Dios lo ha juzgado, y yo solo tengo que actuar de acuerdo con ese juicio; mantenerlo en ese lugar de muerte donde él ya lo ha puesto. Por lo tanto, no se nos dice que echemos fuera el pecado, que lo arranquemos de raíz, o que nos deshagamos de él, como nos instan a hacer los moralistas, e incluso los teólogos, en su ignorancia de las Escrituras. Pero no debemos permitir que el pecado reine, sino que debemos mantenerlo en el lugar que le corresponde bajo la sentencia de muerte.

Puede que exclames: “¡Ah, pero esa es mi dificultad! ¿Cómo puedo yo, que soy tan frágil y débil, hacer esto?”. Este es siempre el lenguaje de la incredulidad. Mira a David en presencia de Goliat. ¿Le resultaba imposible luchar contra un adversario tan poderoso? En absoluto. Estaba convencido de que la victoria quedaría en manos de Jehová; que Goliat, siendo enemigo del Señor, sería entregado en sus manos aquel día (1 Sam. 17:45-47). Midió a su adversario según la fuerza de Dios, y con esa medida Goliat era pequeño e impotente. Así debería ser con nosotros. Aunque el pecado en nosotros es fuerte y activo, Aquel que nos dice que lo defendamos nos da el poder para obedecer su exhortación. Nos ha dado el Espíritu que mora en nosotros, y si por el Espíritu hacemos morir las obras del cuerpo, viviremos (Rom. 8:13); si andamos por el Espíritu, no satisfaremos los deseos de la carne (Gál. 5:16). El Espíritu de Dios es, pues, nuestra fuerza en la lucha, y este poder que se nos da, para que el pecado no reine en nuestro cuerpo mortal, es bastante.

¡Bendito sea el Señor! Así podremos, como Israel, estar al otro lado de nuestro mar Rojo y cantar: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación» (Éx. 15:2).

Capítulo 9. El Espíritu que habita en el creyente

«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gál. 3:26). «Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (4:6). Este es el mandato divino. Nacemos del Espíritu por la fe en Cristo Jesús, y así somos declarados hijos. A partir de entonces, Dios envía al Espíritu, como Espíritu de adopción, para que habite en nuestros corazones. Hay que señalar que la venida del Espíritu a morar en nuestros corazones no coincide con nuestra adopción como hijos, sino que es una consecuencia de ella.

Los caminos de Dios hacia el pueblo de Israel nos proporcionan otro ejemplo de este orden divino. Durante la noche de Pascua, mientras estaba en Egipto, Israel estuvo completamente a salvo por la sangre; pero la «salvación» no se menciona hasta después del cruce del mar Rojo, ni tampoco «la santa morada de Dios»; y de hecho sabemos que Dios no habitó entre su pueblo hasta que lo sacó de Egipto y lo llevó al otro lado del mar Rojo, al desierto. Ahora es lo mismo. Un alma puede ser vivificada, nacida de nuevo, salvada por la sangre de Cristo, pero el Espíritu de Dios debe morar en ella antes de que pueda clamar: «¡Abba, Padre!» (Gál. 4:6). Por eso, en Romanos, la doctrina de la habitación del Espíritu Santo en el creyente es objeto de enseñanza solo a partir del capítulo 8 [1]. Mientras el creyente no conozca la liberación del pecado y de la Ley, no podrá beneficiarse de esta preciosa enseñanza, pero tan pronto como se responda a esta pregunta: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?», leemos: «No estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom. 8:9).

[1] El pasaje del capítulo 5, versículo 4 solo toca el tema del amor de Dios derramado en nuestros corazones.

La verdad, entonces, es que cada alma salvada tiene el Espíritu morando en ella; cuando el Evangelio fue predicado –y predicado en toda su plenitud, simplicidad y poder– aquellos que lo recibieron por la gracia de Dios, fueron inmediatamente sacados de las tinieblas a la luz, y recibieron al mismo tiempo el sello de su redención, a saber, el don del Espíritu Santo. Pero en la actualidad, en medio de la confusión que reina en todas partes, el Evangelio está tan corrompido por los pensamientos humanos, que rara vez se proclama la plenitud de la gracia de Dios en Jesucristo, y muchos, una vez vivificados, todavía andan a tientas en la oscuridad durante mucho tiempo, y suspiran en un espíritu de esclavitud, sin haber recibido todavía ese Espíritu de adopción, por el cual solo los creyentes pueden clamar: «¡Abba, Padre!». «El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:16); pero si no hemos gustado esta preciosa verdad, como para poder clamar con confianza filial: «¡Abba, Padre!», es porque el Espíritu Santo no mora en nosotros.

A continuación, desarrollaremos la enseñanza de las Escrituras sobre este tema.

Como ya hemos visto, como resultado de nuestra adopción como hijos, el Espíritu de Dios habita en nosotros. Es esta verdad la que distingue a los cristianos de los santos de la antigua dispensación. Los creyentes judíos fueron vivificados, nacieron de nuevo, pero no conocieron esta morada del Espíritu de Dios en los santos; porque «el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:39). Obró por su poder, pues fue él quien vivificó a los santos judíos, así como a los cristianos. También los fortaleció para la marcha y el servicio; pero su venida del cielo para habitar personalmente en los creyentes y en la Iglesia fue consecuencia de la muerte, resurrección y exaltación de Cristo. Esta diferencia es muy visible, en cierto aspecto, en una de las oraciones del salmista: «No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu» (Sal. 51:11); mientras que el apóstol Pablo dice: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Efe. 4:30). Aunque el Espíritu obró por medio de sus influencias en el corazón del salmista, era posible que perdiera este precioso poder; pero ahora los creyentes, aunque puedan contristarlo, son sellados por el Espíritu Santo para el día de la redención. Así como la presencia del Espíritu Santo en la tierra, en la Casa de Dios, caracteriza al cristianismo, así también su morada en los corazones de los actuales hijos de Dios los distingue de los creyentes de dispensaciones anteriores. Es el Espíritu Santo quien nos une a Cristo, quien nos hace miembros de su Cuerpo, de su carne y de sus huesos (1 Cor. 12:13; Efe. 5:30); y esta unión, esta posición como miembros de su Cuerpo, no fue posible hasta que Cristo hubo sido glorificado, y había tomado su lugar como Cabeza en el cielo.

El Espíritu se presenta bajo diferentes puntos de vista, que deseamos examinar brevemente.

9.1 - El Espíritu como testigo

La presencia del Espíritu Santo en la tierra es el testimonio de la redención consumada. Antes de su partida, el Señor había prometido enviar «otro Consolador» (Juan 14:16-17, 25-26; 15:26-27; 16:7-14); y dijo claramente a sus discípulos que enviaría sobre ellos la promesa de su Padre, y que debían permanecer en la ciudad de Jerusalén hasta que fueran revestidos de poder desde lo alto (Lucas 24:49). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés fue, pues, el signo inequívoco de la consumación de la obra redentora, la prueba de que Dios la había aceptado y de que estaba complacido con la obra realizada por Cristo. «El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6).

Y si buscamos lo que se dice del Espíritu como el que mora en los hijos de Dios, ya hemos visto que es Aquel que «da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:15-16; Gál. 4:6-7). En este sentido, él es para cada alma individual el testigo de la redención consumada, de modo que cada hijo de Dios debe saber por este testimonio seguro que está salvado. Pero podemos preguntarnos: “¿Cómo se nos da este testimonio de nuestra adopción?”. El hecho mismo de su presencia en nosotros da testimonio de ello; y por esa presencia despierta en nosotros afectos adecuados a nuestra relación con Dios. Él engendra en nosotros el deseo de gozar del amor del Padre, y nos pone en condiciones de gritar, en la santa intimidad de nuestra posición filial: «¡Abba, Padre!». Confirma a nuestras almas la Palabra a la que nos hemos encomendado, para la revelación de nuestro lugar y de las bendiciones que nos pertenecen como hijos de Dios, y así da claro testimonio con nuestro espíritu. Ciertamente no es un testimonio para el oído; solo nuestro espíritu puede discernirlo y comprenderlo; pero no por ello es menos positivo. Al contrario, deriva su eficacia del hecho de que es el secreto vivo entre nosotros y Dios.

No hay que olvidar, sin embargo, que la fuerza y la claridad de su testimonio dependen de ciertas condiciones. «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom. 8:14). Así como ser guiados por el Espíritu de Dios es prueba de que somos hijos de Dios, también, cuando caminamos en simple obediencia y dependencia, nuestras mentes pueden discernir mejor el testimonio divino de nuestra adopción. Pero si andamos por un camino que le contrista, en vano esperaremos la voz de su testimonio, pues le habremos hecho callar. Dios no permite que sus hijos caminen en la negligencia, o que descanse la certeza de su salvación en el hecho de que son hijos; pero él nos recuerda que, si somos suyos, seremos guiados por el Espíritu, quien dará testimonio con nuestro espíritu, y nos enseñará a clamar: «¡Abba, Padre!».

9.2 - El Espíritu como sello

Esta verdad nos está presentada en varios pasajes. «Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, que también nos selló» (2 Cor. 1:21-22). De nuevo, «En quien vosotros también, habiendo oído la palabra de la verdad… fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13); y en la misma epístola se nos exhorta a no contristar «al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Efe. 4:30). El Espíritu Santo dado para morar en los creyentes es, él mismo, el sello; es decir, Dios los designa, y así los adopta como suyos, declarando que les pertenecen por el Espíritu que habita en ellos. Es como la figura de la colocación de un sello. Ahora bien, el sello no solo indica propiedad, sino que también sirve de protección. Por eso se dice que los creyentes están sellados para el día de la redención. Están protegidos por el sello hasta que el Señor regrese para recibirlos en sí mismo. Y por lo tanto solo los creyentes están sellados; y no están sellados hasta que son del Señor, hasta que son liberados de su esclavitud (como vimos antes), por medio de la muerte y resurrección de Cristo; hasta que no solo están liberados, sino definitivamente salvos.

9.3 - El Espíritu como arras

En dos de los pasajes ya citados, el Espíritu es llamado las arras. «Que también nos selló, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor. 1:22); «Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa; quien es las arras de nuestra herencia, para redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria» (Efe. 1:13-14). Es este último pasaje el que define con mayor exactitud el carácter de las arras. El Espíritu Santo, tal como es dado ahora, es considerado como «las arras de nuestra herencia»; es decir, es la primicia de lo que heredaremos en y por medio del Señor Jesucristo.

Así como cuando alguien compra una propiedad, paga una porción del dinero de la compra como arras para el cumplimiento del trato; así Dios bondadosamente nos da el Espíritu que mora en nosotros como arras de nuestra herencia, asegurándonos así que poseeremos todo lo que él ha prometido. Obligándose (si se puede decir así) a cumplir su propia palabra fiel; porque las arras son tanto una promesa como una garantía. Pero el Espíritu Santo es aún más, porque, como hemos visto, es también el sello, que nos conserva para la herencia, y nos certifica que Dios nos hará llegar a la posesión de ella para alabanza de su gloria.

Nos llevaría mucho más allá del alcance de estas páginas, exponer en detalle todas las operaciones del Espíritu que mora en nosotros. Por lo tanto, solo podemos indicar brevemente que solo él es nuestro poder para adorar (Juan 4:23-24; Fil. 3:3); para orar (Rom. 8:26-27; Efe. 6:18; Judas 20); para caminar (Rom. 8:14; Gál. 5:16-26); para el servicio (1 Cor. 2:4; 1 Tes. 1:5, etc.); para la comprensión de la verdad (1 Cor. 2:9-16; Juan 16:13; 1 Juan 2:20-27); para el progreso del conocimiento (Efe. 3:16-19), etc. En efecto, como el Espíritu caracteriza nuestra existencia ante Dios –pues no estamos en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en nosotros (Rom. 8:2)–, solo él es la fuente de poder para todas las actividades de nuestra vida espiritual, ya sea que esas actividades tengan por objeto a Dios o al hombre. Bendito hecho, porque solo cuando conocemos nuestra propia debilidad e impotencia, que podemos aprender la lección de la dependencia de Dios; y cuando estamos en la dependencia, el Espíritu de Dios es libre de actuar en nosotros según su voluntad.

Es muy importante para las almas trabajadas y para los jóvenes creyentes no confundir la obra del Espíritu en nosotros con la obra de Cristo por nosotros. Como alguien ha dicho: “Estamos constantemente dispuestos a considerar que algo en nosotros es necesario para cimentar la paz. Nos inclinamos a buscar en la obra del Espíritu en nosotros, más que en la obra de Cristo por nosotros, el fundamento de nuestra paz. Esto es un error. No es el Espíritu Santo quien ha hecho la paz; es Cristo. Y la buena nueva que Dios hace proclamar ahora por el Espíritu Santo es la «paz por medio de Jesucristo» (comp. Hec. 10:36; Efe. 2:14, 17; Col. 1:20). El Espíritu Santo revela a Cristo. Nos lo da a conocer, nos hace gozar de él, nos alimenta con él. Él da testimonio de Cristo, toma las cosas de Cristo y nos las comunica. Él es el poder para la comunión; él es el sello, el testigo, el depósito y la unción. En una palabra, sus operaciones son esenciales. Sin él no podemos ver, ni conocer, ni sentir, ni manifestar nada de Cristo. Esta verdad es clara, y es comprendida y admitida por todo cristiano sincero y bien enseñado”.

Sin embargo, el fundamento de la paz es Cristo mismo, Cristo en su obra en la cruz. Porque el que cree en Aquel «que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación», queda justificado; y estando «justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 4:24-25; 5:1). Debemos recordar siempre que el fundamento de la paz está fuera de nosotros mismos; pero, como hemos indicado, el Espíritu Santo que mora en nosotros es consecuencia de nuestra adopción como hijos de Dios.

No podemos dar demasiada importancia a esta verdad, de que el Espíritu de Dios mora en nosotros, cuando creemos; ni podemos ser demasiado cuidadosos para no contristarlo con las obras impías de la carne (véase Efe. 4:29-32). Por eso el apóstol pregunta solemnemente: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Habéis sido comprados por precio; por lo tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:19-20); también nos exhorta: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne». «Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu» (Gál. 5:16, 25).

Capítulo 10. La posición y la responsabilidad

Ninguna exposición de la salvación que conlleva la fe en Cristo estaría completa sin la necesaria explicación de la posición de perfecta bendición en la que estamos introducidos de esta manera. Es indudablemente cierto que muchas almas vivificadas están retenidas en los lazos de la duda y la perplejidad, porque ignoran las consecuencias de lo que Cristo ha hecho por ellas; del mismo modo que no comprenden suficientemente su responsabilidad hasta que han comprendido cuál es su verdadera posición en Cristo.

10.1 - La posición del creyente en Cristo

Hemos aprendido que el perdón de los pecados es la porción inmediata de todos los que creen en Cristo. Esta gran y conmovedora bendición, sin embargo, no es todo lo que nos trae la gracia de Dios. Está escrito: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). El versículo siguiente habla de otras dos bendiciones: el acceso «por la fe, a esta gracia en la que estamos», es decir, el pleno favor de Dios en Cristo; y «nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios», es decir, la manifestación final de las bendiciones que ahora disfrutamos. Estos dones de la gracia de Dios por medio de Cristo son nuestra porción en la tierra, en cuanto a los hombres justificados, como lo es la reconciliación perfecta y eterna, expuesta en otros pasajes (Col. 1:21-22). Pero la Palabra de Dios nos lleva aún más lejos, como ya hemos vislumbrado en nuestro capítulo sobre la liberación. Nos muestra cuál es nuestra posición en Cristo.

¿Cuál es, pues, nuestra posición, nuestro lugar, ante Dios? Es en Cristo y donde él está ahora. Nos explicamos. Hemos visto (cap. 8) que Dios considera que todo creyente está muerto con Cristo; de modo que el apóstol pudo escribir a los colosenses: «Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3); y el versículo 1 dice también que hemos sido «resucitados con Cristo». En la Epístola a los Efesios encontramos además que: «Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (Efe. 2:4-6). Estas expresiones se refieren a una obra ya realizada, y nos enseñan que, incluso mientras estamos en el cuerpo y en la tierra, somos vistos ante Dios, sentados juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús. La obra de Cristo en nuestro favor es tan eficaz y maravillosa, y ha glorificado a Dios de tal manera, que ahora puede, incluso con justicia, concedernos una posición en Cristo en los lugares celestiales. Porque Cristo no solo cargó con nuestros pecados, poniendo fin con su muerte a la historia del viejo hombre para todos los que creen, ya que fueron crucificados con él; sino que también glorificó a Dios en esta obra (Juan 13:31-32; 17:4-5), y con ello obtuvo para nosotros una posición de aceptación presente y segura, de acuerdo con la naturaleza y el favor de Dios a quien glorificó. Este es nuestro lugar ante Dios; no es meramente que nuestro viejo hombre y sus pecados estén excluidos de la presencia de Dios, sino que estamos en Cristo ante Dios. La posición del creyente, entonces, es la de uno que ha sido crucificado con Cristo, resucitado con él, y ahora está sentado con él en los lugares celestiales. Dios lo ha sacado de su estado anterior; porque no está en la carne, si es que el Espíritu de Dios mora en él (Rom. 8:9); su nueva posición está en Cristo, y necesariamente donde Cristo está. La medida de nuestra aceptación es la de Cristo; porque «como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17).

Los jóvenes creyentes a menudo tienen dificultad para captar esta verdad; pero hay que señalar que no se trata de adquirir o experimentar esto o aquello. Esta posición está adquirida para todo creyente; y la dificultad desaparecerá cuando, en lugar de considerarnos a nosotros mismos, consideremos a Cristo. Si nos detenemos a considerar nuestras debilidades, nuestras faltas, nuestras imperfecciones, nuestros pecados, nos resulta difícil comprender cómo, seres tan desprovistos en la práctica, pueden ocupar un lugar tan perfecto e inmutable ante Dios. Pero cuando miramos a Cristo, a su preciosa sangre, a lo que fue para Dios en la cruz, y a la obra que hizo allí, ¿no es verdaderamente digno del lugar que ocupa? Y de esta dignidad depende nuestra aceptación. Todo lo que éramos, en cuanto a la vieja naturaleza, ha desaparecido ante Dios; solo Cristo permanece, y nosotros en él. Nuestro lugar, nuestra posición ante Dios es ahora la respuesta a la dignidad y a los méritos de su propio Hijo. Por lo tanto, puede asegurarnos legítimamente del juicio por la sangre, sacarnos de Egipto, conducirnos a través del mar Rojo más allá del Jordán, y sentarnos en los lugares celestiales en Cristo.

Nuestra posición es inalterable e inmutable, porque está establecida en Cristo. Conociendo la perfección de nuestra redención, mediante nuestra unión con Aquel que fue resucitado de entre los muertos, tenemos confianza y paz permanentes. Nosotros podemos cambiar, variar en sentimientos y conocimientos, pero Cristo nunca cambia; él es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). Por lo tanto, estando nuestra posición en él, permanecemos para siempre en el resplandor de la presencia de Dios; porque ante Dios está nuestro verdadero hogar, aunque no siempre nos demos cuenta de ello. ¿Iremos entonces a buscar otra morada? Cuanto más comprendamos la belleza y el precio de nuestra posición en Cristo, más cómodos y felices nos sentiremos en la presencia y la gloria de Dios.

10.2 - La responsabilidad

Pero un privilegio tan maravilloso tiene una responsabilidad; y es de esto de lo que deseamos ocuparnos ahora.

10.2.1 - Andar como Cristo

Como hemos visto, estamos en Cristo ante Dios; y, no menos maravillosamente, Cristo está en nosotros aquí abajo (Juan 15:4; Gál. 2:20; Efe. 3:17; Col. 1:27, etc.); y son estas verdades las que determinan nuestra responsabilidad, y son la medida de ella; porque si Dios nos ha dado un lugar en Cristo donde él está, es para que demos testimonio de él donde estamos. Ejemplos de esta verdad se encuentran en la Escritura: «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6). Considerando este pasaje en su forma más precisa, podemos preguntarnos: ¿Cómo ha caminado el Señor Jesús? –Siempre como el que vino de lo alto. Pudo decir a Nicodemo: «El Hijo del hombre que está en el cielo» (v. 13), y toda su estancia en la tierra fue una expresión de ello; porque la vida que llevaba era una vida celestial: la vida de Aquel que había venido del Padre para revelarlo y manifestar la perfección del cielo en la tierra. Por eso pudo decir: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9); porque desde el punto de vista moral él era la representación perfecta del Padre. Así debemos caminar; como quienes no pertenecen a la tierra, sino al cielo, y manifiestan en la tierra el carácter del cielo, pues hemos muerto con Cristo. No solo hemos muerto con él al pecado, sino que también hemos muerto con él a este mundo en el que estamos, y hemos resucitado junto con él. Nuestra burguesía está en el cielo (Fil. 3:20), y nuestra conducta debe ser conforme a ella. El apóstol Pablo resume esta verdad en este notable pasaje: «Llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Porque nosotros, los que vivimos, siempre somos entregados a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Cor. 4:10-11).

Así pues, es muerte por una parte y vida por otra; muerte en cuanto a todo lo que éramos en la carne, vida en cuanto a todo lo que somos en Cristo, o mejor dicho, en cuanto a Cristo mismo, por estar nuestra vida manifestada incluso en nuestra carne mortal. Por eso estamos obligados a mortificar nuestros miembros que están en la tierra (Col. 3:5); y es evidente que esta obligación proviene del hecho de que nuestro lugar está en Cristo resucitado de entre los muertos. El apóstol nos muestra que había captado toda la extensión de esto cuando dijo: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21); y en la medida en que podamos sostener en verdad tal lenguaje, en la misma medida habremos comprendido cuál es nuestra elevada posición en Cristo.

10.2.2 - Andar en amor

Nuestra responsabilidad se presenta de otro modo en el siguiente pasaje: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados, y andad en amor, como también Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:1-2). El apóstol Juan nos exhorta del mismo modo: «En esto hemos conocido el amor: en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16). Por último, tenemos un ejemplo en el Evangelio según Juan, capítulo 13, proporcionado por el propio Señor. El Señor Jesús, después de lavar los pies a sus discípulos, y habiendo vuelto a la mesa, les dijo: «¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque os he dado ejemplo, para que vosotros también hagáis como yo he hecho con vosotros» (Juan 13:12-15). El amor de Cristo por nosotros, manifestado cuando se entregó a la muerte por nosotros, nos está propuesto como ejemplo. Si él dejó su vida por nosotros, nosotros también debemos dejarla por los hermanos. Tal sacrificio es la expresión más perfecta del amor, y es nuestra responsabilidad hacerlo.

Observad en el primer pasaje que citamos con qué cuidado el Espíritu de Dios define el carácter del amor que estamos llamados a mostrar y cómo no permite que degenere en amabilidad y simpatía humanas. Es como «Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:2). Aunque estamos llamados a amar a nuestros hermanos hasta el extremo, es Dios, y no ellos, quien debe ser el objeto puesto ante nuestras almas. Nuestro amor debe ejercerse como ante él, y solo podemos hacerlo por la vía de la obediencia. «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (1 Juan 5:2). Por eso, el sacrificio ofrecido por nuestro Señor se caracteriza como obediencia hasta la muerte (Fil. 2:8); y habla así de él mismo: «Tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre» (Juan 10:18). Por tanto, debemos tener siempre a Cristo ante nuestras almas, a Cristo como motivo de todas nuestras acciones, caminando tras las huellas de su amor, y amándonos los unos a los otros, como él mismo nos ha amado (Juan 15:12).

10.2.3 - Tener a Cristo como modelo

El apóstol Pedro nos presenta otra faceta de nuestra responsabilidad, al explicar el camino de Cristo; tiene que ver con los enemigos y los que nos persiguen: «Pero si haciendo el bien padecéis y lo soportáis, esto es digno de alabanza ante Dios. Porque para esto fuisteis llamados; pues también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas; el cual no hizo pecado, ni fue hallado engaño en su boca; quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente. Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero, para que nosotros, muriendo a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados» (1 Pe. 2:20-24).

Por tanto, es Cristo, en todos los aspectos, quien es siempre el tema de nuestra responsabilidad en la práctica de la vida. «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y sí mismo se dio por mí» (Gál. 2:20).

10.2.4 - Habiendo despojado al viejo hombre… si alguien está en Cristo, es una nueva creación

En apoyo de lo que hemos dicho, citemos de nuevo los dos pasajes muy explícitos de Efesios 4:20-32 y Colosenses 3. También aquí la Palabra basa la exhortación en nuestra posición en Cristo. Transcribiremos esta última, para indicar su carácter general. La primera parte del capítulo (Col. 3) considera la muerte y la resurrección con Cristo, como ya hemos mencionado. Luego vienen las instrucciones prácticas; así sienta el apóstol el fundamento de toda nuestra conducta: «No mintáis unos a otros, habiendo despojado el viejo hombre con sus prácticas, y revestido el nuevo hombre, el cual se va renovando en conocimiento, según la imagen de aquel que lo creó, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, esclavo ni libre; sino que Cristo es todo y en todos. Entonces, como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de compasión, bondad, humildad, afabilidad, paciencia», etc. (Col. 3:9-12). Sin entrar en detalles sobre la enseñanza de este pasaje, observaremos que la exhortación a los creyentes colosenses se basa en el hecho de que se habían «despojado el viejo hombre» y «revestido el nuevo hombre». Pero, ¿cuándo despojaron al viejo? En la muerte de Cristo fue crucificado nuestro viejo hombre (nuestro Adán) (Rom. 6:6). ¿Y cuándo se revistieron del hombre nuevo? En la resurrección (Col. 2:11-13; 3:1-5). De este hecho depende toda nuestra responsabilidad. Porque si por gracia me he despojado del viejo hombre, estoy obligado a no vivir ya según el viejo hombre, sino a mortificar mis miembros que están en la tierra; y si me he revestido del nuevo hombre, es para andar dignamente; porque Dios nos ha hecho salir, por la muerte y resurrección de Cristo, del estado antiguo y miserable en que Adán era todo y en todos, y nos ha introducido en aquel en que Cristo es todo y en todos. Si, pues, Cristo en la gloria es la medida de mi vocación, él es también la medida de mi responsabilidad; y estas dos cosas estando contrapuestas en la Palabra de Dios, debemos hacer lo mismo en nuestras propias almas. «Si alguno está en Cristo, nueva creación es» (2 Cor. 5:17); es decir, ha sido introducido en esa nueva creación de la cual Cristo es el principio y la Cabeza; y así cada creyente es responsable de andar de una manera digna de la posición a la cual ha sido introducido.

Capítulo 11. La venida del Señor

Tan pronto como el creyente ha sido sacado de las tinieblas a la luz maravillosa de Dios, un objeto de esperanza es = está puesto ante sus ojos por las Escrituras. Es la venida o retorno del Señor Jesucristo. Este hecho se encuentra en casi todos los libros del Nuevo Testamento, por lo que es aún más sorprendente que la esperanza del regreso del Señor haya sido perdido de vista por la Iglesia profesa en general.

Pero examinemos las Escrituras sobre este tema.

11.1 - La venida del Señor en los Evangelios

Observamos, en primer lugar, que el Señor llamó constantemente la atención de sus discípulos sobre esta verdad. En el Evangelio según Mateo se encuentra con frecuencia, y “la parábola de las vírgenes” es un ejemplo llamativo (Mat. 25). En el Evangelio según Marcos encontramos esta exhortación: «Velad, pues, porque no sabéis cuándo volverá el dueño de la casa; si a la tarde, a medianoche, al canto del gallo o a la mañana; no sea que, viniendo de repente, os halle durmiendo» (13:35-37). En el Evangelio según Lucas leemos: «Estén ceñidos vuestros lomos y encendidas vuestras lámparas; y sed vosotros semejantes a hombres que esperan a que su señor regrese de las bodas; para que cuando llegue y llame, le abran al instante» (12:35-36). Finalmente, en el Evangelio según Juan tenemos esas benditas palabras de tan íntima importancia: «No se turbe vuestro corazón; ¡creéis en Dios, creed también en mí! En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Si voy y os preparo un lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (14:1-3).

11.2 - La venida del Señor en las Epístolas

Hemos citado estos pasajes solo como ejemplos de la forma en que el Señor anunció su regreso a sus discípulos; ahora pasaremos a los demás libros del Nuevo Testamento, pues es después de la resurrección y ascensión de Cristo cuando el Espíritu Santo propone esta verdad como la esperanza particular del creyente. En efecto, tan pronto como el Señor fue elevado al cielo en medio de sus discípulos, se les dirige un mensaje: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:10-11). En las epístolas a las iglesias o a los santos, encontramos lo mismo. La primera en orden cronológico es la Primera Epístola a los Tesalonicenses; y, hablando de su conversión, el apóstol dice: «Porque ellos mismos cuentan de nosotros de qué manera nos acogisteis, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de los muertos, a Jesús» (1 Tes. 1:9-10; véase también 2:19-20; 3:13; 4:13-18, etc.). La Segunda Epístola a los Tesalonicenses trata del mismo tema, y señala algunos errores en los que los santos corrían el peligro de caer, a causa de una enseñanza errónea (2 Tes. 2:1-6). En la Epístola a los Colosenses es la misma doctrina: «Cuando Cristo, quien es nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (3:4), lo que nos prueba que los santos habrán sido arrebatados para encontrarse con el Señor antes de su aparición. Del mismo modo, en la Epístola a los Filipenses leemos: «Nuestra ciudadanía está en los cielos; de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo» (3:20). Y en la Epístola a Tito: «Aguardando la bendita esperanza y la aparición en gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (2:13).

11.3 - La venida del Señor en el Apocalipsis

Finalmente, el último libro de la Biblia presenta este objeto a la fe, tanto al principio como al final. De todas las iglesias, la de Filadelfia parece estar más en armonía con el Espíritu del Señor, y a ella le dice: «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). Y el Señor cierra sus comunicaciones a los suyos, junto con todo el canon de la verdad inspirada, con estas palabras: «El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, vengo pronto» (Apoc. 22:20) –prueba suficiente de la manera en que él quiere que nuestros corazones estén ocupados con su venida.

No solo es cierto que debemos estar siempre en la actitud de los que esperan al Señor Jesús, sino que la enseñanza de las Escrituras no deja lugar a que nada intervenga entre el tiempo presente y esa venida, y no hay acontecimientos que deban preocupar nuestros corazones para desviarlos de su esperanza. En cualquier momento, incluso mientras se leen estas líneas, el Señor puede descender del cielo «con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios», para resucitar a sus santos que han dormido y transmutar a los vivos, a fin de que sean arrebatados «en las nubes para el encuentro del Señor en el aire» (1 Tes. 4:15-18). Por eso el apóstol, en inmediata expectación de este acontecimiento, nos dice: «Los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados», etc. (v. 17); y de nuevo: «No todos dormiremos, pero todos seremos cambiados» (1 Cor. 15:51). Es el esclavo malvado el que dice en su corazón: «Mi amo tarda» (Mat. 24:48); y Pedro nos dice igualmente que en los últimos días habrá burladores, «andando según sus propias concupiscencias y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento?» (2 Pe. 3:3-4).

11.4 - La espera viva del Señor

Así, todo creyente debe caracterizarse por una viva expectación de la venida del Señor. Porque, como hemos visto constantemente en estas páginas, somos un pueblo celestial, y por tanto nuestra esperanza es también celestial; y esperamos al Señor Jesús, porque él mismo nos ha dicho de hacerlo. Además, le ha placido revelarnos que la consumación de nuestra redención tendrá lugar en ese momento. Entonces seremos hechos semejantes a él (1 Juan 3:2); tanto corporal como moralmente (Fil. 3:21). Porque si morimos en cuerpo antes de su regreso, él nos resucitará de entre los muertos, impartiéndonos cuerpos de resurrección como el suyo; o si todavía estamos en la tierra, «todos seremos cambiados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojo, en la última trompeta; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos cambiados» (1 Cor. 15:51-52). Entonces, no solo estaremos asociados con él en la gloria, sino que también «estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:17).

11.4.1 - Una espera continua

Esta esperanza debería tener un efecto muy saludable en nosotros. La Escritura ofrece muchos ejemplos de su poder sobre nuestras almas; el primero de ellos es la continua expectación de la venida de Cristo, que es la piedra de toque de nuestra condición espiritual. Tal es el carácter peculiar de la parábola de las vírgenes (Mat. 25:1-13); todas las vírgenes dicen ser fieles, pero cinco son llamadas prudentes, y cinco, necias. Todas llevaban lámparas y tenían intención de salir al encuentro del esposo. Exteriormente no había diferencia entre ellas; y, según la narración de la parábola, lo que esencialmente las distinguía no fue reconocido hasta que se oyó el grito: «¡He aquí el esposo!». En ese momento, al acercarse y salir a su encuentro, despiertan de su sueño y todas preparan sus lámparas; pero entonces las vírgenes necias descubren que les falta aceite. Hasta ahora habían pensado que todo iba bien. Pretendían ser fieles, y toda su apariencia, exteriormente al menos, era la de los hijos de Dios; pero ahora, ante la repentina llegada del Señor, son sorprendidas: ¡no han nacido de nuevo; no poseen un Espíritu que dé testimonio con su espíritu de que son hijos de Dios! Su profesión era falsa y no pueden seguir adelante con ella para encontrarse con el esposo. Así que tratan de obtener aceite, pero es en vano; ¡es demasiado tarde! Las que estaban preparadas fueron con el esposo a la boda; «y fue cerrada la puerta» (v. 10). Pero aun así se presentan en la puerta y, de pie fuera, gritan: «¡Señor, Señor, ábrenos! Pero él respondiendo dijo: De cierto os digo: No os conozco» (v. 11-12). He aquí la solemne lección que el Señor mismo extrae de todo esto: «Velad, pues, ya que no sabéis el día ni la hora» (v. 13). La situación de las vírgenes necias de la parábola será la de cada uno de nosotros, que habrá tomado solo la lámpara de la profesión sin proveerse del aceite necesario; que será cristiano solo de nombre, que no habrá nacido de nuevo y que no habrá recibido el Espíritu de adopción.

La espera de Cristo revela, además del verdadero estado de las vírgenes necias, el de las vírgenes prudentes. Estas se habían dormido, al igual que las necias, y es el grito: «¡He aquí el esposo!» lo que las despierta y las lleva a preparar sus lámparas para salir a su encuentro. Solo cuando estén así preparadas entrarán con él en las bodas (v. 10). En efecto, si los creyentes esperan constantemente a su Señor, es imposible que se duerman. En espíritu ya están en su presencia, y su condición y asociaciones son constantemente juzgadas allí.

Esta parábola nos muestra que son necesarias cuatro cosas para estar preparados para el encuentro con el Señor: la primera y más esencial es el aceite; la segunda, la lámpara preparada; la tercera, la separación –tenían que salir al encuentro del esposo–; y, por último, la vigilancia, pues fue cediendo al sueño como fracasaron. Así pues, la espera continua y diaria del Señor es lo que dispone a los creyentes a estar preparados para su santa presencia.

11.4.2 - La esperanza de la venida del Señor como aliento a la fidelidad

Esta esperanza debe animarnos también a ser fieles en el servicio. Este es el significado de la siguiente parábola (Mat. 25:14, ss.) de un hombre que, «al irse de viaje, llamó a sus propios siervos y les entregó sus bienes... a uno cinco talentos, a otro dos, a otro uno»; y de las diez minas (Lucas 19:12-27). Sobre el esclavo malvado, del que ya hemos hablado, se dice: «Vendrá el señor de aquel siervo en el día que no espera, y a la hora que no conoce, y lo castigará con gran severidad, y le asignará su parte con los hipócritas» (Mat. 24:50-51). Así, la venida de Cristo proporciona dos motivos para la fidelidad: proporciona tanto un estímulo para el fiel, como una advertencia para el siervo descuidado. El primero dirá con gozosa expectación: “Mi Señor viene pronto; por tanto, debo ser diligente hasta que vuelva”; mientras que el otro, si reflexiona, debe decir: “¿Qué hará mi Señor en su venida, si me encuentra descuidado e infiel?”. Cuanto más vivamos bajo la influencia de la espera de Cristo, más nos inclinaremos a servir como bajo su atenta mirada, pues sabemos que él contará con nosotros a su regreso.

11.4.3 - La espera de la venida de Cristo nos separa del mal

La espera de la venida de Cristo también tiene el efecto de separarnos del mal en nuestros corazones y en nuestras vidas. El apóstol Juan nos dice: «Amados, ahora somos hijos de Dios; y aún no ha sido manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:2-3). Nada nos separa tan completamente de todo lo que no es apropiado para la presencia del Señor como la continua expectación de su venida. Sabiendo que él puede venir en cualquier momento, y viviendo en esa expectativa, trataremos de apartar de nosotros todo lo que no pueda recibir el sello de su aprobación, ya sea en nuestros corazones, o en nuestros hábitos, o en nuestra vida y conducta. Esto nos llevará a juzgar todo lo que hay en nosotros, así como todo lo que nos rodea, a la luz de su presencia, como si ya estuviéramos con él en espíritu; y así, teniéndole constantemente ante nuestras almas, nos purificaremos como él es puro.

11.4.4 - Los efectos sobre el corazón y la consciencia

Las verdades que acabamos de examinar son solo una parte de los efectos producidos por la espera viva de la venida de Cristo. Si meditamos más sobre este tema, encontraremos que la venida de Cristo está siempre asociada al corazón y a la vida del creyente. Sin embargo, hemos dicho lo suficiente para mostrar la practicidad de esta doctrina. Por tanto, se perjudica al joven creyente ocultándole esta bendita verdad. Porque si la cruz de Cristo es el fundamento de la salvación, la venida de Cristo es su cumplimiento, y, como hemos visto, es en el día de esa aparición cuando también seremos hechos semejantes al Señor en nuestros cuerpos. Si ignora esta verdad, el cristiano está privado de una esperanza que, por el poder del Espíritu Santo, no solo lo fortalece contra el desaliento, lo sostiene en la angustia y en la batalla, lo consuela en la pérdida de sus seres queridos, excita su celo y evoca su afecto, sino que también obra poderosamente para su santificación práctica. Es por eso que Satanás multiplica sus esfuerzos, para oscurecerlo a los ojos de los creyentes; es extraño, sin embargo, que tantos caigan en su trampa; tanto más cuanto que el Señor ha equiparado para siempre su regreso con el solemne y conmovedor memorial de su propia muerte: «Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (1 Cor. 11:26).

Capítulo 12. El juicio

Hay tanta confusión en las mentes, ya sea de creyentes, o entre los incrédulos, sobre el tema del juicio, que nos proponemos examinarlo aquí a la luz de las Escrituras.

La idea general errónea es la de un día de juicio final, en el que todos los hombres, tanto los que serán salvados como los que serán perdidos, comparecerán ante Dios para recibir la retribución según lo que hayan hecho. Por eso se argumenta que no podemos saber, hasta ese día, si estamos salvados o no.

12.1 - No hay juicio para los creyentes

El Señor mismo declaró expresamente que los creyentes nunca tendrán que comparecer por sus pecados ante el trono del juicio. He aquí el pasaje: «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24). ¿No es esto una garantía plena de que los creyentes no serán juzgados? En efecto, este resultado va unido a la posesión de la vida eterna; porque si la cuestión de nuestro estado de pecado ante Dios no hubiera sido resuelta, ¿cómo podríamos entrar en posesión de la vida eterna? Ahora aprendemos que la tenemos desde ahora: «Quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene [no: tendrá] vida eterna» (véase también Juan 3:36; 6:47; 1 Juan 5:13, etc.).

El tipo de esta preciosa verdad se encuentra, como hemos visto, en la distinción que Dios hizo con respecto a Israel en Egipto en la noche de la Pascua, cuando hirió a todo primogénito. Israel había sido completamente preservado del poder del ángel destructor por la sangre del cordero. Del mismo modo, todo creyente está protegido, por la sangre de Cristo, del juicio de Dios sobre el pecado; pues Cristo sufrió el juicio por el creyente en la cruz, de modo que puede decir: «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24).

Usted puede decir: Sí, pero estos son los pecados que cometí en el pasado. –Nosotros le respondemos: No, sino sus pecados, todos sus pecados, si usted es creyente. Usted no había cometido ni uno solo de ellos antes de la muerte del Salvador; y, sin embargo, él cargó con todo el peso de ellos, y sufrió el juicio debido a ellos, para que toda nuestra culpa fuera quitada para siempre. ¡Qué verdad tan preciosa!

Así, no solo morimos con Cristo, sino que también resucitamos con él (Efe. 2; Col. 3); de modo que hemos pasado por el juicio en la muerte de Cristo, así que ahora estamos del otro lado del juicio, es decir, del lado de la resurrección, y podemos, con perfecta confianza, exclamar: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena?» (Rom. 8:33-34).

12.2 - El tribunal de Cristo

Pero si es verdad que los creyentes ya no serán llevados a juicio a causa del pecado, sin embargo, todos ellos deben ser manifestados ante el tribunal de Cristo. «Pero estamos confiados y preferimos mejor ausentarnos del cuerpo y estar presentes con el Señor. Por lo que también procuramos, sea presentes o ausentes, serle agradables; porque es necesario que todos nosotros seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o malo» (2 Cor. 5:8-10). Ninguna afirmación podría ser más precisa sobre la manifestación de todos (todos nosotros, todos los creyentes) ante el tribunal de Cristo. Por ello, planteamos las dos preguntas siguientes: ¿Cuándo tendrá lugar esta manifestación de creyentes? y: ¿Con qué fin estarán allí ante el tribunal?

12.2.1 - ¿Cuándo serán manifestados los creyentes ante el tribunal de Cristo?

Vimos en el capítulo anterior que la esperanza del creyente es la venida de Cristo. En su venida, los muertos en Cristo resucitarán, los vivos serán transformados y ambos serán arrebatados juntos en las nubes para encontrarse con el Señor en el aire (1 Tes. 4:16-18). Esta esperanza es solo para los creyentes, y es la «resurrección de vida», de la que habla nuestro Señor en el Evangelio según Juan. Su significado se comprenderá mejor si citamos el pasaje completo. «Viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán; los que hicieron bien, para resurrección de vida, y los que hicieron mal, para resurrección de condenación» (Juan 5:28-29). En el versículo 24, promete la vida eterna a todos los que escuchan su palabra y creen en Aquel que lo envió; y declara que no entrarán en juicio, sino que han pasado de muerte a vida. Luego dice: «En verdad, en verdad os digo, que viene la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que oyen vivirán». Esto se basa en el hecho de que «como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo que tenga vida en sí mismo; y le ha dado potestad de ejecutar juicio, por cuanto es el Hijo de hombre» (v. 26-27). Después de esto, encontramos el pasaje ya citado: «No os maravilléis de esto; porque viene la hora», etc. (v. 28).

Los dos temas tratados en estos pasajes son la vida y el juicio, en relación con Cristo como fuente de vida y ejecutor del juicio. Como Hijo de Dios, imparte la vida; como Hijo del hombre, está revestido de la autoridad para ejecutar el juicio. Por lo tanto, él ofrece la vida en la hora que «es ahora», y ejecutará el juicio en la hora que «viene». La hora que «es ahora» ha durado desde el momento en que se pronunciaron estas palabras, y terminará con la presente dispensación. Así, en el versículo 25, se refiere a los que están espiritualmente muertos; por eso se dice: «Los que oyen vivirán»; porque solo los que oyen la voz del Hijo de Dios en el Evangelio, pasan de muerte a vida. Pero luego se nos dice que viene la hora en que todos los que están en las tumbas… saldrán; y la «hora» de que se habla, como la del versículo 25, denota un tiempo o dispensación, sin limitación de duración. Ahora aprendemos de otras porciones de la Escritura (1 Cor. 15:23; 1 Tes. 4:15-18; Apoc. 20:4-6, etc.), que la resurrección de la vida tendrá lugar al regreso del Señor, mientras que la resurrección del juicio no tendrá lugar hasta el final del Milenio, en la apertura del estado eterno. Entendemos así que la resurrección de vida de aquellos que han oído la palabra del Hijo de Dios, que han creído a Aquel que le envió, y que han recibido la vida eterna, es algo enteramente diferente de la resurrección de juicio; diferente en el tiempo y en el propósito y resultado.

Contiene, además, otra enseñanza muy seria, que solo mencionaremos, que todos los hombres deben rendir homenaje al Hijo de Dios, y si no lo hacen ahora humillándose ante él y juzgándose a sí mismos, para recibir de él la vida eterna, se verán obligados a hacerlo en el día en que él ejecute el juicio, como Hijo del hombre, sobre todos, según sus obras. En el presente él actúa en gracia, pero entonces actuará en justo juicio.

Habiendo visto que los creyentes no participan en la resurrección del juicio, nos queda preguntarnos ¿cuándo se manifestarán ante el tribunal de Cristo? La respuesta obvia a esta pregunta se encuentra en varios pasajes: es a Su regreso, y posterior a la primera resurrección (1 Cor. 1:7-8; 1 Tes. 1:9-10; 3:12-13; 2 Tes. 1:10; 1 Tim. 6:13-16; Tito 2:11-14, etc.). Las parábolas de Mateo 25:14, etc.; Lucas 19:11, etc., nos enseñan esto. En el primero de estos pasajes leemos: «Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos y ajustó cuentas con ellos» (Mat. 25:19); en el último, les dice al salir: «Negociad hasta que yo venga» (Lucas 19:13). Y en todas las exhortaciones de Jesús a los discípulos sobre su responsabilidad como siervos, la meta a la que dirige sus ojos es su venida.

12.2.2 - ¿Con qué propósito serán manifestados los creyentes ante el tribunal de Cristo?

Ahora podemos responder a nuestra segunda pregunta. “¿Con qué fin se manifestarán los creyentes ante el tribunal de Cristo?” Hemos visto que no es para ser juzgado a causa del pecado; pues la posesión de la vida eterna los exime de ello, y el juicio debido a sus pecados y estado pecaminoso ya ha sido sufrido por su Sustituto en Su muerte. Pero los creyentes serán manifestados, «para que cada uno reciba lo que haya hecho en el cuerpo»; y así es para el creyente la prueba de su servicio en esas obras hechas en el cuerpo. Nunca se insistirá bastante en esta verdad, ni se insistirá demasiado en ella en los corazones y en las conciencias; porque el pensamiento de que hemos de ser manifestados ante el tribunal de Cristo nos excitará al celo y a la fidelidad. Recordemos, sin embargo, que antes de ser así juzgados, ya habremos resucitado y habremos sido hechos semejantes a nuestro Señor (Fil. 3:20-21; 1 Juan 3:2), tanto corporal como espiritualmente; de modo que tendremos plena comunión con él en su juicio de nuestras obras.

Allí el Señor pesará en su justa balanza todas las obras que los suyos han hecho para él, en integridad y sinceridad de corazón y en verdad, y les dará su recompensa multiplicada según la grandeza de sus riquezas y bondades, de acuerdo con lo que él ha dicho: «He aquí vengo pronto, y mi galardón está conmigo, para recompensar a cada uno según su obra» (Apoc. 22:12).

Pero también, de acuerdo con esa omnisciencia por la cual él discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, «todo está desnudo y descubierto» ante él (Hebr. 4:12-13), eliminará severamente todo lo que en estas mismas obras sea fruto de la actividad de la carne, por indirecta u oculta que sea, y de esto haremos pérdida. Quiera Dios que la solemnidad de esta prueba, que se hará ante nuestro Salvador mismo, de toda nuestra vida por su causa, nos haga fervientes y vigilantes para andar ya ahora como en su santa presencia, y “agradarle en todo”. «Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:23).

12.2.3 - El juicio de los impíos tendrá lugar al final del Milenio

La tierra ha sido, y será todavía, el escenario de muchos juicios de los vivos; y así también «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán reunidas ante él todas las naciones», etc. (Mat. 25:31, etc.). Esta escena del juicio se confunde a menudo con la que tiene lugar ante el gran trono blanco; pero es completamente distinta. Es, como lo declara la Palabra, el juicio de las naciones, las naciones existentes a la venida del Hijo del hombre en gloria; un juicio, por lo tanto, preparatorio de su dominación «hasta los confines de la tierra» (véase Dan. 4:22). El relato del juicio final, se encuentra en el Apocalipsis, y se describe así: «Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado sobre él: la tierra y el cielo huyó de su presencia, y no fue hallado lugar para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, en pie delante del trono; y libros fueron abiertos; y otro libro fue abierto, que es el libro de la vida; y los muertos fueron juzgados por lo que había sido escrito en los libros conforme a sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras. Y la muerte y el hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la segunda muerte, el lago de fuego. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego» (Apoc. 20:11-15).

Esta es la «resurrección de condenación» de la que habla nuestro Señor en el Evangelio según Juan; e incluirá, por tanto, a todos los no salvos, y solo a los no salvos. Es cierto que el libro de la vida está allí; pero no es para indicar que los santos serán juzgados.

El libro de la vida se abre para mostrar que los nombres de los que iban a ser juzgados no estaban allí; y así son condenados tanto por motivos negativos como positivos. Sus nombres no estaban escritos en el libro de la vida, y sus obras prueban que merecían el justo juicio. Así caen sin esperanza bajo la sentencia eterna del lago de fuego –que es la muerte segunda– una sentencia de la cual no hay apelación.

12.3 - El último llamado

Es que, ¿algunos de mis lectores aún no están salvos? Permítanme instarles a considerar esta solemne escena. El que está sentado en el gran trono blanco como Juez es el mismo que, sentado ahora en gloria a la diestra de Dios, le está presentado como Salvador. El decreto que Dios ha pronunciado acerca de él es: «Se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra, y que toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:10-11). Nadie, por lo tanto, puede escapar de ella; pero la cuestión que os concierne, y os concierne eternamente, es si doblaréis la rodilla ante él, ahora que es el tiempo aceptable, y el día de salvación, o si seréis forzados a humillaros ante él, cuando esté como vuestro Juez en el trono. Humillaos ahora ante él, juzgándoos a vosotros mismos y tomando el lugar de los pecadores; mirándole como al Salvador, al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; entonces no entraréis en juicio, sino que en su contemplación pasaréis de la muerte a la vida. Si lo rechazáis como Salvador, despreciando la gracia de Dios que promete la vida eterna a todos los que creen en él, tendréis que humillaros bajo la vara de su juicio, y al mismo tiempo confesar que él es el Señor para gloria de Dios Padre. ¡Una alternativa terrible!

Oh, que el Señor use este mismo pensamiento para traerle a sus pies como pecador perdido, para que, recibiéndole como su Salvador, pueda estar entre los bienaventurados que esperan su regreso, y que nunca tendrán que comparecer ante el gran trono blanco.