Índice general
La gran misión (o encargo)
Autor:
El alcance y la extensión de la salvación
Tema:0 - Introducción
Cuando Dios, desde lo alto del Sinaí, proclamó las duras exigencias del pacto de obras, se dirigió exclusivamente a un solo pueblo y en un solo idioma; su voz fue oída solamente dentro de los estrechos límites del pueblo judío (Éx. 20). Pero cuando Cristo resucitado envió sus mensajeros de salvación, les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15; comp. Lucas 3:6).
El caudaloso río de la gracia de Dios, cuyo lecho había sido descubierto por la sangre del Cordero, debía desbordar, por la energía del Espíritu Santo, mucho más allá del estrecho recinto del pueblo de Israel, y derramarse en abundancia sobre un mundo manchado por el pecado. Es necesario que «toda criatura» oiga, «en su propia lengua» (Hec. 2:6), el mensaje de paz, la palabra del Evangelio, la buena nueva de salvación por la sangre de la cruz.
1 - La misión en sí misma
1.1 - Los términos de la gran misión: arrepentimiento y perdón de pecados
«Y les dijo: Estas son mis palabras que os hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras; y les dijo: Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí que yo envío sobre vosotros la promesa de mi Padre; pero quedaos en la ciudad hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:44-49).
Este magnífico pasaje de la Santa Escritura nos presenta la gran misión que el Señor resucitado encargó a sus apóstoles momentos antes de ascender al cielo, después de haber acabado gloriosamente toda su bendita obra en la tierra. Es verdaderamente una misión de lo más maravillosa, y abre ante nosotros un vasto campo de verdad, que podemos recorrer con mucho provecho y deleite espiritual. Ya sea que consideremos la misión misma, su base, su autoridad, su poder o su esfera, veremos que todo está lleno de la más preciosa instrucción. ¡Quiera el bendito Espíritu dirigir nuestros pensamientos, mientras meditamos, en primer lugar, sobre la misión misma!
1.2 - El lugar del arrepentimiento en la predicación
A los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo se les encargó especialmente predicar «el arrepentimiento para perdón de pecados» (Lucas 24:47).
Recordemos esto. Somos propensos a olvidarlo, provocando así un serio daño a nuestra predicación y a las almas de nuestros oyentes. Algunos de nosotros solemos pasar por alto la primera parte de la misión, en nuestra impaciencia tal vez por llegar a la segunda. Es un error muy serio. Podemos estar seguros de que nuestra mayor sabiduría consiste en ceñirnos a los términos precisos que el Señor utilizó cuando envió a sus primeros heraldos. No podemos omitir un solo punto –por no decir una parte esencial– de la gran misión, sin sufrir graves pérdidas de todo tipo. Nuestro Señor es infinitamente más sabio y misericordioso que nosotros, y no tenemos por qué temer predicar, con toda la claridad posible, lo que él les dijo a sus apóstoles que predicaran: «El arrepentimiento para perdón de pecados».
Ahora bien, la pregunta es: ¿Nos preocupamos de mantener esta importantísima conexión? ¿Damos suficiente importancia a la primera parte de la gran misión? ¿Predicamos «el arrepentimiento»?
No estamos preguntando ahora qué es el arrepentimiento; ya lo haremos, si Dios lo permite. Pero, sea lo que sea, ¿lo predicamos? Que nuestro Señor mandó a sus apóstoles que lo predicaran, está claro; y no solo eso, sino que él mismo lo predicó, como lo leemos en Marcos 1:14-15: «Después de que Juan fuera encarcelado, Jesús vino a Galilea, predicando el evangelio de Dios, diciendo: Se ha cumplido el tiempo y se ha acercado el reino de Dios. Arrepentíos y creed el evangelio».
Observemos con cuidado esta porción. Que todos los predicadores lo hagan. Nuestro divino Maestro llamó a los pecadores a arrepentirse y creer el Evangelio. Algunos nos quieren hacer creer que es un error llamar a personas muertas en delitos y pecados a hacer algo. “¿Cómo pueden aquellos que están muertos –objetan algunos– arrepentirse? Ellos son incapaces de cualquier movimiento espiritual. Antes de que puedan arrepentirse o creer, primero deben tener el poder para hacerlo”. ¿Qué contestamos a esto? Simplemente que nuestro Señor sabe más que todos los teólogos del mundo qué es lo que debe ser predicado. Él sabe todo acerca de la condición del hombre: su culpa, su miseria, su muerte espiritual, su total desamparo, su total incapacidad de producir siquiera un solo pensamiento recto, de pronunciar una sola palabra justa, de hacer un solo acto de justicia. Sin embargo, él llama a los hombres a arrepentirse. Y esto nos basta. No nos corresponde tratar de reconciliar aparentes discrepancias. Puede parecernos difícil reconciliar la completa incapacidad del hombre con su responsabilidad delante de Dios; pero, como lo ha expresado el poeta [1]: “Dios es su propio intérprete, y él lo hará manifiesto”. Tenemos el privilegio, y el ineludible deber, de creer lo que él dice, y de hacer lo que nos dice. Esa es la verdadera sabiduría, la que dará lugar a una sólida paz.
[1] Prob. Orígenes de Alejandría (184-253) fue un erudito, asceta y teólogo.
Nuestro Señor predicó el arrepentimiento, y mandó a sus apóstoles a predicarlo; y ellos lo hicieron constantemente. Escuchemos a Pedro en el día de Pentecostés: «Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hec. 2:38).
Y de nuevo: «Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor» (cap. 3:19). Escuchemos también a Pablo en el Areópago, cuando estuvo en Atenas: «Dios dejó pasar aquellos tiempos de ignorancia, pero ahora ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan; por cuanto fijó un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por un Hombre al que ha designado, dando prueba ante todos al resucitarlo de entre los muertos» (cap. 17:30-31).
Y también, en su conmovedor discurso dirigido a los ancianos de Éfeso, dice: «Sin ocultar nada de cuanto os fuera provechoso, he predicado y he enseñado públicamente y cada casa; insistiendo ante judíos y griegos sobre el arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (cap. 20:20-21). Y de nuevo, al dirigirse al rey Agripa, dice: «Por lo cual, oh rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial; primero a los habitantes de Damasco y de Jerusalén, luego a todo el país de Judea y a los gentiles, proclamé que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas del arrepentimiento» (cap. 26:19-20).
Ahora bien, ante este conjunto de pruebas –con el ejemplo de nuestro Señor y sus apóstoles claramente ante nosotros– podríamos preguntar lícitamente si no hay un grave defecto en gran parte de nuestra predicación moderna. ¿Predicamos el arrepentimiento como debiéramos? ¿Le asignamos el lugar que tiene en la predicación de nuestro Señor y de sus primeros heraldos? ¿Es vanidad e insensatez –o peor aún– decir que predicar el arrepentimiento es algo legal –decir que llamar a hombres muertos en delitos y pecados a arrepentirse y a hacer obras dignas de arrepentimiento, empaña el brillo del evangelio de la gracia de Dios? ¿Era Pablo legal en su predicación? ¿No predicó él un evangelio claro, completo, rico y divino?
¿Estamos acaso en un nivel superior a Pablo? ¿Predicamos un evangelio más claro que él? ¡Qué idea tan absurda! Bien, pero él predicó el arrepentimiento. Dijo que Dios «ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan». ¿Acaso esto echa a perder el Evangelio de la gracia de Dios? ¿Acaso menoscaba su celestial plenitud y liberalidad? Es tan ridículo como decirle a un agricultor que, si ara la tierra en barbecho antes de la siembra, bajará la calidad de su grano.
Sin duda es de suma importancia predicar «el evangelio de la gracia de Dios» (Hec. 20:24), o, si le place, «el evangelio de la gloria de Cristo» (2 Cor. 4:4), en toda su plenitud, claridad y poder. Debemos predicar «las inescrutables riquezas de Cristo» (Efe. 3:8); declarar «todo el consejo de
Dios» (Hec. 20:27); presentar «la justicia de Dios» y su salvación, sin ningún tipo de límite, condición u obstáculo –publicar las buenas nuevas «a toda creación bajo el cielo» (Col. 1:23).
Debemos insistir en esto del modo más enérgico posible. Pero, al mismo tiempo, debemos ceñirnos celosamente a los términos de “la gran misión”. No podemos apartarnos el ancho de un cabello de estos sin causar serio daño a nuestro testimonio y a las almas de nuestros oyentes. Si no predicamos el arrepentimiento, hemos «ocultado» algo «provechoso» (Hec. 20:20). ¿Qué le diríamos a un labrador, si lo viéramos esparcir sus preciosas semillas sobre un camino apisonado? Lo tacharíamos, y con razón, de loco. El arado debe hacer su trabajo. Hay que romper el barbecho antes de que la semilla sea sembrada; y podemos estar seguros de que, como sucede en el reino de la naturaleza, así también en el reino de la gracia, el arado debe preceder a la siembra. La tierra debe estar debidamente preparada para la semilla, de lo contrario la operación será completamente deficiente. Dejemos que el Evangelio sea predicado como Dios nos lo ha dado en su Palabra. No permitamos que se lo prive de una de sus glorias morales; dejémosle fluir tal como viene de la profunda fuente del corazón de Dios, por el canal de la obra cumplida por Cristo, bajo la autoridad del Espíritu Santo.
Todo esto no solo se admite plenamente, sino que también es algo en lo cual insistimos de manera perentoria; pero, al mismo tiempo, nunca debemos olvidar que nuestro Señor y Maestro llamó a los hombres a «arrepentirse y creer en el evangelio»; que él estrictamente ordenó a sus santos apóstoles que predicaran el arrepentimiento; y que el bendito apóstol Pablo, el mayor de los apóstoles, el más espiritual de los maestros que la Iglesia haya conocido, predicó el arrepentimiento, llamando a los hombres en todas partes a arrepentirse y hacer obras dignas de arrepentimiento.
1.3 - ¿Qué es el arrepentimiento?
Y bien podemos preguntar aquí qué es este arrepentimiento que ocupa un lugar tan prominente en “la gran misión” y en la predicación de nuestro Señor y de sus apóstoles. Si es una necesidad permanente y universal para el hombre –como ciertamente lo es–; si Dios manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan; si el arrepentimiento está inseparablemente unido al perdón de pecados, ¡cuán necesario es que tratemos de entender su verdadera naturaleza!
¿Qué es, entonces, el arrepentimiento? ¡Quiera el Espíritu mismo instruirnos por la Palabra de Dios! Solo él puede hacerlo. Todos nosotros somos propensos a errar –algunos de nosotros hemos errado– en nuestros pensamientos acerca de este tema tan importante. Estamos en peligro de que, mientras tratamos de evitar el error de un lado, caigamos en el otro extremo. Somos criaturas pobres, débiles, ignorantes y expuestas a errar, cuya única seguridad es la de mantenernos continuamente a los pies de nuestro bendito Señor Jesucristo. Solo él puede enseñarnos lo que es el arrepentimiento, así como lo que no es. Estamos completamente convencidos de que el enemigo de las almas y de la verdad ha logrado dar al arrepentimiento una importancia menor en los credos, las confesiones y las enseñanzas públicas de la cristiandad; y la convicción que tenemos de este hecho hace que sea aún más necesario ceñirnos estrictamente a las enseñanzas vivas de la Sagrada Escritura.
No estamos enterados de que el Espíritu Santo haya dado alguna definición formal del tema. Él no nos dice explícitamente lo que es el arrepentimiento; pero cuanto más estudiamos la Palabra en relación con ello, más convencidos estamos de que el verdadero arrepentimiento implica el solemne juicio de nosotros mismos, de nuestra condición y de nuestros caminos en la presencia de Dios; y, además, de que este juicio no es un sentimiento pasajero, sino una condición permanente, no es un determinado ejercicio por el que hay que pasar como una suerte de título para tener derecho al perdón de pecados, sino el profundo e inquebrantable hábito del alma, que produce seriedad, gravedad, ternura, quebrantamiento y profunda humildad, que abarcará, sustentará y caracterizará toda nuestra conducta.
Nos preguntamos seriamente si este aspecto del tema es suficientemente comprendido. Que el lector no nos malentienda. No pretendemos enseñar en absoluto que el alma deba estar siempre doblegada bajo el sentimiento del pecado no perdonado. ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! Pero tememos mucho que algunos de nosotros, al escaparnos del legalismo en la cuestión del arrepentimiento, caigamos en la frivolidad. Este es un serio error. Podemos estar seguros de que la frivolidad no es ningún remedio contra el legalismo: si se propusiera como tal, no vacilaríamos en declarar que el remedio es mucho peor que la enfermedad. Gracias a Dios que tenemos su propio remedio soberano tanto para la frivolidad como para el legalismo. «La verdad» –insistir en «el arrepentimiento»–, es el remedio para lo primero. «La gracia» –anunciar «el perdón de pecados»– es el remedio para lo segundo. Y no podemos sino creer que cuanto más profundo sea nuestro arrepentimiento, más plenamente gozaremos del perdón.
Nos inclinamos a juzgar que hay una triste falta de profundidad y seriedad en gran parte de nuestra predicación moderna. En nuestro afán por hacer el Evangelio más simple, y la salvación más fácil, omitimos despertar la conciencia de nuestros oyentes respecto a las santas exigencias de la verdad. Si un predicador de hoy [2] llamara a sus oyentes a arrepentirse y convertirse a Dios, y a hacer «obras dignas del arrepentimiento» (Hec. 26:20), sería calificado, en ciertos círculos, de legalista, ignorante, desatinado, y cosas por el estilo. Y, sin embargo, esto es lo que hizo exactamente el bienaventurado apóstol, como él mismo nos lo dice. ¿Alguno de nuestros evangelistas modernos se atreverá a decir que Pablo era un predicador legalista o ignorante? Esperamos que no. Pablo llevaba consigo el pleno, claro y precioso Evangelio de Dios –el Evangelio de la gracia, y el Evangelio de la gloria. Él predicó el reino de Dios –reveló el glorioso misterio de la Iglesia: misterio que le fue especialmente encomendado a él.
[2] ¿Escrito hacia 1870?
Pero que todos los predicadores recuerden que Pablo predicó el arrepentimiento. Él llamó a los pecadores a juzgarse a sí mismos; a arrepentirse en polvo y cenizas, como es digno y justo. Él mismo había aprendido el verdadero significado del arrepentimiento. No solo se había juzgado a sí mismo una vez en un camino, sino que vivió en el espíritu del juicio propio. Era el hábito de su alma, la actitud de su corazón, y es lo que le daba una profundidad, solidez, seriedad y solemnidad a su predicación de la que nosotros, predicadores modernos, conocemos muy poco. No creemos que el arrepentimiento de Pablo terminara con los 3 días y 3 noches de ceguera después de su conversión. Era un hombre que se juzgó a sí mismo durante toda su vida. ¿Acaso esto impidió que gozara de la gracia de Dios o de la preciosidad de Cristo? No; más bien dio profundidad e intensidad a su gozo.
Todo esto, estamos convencidos, pide nuestra más seria consideración. Nos asusta sobremanera el estilo ligero, trivial y superficial de gran parte de nuestra predicación moderna. A veces parece como si el Evangelio fuese completamente despreciado y el pecador llevado a suponer que en realidad le está haciendo un gran favor a Dios al aceptar la salvación de Sus manos. Debemos protestar muy seriamente contra esto. Deshonra a Dios y rebaja su Evangelio; y, como cabría esperar, su efecto moral sobre los que profesan ser convertidos es de lo más deplorable. Conduce a la frivolidad, a la indulgencia personal, a la mundanidad, a la vanidad y a la insensatez. No se toma conciencia de lo terrible que el pecado es a los ojos de Dios. El yo no es juzgado. El mundo no es dejado. El Evangelio que se predica, es lo que puede llamarse “salvación fácil” para la carne –lo más terrible que podamos concebir– terrible por sus efectos en el alma y por sus resultados en la vida. La sentencia que Dios pronunció sobre la carne y el mundo no tiene ningún lugar en la predicación a la cual nos referimos. A la gente se le ofrece una salvación que deja al yo y al mundo prácticamente sin ser juzgados, y como consecuencia, los que profesan ser convertidos por este evangelio, manifiestan una ligereza e insumisión que resulta chocante a la gente verdaderamente piadosa.
El hombre debe asumir su verdadero lugar delante de Dios: el lugar del juicio propio, de la contrición de corazón, del verdadero dolor por el pecado y de la confesión sincera. Entonces el Evangelio le sale al encuentro. La plenitud de Dios siempre espera vasos vacíos, y un alma verdaderamente arrepentida es el vaso vacío en el cual toda la plenitud y la gracia de Dios pueden derramarse con un poder salvador. El Espíritu Santo hará que el pecador sienta y reconozca su verdadera condición. Solo él puede hacerlo: pero para ello se vale de la predicación. Él hace que la Palabra de Dios obre en la conciencia del hombre. La Palabra es su martillo, con el cual «quebranta la piedra» (Jer. 23:29), el arado con el cual «quebrará sus terrones» (Oseas 10:11). Él hace el surco, y luego echa en él la semilla incorruptible, a fin de que germine y fructifique para gloria de Dios. Es verdad que el surco, por profundo que sea, no puede producir ningún fruto. Esto lo hace la semilla, y no el surco; pero debe haber surco para todo eso.
Podemos decir que, en el arrepentimiento del pecador, nada hay que sea meritorio. Afirmar tal cosa solo puede ser considerado como una audaz falsedad. El arrepentimiento no es una buena obra por la cual el pecador merece el favor de Dios. Este punto de vista del asunto es completa y fatalmente falso. El verdadero arrepentimiento es el descubrimiento y la sincera confesión de nuestra completa ruina y culpabilidad. Es descubrir que mi vida entera ha sido una mentira, y que yo mismo soy una mentira. Es un trabajo serio. No hay ninguna frivolidad ni ligereza cuando un alma ha sido llevada a este punto. Un alma penitente en la presencia de Dios, es una realidad solemne; y no podemos menos que sentir que si fuésemos más gobernados por los términos de “la gran misión”, llamaríamos más solemne, ferviente y constantemente a los hombres a «que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas del arrepentimiento» (Hec. 26:20). Predicaríamos «el arrepentimiento» así como «el perdón de pecados».
1.4 - El arrepentimiento del hombre alegra el corazón de Dios
Hemos estado muy interesados en la manera en que el arrepentimiento se presenta en esas singulares parábolas de Lucas 15. Aprendemos allí, de manera muy convincente y conmovedora, no solo la necesidad permanente y universal del arrepentimiento –la aptitud moral en cada caso de verdadero arrepentimiento– sino también que es grato al corazón de Dios. Nuestro Señor, en su admirable respuesta a los escribas y fariseos, declara que hay «en el cielo… gozo por un pecador que se arrepiente». Y también dice: «Hay gozo en presencia de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (Lucas 15:7, 10).
Esto nos revela un aspecto muy elevado del tema. Una cosa es ver que el arrepentimiento es obligatorio para el hombre, y otra muy distinta y mucho más elevada es ver que es grato para Dios. «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados» (Is. 57:15). Un corazón quebrantado, un espíritu contrito, un alma arrepentida, llena de gozo a Dios.
Ponderemos este hecho. Los escribas y fariseos murmuraban porque Jesús recibía a los pecadores. ¡Qué poco lo comprendieron! ¡Qué poco sabían para qué había descendido a este mundo oscuro y pecador! ¡Qué poco se conocían a sí mismos! Él vino a buscar y salvar «lo que se había perdido» (Lucas 19:10). Pero los escribas y fariseos no se consideraban perdidos. Creían que todos estaban en regla. No necesitaban un Salvador. Eran de un corazón no quebrantado e impenitente, confiados en sí mismos; y por eso nunca fueron motivo de gozo en el cielo. Todo el conocimiento de los escribas y toda la justicia de los fariseos no podían hacer sonar una sola nota de gozo delante de los ángeles de Dios. Eran como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que dijo: «Hace tantos años te sirvo sin transgredir tus preceptos, y jamás me has dado un cabrito para festejar con mis amigos» (Lucas 15:29).
Aquí tenemos un verdadero ejemplo de un corazón no quebrantado y de un espíritu no arrepentido –de un hombre enteramente satisfecho consigo mismo. ¡Qué cosa tan miserable! Nunca había hecho vibrar una cuerda en el corazón del Padre –nunca hizo rebosar su amor, nunca sintió su abrazo ni recibió su bienvenida. Y ¿cómo no iba a ser así? Él nunca se sintió perdido. Estaba tan lleno de sí mismo que no había lugar en él para el amor del Padre. Sentía que no debía nada, y, por ende, que nada había que perdonar en él. Más bien le parecía que su padre era su deudor. «Hace tantos años te sirvo… y jamás me has dado un cabrito». No había recibido su salario.
¡Qué tremenda locura! Y, sin embargo, sucede exactamente lo mismo con toda alma no arrepentida, con todo aquel que confía en su propia justicia. Ellos en realidad hacen de Dios su deudor. “Te he servido, pero nunca recibí la paga de lo que gané”.
¡Qué miserable noción! La persona que habla de sus deberes, de lo que hace, de lo que dice, de lo que da, está realmente insultando a Dios. Pero el que viene con un corazón quebrantado, un espíritu contrito, arrepentido y confesándose pecador, es el que da gozo al corazón de Dios. Y ¿por qué? Simplemente porque siente su necesidad de Dios. Aquí está el magno secreto moral de todo el asunto. Si entendemos esto, tendremos plena luz acerca de este importante asunto del arrepentimiento. Un Dios de amor quiere llegar al corazón del pecador, pero no hay lugar para Él si el corazón es duro e impenitente. Pero cuando el pecador ha acabado definitivamente con el yo, cuando se ve a sí mismo en completa e irremediable ruina, cuando ve la completa vacuidad, veleidad y vanidad de todas las cosas terrenales; cuando, como ocurrió con el hijo pródigo, vuelve en sí y siente su necesidad de manera real y profunda, entonces hay lugar en su corazón para Dios y, ¡maravillosa verdad!, Dios se complace en venir y llenarlo. «Miraré a aquel». ¿A quién? ¿A aquel que cumple con su deber, que guarda la ley, que hace su mayor esfuerzo, que vive de acuerdo con la luz que tiene? No, sino «a aquel que es pobre y humilde de espíritu» (Is. 66:2).
Quizás se diga que las palabras recién citadas se aplican a Israel. Es cierto que originariamente fueron dirigidas a Israel; pero moralmente se aplican a todo corazón contrito sobre la faz de la tierra. Además, no se puede decir que Lucas 15 se aplica especialmente a Israel. Se aplica a todos. «Hay gozo en presencia de los ángeles de Dios por un pecador que» ¿cumple con su deber? ¡No!, ni siquiera dice “que cree”, sino que «se arrepiente». Sin duda, creer es indispensable en todos los casos; pero el punto interesante aquí es que un pecador verdaderamente arrepentido provoca gozo en el cielo. Una persona puede decir: “Temo no creer”. Bien, pero ¿se arrepiente? ¿Han sido abiertos sus ojos para ver su verdadera condición delante de Dios? ¿Ha tomado su verdadero lugar delante de Dios como pecador completamente perdido? Si es así, usted es uno de los que causan gozo en el cielo.
¿Qué es lo que alegró el corazón del pastor? ¿Fueron acaso las 99 ovejas que no se perdieron? No, sino encontrar a la que se había perdido. ¿Qué es lo que alegró el corazón de la mujer? ¿Las 9 dracmas que tenía? No, sino encontrar la dracma que había perdido. ¿Qué es lo que alegró el corazón del padre? ¿Fue acaso el servicio y la obediencia del hijo mayor? No, sino la vuelta a casa de su hijo perdido y “muerto”. Hay gozo en el cielo por un pecador arrepentido, quebrantado, que regresa. «Comamos y alegrémonos». ¿Por qué? ¿Acaso porque el hijo mayor estuvo trabajando en el campo y cumpliendo con su deber? No, sino porque este, mi hijo, «estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15:32).
Todo esto es admirable; tanto que, si no hubiera salido de los labios de Aquel que es la verdad, y si no estuviese en las eternas páginas de la divina inspiración, no lo creeríamos. Pero –bendito sea Dios– allí está, y nadie puede negarlo. Allí brilla la gloriosa verdad de que un pobre pecador merecedor de la Gehena, convencido de su culpabilidad, de corazón quebrantado y espíritu contrito, alegra el corazón de Dios. Que la gente diga lo que quiera acerca de guardar la Ley y de cumplir con su deber, si vale de algo. Pero téngase en cuenta que, de tapa a tapa del libro de Dios, no existe ninguna frase así. Nunca oímos de labios de nuestro Señor Jesucristo una expresión tal como: “Hay gozo en el cielo por un pecador que cumple con su deber”. ¡El deber de un pecador! ¿Cuál es? Simplemente este: Dios «ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan» (Hec. 17:30).
¿Qué puede realmente definir nuestro deber, sino el mandamiento divino? Pues bien, aquí está, y no puede ser pasado por alto. El mandamiento de Dios a todos los hombres en todo lugar es que se arrepientan. Su mandamiento los obliga a hacerlo, su bondad los conduce a ello y su juicio les advierte; y, sobre todo, lo más maravilloso es que él nos asegura que nuestro arrepentimiento alegra su corazón. Un corazón contrito es uno de los objetos de mayor interés para Dios, porque aquel corazón está moralmente preparado para recibir lo que a Dios le complace dar: «el perdón de pecados» –toda la plenitud del amor divino. Un hombre puede gastar millones para promover la causa de la religión y la filantropía, y no provocar ni un solo átomo de gozo en el cielo. Sean los millones que sean, ¿qué son estos para Dios? Una sola lágrima de arrepentimiento es más preciosa para él que toda la riqueza del universo. Todas las ofrendas de un corazón no quebrantado son un insulto positivo a Dios; pero un solo suspiro proveniente de lo profundo de un espíritu contrito, sube como incienso fragante a su trono y a su corazón.
Ningún hombre puede encontrar a Dios sobre la base del deber; pero Dios puede encontrar a cualquier hombre –al mayor de los pecadores– sobre la base del arrepentimiento, ya que este es el verdadero lugar del hombre; y podemos decir, con toda seguridad, que cuando el pecador, tal como es, encuentra a Dios como Él es, todo queda resuelto una vez y para siempre. «Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Sal. 32:5). En cuanto el hombre toma su verdadero lugar –el lugar del arrepentimiento– Dios lo encuentra con un pleno perdón, con una justicia divina y eterna. Es su gozo hacerlo. Perdonar, justificar y aceptar un alma penitente que simplemente cree en Jesús, satisface su corazón y glorifica su nombre. En el momento en que el profeta exclamó: «¡Ay de mí! que estoy muerto», leemos: «Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar» para tocar sus labios, y purgar sus pecados (Is. 6:5-7).
Así es siempre. La plenitud de Dios siempre espera vasos vacíos para llenarlos. Si estoy lleno de mí mismo, lleno de mi propia bondad imaginaria, de mi propia moralidad, de mi propia justicia, no tendré ningún lugar para Dios, ningún lugar para Cristo. «A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos despidió con las manos vacías» (Lucas 1:53). Un alma vacía de sí misma puede ser llena de la plenitud de Dios; pero si Dios envía a un hombre vacío, ¿adónde irá para ser lleno? Toda la Escritura, de Génesis al Apocalipsis, prueba la gran bendición, así como la necesidad moral, del arrepentimiento. Este es el gran punto decisivo en la historia del alma –una gran época moral que ejerce su influencia sobre toda la vida de ella. No es, repetimos, un ejercicio transitorio, sino una condición moral permanente. No hablamos ahora de cómo se produce el arrepentimiento; hablamos de lo que es según la Escritura, y de la absoluta necesidad de que toda criatura debajo del cielo se arrepienta. Este es el verdadero lugar del pecador; y cuando, por gracia, él toma este lugar, halla la plenitud de la salvación de Dios.
Aquí podemos ver la hermosa conexión que existe entre la primera y la segunda cláusula de “la gran misión”, es decir, entre “el arrepentimiento y el perdón de pecados”. Ambas cosas están inseparablemente unidas. No es que el arrepentimiento más profundo y genuino forme la base meritoria del perdón de los pecados. Decir o pensar eso sería dejar a un lado la expiación de nuestro Señor Jesucristo, porque solamente ella constituye el divino fundamento sobre el cual Dios puede perdonar justamente nuestros pecados. Esto lo veremos más detenidamente cuando consideremos “la base” de “la gran misión”.
Ahora estamos tratando con la misión misma; en ella vemos estos 2 hechos divinamente establecidos: arrepentimiento y perdón de pecados. A los santos apóstoles de nuestro Señor y Salvador se les encomendó predicar entre todas las naciones; declarar en los oídos de toda criatura debajo del cielo, «el arrepentimiento y el perdón de pecados». Dios ordena absolutamente a todo hombre, sea judío o gentil, a arrepentirse; y toda alma arrepentida tiene el privilegio de recibir, en el acto, el pleno y eterno perdón de sus pecados. Y podemos añadir que, cuanto más profunda y permanente sea la obra de arrepentimiento, más profundo y permanente será el goce del perdón de los pecados. El alma arrepentida vive en la atmósfera misma del perdón divino; y en tanto inhala aquella atmósfera, se horroriza cada vez más ante el pecado en todas sus formas.
1.5 - Los apóstoles y la gran misión
Volvámonos un momento a los Hechos de los Apóstoles, y veamos cómo los embajadores de Cristo cumplieron la segunda parte de su bendita misión. Oigamos al apóstol de la circuncisión dirigiéndose a los judíos en el día de Pentecostés. No citaremos todo el pasaje; sino solo la breve aplicación final: «Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza: ¡Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (Hec. 2:36).
Aquí el predicador hace pesar sobre las conciencias de sus oyentes el solemne hecho de que habían demostrado estar en oposición con Dios mismo sobre su Cristo. ¡Qué tremendo hecho! No era simplemente que ellos habían quebrantado la Ley, rechazado a los profetas, así como el testimonio de Juan el Bautista; sino que en realidad habían crucificado al Señor de gloria, al Hijo eterno de Dios. «Al oír esto, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les dijo: ¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo!» (Hec. 2:37-38).
Aquí se presentan las 2 partes de la gran misión en toda su claridad y poder. La gente está acusada del pecado más horrible que podría ser cometido: el asesinato del Hijo de Dios; están llamados a arrepentirse, y se les asegura que recibirán el pleno perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo. ¡Qué maravillosa gracia brilla en todo esto! A la misma gente que se había burlado del Hijo de Dios, que le había insultado y crucificado, si realmente se arrepentía, se le aseguró el completo perdón de todos sus pecados, incluso de este último que era el mayor pecado de todos. He aquí lo que es la maravillosa gracia de Dios; he aquí la poderosa eficacia de la sangre de Cristo; he aquí el testimonio claro y perentorio del Espíritu Santo; he aquí los gloriosos términos de “la gran misión”.
Pero volvámonos un momento a Hechos 3. Aquí el predicador, después de acusar a sus oyentes de este espantoso acto de maldad contra Dios –el rechazo y asesinato de su Hijo–, añade estas notables palabras: «Ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo hicisteis, como también vuestros gobernantes; pero Dios ha cumplido lo que había anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo debía padecer. Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados» (Hec. 3:17-19).
No es posible concebir ninguna cosa de tanta riqueza y magnífica plenitud como esta gracia que brilla aquí. Es parte de la divina respuesta a la oración de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Esto seguramente es gracia regia; gracia victoriosa que reina «por la justicia» (Rom. 5:21). Era imposible que tal oración cayese en tierra. Fue respondida en parte en el día de Pentecostés. Será respondida completamente en un día futuro, pues «todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador; y apartará de Jacob la impiedad» (Rom. 11:26).
Notemos particularmente las palabras: «Dios ha cumplido lo que había anunciado». Aquí el predicador introduce el lado divino del asunto: y este es la salvación. Ver solo la parte del hombre en la cruz sería el juicio eterno. Ver la parte de Dios, y descansar en ella, es la vida eterna, el pleno perdón de los pecados, la justicia divina, la gloria eterna.
Sin duda el lector recordará aquí la conmovedora escena entre José y sus hermanos. Hay una sorprendente analogía entre Hechos 3 y Génesis 45. Dijo José: «Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros… Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (Gén. 45:5-8).
Pero ¿cuándo fueron pronunciadas estas palabras? Solo después que los hermanos culpables habían sentido y reconocido su culpa. El arrepentimiento precedió el perdón.
Y decían el uno al otro: «Verdaderamente hemos pecado contra nuestro hermano, pues vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no le escuchamos; por eso ha venido sobre nosotros esta angustia» (Gén. 42:21).
José habló primero a sus hermanos «ásperamente» (Gén. 42:7). Los llevó por aguas profundas, y les hizo sentir y confesar su culpa. Pero desde el momento que tomaron una actitud de arrepentimiento, él tomó una actitud de perdón. Los hermanos arrepentidos se encontraron con un José perdonador, haciendo resonar toda la casa de Faraón con el júbilo que llenaba el corazón de José por la vuelta a su seno de los mismos hombres que lo habían echado en el pozo.
¡Qué ilustración de “arrepentimiento y perdón de pecados”! Siempre es así. El corazón de Dios se llena de gozo al perdonarnos los pecados. Él se deleita en volcar todo el torrente de su amor perdonador en un corazón contrito y humillado.
Si usted, lector, ha sido llevado a sentir la carga de su culpa, tenga la seguridad de que es su privilegio, en este mismo momento, recibir el perdón divino y eterno de todos sus pecados. La sangre de Jesucristo ha resuelto definitivamente la cuestión de su culpa, y ahora está usted invitado a regocijarse en el Dios de su salvación.
1.6 - El apóstol Pablo y la gran misión
Vamos a considerar por unos momentos el ministerio del apóstol de los gentiles, y ver de qué manera cumplió la gran misión. Ya lo hemos oído hablar acerca del «arrepentimiento», y ahora veremos qué dice acerca del «perdón de pecados».
Pablo no era de los 12. Él no recibió su misión de Cristo en la tierra, sino, como él mismo lo dice claramente en reiteradas ocasiones, de Cristo en la gloria celestial. Algunos han dedicado no poco tiempo y energía tratando de demostrar que él era de los 12, y que la elección de Matías en Hechos 1 fue un error. Pero es un esfuerzo inútil que solo demuestra que no se entienden en absoluto la posición y el ministerio de Pablo. Él fue levantado con un objetivo especial, y fue hecho el depositario de una verdad especial que nunca antes se había dado a conocer: la verdad de la Iglesia –un cuerpo formado por judíos y gentiles, incorporados por el Espíritu Santo, y unidos, por su morada personal, a la Cabeza resucitada y glorificada en el cielo.
Pablo recibió su propia misión especial, de la cual hace una hermosa declaración en su discurso ante Agripa en Hechos 26: «Para esto mismo iba yo a Damasco, con autoridad y poderes de los jefes de los sacerdotes» –¡qué diferente “misión” había recibido antes de entrar en Damasco! «cuando al mediodía, ¡oh rey!, yendo por el camino, vi una luz que venía del cielo, más brillante que el sol, su resplandor me rodeó a mí y a los que me acompañaban. Y, después de caer todos al suelo, oí una voz que me decía en lengua hebrea: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me persigues? ¡Dura cosa te es dar coces contra los aguijones! Yo dije: ¿Quién eres, Señor? Y me contestó: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (v. 12-15). Aunque no se declare explícitamente, sí está implícita, con toda su belleza y fuerza, la gloriosa verdad de la unión íntima de los creyentes con el Hombre glorificado en el cielo.
«Pero levántate y quédate de pie; porque para esto te he aparecido, para hacerte ministro mío y testigo de las cosas que has visto, como de aquellas por las que me apareceré a ti, librándote del pueblo y de los gentiles; a quienes yo te envío para abrirles los ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; para que reciban el perdón de los pecados» –la misma palabra que se emplea en la misión a los 12 en Lucas 24– «y herencia entre los que son santificados por la fe [3] en mí» (Hec. 26:16-18).
[3] NdA.: «Por la fe» se relaciona con el perdón de pecados y la herencia entre los santificados.
1.7 - El hombre está ciego
¡Qué profundidad y plenitud hay en estas palabras! ¡Qué declaración tan completa de la condición del hombre! ¡Qué presentación tan bendita de los recursos de la gracia divina! Hay una armonía muy notable entre esta misión encargada a Pablo y la que se les encargó a los 12 en Lucas 24. Quizás se diga que no se hace mención alguna al arrepentimiento. Es cierto que esta palabra no aparece; pero tenemos la realidad moral, con singular fuerza y plenitud. ¿Qué quieren decir las palabras «para abrirles los ojos»? ¿No suponen acaso el reconocimiento de nuestra condición? Sin duda que sí. Un hombre que tiene sus ojos abiertos, está traído al conocimiento de sí mismo, al conocimiento de su condición y de sus caminos; y este es el verdadero arrepentimiento. Es un maravilloso momento en la historia de un hombre cuando sus ojos son abiertos; un momento crítico, trascendental, un hito decisivo en su vida. Antes estaba ciego –moral y espiritualmente ciego. No podía ver un solo objeto divino. No percibía absolutamente nada respecto a Dios, a Cristo ni al cielo.
Esto es realmente humillante para la orgullosa naturaleza humana. Imaginemos una persona inteligente, con un alto nivel de educación, un pensador profundo, un intelectual, un poderoso razonador, un consumado filósofo, que ha obtenido todos los honores, las medallas y los grados académicos que las universidades de este mundo pueden otorgar; aun así, está ciego a todo lo espiritual, lo celestial, lo divino. Anda a tientas en la oscuridad moral. Él cree que ve, se arroga el derecho de juzgar y de pronunciarse sobre las cosas, incluso sobre la Escritura y sobre Dios mismo. Se atreve a decidir qué es lo que a Dios le conviene decir y hacer. Erige su razón como la medida en las cosas de Dios. Razona sobre la inmortalidad, la vida eterna y el castigo eterno. Se considera absolutamente competente para dar su juicio en relación a todos estos asuntos solemnes e importantes y, sin embargo, sus ojos nunca estuvieron abiertos. ¿Cuánto vale su juicio? ¡Nada! ¿Quién tomaría en cuenta la opinión de un hombre que, si tuviera sus ojos abiertos, cambiaría de opinión con respecto a todo lo divino y celestial? ¿Quién pensaría un solo momento en ser guiado por un ciego?
Pero ¿cómo sabemos que todo hombre en su estado natural, no convertido, está ciego? Porque, según la misión de Pablo, lo primero que el Evangelio debe hacer por él, es «abrirle los ojos». Esto prueba, fuera de toda duda, que él está ciego. Pablo fue enviado al pueblo y a los gentiles –es decir, a toda la familia humana– «para abrirles los ojos», lo que prueba que todos están ciegos por naturaleza.
1.8 - El hombre está en tinieblas
Pero hay todavía algo más. El hombre no solo está ciego, sino que está en «tinieblas». Supongamos por un momento que una persona tiene su vista; ¿de qué le sirve si está en la oscuridad? En realidad, es una doble afirmación sobre el estado del hombre y de su posición: En cuanto a su estado, el hombre está ciego; y en cuanto a su posición, está en la oscuridad. Y cuando sus ojos son abiertos, y la luz divina inunda su alma, entonces se juzga a sí mismo y juzga sus caminos según Dios. Ve su insensatez, su culpabilidad, su rebelión, sus razonamientos salvajes e infieles, sus insensatas nociones, la vanidad de su mente, su orgullo y ambición, su egoísmo y mundanidad: todas estas cosas son juzgadas y aborrecidas; se arrepiente y da un giro radical hacia Aquel que abrió sus ojos e inundó de luz viva su corazón y su conciencia.
1.9 - El hombre está bajo el poder de Satanás
Además, el hombre –todo hombre, tanto judío como gentil– no solo está ciego y está en la oscuridad, sino que, para colmo de todo, está también bajo el poder de Satanás. Esto da una idea terrible de la condición del hombre. Es esclavo del diablo. Él no lo cree. Se imagina que es libre; piensa que él es su propio amo; cree que puede ir adonde le plazca, hacer lo que quiera, pensar por sí mismo, hablar y actuar como un ser independiente. Pero en realidad es siervo de otro, «vendido al pecado» (Rom. 7:14), Satanás es su dueño y señor. Así dice la Escritura, y ella no puede ser quebrantada. El hombre puede rehusarse a creer, pero eso no cambia en absoluto el hecho. Un criminal condenado en un tribunal puede rehusarse a creer el testimonio de los testigos, el veredicto del jurado, la sentencia del tribunal; pero eso no altera en modo alguno su terrible condición. Él es de todos modos un criminal condenado.
Es el mismo caso del hombre como pecador: él puede rechazar el simple testimonio de la Escritura, pero, a pesar de todo, ese testimonio sigue siendo el mismo. Incluso si los miles de millones de personas que habitan este mundo fuesen a negar la verdad de la Palabra de Dios, esa Palabra todavía permanecería inconmovible. La verdad de la Escritura no depende de la aceptación del hombre. Ella es verdad independientemente de si él lo cree o no. Bendito para siempre es el hombre que cree; condenado para siempre es el hombre que rehúsa creer; pero la Palabra de Dios permanece para siempre en los cielos (Sal. 119:89), y debe ser recibida conforme a su propia autoridad, independientemente de todos los pensamientos humanos a favor o en contra de ella.
Este es un gran hecho, y demanda la profunda atención de toda alma. Todo depende de él. La Palabra de Dios pide nuestra fe por cuanto es su Palabra. Si queremos que alguna autoridad humana confirme la verdad de la Palabra de Dios, en realidad rechazamos completamente la Palabra de Dios, y descansamos en la palabra del hombre. Un hombre puede decir: “¿Cómo sé que la Biblia es la Palabra de Dios?”. Contestamos: Ella lleva consigo sus propias credenciales divinas; y si estas credenciales no convencen, toda la autoridad humana bajo el sol carece completamente de valor. Si toda la población de la tierra estuviera delante de mí, y me asegurara que la Palabra de Dios es verdad, y que yo debo creerlo por la autoridad de ellos, eso no sería fe salvadora en absoluto; sería fe en los hombres, y no fe en Dios; pero la fe que salva es la fe que cree lo que Dios dice porque Dios lo dice.
No es que subestimemos el testimonio humano, o que descartemos lo que se conoce como evidencias externas de la verdad de la Santa Escritura. Todas estas cosas tienen su propio valor y utilidad; pero de ninguna manera son esenciales como fundamento de la fe que salva. Estamos completamente seguros de que toda historia genuina, toda ciencia verdadera y toda evidencia humana sana, termina confirmando la autenticidad divina de la Biblia; pero nuestra fe no descansa en estas cosas, sino en la Palabra de Dios de la cual ellas dan testimonio. Porque si todas las evidencias humanas, toda la ciencia y las páginas de la historia hablaran en contra de la Escritura, las rechazaríamos en los términos más categóricos; creemos la Escritura reverentemente y sin reserva. ¿Es esto estrechez? Séalo así. Es la bendita estrechez en la cual encontramos nuestra paz y nuestra porción para siempre. Es la estrechez que no admite añadir el peso de una pluma a la Palabra de Dios. Si esto es estrechez –lo repetimos con énfasis, desde el fondo mismo de nuestro ser redimido– que así lo sea siempre.
Si, para ser abiertos, debemos acudir al hombre para que confirme la verdad de la Palabra de Dios, entonces desechemos tal amplitud; es el camino amplio que conduce directamente a la Gehena. No, la vida, la salvación, la paz, el gozo y la gloria eternas, dependen de que tome lo que Dios dice en su Palabra, y lo crea porque él lo dice. Esto es fe: fe viva, preciosa y salvadora.
¡Dios permita que la tenga!
La Palabra de Dios, pues, declara del modo más preciso que el hombre, en su estado natural, no renovado, no convertido, es esclavo de Satanás. Ella se refiere a Satanás como «el dios de este siglo» (2 Cor. 4:4), el «príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de la desobediencia» (Efe. 2:2). Y se refiere al hombre como estando cautivo por el diablo «para hacer su voluntad» (2 Tim. 2:26). Por eso, en la misión de Pablo, la tercera cosa que el Evangelio debe hacer, es que el hombre se vuelva «del poder de Satanás a Dios» (Hec. 26:18).
Entonces, en cuanto al hombre, debemos desear que:
- sus ojos sean abiertos;
- la luz divina inunde su alma;
- el poder de Satanás sea destruido.
Y, como resultado de ello, el que ha sido liberado se encuentra en la presencia de Dios en paz y felicidad. Como el endemoniado de Marcos 5, es liberado de su despiadado tirano, de su amo cruel; sus cadenas son rotas; está vestido y en su juicio cabal, y sentado a los pies de Jesús.
¡Qué liberación tan gloriosa! Es digna de Dios en todos sus aspectos y en todos sus resultados. El pobre ciego esclavo, cautivo por el diablo, está puesto en libertad; y no solo eso, sino que es llevado a Dios, perdonado y aceptado, gozando de una herencia eterna entre los santificados. Y todo esto es por fe, todo es por gracia. Es anunciado en el Evangelio de Dios a toda criatura debajo del cielo; y nadie está excluido. La gran misión, ya sea que la leamos en Lucas 24 o en Hechos 26, nos asegura que esta salvación tan preciosa y gloriosa es para todos.
1.10 - La predicación de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia
Escuchemos un momento a nuestro apóstol mientras cumple su bendita misión en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Por mucho que quisiéramos citar todo este precioso discurso, nuestro limitado espacio solo nos permite transcribir el poderoso llamamiento que hace al final: «Hermanos, sabed que en su nombre» (Jesucristo, crucificado, resucitado y glorificado) «se os predica» –no que se les promete como algo futuro, sino que se les anuncia ahora, como una realidad presente– «perdón de pecados; y de todo lo que no pudisteis ser justificados por la ley de Moisés, por él es justificado todo aquel que cree» (Hec. 13:38-39).
De estas palabras aprendemos, de la manera más clara posible, que todos los presentes en aquella sinagoga, allí y entonces, fueron llamados a recibir en su corazón el bendito mensaje que brotó de los labios del predicador. Ninguno fue excluido. «A nosotros nos es enviada la palabra de esta salvación» (cap. 13:26). Si alguno le hubiera preguntado al apóstol si el mensaje lo incluía a él, ¿cuál habría sido la respuesta? «A nosotros nos es enviada la palabra de esta salvación». ¿No había ninguna cuestión que debía ser resuelta primero? No, ninguna. Todas las cuestiones previas habían sido contestadas en la cruz. ¿No se planteó nada acerca de la elección o la predestinación? No se dijo una sola palabra acerca de ello a lo largo de todo este magnífico y detallado discurso. Nada se menciona en “la gran misión” acerca de este asunto. Sin duda la gran verdad de la elección brilla en las páginas inspiradas en su debido lugar. Pero su lugar apropiado y divinamente asignado no es en la predicación del evangelista, sino en el ministerio del maestro o del pastor. Cuando el apóstol se sienta a escribir para instruir a los creyentes, oímos palabras tales como estas: «Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó…». Y de nuevo: «Sabiendo, hermanos amados por Dios, vuestra elección» (Rom. 8:29; 1 Tes. 1:4).
Nunca perdamos de vista que, cuando él se levanta como embajador de Cristo, como heraldo de la salvación, proclama, de la manera más absoluta, una salvación presente, perfecta e individual a toda criatura debajo del cielo; y todo aquel que lo oía, era responsable de creer ahí y en ese momento. Y todo aquel que lo lee hoy, es igualmente responsable de hacerlo. Si alguien se hubiese atrevido a decirle al predicador que sus oyentes no eran responsables, y que, dada su incapacidad, no podían creer, y que los estaba engañando si los invitaba a creer, ¿cuál habría sido su respuesta? Creemos que una respuesta plena y arrolladora a este tipo de objeciones está contenida en el solemne llamado con el que el apóstol termina su discurso: «Mirad que no os ocurra lo que está dicho en los profetas: Ved, arrogantes, y asombraos y pareced, porque hago una obra en vuestros días, obra que de ninguna manera creeréis, aunque alguien os la declare» (Hec. 13:40-41).
2 - El fundamento de la gran misión: La muerte expiatoria de Cristo
Habiendo tratado anteriormente sobre los términos de “la gran misión”, procuraremos, en dependencia de la enseñanza divina, desarrollar la verdad acerca de su base.
Es sumamente importante tener un claro conocimiento del sólido fundamento sobre el cual «el arrepentimiento y el perdón de pecados» se anuncian a toda criatura debajo del cielo. Claramente lo vemos presentado en las propias palabras de nuestro Señor: «Así era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día» (Lucas 24:46).
Aquí yace, con su inexpugnable firmeza, el fundamento de la gloriosa misión de la cual hablamos. Dios –bendito sea su Nombre por siempre– ha tenido a bien presentarnos, con absoluta claridad, el fundamento moral en virtud del cual perdona a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan, y el fundamento justo en virtud del cual él puede anunciar a toda alma arrepentida el perfecto perdón de pecados.
Ya hemos tenido ocasión de advertir al lector contra la falsa noción de que el arrepentimiento, en la medida que fuere, puede constituir el fundamento meritorio del perdón. Pero puesto que escribimos para los que pueden desconocer los fundamentos del Evangelio, nos sentimos obligados a poner las cosas de la forma más simple posible para que todos puedan entender. Sabemos lo propenso que es el corazón humano a apoyarse en algo propio; quizá no en nuestras buenas obras, pero al menos en nuestros ejercicios penitenciales. Por eso nuestro deber imperioso es presentar la preciosa verdad de la obra expiatoria de nuestro Señor Jesucristo como el único fundamento justo del perdón de pecados.
Es cierto que Dios ordena a todos los hombres que se arrepientan. Es bueno y justo que lo hagan. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podemos mirar aquel madero, sobre el cual el Hijo de Dios soportó el juicio del pecado, y no ver la necesidad absoluta de arrepentimiento? ¿Cómo podemos escuchar aquel grito solemne que irrumpe de entre las sombras del Calvario «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46), y no reconocer, desde lo más profundo de nuestro ser moral, la aptitud moral el arrepentimiento?
Si el pecado es algo tan terrible y detestable a los ojos de Dios, tan intolerable a su santa naturaleza que su amado Hijo único fue “molido por nuestros pecados” en la cruz para quitar el pecado de en medio, ¿no conviene al pecador juzgarse a sí mismo, y arrepentirse en polvo y cenizas? Si el bendito Señor tuvo que soportar que Dios ocultara de él su rostro a causa de nuestros pecados, ¿cómo no tendremos el corazón quebrantado y el yo juzgado y subyugado a causa de estos pecados? ¿Oiremos con corazones impenitentes las buenas nuevas del pleno y gratuito perdón de los pecados –un perdón que costó nada menos que los horrores y las agonías indecibles de la cruz? ¿Vamos a profesar solamente con nuestros labios que tenemos paz –una paz adquirida por los sufrimientos inefables del Hijo de Dios? Si fue absolutamente necesario que Cristo sufriera por nuestros pecados, ¿no es moralmente conveniente que debamos arrepentirnos de ellos?
Y esto no es todo. No es simplemente que, de vez en cuando, nos conviene arrepentirnos. Hay mucho más que esto. Un espíritu de juicio propio, una genuina contrición y una verdadera humildad deben caracterizar a todos aquellos que penetran en alguna medida en el profundo misterio de los sufrimientos de Cristo. Solo si contemplamos y ponderamos profundamente aquellos sufrimientos, podemos formarnos algo que se aproxime a una justa estimación de la naturaleza odiosa del pecado, por un lado, y de la plenitud y perfección divina del perdón, por el otro. Era tal la naturaleza odiosa del pecado, que era absolutamente necesario que Cristo sufriera; pero –¡sea toda alabanza a su amor redentor!, tales fueron los sufrimientos de Cristo, que Dios puede perdonarnos nuestros pecados según el valor infinito que él atribuye a aquellos sufrimientos. Ambos van juntos; y ambos, podemos agregar, ejercen una influencia formativa, bajo el poderoso ministerio del Espíritu Santo, sobre el carácter cristiano de principio al fin. Nuestros pecados son todos perdonados; pero «era necesario que el Cristo padeciese»; por eso, si bien nuestra paz fluye como un río, nunca debemos olvidar el hecho subyugador de que la base de nuestra paz yace en los inefables sufrimientos del Hijo de Dios.
2.1 - El otro lado de la gran misión: La muerte de Cristo y su efecto práctico en el cristiano
Esto es muy necesario, debido a la excesiva ligereza de nuestros corazones. Estamos muy dispuestos a recibir la verdad del perdón de los pecados, y a andar luego en un espíritu relajado, autocomplaciente y mundano, demostrando así cuán débilmente los sufrimientos de nuestro bendito Señor o la verdadera naturaleza del pecado han penetrado en nuestros corazones. Todo esto es realmente deplorable, y necesita un profundo ejercicio de alma.
Hay una triste falta entre nosotros de un verdadero quebrantamiento de espíritu, que debiera caracterizar a aquellos que deben su presente paz y su eterna felicidad y gloria a los sufrimientos de Cristo. Somos ligeros, frívolos y obstinados en nuestra conducta. Nos servimos de la muerte de Cristo para salvarnos de las consecuencias de nuestros pecados, pero nuestros caminos no muestran el efecto práctico de aquella muerte en nuestra conducta diaria. No andamos como aquellos que están muertos con Cristo –que han crucificado la carne con sus pasiones y deseos– que han sido liberados de este presente siglo malo. En una palabra, nuestro cristianismo carece tristemente de profundidad; es superfluo, débil y raquítico. Profesamos saber un un montón de verdad; pero es de temer que mucho de ello es solo un conocimiento teórico, sin ninguna repercusión en la práctica.
Quizá pregunte alguien: ¿Qué tiene que ver todo esto con “la gran misión”? Tiene que ver, y mucho. Estamos profundamente impresionados por la manera superficial en que se lleva a cabo la obra de evangelización en la actualidad. No solo los términos de la gran misión son pasados por alto, sino que la base parece ser poco entendida. Los sufrimientos de Cristo no son debidamente considerados y desarrollados. La muerte expiatoria de Cristo se presenta como una obra suficiente para satisfacer las necesidades del pecador –y no hay duda de que esto es una señal de infinita gracia. Tenemos que estar profundamente agradecidos cuando predicadores y escritores sostienen que la sangre preciosa de Cristo es el único recurso del pecador, en vez de predicar ritos, ceremonias, sacramentos, buenas obras (falsamente así llamadas), credos, iglesias, ordenanzas religiosas y otros engaños similares.
Todo esto lo admitimos plenamente. Pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de expresar nuestra profunda y solemne convicción de que la mayor parte de nuestra predicación evangélica moderna* es sumamente superficial y frívola; y el resultado de aquella predicación se puede ver en el estilo ligero, trivial, frívolo de muchos de nuestros llamados convertidos. Algunos de nosotros parece que estamos tan ansiosos por hacer todo tan fácil y simple para el pecador, que la predicación se vuelve extremadamente parcial.
Gracias a Dios, él ha hecho todo fácil y simple para el pecador necesitado, quebrantado y penitente. No le dejó nada para hacer ni para dar. «Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia» (Rom. 4:5).
No es posible que el evangelista, al exponer este lado del asunto, vaya más allá de lo escrito. Nadie puede traspasar los términos de Romanos 4:5 al presentar una salvación por gracia inmerecida, por fe, sin obras de ningún tipo.
2.2 - El evangelio de Pablo
Pero debemos recordar que el bendito apóstol Pablo –el mayor evangelista que jamás haya existido, a excepción de su divino Maestro– no se limitó a este único aspecto; y tampoco debemos hacerlo nosotros. Él insistió enérgicamente en las demandas de la santidad divina. Llamó a los pecadores a juzgarse a sí mismos, y a los creyentes a subyugar la carne y negarse a sí mismos. No predicó un evangelio que deja a la gente a gusto en el mundo, contenta consigo misma y ocupada con las cosas terrenales. Él no le decía a la gente que era salvada de las llamas de la Gehena y que, por tanto, podía gozar libremente de la insensatez de la tierra.
Este no era el evangelio de Pablo. Él predicó un Evangelio que responde plenamente a las más profundas necesidades del pecador, pero que al mismo tiempo mantiene plenamente la gloria de Dios; un Evangelio que descendió hasta el grado más bajo posible en que pueda hallarse un pecador, pero que, sin embrago, no lo dejó allí. El evangelio de Pablo no solo presenta un perdón de pecados pleno, claro, irrestricto e incondicional, sino también –con la misma claridad y vigor– la condenación del pecado, y la entera liberación del creyente de este presente mundo malo. La muerte de Cristo, en el evangelio de Pablo, no solo asegura al alma una completa liberación de las justas consecuencias de los pecados –como se ve en el juicio de Dios en el lago de fuego–, sino que también presenta, con magnífica plenitud y claridad, la completa ruptura de todo lazo con el mundo, y la entera liberación del poder y dominio presente del pecado.
2.3 - El Evangelio en medio de una profesión hueca
Ahora bien, aquí es precisamente donde se manifiestan de una manera muy dolorosa la lamentable deficiencia y la culpable parcialidad de nuestra predicación moderna. El evangelio que uno oye a menudo hoy, es, si se nos permite expresarnos así, un evangelio carnal, terrenal, mundano. Ofrece cierta comodidad, pero es una comodidad carnal, mundana. Da confianza, pero es más bien una confianza carnal que la confianza de la fe. No es un evangelio liberador. Deja a la gente en el mundo, en vez de llevarlas a Dios.
¿En qué terminará todo esto? Apenas podemos soportar contemplarlo. Con gran pesar, tememos
que, si el Señor no viene antes, el fruto de mucho de lo que está aconteciendo alrededor de nosotros será una combinación terrible de la más alta profesión con la práctica más baja. No puede ser de otra manera. Una alta verdad tomada en un espíritu ligero y carnal tiende a adormecer la conciencia y a aniquilar todo ejercicio piadoso de alma en cuanto a nuestros hábitos y caminos en la vida diaria. De este modo, la gente escapa del legalismo solo para terminar cayendo en la ligereza, y en realidad el postrer estado es peor que el primero.
Esperamos sinceramente que el lector cristiano no se desmoralice demasiado por la lectura de estas líneas. Dios sabe que no escribiríamos una sola línea para desalentar al más débil cordero de todo el precioso rebaño de Cristo. Deseamos escribir en la presencia divina. Hemos rogado al Señor que cada línea de este tratado, y de todos nuestros tratados, venga directamente de él al lector.
De ahí, pues, que debamos rogar al lector –y lo hacemos con toda fidelidad y afecto– que pondere lo que aquí le presentamos. No podemos ocultar de él el hecho de que estamos muy seriamente impresionados por la situación a nuestro alrededor. Sentimos que el tono y el aspecto de la mayor parte del llamado cristianismo de nuestros días es tal que suscita la más grave inquietud en todo observador reflexivo. Notamos un desarrollo terriblemente rápido de los caracteres de «los últimos días», tal como lo describe la pluma de la inspiración: «Pero debes saber que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán egoístas, avaros, jactanciosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, incontinentes, crueles, aborrecedores del bien, traidores, impetuosos, presuntuosos, amigos de placeres más bien que amigos de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella; de estos apártate» (2 Tim. 3:1-5).
¡Qué cuadro tan espantoso! ¡Qué tremendamente serio es ver los mismos males que caracterizan el paganismo –como se describen en Romanos 1– reproducidos en relación con la profesión cristiana! ¿No debería el solo pensamiento de ello despertar el más serio temor en todo cristiano? ¿No debería esto conducir a todos los que están ocupados en el santo servicio de la predicación y la enseñanza entre nosotros a examinarse minuciosamente a sí mismos en cuanto al tono y al carácter de su ministerio, y en cuanto a su andar y conducta en privado? Queremos un estilo de ministerio de parte de evangelistas y maestros que sondee más el corazón. Hay una falta de ministerio exhortatorio y profético. Por ministerio profético entendemos aquel carácter del ministerio que trata con la conciencia y la conduce ante la inmediata presencia de Dios (véase 1 Cor. 14:1-3, 23-26).
Lamentablemente tenemos una gran falta de esto. Una gran cantidad de verdad objetiva circula entre nosotros; quizás más que nunca desde los días de los apóstoles. Cientos de miles de libros, revistas y tratados se publican cada año.
¿Nos oponemos a esto? No; bendecimos a Dios por ello. Pero no podemos cerrar nuestros ojos al hecho de que, por lejos, la mayor parte de esta enorme masa de literatura está dirigida a la inteligencia, y no lo suficiente al corazón y a la conciencia. Ahora bien, si bien es absolutamente correcto iluminar el entendimiento, es un grave error descuidar el corazón y la conciencia. Creemos que es algo muy grave permitir que la inteligencia sobrepase a la conciencia –tener más verdad en la cabeza que en el corazón– profesar principios que no dirigen la conducta. Nada puede ser más peligroso. Tiende a ponernos directamente en las manos de Satanás. Si la conciencia no se mantiene sensible, si el corazón no es gobernado por el temor de Dios, si no se cultiva un espíritu quebrantado y contrito, no se sabe que podemos caer tan bajo. Cuando la conciencia se mantiene sana, y el corazón es humilde y sincero, entonces todo nuevo rayo de luz que ilumina el entendimiento, da fuerza al alma y tiende a elevar y santificar todo nuestro ser moral.
Esto es lo que toda alma seria debe ansiar. Todo cristiano de corazón sincero debe anhelar una mayor santidad personal, una mayor semejanza a Cristo, una devoción de corazón más auténtica, una mayor profundización, consolidación y crecimiento del reino de Dios en el corazón; de ese reino que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom. 14:17).
¡Ojalá recibamos gracia para buscar estas realidades divinas! ¡Ojalá las cultivemos diligentemente en nuestra propia vida privada, y busquemos de toda forma posible fomentarlas en todos aquellos con quienes nos relacionamos! Así, serviremos de dique para contener, en cierta medida, la profesión hueca alrededor de nosotros, y seremos un testimonio vivo contra la forma de piedad sin eficacia que tan tristemente predomina en nuestro día.
Lector cristiano; ¿se siente identificado con nosotros en esta corriente de pensamientos y sentimientos? Si es así, le rogamos encarecidamente que se una a nosotros en oración a Dios para que él, en su gracia, eleve nuestro tono espiritual llevándonos más cerca de él, y llenando nuestros corazones de amor por él y de un ferviente deseo por promover su gloria, el progreso de su causa y la prosperidad de su pueblo.
3 - La autoridad y la esfera o el ámbito de la gran misión
3.1 - Más consideraciones sobre la base de la gran misión
Al tratar con nuestro tema, debemos considerar aún la autoridad y la esfera de “la gran misión”; pero antes debemos detenernos un poco más sobre su base. La misión es realmente grande, y requiere un fundamento sólido sobre el cual descansar; y este fundamento, bendito sea Dios, se encuentra en la muerte expiatoria de su Hijo. Nada menos que esto podría sostener tan magnífica obra; pero la gracia que planeó la misión, también ha puesto el fundamento; de modo que un pleno perdón de pecados puede ser predicado a todas las naciones, porque Dios ha sido glorificado, en la muerte de Cristo, en cuanto a toda la cuestión del pecado.
El lector tiene que hacerse con este punto tan importante y comprenderlo. Yace en los mismos fundamentos del cristianismo. Es la piedra clave del arco de la revelación divina. Dios ha sido glorificado en cuanto al pecado. Ha ejecutado su juicio sobre él. Los derechos de su trono han sido perfectamente justificados en cuanto al pecado. El insulto inferido a su divina majestad se volvió contra la cara del enemigo. Si la dulce historia del perdón de los pecados nunca hubiera caído en un oído humano o entrado en un corazón humano, la gloria divina de todos modos habría sido perfectamente mantenida.
El Señor Jesucristo, por su preciosa muerte, borró la mancha que el enemigo procuró arrojar sobre la gloria eterna de Dios. En la cruz fue dado un testimonio a toda inteligencia creada, en cuanto a los pensamientos de Dios sobre el pecado. Allí puede verse, con la mayor claridad posible, que ni el más mínimo rastro de pecado puede jamás entrar en la presencia divina. Dios es «muy limpio de ojos para ver el mal», y no puede «ver al agravio [la iniquidad]» (Hab. 1:13). El pecado, dondequiera que se halle, debe enfrentar el juicio divino.
3.2 - El sufrimiento de Cristo bajo la ira de Dios en la cruz
¿Dónde resalta más fuertemente todo esto? Sin duda en la cruz. Escuchemos ese grito tan misterioso y solemne: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). ¿Qué significado tiene esta maravillosa pregunta? ¿Quién es el que habla? ¿Es uno de los hijos caídos de Adán? ¿Es un pecador? Seguramente que no; porque si lo fuera, la pregunta carecería absolutamente de toda fuerza moral. Nunca hubo un pecador sobre la faz de esta tierra que no mereciera de sobra ser abandonado por un Dios santo que aborrece el pecado. Esto no debe olvidarse nunca. Algunas personas mantienen las más disparatadas nociones sobre este punto. Conforme a su vana imaginación, inventaron un dios adaptado a su gusto: un dios que no castigará el pecado; que es tan benigno, tan benévolo y tan pleno de amor, que hará la vista gorda al mal y lo pasará por alto como si no fuera nada.
Ahora bien, no hay nada más cierto que ese dios de la imaginación humana es un dios falso, tan falso como cualquiera de los ídolos de los paganos. El Dios de la Biblia, el Dios del cristianismo, el Dios a quien vemos en relación con la cruz, no guarda ninguna similitud con este. Que los hombres razonen como les plazca; pero el pecado debe ser condenado: no puede enfrentarse más que con el justo e inflexible juicio de un Dios que aborrece el pecado.
Repetimos la pregunta: ¿Quién pronunció las palabras con que comienza el Salmo 22? Si no fue un pecador, ¿quién fue? Es maravilloso decirlo: El único Hombre inmaculado, perfectamente santo, puro y libre de pecado que jamás haya pisado esta tierra. Y no solo eso. Era además el Hijo eterno del Padre, objeto de las delicias inefables de Dios, que había morado en su seno desde la eternidad, «el resplandor de su gloria y la fiel imagen de su Ser» (Hebr. 1:3).
Sin embargo, ¡Dios lo abandonó! Sí, abandonó a ese santo y perfecto Ser, que no conoció pecado, cuya naturaleza humana era absolutamente libre de toda traza de pecado, que nunca tuvo un solo pensamiento, nunca pronunció una sola palabra, nunca hizo un solo acto que no estuviese en la más perfecta armonía con la mente de Dios; aquel cuya vida entera, desde Belén hasta el Calvario, fue un perfecto sacrificio de olor grato que ascendía hasta el corazón de Dios. Una y otra vez vemos los cielos abiertos sobre él, y oímos la voz del Padre expresando su infinita complacencia en su Hijo. Y, sin embargo, es el mismo cuya voz se oye en aquel amargo lamento: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46).
¡Qué pregunta maravillosa! Se mantiene única en los anales de la eternidad. Jamás tal pregunta se había formulado antes; jamás tampoco se ha formulado después; jamás podrá formularse otra vez. Si consideramos quien fue aquel que preguntó, aquel a quien se dirigió la pregunta, y la respuesta, debemos admitir que es absolutamente única. El hecho de que Dios abandonara a tal Persona, es el misterio más profundo y maravilloso que pueda llamar la atención de hombres y ángeles. La razón humana no puede sondear sus profundidades. No está dentro del alcance de ninguna criatura inteligente comprender esto.
Pero ahí está –un hecho maravilloso a los ojos de la fe. El propio Señor nos asegura que era absolutamente necesario. «Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese» (Lucas 24:46).
Pero ¿por qué fue necesario? ¿Por qué el único Hombre perfecto, sin pecado y sin mancha, debía sufrir? ¿Por qué debía ser abandonado por Dios? La gloria de Dios, los eternos consejos del amor redentor, la condición culpable, arruinada e irremediable del hombre, todas estas cosas hacían indispensable que Cristo sufriera. No había otra manera en que la gloria divina pudiese ser mantenida; las exigencias del trono de Dios satisfechas; la Majestad celestial vindicada; los eternos propósitos del amor cumplidos; el pecado totalmente expiado, y finalmente borrado de la creación de Dios; los pecados perdonados; Satanás y todos los poderes de las tinieblas derrotados; Dios ser justo y el que justifica a cualquier pecador, aun al más miserable e impío; quitarle a la muerte su aguijón y a la tumba su victoria. No había otra manera en que se hubieran podido lograr estos magníficos resultados salvo por los sufrimientos y la muerte de nuestro adorable Salvador, nuestro Señor Jesucristo.
Pero, bendito sea por siempre su santo Nombre, él lo soportó todo. Pasó bajo las encrespadas olas y ondas de la ira de la justicia de Dios contra el pecado. Tomó el lugar del pecador, sufrió el juicio, pagó la pena, padeció la muerte, resolvió toda cuestión, satisfizo toda demanda, venció a todo enemigo, y, habiendo acabado todo, subió a los cielos y se sentó en el trono de Dios, donde está ahora coronado de gloria y de honra como el divino y glorioso Consumador (Perfeccionador) de toda la obra de la redención del hombre.
Esta es, pues, la base de “la gran misión”. ¿Nos pueden asombrar los términos de la gran misión, cuando contemplamos la base? ¿Puede haber algo más excelente, más grandioso y más glorioso que ver que Dios ha sido plenamente glorificado en la muerte de Cristo? Aquella muerte preciosa proporciona una base divinamente justa sobre la cual nuestro Dios puede dar rienda suelta al profundo y eterno amor de su corazón y perdonar todos nuestros pecados. Esa muerte ha quitado toda barrera que impedía que todo el torrente del amor redentor pudiera fluir por un canal perfectamente justo, hacia el más vil pecador que se arrepiente y cree en Jesús.
Un Dios Salvador ahora puede proclamar un pleno e inmediato perdón de pecados a toda criatura debajo del cielo. No hay absolutamente ningún obstáculo. Dios ha sido glorificado en cuanto a la cuestión del pecado; y pronto llegará el tiempo cuando todo rastro de pecado será borrado para siempre de su bella creación, y entonces aquellas palabras de Juan el Bautista tendrán su completo cumplimiento: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).
Mientras tanto, a los heraldos de la salvación se les manda que vayan hasta los confines de la tierra y proclamen, sin obstáculo y sin limitación, pleno perdón de pecados a toda alma que cree. El corazón de Dios se goza en perdonar pecados; y corresponde que en el Nombre de aquel que soportó el juicio del pecado en la cruz, el perdón de los pecados sea libremente proclamado, plenamente recibido y continuamente disfrutado.
3.3 - Los que rechazan el mensaje del Evangelio
Pero ¿qué sucede con los que rechazan este glorioso mensaje, los que cierran sus oídos y apartan sus corazones de él? Esta es una pregunta solemne. ¿Quién puede contestarla? ¿Quién puede intentar expresar el destino eterno de los que mueren en sus pecados, como de hecho habrán de morir todos aquellos que rechazan la única base divina de perdón? Los hombres podrán razonar y argumentar como les plazca; pero todos los razonamientos y argumentos del mundo no pueden anular la Palabra de Dios, la cual nos asegura –en diversos lugares, y en términos tan simples que no dejan lugar a la duda– que todos los que mueren en sus pecados –todos los que mueren sin Cristo– inevitablemente habrán de perecer eternamente; deberán sufrir las consecuencias de sus pecados, «en el lago que arde con fuego y azufre» (Apoc. 21:8).
Citar los pasajes que prueban la solemne verdad del castigo eterno, equivaldría a escribir un libro. No podemos intentarlo aquí, ni es necesario, pues ya hemos tratado el tema varias veces en otros lugares.
Aquí solo haremos una pregunta que surge naturalmente de nuestra presente tesis: ¿Fue Cristo juzgado, “quebrantado” y abandonado en la cruz –visitó Dios a su amado Hijo único con todo el peso de su justa ira contra el pecado– y escaparán los pecadores impenitentes? Sometemos solemnemente y con instancia esta pregunta a consideración de todos aquellos a quienes corresponda. Los hombres dicen que es incompatible con la idea de bondad, ternura y compasión divinas, que Dios envíe a cualquiera de sus criaturas a la Gehena. Contestamos: ¿Quién ha de ser el juez? El hombre, ¿es competente para decidir qué es lo que moralmente corresponde a Dios hacer? Preguntamos, además: ¿Cuál ha de ser la vara del juicio? ¿Algo que la razón humana puede comprender? Seguramente que no. ¿Cuál entonces?: La cruz en la cual el Hijo de Dios murió, el Justo por los injustos –esta, y solo esta, es la gran medida por la cual se debe juzgar la cuestión sobre lo que el pecado merece.
¿Quién puede escuchar aquel amarguísimo lamento que emanó del corazón quebrantado del Hijo de Dios –«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?»– y cuestionar el castigo eterno de todos los que mueren en sus pecados? ¡Hablar de benevolencia, benignidad y compasión! ¿Dónde resplandecen de un modo más intenso y bendito estas cosas? Seguramente en “la gran misión”, que proclama el pleno y gratuito perdón de pecados a toda criatura debajo del cielo. Pero ¿sería justo, bueno o compasivo permitir que escape aquel que rechaza a Cristo? Si queremos ver la bondad, la benevolencia, la misericordia y la compasión de Dios, debemos mirar a la cruz. «El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros». «Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento». «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (Rom. 8:32; Is. 53:10; 2 Cor. 5:21).
Si los hombres rechazan todo esto, y continúan en sus pecados, en su rebelión, en sus razonamientos infieles y especulaciones impías, ¿qué, entonces? Si mantienen que el sufrimiento por el pecado no es necesario, y que hay otro modo de solucionar este asunto, ¿qué, pues? Nuestro Señor declaró a oídos de sus apóstoles que «era necesario que el Cristo padeciese» (Lucas 24:46), que no había ningún otro modo posible de resolver esta gran cuestión. ¿A quién hemos de creer? ¿La muerte de Cristo fue gratuita? ¿Fue quebrantado su corazón sin motivo alguno? ¿Fue la cruz una obra de superación o de subrogación? ¿“Quebrantó” Jehová a su Hijo y lo sometió a padecimiento para lograr un fin que se podía alcanzar de alguna otra forma?
¡Qué monstruosos son los razonamientos, o más bien los delirios, de la infidelidad! Los maestros infieles comienzan por lanzar al agua la Palabra de Dios –esa incomparable y perfecta revelación– y luego, cuando nos han privado de nuestra guía divina, se presentan con singular audacia ante nosotros, y pretenden señalarnos un camino más excelente; y cuando queremos averiguar de qué se trata, nos encontramos con miles de sutiles teorías, de las cuales no existen 2 que estén de acuerdo en nada excepto en excluir a Dios y su Palabra.
Es cierto que hablan de Dios de una manera muy plausible; pero es un Dios de su propia imaginación –un Dios que hará la vista gorda al pecado– que les permitirá complacerse en sus codicias, pasiones y placeres, y luego los llevará a un cielo del que realmente no saben nada. Hablan de misericordia, de benevolencia y de bondad; pero rechazan el único canal a través del cual estas pueden fluir, a saber, la cruz de nuestro Señor Jesucristo. No hablan de justicia, de santidad, de verdad ni del juicio venidero. Quieren hacernos creer que Dios ha hecho un gasto innecesario al entregar a su Hijo. Ignoran ese suceso maravilloso y único en toda la historia de los caminos de Dios: la muerte expiatoria de su Hijo. En una palabra, el gran objetivo del diablo en todas las teorías escépticas, racionalistas e infieles que alguna vez han sido propuestas en este mundo, es excluir completamente la Palabra de Dios, al Cristo de Dios y a Dios mismo.
Instamos solemnemente a nuestro querido lector, sobre todo si es joven, a que considere esto. Nuestra profunda convicción es que abrigar una sola sugestión infiel es el primer paso en el camino que conduce al oscuro y terrible abismo del ateísmo –a «la oscuridad de las tinieblas para siempre» (Judas 13).
Tendremos ocasión de retomar esta serie de pensamientos cuando consideremos la autoridad con que llega a nosotros “la gran misión”. Nos vinieron a la mente por el triste hecho de que, de todas partes, y respecto de cualquier tema, somos atacados por los razonamientos desdeñables de la infidelidad; y nos sentimos imperativamente llamados a advertir a todos aquellos con quienes estamos en contacto, contra libros, conferencias y teorías infieles en todas sus formas. ¡Que la inspirada Palabra de Dios sea más y más preciosa a nuestros corazones! ¡Que andemos en su luz, que sintamos su sagrado poder, que nos inclinemos a su divina autoridad, que la atesoremos en nuestros corazones, que nos alimentemos de sus tesoros, que reconozcamos su absoluta supremacía, que confesemos su plena suficiencia, y que rechacemos de plano toda enseñanza que ose tocar la integridad de las Sagradas Escrituras!
3.4 - La importancia de la resurrección
Hemos visto que la base de “la gran misión” es la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Esto nunca debe perderse de vista. «Era necesario que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos al tercer día» (Lucas 24:46).
Es un Cristo resucitado el que envía a sus heraldos a predicar «el arrepentimiento para perdón de pecados» (Lucas 24:47). La encarnación y la crucifixión son grandes verdades fundamentales del cristianismo; pero solo tienen valor para nosotros por la resurrección. La encarnación –aunque es un misterio precioso y de inestimable valor– no podría formar el fundamento del perdón de los pecados, puesto que «sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Somos justificados por la sangre, y reconciliados por la muerte de Cristo.
Pero todo esto cobra valor para nosotros en la resurrección. Cristo «fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25; 5:9-10).
«Porque en primer lugar os comuniqué lo que también recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Cor. 15:3-4).
Es, pues, de la mayor importancia que todos los que quieren llevar a cabo la misión de nuestro Señor, conozcan en sus propias almas y presenten en su predicación, la gran verdad de la resurrección. El vistazo más superficial a la predicación de los primeros heraldos del Evangelio bastará para mostrar el lugar prominente que le dieron a este glorioso hecho.
3.5 - La resurrección en la predicación de los apóstoles
Escuchemos a Pedro en el día de Pentecostés, o más bien al Espíritu Santo, a quien el Salvador resucitado, ascendido y glorificado envió a la tierra: «¡Varones israelitas, escuchad estas palabras! Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo mediante él en medio de vosotros (como vosotros mismos sabéis), a este, entregado por el determinado designio y presciencia de Dios, vosotros matasteis crucificándolo por mano de hombres inicuos. A él Dios resucitó, liberándolo de las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que él fuese retenido por ella… A este Jesús lo ha resucitado Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Siendo exaltado por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, él ha derramado esto que veis y oís» (Hec. 2:22-33).
Así también en Hechos 3: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis ante Pilato, cuando él había decidido soltarlo. Pero vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se liberara a un homicida; y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de entre los muertos; de lo cual nosotros somos testigos… Después de manifestar a su siervo, Dios os lo envió primero a vosotros para bendeciros, apartando a cada uno de sus iniquidades… Mientras hablaban al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, irritados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos» (cap. 3:13-26; 4:1-2).
Su predicación se caracterizaba por el lugar prominente que le asignaba al hecho glorioso, poderoso y significativo de la resurrección. Es cierto que había una declaración plena y clara de la encarnación y la crucifixión, con los grandes efectos morales de estos hechos. ¿Cómo podía ser de otra manera? El Hijo de Dios tuvo que hacerse hombre para morir, a fin de que, por su muerte, pudiese glorificar a Dios en cuanto a todo el asunto del pecado; destruir el poder de Satanás; privar a la muerte de su aguijón, y a la tumba de su victoria; quitar de en medio para siempre los pecados de los suyos, y asociarlos consigo en el poder de la vida eterna en la nueva creación, donde todas las cosas son de Dios, y donde nunca puede entrar un solo rastro de pecado o de dolor. ¡Alabado sea su nombre sin par en todo el universo y por la eternidad!
Que todos los predicadores recuerden el lugar que tiene la resurrección en la predicación y la enseñanza apostólica: «Los apóstoles con gran poder daban testimonio» ¿De qué? ¿De la encarnación o de la crucifixión simplemente? No, sino «de la resurrección del Señor Jesús» (Hec. 4:33).
Este fue el hecho maravilloso que glorificó a Dios y a su Hijo Jesucristo. Lo que dio testimonio, a los ojos de todas las inteligencias creadas, de la complacencia divina en la obra de la redención. Lo que demostró, del modo más extraordinario, la completa y eterna destrucción del reino de Satanás y de todos los poderes de las tinieblas. Lo que declaró la plena y eterna liberación de todos los que creen en Jesús: su liberación, no solo de todas las consecuencias de sus pecados, sino «del presente siglo malo» (Gál. 1:4), y de todos los lazos que los unían a aquella vieja creación que «yace en el poder del maligno» (1 Juan 5:19).
No es de extrañar, pues, que los apóstoles, llenos del Espíritu Santo como estaban, presentaran continua y poderosamente la magnífica verdad de la resurrección. Escuchémoslos otra vez ante el concilio –un concilio que estaba compuesto por los grandes líderes religiosos y guías del pueblo: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero» (Hec. 5:30).
Ellos se oponían a Dios sobre la cuestión tan fundamental de su Hijo. Ellos le habían dado muerte, pero Dios lo levantó de entre los muertos. «A este, Dios exaltó con su diestra para ser Príncipe y Salvador, para arrepentimiento de Israel, y perdón de pecados» (v. 31).
Así también en el mensaje de Pedro a los gentiles, en la casa de Cornelio, hablando de Jesús de Nazaret, dice: «Lo mataron colgándolo en un madero. A él, Dios lo resucitó al tercer día, y lo dio para que se manifestase, no a todo el pueblo, sino a testigos previamente designados por Dios; a nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos» (Hec. 10:39-41).
El Espíritu Santo presenta con sumo cuidado el hecho importante y, para nosotros, profundamente interesante, de que Dios manifestó «a su siervo» Jesús (Hec. 3:26). Este hecho tiene un doble aspecto. Prueba que Dios está en disputa con el mundo, porque ha levantado, exaltado y glorificado al mismo a quien ellos mataron colgándole en un madero. Pero, bendito sea su santo Nombre a través de todas las edades, prueba además que él ha hallado reposo y satisfacción eternos en cuanto a nosotros, y a todo lo que era o podía estar contra nosotros, porque levantó a aquel que estuvo por nosotros y cargó con todos nuestros pecados y culpas. Todo esto estará más claro al continuar con nuestras pruebas.
3.6 - La resurrección en la predicación del apóstol Pablo
Escuchemos un momento el mensaje de Pablo en la sinagoga de Antioquía: «Hermanos, descendientes de Abraham y los que de entre vosotros teméis a Dios, a nosotros nos es enviada la palabra de esta salvación. Porque los habitantes de Jerusalén y sus jefes no lo reconocieron y lo condenaron, cumpliendo de esta manera las palabras de los profetas que cada sábado son leídas. Y sin hallar causa digna de muerte en él, pidieron a Pilato que lo matara. Cuando terminaron de cumplir todo lo escrito acerca de él, lo bajaron del madero y lo pusieron en un sepulcro».
«Pero Dios lo resucitó de entre los muertos; y fue visto muchos días por los que subieron con él de Galilea a Jerusalén; que son ahora sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos esta buena nueva: Dios ha cumplido la promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido para nosotros, hijos suyos, resucitando a Jesús; como también está escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Y que lo levantó de entre los muertos, para nunca más volver a corrupción, así lo dijo: Os daré las santas y fieles bendiciones de David. Por lo que también dice en otro Salmo: No permitirás que tu Santo vea corrupción. Porque después de servir en su propia generación a la voluntad de Dios, David durmió, fue agregado a sus padres y vio corrupción; pero al que Dios resucitó no vio corrupción».
Luego sigue el poderoso llamado que, aunque no se relaciona con nuestra presente línea de argumento, no podemos omitirlo aquí. «Hermanos, sabed que en su nombre se os predica perdón de pecados; y de todo lo que no pudisteis ser justificados por la ley de Moisés, por él es justificado todo aquel que cree. Mirad que no os ocurra lo que está dicho en los profetas: Ved, arrogantes, asombraos y pereced, porque hago una obra en vuestros días, obra que de ninguna manera creeréis, aunque alguien os la declare» (Hec. 13:26-41).
Terminaremos nuestra serie de pruebas de los Hechos de los Apóstoles con una breve cita del mensaje de Pablo en Atenas: «Ya que somos linaje de Dios, no debemos suponer que la divinidad sea semejante al oro, o a la plata, o a la piedra, esculpida por arte e ingenio del hombre. Pues bien, Dios dejó pasar aquellos tiempos de ignorancia, pero ahora ordena a los hombres que todos, en todas partes, se arrepientan; por cuanto fijó un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por un Hombre que él ha designado, dando prueba ante todos al resucitarlo de entre los muertos» (Hec. 17:29-31).
Este es un pasaje muy notable y profundamente solemne. La prueba de que Dios va a juzgar al mundo con justicia –prueba ofrecida a todos– es que él ha levantado de entre los muertos al Varón a quien designó. Pablo no menciona aquí al Hombre; pero en el versículo 18 se nos dice que algunos atenienses consideraban al apóstol, predicador de nuevos dioses, «porque les anunciaba la buena nueva de Jesús y de la resurrección».
De todo esto resulta perfectamente claro que el bendito apóstol Pablo le daba un lugar muy importante en todas sus predicaciones a la gloriosa verdad de la resurrección. Si se dirigía a una congregación de judíos en la sinagoga de Antioquía, o a una asamblea de gentiles en la colina de Marte en Atenas, él presentaba a un Cristo resucitado. En una palabra, Pablo se caracterizaba por el hecho de que no predicaba simplemente la encarnación y la crucifixión, sino la resurrección; y esto, además, con todos sus poderosos efectos morales:
- Su efecto sobre el hombre en su estado individual y su destino.
- Su efecto sobre el mundo en su conjunto, en su historia en el pasado, su condición moral en el presente, y su terrible destino en el futuro.
- Su efecto sobre el creyente, probando su absoluta, completa y eterna justificación ante Dios, y su plena liberación de este presente mundo malo.
Debemos tener en cuenta que, en la predicación apostólica, la resurrección no era presentada como una mera doctrina, sino como un hecho vivo, significativo y moralmente poderoso, cuya magnitud sobrepasa las fronteras de la comprensión y expresión humanas. Los apóstoles, al llevar a cabo “la gran misión” de su Señor, urgieron el magnífico hecho de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos –había resucitado al Hombre que fue clavado en la cruz y puesto en el sepulcro. En resumen, ellos predicaron un Evangelio de resurrección. Su predicación se regía por estas palabras: «Era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día» (Lucas 24:46).
3.7 - La resurrección en las Epístolas
Volvamos nuestra atención por unos momentos a las Epístolas, y veamos la maravillosa manera en que el Espíritu Santo despliega y aplica el hecho de la resurrección. Pero antes de hacerlo, queremos llamar la atención del lector sobre un pasaje que lamentablemente es mal entendido y mal aplicado. El apóstol, al escribir a los corintios, dice: «Predicamos a Cristo crucificado» (1 Cor. 1:23).
Estas palabras son continuamente citadas con el propósito de confundir a aquellos que tienen fervientes deseos de progresar en el conocimiento de las cosas divinas. Pero basta prestar una seria atención al contexto para advertir lo que el apóstol verdaderamente quiere decir. ¿Acaso se limitó al hecho de la crucifixión? La mera idea –ante el conjunto de pruebas bíblicas que hemos citado– es simplemente absurda. El hecho es que, la gloriosa verdad de la resurrección brilla en todos sus discursos.
¿Qué es, pues, lo que el apóstol quiere decir cuando declara «Predicamos a Cristo crucificado»? Simplemente esto: que el Cristo a quien él predicaba era aquel a quien el mundo crucificó –un Cristo rechazado, desechado, a quien el mundo llevó al patíbulo de los malhechores. ¡Qué hecho para los pobres corintios, tan llenos de vanidad y amor por la sabiduría de este mundo! Un Cristo crucificado era el que Pablo predicaba, «escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero para los que son llamados, tanto judíos como griegos, Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor. 1:23-25).
¡Notables palabras! Palabras divinamente adecuadas para personas propensas a jactarse de la pretendida sabiduría y grandeza de este mundo –de los vanos razonamientos e imaginaciones de la pobre mente humana, que fenecen en un momento. Toda la sabiduría de Dios, todo su poder, toda su grandeza, toda su gloria, todo lo que él es, en una palabra, se vuelve patente en un Cristo crucificado. La cruz confunde al mundo, vence a Satanás y a todos los poderes de las tinieblas, salva a todo el que cree, y forma el sólido fundamento de la gloria eterna y universal de Dios.
Vamos a considerar ahora brevemente un bello pasaje en Romanos 4, en el cual el inspirado escritor presenta el tema de la resurrección de una manera que nos resulta muy edificante. Hablando de Abraham, dice: «Él creyó con esperanza que llegaría a ser padre de muchas naciones, conforme a lo que le había sido dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe, ni consideró su mismo cuerpo, ya muerto (siendo él como de cien años), ni la muerte del seno de Sara; no dudó, por incredulidad» –la cual siempre está destinada a dudar– «ante la promesa de Dios, sino que se fortaleció en la fe, dando así gloria a Dios» –como la fe siempre hace– «plenamente persuadido de que lo que Dios había prometido, también era poderoso para cumplirlo. Por lo cual también le fue contada como justicia» (v. 18-22).
Y luego, para que nadie diga que todo esto se aplicaba solamente a Abraham –que era un hombre muy fiel, santo y notable– el Espíritu inspirador, con singular gracia y dulzor, agrega: «Y no solo con respecto a él fue escrito que le fue contada, sino también con respecto a nosotros, a quienes será contada, a los que creemos en el que» –¿qué? ¿Que dio a su Hijo? ¿Que quebrantó a su Hijo en la cruz? No simplemente esto, sino– «levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro» (v. 23-24).
Aquí está el gran punto del bendito y poderoso argumento del apóstol. Para tener una paz inquebrantable, debemos creer en Dios como aquel que levantó a Jesús de entre los muertos, y que, al hacerlo, se mostró amigo de nosotros, y demostró también su infinita satisfacción en la obra de la cruz. Jesús, quien fue «entregado a causa de nuestras ofensas» (v. 25), no podría estar ahora donde está, si uno solo de esos pecados quedara sin expiar. Pero, bendito sea siempre el Dios de toda gracia, él levantó de entre los muertos a aquel que fue entregado por nuestras transgresiones; y a todo aquel que creen en él, le será contado como justicia (v. 22). «Era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día» (Lucas 24:46).
¡Véase cómo este glorioso tema –la base de la gran misión–, se extiende ante nuestras miradas a medida que continuamos con su estudio! Concluiremos este punto con una breve cita. En Hebreos 13:20 leemos: «Y el Dios de paz, que en virtud de la sangre del pacto eterno levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de las ovejas».
Esta porción es extraordinariamente bella. El Dios de juicio se encontró con aquel que soportó el pecado en la cruz, y allí, con él, se ocupó enteramente de la cuestión del pecado y la zanjó definitivamente. Entonces, como prueba gloriosa de que todo estaba hecho –el pecado expiado; la culpa quitada; Satanás silenciado; Dios glorificado; todo divinamente cumplido– «el Dios de paz» entró en la escena, y levantó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, «el gran Pastor de las ovejas» (Hebr. 13:20).
Querido lector, ¡qué glorioso es todo esto! ¡Qué emancipador para todos los que simplemente creen! Jesús ha resucitado. Sus sufrimientos se han acabado para siempre. Dios lo ha exaltado. La justicia eterna ha coronado sus sienes benditas con una diadema de gloria; y –maravilloso hecho– esa misma diadema es la demostración eterna de que todo aquel que cree, es justificado de todas las cosas, y aceptado en un Cristo resucitado y glorificado. ¡Eternas aleluyas sean dadas en todo el universo al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!
3.8 - La autoridad para llevar a cabo la gran misión
«Escrito está»
Vamos a considerar ahora el importante tema de la autoridad para llevar a cabo la gran misión. Esta se nos presenta en esa frase imponente y de tan vasto alcance: «Escrito está»; frase que debería quedar grabada de un modo indeleble en el corazón de todo cristiano.
Nada puede ser más interesante y edificante que advertir la manera en que nuestro bendito Señor, en toda ocasión y circunstancia, exalta las Sagradas Escrituras. Aunque él era Dios sobre todas las cosas, «bendito por los siglos» (Rom. 9:5) y, como tal, autor de toda la Escritura, no obstante, tomando su lugar como hombre en la tierra, expuso claramente cuál es el deber imperioso de todo hombre: ser absoluta, completa y permanentemente gobernado por la autoridad de la Escritura. Veámoslo en conflicto con Satanás. ¿Cómo lo enfrenta? Simplemente como cada uno de nosotros debería enfrentarlo: con la Palabra escrita. No habría sido un ejemplo para nosotros si nuestro Señor lo hubiese derrotado con un despliegue de poder divino. Desde luego que él, allí y entonces, podía haberlo relegado al abismo sin fondo o al lago de fuego, pero no habría sido ningún ejemplo para nosotros, puesto que así no podríamos vencer. Pero, por otro lado, cuando vemos al Bendito refiriéndose a la Santa Escritura, cuando lo vemos una y otra vez apelando a aquella divina autoridad, cuando lo encontramos ahuyentando al adversario simplemente con la Palabra escrita, aprendemos de la manera más impresionante el lugar, el valor y la autoridad de las Santas Escrituras.
3.9 - La autoridad humana carece de valor
Es de la mayor importancia que esta gran lección se grabe en nuestros corazones hoy. Si hubo un momento en la historia de la Iglesia de Dios cuando convenía que los cristianos rindiesen todo su ser moral a esta lección, es precisamente ahora. En todos los terrenos, se pone en duda la autoridad divina, la integridad, la inspiración plenaria y la plena suficiencia de las Escrituras. La Palabra de Dios es abiertamente insultada y echada a un lado. Su integridad es cuestionada, y eso, además, en lugares donde menos lo esperaríamos. En las escuelas y universidades, nuestros jóvenes son continuamente hostigados por ataques incrédulos contra la bendita Palabra de Dios. Hombres que están en completa ceguera espiritual, y que, por tanto, no pueden saber absolutamente nada sobre las cosas divinas y son completamente incompetentes para dar una opinión acerca de la Santa Escritura, ¡tienen la fría audacia de insultar el sagrado Volumen, de decir que los 5 libros de Moisés son una impostura y de afirmar que Moisés nunca los escribió!
¿Qué valor tiene la opinión de tales hombres? No tienen el peso de una pluma. ¿Quién iría a pedirle opinión a un hombre que nació en una mina de carbón y que nunca vio el sol, acerca de las propiedades de la luz o del efecto de los rayos del sol sobre el ser humano? ¿A quién se le ocurriría acudir a un ciego de nacimiento para que le dé su opinión sobre los colores o sobre el efecto de la luz y la sombra? Seguramente nadie en la plenitud de sus sentidos. Pues bien, con cuánta más fuerza moral podemos preguntar: ¿Quién iría a pedirle a un inconverso –a un hombre muerto en delitos y pecados, un hombre espiritualmente ciego, totalmente ignorante de las cosas divinas, espirituales y celestiales– su opinión sobre el importante tema de la Santa Escritura? Y si ese hombre, en su ignorante arrogancia, tuviese la osadía de ofrecer una opinión sobre el tema, ¿qué persona en su sano juicio le prestaría la más mínima atención?
Quizás se diga que el ejemplo no se aplica en este caso. Sin embargo, su aplicación moral no puede ser pasada por alto. ¿No es un axioma comúnmente aceptado entre nosotros que nadie tiene derecho a opinar sobre un tema del cual es totalmente ignorante? Sin duda. Pues bien, veamos qué dice el apóstol en cuanto al hombre inconverso. Citaremos todo el contexto, cuyo interés y valor en este momento son indescriptibles: «Y yo, hermanos, cuando fui a anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabra o de sabiduría. Porque decidí no saber cosa alguna entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y me acerqué a vosotros con debilidad, temor y mucho temblor. Mi palabra y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder; para que vuestra fe» –notemos bien estas palabras– «no se basara en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios».
«Pero hablamos sabiduría entre los perfectos; aunque no sabiduría de este siglo, ni de los jefes de este siglo, que van desapareciendo; sino que hablamos la sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría escondida, la que Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria; la cual ninguno de los jefes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de gloria. Pero como está escrito: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, y no subió al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que lo aman. Dios nos las ha revelado por su Espíritu» –pues no podrían conocerse de otro modo– «porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las cosas profundas de Dios. Pues, ¿quién de los hombres conoce las cosas de un hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, nadie conoció las de Dios, sino el Espíritu de Dios. Pero nosotros» –todos los verdaderos creyentes, todos los hijos de Dios– «no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos lo que nos ha sido dado gratuitamente por Dios. Y eso es también lo que hablamos, no con palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las enseñadas por el Espíritu, comunicando cosas espirituales con palabras espirituales». «Pero el hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede conocer» –por más sabio y erudito que sea– «porque se disciernen espiritualmente. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, y él mismo no es juzgado por nadie. Porque, ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién lo instruirá? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Cor. 2:1-16).
No nos atrevemos a hacer una apología por esta larga cita de la Palabra de Dios. La consideramos de inestimable valor, no solo porque demuestra que únicamente por la enseñanza divina pueden comprenderse las cosas, sino también porque arrasa completamente todas las pretensiones humanas de emitir juicio sobre la Escritura. Si el hombre natural no puede conocer las cosas del Espíritu de Dios, entonces está muy claro que todos los ataques de la incredulidad contra la Palabra de Dios, no merecen que les prestemos la más mínima atención. De hecho, todos los escritores incrédulos, por muy inteligentes, sabios y cultos que sean, quedan excluidos; no los debemos atender ni por un momento. El juicio de un hombre inconverso sobre las Santas Escrituras tiene menos valor que el que puede tener un labriego poco ilustrado sobre el uso del cálculo diferencial o la veracidad de las teorías de Copérnico. Nada sabe sobre el asunto. Sus pensamientos son absolutamente inútiles.
3.10 - Jesús fue tentado en el desierto
Pero ¡cuán verdaderamente delicioso y refrescante es volverse de las indignas nociones del hombre, y ver la manera en que nuestro bendito Señor Jesucristo apreció y utilizó las Santas Escrituras! En su conflicto con Satanás, le contesta con 3 citas al libro del Deuteronomio. «Escrito está» es su única respuesta sencilla e incontestable a las sugerencias del enemigo. Él no discute con Satanás. No arguye ni da explicaciones. No hace referencia a sus propios sentimientos, pruebas o experiencias personales. No razona a partir de los grandes hechos –preciosos y reales como eran– de los cielos que se abrieron, del Espíritu que descendió sobre él, de la voz del Padre. Simplemente se apoya sobre la divina y eterna autoridad de las Santas Escrituras, y de aquella porción de las Escrituras en particular que los incrédulos modernos audazmente han atacado. ¡Él usa como su autoridad lo que ellos no temen declarar como una impostura! ¡Qué terrible cosa para ellos! ¿Cuál será su final, a menos que se arrepientan?
No solo el Hijo de Dios –aunque era Dios, y autor de cada línea de la Santa Escritura– usó la Palabra de Dios como su única arma contra el enemigo, sino que también hizo de ella la base y el material de su ministerio público. Cuando el combate en el desierto finalizó, «Jesús regresó en el poder del Espíritu a Galilea; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en sus sinagogas, siendo glorificado por todos. Vino a Nazaret, donde había sido criado; y como era su costumbre, entró el día del sábado en la sinagoga, y se levantó a leer» (Lucas 4:14-16). Su costumbre era leer las Escrituras públicamente.
«Le fue dado el libro del profeta Isaías» –aquí pone su sello sobre el profeta Isaías, como antes lo había puesto sobre la Ley de Moisés– «y tras abrirlo, halló el lugar donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ungió para anunciar buenas noticias a los pobres; me ha enviado para proclamar libertad a los cautivos, y a los ciegos que recobren la vista; para poner en libertad a los oprimidos; para proclamar el año de gracia del Señor» (Lucas 4:17-19).
3.11 - El hombre rico y Lázaro
Volvámonos ahora a aquel solemne relato del hombre rico y Lázaro, al final de Lucas 16, donde tenemos un testimonio solemne de los propios labios del Maestro a la integridad, el valor y la sobresaliente importancia de «Moisés y los Profetas» –las mismas porciones de la Palabra divina que los incrédulos atacan impíamente. El hombre rico, estando en tormentos –¡ay!, ya no era más rico, sino miserable y eternamente pobre– ruega a Abraham que envíe a Lázaro para que advierta a sus 5 hermanos, a fin de que no vayan ellos también a ese lugar de tormento. ¡Observemos la respuesta! ¡Que todos los incrédulos, racionalistas y escépticos la observen! ¡Todos los que están en peligro de ser engañados y disuadidos por las insolentes y blasfemas sugerencias de la incredulidad!
«Respondió entonces Abraham: Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). ¡Sí, «que los escuchen»! Oigan esos mismos escritos que los incrédulos nos dicen que no son divinamente inspirados, sino que son documentos espurios que nos impusieron fraudulentamente impostores que los hicieron pasar por inspirados. Seguramente el rico sabía mejor que nadie la verdad. El propio diablo lo sabe. No existe el menor intento de poner en duda la autenticidad de «Moisés y los
Profetas»; pero tal vez «si alguien va a ellos de entre los muertos, se arrepentirán». Oigamos la solemne réplica: «Entonces él le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán si alguien se levanta de entre los muertos» (v. 29-31).
Debemos confesar que nos llena de inmenso regocijo la grandeza de este testimonio. Nada puede ser más claro ni más elevado en cuanto a la autoridad suprema y la divina integridad de «Moisés y los Profetas», ni nada puede confirmarlo mejor. Es el propio Señor el que pone su sello a las 2 grandes divisiones de las Escrituras del Antiguo Testamento; de ahí que podemos encomendar nuestras almas, con toda la confianza posible, a la autoridad de estos Sagrados Escritos; y no solo a Moisés y los Profetas, sino a todo el canon del inspirado Libro, puesto que Moisés y los Profetas son tan extensa y constantemente citados en todas partes, y están tan íntima e indisolublemente ligados a cada parte del Nuevo Testamento, que todo queda juntamente en pie o juntamente cae por tierra.
3.12 - En el camino a Emaús
Debemos dejar esto atrás y saltar al último capítulo de Lucas, donde se encuentra esa preciosa porción que contiene “la gran misión” de la que venimos hablando. Podríamos referirnos con provecho y bendición a aquellas ocasiones en que nuestro bendito Señor, en sus entrevistas con los fariseos, los saduceos y los intérpretes de la Ley, apela siempre y únicamente a las Sagradas Escrituras. En resumidas cuentas, ya sea en conflicto con hombres o demonios, hablando en privado o en público, para su ministerio público o para su andar privado, siempre encontramos al Hombre perfecto, al Señor del cielo, dando la mayor honra a las escrituras de Moisés y los Profetas, encomendándolas así a nosotros en toda su divina integridad, y dándonos el más pleno y bendito aliento para encomendar nuestras almas, con absoluta confianza, a aquellas incomparables escrituras, para el tiempo presente y para la eternidad.
En Lucas 24 escuchamos las inflamadas palabras dirigidas a oídos de los 2 azorados viajeros a Emaús; palabras que constituyen el remedio seguro y bendito para toda desorientación, la solución perfecta para toda dificultad honesta; la respuesta divina y plenamente satisfactoria para toda pregunta recta. No citamos las palabras de los discípulos perplejos; pero he aquí la respuesta del Señor: «Entonces él les dijo: ¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!» (Lucas 24:25).
¡Lamentablemente, si hoy un hombre cree todo lo que los profetas han dicho, es considerado un necio! En muchos círculos académicos, y en no pocos círculos religiosos también, el hombre que confiesa –como todo verdadero hombre de fe debiera hacerlo– su sincera creencia en cada línea de las Escrituras, casi con seguridad se encontrará con una risa burlona. Es considerado inteligente dudar de la autenticidad de las Escrituras –¡una inteligencia fatal y detestable, de la cual quiera el Señor liberarnos!; y esa inteligencia seguramente conducirá al alma que tiene atrapada al oscuro y lúgubre abismo del ateísmo, y al abismo más oscuro y lúgubre de la Gehena. De toda esa inteligencia, otra vez lo decimos desde lo más profundo de nuestro ser moral, ¡quiera Dios, en su gracia, liberarnos a nosotros y a todos nuestros jóvenes!
¿No tenemos muchas razones para bendecir al Señor por estas palabras dirigidas a estos pobres hombres perplejos en su camino a Emaús? Pueden parecer severas; pero es la severidad necesaria de un amor puro, perfecto y divinamente sabio. «¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrara en su gloria?» Y –¡observemos estas palabras! «Comenzando desde Moisés y todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (Lucas 24:25-27).
Él –¡todo homenaje sea a su gloriosa persona!, es el centro divino de todas las cosas contenidas de un extremo al otro en las Escrituras. Es la cadena de oro que une en un todo maravilloso y magnífico todas las partes del inspirado Volumen, del Génesis al Apocalipsis.
Por eso la persona que toca una sola sección del sagrado canon, es culpable del atroz pecado de intentar socavar la Palabra de Dios; pero aun el espíritu más caritativo tiene que admitir que tal hombre no conoce ni al Cristo de Dios ni a Dios mismo. El hombre que se atreve a entrometerse de cualquier forma con la Palabra de Dios, ha dado el primer paso en el camino que conduce inevitablemente a la perdición eterna. Guárdense, pues, los hombres de hablar en contra de las Escrituras; y si alguno quiere hablar así de ellas, que los demás se guarden de lo que escuchan.
Si no hubiera oyentes incrédulos, habría pocos expositores incrédulos. ¡Qué terrible es pensar que debe haber lo uno o lo otro en esta tierra tan favorecida! ¡Quiera Dios tener misericordia de ellos y abrir sus ojos antes de que sea demasiado tarde! 5 minutos en la Gehena acabarán para siempre con todas las teorías incrédulas que alguna vez fueron propuestas en este mundo. ¡Oh, qué inmensa locura la de la incredulidad!
Volvamos a nuestro capítulo, donde tenemos una prueba más del lugar que nuestro Señor le dio a las Santas Escrituras. Después de haberse manifestado con infinita gracia y con un poder tranquilizador a sus angustiados discípulos, de mostrarles sus manos y sus pies, y de disipar toda duda en cuanto a su identidad personal comiendo en presencia de ellos. «Y les dijo: Estas son mis palabras que os hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras; y les dijo: Está escrito» (Lucas 24:44-46).
Aquí vemos de nuevo al Señor poniendo su sello divino sobre todas las grandes divisiones del Antiguo Testamento. ¡Cuánto anima y fortalece esto a todos los piadosos amantes de la Escritura! Ver a nuestro Señor mismo en todas las ocasiones y en todas las circunstancias, haciendo referencia a la Escritura, utilizándola en todo tiempo y para todo propósito, alimentándose él mismo de ella y encomendándola a los demás, empuñándola como la espada del Espíritu, inclinándose a su santa autoridad en todas las cosas, apelando a ella como la única norma perfecta, la prueba y la piedra de toque para todo, la única guía infalible para el hombre en este mundo, la única luz infalible en medio de las tinieblas morales que nos rodean: todo esto nos anima y fortalece en sumo grado, y llena nuestros corazones de profunda gratitud y alabanza al Padre de misericordias, quien ha provisto para todas nuestras necesidades y debilidades.
3.13 - Discurso de Pablo ante Félix
Podríamos concluir aquí esta división de nuestro tema, si no fuera porque nos sentimos obligados a ofrecer a nuestros lectores 2 ilustraciones más, extraordinariamente bellas, de nuestra tesis (una de los Hechos y otra de las Epístolas). En Hechos 24, el apóstol Pablo, en su defensa ante Félix, se expresa de la siguiente manera en cuanto al fundamento de su fe: «Pero te confieso esto: Que según el Camino, que ellos llaman secta, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todo lo que es conforme a la ley, y todo lo que está escrito en los profetas» (Hec. 24:14). Así que, él creía reverentemente en Moisés y en los Profetas. Aceptaba plenamente las Escrituras del Antiguo Testamento como el sólido fundamento de su fe y como la autoridad divina para toda su carrera. Ahora bien, ¿cómo sabía Pablo que las Escrituras fueron dadas por Dios? De la única manera en que uno puede saberlo: por la enseñanza divina.
Solo Dios puede dar el conocimiento de que las Sagradas Escrituras son su propia revelación al hombre. Si él no lo da, nadie lo puede hacer; si él lo da, nadie lo necesita hacer. Si exijo pruebas humanas que acrediten la Palabra de Dios, ella no es para mí la Palabra de Dios. Esta autoridad, sobre la cual la recibo, se pone por encima de la Palabra misma. Supóngase que, por medio de la razón o los humanos conocimientos, pudiera llegar a la conclusión racional de que la Biblia es la Palabra de Dios, entonces mi fe estaría fundada meramente en la sabiduría del hombre, y no en el poder de Dios (véase 1 Cor. 2:5). Esa fe carece de valor; no me une con Dios, y, por lo tanto, me deja sin salvación, sin bendición y sin certeza. Me deja sin Dios, sin Cristo y sin esperanza. La fe que salva es la fe que cree lo que Dios dice porque Dios lo dice, y esta fe es producida en el alma por el Espíritu Santo. La fe intelectual es una fe fría, sin vida, sin valor, que solo engaña y e hincha; nunca puede salvar, santificar ni satisfacer.
3.14 - «Las Sagradas Escrituras»
Vayamos ahora a 2 Timoteo 3:14-17. El anciano apóstol, al término de su maravillosa carrera, desde su prisión en Roma, volviendo la mirada a todo su ministerio, viendo a su alrededor el fracaso y la ruina tan tristemente evidente por todas partes, mirando hacia adelante a la terrible consumación de los «últimos días», y mirando sobre todo «la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día» (2 Tim. 4:8); se dirige así a su amado hijo: «Pero tú, persevera en lo que aprendiste y fuiste persuadido, sabiendo de quién lo aprendiste; y que desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (cap. 3:14-17).
Todo esto es inefablemente precioso para todos los verdaderos amantes de la Palabra de Dios. El lugar que aquí se le asigna, y las virtudes que se le atribuyen, a las Sagradas Escrituras, son de inestimable valor. En una palabra, es absolutamente imposible sobreestimar el valor y la importancia de la cita precedente. Es profundamente conmovedor ver al venerado y amado anciano, en todo el poder del Espíritu Santo, recordando a Timoteo los días de su niñez, cuando, en las rodillas de su piadosa madre, bebió en la fuente pura del inspirado Libro. ¿Cómo sabía el querido niño que estas Sagradas Escrituras eran la Palabra de Dios? De la misma manera que el bendito apóstol: por el poder divino y el efecto que ellas ejercieron en su corazón y conciencia mediante el Espíritu Santo.
¿Necesitaban las Sagradas Escrituras credenciales humanas? ¡Qué insulto a la dignidad de la Escritura imaginar que un sello o una garantía humanos son necesarios para acreditarlas al alma! ¿Necesitamos la autoridad de la Iglesia, el juicio de los Padres, los decretos de los concilios, el consentimiento de los doctores, la decisión de las universidades, para acreditar la Palabra de Dios? ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! ¿A quién se le ocurriría sacar una lamparilla al mediodía para demostrar que el sol alumbra? ¿Qué hijo entregaría la carta de su padre a una persona ignorante, para que la acredite, y explique a su corazón lo que quiso decir su padre?
Estas figuras son sumamente endebles cuando se utilizan para ilustrar la monstruosa locura de someter las Sagradas Escrituras al juicio de cualquier mente humana. No, la Palabra de Dios habla por sí misma y lleva consigo sus propias cartas credenciales. Sus propias evidencias internas son ampliamente suficientes para todo piadoso, recto y humilde hijo de Dios. No necesita ninguna carta de recomendación de parte de los hombres. Sin duda, las evidencias externas tienen su valor y su interés. Al testimonio humano habría que darle el crédito merecido. Podemos estar seguros de que cuanto más minuciosamente sean analizadas todas las pruebas humanas, y más se acerque todo testimonio humano a la verdad, más plena y claramente coincidirán todos en demostrar la autenticidad e integridad de nuestra preciosa Biblia.
Además, debemos declarar nuestra profunda y firme convicción de que ninguna teoría incrédula puede sostenerse ni por un instante; ningún argumento incrédulo puede ser aceptado por una mente honesta. Invariablemente encontraremos que todos los ataques incrédulos contra la Biblia se vuelven contra sus propios perpetradores. Los escritores incrédulos hacen el ridículo, y dejan el divino Volumen donde siempre ha estado y donde siempre seguirá estando, como una roca inexpugnable, contra la cual se estrellan las olas de los pensamientos de la incredulidad con despreciable impotencia.
La Palabra de Dios sigue en pie en su divina majestad, en su celestial poder, en su bella simplicidad, en su gloria incomparable, en sus profundidades insondables, en su infalible frescor y poder de adaptación, en su maravillosa extensión, en la inmensidad de su alcance, en su perfecta unidad, en su absoluta singularidad. La Biblia se mantiene única. No hay nada como ella en el vasto mundo de la literatura; y si algo más fuera necesario para demostrar que ese libro que llamamos «la Biblia» es en verdad la viva y eterna Palabra de Dios, lo podemos hallar en los incesantes esfuerzos del diablo por demostrar que no lo es. «Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos» (Sal. 119:89).
¿Qué nos queda? Pues esto: «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11). Así es, bendito sea su santo Nombre; y cuando tenemos su Palabra atesorada en lo profundo de nuestro corazón, las teorías y los argumentos, los razonamientos o los delirios, los cuestionamientos y las conclusiones de los escépticos, los racionalistas y los incrédulos, no tendrán para nosotros más peso que el golpeteo de la lluvia sobre la ventana.
Todo eso, respecto al hecho tan importante de “la autoridad” para llevar a cabo la gran misión. La inmensa importancia del tema, así como el carácter especial del momento por el que estamos pasando, explica la inusual extensión de este artículo. Nos sentimos profundamente agradecidos por la oportunidad de dar nuestro débil testimonio al poder, autoridad, plena suficiencia y gloria divina de «las Sagradas Escrituras». «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Cor. 9:15).
3.15 - La esfera o el ámbito de la gran misión
La esfera o el ámbito de “la gran misión” nos está presentada en esa expresión de tan vasto alcance: «A todas las naciones» (Lucas 24:47), y está en perfecta consonancia con todo lo que hemos venido examinando.
Tal debía ser el vasto dominio de aquellos heraldos a quienes el Señor enviaba a predicar «el arrepentimiento para perdón de pecados». La suya era, categóricamente, una misión de extensión universal. En Mateo 10 encontramos algo muy diferente. Allí, cuando el Señor envió a los 12 apóstoles, les dio «instrucciones, diciendo: No vayáis por camino de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos» (Mat. 10:5).
Esta debía ser una misión exclusivamente dirigida a la casa de Israel. No había ningún mensaje para los gentiles, ninguna palabra para los pobres samaritanos. Si estos mensajeros se acercaban a una ciudad de incircuncisos, bajo ningún concepto debían entrar en ella. Los caminos de Dios –sus caminos en esa dispensación– demandaban un ámbito limitado para los 12 apóstoles enviados por el Mesías en los días de su carne. Los objetos particulares de su ministerio debían ser «las ovejas perdidas de la casa de Israel».
Pero en Lucas 24 todo ha cambiado. Las barreras de la dispensación ya no habían de interferir con los mensajeros de la gracia. Israel no es olvidado, pero los gentiles deben oír las buenas nuevas. El sol de la salvación de Dios derrama ahora sus rayos de vida sobre “todo el mundo”. Nadie está excluido de la luz bendita. Todas las ciudades, pueblos, aldeas, calles, veredas y pasillos, encrucijadas y rincones, han de recorrerse y visitarse con diligencia y afectuosidad, para que «toda la creación debajo del cielo» oiga las buenas nuevas de una salvación plena y gratuita.
¡Cuán característico es todo esto de nuestro Dios! ¡Cuán digno de su gran corazón de amor! Es el deseo de Dios que la corriente de su salvación fluya de un polo al otro y desde el río hasta los confines de la tierra. Su justicia es para todos, y la dulce historia de su amor perdonador tiene que ser llevada en volandas a lo largo y ancho de un mundo perdido y culpable. Tal es su propósito lleno de gracia, por más tardos que puedan ser sus siervos para llevarlo a cabo.
Es de la mayor importancia tener una visión clara sobre esta rama de nuestro tema. Nos revela el carácter de Dios en una magnífica luz, y deja al hombre totalmente sin excusa. La salvación es enviada a los gentiles. No hay absolutamente ningún límite ni ningún obstáculo. Como el sol en el cielo, brilla sobre todos. Si un hombre se empeña en esconderse en una mina o en un túnel para no ver el sol, no podrá quejarse de nadie, sino de sí mismo. Si no todos disfrutan de sus rayos, no es porque el sol no esté allí. Él brilla para todos. De la misma manera «la gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres» (Tito 2:11). Nadie tiene que perecer por ser un pobre pecador perdido, porque Dios «quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad», «no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (1 Tim. 2:4; 2 Pe. 3:9).
Y para que nada falte, para poner de manifiesto, con toda la fuerza y plenitud, la gracia regia que rezuma “la gran misión”, nuestro bendito Señor señala a sus siervos el notable lugar que debía ser el centro de su esfera. Les dice que debían empezar «desde Jerusalén». Sí, Jerusalén, donde nuestro Señor fue crucificado; donde toda clase de indignidades que la malicia pudiera fraguar cayeron sobre su divina Persona; donde un ladrón y homicida fue preferido a «Dios manifestado en carne» (1 Tim. 3:16); donde la iniquidad humana alcanzó su punto culminante al clavar en la cruz de un malhechor al Hijo de Dios. Desde este lugar los mensajeros debían comenzar su bendita obra; debía ser el centro de la esfera de sus operaciones de gracia; y de ahí debían viajar hasta los confines de la tierra. Debían comenzar con los pecadores de «Jerusalén», con los mismos asesinos del Hijo de Dios, y de ahí salir por todas partes a anunciar las gloriosas buenas nuevas, para que todos puedan conocer esa preciosa gracia de Dios que era suficiente para quitar la culpa carmesí de la misma Jerusalén.
¡Cuán glorioso es todo esto! Los asesinos culpables de la muerte del Hijo de Dios fueron los primeros en oír la dulce historia del amor perdonador, a fin de que todos los hombres puedan ver en ellos un modelo de lo que la gracia de Dios y la sangre de Cristo son capaces de hacer. La gracia que podía perdonar a los pecadores de Jerusalén, podía perdonar a cualquiera; la sangre que podía limpiar a los traidores y asesinos del Cristo de Dios, podía limpiar a cualquier pecador fuera del recinto de la Gehena. Estos heraldos de la salvación, a medida que iban de nación en nación, podían decir a sus oyentes de dónde habían venido; podían hablarles de la superabundante gracia de Dios que había comenzado a actuar en el punto más culpable en toda la faz de la tierra, y que era ampliamente suficiente para alcanzar al más vil de los hijos de Adán.
De la gracia soberana que sobre el pecado abunda
Los redimidos por todo confín las nuevas divulgan
Su profundidad no puede el mortal sondear
Su anchura y largura, ¿quién las podrá expresar?
¡Preciosa gracia de Dios! ¡Que sea anunciada con renovada energía y claridad a lo largo y ancho de la esfera que Dios le ha señalado! ¡Qué pena, que los que la conocen sean tan lentos para darla a conocer a otros! Esta lentitud, con toda seguridad, no es de Dios. Él se complace plenamente cuando su gracia perdonadora y salvadora está anunciada. Nos dice que son hermosos sobre los montes los pies del evangelista (véase Is. 52:7). Nos asegura que la predicación de la cruz es olor grato a Su corazón. ¿No debería todo esto darnos mayor impulso en la bendita obra? ¿No deberíamos esforzarnos todo lo posible por cumplir el misericordioso deseo del corazón de Dios? ¿Por qué somos tan tardos? ¿Por qué tan fríos e indolentes? ¿Por qué nos desalentamos y nos echamos para atrás tan fácilmente? ¿Por qué estamos tan dispuestos a poner excusas para no hablar a la gente acerca de sus almas?
Aquí tenemos la gran misión brillando en las eternas páginas de la Inspiración en toda su grandeza moral; sus términos, su base, su autoridad y su esfera. La obra todavía no ha terminado. Han pasado casi 2.000 años desde que el Salvador resucitado envió a sus mensajeros; y todavía aguarda con dulce y paciente misericordia, «no queriendo que ninguno perezca».
¿Por qué no estamos más dispuestos de corazón a cumplir el misericordioso deseo de su corazón? No es para nada necesario que seamos grandes predicadores u oradores elocuentes, para llevar a cabo la preciosa obra de evangelización. Lo que necesitamos es un corazón en comunión con el corazón de Dios, con el corazón de Cristo, y ese seguramente será un corazón que suspirará por las almas. No creemos ni podemos creer que uno que no esté guiado por el amoroso deseo de salvar a las almas, realmente pueda estar en comunión con la mente de Cristo. No podemos estar en su presencia y no pensar en las almas de los que nos rodean. Porque ¿quién se preocupó por las almas como él? Consideremos su maravillosa senda; sus incesantes esfuerzos como maestro y predicador; su sed por la salvación y bendición de las almas.
¿No nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pe. 2:21)? ¿Las seguimos en el asunto de dar a conocer el bendito Evangelio? ¿Tratamos de imitarlo en su fervoroso celo por buscar a los perdidos? Veámoslo en el pozo de Sicar; observemos toda su conducta; oigamos sus fervientes palabras de amor; notemos cómo se goza y se refresca su espíritu cuando ve que un pobre pecador recibe su mensaje. «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis… Alzad vuestros ojos y mirad los campos, que ya están blancos para la siega. El que siega recibe jornal y recoge fruto para vida eterna; para que el que siega y el que siembra se regocijen juntos» (Juan 4:32-36).
Rogamos encarecidamente al lector cristiano que considere este gran tema en la presencia divina. Sentimos profundamente su importancia. En medio de tanto leer y escribir, hablar y escuchar, ir y venir, notamos la lamentable falta de un trato serio, profundo y personal con las almas. ¿Cuántas veces nos conformamos con invitar a la gente a que vengan a escuchar la predicación, en vez de tratar de llevarlas directamente a Cristo? ¿Qué rápidamente nos contentamos con la predicación dominical, en vez de tratar sinceramente de convencer a las almas, durante toda la semana, para que huyan de la ira venidera? Sin duda es bueno predicar e invitar a la gente a que venga a escuchar la predicación; pero podemos estar seguros de que hay algo más para hacer que todo esto; y ese algo más se lo ha de buscar en la comunión íntima con el corazón y la mente de Cristo.
Hay quienes hablan con desprecio de la bendita y santa obra de evangelización. Tememos por ellos. Estamos persuadidos de que no están en armonía con el pensamiento del Maestro, y por eso rechazamos completamente sus pensamientos. Es de temer que sus corazones sean fríos respecto a un objeto que ocupa el corazón de Dios. Si es así, tendrían que humillarse en su presencia, y buscar que sus almas sean llevadas nuevamente a la justa apreciación de la magnitud, importancia e interés de la gran cuestión que estamos considerando. Al menos que se cuiden de desalentar y poner trabas a aquellos en quienes el Señor ha puesto un especial interés por las almas preciosas e inmortales.
Este no es momento para suscitar dificultades ni ponerse a plantear cuestiones que solo pueden servir de piedras de tropiezo en el sendero de los obreros serios. Nos conviene, por todo medio lícito, tratar de fortalecer las manos de todos aquellos que se esfuerzan, según su medida, por anunciar las buenas nuevas y dar a conocer «las inescrutables riquezas de Cristo» (Efe. 3:8).
Procuremos hacerlo, en cuanto dependa de nosotros; y, sobre todo, nunca expresemos una sola frase que vaya a poner trabas a los que están ocupados en la bendita obra de ganar almas para Cristo.
3.16 - El poder para llevar a cabo la gran misión
Hay un punto más en nuestro tema que sentimos que no debe ser omitido: el poder para llevar a cabo “la gran misión”. Pasar esto por alto implicaría una pérdida enorme, y dejaría un gran vacío; y más deseosos estamos de apreciarlo, puesto que la forma especial en la cual fue comunicado el poder está notablemente relacionada con lo que hemos estado considerando. Si la esfera debía ser: “Todas las naciones”, el poder debía estar el adecuado para ello; y, bendito sea Dios, así lo fue.
Nuestro bendito Señor, después de misionar a sus discípulos, dijo: «Vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí que yo envío sobre vosotros la promesa de mi Padre; pero quedaos en la ciudad hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:48-49, V. M.).
Este poder fue comunicado en el día de Pentecostés, cuando se cumplió esta promesa. El Espíritu Santo descendió, enviado por el Hombre ascendido y glorificado, a fin de preparar a sus siervos para la gloriosa obra a la que los había llamado. Ellos debían permanecer en la ciudad hasta que recibieran el poder. ¿Cómo podían salir sin él? ¿Quién sino el Espíritu Santo podía hablar adecuadamente del amor de Dios, de la persona, la obra y la gloria de Cristo? ¿Quién sino él puede capacitar a alguien de predicar el arrepentimiento y perdón de pecados? ¿Quién sino él puede tratar de la mejor manera posible todos los importantes temas comprendidos en “la gran misión”? En una palabra, el poder del Espíritu Santo es absolutamente esencial en cada rama del servicio cristiano, y todos los que salen a la obra sin él, encontrarán como resultado esterilidad, miseria y desolación.
Llamamos la especial atención del lector a la forma en que el Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés. Está llena del más profundo interés, y nos revela el precioso secreto del corazón de Dios de una manera muy conmovedora.
Vayamos a Hechos 2: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar» –¡instructivo y sugestivo hecho! «De repente vino del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Aparecieron lenguas divididas como de fuego, y se repartieron posándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo» –Él tenía plena posesión de sus corazones y mentes, completo dominio de todo su ser moral, ¡bendita condición! «Y comenzaron a hablar en diversas lenguas» –no en la jerigonza absurda e ininteligible de astutos farsantes e ilusos fanáticos, sino– «según el Espíritu les daba que hablaran. Se alojaban en Jerusalén judíos, hombres piadosos venidos de toda nación existente bajo el cielo».
«Cuando esto se supo, se juntó la multitud, y estaban confusos porque cada uno les oía hablar en su propia lengua» –¡cuán real y significativo! «Estaban atónitos y, en su asombro, decían: ¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo pues los oímos hablar, a cada cual en la lengua del país en que nacimos?» –no simplemente en la que fuimos educados– «Partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia, de Ponto y Asia, de Frigia y de Panfilia, de Egipto y las regiones de Libia junto a Cirene, y los forasteros romanos, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas sobre las grandes obras de Dios» (v. 1-11).
¡Qué maravilloso acontecimiento! ¡Qué coincidencia tan notable! Dios, en su sabiduría infinita y gracia perfecta, ordenó las cosas de tal manera que la gente que venía de todas las naciones de la faz de la tierra, se juntase en la ciudad de Jerusalén en el momento exacto para que –incluso en el caso de que los 12 apóstoles fallaran en llevar a cabo su misión– todos puedan oír, en la misma lengua en que sus madres susurraban en sus oídos infantiles esas palabras de amor maternal, las preciosas buenas nuevas de la salvación de Dios.
¿Puede haber algo de mayor interés que esto? ¿Quién puede dejar de ver en este hecho el amoroso deseo del corazón de Dios por alcanzar a toda criatura debajo del cielo con la dulce historia de su gracia? El mundo había rechazado al Hijo de Dios, lo había crucificado y dado muerte; pero no bien se sentó a la diestra de Dios, el augusto Testigo, Dios el Espíritu, descendió para hablar a todo hombre, no con palabras fuertemente condenatorias, no con fulminantes anatemas, sino con acentos de profundo y tierno amor, para hablarle de la plena remisión de los pecados por la sangre de la cruz.
Es cierto que llamó a los hombres a juzgarse a sí mismos, a arrepentirse, a tomar la única actitud verdadera y apropiada del pecador. ¿Por qué no? ¿Cómo podía ser de otra manera? El arrepentimiento –como ya lo hemos mostrado y reiterado en estos artículos– es una necesidad universal y permanente para el hombre. Pero el Espíritu de Dios descendió para hablar cara a cara con el hombre, para hablarle en su propia lengua materna de las maravillosas obras de Dios. Él no habló a los hebreos en latín, ni a los romanos en griego; sino que habló a cada uno en su propia lengua «del país que» habían nacido, demostrando así, de la manera más conmovedora, que era el misericordioso deseo de Dios llegar al corazón del hombre con la más profunda, rica y plena gracia. ¡Todo homenaje sea a su Nombre!
¡Qué diferente fue el caso cuando la Ley había de publicarse desde el monte Sinaí! Si se hubiesen reunido todas las naciones de la tierra alrededor de aquel monte ardiente, no habrían entendido ni una sola palabra –a menos que alguno supiese hebreo–. La Ley se dirigió a un solo pueblo, llegó redactada en un solo idioma y fue encerrada en el arca. Dios no hizo ningún esfuerzo por publicar el informe del deber del hombre en cada lengua que hay bajo el cielo. Pero cuando la gracia debía ser proclamada, cuando las buenas nuevas de la salvación debían resonar por todas partes, cuando se debía dar testimonio de un Salvador y Señor crucificado, resucitado, ascendido y que va a volver, entonces ciertamente Dios, el Espíritu Santo, descendió con el objeto de volver aptos a sus mensajeros para hablar a cada hombre en una lengua que pudiera entender.
Los hechos son argumentos poderosos, y sin duda los 2 hechos expuestos con respecto a la Ley y el Evangelio, deben hablar a cada corazón, de la manera más convincente, de la incomparable gracia de Dios. Dios no envió heraldos a proclamar la Ley a «todas las naciones». No; salir a proclamar las buenas nuevas, fue reservado a “la gran misión” sobre la cual hemos estado meditando, y que ahora recomendamos encarecidamente, con todos sus grandes temas, a la seria atención del querido lector.