Índice general
Doce cartas a los jóvenes creyentes
Temas bíblicos esenciales
Autor:
La vida cristiana El lugar de los hermanos y hermanas jóvenes en las asambleas
Temas:(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)
0 - Prefacio
Estas doce cartas dirigidas a los jóvenes de habla inglesa, fueron publicadas por el hermano Eduardo Dennett de Inglaterra en el año 1877, y posteriormente por una casa editorial de los Estados Unidos de Norte América.
Citando las palabras del hermano Dennett en el prefacio de entonces, él dijo: “Puesto que la materia de que se trata es de un interés vital y permanente, se publica ya en una forma definitiva, rogando al Señor que sea una bendición y motivo de edificación para estos corderitos del rebaño”.
Enero de 1968
St. Francisville, Illinois, EUA
1 - «Paz para con Dios»
A veces los creyentes se quejan de que no gozan de una “paz duradera”, y por consiguiente avanzan lentamente en el conocimiento de la Palabra y del Señor. Esta experiencia es muy frecuente, pero tiene su origen en un conocimiento imperfecto del Evangelio, y por confundir dos cosas distintas. Espero, con la bendición del Señor, distinguirlas, si consideran Vds. cuidadosamente lo que les escribo.
Me acuerdo de un caso en el cual un hermano se quejaba de una paz no muy firme, y a mi pregunta si tenía paz, él respondió: “No siempre”. Tuve que decirle que su dificultad radicaba en confundir entre una paz ya hecha, y su aprecio de tal paz. Quiere decir, cuando uno goza por primera vez de felicidad en el Señor, enseguida declara “tener paz”; pero cuando viene una prueba grande, o cuando falla uno en su vida cristiana, su corazón se deprime y él piensa que ya su paz se va para siempre. Ahora, para corregir este estado erróneo de la mente, rogaré que consideren atentamente esta pregunta:
1.1 - ¿Cuál es la base de una paz para con Dios?
Será de inmenso valor para la paz del alma, cuando Vds. entiendan que nuestra paz no depende de experiencias personales, sino de la obra perfecta de otro: ¡de Cristo mismo en la cruz del Calvario! Leamos lo que dice Dios en Romanos 5:1: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo». Así entendemos por la Palabra de Dios que la fuente de nuestra paz se halla en Cristo.
Después de explicar el apóstol Pablo cómo Abraham fue justificado ante Dios, dice: «Y no solo con respecto a él fue escrito que le fue contada, sino también con respecto a nosotros, a quienes será contada, a los que creemos en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:23‑25).
1.2 - Las Escrituras nos enseñan pues, que la única base de paz con Dios, se halla en la obra de Cristo en la cruz, y su resurrección de entre los muertos.
Habiendo sido puesto este firme fundamento, Dios declara que todo aquel que cree el testimonio dado por él referente a la salvación del pecador, se justifica, y es poseedor de aquella paz que Cristo trajo con su muerte en la cruz: Cristo ha hecho la paz «por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20).
En Romanos 4:25, leemos que él «fue entregado por nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación». Así pues, la resurrección de Cristo es la prueba terminante de su obra consumada, y la evidencia que los pecados por los cuales murió él, nos han sido borrados para siempre. Además, su resurrección es el testimonio de que toda demanda que Dios sostuvo contra nosotros por nuestras iniquidades, fue totalmente satisfecha. El hecho de que Cristo fue entregado por nuestros delitos y resucitado de entre los muertos para nuestra justificación, demuestra que tales «ofensas» por los cuales entró él a la muerte, deben ser cancelados para aquellos que creen. Por eso, la resurrección de Cristo es la expresión enfática y distinta de la satisfacción que Dios tiene en la obra expiatoria de su Hijo amado en la cruz.
Es abundantemente evidente, como he dicho, que el fundamento absoluto de paz para con Dios se halla en la muerte de Cristo. Se repite frecuentemente en las Escrituras este hecho. «Justificados por su sangre, seremos salvos de la ira por medio de él» (Rom. 5:9). «Y mediante él reconciliar todas las cosas consigo, sean cosas de la tierra, ya sean las de los cielos, haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20).
Es, pues, Cristo mismo quien hace la paz para con Dios, y lo ha hecho por su muerte expiatoria que satisfizo toda demanda de justicia que el Dios santo pudiera requerir de cada creyente. Cristo glorificó a Dios en cada atributo de su carácter, de tal manera que Dios puede rogar en nombre de Cristo, que se reconcilie el pecador con él (véase 2 Cor. 5:18‑21).
Ahora, la pregunta muy importante para su alma, querido lector, es: ¿Cree Vd. el testimonio de Dios tocante a su Hijo y tocante a la obra que este terminó? Si tiene dificultad de contestar afirmativamente, entonces con dificultad habrá progreso en su vida cristiana.
Una pregunta sencilla quizás pueda aclarar la verdad. ¿Sobre qué base de aceptación descansa su alma ante Dios?: Sobre sus ideas, sus obras personales, o sobre sus propios méritos. Si es así, Vd. no está descansando en la obra de Cristo. Pero si confiesa que por naturaleza Vd. es un pecador sin Dios y sin esperanza en este mundo, recién renacido por fe, puede decir con toda confianza y por la gracia de Dios solamente: “Soy salvo ya, porque creo en el Señor Jesucristo”.
Si puede usar palabras de esta índole, le digo, sin contradicción, que Vd. tiene una paz para con Dios que nadie ni nada le pueden quitar, porque es su inmutable e inamovible posesión. La Palabra de Dios dice: «Justificados, pues, por la fe [y Vd. dice que cree], tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1). Cada creyente –en el momento que cree– es justificado, liberado de toda culpabilidad, y hecho «justicia de Dios» en Cristo (2 Cor. 5:21). Pero aún más –siendo justificado, tiene paz, no una paz efímera, sino «paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo». Quiere decir, la paz que así posee Vd. ya es paz para con Dios, hecha por Cristo Jesús mismo por su sacrificio propiciatorio en la cruz. Y como esta paz que él ha hecho es de él a nuestro favor, jamás puede alterarse ni fluctuar; es tan estable, y duradera como su propio trono. En una palabra, es una paz eterna, y esta es, querido lector, la porción suya.
1.3 - ¿Cómo puede gozar el creyente de una paz constante en su alma?
Contestamos –por la fe. Si creo por el testimonio de Dios que esta paz es mía por la fe en Cristo, inmediatamente disfrutaré el gozo de ella. Por ejemplo, supongamos que a Vd. se le ha notificado que tiene una herencia considerable dejada por un pariente. Del efecto hecho en su mente dependerá su respuesta a tal noticia. Si duda Vd. la veracidad de ella, seguramente no responderá. Pero si la noticia está debidamente probada, Vd. Dirá: “La herencia es mía”. Así es, querido lector, referente a la paz para con Dios. Si cree Vd. el testimonio de Dios, que la paz es hecha ya por la sangre de Cristo, ninguna circunstancia, ninguna convicción de indignidad, o abatimiento pueden perturbar su alma. Para que gocemos de una paz verdadera y duradera, debemos confiar absolutamente en lo que dice Dios en su Palabra, y nunca en las circunstancias o sentimientos nuestros.
El creyente debe aprender que la única base de paz se halla en:
1. Lo que dice la Palabra de Dios y descansar en ella.
2. En el valor intrínseco de la sangre de Cristo.
La obra maestra de Satanás es sembrar dudas y temores para que el creyente desconfíe de Dios. Debemos contestar las asechanzas y tentaciones del diablo como hizo el Señor cuando fue tentado por él, con las palabras: «Escrito está».
Una vez que la paz de Dios está establecida en el alma, el creyente puede crecer «en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor» (2 Pe. 3:18), y gozarse de una comunión mucho más íntima con él.
Es de anhelar esta paz que sobrepuja todo entendimiento. El que la posee, no solamente crece (1 Pe. 2:2), sino que puede apreciar la gloria y perfección de la obra de Cristo revelada por la sangre de su cruz. En vez de quejarse de incertidumbre y de duda, su alma llena de paz, rebosará en adoración a sus pies, y sus quejas se cambiarán en una canción de alabanza.
Dios quiera que esta sea la porción de cada uno que lea este artículo.
2 - Nuestro lugar ante Dios
Sabiendo que tenemos paz para con Dios, existe el peligro de contentarnos demasiado con la bendición y olvidarnos de nuestra posición ante Dios. Los pensamientos y los deseos de Dios son para que sus hijos le glorifiquen a él, y que entiendan que Cristo ha satisfecho toda demanda exigida por su santidad, habiendo glorificado a Dios en cada atributo de su carácter. Cristo pudo decir: «Yo te glorifiqué en la tierra, acabando la obra que me diste que hiciera» (Juan 17:4). «Ahora glorifícame tú, Padre, al lado tuyo, con la gloria que tenía junto a ti antes que el mundo fuese» (v. 5).
Se ve, pues, que la apreciación de la obra de Cristo se halla manifiesta en el lugar glorioso que su Padre le concede, colocándole a su diestra en lo más alto de los cielos (véase Hebr. 1:3). Nadie, jamás, ni cosa alguna, pudo haber satisfecho el corazón de Dios. ¿Quién podrá estimar el gozo del Padre al levantar a su Hijo amado de entre los muertos?, poniéndole a su diestra y dándole «el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9‑11)?
Hay que notar cuidadosamente entonces tres cosas:
1. que el lugar que Cristo ocupa en la gloria es el fruto de su obra propiciatoria;
2. que como Hombre glorificado por derecho lo ocupa, y
3. que Él está allí a favor de los suyos.
Es el propósito de Dios que nosotros, sus hijos, llegáramos al mismo lugar; que para gloria de Dios los creyentes tuvieran la misma aceptación ante él que tiene su Hijo amado. Es el gozo inefable del Padre reconocer y confesar la obra y la dignidad de su Hijo amado.
Ya se ve, con lo que hemos anotado, la posición de cada creyente ante Dios. Cada creyente se halla ante Dios según la eficacia de la obra de Cristo, y en toda la aceptación de Su persona. Se goza pues de una posición de proximidad tan perfecta y de tanto amor, porque es el objeto mismo de la complacencia de Dios. En una palabra, el creyente se halla ante Dios en toda la perfección de Cristo. Tal es nuestra posición ante Dios. Así leemos en 1 Juan 4:17: «Como él es, así somos nosotros en este mundo». Quiere decir, como Cristo está a la diestra de Dios –el deleite y gozo de su corazón– allí en toda la perfección de su persona, y en todo el sabor dulce de su sacrificio, también estamos así ante Dios en este mismo mundo, por cuanto no nos afirmamos en los méritos nuestros, sino en Cristo, revestidos con su propia fragancia y aceptación ante Dios. Esta es nuestra posición.
Antes de pasar en el próximo artículo, al otro tema, «Nuestra condición», quisiera citar algunas porciones más para confirmar abundantemente lo que hemos expuesto ya de la Palabra de Dios.
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos acceso, por la fe, a esta gracia en la que estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:1‑2). No solamente tenemos paz para con Dios, sino tenemos, por Cristo, una entrada «a esta gracia», quiere decir que estamos traídos al favor repleto de Dios, hasta su misma presencia gloriosa, donde podemos gozarnos en la anticipación y esperanza de la gloria de Dios. Tribulación, pruebas, dificultades y tristezas habrá en nuestra senda de peregrinos en este mundo, pero a pesar de todo, podemos gozarnos en la esperanza segura y cierta de la gloria de Dios. Sí, el apóstol nos advierte que tendremos tribulaciones, pero podemos gloriarnos aun en estas, «y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, y la paciencia, experiencia; y la experiencia, esperanza, y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 5:3‑5).
«Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Siendo aún «enemigos fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida» – salvos cabalmente de este mundo, incluso la redención del cuerpo (véase Rom. 8:23) –por la vida del Salvador resucitado y ascendido a la diestra de Dios. «Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación» (Rom. 5:8‑11).
Así pues, tenemos como nuestra porción actual, el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Nos gloriamos en él mismo, ocupamos ante él un lugar de favor perfecto, y «nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios».
Pero no es aún todo. Esta misma epístola nos enseña que no solamente está borrada para siempre nuestra culpabilidad, tan pronto que creemos en Cristo, y que somos justificados, sino que también nos enseña que, por la muerte y resurrección de Cristo, somos introducidos a una posición completamente nueva, sí, a una posición fuera de la carne, porque “somos de Cristo” ante Dios.
Se trata de este tema en la próxima sección, comenzando con el capítulo 5, versículo 12 de esta epístola a los Romanos y acabando con el capítulo 8. Verá Vd. primeramente que toda verdad se relaciona con Adán y con Cristo, las dos cabezas, el primer hombre Adán y el segundo hombre Cristo (véase el capítulo 5:12‑21). Por esta razón, cada ser humano se ve en Cristo o en Adán, y es por demás decir que de esto depende si somos de Cristo (es decir, creyentes en él) o no. Si por la gracia de Dios somos creyentes, somos de Cristo. Siendo así, quisiera indicar brevemente al lector que hay ciertos resultados benditos que se los indicaré para que estudie Vd. con calma el tema.
El apóstol, en primer lugar, nos hace recordar que la base formada por el bautismo en la cual estamos, demuestra que nos declaramos muertos con Cristo. Colosenses 3:4 es la porción de todos los creyentes ante Dios, y si Vd., querido lector, leyera cuidadosamente Romanos 6 vería inmediatamente que el apóstol urge que nuestra responsabilidad descanse sobre este fundamento. Por esto, el «yo mismo» (el hombre viejo según Adán), tanto como mis pecados, se pierde de la vista de Dios. Si no fuese así, ¿cómo podría decir el apóstol?: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11).
En el próximo capítulo nos enseña que «habéis muerto a la ley por medio del cuerpo de Cristo» (Rom. 7:4). El apóstol, discutiendo el efecto de la aplicación de dicha ley a una persona vivificada por el Espíritu de Dios, saca a la luz la presencia del pecado en su naturaleza y la contrariedad absoluta entre el hombre nuevo y el hombre viejo. Véase Romanos 7:13‑25 para una declaración completa de esta verdad en cuanto al creyente. «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús». Tan completo es su rescate, como el perdón que gozan ellos en Cristo (véase Rom. 8:1). Hay más, porque nos dice que «vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (cap. 8:9). Así entendemos que la posición del creyente no está según la carne, quiere decir, no según el primer hombre Adán, más bien él está ante Dios en un lugar caracterizado por ser en el Espíritu. Esto quiere decir, el Espíritu, y no la carne, le caracteriza su existencia ante Dios. Por la muerte de Cristo, la naturaleza malvada del creyente también fue juzgada, por cuanto «Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne pecaminosa, y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom. 8:3).
Después de señalar más consecuencias benditas por ser poseedor del Espíritu, el apóstol declara que «sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito. Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:28‑29). Luego él pregunta: «si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (v. 31). Él mismo contesta para hacernos recordar que Dios al entregar a su Hijo a muerte por nosotros nos ha dado la prueba que él nos dará con Cristo todas las cosas. Todo esto conduce a una conclusión triunfante de que nadie puede acusar a los escogidos de Dios, que desde que Dios mismo les justifica, nadie puede condenarles; que desde que Cristo murió, y resucitó de entre los muertos, y aún está a la diestra de la Majestad en los cielos intercediendo por nosotros, nada puede apartarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro (véase cap. 8:31‑39). Para que conozcamos la plenitud de la gracia de Dios, y el carácter maravilloso de su salvación, es necesario que pasemos al capítulo 8 en vez de quedarnos en el capítulo 5. Si no, sería difícil que entendiéramos nuestro rescate completo y perfecto ante Dios. Hay creyentes que ignoran cuál es verdaderamente su porción en Cristo ante Dios. Por eso, quisiera hacer saber al lector, si Vd. entiende o no esta porción que he señalado, que tal porción es suya, y la porción también de cada uno en Cristo, sea niño o anciano que clama «¡Abba, Padre!». Pero es de suma importancia reconocer que estas bendiciones que indicamos, no son accesibles por méritos personales.
Para reafirmarnos en el carácter de la posición del creyente ante Dios, y su plenitud, será necesario leer en la Epístola de Pablo a los Efesios. Veamos el capítulo 1:3‑6: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo; conforme nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor, habiéndonos predestinado para ser adoptados para él por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad; para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos colmó de favores en el Amado». Mire, pues, cada sentencia que he subrayado, y verá Vd. cuán perfecto es nuestra posición ante Dios. Nos ha bendecido con toda bendición espiritual, y Su propósito es que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor. También, que él nos hizo aceptos en el Amado.
En el próximo capítulo tenemos los medios por los cuales Dios nos trae a estas bendiciones celestiales. «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús» (cap. 2:4‑6). Se nos considera muertos en pecados. Se contempla a Cristo en esta epístola como haber descendido a esa condición –muerto, digamos, en el lugar del pecador mismo. Dios siendo rico en misericordia, y obrando según los propósitos de su propio corazón de amor, por gracia intervino y nos dio vida juntamente con Cristo, y entonces nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo. De modo que nuestro lugar actual –estando aún en el cuerpo– está en los cielos en Cristo Jesús. Nada menos satisface su corazón, y la plenitud de su gracia.
Antes de terminar, quisiera citar una vez más la porción de la Palabra de Dios que anteriormente citaba: «como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Juan 4:17). Como Cristo está a la diestra de Dios –el deleite y gozo de su corazón– allí en toda la perfección de su persona, y en toda la fragancia de su sacrificio, así también somos nosotros en este mundo. Nuestra posición se halla absolutamente en Cristo, y por esto, somos investidos de toda su propia aceptación y fragancia ante Dios.
¡Que Dios nos dé un entendimiento más claro del lugar dentro del cual él nos ha traído en su gracia inefable!
3 - Nuestro lugar en este mundo
En el artículo dos, procuré mostrar al lector nuestro lugar, como creyentes, ante Dios. Ahora quisiera llamar su atención, referente a nuestro lugar como creyentes en este mundo. Justamente como nos identificamos nosotros con Cristo ante Dios, tocante a nuestra posición, así también nos identificamos con Cristo ante el mundo.
Quiere decir, que como estamos en Cristo ante Dios, igualmente estamos en Su lugar ante el mundo. Sería muy provechoso si tuviéramos continuamente en cuenta esta verdad en nuestros corazones. Pero existen dos aspectos de nuestro lugar en este mundo; ambos son muy importantes para que tengamos un entendimiento cabal de esta verdad:
1. En nuestra relación con este mundo.
2. En relación al «campamento» (Hebr. 13:13), quiere decir, el cristianismo organizado de hoy (compuesto de creyentes verdaderos y también de los que profesan ser de Cristo, pero no poseen nada), que en esta dispensación de gracia ha tomado el lugar del judaísmo como un testigo responsable ante Dios (comp. Mat. 13 con Rom. 11).
3.1 - Nuestro lugar en relación con el mundo
El Señor Jesús hablando a los judíos, dijo: «Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Juan 8:23). Después, presentando a los suyos al Padre, dijo, «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Juan 17:16). Se ve, pues, en esta porción desde el versículo 14 hasta el versículo 19, que el Señor en efecto pone a sus discípulos dentro de su propio lugar en el mundo, como los pone previamente (véanse los v. 6 al 13) dentro de su propio lugar ante el Padre. Nótese pues, que ellos ocupan el lugar del Hijo en este mundo, porque no son del mundo, así como Cristo no fue del mundo. El hecho de haber sido renacidos espiritualmente, los dejó fuera del mundo. Por esto, les avisa continuamente que sufrirán odios y persecución como sucedió con él. El Señor, en el evangelio según Juan, dice: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os dije: El siervo no es mayor que su señor. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán; si han guardado mi palabra, guardarán también la vuestra» (15:18‑20).
Así pues, el apóstol Juan muestra un contraste absoluto entre los creyentes y el mundo, cuando él dice: «Sabemos que nosotros somos de Dios, y que el mundo entero yace en el maligno» (1 Juan 5:19).
Pero hay aún más en el significado de estas porciones poderosas de las Sagradas Escrituras. En cuanto al creyente, es visto por Dios como muerto y juntamente resucitado con Cristo (Rom. 6:11; Col. 3:1‑3). Así, por medio de la muerte y resurrección de Cristo, el creyente, a la vista de Dios, ha sido sacado fuera del mundo completamente como los mismos israelitas fueron sacados de Egipto por en medio del mar Rojo. Por consiguiente, el creyente ya no es del mundo, aunque está en el mundo, para representar a su Señor en medio de ellos: «Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo» (Juan 17:18). Pablo pudo decir, mientras servía a Cristo en el mundo: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14).
Por la cruz de Cristo el apóstol vio al mundo ya juzgado (Juan 12:31), y por la aplicación de la cruz a sí mismo, él se consideraba muerto –crucificado al mundo– de tal modo que hubo una separación entre los dos tan completa como solo la muerte la puede hacer.
Para resumir estas verdades, vemos, que mientras el creyente está en el mundo, no es del mundo, en el mismo sentido que Cristo no era del mundo. Pertenece a otra esfera, porque, «si alguno está en Cristo, nueva creación es» (2 Cor. 5:17). El tal es ya completamente liberado del mundo por la muerte y resurrección de Cristo.
Por tanto, él debe estar separado del mundo, y no puede ser conformado a él (véase Gál. 1:3; Rom. 12:2). En espíritu, costumbres, comportamiento, en su modo de andar, en todo, debe mostrar a todos que él no es de este mundo. Aún más, por la aplicación de la cruz a sí mismo, se declara crucificado para el mundo, y no puede haber atracción ni asimilación entre dos cosas ya juzgadas. Él está, digo, en el mundo en el lugar de Cristo; quiere decir, que él está aquí para la gloria de Cristo y como identificado con él; por lo tanto, ha de testificar por y andar como él anduvo (véase 1 Juan 2:6; Fil. 2:15). Debe esperar también el mismo oprobio que experimentó Cristo cuando estuvo en el mundo. No quiere decir que debemos sufrir la crucifixión como Cristo, pero que, si somos fieles, encontraremos el mismo espíritu del mundo que él encontró cuando anduvo aquí. En verdad, en la medida que nos conformamos a Cristo, así será el grado de nuestra persecución. El hecho de que hay tantos creyentes que padecen tan poca persecución demuestra que viven en muy escasa separación del mundo.
Antes de pasar a otra fase de este tema, quisiera urgir al lector que rompa todo eslabón que lo tenga atado moralmente con este mundo perdido. Es evidente que el espíritu del mundo, o mundanalidad, se evidencia en las asambleas, y con jactancia se manifiesta aun en la mesa del Señor. ¡Qué deshonra! y ¡qué dolor debe sentir el bendito Señor, cuya muerte anunciamos hasta que venga! De veras, es una llamada urgente a todos los santos para que nos humillemos ante Dios, busquemos nuevamente gracia para que vivamos más separados del mundo y para que vean todos que pertenecemos verdaderamente a aquél a quien este mundo rechazó y crucificó en la cruz del Calvario.
El apóstol Pablo, teniendo una visión clara de Cristo glorificado, el objeto del afecto de su corazón y la meta de toda su esperanza, deseaba «conocerle a él, y el poder de su resurrección, y la comunión de sus padecimientos, siendo hecho semejante a él en su muerte» (Fil. 3:10). ¡Ojalá tengamos el mismo espíritu! ¡Dios quiera que nos sea restaurado, juntamente con todos sus amados santos, más de esta devoción a Cristo, y, como resultado, una separación íntegra del mundo!
3.2 - Nuestro lugar en relación al «campamento»
En la Epístola a los Hebreos leemos que, «los cuerpos de los animales, cuya sangre es presentada por el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo como ofrenda por el pecado, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo con su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Así que salgamos a él, fuera del campamento, llevando su oprobio» (Hebr. 13:11‑13). Dos cosas son muy evidentes en este pasaje de la Escritura –la sangre del sacrificio por el pecado fue llevada dentro del santuario, y los cuerpos de los animales así sacrificados fueron quemados fuera del campamento. El apóstol señala, pues, que estas dos cosas son figuras de la muerte de Cristo, el antitipo, en verdad, de estos sacrificios. De modo que el creyente ocupa en dos maneras su posición ante Dios:
1. Su lugar ante Dios dentro del santuario, donde se llevó la sangre.
2. Su lugar en la tierra, fuera del campamento, donde padeció Cristo.
En otras palabras, como anteriormente explicamos, si estamos en Cristo ante Dios, identificados con él en toda la dulzura de su propia aceptación allí en gloria, también somos identificados con Cristo en este mundo en su lugar de oprobio, vergüenza y rechazo.
El lugar del creyente en este mundo, es pues, fuera del campamento: «Salgamos a él, fuera del campamento, llevando su oprobio». Y si me preguntara a mí, ¿qué es el campamento?, yo le diría que, según el pasaje que justamente he citado, es sin duda el judaísmo; anteriormente fue de Dios, y formó un testimonio para él en la tierra, pero fracasó. Después de Pentecostés, Cristo habiendo sido definitivamente rechazado por los judíos, el cristianismo tomó el lugar del judaísmo que fue puesto a un lado (véase Rom. 11).
Ahora el campamento es el cristianismo organizado, la iglesia profesa que incluye a todas las denominaciones desde el romanismo corrupto hasta las sectas del protestantismo. Visto el fracaso absoluto de la Iglesia como un testigo fiel en este mundo, preguntamos, ¿sobre qué base debemos salir a Él fuera del campamento? ¡Sobre la base de la Palabra infalible de Dios! «Si, pues, alguien se purifica de estos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena» (2 Tim. 2:21). «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc. 2:11).
La Palabra de Dios es nuestra autoridad y piedra de toque para comprobar todo lo que se practica dentro del seno de las denominaciones religiosas, si es según la Palabra escrita o no. Como todas, sin contradicción alguna, demuestran fracaso, y desobediencia a lo que está escrito, el creyente está en la obligación de tomar su lugar fuera de las tales, y apartarse de la confusión e iniquidad, y reunirse al solo nombre de Cristo en obediencia a la Palabra de Dios (véase Éx. 33, por ser muy instructivo en este sentido).
Cuando Moisés bajó del monte (Éx. 32), halló todo el campamento caído en la idolatría, y después de volver a interceder por Israel, volvió al pueblo con «mala noticia» (Éx. 33:4). «Y Moisés tomó el tabernáculo, y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó el Tabernáculo de Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento» (Éx. 33:7). Así obró Moisés, porque tuvo la mente de Dios en presencia del fracaso del pueblo. Por eso, tal escena es un cuadro moral de los tiempos actuales en que estamos. Recomendamos esto para que lo consideremos cuidadosamente.
Basta que entendamos lo que es nuestro lugar en este mundo como creyentes. Primeramente, exige una separación del mundo, en segundo lugar, tomar nuestro lugar fuera del campamento. El resultado será odio en el primer caso, y vituperio en el segundo. Si es así, nos identificamos con nuestro bendito Señor. Por eso en Hebreos 13, está escrito: «Llevando su oprobio». Dios quiera que no tengamos vergüenza del uno, tampoco el deseo de escapar del otro, mas bien que seamos «dignos de padecer afrentas por causa del Nombre» (Hec. 5:41).
4 - El Cuerpo de Cristo
Referente al Cuerpo de Cristo hay una pregunta que debiera llamar mucho nuestra atención. Una cosa enteramente nueva en el desarrollo de los consejos de Dios, tuvo lugar el día de Pentecostés. Nos referimos a la venida del Espíritu Santo.
Hasta aquel período, el Espíritu había obrado en este mundo, por cuanto en cada dispensación había almas vivificadas, y «hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21). Pero hasta que se glorificó al Señor al ascender a la diestra de Dios, el Espíritu Santo como una Persona no estaba en este mundo. Esto no es una mera teoría, más bien es una declaración categórica en las Escrituras. Así, cuando en el día grande de la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se ponía en pie y clamaba: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva», esto él «dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él recibirían; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:37‑39). El Señor también hablaba en este mismo sentido, cuando dijo a sus discípulos: «Os conviene que yo me vaya. Porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré» (Juan 16:7). Compárense Juan 14:16‑17, 26; 15:26. Si pasamos a Hechos 2, hallaremos registrado el descenso del Espíritu de Dios: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un estruendo, como de un viento fuerte e impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Aparecieron lenguas como de fuego, y se repartieron posándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran» (Hec. 2:1‑4). Así se cumplieron las palabras que el Señor habló a sus discípulos de su resurrección: «vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo, dentro de pocos días». Y otra vez: «Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo» (Hec. 1:5, 8).
La Asamblea, o sea la Iglesia de Dios tal como se halla en el Nuevo Testamento fue formada y desde entonces ha existido en dos aspectos:
1. como la Casa de Dios (1 Tim. 3:15), y
2. como el Cuerpo de Cristo (Efe. 1:22‑23).
Quisiera llamar la atención del lector especialmente sobre la Iglesia en este segundo aspecto: dos porciones de la Palabra de Dios serán suficientes para aclararlo.
En Colosenses 1:18, leemos que «él es la cabeza del cuerpo, de la iglesia». En 1 Corintios 12:13 se lee: «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu». Es evidente pues, que, en el día de Pentecostés, por la venida del Espíritu Santo, los creyentes fueron bautizados en un Cuerpo, formando así lo que se llama el Cuerpo de Cristo.
¿De quiénes y de qué se forma el Cuerpo de Cristo? Respondemos con las Escrituras: «Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también es Cristo» (1 Cor. 12:12).
El nombre «Cristo», como se usa aquí, incluye a él personalmente y a todos los miembros del Cuerpo, contemplados en una unidad completa, e indisoluble. De aquí, que el Cuerpo de Cristo lo incluye a él como la Cabeza y a todos los creyentes en la tierra, quienes son vasos en que el Espíritu mora. Cada hijo de Dios es por tanto un miembro del Cuerpo de Cristo, y puede decir: «¡Abba, Padre!». El apóstol dice: «Somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (Efe. 5:30).
Quisiera poner énfasis en esta verdad, porque muchísimos amados hijos de Dios están en una ignorancia completa de este lugar maravilloso de privilegio que sin saberlo ocupan. Durante una visita que hice a un creyente moribundo le pregunté: “¿Sabe que Vd. es un miembro del Cuerpo de Cristo?” Respondió: “No, jamás oí de cosa semejante”. Nunca olvidaré el gozo que llenaba su rostro mientras yo le explicaba las Escrituras referente a esta verdad sublime.
Ahora, permítanme el explicarles lo que quiere decir ser un miembro del Cuerpo de Cristo.
1. Sobre todo se nos enseña que estamos unidos a un hombre glorificado, a Cristo mismo quien está a la diestra de Dios. Por cuanto que él es la Cabeza del Cuerpo, cada miembro está vitalmente y, digamos, orgánicamente unido a él. «El que se une al Señor, un solo espíritu es con él» (1 Cor. 6:17). ¡Ve pues, cuán extensiva es la gracia de nuestro Dios! No solamente son perdonados nuestros pecados, sino que también somos justificados por la fe, traídos al favor perfecto y especial de Dios mismo; resucitados con Cristo, sentados en los lugares celestiales con él; y aunque estamos en este mundo rodeados de debilidades y enfermedades, todavía nos es dado a saber que estamos unidos a Cristo en gloria. Podemos levantar nuestros ojos a él, donde está y decir con toda seguridad que «somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos». ¡Bendito privilegio!
Si los creyentes entendiesen esta verdad en el poder del Espíritu de Dios, se acabaría con toda discusión relativa a la seguridad eterna, o inseguridad de ello. Y, ¡qué fuerza se nos daría en presencia de pruebas o peligros por más terribles que fuesen –si retuviéremos este pensar delante de nuestras almas: que somos unidos eternamente a Cristo! La verdad es que estamos inseparable e indisolublemente unidos a Cristo, y lo que nos toca le toca a él (Hec. 9:4). Esto infunde en nosotros la seguridad de que somos no solamente de él, sino traídos a él en una intimidad y amistad para siempre, aquí y en la eternidad.
2. Siendo miembros en parte del Cuerpo de Cristo, entendemos que somos miembros los unos de los otros, y para que comprendamos el carácter de este parentesco con todos los creyentes, es muy esencial que entendamos bien esta verdad. El mismo eslabón que nos une a Cristo, nos une también a todos los creyentes. Entendemos por las palabras: «La unidad del Espíritu» (Efe. 4:3), que tal es la unidad de todos los miembros de Cristo formada en el mundo por el Espíritu de Dios.
Veamos en 1 Corintios 12, el carácter maravilloso de nuestro mutuo parentesco como resultado de ser miembros los unos de los otros. Léase con calma la porción desde el versículo 12 hasta el versículo 27. Mientras tanto, voy a señalar varios puntos distintivos en la enseñanza de la porción mencionada.
A. Se insiste cuidadosamente que el cuerpo no está formado de un solo miembro, más bien de muchos. «Ahora bien, hay muchos miembros, pero un solo cuerpo» (v. 20); y cada miembro tiene su lugar en el cuerpo. Por lo tanto, el apóstol pregunta: «Si dijera el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo; no por esto deja de ser del cuerpo» (v. 15). Específicamente el apóstol nos demuestra que el lugar peculiar que cada uno ocupa en el Cuerpo, es el resultado de la obra soberana de Dios. Igualmente tiene cuidado que no olvidemos que aun cuando hay muchos miembros, el Cuerpo es uno (v. 14‑20). Si no tuviésemos más instrucción referente a esta verdad, ¡cuán fecundo tema sería para una descripción más prolija!
Quisiera ahora llamarles la atención sobre nuestra obligación o responsabilidad:
a) de reconocer la diversidad de los miembros (v. 14), y
b) mantener prácticamente la unidad de todo el Cuerpo (v. 25‑29).
No creo que sería demás agregar que es imposible mantener cualquiera de estos dos si uno no se reúne al solo nombre de Cristo fuera del campamento, aparte de toda denominación o sistema de los hombres.
B. Cada miembro del Cuerpo necesita del concurso de todos los otros miembros, por cuanto, «no puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti; y tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros». Además, nos dice el apóstol que «Dios ordenó el cuerpo, dando mayor honor al que le faltaba; para que no haya división en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos por los otros» (v. 21‑25).
Nos hace acordar también que el parentesco entre los miembros es tan íntimo, que «si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro recibe honor, todos los miembros se alegran con él» (v. 26).
Se ve, pues, por estas porciones de las Escrituras, que la verdad de «el Cuerpo de Cristo», no es un modo de expresar algo, como alegan algunos tan frecuentemente, más bien que expresa una realidad, la verdad de nuestra unión con Cristo, y nuestra unión el uno con el otro.
Si se ignora esta verdad, o se tiene a menos, estoy seguro que no se entenderán sus responsabilidades, ni se dará la debida posición a Cristo como Cabeza del Cuerpo, tampoco reconocer a los demás miembros del Cuerpo.
Por otro lado, cuando esta verdad se conoce, no solamente tenemos el gozo de una unión consciente con Cristo, sino que podemos regocijarnos en nuestra unión indisoluble con todos los miembros de su Cuerpo, en todas partes del mundo. Los resultados son evidentes. Por ejemplo, si alguien me rogase que me juntara con una de las denominaciones, contestaría inmediatamente que no puedo unirme a un sistema que niega rotundamente esta verdad preciosa del «un Cuerpo». No puedo aceptar una base de unión que excluye algunos creyentes, ni juntarse con un cierto número de creyentes quienes están de acuerdo en ciertas cosas solamente, porque el Cuerpo es uno. Soy miembro del Cuerpo de Cristo; así estoy unido a todos los creyentes que forman tal Cuerpo. No puedo formar, como base, una unión aparte de aquel Cuerpo. Tengo forzosamente que estar en la base puesta por Dios y en ningún otro lugar. Hasta que entienda yo la verdad de «El Cuerpo de Cristo», no puedo entender la que significa el lugar que Dios quiere que ocupe yo en este mundo.
Dejaré ahora el tema para su propia consideración. Estoy convencido de que si Vdes. desean escudriñar las Escrituras dependiendo del Señor, les guiará a Vdes. por su Espíritu para que entiendan la mente propia de Dios respecto a ellas.
5 - La mesa del Señor
El asunto de la «mesa del Señor» es a menudo tema de perplejidad (aunque no debe ser así) para el creyente. Se ven muchas “mesas” puestas sobre bases diversas por todas partes, de tal manera que cuando el creyente investiga el asunto de cuál es la verdadera mesa del Señor, él halla tantas teorías como mesas. Entonces, si él desea hallarse en el camino de obediencia a su Señor y evitar errores, el único remedio es acatar la enseñanza clara de la Palabra de Dios y no dar oídos a las voces confusas de los teólogos.
Como veremos, no nos falta nada referente a este tema en las Sagradas Escrituras, pues el capítulo 10 de 1 Corintios nos explica el carácter de la mesa y el capítulo 11 el de la cena y la manera cómo debiera ser comida.
En primer lugar, consideremos el asunto de la mesa. «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (cap. 10:16‑17).
Según los pensamientos de Dios, entonces, tenemos la comunión de la sangre de Cristo por la copa y también la comunión del Cuerpo de Cristo por el pan.
Evidentemente las Escrituras nos enseñan dos cosas:
1. que «el pan» sobre la mesa es el símbolo del Cuerpo de Cristo, «porque un pan, es que muchos somos un cuerpo» (véase también 1 Cor. 12:13); y
2. que participamos del pan como miembros de aquel cuerpo, «todos participamos de un solo pan».
La mesa, por lo tanto, expresa la unidad del Cuerpo de Cristo; y por consiguiente los miembros de ese Cuerpo son los únicos que tienen facultad de participar de ella.
(Hay ciertas sectas que atribuyen al bautismo el poder de hacerse miembros del Cuerpo de Cristo, y no admiten a su mesa a nadie sin que cumpla con ese procedimiento erróneo. 1 Corintios 12:13 refuta tal concepto falso, pues declara que «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu»).
Ahora pues, aplicándose este principio de que la mesa es la expresión de la unidad del Cuerpo de Cristo, se puede decidir cuál de las mesas alrededor es la auténtica del Señor.
Pruébese cada mesa de las denominaciones religiosas por medio de este principio, y ¿cuál será el resultado? Verán Vdes. claramente que ningún sistema sectario puede tener verdaderamente la mesa del Señor, por la razón que la base de cada sistema con respecto a su mesa, es en todo caso más estrecha que la del Cuerpo de Cristo.
Concedemos que todos sus fieles sean miembros del Cuerpo de Cristo; sin embargo, tendríamos que hacer todavía una pregunta: “¿No existen otros miembros del Cuerpo de Cristo fuera de esta denominación?” Claro que los hay; entonces tal mesa no puede ser la mesa del Señor, por más sincera, concienzuda y piadosamente que fuera puesta. Pero ¿qué haríamos si ellos dijeran: “Nosotros con gusto recibimos a todos los miembros del Cuerpo de Cristo?” Todavía tendríamos que decirles que su oferta no afecta en nada la cuestión, por cuanto que la base adoptada por ellos determina el carácter de la mesa así puesta; además estas bases de sus respectivas sectas son de un carácter tal que cristianos andando en la verdad no pueden tener comunión con sus mesas. Por ejemplo, un grupo de evangélicos se excluye de la mesa de otro grupo y viceversa, por causa de la conciencia. Entonces no se puede descubrir la mesa del Señor ni en la de un sector ni en la del otro, porque sus bases son de los hombres y no del un Cuerpo de Cristo.
Pruébese también cada mesa de los grupos independientes que no pertenecen a ninguna denominación y enseñan que todos los cristianos, y nadie que no sea un verdadero cristiano, deben ser unidos. Muy bien; pero todavía tendríamos que hacerles unas preguntas:
1. ¿Están ellos reunidos al solo nombre de Cristo?
2. ¿Existe libertad del Espíritu para el ministerio de la Palabra de Dios por cualquier varón a quien Dios llamara?
3. ¿Se practica el ejercicio de disciplina santa en medio de ellos? Pues el Señor no puede aprobar algo que no esté de acuerdo con su Palabra, o no conforme al carácter y gloria de su propio nombre. Si se pueden contestar estas preguntas en lo afirmativo, entonces Vdes. podrán decir, quizá, que han descubierto la mesa del Señor; pero si no, tendrían que rechazarla igualmente con las de los sistemas de las denominaciones alrededor, no importa cuán espiritual y agradable pareciese la comunión.
Permítanos agregar unas cuantas características de la mesa del Señor, para que Vdes. se orienten debidamente y sean preservados de error.
a) La mesa debe ser puesta sobre el terreno del un Cuerpo de Cristo completamente aparte de todos los sistemas de las denominaciones; de otra manera, como ya hemos dicho, no puede comprender todos los miembros del Cuerpo de Cristo.
b) Los santos deben reunirse cada primer día de la semana para partir el pan en memoria de Cristo en su muerte hasta que venga. Para comprobar que esto era la costumbre de los discípulos, leamos Hechos 20:7: «El primer día de la semana, como estábamos reunidos para partir el pan». Se ve también en Juan 20:19, 26 cómo nuestro bendito Señor en dos ocasiones después de su resurrección escogió el primer día de la semana para presentarse en medio de sus discípulos reunidos a una, desde ya consagrando (digamos) este día para la reunión del partimiento del pan.
c) El propósito de la reunión debiera ser partir el pan. Quisiéramos poner énfasis en esta verdad, porque mientras existe en muchos lugares una mesa puesta semanalmente, tal mesa está subordinada a otras prácticas como la predicación.
d) Todo lo que se halla en relación con la mesa, como la adoración, el ministerio y la disciplina, debe ser de acuerdo con y en sujeción a la Palabra de Dios. Si existe una sola regla humana, el carácter de la mesa se destruye. La mesa es del Señor; por eso solamente su autoridad se debe reconocer por los santos reunidos a su nombre.
No se necesita agregar más. Pero hay ciertos peligros que quisiéramos señalar. El primer peligro es, la indiferencia. El otro día preguntaba yo a una cristiana si alguna vez ella había tomado su lugar a la mesa del Señor. Entendió bien lo que le dije, pero contestó, diciendo: “Me basta saber que Cristo es mi Salvador y no deseo molestarme con semejantes preguntas”. ¿Puede haber una cosa más triste, como si fuera de poca importancia el conocer la mente del Señor? Descubriéndonos él su voluntad, ¿no es un gozo que cumplamos con ella?
Otro creyente respondió así: “No me atrevo a juzgar a mis hermanos; deseo tener comunión con todos”. Pero, medir todo por la Palabra de Dios y rehusar todo lo que su Palabra no aprueba y condena ¿acaso no es obligación nuestra? Claro; y somos exhortados a juzgar los hechos de nuestros compañeros creyentes («por sus frutos los conoceréis», Mat. 7:16, 20), no solo individual sino también colectivamente. «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc. 2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22).
La indiferencia es aquel espíritu de Laodicea, y el Señor dice, «Así, porque eres tibio, y ni caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca» (Apoc. 3:16).
Hay otro peligro, el de la asociación. ¡Cuántos creyentes jóvenes, por una vinculación de amistad, de parentesco o de religión, son atraídos a una asociación contraria a la Palabra de Dios sin darse cuenta! Se guían por las opiniones de terceras personas y no por la Palabra de Dios. Puede ser también que un creyente, habiendo recibido una bendición espiritual o tal vez por haber recibido al Señor en un sitio particular, naturalmente se inclina a continuar en esa asociación en donde recibió la bendición. Pero el deber de cada creyente es siempre escuchar: «Levántate… te será dicho lo que debes hacer» (Hec. 9:6). De otra manera, puede ser que un creyente se halle sinceramente haciendo memoria del Señor en su muerte, pero haciéndolo de una manera que no le agrada.
Querido lector, al concluir este tema, quisiera prevenirle contra estos peligros y decirle que sería mejor esperar, que tomar Vd. la cena del Señor en desobediencia a la Palabra de Dios. Antes de pedir su lugar en la mesa, debe escudriñar las Escrituras, pidiendo al Señor que le guíe; y «si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22).
6 - La cena del Señor
Es posible estar en la mesa del Señor sin percibir el significado de la cena del Señor. Los corintios se reunían al nombre del Señor Jesucristo; semana tras semana se juntaban en la mesa del Señor; sin embargo, el apóstol Pablo al escribirles, dijo: «Cuando, pues, os reunís, esto no es comer la Cena del Señor» (1 Cor. 11:20). Habían caído en semejante desorden por egoísmo, tomando esta ocasión solemne como un festín, y olvidando el verdadero significado de la cena.
Por lo tanto, lo que comían era su propia cena y no la cena del Señor; pues habían separado el pan y la copa (el vino) de casi toda relación con el cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, viene la amonestación solemne del versículo 22: «¿Acaso no tenéis casas para comer y beber? ¿O despreciáis a la iglesia de Dios, y avergonzáis a los que nada tienen? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo».
Seguidamente el apóstol procede a la explicación del verdadero carácter de la cena y nos dice que del Señor Jesús mismo había recibido una revelación especial tocante a ella. El apóstol recibió esta doctrina en relación con su ministerio y según la dispensación de Dios que le fue dada, y es de suma importancia que entendamos esto referente al Cuerpo de Cristo (véase Col. 1:24‑25). Para la explicación del significado de la cena del Señor, como inspiración final en cuanto a este tema apelamos a la Primera Epístola a los Corintios y no a los Evangelios que hacen referencia a la institución de la cena antes de que el Señor fuera ofrecido en la cruz.
¿Quién no se quedará maravillado de la gracia desplegada en las primeras palabras de esta revelación?: «Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan» (1 Cor. 11:23). ¡Qué contraste entre el corazón del hombre, y la ternura que emana de Cristo! Poco antes de ser traicionado por uno de sus discípulos, «tomó pan; y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que es por vosotros. Haced esto en memoria de mí» (v. 23‑24).
El pan, pues, es símbolo del cuerpo del Señor Jesús, que fue dado por los suyos –entregado a la muerte por ellos, y por nosotros también, en la cruz– y cuando comemos ese pan hacemos memoria de Él hasta que venga. Si prestásemos atención especial a las palabras, «en memoria de mí», cuántos errores evitaríamos.
Cuando comemos el pan de la cena del Señor lo recordamos en la condición de muerte a la cual él descendió. El Señor murió una sola vez y llevó nuestros pecados en su propio cuerpo en el madero: soportó toda la ira que merecíamos, glorificando a Dios aun en cuanto a nuestros pecados. Así pues, en el partimiento del pan hacemos memoria de él, no como él está actualmente en la gloria, sino como el Cristo humillado en muerte.
«Asimismo tomó también la copa, después de cenar, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto, siempre que la bebáis, en memoria de mí. Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (v. 25‑26).
Entonces la copa (el vino) que tomamos es un emblema o símbolo de la sangre de Cristo; y esto habla en sí también de la muerte, porque no podemos contemplar la sangre aparte del cuerpo sino solamente como expresión de la muerte. Y el versículo 26 pone énfasis sobre la verdad que –comiendo el pan y bebiendo de la copa– anunciamos o proclamamos la muerte del Señor.
Permítanos insistir en esto que –al participar de la cena del Señor– nos acordamos de Cristo en su muerte y que la tomemos reflexionando en el hecho de que no solamente se le colgó en la cruz y (ya muerto) se le puso en el sepulcro, sino también que llevó nuestros pecados y que fue hecho «por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21).
Algunos cometen el error de enseñar que el sacrificio de Cristo puede ser de repetición continua o pretenden hacer agonizar un sinnúmero de veces a un Cristo moribundo, pero no es así. Cristo murió, y «con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14).
Esta verdad, pues, debiera ser nuestro único pensamiento cuando tomamos la cena del Señor. ¡Cuán sencillo! ¡Cuán conmovedor para el corazón reverentemente ocupado en adoración ante él, mientras conmemoramos su muerte, sentados en su mesa! Es imposible hallar palabras que adecuadamente expliquen el significado tan importante de la frase, «la muerte del Señor». El Señor murió; se entregó a sí mismo por nosotros. Celebramos su muerte, adoramos al que murió. ¡Qué amor! ¡Qué propósitos! ¡Qué eficacia! y ¡qué resultados!
Hay que notar la verdad de la expresión, «hasta que él venga». Mientras reflexionamos sobre su obra redentora en la cruz, al mismo tiempo recordamos que Cristo vendrá en gloria para tomarnos a sí mismo. Seremos fruto de veras de su trabajo y muerte, y tal muerte jamás la olvidaremos por cuanto culminó nuestra completa redención, inclusive que hemos de ser conformados a la misma imagen del Hijo de Dios. Estas dos cosas, la cruz y la gloria, son ligadas indisolublemente en una.
Tal es el significado de la cena; luego el apóstol nos da amonestaciones solemnes para que no olvidemos su sentido: «Así, cualquiera que coma del pan o beba de la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, que cada uno se examine a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa; porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe juicio para sí mismo» (v. 27‑29).
No se plantea aquí nuestra dignidad en tomar la cena del Señor, sino lo que el apóstol desea –para que no nos suceda algún mal– que no la tomemos de una manera indigna. Cada creyente, sin que algún pasado se lo impida, puede tomar la cena dignamente, por ser cristiano. Pero pudiera ser que un creyente se llegara a la mesa del Señor sin discernir el cuerpo del Señor y sin juzgar el pecado propio, entonces comería y bebería juicio para sí. «Por esto muchos de entre vosotros están enfermos y debilitados, y bastantes duermen. Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Pero siendo juzgados, somos educados por el Señor, para no ser condenados con el mundo» (v. 30‑32).
Dios tuvo que castigar a los corintios –a algunos con debilidad, otros con enfermedades, y algunos con la muerte misma– por su modo de andar tan descuidado (v. 30). Por eso, debemos sentir la necesidad de examinarnos a nosotros mismos, en cuanto a la manera de tomar la cena del Señor. Es necesario juzgar todo lo que pudiera deshonrar al Señor cuando entramos en su presencia. «Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (v. 31). Si nos ejercitásemos con tal discernimiento antes de tomar la cena, evitaríamos, pues, el castigo del Señor.
Tomando en cuenta todo lo que hemos expuesto, es evidente que no poseemos las cualidades necesarias para sentarnos en la mesa del Señor hasta que la cuestión de nuestra relación con Dios sea resuelta o, mejor dicho, hasta que tengamos paz para con Dios. Si yo tuviera dudas, temores, o ansias en mi corazón, sería imposible ocuparme con la muerte de Cristo. Creamos problemas y hacemos mucho daño al testimonio cuando, apresurada e indiscriminadamente, invitamos a la mesa del Señor a personas que están preocupadas consigo mismas, no teniendo todavía paz para con Dios. Estando estas en tal condición espiritual, generalmente contemplan la participación en la cena del Señor como un medio de hallar gracia ante Dios. Así, no conociendo ellos el valor de la muerte de Cristo a favor de ellos mismos, cuando se les presenta a Cristo, se les deja confundidos y extraviados, porque mientras la conciencia no tenga paz por virtud de la sangre de Cristo, el alma todavía no está libre y no puede entender el significado de Su muerte.
Antes de concluir este artículo, quisiera decir una cosa más: cuando tomamos nuestro lugar a la mesa del Señor, debemos entender que no es para que seamos ocupados con los beneficios que hemos recibido por la muerte de Cristo, más bien que percibamos, en el poder del Espíritu Santo, los pensamientos de Dios en cuanto a la muerte de su Hijo amado. Estando el velo roto, somos adoradores adentro y absortos con el gran hecho de que Dios se glorificó a sí mismo en la muerte de Cristo. En comunión con Dios contemplamos el aprecio del Padre por su amado Hijo, quien nunca era más inestimable para él como en aquella hora terrible cuando Cristo fue hecho pecado por nosotros. Fue para gloria del Padre que Cristo sufrió todo, hecho obediente hasta la muerte, aun la más afrentosa muerte, la de cruz. Cuando entendemos esto, al instante rebosan nuestros corazones en adoración y alabanza.
Es un pensamiento sublime este: que nos sea permitido contemplar con Dios a su Hijo amado humillado hasta el polvo de la muerte con las «ondas» y las «olas» de la ira de Dios pasando por encima de él –a causa de nuestros pecados. Contemplándole así, no podemos hacer otra cosa sino exclamar de corazón: «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre, a él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5‑6).
Para concluir, debiéramos notar que tomamos nuestro lugar en la mesa del Señor, no para recibir algo (aunque recibimos mucho cuando nos reunimos conforme a la Palabra de Dios), sino más bien para dar –¿qué cosa? Para darnos en efusión plena de adoración, rindiéndole el homenaje de nuestros corazones, porque Dios nos ha redimido ya por la muerte de su Hijo amado.
Reunidos pues, a Cristo mismo, con los emblemas de su cuerpo entregado y su sangre derramada ante nuestros ojos, y con nuestros corazones conmovidos por su amor que las muchas aguas no pudieron anegar ni los ríos ahogar, todo esto debiera constreñirnos a rendirnos a sus pies en una adoración espontánea, sincera y agradecida. ¿Quién pudiera describir mejor este privilegio bendito que los cristianos así reunidos? Participar de la cena del Señor no solamente es gozar de un anticipo de gloria, sino también anhelantemente esperar el día cuando cara a cara le veremos en gloria y estaremos con él. Entonces sí le adoraremos como es debido y por toda la eternidad.
Dios quiera que aprendamos más y más del significado de su muerte tal como se expresa en la cena del Señor.
7 - El Señor Jesucristo en medio
Es de suma importancia tener un concepto claro de lo que quiere decir la presencia del Señor en medio de la asamblea; pero la condición imprescindible en la cual su presencia se promete, no debe olvidarse nunca. Él jamás ha dicho que está por dondequiera que estén congregados los santos, que todos por igual que se reúnen para adorar pueden contar con su promesa. Sus palabras son: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Así que, la condición fundamental es que los santos estén reunidos a [1] su nombre, y si no se cumple esto, la promesa no se llevará a efecto.
[1] Nota: a o hacia su nombre… (el aspecto dinámico/atractivo de su nombre).
Nuestro primer objeto, entonces, es explicar lo que quiere decir esta condición. Quisiera aclarar al lector que la traducción más correcta de la frase, «en mi nombre», es «a mi nombre». [El lector mismo puede apreciar el uso de esta preposición en 1 Corintios 10:2: «Todos fueron bautizados a Moisés en la nube y en la mar». No fueron bautizados en Moisés, sino a Moisés; pues fueron identificados con Moisés cuando le siguieron en la mar. Y en Romanos 6:4 esta preposición es traducida correctamente: «Fuimos, pues, sepultados con él mediante el bautismo en la muerte». En el versículo 3 dice: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» La preposición «en» utilizada dos veces, es la misma que en 1 Corintios 10:2 y Romanos 6:4. No fuimos bautizados en Cristo Jesús, ni en su muerte; fuimos bautizados a Cristo Jesús, a su muerte; es decir, identificados con él y su muerte. Algunos, no entendiendo el verdadero significado de estos versículos, sacan la conclusión errónea de que el bautismo en agua nos pone en Cristo Jesús; es falso decir que el bautismo en agua nos salva. Dios nos pone en Cristo Jesús cuando nos hayamos arrepentido y creído en Cristo como nuestro único Salvador. Esta preposición «en» no es la de Mateo 18:20 o Romanos 6:3‑4.] En Mateo 18:20, por lo tanto, «a» nos da correctamente el significado de la preposición. Pudiera ser necesario señalar que aquel Nombre [el nombre del Señor Jesucristo] es la expresión de todo lo que Cristo es, y no se usa meramente como un nombre apelativo. Así pues, cuando el Señor habló al Padre acerca de sus discípulos, diciendo: «Y les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer» (Juan 17:26), no quería decir que les había revelado meramente el hecho de que Dios es llamado el Padre, sino que él había seguido enseñándoles todo lo que Dios era para con ellos en ese parentesco. Por lo tanto, él agrega que lo había hecho y lo haría, «para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos». Él deseaba, entonces, que ellos entendieran lo que Dios era para con ellos, y que experimentasen plenamente el amor que él tenía para con ellos, como Padre.
De significado igual, «nombre» en el pasaje ante nosotros (Mat. 18:20) expresa todo lo que Cristo es como el hombre glorificado y como el Señor en el parentesco que subsiste ahora entre él y los suyos. Digo, «lo que ahora subsiste», pues es bien claro que estas palabras se refieren al tiempo cuando él estaría corporalmente ausente. Así que, él dice en Mateo 16: «edificaré mi iglesia» (v. 18), señalando así un período futuro; el pasaje también en donde ocurre la palabra «nombre» se relaciona a la acción disciplinaria de la iglesia (Mat. 18:17‑20). Claro es que cuando Cristo estuvo en este mundo, los discípulos no pudieron ser reunidos a su nombre, porque estuvieron con él como su maestro y Señor.
Damos, por cierto, entonces, que el «nombre» es la expresión de la persona de Cristo, el mismo totalmente en toda la verdad acerca de su persona, como el Glorificado a la diestra de Dios. Así es evidente que Cristo es el único objeto que nos une, y único centro nuestro cuando nos reunimos, por cuanto el Espíritu Santo reúne a los creyentes solamente a Cristo, jamás a nadie y a nada. Si se añadiera a lo que está escrito cualquier cosa –sea una doctrina particular o una forma particular de gobierno eclesiástico– ya no se reúnen tales creyentes al único nombre de Cristo y dicha asamblea no subsiste conforme a la mente de Dios. Pongamos, por ejemplo, si yo decidiera juntarme con cualquier grupo de ellos, sería imposible que nos reuniéramos solamente al nombre del Señor, por la razón que algo está excluido o agregado a lo que está escrito en la Palabra de Dios. Pero si estoy reunido con creyentes en el Señor Jesús que entienden que Cristo mismo es el único objeto, que confiesan su autoridad como el Señor y reconocen la Palabra de Dios como única y suficiente regla de fe, entonces cuando nos juntamos así estaríamos verdaderamente reunidos a su nombre. Es la única forma que se debe aceptar, porque donde se permiten las tradiciones, las declaraciones de fe, y la autoridad del hombre en la iglesia, por más espirituales y piadosos que fuesen los miembros, sin embargo, no estarían reunidos al nombre de Cristo.
Debemos observar que Cristo ha prometido estar en medio de los creyentes reunidos a su nombre solamente: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Este hecho demuestra la importancia absoluta de estar reunidos a su nombre; porque si rechazáramos esta condición como ya hemos dicho, entonces no tendríamos cómo contar con su presencia en medio de nosotros. No basta decir que estamos cumpliendo con la condición impuesta. La verdad esencial es esta: ¿Reconoce el Señor el cumplimiento nuestro de esta condición? Él es el Juez; por eso sería una presunción nuestra contar con su presencia en medio de nosotros, si nos reuniéramos según nuestros caprichos, doctrinas o pensamientos, y no conforme a su Palabra, ¿verdad?
«Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Sabemos que él está en medio de los tales, por la autoridad de su propia Palabra; y no solamente esa, sino como si fuera para darnos confirmación a causa de nuestra débil comprensión, nos ha dado una muestra de la manera en la cual se presentó en medio de los suyos; pues en la tarde del primer día de la semana, después de haber resucitado de entre los muertos, mientras los discípulos se hallaban juntos, se puso en medio de ellos (véase Juan 20:19). Más antes, Cristo había mandado a María Magdalena a sus «hermanos» con este mensaje: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).
Según el Salmo 22:22, él declaró el nombre de Dios a sus hermanos, y al hacerlo por medio de su muerte y resurrección, los colocó en Su propio lugar ante Dios. Así que, fueron asociados con él en este parentesco. Esta verdad les reunió a una y a su nombre; estando así reunidos, «vino Jesús y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros» (Juan 20:19). Así que, él nos ha dado un ejemplo en el cual se acerca en medio de los suyos, para que tengamos verificada en nuestras almas la certidumbre de su Palabra. Así también, se anticipa, por medio de esta historia auténtica de la presencia del Señor en medio de los suyos el primer día de la semana, la duda del que dijera: “Es imposible que Cristo esté ahora en medio de los suyos reunidos a su nombre”.
Consideremos el caso de Tomás, pues nos da a saber cómo una gran dificultad y un peligro muy sutil se resuelven para el incrédulo que dijera: “Ver es creer”. «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús y se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros… Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Los otros discípulos le dijeron: ¡Hemos visto al Señor! Pero él les dijo: ¡Si yo no veo en sus manos la señal de los clavos, y si no meto mi dedo en la señal de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré! Ocho días después sus discípulos estaban otra vez dentro, y Tomás con ellos. Vino Jesús, estando cerradas las puertas, y se puso en medio de ellos, y dijo: Paz a vosotros. Dijo entonces a Tomás: Trae aquí tu dedo, y ve mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Respondió Tomás, y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!» (Juan 20:19, 24‑29). Por la gracia de Cristo, Tomás, compungido de corazón y abatido con el sentido de su propia maldad, no pudo hacer otra cosa sino exclamar: «¡Señor mío, y Dios mío!» En consecuencia, de eso, Jesús le dijo: «Porque me has visto, has creído. ¡Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído!».
El Señor conoció la debilidad y sutileza del corazón de Tomás y proveyó con tierno amor el remedio. Provee el mismo remedio ahora, como en el tiempo de los apóstoles: «Bienaventurados aquellos que no han visto y han creído». Pronunció el Señor la felicidad más grande para aquellos que creyeron por medio de la palabra de sus apóstoles. Esta felicidad es también nuestra, por cuanto, aunque no le vemos, sin embargo, creemos, según su propia palabra, que él está en medio de nosotros cuando nos reunimos a su nombre.
Además, no debemos olvidar que él mismo está en medio de nosotros, no «en espíritu», como se dice frecuentemente, más bien él mismo. Las palabras son: «allí estoy» yo, y la voz «yo» revela todo lo que él es. Cristo, pues, no el Espíritu Santo, sino Cristo mismo está en medio de sus santos reunidos a su nombre. Cierto es, que el Espíritu Santo obra por medio de los miembros individuales del Cuerpo de Cristo, ministrando lo que él escogiera para la edificación de los santos. El Espíritu mora también en la casa de Dios; pero es Cristo, repito, el que se presenta en medio; por el Espíritu estamos conscientes de su presencia en medio, y solamente por el Espíritu Santo. Pero él está en medio, donde están dos o tres reunidos a su nombre, sea que comprendemos esta verdad, o no. ¡Qué condescendencia y gracia más maravillosas!
Nos reunimos alrededor del Señor mismo, y esto no debemos olvidarlo, seamos solamente dos o tres. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy en medio de ellos». Tan pronto que dos se hallen reunidos así, pueden regocijarse con el conocimiento de que el Señor está allí. Puede ser débil nuestra fe y nuestro entendimiento, pero la realidad de su presencia permanece, porque no depende de nuestros sentimientos, tampoco de nuestras experiencias; es cuestión de estar congregados a su nombre, nada más. ¿Cómo podríamos dejar de congregarnos? Como algunos tienen por costumbre (véase Hebr. 10:25), si entendiésemos que el Señor mismo está allí como centro de la asamblea. Tan realmente está en medio nuestro, como estuvo con los discípulos el día de su resurrección. ¿Por qué se ausentó Tomás en la primera ocasión? ¿Por qué no creyó que Jesús había resucitado? No creyó en la resurrección del Señor, a pesar de que Él lo había predicho reiteradamente, y por eso no esperaba Su presencia allí.
Es cierto que hay creyentes que, a causa de enfermedades, deberes ajenos a Su voluntad, y otras circunstancias, no siempre pueden asistir a la asamblea; de estos no hablo. Pero si persistieran en ausentarse de la asamblea, sería una prueba de que no creen que el Señor está en medio de los suyos.
Cuando nos juntamos ¡qué reverencia! ¡qué afecto! ¡qué adoración! se engendrarían en nuestros corazones si comprendiéramos por medio del Espíritu de Dios, que Cristo tiene tanto placer de estar en medio de la congregación (Sal. 22:22; Hebr. 2:12) para dirigir las alabanzas de los suyos. Es él mismo quien murió por nuestros pecados, quien nos redimió a Dios con su sangre, quien ahora está resucitado de entre los muertos, sentado y glorificado a la diestra de Dios Padre.
Es nuestra oración que el Señor nos dirija más y más en el conocimiento y poder de esta verdad.
8 - El verdadero lugar de adoración
Se pregunta: ¿Dónde está el lugar de adoración para el cristiano? Es por demás recordarles que el término común, lugar de «adoración» o «culto», abunda por todas partes, y francamente concedo que su significado es simplemente un lugar llamado “templo”, “sala de reunión” etc., donde se congregan creyentes e inconversos los domingos y otros días.
Pero es de suma importancia que cuando se trata de las cosas del Señor, que no usemos palabras que pueden comunicar impresiones erróneas, o falsificar la verdad de Dios. Nuestro único recurso para obtener la respuesta a nuestra pregunta es hacer uso de las Escrituras.
Permítanme, pues, dirigir su atención al siguiente pasaje: «Teniendo, pues, hermanos, plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él ha abierto para nosotros a través de la cortina, es decir, su propia carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos» (Hebr. 10:19‑22). Tenemos en esta porción de las Escrituras, hablando en términos generales, tres cosas: la sangre de Jesús, el velo roto, y el gran sacerdote sobre la casa de Dios. Sobre el fundamento de estas tres cosas tenemos la exhortación de acercarnos en adoración.
Si examinamos un poco el significado de cada uno, hallaremos la respuesta a nuestra pregunta. Primeramente, pues, tenemos libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesús. Al examinar el argumento del escritor inspirado, somos convencidos de que se hace mención de la sangre de Jesús en contraste con «la sangre de toros y de machos cabríos». El hecho de que los sacrificios bajo la antigua dispensación fuesen ofrecidos continuamente año tras año, comprueba que los pecados de los adoradores nunca fueron realmente purgados, para que no tuviesen más conciencia de pecado. Hebreos 10:3 dice: «Pero en estos sacrificios se hace un recuerdo de pecados cada año». La razón fue esta: «Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados» (v. 4).
Habiendo confirmado el escritor todo esto, ahora demuestra el contraste entre el valor del sacrificio de Cristo y el de los sacrificios según la ley. Léanse cuidadosamente los versículos 5 al 14. En una sola sentencia aclara todo, diciendo: «Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados». Los sacrificios según la ley jamás hicieron perfectos a los adoradores.
Por una sola ofrenda Cristo nos ha hecho perfectos para siempre. Esta verdad es tan amplia e inmensa que es necesario meditarla muchas veces, para que se pueda apreciar un poco. Se da a entender que por el sacrificio de Cristo a mi favor yo actualmente ya no tengo más conciencia de pecado. Tampoco tendré jamás conciencia de pecado según el aspecto presentado aquí, porque, mediante la eficacia de esa sangre preciosa, tengo ahora y para siempre un título de entrada libre a la presencia de Dios. En una palabra, nadie ni nada puede privarme del lugar que él me da en su presencia inmediata, «porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados». Mediante aquel sacrificio, por lo tanto, yo he recibido una entrada a Dios, una libertad perpetua de acceso a su presencia.
La segunda cosa por notar es el velo roto. La sangre de Cristo nos da la posibilidad de entrar en su presencia; luego leemos del «camino nuevo y vivo que él ha abierto para nosotros a través de la cortina, es decir, su propia carne». En esto, tenemos un contraste entre la antigua y la nueva dispensación. Así pues, en Hebreos 9:7‑8, leemos: «Pero en el segundo, solo el sumo sacerdote, una vez al año; y no sin sangre, que ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia del pueblo; 8 indicando el Espíritu Santo esto: que el camino del lugar santísimo aún no había sido manifestado, mientras subsista el primer tabernáculo».
El pueblo estaba enteramente excluido; la razón por la qué era esto, como hemos visto, es que la sangre de los toros y de los machos cabríos jamás podían quitar los pecados. Consecuentemente, uno que no fuese el sumo pontífice hubiera sido muerto de seguro si se hubiese atrevido a entrar dentro de aquel velo terrible (véase Lev. 16:1‑2). Pero tan pronto como fue consumado el sacrificio de Cristo en la cruz, «la cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba hasta abajo» (Mat. 27:51). Por su muerte, él glorificó a Dios en cada atributo de su carácter con respecto a la cuestión del pecado, y por una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Por eso el velo se rompió, significando que el camino estaba ahora abierto hasta dentro del lugar santísimo. Así, aquel sacrificio que rompió el velo para darnos la entrada, igualmente ha quitado el pecado que nos excluía. Es ahora el privilegio de cada creyente, sobre la base de la eficacia del sacrificio de Cristo, de entrar continuamente dentro del lugar santísimo, teniendo toda libertad de hacerlo por la sangre de Jesús.
Pero hay una tercera cosa indicada, la cual notaremos antes de fijar nuestra atención en las consecuencias completas de estas verdades tan benditas: tenemos «un gran sacerdote sobre la casa de Dios» (Hebr. 10:21).
¿Dónde está nuestro gran sacerdote? Leamos: «Y por cierto, todo sacerdote está en pie sirviendo cada día y ofreciendo los mismos sacrificios muchas veces, los cuales nunca pueden quitar los pecados, pero este, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a perpetuidad a la diestra de Dios, desde entonces esperando hasta que sus enemigos sean puestos por pedestal de sus pies. Porque con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:11‑14). De esto, sabemos que nuestro gran Sacerdote está sentado a la diestra de Dios, y que su lugar allí se debe al hecho de que su obra expiatoria ha sido consumada. Su misma presencia en el cielo es testigo y prueba de la eficacia permanente de su obra, y como resultado un estímulo perpetuo para que los suyos entren con toda libertad en el lugar santísimo, dentro del velo ya rasgado.
Tales son los tres hechos inmensos: la sangre de Jesús, el velo roto, y el gran sacerdote sobre la casa de Dios, a los cuales el Espíritu Santo dirige nuestra atención, exhortándonos a llegar «con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, con corazones purificados de una mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (v. 22). Este es el lugar tipificado por el «santuario» en el tabernáculo en el desierto, el lugar dentro del cual Cristo, nuestro representante y precursor, ya ha entrado (véase Hebr. 4:14; 6:19‑20). Por consiguiente, nuestro lugar de adoración se halla en la presencia inmediata de Dios, donde se ejerce el ministerio de Cristo como nuestro Pontífice. Es verdad que todavía estamos en esta tierra como extranjeros y peregrinos cuando contemplamos la cuestión del sacerdocio. Pero este mundo jamás puede ser el lugar de nuestro culto, por cuanto tenemos «libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesús». Allí, y solo allí, se puede rendir culto aceptable a Dios. Si yo quisiera rendir homenaje a un rey, tendría que hacerlo ante su asiento real para que fuese recibido. Mucho más, si yo deseo adorar a Dios, con mayor razón debo rendirle culto en el lugar donde se sienta en su trono y a donde, por gracia inefable, me ha dado el derecho de entrada para siempre por la sangre preciosísima de Cristo. Allí arriba, dentro del velo roto, en su presencia inmediata y en ningún otro lugar, los suyos deben rendirle culto. ¡Qué privilegio más maravilloso y gracia indecible nos ha conferido para que gocemos de una libertad constante de acceso ante él para rendirle adoración y alabanza!
«Entremos, pues –¡Oh! Adorad
Al Dios de amor y luz;
Las preces y las gracias dad
En nombre de Jesús».
Teniendo presente esta verdad, estoy seguro de que, cuando se habla comúnmente de un lugar de culto en esta tierra, tal concepto no va de acuerdo con la enseñanza de las Escrituras, y menoscaba nuestros privilegios.
No olvido que, en muchos casos, como ya he dicho, poco se entiende por la frase, “lugar de adoración”, pero, por otra parte, significa mucho para ciertas personas, y engendra la idea de edificios sacrosantos y consagrados. Los judíos poseyeron un «santuario terrenal» (Hebr. 9:1), construido bajo dirección divina y según mandato divino. Pero construir un “santuario” o un “edificio santo” ahora, es ponerse bajo el judaísmo, e ignorar la verdad que «tenemos un tal sumo sacerdote, que se sentó a la diestra del trono de la majestad en los cielos, ministro de los lugares santos y del verdadero tabernáculo, que erigió el Señor, no el hombre» (Hebr. 8:1‑2). Por eso, no puede haber un lugar de culto en la tierra, ni llamarse un edificio como tal; pues, aunque inconscientemente sea hecho, es ignorar el lugar y privilegio del creyente, y falsificar la verdad de la cristiandad.
Quizás sea necesario aludir a un punto más, y es que todos los creyentes igualmente tienen el mismo privilegio de entrar en el santuario. Las Escrituras que tratan de la verdad de la Iglesia desconocen un orden sagrado de los hombres, distinto a otros creyentes, y quienes ostentan un título de entrada a Dios con privilegios especiales, exceptuando a los otros. Todos los creyentes en Cristo son igualmente sacerdotes, y todos tienen la misma libertad de acceso a Dios como adoradores. El pasaje de Hebreos 10:19‑22, ha resuelto para siempre esta cuestión. Volvamos a notar los términos de esta frase: «Teniendo, pues, hermanos». Se dirige igualmente a todos, y todos tienen el mismo derecho de entrar con libertad al santuario por la sangre de Jesús. Otra vez el autor de la epístola dice: «acerquémonos», asociándose con todos aquellos con quienes habla, porque él y ellos se hallaban iguales ante Dios con respecto a la adoración (véase también 1 Pe. 2:5‑9.)
Es urgente retener esta verdad en vista de la sustitución, en lugar de ella, de un sacerdocio de carácter judaico, con sus pretensiones y supersticiones. Las dos cosas concuerdan, pues si existe un lugar terrenal de culto, también es preciso que haya un orden de sacerdotes; estas dos cosas combinadas constituyen una negación del cristianismo. Por eso es preciso que contendamos eficazmente por la fe que nos ha sido dada una vez a los santos.
Pero, referente a este tema, no debemos contentarnos con solamente la doctrina. La cuestión para el corazón es esta: ¿Entendemos lo que es acercarnos en adoración al Lugar Santísimo? Solemnemente quisiera insistir que nada menos que un entendimiento cabal de esta verdad dará satisfacción al corazón de Cristo, quien, en virtud de su sangre preciosa nos brinda este privilegio inefable. ¡Qué seamos satisfechos con el pleno gozo de tan sublime privilegio!
Si hubiéramos visto a Aarón levantar el velo sagrado para entrar en la presencia terrible del Dios santo el día de la expiación, nos habríamos quedado impresionados no solamente con la solemnidad del acto, sino también con la posición maravillosa de privilegio y proximidad que ocupó él, en virtud de su sacerdocio. Cada creyente ocupa esta misma posición ante Dios. ¡Qué Dios nos dé más y más entendimiento de lo que quiere decir entrar a «través de la cortina», y que comprendamos más la eficacia de aquella «sola ofrenda» de Cristo, quien nos ha acercado a Dios sin mancha y sin el temor de entrar!
9 - La adoración
Habiendo considerado la cuestión: “¿Dónde está nuestro lugar de adoración?”, prosigamos al tema de la adoración misma. Las Sagradas Escrituras están repletas de instrucción referente a este tema; sin embargo, me atrevo a decir que apenas hay una verdad con respecto a la cual existe tanta indiferencia, y aun ignorancia, entre cristianos profesos; aún más, afirmo yo, que su carácter verdadero se entiende escasamente entre los creyentes que no se reúnen al nombre de Cristo. Por supuesto, esto no quiere decir que no hay individuos en todas las denominaciones cuyo gozo es adorar a Dios; los tales siempre han existido durante la historia larga de la Iglesia. Pero digo que la adoración colectiva de los santos –o lo que es adorar en la Asamblea cristiana– casi totalmente se desconoce entre las muchas denominaciones del cristianismo. Por ejemplo, en un libro que goza de una circulación muy extensa y escrito por uno de los predicadores más populares de hoy en día, se dice que el escuchar los sermones es una de las formas más sublimes de la adoración. Dicho escritor sostiene esta declaración extraordinaria, alegando que la predicación tiende a engendrar en el alma los deseos y aspiraciones más santos. No niego que la presentación de la verdad pudiera conducir a la adoración, pero un niño podría percibir la diferencia entre un acto de adoración y el escuchar un sermón. En la predicación –si de veras es la verdad divina que se expone– el siervo llega con un mensaje de Dios para los oyentes; pero en la adoración los santos son conducidos a la presencia de Dios para rendirle su adoración y alabanzas. Estas cosas, por consiguiente, son de carácter cabal y esencialmente distinto.
Tampoco la oración es adoración, pues un suplicante no es un adorador. Si fuera yo a ver un rey con una petición, me presentaría ante él con tal ademán, pero si me es concedido entrar en su presencia para rendirle homenaje, no soy ya más un suplicante. Así que, al unirme con otros creyentes en oración e intercesión, estamos delante de Dios buscando bendiciones especiales; pero cuando entramos en su presencia para adorarle, no pedimos nada, sino le rendimos a él homenaje, con corazones llenos y rebosando de adoración a sus pies.
Acciones de gracias no solamente se unen con el culto, sino son la esencia misma de la adoración, pues acciones de gracias son la consecuencia de bendiciones recibidas, ora por la providencia, ora por la redención. El sentido de la bondad y gracia de Dios en habernos bendecido así y con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo, nos constriñe a derramar nuestras acciones de gracias a sus pies. Luego, como consecuencia, el Espíritu nos conduce a contemplar el carácter y los atributos de Dios quien se agrada en llenarnos con las prendas de su amor y cuidado; entonces, como resultado, las acciones de gracias se tornan en adoración.
Pero en la adoración –como un acto considerado en sí– nos olvidamos de nosotros mismos y nuestras bendiciones, y nos quedamos ocupados con lo que Dios es en sí, y lo que es a favor nuestro como se revela en Cristo. Dirigidos por el Espíritu Santo, nos dejamos a nosotros mismos en el olvido, y contemplamos a Dios en todos sus divinos atributos y glorias (pues, aunque «Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer»; Juan 1:18). Maravillados por la manifestación de su santidad, majestad, amor, misericordia y gracia, no podemos hacer otra cosa sino rendirle el homenaje de nuestros corazones a sus pies por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Al considerar la enseñanza de las Escrituras, esto será entendido más claramente. La mujer samaritana preguntó al Señor tocante a este asunto, o más bien con respecto al lugar de adoración. Él se dignó responder en términos mucho más allá que los límites de su pregunta. «Jesús le dijo: Mujer, créeme que viene la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos; porque la salvación es de los judíos. Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él. Dios es espíritu; y los que le adoran, deben adorarle en espíritu y en verdad» (Juan 4:21‑24). En primer lugar, nuestro Señor enseña claramente aquí que, desde luego, no habría ningún lugar escogido de adoración en la tierra. Jerusalén, en donde fue edificado el templo de Dios, había sido el lugar sagrado a donde su pueblo se congregaba año tras año de todas partes del país (véase el Sal. 122). Mas por haber rechazado a Cristo, su casa, anteriormente la Casa de Dios, les fue dejada desierta (véase Mat. 23:37‑39). Desde aquel entonces, nunca ha existido una casa material reconocida por Dios en la tierra. La Iglesia [no un edificio hecho de ladrillos, etc., sino compuesta de creyentes salvos por la gracia de Dios] es ahora «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22); y nuestro lugar de adoración (como ya hemos visto en el artículo anterior) ahora está dentro del velo rasgado en la presencia inmediata de Dios.
En segundo lugar, él nos dice quiénes pueden ser adoradores: son aquellos que adoran al Padre en espíritu y en verdad; a los tales el Padre busca. Es decir, solamente los creyentes, únicamente aquellos que Dios en su gracia busca y halla, tales como a esa mujer samaritana, y a quienes el engendrará en parentesco para con Él como hijos por medio de su propio Hijo; únicamente estos, digo, podrán adorar al Padre en espíritu y en verdad. El apóstol afirma la misma cosa cuando dice: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3). Estas son tres características patentes de los verdaderos creyentes. La Epístola a los Hebreos nos enseña que es imposible acercarnos a Dios hasta que sean borrados nuestros pecados (véase Hebr. 10), e igualmente imposible sin fe (Hebr. 11:6). Además, siendo los creyentes los únicos que poseen al Espíritu de Dios, ningún otro puede adorar en espíritu, o sea por el Espíritu de Dios (véase Rom. 8:14‑16; Gál. 4:6).
Pero tan evidente como es esta verdad, y aceptada por todas partes en teoría, sin embargo, es necesario volver a hacer hincapié sobre ella una y otra vez; pues es indiscutible que en la “adoración pública” corriente por dondequiera, toda distinción entre creyentes e inconversos, o es ignorada o casi totalmente borrada. Todos por igual, sean salvos o no salvos, son invitados a unirse en las mismas oraciones y en cantar los mismos himnos de alabanza, en olvido total de estas palabras tan claras, que son únicamente los «verdaderos adoradores» que pueden adorar «al Padre en espíritu y en verdad» (Juan 4).
En tercer lugar, el Señor describe el carácter de la adoración. Debe ser «en espíritu y en verdad». Ahora bien, «adorar en espíritu» es adorar según la misma naturaleza de Dios, y en el poder de esa comunión engendrada por el Espíritu de Dios. La adoración espiritual se halla, pues, en contraste marcado a todos los ritos y ceremonias religiosos de los cuales «la carne» es capaz. Adorar a Dios «en verdad» es adorarle según la revelación que él ya ha dado de sí mismo. Los samaritanos no adoraban a Dios, ni en espíritu ni en verdad. Tocante a la revelación todavía incompleta que les fue dada a los judíos, adoraban a Dios en verdad; pero de ninguna manera le adoraban en espíritu. Para adorar a Dios, se precisa de ambos requisitos. Dios debe ser adorado de acuerdo con la verdadera revelación de sí mismo (es decir, «en verdad»), y según su naturaleza (es decir, «en espíritu»).
La revelación de Dios a nosotros, por lo tanto, se halla en la Persona, y relacionada con la obra, de Cristo, ya que todo lo que Dios es se manifestó en aquella obra de su Hijo en la cruz del Calvario. Por eso, la muerte de Cristo es el fundamento de toda adoración cristiana, por cuanto que solamente por la eficacia de su preciosa sangre tenemos entrada a la presencia de Dios; y puesto que la muerte de Cristo es la revelación de todo lo que Dios es en toda su majestad, santidad, verdad, gracia y amor, es por medio de la contemplación de aquel maravilloso sacrificio que nuestros corazones, constreñidos por el Espíritu de Dios, pueden rendirle adoración y alabanza.
Así que, la adoración se relaciona de una manera muy especial con la mesa del Señor, pues anunciamos su muerte cuando nos reunimos alrededor de ella como miembros del Cuerpo de Cristo, como dice otro escritor: “Es imposible separar la verdadera adoración en espíritu, y la comunión, de la ofrenda perfecta de Cristo a Dios. El momento en que se separa nuestra adoración de su eficacia, y el sentimiento interior de la aceptación absoluta de Jesús ante el Padre, se vuelve carnal en un rito o deleite de la carne”.
He aquí, la causa de la degeneración de la adoración en el cristianismo; pues donde se ha perdido el verdadero carácter o lugar de la mesa del Señor, el manantial y el motivo de la adoración se dejan de entender, pues ¿de qué cosa se nos hace recordar cuando nos sentamos en la mesa del Señor? ¿No será de su muerte en la cruz? Sí, porque en aquella muerte vemos lo que Dios es a nuestro favor, y lo que Cristo es para Dios, tanto como la eficacia infinita del sacrificio de su Hijo amado que nos ha traído sin mancha a la presencia inmediata de Dios –en la luz como él está en la luz. La gracia y el amor eterno de Dios, y el amor inagotable de Cristo se revelan junta e igualmente a nuestras almas, mientras nos acordamos de aquel que glorificó a Dios cuando murió en la cruz donde llevó nuestros pecados.
Teniendo libertad, pues, para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, nos postramos en adoración delante de Dios, mientras cantamos:
Bendito Dios y Padre santo,
Glorificado has en fulgor
A tu unigénito Hijo eterno:
¡Sublime y grande Salvador!
El Nazareno despreciado,
Al que el mal nuestro enclavó
Ahora está entronizado
Do gloria le coronó.
«¡Cuán digno es Él!»
Ya en fe clamamos,
Loándole a una voz:
«¡Digno eres tú! Te adoramos,
¡Oh fiel Cordero de Dios!»
10 - El ministerio
Es un hecho extraordinario de que el ministerio practicado por las «iglesias» del cristianismo no tiene una semblanza siquiera de justificación de la Palabra de Dios. Desde que la Iglesia de Dios fue constituida [en el día de Pentecostés] hasta el fin de su historia divinamente dada en las Sagradas Escrituras, por más que uno buscara diligentemente, no encontraría ni un vestigio de la práctica del ministerio por un solo hombre. Se mencionan apóstoles, ancianos u obispos, diáconos, pastores y doctores [maestros], y evangelistas, pero no está escrito nada que corresponda con los ministros y predicadores del día de hoy; porque todas las denominaciones del cristianismo –salvo una o dos excepciones no importantes– están de acuerdo con esta teoría del ministerio.
Por lo común, un solo hombre es nombrado para que tome cargo de una iglesia o de una congregación, [recibe un sueldo] y se espera de él que enseñe, predique el evangelio y sea un pastor. En una palabra, que se unan en sí mismo el oficio de anciano y los dones de pastor y maestro, y de evangelista. A menudo sucede, entonces, que un solo hombre se ha encargado continuamente con la misma congregación durante veinte, treinta y aún hasta cuarenta años; y no se puede negar que hay cristianos profesos que así lo quieren (véase Jer. 5:31).
Pero, ¿está tal práctica de acuerdo con las Sagradas Escrituras? Dejemos que la Palabra de Dios misma conteste esta pregunta. (Pero consideremos primeramente lo que está escrito acerca de los apóstoles, los cargos y los dones). Nuestro bendito Señor nombró doce apóstoles durante su morada en este mundo; y después de su resurrección y ascensión él apareció a Saulo; también le escogió y le hizo de una manera especial el apóstol a los gentiles (véase Hec. 9:22; 1 Cor. 15).
Ahora bien, los apóstoles, como todos reconocen, ocuparon un lugar exclusivo y singular –habiendo sido dotados de dones y de autoridad extraordinarios– pero sin tener jamás sucesores. Nos bastan citas de las Escrituras para comprobar esto: el apóstol Pedro, escribiendo a los creyentes de su propia nación, es decir, «a los que viven como extranjeros en la dispersión en el Ponto» (1 Pe. 1:1), dijo: «Y me esforzaré [por medio de su epístola misma] con empeño para que después de mi partida siempre os podáis acordar de estas cosas» (2 Pe. 1:15). Se ve, pues, que él les encomendó, desde luego, a la Palabra de Dios y no a ningunos sucesores apostólicos. Igualmente, el apóstol Pablo, al dirigirse a los ancianos de la asamblea en Éfeso y advertirles de las dificultades y peligros venideros, dijo: «Ahora os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia» (Hec. 20:32). Los dos grandes apóstoles, pues, uno de la circuncisión y el otro de la incircuncisión, estaban completamente de acuerdo de que el único recurso de la Iglesia sería la Palabra de Dios después del fallecimiento de ellos. Es evidente, pues, que ellos nunca habrían podido contemplar a sucesores en su lugar.
El próximo cargo en orden será aquel de obispos o ancianos que son dos nombres del mismo cargo. Esto se comprueba sencillamente de Hechos 20: leemos en el versículo 17 que Pablo «mandó llamar a los ancianos de la iglesia»; y al hablarles, él les llamó «supervisores» (v. 28). Notemos también que estos no se contemplan como ministrando solos en la asamblea local: la asamblea en Éfeso (según el pasaje ante nosotros) tenía más que uno: Pablo llamó a «los ancianos» de la iglesia. Se ve también en Hechos 14:23 que Pablo y Bernabé habían «nombrado ancianos en cada iglesia», y en la Epístola a los Filipenses Pablo se dirigió a los que estaban «en Filipos, con los supervisores y los diáconos» (cap. 1:1; véase también Hec. 15:23 y Tito 1:5‑7).
Considerando ahora los «dones», en contraste con «cargos», leemos de «pastores y maestros» (Efe. 4:11). Se mencionan juntos, y de una manera tan íntima en este pasaje que señala que los dos puedan unirse en un hermano mismo. Pero, ¿están estos hallados solos en las iglesias mencionadas en las Escrituras, como teniendo a cargo una congregación? Lejos sea, porque leemos que «Había en la iglesia que estaba en Antioquía profetas y maestros», y no menos de cinco fueron nombrados (Hec. 13:1).
Sin embargo, como quiera que alguien pensara que los casos de Timoteo y Tito dieran evidencia contraria, un momento de reflexión disiparía tal ilusión. El apóstol Pablo escribió a Tito claramente que él fue dejado en Creta, para que corrigiese lo que faltaba, y pusiese ancianos por las ciudades, y se dirigió a Timoteo tanto como a Tito con respecto a las cualidades de los tales (véase Tito 1:6‑9; 1 Tim. 3:1‑7); también le mandó a Timoteo que no impusiera «las manos con ligereza a nadie», es decir, no nombrarle para el cargo sin conocer bien su testimonio (1 Tim. 5:22). Por lo tanto, se ve claramente que Timoteo y Tito obraban como delegados del apóstol, y como tales ejercitaban una superintendencia general, poseyendo autoridad para nombrar hombres idóneos para el oficio de obispos y diáconos; esa autoridad empleada –notemos bien– por individuos, no por las iglesias, y solo ejercida por los apóstoles o por sus delegados, y nunca transmitida a sucesores algunos, caducando por lo consiguiente con la muerte de los apóstoles (y sus delegados).
Resta mencionar un don más en el cual debemos fijarnos: el evangelista (Efe. 4:11). La obra del evangelista, como se comprende del nombre mismo, es predicar el evangelio; y por eso su ministerio (hablando propiamente) no se dirige a la iglesia sino al mundo (inconverso). El Señor mismo señaló la responsabilidad del evangelista cuando mandó a sus apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). Encerrar al evangelista, pues, con una sola congregación cristiana, o dentro de una sola ciudad o pueblo, sería ignorar el propósito expreso del don (que el Señor le había dado). Por esto, el apóstol Pablo, hablando de sí mismo en este carácter, dijo: «Soy deudor a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes»; y, «para predicar el evangelio más allá de vuestras regiones» (Rom. 1:14; 2 Cor. 10:16).
Refiriéndonos, entonces, a la cuestión, ¿cuál es el verdadero carácter del ministerio según la Palabra de Dios? En primer lugar, emana de Cristo Jesús ensalzado a la diestra de Dios como la Cabeza de la Iglesia. Él es el manantial. «Pero a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. Y esto de que subió, ¿qué quiere decir, sino que también descendió a las partes más bajas de la tierra? El que descendió es el mismo que también subió muy por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. Y él constituyó a unos apóstoles; a otros profetas; a otros evangelistas; y a otros pastores y maestros; a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efe. 4:7‑13). ¡He aquí un principio importante! Los dones no fueron otorgados a la Iglesia, sino a los hombres en bien de la Iglesia. Por eso, los que reciben tales dones son responsables al Señor mismo para el ejercicio de ellos, no a la Iglesia. Por lo tanto, la Iglesia no tiene ninguna facultad para elegir pastores y maestros o cualquier otro don nombrado, puesto que la responsabilidad de la Iglesia es recibir el ministerio de cada uno dotado por el Señor para edificar a la Iglesia. Un don no es «de parte de los hombres, ni mediante hombre» (Gál. 1:1); es dado por Cristo ascendido y glorificado, igualmente como Pablo recibió el don de «apóstol».
Hay otra verdad de igual importancia; es decir, que los dones pueden ser debidamente ejercitados solamente por el poder del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo es el característico distintivo de esta dispensación: Él mora en la casa de Dios –la Iglesia– e igualmente en cada uno de los creyentes en Cristo (véase Juan 7:39; 14:16‑17; Hec. 2; Rom. 8:15‑16; 1 Cor. 6:19; 2 Cor. 6:16; Efe. 1:13; 2:22, etc.). Por lo tanto, cuando los creyentes se reúnen, como nos enseña 1 Corintios, los capítulos 12 y 14, Él obra soberanamente en y por medio de los miembros del Cuerpo de Cristo según sus respectivos dones: «Porque a uno, mediante el Espíritu, le es dada palabra de sabiduría; a otro, palabra de conocimiento, según el mismo Espíritu… Pero todas estas cosas las hace el único y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Cor. 12:8, 11).
Cualquier arreglo humano para el ministerio en la Asamblea no solamente es incompatible con esta verdad, sino ignora totalmente la prerrogativa del Espíritu de Dios en cuanto al ministerio de la Palabra de Dios por quien Él llamara. Todo esto es una cosa muy solemne, pero ¡ay! tenido en poco por lo común. Además, tan enteramente se olvida la presencia del Espíritu Santo, que la autoridad y pretensiones del hombre son sustituidas, justificadas y aceptadas por la inmensa mayoría de los que profesan ser de Cristo.
Hay que observar cuidadosamente lo que enseñan las Escrituras: no es que todos tienen libertad para ministrar la Palabra, más bien que debe haber libertad para que el Espíritu Santo ministre por aquellos a quienes él escogiere. Hay una gran diferencia entre las dos cosas. La primera implicaría una democracia, la cual (en la Iglesia) es contraria a la mente de Dios. La segunda contempla el mantenimiento del señorío de Cristo en el poder del Espíritu, la sujeción de todos los miembros del Cuerpo a la Cabeza (Cristo) en una dependencia absoluta en la guía y sabiduría del Espíritu de Dios. En la primera instancia, el hombre toma el primado; en la segunda, Cristo se reconoce como supremo.
Mientras se sostienen estos principios primordiales del ministerio, debemos cuidar mucho de no olvidar que todo verdadero ministerio tiene que estar de acuerdo con, y en sumisión a la Palabra de Dios. Esto se da a entender de las instrucciones en 1 Corintios 14. El apóstol da instrucciones enfáticas tocante al ejercicio de los dones, y luego agrega: «Si alguno piensa ser profeta o espiritual, reconozca lo que os escribo, porque es mandamiento del Señor» (v. 37). Así que la Asamblea tiene derecho, más aún, es responsable de juzgar si cuanto lo que se ministra está de acuerdo con la verdad (v. 29), y de rechazar todo lo que no responda a este criterio. Por lo tanto (la Asamblea) no está entregada a la misericordia de hombres voluntariosos, más bien está provista de un salvaguardia apto para reprimir y reprender toda manifestación de la carne y no del Espíritu.
Se puede agregar una cosa más. Después de tratar de la cuestión de los dones, y de señalar que aun su ejercicio no es de ningún valor sin el amor (véase 1 Cor. 13:1‑2), el apóstol nos enseña que el propósito del ejercicio de ellos es la edificación de la Asamblea (véase cap. 14:3‑5). ¡Cuán hermosos son los propósitos de Dios!
Reunidos por su Espíritu alrededor de la persona del Señor en su mesa para anunciar su muerte (hasta que venga), él transporta nuestros corazones en adoración y alabanzas; luego él nos ministra la Palabra de Dios por medio de diversos miembros del Cuerpo de Cristo. Así que hay una operación doble del Espíritu Santo: nos capacita para ofrecer los sacrificios de alabanza a Dios; y atento a nuestras necesidades, nos ministra la palabra de sabiduría, doctrina o exhortación, tal como lo requiere nuestro estado espiritual.
En fin, que el lector descubra para sí estas verdades enunciadas según la Palabra de Dios, y el ruego expresado en las palabras del apóstol Pablo: «Examinadlo todo; retened lo bueno» (1 Tes. 5:21).
Además de las Sagradas Escrituras ya citadas, se recomienda la lectura de Romanos 12:4‑8; 1 Pedro 4:10‑11, etc.
11 - La Palabra de Dios
Es imposible poner demasiado énfasis en la importancia y el valor de la Palabra de Dios. Un amor sincero para ella debiera caracterizar a cada creyente, y no es por demás afirmar que dependen de esto nuestro crecimiento en gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. El Salmo 119, por ejemplo, se relaciona íntimamente con cada fase de la vida espiritual del salmista. Algunas de sus expresiones nos humillan de veras, mientras nos revelan a nosotros el lugar que la Palabra ocupaba en sus afectos. Él dice: «No me olvidaré de tus palabras»; otra vez, «Tus testimonios son mis delicias, y mis consejeros»; y otra vez, «Y me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado» (v. 16, 24, 47). En lenguaje aun más fuerte él exclama: «¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación»; y una vez más: «Por eso he amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro» (v. 97, 127). Job también de esta manera dice: «Del mandamiento de sus labios nunca me separé; guardé las palabras de su boca más que mi comida» (cap. 23:12). Desde aquel entonces hasta hoy día las mismas características se hallan en el testimonio de creyentes de una mente sincera, devota y espiritual. De acuerdo con todo esto, nos conviene considerar algunos aspectos en los cuales se presenta la Palabra de Dios al creyente:
1. Por medio de solamente ella se efectúa el nuevo nacimiento. «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad» (Sant. 1:18). «No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe. 1:23). Nuestro Señor nos enseñó la misma verdad cuando dijo que un hombre tiene que nacer de agua y del Espíritu (véase Juan 3:5); pues el agua es un símbolo bien conocido de la Palabra (véase Juan 15:3; Efe. 5:26, etc.).
2. Como es el medio del nuevo nacimiento, también es el alimento único para la naturaleza nueva. «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, para que con ella crezcáis para salvación, si habéis gustado que el Señor es bueno» (1 Pe. 2:2‑3). Y otra vez está escrito que «no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre» (Deut. 8:3; Mat. 4:4). La Palabra de Dios es, pues, la comida y sostén apropiados para la vida espiritual, el medio por el cual se nos imparte alimento y fuerza en Cristo, mientras peregrinamos por el desierto, esperando la venida del Señor; o hasta que estemos desatados para estar con Cristo, lo cual es mucho mejor (véase 1 Tes. 4:14‑18; Fil. 1:23). Hacemos hincapié en las palabras, «en Cristo», porque él mismo es nuestro manjar espiritual, tanto el «maná» como el «fruto de la tierra» (véase Éx. 16:15, 31 y Josué 5:11‑12); y, además, como el cordero asado al fuego (véase Éx. 12:8). Solamente en la Palabra de Dios se revela a Cristo en estos caracteres especiales.
Si recogiéramos el maná para nuestro uso cotidiano, tendríamos que meditar sobre los cuatro Evangelios, en donde se nos presenta a Cristo en su encarnación –un hombre humilde; y luego, si quisiéramos alimentarnos del fruto de la tierra, es decir, de Cristo glorificado, hay que leer en las epístolas, por ejemplo: Colosenses 3, Filipenses 3, etc.
Las Sagradas Escrituras, por lo tanto, son los pastos verdes a los cuales el Buen Pastor quiere llevar Su rebaño.
3. La palabra de Dios es nuestro único guía. «Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino» (Sal. 119:105). Así, cuando Josué estaba por conducir a los israelitas a la tierra de Canaán, el Señor le dijo: «Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas. Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien» (Josué 1:7‑8). Igualmente, en el Nuevo Testamento, tanto como en el Antiguo, se señala la Palabra de Dios en todas partes como nuestro único guía mientras estemos en este mundo de confusión. «Os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia» (Hec. 20:32); «desde la niñez conoces las Santas Escrituras, que pueden hacerte sabio para la salvación mediante la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:15‑17; véase también 2 Tes. 3:14; 2 Pe. 1:15; 1 Juan 2:27; Judas 3).
«Yo amo la Biblia, la gran maravilla,
Mensaje precioso de amor;
A vida eterna en vez del Hades
Me guía el Libro de Dios».
4. La Palabra de Dios es nuestro recurso y defensa contra las tentaciones y «los dardos encendidos del maligno»; de aquí se llama «la espada del Espíritu» (Efe. 6:16-17). Fue la única arma de nuestro bendito Señor durante su tentación por el diablo. A todas las seducciones que Satanás iba presentando a su alma –y le atacaba por cada vía de acceso y de todos modos– Cristo le contestaba cada vez con las palabras: «Escrito está». Desde el principio hasta el fin, Cristo jamás expresó un pensamiento propio, sino se apoyó solo y enteramente en la Palabra de Dios. Por eso, Satanás se quedó sin poder alguno (contra el Señor); no pudo ganar nada, sino, vencido en cada encuentro, tuvo que retirarse frustrado y derrotado. Combatido de esta manera, él ahora, tal como en aquel entonces, se queda sin fuerzas. No puede nada contra el creyente obediente y dependiente. ¡Ojalá que todo creyente, sea joven o anciano, siempre tuviera muy en cuenta todo esto!
5. La Palabra de Dios es la única norma de doctrina y de práctica. Por eso, tenemos que poner a prueba por medio de la Palabra de Dios todo cuanto se nos presenta. Así leemos en cada una de las siete cartas dirigidas a las siete iglesias: «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc. 2:7, 11, 17, 29; 3:6, 13, 22). Ellas, igualmente como sus prácticas, tenían que ser medidas por esta norma infalible. De igual manera el apóstol hacía recordar continuamente a aquellos a quienes él dirigió la Palabra, que era su responsabilidad sagrada de evaluar todo a la luz de lo que él les había enseñado. «Recibieron la palabra muy atentamente, examinando cada día las Escrituras para ver si lo que oían era así» (Hec. 17:11); «Pero si incluso nosotros o un ángel del cielo os predicara un evangelio diferente del que nosotros os hemos predicado, ¡sea anatema! Como antes hemos dicho, otra vez lo repetimos: ¡Si alguien os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema!» (Gál. 1:8‑9; véase también 1 Cor. 15:1‑11; 2 Tes. 2:15; 3:14).
6. La Palabra de Dios es el medio por el cual alcanzamos la santidad práctica. Cuando nuestro Señor intercedió por los suyos ante el Padre, oró así: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es la verdad» (Juan 17:17). Solamente por la aplicación constante de la Palabra a nosotros mismos, a nuestro modo de andar y a nuestras costumbres, podremos vivir más y más apartados del mal. Es por la aplicación de la Palabra por el Espíritu que el Señor lava los pies de los suyos, es decir: mantiene limpio el testimonio de los suyos. Esta es la obra que Cristo en su gracia ha emprendido a nuestro favor; sin embargo, no debemos olvidar nunca que nuestra responsabilidad es juzgarnos a nosotros mismos por la Palabra en la presencia de Dios. ¡Cuántos castigos y pruebas evitaríamos si fuéramos más atentos y fieles en todo esto! «Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (1 Cor. 11:31). Así pregunta el salmista: «¿Con qué limpiará el joven su camino?» La respuesta es, «Con guardar tu palabra» (Sal. 119:9). Otra vez dice: «Por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos» (Sal. 17:4). Es por medio de las Escrituras, y solamente así, que aprendemos la voluntad de Dios; y por la aplicación de la Palabra de Dios en el poder del Espíritu Santo, somos apartados de todo lo que es contrario a la mente de Dios, por un lado, y conformados a ella por otro lado. Siendo esto un obrar constante, produce en nosotros un aumento de santidad, la perfección, la cual se halla solamente en Cristo glorificado a la diestra de Dios.
7. Finalmente, recordemos que el Señor da suma importancia a la obediencia nuestra a su Palabra. Consideremos, por ejemplo, el pasaje bien conocido: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23). Se ve cuán gran bendición acompaña nuestra obediencia a la Palabra de Dios; pues jamás debemos pasar por alto el hecho de que, en este pasaje, es enteramente condicional la promesa del amor del Padre y de su venida juntamente con el Hijo para hacer morada con nosotros. Y el Señor agrega en el siguiente capítulo, «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Juan 15:10). Sin multiplicar ejemplos, al final de la Palabra inspirada él dice: «¡Mirad que vengo pronto! Dichoso el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Apoc. 22:7). Así que, él no solo espera que apreciemos y atesoremos las comunicaciones que se ha dignado darnos, sino cuenta también con nuestra obediencia de corazón a cada palabra que sale de la boca de Dios; además, ha manifestado que tal obediencia sea la expresión más alta de nuestro amor: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).
Por medio de este bosquejo sencillo de algunos usos de la Palabra de Dios y de nuestra responsabilidad con respecto a ella, a lo menos debemos reconocer su importancia suprema para el creyente.
Aprovechamos, por lo tanto, libertad para hacer dos observaciones prácticas y útiles para todo cristiano joven.
Primeramente, es necesario familiarizarnos con las Sagradas Escrituras. Por ejemplo, uno no podría repeler una tentación como lo hizo el Salvador, sin que fuera armado con la Escritura apropiada. De igual manera, podrían presentarse muchos casos acerca de los cuales un creyente se podría extraviar, simplemente por no haber conocido la mente del Señor revelada en su Palabra. De modo que una de las primeras obligaciones del creyente es estudiar y conocer la Palabra de Dios. «Hijo mío, si recibieres mis palabras, y mis mandamientos guardares dentro de ti, haciendo estar atento tu oído a la sabiduría; si inclinares tu corazón a la prudencia, si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios. Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el conocimiento y la inteligencia» (Prov. 2:1‑6). Con este ánimo uno debe escudriñar y estudiar constantemente, si quiere estar «apto y equipado para toda buena obra». No se recomienda que no sea leído ningún otro libro, pero sí, hágase de la Biblia la compañera principal, agregando a ella aquellos demás libros que nos ayudan a entenderla mejor; pues debiera ser la meta de cada creyente llegar a conocer la mente y la voluntad de Dios. Con todo esto, no debemos estudiar la Palabra de Dios tanto por conocerla, sino ponerla por obra. «Si alguno quiere hacer su voluntad, conocerá de mi enseñanza» (Juan 7:17). Si en este espíritu estudiáramos sistemáticamente las Escrituras, seríamos instruidos «para toda buena obra» (2 Tim. 3:17).
En segundo lugar, cuidemos de meditar aún más, si es que leemos mucho: «El indolente ni aun asará lo que ha cazado» (Prov. 12:27).
Se deleita en cazar, pero al tener éxito, se queda satisfecho y no se alimenta de lo cazado. Es así con muchas personas, al leer la Palabra de Dios. Su deleite se halla en la adquisición de la verdad; descansan en esto y por consiguiente pierden la bendición. En el pasaje ya citado, el Señor dijo a Josué: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él» (véase también Sal. 1:2; 119:97; Prov. 22:17‑18; 1 Tim. 4:15, etc.) La meditación en la presencia del Señor es la que nos hace gustar y sentir la dulzura, la hermosura y el poder de la Palabra de Dios. Por eso, no perdamos nunca una oportunidad de meditar en las Escrituras; y finalmente, tengamos muy en cuenta nuestra dependencia absoluta del Espíritu de Dios para poder entender la Palabra: «Pues, ¿quién de los hombres conoce las cosas de un hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, nadie conoció las de Dios, sino el Espíritu de Dios. Pero nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos lo que nos ha sido dado gratuitamente por Dios» (1 Cor. 2:11‑12).
Leyendo así las Escrituras diariamente, iremos conociendo la verdad, y por ella atraídos a una comunión más íntima con el Padre y con su Hijo, el Señor Jesucristo. ¡Amén!
12 - La oración
Nos queda solo un asunto más para terminar esta serie de estudios: el de la oración. En el anterior, hemos considerado la importancia de la Palabra de Dios. Ahora quisiéramos escribir sobre «la oración» y su relación a la vida espiritual del creyente. Estas dos realidades, «la Palabra de Dios» y «la oración» van siempre juntas en una. Fue así durante las actividades benditas de la vida del Señor Jesús. Después de un día largo de ministerio, está escrito de él cómo se retiró de la muchedumbre para orar: «Pero él se retiraba a lugares solitarios y oraba» (Lucas 5:16). Y otra vez: «sucedió en aquellos días que él fue a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios» (Lucas 6:12).
También cuando se suscitó la dificultad acerca de la distribución de las ofrendas de los santos en la iglesia primitiva, los apóstoles dijeron: «No conviene que nosotros, dejando la palabra de Dios, sirvamos a las mesas… Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra» (Hec. 6:2, 4). De igual manera el apóstol une estos dos ejercicios, al describir lo que es tomar «toda la armadura de Dios»: «Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento» (Efe. 6:17‑18).
Tenemos también exhortaciones precisas a que oremos; por ejemplo: «perseverantes en la oración» (Rom. 12:12); «orad sin cesar» (1 Tes. 5:17); «la necesidad de orar siempre y no desmayarse» (Lucas 18:1). Leyendo nosotros las introducciones de las epístolas de Pablo, veremos cómo él incorporó todo esto en sus propias exhortaciones. Trazando su camino como está descrito en el libro de los Hechos, diríamos que él no hacía otra cosa sino predicar; pero, leyendo las introducciones de sus epístolas, diríamos que no hacía otra cosa sino orar. Siguiendo el ejemplo de nuestro bendito Señor en sus labores incansables, él aprendió la necesidad de la oración constante a Dios.
De igual manera, la oración es una necesidad para cada hijo de Dios, porque somos débiles, impotentes y enteramente dependientes; y la oración es la expresión de nuestra necesidad de él al cual oramos. Dependiendo de Dios por todas las cosas, nuestras mismas necesidades nos urgen a su presencia; y teniendo libertad de acceso por Cristo en virtud del lugar –el de los hijos– que ocupamos, y en virtud del parentesco de que gozamos, «Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:16).
12.1 - La manera de orar
El Señor nos enseña cómo debiera ser nuestra manera de orar. Hablando a sus discípulos del tiempo cuando debiera estar ausente de ellos, dice: «Todo lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pedís en mi nombre, yo lo haré» (Juan 14:13‑14). Dos cosas se implican en esto: el nombre de Cristo es nuestra autoridad para acercarnos a Dios el Padre; nuestro título de acercamiento es en Cristo, y solamente en Cristo. Esta verdad nos da confianza. Si solamente pensáramos en nosotros con nuestros fracasos e indignidad, jamás nos atreveríamos a entrar en la presencia de Dios; pero cuando fijamos los ojos en Cristo, en lo que él es en sí mismo, lo que es para Dios, y lo que es a favor nuestro; cuando nos acordamos de que aparecemos ante Dios en toda su aceptabilidad infinita, entonces comprendemos que Dios se deleita en nosotros –en nuestro acercamiento, en nuestros ruegos y oraciones. Así estamos animados a acercarnos a Dios, y a descargar nuestros corazones ante él en todo tiempo de necesidad o prueba.
Segundo, pedir alguna cosa en nombre de Cristo es más que tener un título por su nombre: en verdad, es estar ante Dios en el valor total y autoridad de aquel nombre. Si, por ejemplo, presento un cheque al cajero de un banco, pido el valor del cheque en nombre del que lo firmó. Así cuando aparezco ante Dios en el nombre de Cristo, presento mis súplicas con todo el valor que su nombre tiene para Dios. Por lo tanto, Cristo dice: «Todo lo que pidáis en mi nombre, eso haré», porque de veras es el gozo del corazón del Padre conceder toda petición que así se presenta. La promesa es absoluta y sin limitación alguna por la sencilla razón de que no se podría pedir nada en el nombre de Cristo que no estuviera de acuerdo con la voluntad de Dios. No podríamos invocar su nombre para cualquier deseo que no fuera inspirado en nuestros corazones por su mismo Espíritu.
12.2 - Más instrucciones sobre el mismo tema
En el capítulo 15 de Juan, nuestro Señor nos da más instrucciones sobre el mismo tema. «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (v. 7). Con esta hay otra Escritura relacionada: «Y esta es la confianza que tenemos para con él, que si pedimos algo conforme a su voluntad, él nos escucha» (1 Juan 5:14). En este pasaje es conforme a la voluntad de Dios, excluyendo así todo lo que no sea según su voluntad. Pero nuestro Señor dice, «cuanto queráis», y esto trae ante nosotros un aspecto de la oración de suma importancia: Juan 15:7 es condicional: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros», lo cual quiere decir, morando en Cristo, siempre acordándonos de que dependemos de él absolutamente por y para todo, y que sin él nada podemos hacer. Verdaderamente expresamos sus propios pensamientos y deseos cuando sus palabras están en nosotros, amoldándonos según su propia mente, formándose él mismo en nosotros; y por lo consiguiente lo que quisiéremos tiene que ser «conforme a su voluntad». Al mismo tiempo se dará por entendido que el poder de nuestras oraciones depende de nuestro estado espiritual. Este es un principio infalible y se expresa en 1 Juan 3:21‑22: «Amados, si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios; y todo cuanto pidamos lo recibimos de él; porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es agradable ante él».
Santiago también nos dice que «la ferviente súplica del justo puede mucho» (Sant. 5:16). ¡Cuán importante es todo esto! A veces somos muy negligentes espiritualmente, y así se interrumpe la comunión con Dios: nuestras oraciones resultan frías e inanimadas, degenerándose en vanas peticiones de verdades conocidas o frases viejas que finalmente llegan a ser fórmulas muertas sin significado. Se repiten palabras para apaciguar la conciencia, sin expresar las necesidades del corazón, tampoco los anhelos del alma hacia Dios; pero no hallan ninguna respuesta y no traen ninguna bendición. ¡Tengamos cuidado de no caer en un estado tal, porque es el principio del descarriamiento del creyente! Si por la gracia de Dios esta condición rebajada no se reprime a tiempo, tal creyente puede traer mucha deshonra y aun vergüenza abierta al nombre de Cristo.
12.3 - Los usos de la oración son múltiples
En primer lugar, el Señor nos ha asociado con él mismo en todos los deseos suyos. Sí, «con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). Por eso Dios espera que nuestro amor tenga comunión con todo lo que es apreciado por su propio corazón. Él ha hecho nuestros sus intereses; por lo consiguiente él espera que nos enteremos bien de estos y que sean el objeto de nuestras oraciones.
¡Qué privilegio más grande! Nos es permitido escudriñar todos los propósitos de Dios como se revelan en la Palabra; a contemplar con deleite su desarrollo; a mirarlos todos centrados en y fulgurando de la persona de su Cristo, tanto como aumentando el crecimiento de gloria a su nombre. En verdad, si estamos capacitados por el poder del Espíritu para entrar un poco en esta posición maravillosa, sin duda no nos faltará ni asunto ni motivo para la oración.
Además, podemos expresar en la oración todas las numerosas necesidades de nuestras almas. «No os preocupéis por nada, sino que en todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6‑7). Esta palabra es más notable porque se halla en el mismo capítulo en donde el apóstol nos asegura que «Mi Dios colmará toda necesidad vuestra, conforme a sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús» (v. 19). Aunque se nos da a compartir esta bendita confianza, Dios quiere que nosotros con toda la libertad de que gozamos como sus hijos, hagamos notorias ante él todas nuestras peticiones; y aun cuando no nos dé una respuesta afirmativa en todo caso, no obstante, él nos asegura que la «paz de Dios… guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (4:7). De esta manera se establece esa confianza en nuestra comunión con Dios, se forma la práctica inapreciable de vivir sin reserva delante de él, y se cultiva la intimidad de comunión para con él. De acuerdo con esto el salmista exclamó: «Esperad en él en todo tiempo, oh pueblos; derramad delante de él vuestro corazón» (Sal. 62:8); y el apóstol Pedro dijo: «depositando sobre él toda vuestra ansiedad, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pe. 5:7).
12.4 - La fe relacionada con la oración
Se debe agregar que la Palabra de Dios da mucho énfasis a la fe relacionada con la oración. Nuestro Señor ha dicho: «os digo que todo por lo que oráis y pedís, creed que lo habéis recibido, y lo tendréis» (Marcos 11:24). Santiago nos dice: «Y si a cualquiera de vosotros le falta sabiduría, pídala al que la da generosamente y sin reproche, a Dios, y le será dada. Pero pida con fe, sin ninguna duda» (1:5‑6); y otra vez nos dice que «la oración de fe salvará al enfermo» (5:15). Así también leemos en Hebreos que, «sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que existe, y que recompensa a los que le buscan» (11:6). Es fácil entender esto, porque de seguro Dios tiene derecho de contar con nuestra confianza en su amor, y en su carácter, y nuestra fe en su Palabra, ya que se nos ha revelado en la persona de su Hijo amado. Por eso, abrigar dudas mientras nos acercamos a él en la oración sería deshonrar su nombre. Él quiere que contemos con su fidelidad y amor, tal como él cuenta con nuestra confianza y fe. Nuestro bendito Señor hizo recordar a sus discípulos: «vuestro Padre sabe de lo que tenéis necesidad antes de que se lo pidáis» (Mat. 6:8). Y el apóstol Pablo agregó: «El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32). Así que el don de su propio Hijo –por cuanto fue su don más grande y la más perfecta prenda de su amor– es el fundamento sobre el cual podemos descansar en la plena seguridad de que no nos quitará ningún bien (véase Sal. 84:11), sino que se deleitará en bendecirnos según el intento de su propio corazón y de su conocimiento perfecto de nuestras necesidades.
12.5 - La oración verdadera en y por el Espíritu Santo
Finalmente, toda oración verdadera debe ser en y por el Espíritu Santo (véase Rom. 8:26‑27; Fil. 3:3; Judas 20). De veras, él es el poder para la oración, tanto como es el poder para cada actividad de la vida espiritual. Así que dependemos enteramente del Señor Jesús para el acceso a Dios, del Espíritu Santo para el poder en la oración, y de Dios para las bendiciones que anhelamos recibir. ¡A su nombre sea toda la gloria!
Se nos recomienda muy encarecidamente la perseverancia en la oración. Reglamentos en cuanto al tiempo o la frecuencia de la oración no se pueden hacer o imponer a nadie; pero de una cosa estemos bien convencidos: no podemos ocuparnos demasiado en la oración. «Orad sin cesar» (1 Tes. 5:17).
Mientras más vivimos en la presencia de Dios, más deseo y ocasión para orar tendremos. Es nuestra responsabilidad orar sin cesar, manteniendo siempre ininterrumpidamente el sentido de dependencia de la gracia divina y nuestra necesidad de ella también. Solo así podremos echar toda nuestra solicitud en Dios, gozar siempre de libertad de corazón en su presencia, y como consecuencia hallar siempre temas nuevos de gratitud y de alabanza en el recibimiento sin cesar de misericordia, gracia y bendiciones como fieles respuestas a nuestras plegarias. Amén.
13 - Nuestra posición y nuestra condición
Presentamos aquí algo de los más maravillosos y provechosos principios que se refieren a un recto entendimiento espiritual sobre la posición y la condición ante Dios de los creyentes en general.
Existe una ignorancia verdaderamente patética sobre estos puntos, ya que un mal entendimiento sobre la «posición» y la «condición» del cristiano ante Dios puede tener por resultado confusión y doctrinas falsas.
Cierta vez se le preguntó a un predicador si determinada práctica de un creyente alteraría su estado ante Dios; a lo cual el interrogado contestó: «Sí, afectará su condición, pero no desmedrará su posición ante Dios». ¿Qué quiere decir esto?
Conduciremos al lector a porciones de la Palabra de Dios que tratan sobre estas cosas tan importantes.
Citaremos primero tres pasajes que se refieren a nuestra posición ante Dios.
«Os hago saber, hermanos, el evangelio que os prediqué, que también recibisteis, en el cual también estáis firmes» (1 Cor. 15:1).
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos acceso, por la fe, a esta gracia en la que estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:1‑2).
«Por medio de Silvano, a quien considero un hermano fiel, os he escrito brevemente para animaros y aseguraros que la gracia en la que estáis es la verdadera gracia de Dios» (1 Pe. 5:12).
La posición del convertido es tal como Dios le ve en Cristo Jesús. Por consiguiente, ante Dios se halla en toda la perfección de Cristo Jesús.
¿Cómo contempla Dios a su Hijo amado? Sin tacha, sin mancha, y siempre perfecto. ¿Cómo nos ve Dios a nosotros? En Cristo Jesús nos ve salvos, lavados con su sangre, y también sin tacha, sin mancha, y siempre perfectos.
Ya que nuestra «vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3), tenemos muchas prerrogativas tales como la de no ser llamados a juicio por nuestros pecados, y la certidumbre positiva de que el Señor nos guardará para el día venturoso de su segunda venida y la resurrección de los suyos. Esa confianza es expresiva en las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: «porque sé a quién he creído, y estoy convencido que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (2 Tim. 1:12).
Ahora bien, veamos cuál es la condición del creyente. Citaremos primero seis textos que se refieren a nuestra condición espiritual.
«Espero en el Señor Jesús enviaros pronto a Timoteo, para que yo también me anime al tener noticias vuestras» (Fil. 2:19).
«No lo digo movido por la necesidad; porque he aprendido a estar contento en las circunstancias en las que me encuentro» (Fil. 4:11).
«Tíquico, el hermano amado, fiel ministro y consiervo mío en el Señor, os informará de todas mis cosas» (Col. 4:7).
«Se llenó de amargura mi alma, y en mi corazón sentía punzadas. Tan torpe era yo, que no entendía; era como una bestia delante de ti. Con todo, yo siempre estuve contigo; me tomaste de la mano derecha» (Sal. 73:21‑23).
«Porque a nadie tengo del mismo ánimo, que tan realmente se interese por lo que os concierne; 21 porque todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús» (Fil. 2:20‑21).
«Porque temo que al llegar no os halle tales como quiero, y que yo sea hallado por vosotros como no queréis; no sea que haya peleas, envidias, enfados, rivalidades, calumnias, murmuraciones, insolencias y desórdenes; y que al estar de nuevo entre vosotros, me humille Dios ante vosotros; y me lamente por muchos de los que pecaron antes, y no se arrepintieron de la inmundicia, de la fornicación y de la lascivia que cometieron» (2 Cor. 12:20‑21).
¿Cuál es la condición del creyente ante Dios? Es tal como él nos ve en nuestro discurrir diario. ¿Cómo andamos? Fallamos a cada paso y siempre tenemos que ser disciplinados y corregidos. Pecamos en palabras, en hechos y en pensamientos, siendo tentados, atraídos y cebados por nuestra propia concupiscencia (Sant. 1:12‑16). Aun pecamos muchas veces por no hacer lo que debiéramos o sea por negligencia (Sant. 4:17).
La Palabra de Dios no estaría completa si nos enseñara tan solo cómo ser salvos, sino también cómo debiéramos andar después de convertirnos a Cristo. Recomendaríamos, pues, al creyente que tuviera dificultad en comprender esto, que se pregunte a si mismo cuando lee algo de su Biblia: “¿Habla este o aquel versículo de mi posición o de mi condición ante Dios?”
Existiendo una gran diferencia entre ambos géneros, conviene escudriñar más las Escrituras para llegar a mejores conclusiones. Tomemos, por ejemplo, la Primera Epístola a los Corintios. En el capítulo 1:2, el apóstol se dirige a los creyentes, titulándolos como «santificados en Cristo Jesús, llamados santos, con todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro»; pero en el capítulo 3:3, los calificó de «carnales… habiendo entre vosotros celos y contiendas».
En la primera parte, al llamarlos «santificados» (apartados) por él y para su gloria, se está considerando la posición ante Dios de los corintios, perfectos en él. Pero su modo de andar o sea su condición, estaba sujeta a la crítica constructiva del apóstol Pablo, pues los encontró completamente «carnales» y andando «como hombres», por lo que necesitaban ser corregidos y exhortados.
También en Colosenses 2:10 leemos: «Estáis completos en él». Se refiere este versículo a la posición perfecta que cada creyente tiene en Cristo. No se podría jamás mejorar tan privilegiada posición porque ya el creyente es completo en Él.
Pero lamentablemente nuestro modo de andar o condición no guarda igual correlación, porque jamás podemos decir que estamos sin pecado: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él [a Dios] mentiroso, y su palabra no está en nosotros» (1 Juan 1:10).
Dios siempre contempla a los suyos como si ya estuvieron en la gloria, es decir, en cuanto a su posición actual ante él. En Efesios 2:6 nos confirma esta verdad tan preciosa: «nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús». ¡Sublime bendición! Pero en Colosenses 3:5 se nos exhorta en cuanto a nuestra condición terrenal, amonestándonos a que debemos mortificar nuestros «miembros terrenales». Así pues, vemos que los creyentes a la vez se les sitúa tanto en el cielo como en la tierra.
La Epístola de Pablo a los Efesios es la porción más extraordinaria de toda la Biblia referente a la «posición» y la «condición» del creyente. Se divide la epístola en seis capítulos. Los tres primeros tratan de la posición nuestra en los lugares celestiales en Cristo, y terminan con la palabra «Amén» al fin del capítulo tres. «Amén» quiere decir: «así sea». (Los indígenas bolivianos tienen una expresión muy vibrante en quechua, “Jina cáchun” –«así sea»).
La segunda parte de la epístola, los tres capítulos restantes, empieza con la palabra «andar»: «Yo, pues, prisionero en el Señor, os exhorto a que andéis de manera digna del llamamiento con que fuisteis llamados» (Efe. 4:1). Así es que nuestro modo de andar o sea nuestra condición es el tema que llena todos estos capítulos 4‑6 de la epístola.
Es obvio, pues, que hay más instrucción en la Palabra de Dios referente a la condición del creyente que a la posición del creyente ante Dios. Debe ser así, porque su condición es terrenal y temporaria, pero su posición es celestial, eterna y perfecta. Cristo en su muerte en la cruz del Calvario lo ha hecho así; es el don gratuito de nuestro Dios para pobres pecadores como nosotros.
Tenemos que ser «celoso de buenas obras» (Tito 2:14), no para que seamos salvos, más bien porque ya somos salvos.
Es el deseo constante del Padre (y el Espíritu Santo obra también continuamente con igual propósito), que nuestra condición esté en conformidad con nuestra posición gloriosa y celestial.
«No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus malos deseos; ni ofrezcáis vuestros miembros como instrumentos de iniquidad para el pecado, sino ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros como instrumentos de justicia para Dios. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom. 6:12‑14). «Huye de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor» (2 Tim. 2:22).
Ahora, una exhortación final para los creyentes verdaderos, nacidos de nuevo, arrancados de la servidumbre de Satanás, de las tinieblas del mundo y del pecado, para ser asegurados en perfecta salvación y vida eterna, es decir, para los de quienes está escrito: «Vosotros ya vosotros estáis limpios» (Juan 15:3).
Cabe preguntar, entonces, ¿en qué forma, en cuanto a su condición espiritual, puede un hombre de Dios ir camino a la perfección y estar bien preparado para toda buena obra? La respuesta se lee en 2 Timoteo 3:16‑17: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia; a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra».
La Palabra de Dios es poderosa para ejercer su maravillosa influencia divina –ya que su origen es divino– para quebrantar y despertar corazones y conciencias adormecidas, muchas de las cuales ni siquiera se dan cuenta de la posición a que han ascendido cuando han sido salvados, por gracia, por el amor de Dios y por la sangre del Señor Jesucristo. Escudriñad, pues, las Escrituras.