Índice general
Una salvación tan grande
Autor:
La vida cristiana El alcance y la extensión de la salvación
Temas:0 - Introducción
La Biblia presenta esta «salvación tan grande, la cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad» (Hebr. 2:3-4).
Los creyentes que gozan de esta «salvación tan grande» conocen prácticamente algo de su valor. No obstante, solamente estudiando la Palabra de Dios con atención podremos entrever su verdadera grandeza. Por eso la finalidad de este artículo es la de presentar la enseñanza de la Palabra sobre la salvación vista en su aplicación individual, mientras que los beneficios colectivos relacionados con la salvación son considerados brevemente aquí o allá.
La salvación tiene efectos muy vastos. Comprende todas las bendiciones que proporciona el Evangelio, no solamente el perdón de los pecados sino también todos los propósitos que el amor de Dios previó para sus hijos y para gloria del Señor Jesús. Conviene que consideremos una por una esas bendiciones. Por tal razón, cada uno de los capítulos que siguen desarrolla un aspecto particular de la salvación con el fin de permitir una mejor comprensión.
Así como no podemos ver simultáneamente los diferentes lados de un edificio, tampoco nos es posible captar el conjunto del plan divino de una sola vez. Debemos contentarnos con examinar un elemento tras otro. Pero, cada vez, el estudio detallado de un aspecto de la salvación nos regocijará y nos permitirá un progreso espiritual.
Después de este estudio detallado podremos vislumbrar mejor como un conjunto las bendiciones que Dios nos ha destinado. Así mantendremos un sano equilibrio que nos impida favorecer algún aspecto parcial. Tenemos que distinguir las diferentes verdades sin dividirlas, porque todas están ligadas entre sí.
Ojalá que este tema nos ayude a crecer en el conocimiento de la salvación y de su Autor. De este modo nuestros corazones se sentirán cada vez más dispuestos a elevar a Dios las acciones de gracias y la alabanza.
1 - El perdón
¡Qué felicidad ser perdonado! Un hijo lo experimenta desde muy joven cuando su conciencia se despierta. Del mismo modo, la necesidad del perdón de Dios, como resultado del sentimiento de culpabilidad ante él, es frecuentemente el primer signo de que el Espíritu ha empezado a obrar en alguien.
Esperamos que el lector posea ya la seguridad de este perdón por la fe en el Señor Jesucristo. Lo que sigue ha sido escrito para afirmarlo al respecto y después permitirle que se alegre plenamente de contar con este perdón que es una bendición del Evangelio.
1.1 - Todos culpables ante Dios
Escuchemos primeramente lo que la epístola a los Romanos dice respecto al perdón de los pecados, pues en esta epístola están expuestos los primeros principios del Evangelio.
Después de haber declarado, desde la introducción, que el Evangelio es «poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Rom. 1:16) el apóstol Pablo comienza su exposición doctrinal hablando de «la ira de Dios» y de la culpabilidad del hombre.
Desgraciadamente, numerosos son aquellos que no quieren reconocer esta culpabilidad personal. Procuran destruir los fundamentos sobre los cuales reposa su responsabilidad ante Dios. Por un lado, alegan que hay en el hombre una supuesto bondad natural, la que conduciría a la humanidad a un continuo progreso moral y, por el otro, rechazan todas las normas recibidas respecto al bien y al mal.
Para esos discutidores, el bien y el mal serían completamente relativos, puesto que han sido determinados en el pasado por las personas más influyentes y en nuestros días por las encuestas de opinión. Según ellos, el pensamiento humano sería el único árbitro en estas cuestiones. Por eso la única culpabilidad que reconocen es la inobservancia de los usos y las leyes vigentes en un país en una época determinada o, dicho de otra manera, una culpabilidad ante sus semejantes y ante la sociedad en general. Esta manera de ver descuida un punto capital: el hombre no es independiente de todo y deberá rendir cuentas a su Creador. Por eso la ira de Dios se manifiesta contra toda impiedad –el hecho de vivir sin Dios– y contra toda injusticia –el hecho de hacer lo que Dios desaprueba– (1:18). Su Palabra afirma que todos somos culpables ante él, incluso si esta culpabilidad varía de uno a otro.
La epístola a los Romanos presenta el tema dividiendo a la humanidad en tres categorías: primeramente, están los pueblos idólatras, después los hombres muy cultos y finalmente los judíos.
1.2 - La culpabilidad de los pueblos idólatras
Para convencer de pecado a un hombre puede ser necesario un tiempo bastante largo. Por eso el apóstol empieza por describir el triste estado de los pueblos idólatras y depravados (Rom. 1:18-32).
La Palabra de Dios los declara culpables, inexcusables porque no correspondieron debidamente al conocimiento del Dios supremo, revelado inicialmente a todos los pueblos. No rindieron gloria a su Creador y no le dieron gracias por su bondad. Peor todavía, practicaron la idolatría, honrando y sirviendo a la criatura antes que a aquel que la creó. Como consecuencia, cayeron en una degradación moral espantosa, arruinando su alma y su cuerpo. El apóstol no apunta a establecer la culpabilidad de ellos, sino que se limita a enumerar sus caracteres depravados. Eso es suficiente para comprender por qué la ira de Dios se revela contra ellos.
1.3 - La culpabilidad de los hombres cultos
Después de haber presentado el caso de los pueblos que parecían ser los más alejados de Dios, la epístola a los Romanos se interesa por los hombres que constituían entonces lo más selecto, todos aquellos que se estimaban en condiciones de juzgar a los otros (Rom. 2:1-16). Podían ser tanto moralistas como griegos versados en filosofía. El apóstol los interpela en estos términos: «Oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas». Ellos también son declarados «inexcusables», pues bajo la bella apariencia de la enseñanza moral y del pensamiento filosófico se ocultaban las costumbres más impuras. Sin embargo, es necesario un razonamiento bien construido para llevarlos a la convicción de pecado. Los tres hechos en que se apoya la demostración del apóstol tornan imposible toda escapatoria al juicio de Dios.
Primeramente, este juicio es «según verdad» (v. 2). Estos hombres que condenan a los otros y se creen superiores no engañan a Dios. Su juicio es según la exacta verdad. Dios no se atiene a la apariencia, sino que considera el verdadero estado moral de cada uno y conoce los secretos pensamientos de los hombres.
Seguidamente su juicio es «justo» (v. 5): una justicia absoluta e inflexible prevalecerá. No solamente serán juzgadas las faltas manifiestas, sino también el espíritu razonador de esos hombres y su rechazo a someterse a la voluntad de Dios.
Por último, este juicio es imparcial, porque «no hay acepción de personas para con Dios» (v. 11). Él tendrá en cuenta la responsabilidad de cada uno. Algunos no habrán tenido más que la voz de su conciencia para refrenarlos, mientras que otros habrán dispuesto de un vasto conocimiento de la ley divina.
Todas estas declaraciones son suficientes para cerrar la boca de los hombres más civilizados y convencerlos, a ellos también, de que son culpables ante Dios.
1.4 - La culpabilidad de los judíos
La tercera y última categoría de personas es claramente designada como la de los judíos (Rom. 2:17 al 3:20). Poseían una cultura no solamente derivada de una larga historia sino, además, de origen divino.
Si los hombres más instruidos se permitían criticar a los pueblos idólatras pese a practicar los mismos pecados, los judíos religiosos iban más lejos todavía. Se jactaban de poseer la ley de Dios, la enseñaban a los otros con un espíritu de superioridad, pero no la practicaban en absoluto, de manera que el nombre de Dios era blasfemado a causa de ellos. Para demostrar la culpabilidad de los judíos, el apóstol se apoya en sus propios escritos. Las citas del Antiguo Testamento que presentan la profunda maldad de la naturaleza humana les son aplicadas porque «todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley» (3:19), es decir, a los judíos.
Estas acusaciones decisivas de la ley no tenían en vista a las otras naciones, civilizadas o no, sino por cierto a los judíos imbuidos de sí mismos, a fin de que sus bocas fueran igualmente cerradas y así todo el mundo resultara culpable ante Dios.
1.5 - La culpabilidad del hombre moderno
Después de haber visto cómo el apóstol considera a todos los hombres de entonces, debemos hacer notar que la culpabilidad del hombre moderno está vinculada a los tres casos considerados.
En ciertos aspectos, a causa de su decadencia moral, el hombre moderno se incluye en el campamento de los pueblos idólatras. Por otra parte, los caracteres morales de estos pueblos se parecen mucho a los descriptos proféticamente para los últimos días (véase 2 Tim. 3:1-5). Por su brillante civilización científica, el hombre de hoy en día hace pensar igualmente en los griegos que eran los intelectuales de la época. Finalmente, el hombre moderno se asemeja a los judíos por su cultura judeocristiana. Se jacta de un pasado religioso de los más ricos, pero ha perdido la fuerza de la piedad y en su conjunto ha renegado prácticamente de la fe cristiana.
1.6 - El perdón de los pecados
Como queda demostrada la culpabilidad del hombre, el perdón es una necesidad apremiante. Además, está mencionado desde el principio de las instrucciones dadas por el Señor resucitado. En Lucas 24:45-48, el Señor dice a los apóstoles que el arrepentimiento y el perdón de los pecados debían ser predicados en su nombre a todas las naciones. En el momento de su conversión, el apóstol Pablo oyó en una visión celestial la misma instrucción de boca del Hombre glorificado. Jesucristo lo enviaba a las naciones para que estas recibiesen el perdón de pecados (Hec. 26:16-18). El libro de los Hechos muestra cómo fueron ejecutadas tales órdenes. En ocasión de la primera predicación pública, el día de Pentecostés, el apóstol Pedro anuncia el arrepentimiento y el perdón de los pecados a la muchedumbre reunida en Jerusalén (2:38). Ante las autoridades religiosas, da testimonio acerca del perdón de pecados (5:31). Cuando comienza a anunciar el Evangelio a las naciones, ante Cornelio y sus amigos, declara que «todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (10:43). En cuanto a Pablo, a partir de su primer viaje misionero, proclama «que por medio de él se os anuncia perdón de pecados» (13:38).
En cada uno de los seis relatos arriba mencionados, el vocablo griego traducido por «perdón» es el mismo. Este término significa simplemente «remisión» o «liberación». Es exactamente lo que le hace falta a un pecador cuya conciencia está cargada y que se arrepiente. Hace falta que sus pecados sean «remitidos» por Aquel ante quien se hizo culpable. ¡Qué feliz liberación, qué descanso para la conciencia al saberse perdonado! He aquí cuál es la parte de cada hijo de Dios. El apóstol Juan dijo: «Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre» (1 Juan 2:12).
1.7 - Perdón y justificación
Como acabamos de verlo, en la epístola a los Romanos el Espíritu Santo pronuncia el veredicto de culpable ante Dios. Habríamos podido esperar que inmediatamente después se desarrollara la doctrina del perdón; sin embargo, esta doctrina se encuentra mencionada una sola vez en toda la epístola: «Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas» (Rom. 4:7). Es la cita del Salmo 32:1. Esto muestra la felicidad del hombre a quien Dios atribuye la justicia sin obras. Este versículo confirma que la imputación de la justicia –es decir, la justificación– implica y contiene el perdón.
Las palabras «justicia» y «justificación», tan frecuentemente empleadas en la epístola a los Romanos, están caracterizadas por una gran plenitud y responden a la culpabilidad general demostrada al principio de la epístola. No podemos ser perdonados sin estar justificados ni viceversa. No obstante, el perdón tiene más bien un carácter negativo –somos aligerados del peso de la culpabilidad de nuestros pecados–, mientras que la justificación es positiva: adquirimos la justicia.
1.8 - El fundamento del perdón
Un hombre inquieto a causa de sus pecados no encontrará descanso si no ve claramente cuál es el fundamento del perdón. Se puede tener ciertos vagos pensamientos con relación a la misericordia y a la bondad de Dios, de su disposición a recibir a los pecadores, pero también hace falta saber que el perdón se funda sobre la justicia divina. Cristo murió para llevar los pecados de los rescatados; sufrió el completo castigo que ellos merecían. Por eso ahora Dios es justo al recibir como perdonados a aquellos que vienen a él por medio de Jesucristo. Su justicia está satisfecha acerca de las faltas de ellos.
Dios no perdona a la manera de los hombres. No pasa con indulgencia por encima de los pecados, sino que, en su amor, envió a su Hijo para que fuera «propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:10). De modo que Dios puede ser justo y justificar a aquel que es de la fe de Jesús (Rom. 3:26; véase también 1 Juan 1:9).
¡A él le sea tributado por siempre todo el agradecimiento!
1.9 - Pregunta 1
A veces se oye decir que todos los hombres son perdonados. ¿Es justo este pensamiento?
No, el mismo no es según la Escritura. El hecho de que Dios estuviera en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados (2 Cor. 5:19) evidentemente es maravilloso. Sin embargo, los ofrecimientos de gracia hechos por Dios cuando el Señor estaba en la tierra fueron rechazados. Es entonces un hecho mucho más maravilloso que Dios se haya servido de la muerte y la resurrección de Cristo para dirigir a los hombres culpables un mensaje de perdón (véase Lucas 24:46-47).
De manera que el rechazo de Cristo no fue seguido de una declaración de guerra y de un juicio inmediato sobre un mundo rebelde. Dios más bien concertó un armisticio de larga duración, durante el cual se ofrece a cada individuo una amnistía. Si alguien se humilla, se arrepiente y se vuelve por la fe hacia el Salvador, recibe el perdón.
El perdón, pues, está al alcance de todos los hombres, pero no es exacto decir que todos los hombres son perdonados.
1.10 - Pregunta 2
¿Es verdad que, cuando un hombre se arrepiente y cree, recibe el perdón una vez para siempre?
Es verdad, bendito sea Dios. En el relato de Hebreos 9:6 al 10:18, concerniente al sacrificio de Cristo, este hecho es uno de los más importantes. Dicho pasaje capital afirma siete veces que el sacrificio de Cristo es único y que fue ofrecido una sola vez. Afirma igualmente que aquellos que se acercan a Dios sobre la base de este sacrificio son hechos «perfectos para siempre» (10:14). Esta perfección está fundada sobre la única y perfecta purificación que los rescatados han obtenido y en virtud de la cual se acercan a Dios por no tener ya «conciencia de pecado» (10:1-2). Estamos ante Dios en un estado de eterno perdón.
1.11 - Pregunta 3
Si se enseña al creyente que él obtiene a su conversión el perdón de sus pecados pasados, presentes y futuros, ¿no corre el riesgo de sentirse impulsado a la despreocupación y al pecado?
En los capítulos siguientes tendremos ocasión de ver que el perdón está ligado a un cambio de posición ante Dios: nos convertimos, por la fe, en hijos de Dios y somos aceptados ante él en razón de hallarnos en Cristo. A raíz de esta aceptación, nuestros pecados pasados, presentes y futuros están perdonados, de lo cual resulta un profundo gozo. «Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad…» (Sal. 32:2; véase también Hebr. 10:17-18).
Por el contrario, si bien las faltas desde nuestra conversión en nada modifican nuestra posición de hijos de Dios, ellas interrumpen nuestra comunión con el Padre y nos quitan nuestro gozo. En efecto, el Espíritu Santo en nosotros es entristecido y la naturaleza divina, adquirida al convertirnos, se siente como paralizada, pues le tiene horror al mal.
Tenemos, pues, que confesar inmediatamente nuestros pecados para gozar de nuevo del perdón de Dios: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados» (1 Juan 1:9). Pero aquí se trata del perdón gubernamental que nos restaura en la comunión con el Padre y no del perdón fundamental adquirido desde el principio de la vida cristiana.
2 - La justificación
En su gracia, Dios nos perdona y, aun más, nos justifica.
Ser justificado es estar liberado de toda acusación que pudiera ser presentada contra nosotros. Es lo contrario de ser condenado, así como ser culpable es lo opuesto de ser perdonado.
La justificación, pues, libera al creyente de toda acusación y de toda sentencia que el tribunal divino debería pronunciar contra él. Pero eso no es todo, ya que la justificación no tiene solamente el carácter negativo de liberar de la condenación. Ella enriquece al creyente con una justicia a la vez positiva y divina.
Hemos visto que el comienzo de la epístola a los Romanos establece la culpabilidad del hombre. Como conclusión, el versículo 19 del capítulo 3 declara que todo hombre es culpable ante Dios. El versículo siguiente advierte que la ley no proporciona ningún socorro. Al contrario, en lugar de justificar al hombre, ella lo convence de pecado y hace caer sobre él una justa condenación. Ante estas tristes conclusiones, a partir del versículo 21 el apóstol Pablo expone la gloriosa doctrina de la justificación.
2.1 - La justicia de Dios
El apóstol comienza proclamando que la justicia de Dios se ha manifestado. Al declarar que el hombre es pecador, Dios ya había mostrado su justicia y establecido que Él no podía hacer ningún compromiso con el pecado. Pero ahora, esta justicia es manifestada con brillo incomparable por la obra de Jesucristo.
Cristo glorificó perfectamente a Dios en la tierra. En particular, puso su vida voluntariamente. Fue una ofrenda agradable a su Dios, quien fue aplacado respecto al pecado e incluso glorificado. Entonces Dios lo resucitó y lo hizo sentar a su derecha. Cristo glorificado es una primera manifestación de la justicia divina (Juan 10:17; 17:4-5; 16:10).
Por otra parte, Cristo se entregó por nosotros. Soportó la condena que merecía el pecado (Rom. 8:3) y expió todos los pecados de los creyentes. Por lo tanto, Dios es perfectamente justo al recibir como justificados a aquellos que se acercan a Él por Jesucristo (2 Cor. 5:21).
De modo que estos dos aspectos de la obra de Cristo (la propiciación para satisfacer perfectamente a Dios y la sustitución del creyente en el juicio) manifiestan plenamente la justicia de Dios.
Esta justicia pronto será visible cuando sean enjuiciados y condenados por la eternidad los hombres que hayan rechazado la gracia. Entonces ella será manifestada públicamente, pero de una manera menos profunda que en aquella hora solemne en la cual Dios agobió de dolor a su propio Hijo, víctima perfecta, hecho pecado por nosotros. La cruz de Cristo será durante la eternidad la manifestación más grandiosa de la justicia de Dios y de su amor insondable (Rom. 5:8).
2.2 - La justificación por medio de la sangre
La justicia de Dios así manifestada se despliega para «todos» los hombres. La gracia de Dios es ofrecida a todos. Es uno de sus aspectos maravillosos. Ella pone a todos los hombres en el mismo nivel, por cuanto «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). No obstante, si bien esta justicia está al alcance de todos, solo es aplicable a los que creen. Es puesta sobre ellos como un vestido que los cubra en presencia de Dios. Es la justificación positiva del creyente, quien no solo es liberado de toda acusación, sino divinamente revestido de justicia.
Por supuesto, el amor de Dios es el origen de todo, pues somos justificados por su gracia (3:24). Pero el medio de hacernos justos es la sangre de Cristo, es decir, su muerte. Somos justificados por su sangre (5:9; 3:25).
La muerte de Cristo mostró la justicia de Dios tanto a favor de los creyentes del Antiguo Testamento como para nosotros mismos. Antes de la venida del Señor, Dios podía soportar los pecados porque miraba por adelantado el sacrificio de Cristo, el cual estaba prefigurado por todas las ordenanzas de la ley. De manera que la sangre de Cristo es el único medio de hacer justo a un pecador. Sin embargo, los creyentes de entonces no podían comprenderlo y no tenían una completa seguridad de la salvación.
2.3 - La seguridad de la justificación
«Jesús, Señor nuestro… fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:24-25). Hace falta comprender las dos partes de este versículo para gozar de una total seguridad respecto a nuestra justificación. En la cruz, Cristo llevó nuestros pecados y sufrió el castigo que ellos merecían, pero la prueba de que estamos liberados de los pecados fue dada por su resurrección. Si esta segunda verdad no es conocida, no podemos gozar de la paz.
Como Cristo resucitó, yo sé que todos mis pecados están expiados. Soy totalmente libre de ellos ante el Juez supremo, quien mostró su satisfacción al glorificar al Señor. «Dios es el que justifica» (8:33). Él nos había sentenciado como pecadores, pero ahora nos declara totalmente libres. Nuestra justificación es completa y definitiva. Nadie puede condenarnos.
2.4 - La justificación por medio de la fe
La fe es el eslabón que nos une al Señor Jesús y que nos hace partícipes de las bendiciones que su muerte proporciona. La fe, pues, es necesaria; únicamente los creyentes son justificados. En ese sentido, somos «justificados, pues, por la fe» (Rom. 5:1).
Esta fe consiste en recibir simplemente la salvación que Dios nos ofrece, en recibir a Jesucristo (Juan 1:12). Es la obediencia a la fe (Rom. 16:26; véase también Juan 3:36, V.M.). Jesucristo es el «autor de eterna salvación» reservado únicamente a «todos los que le obedecen» (Hebr. 5:9).
2.5 - La justificación de vida
Hasta ahora hemos visto la justificación en relación con nuestros pecados (los actos cometidos). Otro aspecto de este tema es el que se refiere a «la justificación de vida» (Rom. 5:18) en relación con el pecado, es decir, con la raíz del mal en nosotros.
Por naturaleza, todos los hombres están emparentados con Adán, jefe de una raza pecadora. Por gracia, y en virtud de la obra de la cruz, pertenecemos, como creyentes, a una raza espiritual de la cual Cristo es el jefe. Estamos unidos a Él y participamos de su naturaleza y de su vida. Judicialmente estamos liberados de toda condenación relacionada con nuestra raza primitiva y el pecado que se vincula con ella.
Al exponer esta doctrina de la justificación de vida, el apóstol exclama: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (8:1). ¡Bendito sea Dios por tal liberación!
2.6 - Pregunta
¿Cómo conciliar la afirmación del apóstol Pablo, en cuanto a que «el hombre es justificado por fe sin las obras de ley» (Rom. 3:28), con la del apóstol Santiago, según la cual «el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe»? (Sant. 2:24).
Se trata de dos justificaciones diferentes. El apóstol Pablo habla de nuestra justificación ante Dios, mientras que el apóstol Santiago se refiere a nuestra justificación ante los hombres. La primera es obtenida por la fe en la obra de Cristo, la segunda (nuestra justificación ante los hombres) lo es por las obras de fe, es decir, por nuestra conducta, la que es consecuencia de nuestra fe.
Veamos un ejemplo. Un niñito se jacta ante sus camaradas de que sabe leer. ¿Cómo va a justificar su afirmación?: tomando un libro y leyendo en voz alta.
De la misma manera, no es suficiente afirmar que somos justificados, sino que también hace falta que nuestros actos demuestren a nuestros hermanos y al mundo que realmente tenemos la vida de Dios.
3 - La redención
Así como el Evangelio proclama el perdón y la justificación, también revela a Dios como el Redentor.
Dios quiere liberar al hombre de todas las formas de esclavitud en las que se debate. La lista es muy triste: pasiones que lo gobiernan, diversos temores –en particular el temor a la muerte–, obligaciones religiosas o mundanas y, por encima de todo, sumisión al poder del diablo, tanto por medio de las ideologías como a través de las prácticas supersticiosas. ¡Qué necesidad tiene el hombre de ser liberado! Al considerar la justificación encontramos la noción de tribunal divino. Con la redención, vemos aparecer la noción de la esclavitud del hombre. Fuerzas diversas lo someten y le hacen perder el destino que Dios le reservaba. Ser rescatado, es ser sacado de un triste estado del cual uno no puede salir solo. El redentor –dicho de otra manera, el rescatador– es aquel que nos libera y nos permite gozar de las bendiciones divinas.
3.1 - La redención por la victoria o por el pago de un rescate
El Antiguo Testamento habla frecuentemente de la redención, en particular en los libros del Éxodo, de Rut y de Isaías. A menudo ella consiste en una liberación que puede ser obtenida por una victoria o bien por un pago. En efecto, para liberar a un prisionero de guerra, hacía falta vencer a aquel que le tenía en su poder, mientras que, para liberar a un esclavo, hacía falta pagar el rescate.
El pueblo de Israel había estado esclavizado en Egipto durante muchas generaciones, pero Dios había dicho: «Os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes» (Éx. 6:6). Se trataba de tomar venganza sobre Egipto a causa de los ultrajes infligidos por Faraón a Israel.
Efectivamente, cuando todas las plagas cayeron sobre Egipto y el ejército de Faraón fue completamente destruido, vemos cómo Israel canta a Jehová: «Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste» (5:13).
La redención contra pago es vista mucho más en el libro de Rut. Elimelec había dejado el país de Israel por las tierras de Moab, donde murió, al igual que sus hijos. En estas circunstancias, la heredad de Elimelec corría el riesgo de pasar a poder de otros, en cuyo caso su mujer y su nuera Rut podían verse sumidas en la miseria. Semejante desastre fue evitado porque Booz, obrando como pariente, con derecho a redimir, tomó a Rut por esposa y al mismo tiempo adquirió la heredad (Lev. 25:25-27, 47-52; Rut 3:11-13; 4:1-11).
3.2 - La futura redención de Israel
En el libro de Isaías, la redención es presentada como venidera. Israel está aplastado por las naciones, visto como un «gusano», pero Dios se presenta a él como su «Redentor… el Santo de Israel», «Jehová de los ejércitos», «el Fuerte de Jacob» (Is. 41:14; 47:4; 49:26).
A lo largo de varios capítulos, Dios habla de redención hasta el momento todavía futuro en el cual, saliendo como vencedor de en medio de sus enemigos destruidos, exclama: «El día de la venganza está en mi corazón, y el año de mis redimidos ha llegado» (63:4). La redención final de Israel significa tomar venganza sobre todos sus enemigos. Pero esta solo tendrá lugar después de un período de severas pruebas para el pueblo (Lucas 21:28).
No obstante, en medio de estos capítulos de Isaías que hablan de redención futura, encontramos una extraordinaria profecía sobre una redención de naturaleza mucho más profunda. Dios había declarado: «De balde fuisteis vendidos; por tanto, sin dinero seréis rescatados» (Is. 52:3). Entonces es presentado el bienaventurado Siervo de Jehová, quien sufre y muere por el pueblo y cuya alma es una ofrenda por el pecado. «Vendrá el Redentor a Sion, y a los que se volvieren de la iniquidad» (59:20), pero esto ocurrirá luego que Él les haya rescatado sin dinero, como fruto del trabajo de su alma. Efectivamente, la redención por poder está fundada sobre el amor manifestado en la cruz. Esto ya era visible en la ofrenda del cordero pascual que precedió a la liberación del yugo de Egipto (Éx. 12; véase también 1 Pe. 1:18-20). Estos diferentes aspectos de la redención son desarrollados en el Nuevo Testamento.
3.3 - El fundamento de la redención
El hombre es esclavo del pecado, está «vendido al pecado» (Rom. 7:14; véase también Juan 8:34). Es el punto fundamental por el cual necesita su redención.
Si bien el comienzo de la epístola a los Romanos habla sobre todo de nuestra condenación ante Dios, también contiene el pensamiento de nuestra esclavitud respecto del pecado cuando el apóstol dice que, tanto los judíos como los griegos, están «bajo pecado» (Rom. 3:9). Estar bajo pecado significa estarle sometido, estar bajo su poder. Más adelante, la redención está mencionada en relación con la justificación: «justificados… mediante la redención que es en Cristo Jesús» (3:24). En efecto, una sola obra es la base de todas nuestras bendiciones.
Cristo soportó el castigo que merecían nuestros pecados, de manera que la ira de Dios contra ellos quedó agotada. Estamos, pues, justificados. Por otra parte, Cristo dio su vida en rescate por nosotros (Mat. 20:28; véase también 1 Tim. 2:6). Él pagó por nuestros pecados, de modo que somos sus rescatados.
La deuda originada por nuestros pecados habríamos tenido que pagarla con nuestra vida, pero Cristo dio la suya por nosotros. Como era sin pecado, no tenía por qué pasar por la muerte, pero podía morir por otros que eran pecadores, es decir, dar su vida como rescate por ellos. Es «la redención por su sangre» (Efe. 1:7), el fundamento de todas las liberaciones del creyente. Ella comprende a la vez nuestro rescate de la triste deuda de nuestros pecados (Tito 2:14) y nuestra liberación de la servidumbre respecto del pecado, es decir, de la fuerza del mal que habita en nosotros (Rom. 8:2-3).
3.4 - La liberación respecto de la ley y del mundo
La obra redentora de Cristo es presentada igualmente en la epístola a los Gálatas: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley» (Gál. 3:13). Había una maldición pronunciada contra aquel que no practicaba la ley. Cristo nos redimió de esta maldición pagando por nosotros. Pese a ser el único en cumplir la ley, se dejó clavar en la cruz, de modo que fue «hecho por nosotros maldición» (3:13).
Sin embargo, aun nos hacía falta otra cosa. No solamente estábamos bajo maldición, sino que, además, la ley nos tenía bajo servidumbre. Como judío, el apóstol dice: «Estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo» (4:3). Para los gálatas no judíos, emplea una expresión semejante: los «débiles y pobres rudimentos, a los cuales os queréis volver a esclavizar» (4:9). Tanto los judíos como los hombres de las naciones estaban igualmente bajo la esclavitud de los principios del mundo. Los unos pretendían respetar la ley de Dios, los otros una religión idólatra, pero todos estaban bajo el mismo principio legal, principio enteramente del mundo, consistente en querer adquirir por sí mismo el favor de Dios.
Cristo nos rescató de ese yugo legal al darnos gratuitamente lo que no merecíamos: la posición de hijos de Dios (4:5). Ya no hay más esfuerzo que hacer, pues todo es gracia. En esta nueva posición, la ley ya no tiene fuerza sobre nosotros, pues, estando asociados a Cristo, estamos muertos a la ley (2:19).
3.5 - La liberación del dominio de Satanás
Satanás es el jefe de este mundo. Para él, todos los medios son buenos para reinar sobre el hombre. Utiliza tanto las obligaciones religiosas como las mundanas detrás de las cuales se esconde. «No manejes, ni gustes, ni aun toques» (Col. 2:21) o, por el contrario, siguiendo «la corriente de este mundo» (Efe. 2:2; véase también Col. 2:8). Todas estas obligaciones tienen en realidad una misma fuente en aquel que es el usurpador despiadado. Para dominar mejor, igualmente se apoya sobre el sentimiento de temor que mora en el corazón del hombre desde la caída, en particular el temor a la muerte, el cual, durante toda la vida, tiene al hombre en la servidumbre (Hebr. 2:15).
Pero Cristo nos ha liberado de todas estas formas de esclavitud al ser el vencedor de todas las fuerzas adversas. Cuando estaba en la tierra, curaba «a todos los oprimidos por el diablo» (Hec. 10:38) y en la cruz triunfó públicamente sobre todas las potestades espirituales (Col. 2:15). Además, nos ha liberado del temor a la muerte al reducir a la impotencia «al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebr. 2:14).
3.6 - La redención de nuestros cuerpos
La redención hecha por Cristo tiene resultados eternos (Hebr. 9:12) que solo son visibles por medio de la fe. Satanás, aunque fue vencido en la cruz, todavía ejerce su dominio sobre el mundo y la creación aún gime bajo la «esclavitud de corrupción» (Rom. 8:21). El creyente mismo conserva en la tierra su cuerpo de humillación sometido a las enfermedades y a la muerte; suspira mientras espera la liberación final.
Felizmente –¡Dios sea loado!– la obra de Cristo tiene resultados completos: habrá una redención final, redención con poder que se cumplirá cuando el Señor vuelva. Para nosotros entonces habrá llegado «la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8:23). El Espíritu Santo ya nos ha sellado para ese «día de la redención» (Efe. 4:30) y Él ya nos permite anticiparlo por fe (1:14).
Toda la creación sacará provecho de esta redención con poder y gozará de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom. 8:21). Una liberación general será publicada por toda la tierra, realización gloriosa como la del año del jubileo en Israel (Lev. 25).
Esta redención con poder nos es presentada como una libertad lograda por medio de una victoria, puesto que está dicho: «¡Del poder del sepulcro yo los rescataré, de la muerte los redimiré! ¿dónde están tus plagas, oh muerte? ¿dónde está tu destrucción, oh sepulcro?» (Oseas 13:14, V.M.; véase también 1 Cor. 15:55). En ese día feliz, los cuerpos de todos los santos serán liberados del abrazo de la muerte, el último enemigo. Todo lo que Cristo compró mediante su muerte será arrancado del dominio del usurpador; entonces será la total «redención de la posesión adquirida» (Efe. 1:14).
3.7 - La finalidad de la redención
Por preciosa que sea la redención, ella no es un fin en sí misma. Es más bien un medio para que el Señor pueda acabar en nosotros su propósito de amor.
Dios quería que los hijos de Israel fueran su nación particular, un pueblo de sacerdotes que le sirviera en la tierra que él les había dado. Para eso, tuvo que rescatarlos y llevarlos fuera de Egipto para que ese propósito se realizara. No podían servirle mientras eran los esclavos de Faraón.
En lo que nos concierne, el objetivo buscado es de un orden mucho más elevado. Dios desea que seamos hijos, perfectos ante él en amor. La redención era necesaria como medio para alcanzar esa meta (Efe. 1:5-7; Gál. 4:5). Ella también era necesaria a fin de que fuésemos hechos «aptos para participar de la herencia de los santos en luz» (Col. 1:12). El Padre busca adoradores y nosotros somos «un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:5). Pero antes de eso, resultó necesario que fuésemos «rescatados de nuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo» (1:18-19).
Dios tiene preciosos pensamientos a nuestro favor, pero su cumplimiento solo es posible sobre la base de la redención. Primeramente, debemos ser rescatados de todo poder enemigo para que Dios tenga libertad de ejecutar sus sabios consejos para nuestro bien y para su gloria.
3.8 - Pregunta 1
Puesto que existe un aspecto futuro de la redención ¿es justo afirmar que hemos sido rescatados? ¿No deberíamos decir, más bien, que vamos a serlo?
La Escritura afirma que «tenemos redención por su sangre» (Efe. 1:7 y Col. 1:14). Por consiguiente, podemos decir con total seguridad que hemos sido rescatados. Notemos, no obstante, que se trata de la redención «por su sangre», y bajo este aspecto ella pertenece al pasado. La redención de nuestro cuerpo está por venir.
Estemos seguros de que Dios no dejará su obra sin acabar. Dios no rescató a los hijos de Israel por medio del cordero pascual para luego olvidarlos y abandonarlos al poder de los opresores egipcios. Todos –incluso el niño más pequeño– debían partir; ni personas ni bienes debían quedar atrás. De la misma manera, Dios acabará su obra a nuestro favor. Todos aquellos que han sido o sean rescatados por medio de la preciosa sangre de Cristo, pronto tendrán sus cuerpos transformados para ser semejantes al del Señor. No todo está acabado, pero ya podemos gozarnos de haber sido rescatados.
3.9 - Pregunta 2
¿Cómo debe entenderse la expresión de Efesios 1:14: «la redención de la posesión adquirida»?
Primeramente, hay que hacer distingo entre adquisición y redención. Podemos decir que la redención comprende la adquisición, mientras que frecuentemente la adquisición no comprende la redención.
Los cuerpos de los creyentes han sido «comprados por precio» (1 Cor. 6:20). Pero los falsos maestros han sido igualmente comprados por el Señor al que niegan (2 Pe. 2:1). Por otra parte, Cristo ha comprado el mundo a causa del tesoro que para él representan los creyentes (Mat. 13:44). Por su muerte, el Señor ha obtenido el derecho de posesión sobre todo, pero no todos los hombres han sido o serán rescatados.
Sin embargo, la expresión «la redención de la posesión adquirida» tiene un sentido más restringido. Se trata de la redención, con poder, de lo que el Señor ha adquirido y que se encuentra al amparo de la redención por su sangre. Lo que el Señor ha adquirido por su muerte todavía debe ser liberado con potestad del poder de toda fuerza adversa.
Una ilustración puede ser encontrada en el campo comprado por Jeremías (cap. 32). Este campo fue adquirido cuando era una desolación y estaba en poder de los caldeos. Debía, pues, ser liberado, restaurado, es decir, ser objeto de una redención antes de ser cultivado de nuevo por aquellos a quienes Jehová debía restablecer.
3.10 - Pregunta 3
El libro de Rut muestra que, en Israel, solamente ciertos parientes tenían derecho a redimir (o rescatar). ¿Tiene eso un significado para nosotros?
En Israel, comprar un campo era una transacción que cualquiera podía hacer. Pero no era así cuando por la compra se corría el riesgo de que el bien pasara a poder de una familia extranjera. Era necesario ser pariente para tener cualquier derecho de rescate y la prioridad le correspondía al pariente más cercano.
De manera similar, ningún ángel puede redimir ni a un solo hombre. Por eso el Señor Jesús no se hizo ángel, sino hombre, y así fue nuestro pariente redentor. Para efectuar la redención, Dios apeló a un hombre, «la descendencia de Abraham» (Hebr. 2:14-16). Cuán importante, pues, es la perfecta humanidad de nuestro Señor. Él participó «de carne y sangre» a fin de redimirnos del poder del diablo.
4 - La reconciliación
¿Un hijo se ha fugado de su casa? Es culpable; tiene necesidad de ser perdonado. Lejos del hogar paterno, ¿anda en malas compañías? Debe ser liberado de ellas; tiene que ser rescatado. Bajo esas lamentables influencias, ¿tomó repugnancia de la casa paterna? Hace falta reconciliarlo con ella.
De la misma manera que el perdón y la justificación nos eran necesarios a causa de nuestra culpabilidad y precisamos de la redención como consecuencia de nuestro sometimiento al pecado, la reconciliación nos era indispensable porque nos habíamos hecho enemigos de Dios. El pecado nos había alejado de él y sentíamos una completa indiferencia a su respecto, o incluso estábamos en abierta oposición a él. La reconciliación responde a este triste estado al volvernos a traer a la presencia de Dios y hacernos experimentar una perfecta paz y el gozo de su amor. Es una de las más positivas bendiciones del Evangelio. Tenemos que llegar al Nuevo Testamento para que ella nos sea presentada, principalmente en cuatro pasajes de las epístolas del apóstol Pablo (Rom. 5:10-11; 2 Cor. 5:19; Col. 1:19-21 y Efe. 2:16).
4.1 - Nuestro alejamiento de Dios
Para comprender lo que es la reconciliación, resulta necesario comprender primeramente todo el drama de nuestro alejamiento de Dios. En Colosenses 1:21, la reconciliación es efectivamente mencionada como lo opuesto al hecho de que éramos extraños y enemigos en nuestra mente. La palabra griega que aquí es traducida por «extraños» podría igualmente serlo por «alejados» de Dios. En la epístola a los Efesios encontramos descrito el lamentable estado del hombre natural, quien está profundamente separado de Dios, a punto tal de que es «ajeno de la vida de Dios» (Efe. 4:18; véase también 2:2-3). Varias nociones se refieren a este estado; por ejemplo: la vanidad, las tinieblas, la ignorancia, la ceguera, la lascivia, la impureza. Todas estas cosas son exactamente opuestas a la vida divina, pues, al alejarnos de Dios, el pecado nos ha separado de todas las virtudes que provienen de Dios. En este estado, nuestros deseos no buscan a Dios, no deseamos la luz ni la vida que da su presencia.
Este alejamiento se produjo a partir de la caída. La conducta de Adán y Eva lo muestra claramente. Tan pronto como la voz de Jehová se hizo oír en el huerto, se escondieron, pues no podían soportar su presencia. Entre Dios y ellos habían levantado una barrera infranqueable, confirmada por Dios al poner los querubines y la espada para que guardasen «el camino del árbol de la vida» (Gén. 3:24).
Además, esta barrera tenía dos sentidos: el hombre tenía miedo de Dios y el Dios santo no podía soportar más al hombre en su presencia. Así es cómo el pecado destruyó el placer que Dios podía encontrar en su más bella criatura. Las cosas se agravaron aun más, pues el hombre continuó manifestando su tendencia a pecar, lo cual lo sumió en un estado completamente insoportable. Entonces «se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón» (Gén. 6:6). Antes de la caída, el hombre, asociado al resto de la creación, había sido declarado «bueno en gran manera» (1:31); ahora Dios solo podía mirarlo con una profunda tristeza.
La epístola a los Romanos nos expone la muy triste historia del alejamiento de los hombres respecto de Dios. Primeramente «ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios», y después, habiéndole perdido, no hubo quien buscase a Dios, y al final llegaron a ser positivamente «enemigos» de Dios (Rom. 1:28; 3:11; 5:10). ¡Qué lamentable estado! El hombre no quiere tener absolutamente ninguna relación con Dios; su naturaleza profunda es enemistad contra él (8:7) y está listo para sublevarse abiertamente contra él y contra el Señor Jesús (Sal. 2:1-3).
4.2 - La necesidad de reconciliación
La ruptura era total entre Dios y el hombre pecador. ¿Cómo restablecer la relación? El Evangelio responde: por medio de la reconciliación. Pero ¿quién debe ser reconciliado? Por cierto el hombre, puesto que su voluntad se opone a Dios. La Escritura no habla de que Dios deba reconciliarse, pues él es amor y no cambia. Nada puede detener su designio de amor, ni siquiera el pecado del hombre. Si bien odiábamos a Dios, él siempre nos amaba. Sin embargo, la relación estaba totalmente interrumpida. Dios había escondido su faz, pues el pecado era un obstáculo para la positiva manifestación de su amor.
La reconciliación, pues, debe descansar sobre dos planes. Primeramente, hacía falta una obra divina que quitase el pecado y permitiera a Dios –quien es santo– recibir al hombre según Su justicia. Después es necesario que el hombre perdido se deje reconciliar y reciba una nueva naturaleza vuelta hacia Dios y capaz de responder a su amor.
4.3 - El fundamento de la reconciliación
Dios envió a su Hijo entre los hombres animado de un espíritu de reconciliación: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados» (2 Cor. 5:19). El Señor no era portador de juicio, sino de perdón. Él no imputó culpabilidad, aun cuando esta era manifiesta. Dijo a la mujer adúltera: «Ni yo te condeno» (Juan 8:11), y en la cruz oró por sus homicidas: «Padre, perdónalos» (Lucas 23:34). Dios hizo todo lo posible para que el hombre se volviese a él, pero esto no hizo más que poner en evidencia la profunda enemistad de la raza humana. Dios envió a su Hijo amado para proponer la paz, pero este fue rechazado y crucificado.
Entonces el amor de Dios, fundamentando la reconciliación sobre «la muerte de su Hijo» (Rom. 5:10) triunfó. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Una vez juzgado el pecado, ya no subsiste en nosotros nada más que le sea odioso. Al considerarnos, ya no experimenta ninguna tristeza, sino que, al contrario, nos recibe con agrado en Cristo.
La epístola a los Colosenses precisa que hemos sido «reconciliados en su cuerpo de carne, por medio de la muerte» (Col. 1:21-22; ver expresiones parecidas en Rom. 7:4; Efe. 2:15; Hebr. 10:10, 20). Nuestro cambio de condición ante Dios se produjo en el cuerpo del Señor. Por medio de su humanidad, él pudo identificarse en la cruz con nuestra posición, la de Adán caído. En suma, él llevó nuestro alejamiento y nuestra enemistad respecto de Dios, y luego sufrió el juicio antes de volver a tomar su vida en resurrección. Ahora, siempre identificados con él, nos encontramos en su nueva posición de hombre resucitado. Si nuestra antigua posición era detestable para Dios, nada le es más agradable que nuestra nueva posición, la de Cristo resucitado de los muertos.
Tal es el lado de Dios en la reconciliación. Es una obra perfecta, absoluta. Es la obra que introduce la nueva creación (2 Cor. 5:17). Como frutos de la reconciliación, estamos ante Dios en una condición perfectamente aceptada: «nos hizo aceptos en el Amado» (Efe. 1:6). La aceptación de Cristo es la medida de la nuestra. Esta medida se discierne en el muy significativo título de «Amado».
4.4 - La reconciliación del creyente
Dios ha hecho lo necesario para que nuestra reconciliación sea posible sobre una base de santidad. En cada uno de nosotros debe cumplirse una obra, puesto que para Dios éramos «extraños y enemigos» en todos nuestros pensamientos. Hace falta, pues, un cambio fundamental en nuestras disposiciones. Nuestro corazón debe volverse hacia Dios. Por eso el Evangelio fue confiado a los apóstoles como «la palabra de la reconciliación». Ellos cumplían este servicio en calidad de «embajadores en nombre de Cristo», suplicando a los hombres: «Sed reconciliados con Dios» (2 Cor. 5:19-21, traducción literal del texto original griego).
Notemos bien que no se trata de que uno mismo se reconcilie con Dios, esto nos es completamente imposible, sino «Sed reconciliados con Dios». La obra de la reconciliación está hecha, de modo que, para ser beneficiario de ella, basta con creer el Evangelio. Entonces el ministerio de la reconciliación se torna eficaz para nosotros. Podemos decir: «Hemos recibido ahora la reconciliación» (Rom. 5:11). Estamos en una nueva posición y nuestros pensamientos acerca de Dios están completamente modificados. La enemistad que precedentemente llenaba nuestros corazones es quitada y nos gozamos en Dios. Él es nuestro motivo de gozo y de gloria (5:11).
Para que seamos felices en su presencia, Dios no mejoró nuestro estado natural. Él nos dio una nueva naturaleza semejante a la suya en pureza y en amor. «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es («creación», según la traducción literal del texto original griego); las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo» (2 Cor. 5:17-18). Despuntó un nuevo día. Ahora Dios puede bajar sus miradas sobre nosotros con placer y nosotros, recíprocamente, podemos levantar las nuestras con amor hacia él.
No solamente nos encontramos como justos ante Dios –pues hemos sido justificados– y libres para servirle –porque hemos sido rescatados– sino que, además, nuestros corazones han sido hechos capaces de amarlo. Como hemos sido reconciliados, disponemos plenamente de las riquezas de su favor. Esto es ser introducidos en la bendición del orden más elevado. Es el cumplimiento de sus consejos de amor que nunca fueron modificados, ni siquiera por la introducción del pecado.
4.5 - La reconciliación de todas las cosas
Al principio de la epístola a los Colosenses, la Escritura despliega en pocas palabras la excelencia de la persona del Señor y la extensión de su obra: «agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas» (Col. 1:19-20). La reconciliación considerada aquí tiene gran alcance. Ella incluye, por cierto, la de los creyentes, pero es mucho más amplia y sus resultados son todavía futuros.
La reconciliación de todas las cosas abarca «las cosas… que están en la tierra» y aquellas «que están en los cielos». Los de «debajo de la tierra» (Fil. 2:10), quienes doblarán las rodillas en el nombre de Jesús, no son mencionados. Efectivamente, se acerca el momento en que todo lo que es malo será arrojado al lugar del juicio eterno para ser mantenido bajo la ardiente indignación de Dios, sin reconciliación posible. En cambio, todas las cosas en los cielos y en la tierra serán purificadas y reconciliadas. Todas las cosas han sido creadas para Cristo (Col. 1:16); entonces ellas encontrarán su debido lugar en relación con él. Ellas estarán en el orden dispuesto por Dios, harán sus delicias y se deleitarán en él.
Esta reconciliación es necesaria dondequiera que el pecado haya sido introducido y ha producido suciedad y desorden. Ello es evidente en la tierra, donde todo está moralmente desorganizado y más generalmente contaminado, pero igualmente se da en ciertas partes de los cielos a causa de la caída de los seres angelicales. La sangre de la cruz de Cristo, la cual proporciona ya la reconciliación a los creyentes, es la base sobre la cual se cumplirá la reconciliación de todas las cosas. Entonces ¡qué gloria habrá para Cristo como resultado de sus sufrimientos pasados!
4.6 - Pregunta
El apóstol Pablo explica que la exclusión de los judíos «es la reconciliación del mundo» (Rom. 11:15). ¿Qué significa esta expresión?
El apóstol expone los designios de Dios acerca de Israel, mostrando cómo este pueblo ha sido puesto de lado durante el período de la gracia para que el Evangelio pueda llegar a todas las naciones. Antes de este período, bajo la ley, Dios limitaba sus relaciones y sus favores a Israel. Las naciones permanecían en las tinieblas que inicialmente habían escogido (Rom. 1:21). Ellas se encontraban en un estado alejado de Dios, ya que no tenían más relaciones establecidas con él.
Después de la venida de Cristo y de su rechazo por parte de Israel, se produjo un gran cambio; Israel fue bajado de su lugar de pueblo privilegiado, y el Evangelio de la gracia fue anunciado a todos los pueblos: la exclusión de los judíos dio lugar a la reconciliación del mundo. Hasta entonces, Dios se preocupaba por Israel y dejaba a las naciones en su ceguera. Ahora todo es a la inversa: Dios se vuelve hacia las naciones, de modo que es posible restablecer una relación sobre una nueva base.
El apóstol Pablo declara: «A los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán» (Hec. 28:28). Esta reconciliación del mundo es dispensacional, es decir, concierne a las relaciones particulares con Dios en una época determinada. Cuando Dios dio a su Hijo unigénito, tenía en vista al mundo entero. Por eso, actualmente, la salvación es para todos los pueblos sin distinción.
5 - La salvación
«¿Qué debo hacer para ser salvo?» (Hec. 16:30). Es esta una pregunta fundamental para el hombre que de pronto advierte que está perdido. «Ser salvo» resume muy a menudo todo lo que una alma necesita y –¡bendito sea Dios!– todo lo que el Evangelio le ofrece. La salvación tiene un alcance muy amplio; implica a la vez el perdón, la justificación, la redención y la reconciliación. Por eso la Palabra de Dios habla de «una salvación tan grande» (Hebr. 2:3). Esta expresión reúne los diferentes aspectos de la potente intervención de Dios en favor del hombre. Por esta razón, ella ha sido escogida como título de este tema.
El mismo Señor comenzó por anunciar esta maravillosa salvación; más tarde los discípulos confirmaron el mensaje, dando Dios mismo testimonio con ellos por medio de los variados milagros del Espíritu Santo (Hebr. 2:3-4). Después el Evangelio llegó hasta nosotros, las naciones, y el apóstol Pablo lo llamó «el evangelio de vuestra salvación» (Efe. 1:13) o también «la palabra de esta salvación» (Hec. 13:26).
5.1 - La salvación ofrecida a los que perecen
«¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mat. 8:25). Este angustioso grito de los discípulos en medio de la tempestad muestra claramente que la salvación responde a la perdición, como lo confirman otros varios pasajes. En 1 Corintios 1:18 se establece un contraste entre «los que se pierden» y «los que se salvan». Más adelante el apóstol divide a los hombres entre «los que se salvan» y «los que se pierden» (2 Cor. 2:15). El mensaje del Evangelio afirma igualmente: «El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10).
Como culpables, tenemos necesidad del perdón. Como condenados, nos hace falta la justificación. Como esclavos, debemos ser rescatados. Al ser enemigos, debemos ser reconciliados. Finalmente, si estamos perdidos, a punto de perecer, tenemos necesidad de la salvación.
Sin embargo, estar perdido significa a la vez ser culpable, condenado, esclavo y enemigo. La salvación responde a todos estos estados de manera general. Cuando la Palabra habla de salvación, no se trata de un punto particular de doctrina sino de una noción muy amplia y de gran riqueza. Por eso veremos que la salvación de Dios es la liberación de todo peligro que pudiera amenazarnos en el presente o en el futuro.
Si Dios nos salva de esta manera, es por amor, por pura gracia (Efe. 2:5), con el fin de introducirnos en el gozo de las bendiciones más positivas. No obstante, la mayoría de los pasajes que hablan de la salvación la presentan en relación con aquello de lo que hemos sido liberados. Cuando es cuestión de saber hacia qué somos conducidos, la Escritura emplea los términos «vocación» o «llamamiento». Dios nos salvó de un estado fastidioso y nos llamó a un estado bienaventurado (véase 2 Tim. 1:9). La salvación, pues, debe ser puesta en relación con los peligros que nos amenazan más bien que con las bendiciones a las cuales ella nos permite acceder.
5.2 - La salvación en el Antiguo Testamento
La salvación es mencionada muy frecuentemente en la historia del pueblo de Israel. Casi siempre se trata de una salvación relacionada con enemigos, tal como lo expresa Zacarías, el padre de Juan el Bautista: «El Señor Dios de Israel… ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador… salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron» (Lucas 1:68-71).
En el Antiguo Testamento la revelación divina es también parcial. Las relaciones con Dios se referían ante todo a las cosas materiales. El pecado era visto más bien en sus consecuencias terrenales, resultado del justo gobierno de Dios. Cuando Israel pecaba, Dios lo entregaba en manos de sus enemigos; cuando Israel se arrepentía, lo salvaba dándole la victoria (Neh. 9:27).
De la misma manera, las enfermedades, el hambre y los animales salvajes eran enviados como disciplina para Israel. En eso también Dios era su salvador desde el momento en que la condición moral del pueblo lo permitía.
No obstante, en los profetas la noción de salvación se eleva por encima del cuadro legal de Israel. Isaías anuncia al Mesías, a quien Jehová le dice: «Te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (49:6). Esto ya es el mensaje del Evangelio. Si bien la salvación tiene un alcance tan amplio, ella, sin embargo, solo es consecuencia de la persona de Jesucristo. Él es esa salvación de Dios de la cual habla Isaías, el «autor de eterna salvación» (Hebr. 5:9), «el Salvador del mundo» (Juan 4:42), la «salvación de Dios» (Lucas 2:30 y Hec. 28:28, en cuyos versículos el término salvación significa más bien «lo que salva»).
5.3 - La salvación inicial
Como el pecado es la raíz de todos los peligros que nos amenazan, el Nuevo Testamento, deliberadamente, comienza por la salvación relativa a los pecados. Desde el primer capítulo de Mateo se habla de Jesús como de aquel que «salvará a su pueblo de sus pecados» (Mat. 1:21). Ello sitúa la cuestión a un nivel mucho más elevado que el de las liberaciones temporales. Efectivamente, sobre todo hay que considerar las consecuencias eternas del pecado, es decir, el juicio que Dios pronuncia sobre cada hombre pecador y el castigo que debe infligirle la ira del cielo. Nosotros somos salvos de esta ira.
La salvación, en su sentido más profundo, es una dispensa o una liberación de la ira de Dios, cualquiera sea la forma en que esta se manifieste. El «evangelio… es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree…; porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia» (Rom. 1:16, 18). Un poco más adelante, leemos que «por él seremos salvos de la ira» (5:9) y que «no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:9).
El pecado también nos había sumergido en toda clase de miserias, de esclavitudes y de enemistades, pero el Señor nos ha salvado de todo eso. En efecto: «Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros. Pero… Dios… nos salvó» (Tito 3:3-5).
Así se considere nuestra culpabilidad ante Dios el Juez, o el estado deplorable al que el pecado nos había conducido, la salvación que hemos aceptado al creer es una cosa pasada y cumplida. Con agradecimiento podemos afirmar que somos salvos (véase por ejemplo 2 Tim. 1:9). Si bien esto es ya un gran privilegio, la salvación tiene un alcance más extenso todavía.
5.4 - La salvación diaria
Estamos en un mundo lleno de seducciones. En lo interior, la carne quiere obrar; en lo exterior, el diablo nos tiende toda clase de trampas. ¡Cuántos peligros rodean al creyente! Tenemos necesidad de ser salvados cada día de ellos; precisamos una salvación prácticamente continua. Felizmente, la Escritura habla con claridad de esta salvación presente. El Señor Jesús está vivo en el cielo para comunicárnosla como Sumo Sacerdote. «Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25).
La salvación presente, a la que se la puede llamar salvación de la carrera cristiana, concierne exclusivamente a los creyentes. Aunque está fundamentada sobre la muerte de Cristo, solo la obtenemos gracias a su servicio sacerdotal en el cielo, donde está vivo y activo a nuestro favor. Somos «salvos por su vida» (Rom. 5:10) y lo seremos hasta el final de nuestra carrera porque su servicio no se detiene y porque es sacerdote por la eternidad.
Con el fin de poder gozar de esta salvación práctica, aprovechamos las instrucciones necesarias de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo dice a Timoteo: «Las Sagradas Escrituras… te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús». Además, añade que la Escritura es «útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tim. 3:15-16; véase también 1 Tim. 4:16). Esto muestra la parte importante que tiene la Palabra de Dios en nuestra salvación cotidiana. Ella nos hace sabios, prudentes, nos hace evitar trampas y, sobre todo, dirige nuestras miradas hacia el Señor.
Cuando Pablo escribía estas palabras, aludía al Antiguo Testamento, conocido por Timoteo desde su infancia, el que, en efecto, abunda en advertencias saludables. Apenas si es necesario añadir que igualmente esto es verdad en lo que toca al Nuevo Testamento, el que algunos de nosotros tenemos el privilegio de conocer desde temprana edad.
Para nuestra salvación cotidiana, un último elemento se añade a la intercesión del Señor y a la acción de la Palabra de Dios. Es la presencia del Espíritu Santo en nosotros. El Señor lo envió para que esté con nosotros hasta el final de la carrera (Juan 14:17). Él nos permite comprender la Palabra de Dios y nos hace gozar del Señor glorificado.
5.5 - La salvación futura
Nos queda por considerar otro grupo de pasajes que hablan de la salvación como de una cosa que esperamos (Hebr. 9:28; Rom. 13:11). Efectivamente, todavía debemos ser salvos de la ira de Dios en su sentido terrenal, es decir, salvos de los juicios apocalípticos. También debemos ser salvos de la muerte física de nuestro cuerpo. Todo esto forma parte de la esperanza cristiana. Ella es como un yelmo que nos permite enderezar la cabeza a pesar de la adversidad (1 Tes. 5:8).
Nuestra esperanza de salvación se realizará al producirse la segunda venida de Cristo. Para el mundo, vendrá como Juez, pero para nosotros no es así: «Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil. 3:20-21). Pronto él «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (Hebr. 9:28).
Esta salvación futura es el último acto de liberación que el Señor cumplirá a nuestro favor. Es como el coronamiento de su misericordia. Resucitará a los que estén muertos en él y tomará a los creyentes vivos, antes de que la gran tempestad de la justa ira de Dios se desencadene sobre la tierra. Entonces estaremos todos con el Señor a resguardo del peligro para siempre. Nuestra salvación estará absolutamente terminada.
5.6 - Pregunta 1
El apóstol Pablo exhortaba a los filipenses a ocuparse en su propia «salvación con temor y temblor» (Fil. 2:12). ¿Cómo hay que entender este pasaje?
Los filipenses estaban amenazados de dos maneras: adversarios por fuera (final del capítulo 1) y disensiones por dentro (comienzo del capítulo 2). Era relativamente fácil hacer frente a las primeras amenazas, mientras que las segundas eran tan peligrosas que era necesario apelar al incomparable ejemplo de Cristo (v. 5-11). Además, el apóstol no podía ayudarles más, puesto que estaba prisionero en Roma.
En estas circunstancias, los filipenses debían demostrar gran vigilancia espiritual para mantenerse en buen estado a pesar de los peligros que les apremiaban. Debían ocuparse en su propia salvación, no en la salvación de su alma, obtenida una vez para siempre, sino en la salvación de su carrera cristiana.
Esta salvación cotidiana debe ser considerada bajo dos aspectos. Por un lado, Dios produce en nosotros «el querer como el hacer» (Fil. 2:13) y, por otro lado, debemos ser diligentes a fin de que la gracia de Dios tenga su pleno resultado en nosotros.
5.7 - Pregunta 2
El día de Pentecostés, el apóstol Pedro exhortó a la muchedumbre diciendo: «Sed salvos de esta perversa generación» (Hec. 2:40). ¿A qué aspecto de la salvación se refería?
Después de la crucifixión del Señor Jesús, y aun más después del rechazo de la gracia en el momento del martirio de Esteban, la nación judía fue sometida al juicio gubernamental de Dios. Debía ser objeto de solemnes castigos, una parte de los cuales fueron ejecutados cuando Jerusalén cayó en poder de los romanos en el año 70 de nuestra era.
Al creer al Evangelio, los creyentes judíos debían separarse de este pueblo rebelde, a fin de no ser juzgados con él. Era preciso salvarse de «esta perversa generación». Por eso debían recibir el bautismo como señal de esta disociación. Esto les causó muchos sufrimientos, pero les salvó de la terrible suerte que le estaba reservada al pueblo.
Aunque el bautismo no sea más que una ordenanza exterior, ponía al creyente judío en un terreno de salvación (1 Pe. 3:21) por el hecho de que rompía sus relaciones con la incrédula masa de la nación. Cuando un gran navío zozobra, podemos echar al agua los botes salvavidas por medio de cuerdas e instalarnos en ellos, pero eso no es suficiente: si no cortamos las cuerdas, no hay salvación.
El bautismo corta las cuerdas y de esa manera salva.
5.8 - Pregunta 3
«Mas el que persevere hasta el fin, este será salvo» (Mat. 24:13). A la luz de esta declaración ¿podemos estar seguros de nuestra salvación antes del término de nuestra vida en la tierra?
En este pasaje no se trata del fin de la vida de un hombre en la tierra, sino del fin de los tiempos antes del retorno de Cristo. El Señor dirigía esas palabras a los discípulos que representaban en ese momento al futuro remanente de Israel que estará en la tierra en este período del fin. Por consiguiente, la salvación de que se trata es una salvación terrenal que será acordada a aquellos que hayan atravesado con perseverancia la gran persecución de entonces.
Aunque este pasaje pueda tener ciertas aplicaciones morales para nosotros, no nos concierne directamente. No debe ser utilizado para enseñar que no se puede estar seguro de la salvación antes de la muerte, lo que es una falsa doctrina.
5.9 - Pregunta 4
«Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Rom. 10:9). ¿Por qué la confesión de la boca está relacionada con la salvación en este pasaje?
Como ya lo hemos explicado, la palabra «salvación» tiene un significado muy amplio. Concierne a la salvación del alma, pero también incluye otras liberaciones acordadas por el Señor y particularmente la que se refiere a ser liberado del mundo.
Cuando creemos en nuestros corazones que Dios resucitó al Señor después que este hubo muerto por nosotros, obtenemos la justificación ante Dios, la salvación de nuestra alma. No obstante, este aspecto de la salvación no es perceptible para los hombres. Se trata más de un acto judicial en el cielo que de un hecho visible en la tierra. Sin embargo, conduce a que aquí abajo seamos salvos del mundo, de la carne y del diablo. El primer paso hacia esta salvación más visible a los hombres es confesar a Jesús como Señor. Hace falta una confesión de propia boca, pues una conversión secreta, sin testimonio exterior, no es suficiente para este aspecto de la salvación.
El versículo siguiente precisa: «porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación». Así, hay una distinción entre la fe del corazón para ser hecho justo y la confesión por la boca para ser salvo. Ella nos hace comprender que ser salvo es una bendición más extensa que la de ser justificado. Para ser justo ante Dios basta con creer, mientras que, para entrar en todos los aspectos de la salvación, hace falta al menos añadir a la fe la confesión de Jesús como Señor.
6 - La santificación
La santidad es un atributo esencial de Dios. Ella también caracteriza a los creyentes, puesto que somos designados como «los santificados en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:2). Por tal motivo, la santificación ocupa un lugar importante en toda la Biblia. Ella debe captar tanto más nuestra atención cuanto sus diferentes aspectos son generalmente poco conocidos.
6.1 - Puesto aparte para Dios
Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, la santificación significa en su sentido inicial: separación, puesta aparte para Dios (véase, por ejemplo, 1 Crón. 23:13 y Jer. 1:5). Eso sugiere un desapego a la vida ordinaria a fin de que el creyente pertenezca a Dios para servirle y satisfacerle. En contraste con el vocablo «santificación» tenemos el de «profanación». Bajo la ley, cada sacerdote estaba santificado para Jehová. No debía contaminarse, es decir, profanarse (Lev. 21:4). Durante el milenio, los sacerdotes deberán enseñar al pueblo a «hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio» (Ez. 44:23). La palabra hebrea traducida por «profano» también puede serlo por «común». Cuando una cosa es empleada para el uso común, se contamina, tal como lo comprobamos en los asuntos ordinarios de la vida.
La primera mención de la santificación en la Biblia se relaciona con la creación y concierne a un elemento impersonal. Dios santifica el séptimo día y descansa (Gén. 2:3). La segunda mención se refiere a la redención, cuando Dios hizo salir a Israel de Egipto. Entonces se trataba de la santificación de personas. Jehová dijo: «Santifícame (o conságrame) todo primogénito» (Éx. 13:2, V.M.). Aquellos que habían sido rescatados por medio de la sangre, eran puestos aparte para Dios y formaban una clase especial. Por esta razón, un modo de vida particular convenía a los levitas, quienes les sustituyeron más tarde (ver Núm. 3:45; 8:5-19).
El libro del Éxodo contiene una preciosa enseñanza simbólica. En el capítulo 12, los hijos de Israel son protegidos por la sangre: es la justificación. En el capítulo 15, son liberados del poder de Faraón y retirados de Egipto: es la salvación. El conjunto de estas dos liberaciones constituye la redención. Pero entre esos dos capítulos encontramos la santificación (cap. 13). El pueblo justificado es puesto aparte para Dios. Nadie podrá pretender que tiene un derecho cualquiera sobre él. Jehová adquirió este pueblo para sí y más tarde lo bendecirá plenamente.
De modo que, para bendecir a una persona, Dios comienza por ponerla aparte para sí mismo con el fin de que ella no esté más asociada al mal.
6.2 - Las dos santificaciones
En el Antiguo Testamento, la santificación abarca a las cosas y a las personas, mientras que en el Nuevo Testamento está limitada a estas últimas. La santificación de las personas posee dos significados diferentes que conviene clarificar para evitar las falsas interpretaciones que son corrientes a este respecto.
La santificación primeramente se relaciona con el acto por el cual Dios pone aparte para sí mismo, y de una vez para siempre, a un creyente en el momento de su conversión. Es un hecho de naturaleza absoluta. Cada creyente es así separado para Dios. Es la santificación de posición.
Tres ejemplos de santificación de posición pueden ser expuestos para explicar su sentido:
a) El altar, la fuente y los utensilios eran santificados bajo la ley. Por supuesto que no se producía ningún cambio de naturaleza en estas cosas. No obstante, ellas eran puestas en una posición separada, quedaban enteramente consagradas al servicio de Dios.
b) El Señor Jesús mismo fue santificado y enviado aquí abajo (Juan 10:36). Su santidad personal era divinamente perfecta y no podía ser acrecentada. En cambio, el Señor podía ser puesto aparte por el Padre para cumplir su misión en el mundo.
c) En la expresión «santificad al Señor Cristo en vuestros corazones» (1 Pe. 3:15, V.M.), el único sentido posible para el vocablo «santificar» es el de poner aparte en cuanto a la posición. En nuestros corazones debemos poner al Señor en una posición única. Allí, él debe ser exaltado, sin ningún rival. La expresión «santificado sea tu nombre» (Mat. 6:9) se explica de la misma manera.
En su segundo sentido, la santificación concierne al proceso por el que un creyente es hecho, de manera práctica, cada vez más puro y separado del mal. En su comportamiento, él se pone aparte para Dios: es la santificación práctica. Su naturaleza es espiritual, pero es vivida por el creyente en los detalles concretos de la vida.
Nuestra vida cristiana empieza por la santificación de posición, conferida por medio de una acción divina. Seguidamente, debemos buscar una santificación práctica que sea consecuente con esta posición. La primera es para nosotros únicamente una cuestión de fe, mientras que la segunda está relacionada con nuestro comportamiento diario. Para la santificación, como para muchas bendiciones cristianas, la fe debe preceder a la experiencia. Todo se deforma y pierde su valor en el terreno de la santificación si no mantenemos firme ese principio.
6.3 - La santificación de posición
¡Cómo el hombre ha sido profanado por el pecado! Su espíritu, su corazón, su ser entero han sido invadidos por el mal. Felizmente, la gracia se dedica a ganarlo. Para ello, separa a los creyentes para Dios, les santifica, les da el título de «santos».
El caso de los corintios nos da un ejemplo notable. Entre los creyentes mencionados en el Nuevo Testamento, los corintios parecen estar entre los menos caracterizados por una santificación de índole práctica. Su comportamiento moral y doctrinal da lugar a muchas críticas. Sin embargo, el apóstol Pablo se dirige a ellos como a «santos» porque estaban «santificados en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:2). Más adelante, después de enumerar las abominaciones de los hombres de las naciones sin Dios, afirma: «Y esto erais algunos; mas… habéis sido santificados» (6:11).
Queda así establecido el hecho de que somos santificados por Dios independientemente de nuestro nivel de santidad práctica. Si fuese de otra manera, estaríamos bajo un principio legal que no traería ninguna paz y que manifestaría la impotencia del hombre para llevar por sí solo una vida exenta de mal. Por el contrario, nada es más estimulante para crecer en santidad práctica que saberse puesto aparte para Dios, santificado en cuanto a la posición.
Esta santificación de posición es obtenida de dos maneras: «Habéis sido santificados… en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor. 6:11). Primeramente, cuando creemos, somos puestos aparte para Dios en el nombre del Señor. En Cristo, nuestra santificación es tan cabal como nuestra justificación. Las dos descansan sobre su obra en la cruz. «En esa voluntad (la de Dios) somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebr. 10:10). «Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta» (13:12). En este primer sentido, es Cristo mismo quien ha actuado para lograr nuestra santificación.
Por otro lado, somos santificados por el Espíritu Santo. El apóstol Pablo escribe: Dios os ha «escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad» (2 Tes. 2:13). El apóstol Pedro escribe igualmente: «Elegidos… en santificación del Espíritu» (1 Pe. 1:2). Esta santificación de posición es efectiva al producirse el nuevo nacimiento, cuando «lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6). El Espíritu Santo es el medio de nuestra santificación. Cuando el Evangelio es recibido por fe, el Espíritu viene a habitar en el creyente, sellándolo para el día de la redención (Efe. 1:13-14). Por este sello, el creyente es reconocido como perteneciente a Dios. Forma parte de aquellos que han sido santificados por la fe en Cristo (Hec. 26:18).
6.4 - La santificación práctica
Cuando hemos comprendido nuestra posición de «santificados en Cristo Jesús» (1 Cor. 1:2), estamos en condiciones de hacer frente a nuestras responsabilidades relativas a la santidad práctica. Estas responsabilidades derivan del hecho de ser puestos aparte para Dios. En la Epístola a los Hebreos, los creyentes son llamados «hermanos santos», pues esa es su posición; pero también son exhortados a seguir la santidad (Hebr. 3:1; 12:14). Asimismo, el apóstol Pedro dice: «Sed también vosotros santos» a aquellos a quienes les asegura: «vosotros sois… nación santa» (1 Pe. 1:15; 2:9). Como somos santos ante Dios, debemos ser santos aquí abajo. ¡Cuán atentos debemos estar a esta santificación práctica! Para progresar en ella, debemos usar los medios dados por Dios con ese fin.
Primeramente, la santidad práctica es un resultado de nuestra liberación de la esclavitud del pecado. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos «ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2). Cuanto más sujetos estemos a ese principio motor del Espíritu de vida, más liberados estaremos de nuestra tendencia a pecar. Andar en el Espíritu es una condición primordial de la santificación práctica.
¿Qué hace el Espíritu Santo para nuestra santificación? Él eleva nuestros pensamientos hacia Cristo glorificado. Así, «mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Pronto seremos como él en la gloria; por eso desde ahora nos purificamos para serle moralmente cada vez más semejantes (1 Juan 3:2-3). El Señor, además, se ha puesto aparte en esta posición celestial a fin de que seamos santificados en nuestra conducta (Juan 17:19; ver también Hebr. 7:26). Desde el cielo, intercede por nosotros y se nos revela, atrae nuestros corazones y nos desapega de aquí abajo.
La Palabra de Dios tiene igualmente un poder santificante. El Señor oraba: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad» (Juan 17:17). El Espíritu de Dios –quien también es verdad (1 Juan 5:6)– y la Palabra de Dios están íntimamente relacionados. Lo están en el nuevo nacimiento de cada creyente y lo están también para hacerlo progresar en la santidad práctica. La Palabra lo instruye acerca del pensamiento de Dios en las cosas de cada día y el Espíritu Santo le da la fuerza para realizarlo.
Igualmente podemos crecer en la santidad práctica por medio del amor: «El Señor os haga crecer y abundar en amor… para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad» (1 Tes. 3:12-13). A medida que el amor aumenta, nuestros corazones son afirmados en la santidad. La santidad práctica no es algo estereotipado, legal, sino que es una vida de amor, activa como la de Jesús lo fue en perfección.
Finalmente, la santidad práctica está evidentemente relacionada con la separación de todo lo que es impuro y con el temor de Dios (2 Cor. 7:1). Esta separación se ejerce respecto de los hechos incompatibles con la presencia del Señor e igualmente respecto de las personas que practican tales acciones o enseñan falsas doctrinas (2 Tim. 2:21).
Dios desea nuestra santificación práctica: «La voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Tes. 4:3). Él no la considera como algo facultativo o pasajero, sino que trabaja en nosotros para que progresemos constantemente en ella. El apóstol expresa el deseo de que «el mismo Dios de paz os santifique por completo» (1 Tes. 5:23). El Señor oraba por que los suyos fuesen santificados (Juan 17:17) y él mismo santifica a su Iglesia. La purifica por medio de la Palabra, a fin de presentársela pronto gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante (Efe. 5:27).
6.5 - Pregunta 1
Con frecuencia, los creyentes son llamados «santos» en el Nuevo Testamento. ¿Responde el uso popular de la palabra «santo» al uso de la Sagrada Escritura?
No, se trata de dos sentidos diferentes. Incluso sería útil emplear dos vocablos diferentes si estos existieran.
En el pensamiento popular, un «santo» es una persona de piedad excepcional que habría alcanzado una pretendida perfección moral. Después de su muerte puede ser venerada y se hacen de ella diversas representaciones por medio de la pintura o la escultura. Esto no es específico del cristianismo, sino que también se encuentra en otras religiones. Por supuesto que el creyente instruido acerca del pensamiento de Dios debe mantenerse completamente alejado de estas cosas.
En la Palabra, cada creyente es un «santo», pues está separado para Dios por la sangre de Cristo y por el Espíritu Santo que mora en él.
El pensamiento popular es muy tenaz, porque tenemos tendencia a creer que la santidad no nos concierne a todos personalmente, sino que es privilegio de un pequeño grupo de creyentes superiores. Solo ellos deberían seguir la santidad, lo que nos serviría de excusa para contentarnos con una vida cristiana de nivel inferior.
Rechacemos con energía esta tendencia, y mantengamos cuidadosamente el pensamiento de la Palabra.
6.6 - Pregunta 2
Ciertas personas pretenden estar enteramente santificadas en la práctica, completamente liberadas del pecado. ¿Confirma la Palabra de Dios estas afirmaciones?
Durante todo el tiempo que tengamos nuestros cuerpos naturales, nacidos de Adán, el pecado estará en nosotros. Afirmar que ya en la tierra podemos estar completamente liberados del pecado es un error. El apóstol Juan dice: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1 Juan 1:8).
No tenemos ninguna excusa para ceder al pecado, puesto que tenemos a nuestra disposición un poder suficiente para preservarnos de él. No obstante, la Escritura afirma: «Todos ofendemos muchas veces» (Sant. 3:2). Todos hacemos la triste experiencia de ello y lo confesamos. Si no es así, nuestro sentido del pecado está lamentablemente embotado.
Cuando el apóstol Pablo desea que el «Dios de paz os santifique por completo» (1 Tes. 5:23) no alude a una santidad práctica total, sino al hombre por entero en su naturaleza tripartita: espíritu, alma y cuerpo. Nada es parcial en la obra de Dios. Su influencia santificante alcanza a todas las partes de nuestro ser y prosigue hasta la venida del Señor. Entonces, la santificación del hombre por entero será completa y perfecta, pero no antes.
Sin embargo, una vida de santidad práctica creciente es la vida cristiana normal. Aquel que vive cuidadosamente tal vida, hablará lo menos posible de ella. Su vida y sus palabras se resumirán en un solo nombre: Cristo.
7 - El nuevo nacimiento
«Os es necesario nacer de nuevo» (Juan 3:7). El Señor mismo presentó este indispensable «nuevo nacimiento» al principio de su enseñanza. No es una obra exterior al creyente, como la justificación, sino una operación interior, imperativa al principio de la vida cristiana. Veremos más adelante otras operaciones interiores, como la vivificación o el don del Espíritu Santo.
Varias expresiones son empleadas por el Señor para evocar el nuevo nacimiento; habla de «nacer de nuevo», de «nacer de agua y del Espíritu», de «nacer del Espíritu». Los apóstoles Pedro y Juan, quienes seguramente habían sido enseñados por boca del Señor sobre el tema, agregan otros complementos en sus epístolas. Pedro habla de «regeneración por la palabra de Dios», Juan de «nacer de Dios». Antes de considerar estas diferentes expresiones, veremos por qué este nuevo nacimiento es indispensable y analizaremos las alusiones que al respecto son hechas en el Antiguo Testamento.
7.1 - Necesidad del nuevo nacimiento
Nicodemo formaba parte de aquellos que estaban convencidos de que Jesús era un maestro venido de Dios. Mientras algunos se contentaban con creer superficialmente, él dio un paso más y mostró su inquietud al procurar informarse personalmente mediante la enseñanza del Señor (Juan 2:23-25 y 3:1-2). Nicodemo era un jefe de los judíos, un «maestro de Israel». No obstante, a pesar de sus cualidades, de sus títulos y de su pertenencia a la nación más favorecida, tuvo que oír cómo se le decía: «el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios».
La expresión griega traducida por nacido «de nuevo» (Juan 3:3) puede serlo también por nacido «de arriba» (3:31) o «desde su origen» (Lucas 1:3) . La respuesta de Nicodemo muestra, sin embargo, que él había captado solo el primero de esos sentidos. Tenía necesidad de un nacimiento que fuese enteramente nuevo en su origen, pues, nada más que eso podía ser satisfactorio.
Nicodemo, a pesar de las ventajas de su ascendencia y de su persona, no podía satisfacer a Dios por sí mismo. Cuando el Señor afirma que solo el nuevo nacimiento es suficiente, condena el estado natural del hombre. La naturaleza de Adán fue corrompida por su pecado, y toda la humanidad, generación tras generación, ha recibido esta naturaleza caída. La ceguera espiritual es una de las formas de esta corrupción. Somos incapaces de ver las realidades espirituales y en particular el reino de Dios. Cuando Jesús estaba en la tierra, este reino estaba presente en la persona del Rey, pero los hombres no supieron reconocerlo. En realidad, no podían verlo sin tener el nuevo nacimiento. Nicodemo solo había visto en Jesús a un maestro; tenía necesidad de nacer de nuevo para discernirlo verdaderamente como Hijo de Dios. De igual modo, Jesús es un maestro religioso para los hombres de nuestra época, pues no disciernen a Dios en Él.
Si el nuevo nacimiento es indispensable para ver el reino de Dios, lo es más aún para poder entrar en él. El hombre natural no puede hacer nada en absoluto para lograrlo. Es una cuestión de naturaleza y, por lo tanto, de nacimiento. Lo que es nacido de la carne, carne es. La educación, la civilización o incluso la «cristianización» en nada cambian el problema: la carne permanece como es y no puede ser cambiada en espíritu. Solo lo que es nacido del Espíritu es espíritu. No lo podemos encontrar fuera del nuevo nacimiento.
7.2 - Imágenes del Antiguo Testamento sobre el nuevo nacimiento
Cuando Nicodemo muestra su total ignorancia respecto del nuevo nacimiento, Jesús le hace notar que eso es sorprendente. En efecto, esa enseñanza tiene sus raíces en la de los profetas. En particular, Ezequiel (cap. 36:24-27) muestra lo que Jehová hará cuando reúna a su pueblo Israel trayéndolo desde los lugares en los que está disperso. Derramará sobre ellos agua limpia y serán limpiados. Todas sus mancillas y su amor por los ídolos habrán desaparecido. Jehová les dará un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
Esta purificación por el agua será tan radical que toda su naturaleza será cambiada. Se producirá una completa renovación moral. No una modificación de la naturaleza existente, sino el don de una naturaleza enteramente nueva: un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Serán cambiadas sus aspiraciones, desearán instintivamente lo que es de Dios. Jehová pondrá su Espíritu en ellos, quienes andarán con obediencia y habitarán en el país. Verán el reino de Dios y entrarán en él.
Esta profecía de Ezequiel en relación con las aguas puras que Jehová derramará sobre su pueblo nos lleva al libro de los Números, en el cual dos veces se trata de derramar agua. Cuando un israelita se había contaminado, debía ser purificado con «el agua de la purificación»; los levitas, a su vez, eran purificados con «el agua de la expiación» (o «de la ofrenda por el pecado»; V.M.) (Núm. 19:11-13; 8:7). El agua de la purificación estaba mezclada con cenizas de una «vaca alazana», ofrecida en sacrificio por el pecado, sobre la cual era vertida agua corriente. Las cenizas evocan la muerte de Cristo y el agua viva al Espíritu Santo.
7.3 - Nacer de agua y del Espíritu
Después de haber mostrado a Nicodemo la absoluta necesidad del nuevo nacimiento, el Señor precisa por qué medios se lo obtiene: «El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5).
Las discusiones sobre el significado de la palabra «agua» han sido numerosas. Estimamos que debe ser encontrado en las imágenes del Antiguo Testamento que acabamos de recordar: el «agua limpia», de Ezequiel, «el agua de la purificación» y «el agua de la expiación» del libro de los Números. Estas nos hablan de la muerte de Cristo, no de su valor para Dios, sino de su acción sobre el hombre. Es la Palabra de Dios la que trae al alma la muerte de Cristo con su poder separador y purificador.
Las palabras del Señor confirman en otros capítulos esta interpretación que ve en el agua el símbolo de la Palabra de Dios. Dice él: «Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15:3). Cuando lava los pies de sus discípulos, muestra que hace falta haber sido lavado una vez enteramente para estar «todo limpio» (13:10-11), probable alusión al nuevo nacimiento.
Una confirmación suplementaria aparece en Efesios 5:26, donde el agua y la Palabra aparecen como idénticas.
Para entrar en el reino de Dios hace falta, pues, haber nacido de la Palabra de Dios y del Espíritu. La Palabra aporta la virtud purificante de la muerte de Cristo y el Espíritu la aplica al alma. La Palabra es el medio utilizado y el Espíritu es aquel que la utiliza.
El Señor le habla a Nicodemo una sola vez acerca de la acción del agua. Más bien insiste sobre «ser nacido del Espíritu» para mostrar que se trata de una cuestión de naturaleza. Cualquiera que es nacido de nuevo, en realidad es nacido del Espíritu. Adquiere una naturaleza espiritual, divina, y lleva los caracteres de ella.
7.4 - Regenerado (o renacido) por medio de la Palabra de Dios
El apóstol Pedro insiste sobre la acción de la Palabra: «Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad… siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 Pe. 1:22-23). Puesto que hace falta la obediencia, nuestra responsabilidad está implícita en tal purificación. Sin embargo, esta última no está ligada a nuestras capacidades, sino que se efectúa por el trabajo que hace en nosotros la Palabra de Dios, esta simiente incorruptible que nos comunica una naturaleza divina.
«La sangre preciosa de Cristo» nos ha rescatado (1:18-19). Es una acción ante Dios, exterior a nosotros. En cambio, la Palabra ha obrado en nosotros y nos ha purificado. Ella nos ha comunicado la naturaleza divina, caracterizada a la vez por la vida, la eternidad y la incorruptibilidad.
El nuevo nacimiento es necesario a causa de nuestra naturaleza corrompida. No era suficiente que una obra fuese hecha a nuestro favor, como en los casos de la justificación y la reconciliación. Hacía falta nada menos que un trabajo de purificación moral, una regeneración respecto a nuestro estado de corrupción y el don de una nueva naturaleza que brotara de una fuente incorruptible y divina. Como descendientes de Adán, somos nacidos de una simiente corruptible y, de hecho, corrompida. Ahora, como hijos de Dios, somos nacidos de nuevo, regenerados por una «simiente incorruptible», la viva y permanente Palabra de Dios.
En la epístola a Tito encontramos la expresión «el lavamiento de la regeneración» (Tito 3:5). El vocablo traducido por «regeneración» se encuentra dos veces en el Nuevo Testamento (Mat. 19:28 y Tito 3:5). Evoca un nuevo orden de cosas, como el del milenio. «El lavamiento de la regeneración» corresponde al nuevo nacimiento y recuerda el «agua limpia» del pasaje de Ezequiel. Además, está asociado a la acción del Espíritu, puesto que se añade la expresión: «y por la renovación en el Espíritu Santo».
No es necesario esperar la «regeneración» –es decir, el milenio– a fin de aprovechar el lavamiento necesario para entrar. Este lavamiento ya había alcanzado individualmente a los cretenses que se habían vuelto hacia el Señor. Estaban purificados y podían vivir «sobria, justa y piadosamente» (Tito 2:12). Igualmente aprovechamos este lavamiento los que somos regenerados por la Palabra de Dios.
7.5 - Nacido de Dios
En su primera epístola, el apóstol Juan siempre se remonta a los principios esenciales. Afirma: «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1 Juan 3:9). No se menciona ni el medio empleado –la Palabra de Dios– ni el agente –el Espíritu Santo– que efectúa el trabajo en el alma. La atención recae enteramente sobre Dios mismo como fuente de todo. Dado que somos nacidos de Dios, participamos de su naturaleza, exenta de pecado, la cual habita en nosotros. Aquel que es nacido de nuevo es presentado como incapaz de pecar, sencillamente porque es nacido de Dios.
El apóstol Juan considera al creyente de manera abstracta al poner en evidencia el carácter esencial de la nueva naturaleza. Puede hablar así puesto que realmente seremos sin pecado cuando Dios haya acabado su obra en nosotros. El último rasgo de nuestra naturaleza caída habrá desaparecido cuando nuestros cuerpos sean glorificados. El apóstol Juan considera también al creyente desde el punto de vista práctico e insiste sobre el hecho de que tenemos el pecado en nosotros y que efectivamente pecamos (1:8 al 2:2). Esta presentación más práctica es naturalmente muy necesaria, pero el punto de vista abstracto no lo es menos. Permite entender los principios divinos y en particular el hecho de que la nueva naturaleza en nosotros no puede pecar en absoluto.
Esta naturaleza no es solamente sin pecado, sino que ella abarca caracteres más positivos. Ella es justa, amante, obediente, se distingue por la fe y por la victoria sobre el mundo (2:29; 3:10-11; 5:1; 5:4).
7.6 - El nuevo nacimiento y la fe
Como el nuevo nacimiento es una operación divina, ¿cuál es la responsabilidad del hombre en esta última? Esta difícil cuestión ha sido debatida con frecuencia. Se trata concretamente de conciliar en nuestros espíritus la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre. No es el razonamiento el que nos ayudará a hacerlo, sino la sumisión a la Palabra de Dios. Varias veces esta declara simultáneamente que Dios es soberano y el hombre responsable. Debemos simplemente aceptar estas dos afirmaciones sin ser turbados por el hecho de no llegar a hacer una perfecta síntesis de ellas. De la misma manera, no llegamos a explicar que el Señor Jesús sea a la vez perfectamente Dios y hombre, sin que ello nos inquiete excesivamente.
Si consideramos el lado divino de las cosas, el nuevo nacimiento es el resultado del trabajo soberano de Dios en nosotros. Estábamos en un estado de muerte espiritual; por eso no habría habido ninguna esperanza para nosotros si Dios no hubiera emprendido el trabajo. En la historia de la salvación, Dios es quien empezó a obrar y no el hombre.
En su soberanía, su sabiduría y su presciencia, él tomó la iniciativa por cada uno de nosotros. Su Espíritu empezó a obrar en nuestros corazones, como ocurrió en la creación, cuando se movía sobre la faz de las aguas. Esta primera acción divina en el hombre aún no es el nuevo nacimiento, el que es algo más grande y completo. El Espíritu debe continuar obrando y purificando, pero esta operación del Espíritu no puede ser entendida por la inteligencia humana. Es como el viento, al que no podemos asirlo con la mano (Juan 3:8).
La responsabilidad del hombre también tiene su parte en el nuevo nacimiento, el que no se limita a un simple trabajo del Espíritu en él. Él es el resultado de la predicación y de la recepción del Evangelio. «Siendo renacidos… por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre… Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (1 Pe. 1:23, 25). El Evangelio es presentado a hombres tenidos por responsables de la facultad de escoger y les invita a creer y a arrepentirse.
Después de haber mostrado a Nicodemo que le es necesario nacer de nuevo, el Señor lo pone sobre el terreno de su responsabilidad. Le habla de la necesidad de recibir su testimonio, es decir, de creer. «¿Cómo creeréis si os dijere las (cosas) celestiales?» (Juan 3:12). ¿Va el hombre a aceptar la revelación divina? He aquí la verdadera pregunta con inmensas consecuencias, pues «todo aquel que en él cree» tiene vida eterna (v. 16). De modo que el nuevo nacimiento está directamente asociado a la fe. «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios…; ha sido engendrado por él» (1 Juan 5:1).
7.7 - Hijos de Dios
Por el nacimiento natural, un niño viene al mundo y vive. Igualmente, por el nuevo nacimiento, viene a ser hijo de Dios y posee la vida eterna. En efecto, la Palabra declara: «A todos los que le recibieron (a Cristo), a los que creen en su nombre, (Dios) les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales… son engendrados… de Dios» (Juan 1:12-13). De esta manera, aquellos que creen son hijos de Dios. Es un nuevo estado, y es también un título de nobleza que Dios les da el derecho de lucir.
¡Cuántas bendiciones presentes y futuras proceden del nuevo nacimiento! El Espíritu da la certidumbre de este (Rom. 8:16) y nos permite gozar desde ahora de estas bendiciones. Como el amor de Dios es la base de todo, el apóstol Juan exclama –y cada uno de nosotros puede hacer lo mismo–: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1).
7.8 - Pregunta 1
¿Cuál es la diferencia entre la purificación por la sangre de Cristo (1 Juan 1:7) y la purificación por la Palabra de Dios?
«La sangre es la vida» (Deut. 12:23). La sangre de Cristo es su vida santa entregada a fin de morir por nosotros. Por ese medio somos judicialmente purificados ante Dios. Es un hecho exterior a nosotros.
La purificación cumplida con el nuevo nacimiento es obrada en nuestro interior, por medio de la Palabra de Dios, representada por el agua. Esa Palabra nos da una nueva naturaleza y modifica nuestro comportamiento. Ella nos purifica moralmente.
Tenemos necesidad de ambas purificaciones y a ambas las tenemos por gracia de Dios.
7.9 - Pregunta 2
Diferentes expresiones han sido puestas ante nosotros: «nacido de nuevo», «nacido de agua y del Espíritu», «nacido de Dios». ¿Son todas ellas equivalentes?
Pensamos que todas estas expresiones se refieren a la misma obra de Dios, efectuada en nosotros por su Espíritu. Nada en la Biblia permite pensar que existan dos formas diferentes de «nuevos nacimientos», como si, por ejemplo, alguien pudiese «nacer de nuevo» según Juan 3 y no «nacer de Dios» según 1 Juan 3.
No obstante, cada una de estas expresiones tiene su propio significado y su propia fuerza. La primera acentúa el carácter nuevo y original del nacimiento; la segunda, los medios empleados; la tercera nos presenta la fuente de la cual todo procede.
8 - La vivificación
Cuando consideramos la amplitud de los estragos causados por el pecado, entrevemos la plenitud de la respuesta divina que da el Evangelio.
El pecado ha provocado:
- la culpa que reclama perdón;
- la condena que exige justificación;
- la esclavitud que nos hace desear la redención;
- el alejamiento y la enemistad respecto de Dios, lo cual hace necesaria la reconciliación;
- los peligros de toda clase que requieren la salvación;
- la profanación y la mancilla para las cuales nos hace falta la santificación;
- la corrupción que ha afectado los más profundos resortes de nuestra naturaleza y que necesita el nuevo nacimiento.
Finalmente, el pecado nos ha precipitado en la muerte espiritual. Para que nuestra vida pueda ser para Dios, nos hace falta ser vivificados. Esta vivificación radical no se encuentra en el Antiguo Testamento. El hombre todavía estaba a prueba bajo la ley. La vida en la tierra estaba prometida como resultado de una perfecta obediencia a esta ley. En el Nuevo Testamento, este período de ensayo ha terminado, pues el hombre es oficialmente declarado muerto en sus pecados. Entonces puede ser revelada la doctrina de la vivificación.
8.1 - Muertos en cuanto a Dios y vivificados por él
La epístola a los Efesios revela nuestra verdadera condición: «estabais muertos en vuestros delitos y pecados» (Efe. 2:1). El versículo siguiente muestra que, no obstante este estado de muerte, andábamos activamente en esos delitos y pecados. Ello es así porque la muerte de la que se trata aquí es la muerte con relación a Dios. Los que están muertos con relación a Dios, sin embargo, están vivos respecto a «la corriente de este mundo» y «al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia» (Efe. 2:2). Esta ausencia de vida para Dios es enteramente compatible con el hecho de estar activo en el mundo bajo la influencia de Satanás. El hombre no vive en cuanto a Dios porque vive en el mal.
Este estado de muerte espiritual es la base de la declaración: «No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios» (Rom. 3:11). El versículo precedente había afirmado que no hay ni siquiera un solo justo, lo que es extremadamente lamentable, pero menos grave que el hecho de que no haya nadie que comprenda, que sea inteligente en las cosas de Dios. No se trata solamente de ausencia de actos justos, sino de una completa incapacidad espiritual. Peor aun, a esta incapacidad se añade una ausencia de deseo: no hay nadie que desee comprender o buscar a Dios. El hombre natural no encuentra en Dios nada que sea deseable. Qué triste estado: el hombre no es justo, no se da cuenta de ello y no suspira por Dios. En una palabra, el hombre está muerto en cuanto a Dios.
Desde que tomamos conciencia de estos solemnes hechos, nos damos cuenta de que nuestra única esperanza está en Dios. Él solo puede tomar la iniciativa para sacarnos a flote, en su misericordia soberana, y eso es lo que hace. Nosotros podemos tomar la iniciativa para cometer el mal, pero, estando espiritualmente muertos, no podemos intentarlo para hacer el bien según Dios. Hace falta que sea Él quien obre. Y ¿cómo puede hacerlo? ¿Por medio de una reforma, de la educación, de la moral? Nada de eso, pues estamos totalmente muertos en cuanto a Dios. Nada puede ser mejorado antes de que nos haya dado la vida. La palabra traducida en el Antiguo Testamento por «vivificado» está compuesta del sustantivo «vida» y del verbo «hacer», lo que converge en «hacer vivir». Es la vivificación que solo Dios puede producir.
8.2 - Vivificación y nuevo nacimiento
Así como Ezequiel 36 da una idea del nuevo nacimiento, el capítulo siguiente presenta más la vivificación. Encontramos allí la visión de los huesos secos que se juntan, son cubiertos de carne y vuelven a la vida. Esto representa a Israel en su estado de muerte espiritual y la futura acción de Dios para vivificar antes de impartir las bendiciones milenarias. Dios les sacará de sus sepulcros entre las naciones en que se encuentren. Habrá una resurrección nacional, y, como lo dice el Señor: «viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo Jehová hablé, y lo hice, dice Jehová» (Ez. 37:14). Desde el momento en que sean vivificados, comprenderán y buscarán a Jehová.
Estos dos capítulos muestran la estrecha relación que existe entre el nuevo nacimiento y la vivificación. Al comunicarnos una naturaleza divina, el nuevo nacimiento responde al estado de decadencia moral, mientras que la vivificación responde más bien al de muerte espiritual. No obstante, los dos son el resultado de la operación del Espíritu Santo en el hombre.
Por otra parte, en la Escritura encontramos expresiones similares para describir estas dos acciones del Espíritu. En Ezequiel 37, el «soplo», identificado con el Espíritu (en comparación con los versículos 9 y 14), comunica la vida a Israel. En Juan 3:8, la expresión «el viento sopla de donde quiere» es una imagen del Espíritu que produce el nuevo nacimiento. No conviene, pues, separar estas dos operaciones del Espíritu, aunque podamos distinguirlas para comprender las variadas bendiciones que emanan de ellas. La Palabra de Dios lo hace en estos capítulos de Ezequiel y en el evangelio según Juan, donde encontramos el nuevo nacimiento en el capítulo 3 y la vivificación en el capítulo 5.
8.3 - La vivificación por medio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
Juan 5 empieza por la curación de un hombre enfermo. Una corriente de vida parece penetrar en sus miembros, toma su lecho y anda. El Señor, viéndose entonces obligado a responder a la oposición de los judíos, habla de las obras que él hará y que serán mucho más grandes que esta curación. Primeramente, vivificará a aquellos que él quiera (v. 21), y después resucitará a todos los hombres a su debido tiempo (v. 28-29).
La vivificación es diferente a la resurrección (también llamada «levantar» en el v. 21).
La vivificación concierne únicamente a aquellos que oyen la voz del Hijo de Dios. En el plano espiritual, pasan «de muerte a vida». Por el contrario, la resurrección es para todos aquellos que están en los sepulcros y que volverán a ser seres animados. Oirán esta misma voz y saldrán en momentos diferentes, unos a resurrección de vida y otros a resurrección de condenación.
A la luz de Juan 5, la vivificación aparece como el aspecto más profundo de la obra de Dios en nosotros. Su importancia es tal que el Padre y el Hijo obran juntos para hacerla: «como el Padre levanta a los muertos y vivifica, así también el Hijo a los que quiere vivifica» (v. 21, traducción literal del original griego). El juicio, por el contrario, es enteramente dejado en manos del Hijo porque fue hecho hombre.
En el acto de vivificar, el Hijo obra conforme a su propia voluntad, sobre un pie de igualdad con el Padre y, si es útil añadirlo, en la más perfecta comunión con él. Como el Padre, él «tiene vida en sí mismo» (v. 26; véase también 1:14). Él es un «espíritu vivificante» (1 Cor. 15:45); vivifica por medio de su Palabra. Los hombres oyen la voz del Hijo de Dios, creen al Padre que lo envió y viven. La vida es realmente su don, pero ella nos llega al oír su voz en su Palabra: únicamente «los que la oyeren vivirán» (Juan 5:25).
La vivificación también es atribuida al Espíritu Santo. En Juan 6, mientras ciertos discípulos parecen desanimados a causa de la profunda enseñanza del Señor, este afirma: «El espíritu es lo que vivifica; la carne no aprovecha nada; las palabras que yo os he hablado, espíritu son y vida son» (v. 63, traducción literal del original griego). Por preciosa que sea la enseñanza del Señor, ella va acompañada por una acción del Espíritu para que se cumpla la vivificación de los oyentes.
De modo que, a la luz de Juan 5 y 6, podemos decir que las tres personas de la deidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– están implicadas en la vivificación de seres tales como nosotros.
8.4 - Vivificados juntamente con Cristo
En Efesios 2:5 y Colosenses 2:13 leemos que hemos sido vivificados juntamente con Cristo. Estábamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efe. 2:1), estábamos muertos en pecados y en la incircuncisión de nuestra carne (Col. 2:13). Nos hacía falta nada menos que la vivificación para solucionar nuestro caso. Sin embargo, no era necesario que fuésemos vivificados juntamente con Cristo. Esta asociación con Cristo es un fruto de los consejos de amor de Dios.
La vida «juntamente con» Cristo demuestra el interés de Dios por nosotros. Él no nos ofrece solamente la liberación de un estado lamentable, sino que también nos da una vida que es la mejor que hay. La vida con Cristo es la más sublime que una criatura rescatada pueda conocer. Por esta razón, la vivificación es presentada como resultado de la preciosa misericordia de Dios y de su gran amor por nosotros (Efe. 2:4).
Hemos sido hechos vivos en asociación con Cristo. Puesto que nuestra vida de vivificados es su propia vida, entonces nos es posible ser resucitados y estamos en condiciones de residir juntamente con él en los lugares celestiales. La maravillosa historia de nuestra vivificación llega a su término con nuestro asiento en los lugares celestiales, todos juntos íntimamente unidos a Aquel que nos ha vivificado.
Esta suprema bendición de tener la vida de Cristo y de estar unidos a él, nos es dada desde el principio de nuestra vida cristiana. No obstante, somos lentos para comprender la importancia de ello. Esto en nada cambia el efecto de esta vida en nosotros, pues la vivificación es el fruto de la operación divina en nosotros, mientras que la comprensión que tenemos de ella resulta de una enseñanza divina. Pero, a medida que crecemos en esta comprensión, procuramos dejar que esta vida se desarrolle más en nosotros y advertimos cuán importante es ser dependientes del Señor, quien realmente es nuestra vida (Col. 3:1-4).
Así como la epístola a los Efesios presenta nuestra posición «en Cristo» ante Dios, la dirigida a los Colosenses muestra más bien a Cristo obrando en nosotros, como testimonio en el mundo. Esto es verdad en cada creyente individualmente: «Cristo… en todos» (Col. 3:11), y colectivamente en la iglesia: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col. 1:27). Esta vida de Cristo en nosotros es un inmenso privilegio. Hacerla nuestra por la fe transforma la vida del creyente, quien debe poder decir con el apóstol: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20; véase también Efe. 3:16-17; Juan 14:20; 15:4; …).
8.5 - La vivificación del cuerpo
En Cristo hemos sido vivificados, pero todavía conservamos nuestros cuerpos mortales. La vivificación de estos –así como su redención– es todavía futura. Dios vivificará nuestros cuerpos mortales mediante su Espíritu que mora en nosotros (Rom. 8:11). Esto tendrá lugar cuando el Señor vuelva, ya sea por medio de la resurrección –para los creyentes que hayan pasado por la muerte–, ya sea por medio de la transmutación –para aquellos que todavía estén vivos.
Esta vivificación no es una curación pasajera, sino una transformación radical que nos dará cuerpos gloriosos e inmortales (Fil. 3:21). El Espíritu de Dios ya obra en nuestros cuerpos, pero estos continúan siendo mortales. Tienen necesidad de ser vivificados.
El Señor Jesús es un espíritu vivificante; él es dador de vida. Estábamos muertos espiritualmente y él nos comunicó su propia vida a quienes ahora somos su linaje. Igualmente, él vivificará nuestros cuerpos para que sean vestidos de inmortalidad y lleven su imagen. Suspiramos por ese momento, pues en nuestros cuerpos mortales la vida divina no puede expresarse plenamente. Deseamos con ardor que todo nuestro ser sea «absorbido por la vida» (2 Cor. 5:2-4).
Cuando esto se cumpla, será «sorbida… la muerte en victoria» (1 Cor. 15:54). Entonces la obra de la vivificación alcanzará su perfección para nosotros, pues reinaremos «en vida por uno solo, Jesucristo» (Rom. 5:17).
9 - El don del Espíritu Santo
Sin fuerza, sin ninguna energía para hacer el bien: tal es el estado en el cual el pecado abatió al hombre. Este no solamente cayó bajo la esclavitud del pecado –lo que hace necesaria su redención– sino que también se ve reducido a un estado de impotencia, sin poder agradar a Dios ni servirlo.
Para compensar esta falta de fuerza, debemos poseer un poder. Este nos es indispensable, tanto para liberarnos de nuestra parálisis interna, producida por el pecado, como para permitirnos servir al Señor en las diversas circunstancias exteriores. Dios nos ha dado este poder y, lo que es maravilloso, es que él envió a su Espíritu para que more en nosotros. Algo de menos nos podría haber parecido suficiente, pero, en su amor y su sabiduría, Dios quiso que el Espíritu Santo –persona divina– fuera la energía activa del creyente. El Señor resucitado, a punto de subir al cielo, había dicho a los discípulos: «recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hec. 1:8). Esta elevada bendición fue cumplida diez días más tarde, el día de Pentecostés.
9.1 - Nacido del Espíritu y morada del Espíritu
En Ezequiel 36 y 37 se formulan profecías que conciernen al nuevo nacimiento y a la vivificación que se cumplirán en el remanente de Israel a fin de prepararlo para la bendición milenaria. En esos dos capítulos también se trata del don del Espíritu Santo. «Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra» (36:27), y «pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis» (37:14). De esto resultará para Israel una vida espiritual que se manifestará por medio de una activa obediencia a la voluntad de Dios.
Otros pasajes del Antiguo Testamento contienen promesas semejantes. Por eso el apóstol Pedro explicó el día de Pentecostés que lo que acababa de producirse era la concreción de la profecía de Joel (Hec. 2:16-21; Joel 2:28-32). Sin embargo, el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés implica una plenitud y una permanencia poco consideradas en el Antiguo Testamento.
El nuevo nacimiento es producido por el Espíritu Santo. De esto resulta una nueva naturaleza que es espíritu en su carácter esencial. Esto, no obstante, debe ser distinguido de la morada del Espíritu dentro de hombres ya nacidos de nuevo.
Es muy útil comprender que el poder para el creyente está unido, no a su nueva naturaleza, sino a la efectiva morada de la persona del Espíritu Santo en él. El capítulo 7 de la epístola a los Romanos expone la experiencia de alguien que es nacido de nuevo, puesto que posee «el hombre interior», el cual se deleita en la ley de Dios (v. 22). Por consiguiente, aprueba lo que es bueno y lo desea ardientemente, pero se ve incapaz de practicarlo. Solo en el capítulo 8, después de que el creyente haya mirado a Cristo su Señor (7:25), leemos: «la ley (o autoridad) del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley (o autoridad) del pecado y de la muerte» (8:2). La fuerza que libera se encuentra en Cristo y en su Espíritu. En nosotros mismos no tenemos ningún poder, aunque tengamos una nueva naturaleza.
Esto es particularmente cierto para dar testimonio acerca del Señor resucitado. En Lucas 24:49 y Hechos 1:8 el Señor indica claramente a sus discípulos que deberán esperar a ser revestidos de poder antes de ser sus testigos. Sin embargo, ellos lo habían seguido durante tres años y un trabajo del Espíritu había tenido lugar en ellos. Además, habían recibido una instrucción excepcional de la misma boca del Señor. No obstante, todos esos privilegios no les conferían una fuerza suficiente. Cualquiera haya podido ser su diligencia para emprender el testimonio, carecían de eficacia hasta que el Espíritu hubiese sido dado. Pero, a partir de ese momento, sus bocas fueron abiertas y ¡con qué resultados notables!
9.2 - Lleno del Espíritu
El día de Pentecostés, los discípulos no recibieron simplemente el Espíritu para que morara en ellos, sino que «fueron todos llenos del Espíritu Santo» (Hec.
2:4). Cuando un creyente está lleno del Espíritu, la carne en él permanece inactiva, y nada puede oponerse a Su poder. Esto lo vemos en Esteban, quien estaba «lleno de fe y del Espíritu Santo», «lleno de gracia y de poder». Sus adversarios no podían oponerse «a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (6:5, 8, 10 y 7:55). Incapaces de resistirle, usaron la violencia como único recurso.
Estar lleno del Espíritu no es un estado permanente, mientras que sí lo es su morada en el creyente. En efecto, Pedro fue lleno del Espíritu por lo menos dos veces (4:8, 31). Sin embargo, todos los creyentes son exhortados a ser «llenos del Espíritu» (Efe. 5:18). Puede parecer asombroso que tal condición sea contrastada con el hecho de embriagarse con vino. El vino tiene influencia sobre el comportamiento; quien abusa de él se siente agitado y ya no se controla. La acción del Espíritu no tiene nada que ver con tal influencia. Aquel que está lleno del Espíritu controla sus actos al mismo tiempo que es dirigido de manera conveniente y divina. De hecho, en este pasaje, como en toda la epístola a los Efesios, lo que es muy malo está puesto en oposición a lo que es muy bueno.
Cuando un hombre está lleno del Espíritu, toda acción carnal queda excluida. Todas las cosas que ocupan nuestros pensamientos, nuestro tiempo y nuestra energía limitan el poder del Espíritu. Ellas son no solamente las cosas positivamente malas, sino también todas aquellas profanas y sin provecho. De ahí la exhortación: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Efe. 4:30). Cuando lo entristecemos, continúa morando en nosotros, pues la Palabra nos dice que hemos sido sellados con el Espíritu Santo para el día de la redención (1:13-14), pero el gozo y el poder espiritual son perdidos. Experimentamos con tristeza este estado hasta el día en que juzgamos y dejamos a un lado lo que ha entristecido al Espíritu. Esto puede ser la mentira, la cólera, las palabras corrompidas, la amargura, la maledicencia (4:25-31). Todas estas cosas son contrarias a la acción del Espíritu en la esfera individual o en la colectiva.
9.3 - Andar en el Espíritu
¿Cómo podemos conocer el poder victorioso del Espíritu en nuestras vidas? La epístola a los Gálatas da la respuesta resumida en esta exhortación: «Andad en el Espíritu» (Gál. 5:16). Después de que hemos creído al Evangelio, Dios nos da su Espíritu, él nos sella, mostrando así que somos su propiedad. Después de esto debemos andar en el Espíritu. De forma práctica, él debe ser la fuente y la energía de nuestra vida. El andar es una expresión figurada de nuestras actividades. Pensamientos, palabras y hechos, todo debe ser sometido al control del Espíritu. De esta manera, no cumplimos los deseos de la carne, los cuales son anulados por el poder del Espíritu.
De manera figurada, podemos decir que nuestras vidas están hechas de siembras y de cosechas. Cada día salimos con dos cestos de simientes diferentes. Podemos meter la mano en el cesto de la carne y sembrar para la carne, o meterla en el cesto del Espíritu y sembrar para el Espíritu. Podemos ceder al influjo de cosas que satisfacen a la carne, o bien estar ocupados con cosas del Espíritu y así esparcir simientes productivas para gloria de Dios (Gál. 6:7-9). En la práctica, «andamos en el Espíritu» cuando estamos pendientes de los intereses del Señor y nos alimentamos de él.
Las caídas graves no son las únicas que nos privan del poder del Espíritu. Con frecuencia es suficiente una falta de concentración en las cosas de Dios. El Espíritu toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica; pero puede estar entristecido por nuestra pereza espiritual. Si usted fuese a dar noticias importantes a un amigo, y él le interrumpiera sin cesar para hablar de cosas triviales, usted detendría ahí su relato, entristecido y decepcionado. De la misma manera, el Espíritu es sensible a todo lo que concierne a la gloria de Cristo. Tanto lo entristece la falta de atención como el hecho de pecar. Pidamos a Dios que nos muestre hasta qué punto nuestras faltas de poder espiritual provienen de eso.
9.4 - El Espíritu, poder de servicio
El apóstol Pablo es un ejemplo para los creyentes. Observemos, pues, los resultados de la acción del Espíritu en su vida de servicio. En el intervalo de casi veinticinco años había evangelizado a pueblos diferentes que ocupaban vastos territorios. Tal obra no habría podido ser cumplida sin la energía comunicada por el Espíritu de Dios. Su predicación se caracterizaba por la sencillez (1 Cor. 2:1-5); todos los ornamentos de la elocuencia humana habían sido puestos de lado, con el fin de que el hecho central de la cruz se advirtiera claramente. Sus palabras eran «demostración del Espíritu y de poder». Así las personas convertidas por medio de él tenían una fe que no descansaba «en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios».
En sí mismo no era más que un «vaso de barro», pero a través del cual resplandecía el «conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6-7). Por medio del Espíritu, su servicio tenía un carácter vivificante (3:6). En los rudos combates por el Evangelio, sus armas eran espirituales. Derribaba los poderes satánicos atrincherados en los espíritus de los hombres bajo forma de pensamientos orgullosos y razonamientos opuestos a Dios.
Los creyentes surgidos de ese ministerio eran la «carta de Cristo… escrita… con el Espíritu del Dios vivo» (3:3). El Evangelio no había llegado a ellos «en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre» (1 Tes. 1:5).
El Espíritu Santo es «un espíritu… de poder, de amor y de dominio propio» a fin de que el creyente pueda servir al Señor participando «de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios», al mismo tiempo que guarda un sano equilibrio en su actividad (2 Tim. 1:7-8, 14). Para el siervo de Cristo, el Espíritu Santo es, a la vez, fuente de poder y de fidelidad.
9.5 - El Espíritu, poder de unidad
El día de Pentecostés, el Espíritu Santo vino a la Iglesia, la que de esta manera llegó a ser «morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). El Espíritu Santo igualmente hace su morada en cada creyente (2 Tim. 1:14 y 1 Cor. 6:19). Estas dos moradas, aunque muy unidas, deben ser distinguidas.
Las bendiciones que hasta aquí hemos estudiado, resultan de la morada del Espíritu en el creyente. Ellas son muy preciosas; no obstante, las ligadas a su morada en la Iglesia conducen a un terreno más elevado: el del cuerpo de Cristo, el de la unión de los creyentes con Cristo y entre ellos. El Espíritu es un poder de unidad: «Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados… y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu» (1 Cor. 12:13; véase también 2 Cor. 1:21-22).
El Espíritu permite el armonioso funcionamiento del cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:11). En particular, él promueve una dulce comunión entre los creyentes (Fil. 2:1) y crea en ellos un poderoso amor que es la base de todo servicio (2 Tim. 1:7). Después de haber expuesto los bellos resultados de este amor manifestado por la liberalidad entre los creyentes, exclama el apóstol Pablo: «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Cor. 9:14-15). Por cierto, que ese don inefable es el Señor Jesús, pero también lo es el don del Espíritu para cada creyente y para la Iglesia, una «superabundante gracia de Dios» de la que somos beneficiarios
10 - La nueva creación
«Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva» (2 Pe. 3:13). La nueva creación, suprema esperanza de todos los rescatados, es el último punto al que nos conduce el Evangelio. Ella pronto se verá concretada en el cielo; pero nosotros ya tenemos el privilegio de formar parte de ella espiritualmente.
Dios introduce la nueva creación porque ella responde a su propia naturaleza. Teníamos necesidad de ser perdonados, justificados, restaurados respecto de todos los estragos causados por el pecado, pero difícilmente podemos decir que teníamos necesidad de ser «creados en Cristo Jesús» (Efe. 2:10). Este maravilloso acontecimiento se inserta en el plan de Dios para satisfacer su corazón.
10.1 - «He aquí que voy a crear (que creo) a Jerusalén, que sea un regocijo, y su pueblo, un gozo» (Is. 65:18, V.M.)
Como ocurre con otros aspectos del Evangelio, descubrimos algunos fulgores de la nueva creación en el Antiguo Testamento. Hay profecías que anuncian esta verdad, solo revelada plenamente en el Nuevo Testamento. Así, leemos: «He aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra» (Is. 65:17; véase también 65:18; 66:22). Sin embargo, al examinar el contexto vemos que este pasaje apenas roza las visiones de Apocalipsis 21:1-5. El profeta habla sobre todo de la gloria de Jerusalén y de las nuevas condiciones que prevalecerán en el período milenario, cuando la muerte todavía sea posible, mientras que el Apocalipsis describe las escenas del estado eterno, cuando la muerte habrá desaparecido para siempre. En el Antiguo Testamento, la nueva creación es presentada de manera limitada, en relación con la tierra, lo que convenía a esa época en la cual el gobierno de Dios concernía principalmente a las cosas materiales.
10.2 - «Si alguno está en Cristo, nueva creación es»
La primera mención de la nueva creación en el Nuevo Testamento es categórica: cada uno de aquellos que están «en Cristo» es una «nueva creación» (2 Cor. 5:17, traducción literal del texto original griego). No una nueva criatura, sino una nueva creación. El estilo del apóstol es muy vigoroso. Él prescinde completamente del verbo ser y con gozo exclama textualmente: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación». Nuestra posición en Cristo no implica nada menos que eso.
La epístola a los Romanos presenta claramente la posición del creyente en Cristo Jesús, colocado más allá de toda condenación. No obstante, no podemos comprender verdaderamente esta posición sin introducir la nueva creación. Estamos en él porque somos creados en él. «Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús» (Efe. 2:10). La vieja creación era obra de Dios. Ella fue creada por el Hijo, pero no creada en él. El pecado pudo introducirse en ella, pero jamás entrará en la nueva, porque ella recibe de Cristo su vida y su naturaleza.
El final de 2 Corintios 5 muestra que existe una estrecha relación entre la reconciliación y la nueva creación (véase también Efe. 2:15-16). La reconciliación consiste en que todas las cosas se vuelvan en armonía con Dios. Esto solo es posible por medio de una nueva creación que extraiga todo de Dios, una creación en Cristo. Sin embargo, esta no puede ser establecida más que sobre una base justa, después de haber sido juzgado el pecado que marcó a la vieja creación. La nueva creación, como la reconciliación, tiene su origen en el amor de Dios y se funda en su justicia.
Así como la reconciliación es la obra de Cristo por nosotros, la nueva creación es la obra de Dios en nosotros, como lo muestra 2 Corintios 5 y Efesios 2. Todos estábamos espiritualmente muertos, es la misma comprobación (2 Cor. 5:14; Efe. 2:1). Dios nos dio una vida nueva y nos estableció en Cristo; tal es la obra de Dios en nosotros: «somos hechura suya». La nueva creación tiene como fundamento la resurrección de Cristo. Dios obra maravillosamente en los creyentes, quienes serán un eterno testimonio de su justicia (2 Cor. 5:21) y de «las abundantes riquezas de su gracia» (Efe. 2:7).
10.3 - «He aquí todas cosas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17)
La nueva creación no es un «remiendo» de la vieja. Las cosas viejas desaparecen y hacen lugar a las nuevas, las que son enteramente de Dios. Esto es verdad incluso respecto de Cristo. Él se humilló una vez en las circunstancias de la vieja creación, estando entre nosotros «según la carne» (Rom. 9:5). Al término de su vida perfectamente santa, murió como bajo la sentencia que condenaba a la vieja creación, «el justo por los injustos» (1 Pe. 3:18). Luego, él puso los fundamentos de la nueva creación en sí mismo, resucitado de entre los muertos. Así tomó un carácter nuevo y celestial.
Para nosotros también todas las cosas son hechas nuevas. Ante todo, hemos recibido una vida de naturaleza diferente. La vida del hombre natural se basa en el egoísmo, pues él vive para sí mismo. Fundamentalmente, nuestra vida de creyente tiene por centro a Cristo: no vivimos más para nosotros mismos, sino para él, estando constreñidos por su amor (2 Cor. 5:14-15).
Después, esta vida nueva conduce a nuevas relaciones. Para comprender esto, comparemos a los discípulos en los evangelios y en los Hechos. Entre estas dos situaciones, el Señor sopló en ellos el Espíritu Santo, operación de la nueva creación (Juan 20:22) y el Espíritu Santo mismo vino a la Iglesia. En los evangelios, los discípulos conocen al Señor «según la carne»; en los Hechos, lo conocen según el Espíritu. Desde luego, había habido un cambio en la condición del Señor, pero es preciso notar el gran cambio producido en la condición de los discípulos. En efecto, el apóstol declara: «a nadie conocemos según la carne» (2 Cor. 5:16). Sin embargo, sus relaciones habituales no habían cambiado, pues el único cambio se veía en ellos mismos. Como somos una nueva creación en Cristo, conocemos a cada uno de una nueva manera. Por decirlo así, observamos a todo hombre y a todas las cosas con ojos de la nueva creación.
10.4 - «El nuevo hombre, creado según Dios»
Somos «creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Efe. 2:10). Este es el aspecto práctico de la nueva creación. Como somos creados en Cristo Jesús, tenemos capacidad para hacer buenas obras según Dios. Estas buenas obras fueron hechas por Cristo en el más alto grado, pero nosotros también las podemos hacer. Para nosotros, Dios las preparó de antemano. Si permanecemos dependientes, debemos andar en estas buenas obras, es decir, dejarnos dirigir hacia ellas y hacerlas por la fe.
Si nos hemos despojado del viejo hombre, hemos sido renovados y nos hemos vestido del «nuevo hombre, creado según Dios» (Efe. 4:21-24; véase también Col. 3:10). Estas operaciones han sido efectuadas en nosotros una vez para siempre. Antes de esto, pertenecíamos al orden del viejo hombre y llevábamos sus corrompidos caracteres. Ahora pertenecemos al orden del nuevo hombre y llevamos sus caracteres: santidad, justicia y verdad.
El nuevo hombre forma parte de la nueva creación; es «creado según Dios». Aunque somos exhortados a vestirnos de él, esto no concierne solamente a lo exterior de las cosas sino también a lo profundo de nuestro ser, particularmente al espíritu de nuestro entendimiento. Revestidos de estos caracteres de la nueva creación, debemos comportarnos de una manera consecuente. Hay cosas que debemos repudiar completamente: la ira, la maldad, las injurias. Hay otras que conviene cultivar: la bondad, la humildad, la mansedumbre y, por encima de todo, el «amor, que es el vínculo perfecto» (Col. 3:14).
10.5 - «Ni la circuncisión… ni la incircuncisión, sino una nueva creación»
La epístola a los Gálatas insiste en la posición de los creyentes, refiriéndose para ello a su unidad en Cristo: «todos vosotros sois uno en Cristo Jesús», «ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación» (Gál. 3:28; 6:15). Las ordenanzas legales están hoy día fuera de lugar, pues se dirigen al hombre natural, considerado erróneamente como capaz de agradar a Dios. Las diferencias de origen entre creyentes también desaparecen, pues, siendo creados en Cristo, todo lo extraen de él. Él es «el principio, el primogénito de entre los muertos» (Col. 1:18). Cristo entró en el cielo con su humanidad resucitada. Ahora estamos resucitados en él; como participamos de su vida, todos juntos somos con él de uno solo (Hebr. 2:11).
La Iglesia misma es un resultado de la nueva creación. Por medio del Evangelio, Cristo llama a judíos y a hombres de las naciones y crea «en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre» (Efe. 2:15). La Iglesia es el cuerpo de Cristo; en ella, él es expresado corporalmente. Podemos, pues, considerar como nueva creación en Cristo Jesús tanto a los creyentes individualmente como también a la Iglesia entera.
10.6 - «Un cielo nuevo y una tierra nueva»
La consumación de la nueva creación tendrá lugar en el estado eterno (Apoc. 21:1-8). Entonces «no habrá muerte, ni… llanto, ni clamor, ni dolor». El pecado, el sufrimiento y la muerte no existirán más en la nueva creación. Todo el mal se encontrará bajo el juicio de Dios, en su lugar designado, por siempre separado y alejado de los rescatados.
En la tierra actual las naciones existen como resultado de la dispersión de los hombres de Babel a causa del juicio de Dios. Por eso, ellas desaparecerán y Dios volverá a su designio inicial: morará con los hombres. Ahí él morará, como el Dios de ellos, en santa libertad, porque también allí morará la justicia (2 Pe. 3:13). Durante el milenio, la justicia no morará con los hombres, sino que reinará solamente durante el tiempo que su supremacía sea impugnada. Después del último enfrentamiento, al final del milenio (Apoc. 20:8-10), ella morará en un reposo que nunca más será turbado.
De modo que las naciones no existirán más en la nueva tierra. No obstante, subsistirá una diferencia entre los hombres que estén en los cielos y los que estén en la tierra. La Iglesia conservará siempre un lugar de bendición particular. Representada por medio de la ciudad santa –la nueva Jerusalén–, es vista mientras desciende del cielo, de Dios. Ella, celestial en su origen, establece una relación entre el cielo y la tierra. Será el «tabernáculo de Dios» (21:3); en ella, al parecer, Dios morará con los hombres.
La primera creación dura solamente un tiempo. La nueva creación es permanente, tan estable como Cristo, y posee los caracteres de él en todo sentido, pues él es la fuente de la cual ella procede. Moralmente, ella es «según Dios»; todas las cosas son nuevas y, además, «todo… proviene de Dios» (2 Cor. 5:18). Incluso las cosas inanimadas tendrán una perfección divina. Todo será permanente e inalterable. Entonces llevaremos «la imagen del celestial» (1 Cor. 15:49). Esto será algo maravilloso: todo nuestro ser será hecho semejante al del Señor. Nada más podrá turbar la felicidad de los rescatados; todos los enemigos habrán sido vencidos y todo estará en una perfecta armonía. Dios será «todo en todos» (15:28).
10.7 - Pregunta
Cuando hablamos de la nueva creación, ¿tenemos razón de dar al término «creado» el mismo sentido literal que aquel que atribuimos a la creación en Génesis 1?
Creemos que es preciso dar el mismo sentido a la palabra «crear» para las dos creaciones. La dificultad que tenemos para comprender esto proviene del hecho de que la obra de Dios como nueva creación no ha tocado hasta ahora ninguna de las cosas materiales que nos rodean.
Actualmente, el trabajo de la nueva creación es espiritual: somos renovados en el espíritu de nuestro entendimiento. Nuestros cuerpos todavía no están involucrados. Probablemente por esta razón la Escritura habla de la renovación «en el espíritu de vuestra mente» (Efe. 4:23), pues el entendimiento no puede estar completamente disociado del cerebro, el cual forma parte de nuestro cuerpo. Cuando estemos en nuestros cuerpos glorificados y moremos en los nuevos cielos y en la nueva tierra, veremos que ningún término menor que «creación» podía convenir para la nueva creación. Hoy sacamos provecho de ello para nuestros espíritus. Es Dios quien lo dice, y podemos creerle con felicidad.
11 - Conclusión
Al llegar al final de nuestro estudio sobre los diferentes aspectos de la salvación, podemos comprender mejor por qué la Palabra de Dios habla de «una salvación tan grande» (Hebr. 2:3).
«Una salvación tan grande» primeramente es necesaria para responder a la completa perdición a la que el pecado nos había llevado. Culpables, condenados, esclavos, perdidos, corrompidos, caídos, muertos en cuanto a Dios, sin fuerza, perteneciendo a una creación mancillada y limitada en el tiempo, son otros tantos aspectos de los estragos causados por el pecado. Pero Dios responde a ello por medio de «su grande misericordia» y «las riquezas de su gracia» (1 Pe. 1:3; Efe. 1:7; 2:7).
Es «una salvación tan grande» porque se basa en una obra divina realizada para nosotros y que prosigue a través de un trabajo divino en nosotros. El Señor cumplió una obra perfecta, única, independiente del hombre, pero en favor de aquellos que creen. Esta obra de la cruz nos confiere una bendita posición ante Dios. Él nos ve en Cristo perdonados, justificados, rescatados, reconciliados y santificados. Seguidamente es necesaria una intervención divina interior en cada uno de nosotros para que nuestra condición moral y nuestra conducta sean igualmente transformadas. Así, somos hechos libres, renovados en nuestros pensamientos y prácticamente separados del mal. Somos poseedores de la naturaleza divina, de la vida de Cristo y del Espíritu Santo. Formamos parte de la nueva creación.
Es «una salvación tan grande» porque concierne a todas las etapas de nuestra vida: el pasado, el presente y el futuro. En el momento de nuestra conversión fuimos salvados una vez para siempre; es un hecho pasado con consecuencias eternas. Sin embargo, como hay peligros que nos amenazan cada día, el Señor nos proporciona una salvación presente para librarnos del mal y hacernos gozar de su comunión. Finalmente, esperamos una liberación futura. Solo seremos perfectamente salvos en la gloria. Esta será la redención final que comprenderá todo nuestro ser. La reconciliación tendrá entonces su pleno efecto y la nueva creación alcanzará su pleno desarrollo.
Es «una salvación tan grande» porque a las bendiciones individuales –objeto de este escrito– el Señor añade bendiciones colectivas. Somos salvados uno a uno, pero somos bendecidos todos juntos, ya que estamos unidos a Cristo para formar la Iglesia, el cuerpo de Cristo, la Esposa, un reino de sacerdotes, una familia que pronto será reunida en la Casa del Padre.
Es «una salvación tan grande» porque, finalmente –razón suprema–, tiene su fuente en lo infinito del amor de Dios. ¡Qué gloriosa obra ha sido hecha para salvarnos! Dios envía a su único Hijo para que sea el Salvador del mundo. El Hijo pone su vida por los hombres, como sacrificio a Dios. El Padre es glorificado; lo resucita, le da la gloria y lo constituye Sumo Sacerdote para nosotros. El Espíritu de gracia (Hebr. 10:29) viene a formar la Iglesia, mora en ella y revela las glorias del Hijo. De modo que la verdadera grandeza de nuestra salvación resulta del trabajo divino que la llevó a cabo. ¿Qué fuente habría podido ser más elevada que el amor de Dios? ¿Qué medio más profundo que el sacrificio de Jesucristo? ¿Qué autor más grande que el amado Hijo del Padre, nuestro maravilloso Salvador?