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Siguiendo sus pisadas
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(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)
«Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pe. 2:21-23).
«Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga» (Mat. 11:29-30).
En tanto que el Señor Jesús es el gran tema de todas las Escrituras, con todo, cada distinta porción nos presenta algún aspecto especial de su Persona u obra. Los pasajes que aparecen más arriba nos presentan de manera muy bendita la apacible gracia que marcó su senda de sufrimiento como el Hombre perfectamente sumiso a la voluntad de Dios.
En uno de los pasajes somos exhortados por el apóstol Pedro a que sigamos sus pisadas; en el otro, los creyentes somos invitados por el mismo Señor a que aprendamos de él. Cuán bueno será para cada uno de nosotros atender dicha exhortación y responder a su compasiva invitación. Mas, para poder hacer esto, necesitamos inquirir reverentemente cuales son sus pisadas las cuales somos exhortados a seguir, y que es lo que el Señor quiere que aprendamos de él.
1 - «Sus pisadas» (1 Pe. 2:21-23)
Primeramente, oigamos la exhortación del apóstol. Llegó el día en la historia de Pedro cuando el Señor le dijo a su restaurado discípulo, «Sígueme» (Juan 21:19). Ahora el apóstol nos pasa esta palabra a cada uno de nosotros al decirnos: «Que sigáis sus pisadas». En la cristiandad y aun entre los verdaderos cristianos, las palabras «que sigáis sus pisadas» son usadas de una manera vaga y descuidada. También entre los inconversos se toman estas palabras, malinterpretándolas para apoyar el pensamiento de que, si los hombres observan y llevan a cabo los preceptos expuestos en el sermón del monte, ellos serán unos buenos cristianos, y, por tanto, pueden estar seguros de la salvación de sus almas. Probablemente los que tan ligeramente dicen esto, en cuanto a seguir sus pisadas, les parecerá una pérdida de tiempo el mirar las Escrituras en las cuales se habla de esta exhortación, y mejor prefieren su propia interpretación de tales palabras, antes que inquirir el significado con que son usadas por el Espíritu Santo.
Volviendo al pasaje donde ocurre la exhortación, aprendemos de una vez por su contexto que estas palabras son dirigidas a los creyentes –a aquellos de los cuales el apóstol puede decir: «Obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1 Pe. 1:9). Es pues evidente que en esta Escritura no hay ninguna exhortación para que un pecador siga sus pisadas con miras de obtener la salvación. Aparte de la muerte expiatoria de Cristo, y la fe en su preciosa sangre para la purificación de los pecados, no puede haber salvación para el pobre y desvalido pecador. En las Escrituras, Dios nunca usa «sus pisadas» para poner de lado «su obra».
La exhortación «que sigáis sus pisadas» está pues dirigida a los creyentes, y además está usada con un muy distinto significado. Cual sea este significado lo aprendemos de cuatro distintos pasos que se nos presentan ante nosotros. Es evidente que la gran obra que el Señor hizo en su maravillosa vida, nosotros jamás la podríamos llevar a cabo, ni se nos pide que la hagamos. Él hizo obras portentosas, aun hasta resucitar a muertos; él habló como ningún hombre había hablado jamás. Es claro pues que en este aspecto no somos llamados ni exhortados a seguir sus pisadas. Los cuatro pasos a los cuales somos exhortados a seguir son posibles llevarlos a cabo por los creyentes, desde el más joven al más anciano.
2 - «No hizo pecado»
Primero, se nos recuerda que él «no hizo pecado». También sabemos que él «anduvo haciendo bienes» (Hec. 10:38); y en esta misma epístola estamos exhortados una y otra vez a que hagamos buenas obras, y practiquemos el bien. Pero aquí la exhortación toma una forma negativa; debemos seguir sus pisadas al respecto de que él no hizo pecado. Suceda lo que suceda, en cualesquiera circunstancias que se puedan presentar, cualquier desaire que podamos recibir, cualquier daño que tengamos que sufrir, cualesquiera sean los insultos que tengamos que soportar, nosotros no debemos pecar. Es comparativamente fácil hacer el bien, como benefactores, proveer a las necesidades de los demás; pero considerando que la carne está todavía en nosotros, muchas veces es difícil no pecar. Es algo más grande no cometer pecado al tratar con circunstancias negativas (cuando nos insultan, nos dañan, etc. etc.), que hacer el bien en las circunstancias que nos son fáciles. El Señor fue perfecto en todas las circunstancias, y cualesquiera que sean las circunstancias por las cuales tengamos que pasar, nuestro primer cuidado debe ser seguir las pisadas del Señor, y mantener su carácter en nosotros a este respecto para no pecar. Es mejor sufrir el daño que pecar; mejor perder nuestra capa que abandonar el carácter de Cristo.
3 - «Ni se halló engaño en su boca»
En segundo lugar, leemos: «Ni se halló engaño en su boca». Aunque fue tratado violentamente por los hombres malvados, él no presentó ninguna protesta, ni respondió con violencia; ni una palabra salió de su boca, manteniéndose imperturbable ante el daño que recibía. ¡Ay!, cuantas veces se esconden la envidia y malicia en nuestras blandas palabras cual la mantequilla y suaves cual el aceite. Con él, nunca se escondieron ningunos malos motivos detrás de sus buenas palabras. En cambio, sí que fueron palabras fraudulentas las de los religiosos fariseos, al preguntarle, «¿Es lícito dar tributo a César, o no?» –pues leemos: «Los fariseos… consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra» (Mat. 22:15-18). Con la carne morando en nosotros es posible tratar de sorprendernos el uno al otro con suaves discursos, y aparentemente inocentes preguntas. ¡Ay!, también podemos atacarnos encubiertamente unos a otros en las propias palabras que dirigimos a Dios en públicas oraciones. Cuán conveniente es, pues, y necesaria la exhortación de seguir en esto las pisadas de aquel en quien no fue hallado «engaño en su boca».
4 - «No respondía con maldición»
En tercer lugar, se nos hace memoria de que el Señor fue aquel «quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba». En presencia de insultos, falsas acusaciones y maliciosas imputaciones, él guardaba silencio. Cuando fue acusado ante el consejo judío, «Jesús callaba» (Mat. 26:63). Ante las acusaciones de los judíos, en presencia de Pilato, «nada respondió». Y al mismo Pilato «Jesús no le respondió ni una palabra». Aunque Herodes, quien le menospreció, y se burló de Jesús, le hiciera muchas preguntas, «él nada le respondió» (Mat. 26:63; 27:12, 14; Lucas 23:9). Cuán bueno será para nosotros que, siguiendo sus pisadas, al hallarnos en presencia de palabras maliciosas de parte de la gente, vengan de donde vengan, guardemos silencio. De acuerdo a lo que tenemos en otros Escritos, es claro que los cristianos deben «redargüir», «exhortar» y aun «reprender», pero nunca deben maldecir, injuriar ni amenazar.
5 - «Encomendaba la causa…»
En cuarto lugar, el Señor «encomendaba la causa al que juzga justamente». Él no hacer pecado, no haber engaño en su boca, guardar silencio en presencia de palabras maliciosas, tienen un carácter negativo. Esta última pisada, si guardamos silencio en presencia de insultos, no es que no haya una respuesta al mal y a la malicia, pero más que una respuesta, es dejar el asunto en manos de Dios. Nunca debemos intentar tomar venganza contra el que nos ofende. Dios tiene en sus propias manos la venganza. Él ha dicho: «Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo» (Hebr. 10:30). Nuestra parte es pues seguir las pisadas del Señor Jesús, y en presencia de insultos, encomendarnos a él quien juzga justamente, acordándonos de la palabra que dice: «No os venguéis vosotros mismos… sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Rom. 12:19). Una vez más debemos recordar las palabras del profeta, diciendo: «Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová» (Lam. 3:25-26).
Aquí tenemos, pues, cuatro pasos andados por el Señor con toda perfección, a los cuales somos exhortados a seguir. En todas estas pisadas no tenemos ninguna mención hecha sobre el ministerio, ni a ninguna forma de servicio que pueda ser una manifestación en este mundo, o que pueda hacernos prominentes entre el pueblo de Dios. Siendo esto así, podríamos decir a la ligera, al leer estas exhortaciones, que el no hacer el mal, el no hablar con engaño, guardar silencio ante los insultos, y encomendarnos a Dios, no parece que sea ello una gran cosa. Pero, sin embargo, si llevamos todas estas cosas a la práctica, y seguimos sus pisadas, será visto, con toda seguridad, que nuestros hermanos no estarán descontentos de nosotros. Siguiendo pues nosotros estas pisadas, los demás podrán ver en nosotros la más maravillosa visión que puede ser contemplada en este mundo y en un cristiano –podrán ver a un hombre semejante a Cristo.
6 - La necesidad de las cuatro pisadas
No quiera Dios que seamos demasiado limitados en el verdadero servicio para Cristo, pero no olvidemos que podríamos viajar a lo largo y ancho de este mundo en nuestro servicio para él, y predicar el evangelio a millares de seres, y ser nuestros nombres bien conocidos en los círculos religiosos, y nuestro servicio aparecer en los periódicos, y con todo esto, contar poco para la mirada de Dios, si carecemos de las antes mencionadas cuatro pisadas. Permítasenos recordar que podríamos hablar en lenguas de ángeles, y con todo, ser nada. Es posible que, en los días venideros, miles de nuestros sermones, de los cuales, tal vez, nos enorgullecemos, y por los cuales nuestros hermanos nos han alabado, vengan a no ser otra cosa que polvo y cenizas, si nos hemos olvidado enteramente de que cualquier pequeño rasgo de Cristo brilla en nuestras vidas, con toda su belleza y reciba su brillante recompensa. Es posible que estas cuatro pisadas no nos coloquen a la mirada o consideración en el día de hoy, pero estas nos introducirán en el reino de la gloria futura. Hay una palabra que debemos recordar muy bien: «Muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros» (Marcos 10:31).
7 - «Aprended de mí» (Mat. 11:29-30)
Nos ayudará mucho a cumplir la exhortación del apóstol para que «sigamos las pisadas del Señor» si atendemos a las palabras dichas por Jesús: «Aprended de mí». Para aprender del Señor, debemos considerar «a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo» (Hebr. 12:3).
En los primeros capítulos del evangelio de Mateo, vemos al Señor en medio del pueblo de Israel, derramando gracia y poder en cada mano, liberando a la gente que estaba bajo cualquier presión de la cual se encontraban. El Señor Jesús sanó a los enfermos, alimentó a los hambrientos, vistió a los desnudos, liberó del poder de Satanás, perdonó pecados y resucitó a muertos. Como resultado de ello, los hombres lucharon contra él sin causa alguna, devolviéndole mal por bien, y le odiaron por su amor (Sal. 109:5). Se rieron de él con escarnio, y dijeron de él que «por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios,» y que era un «comilón y bebedor de vino» (Mat. 9:20-34; 11:19).
En presencia de la contradicción de los pecadores, del aborrecimiento que menospreció su amor, y del daño que desdeñó su bondad, ¿cómo actuó el Señor? Leemos que, en presencia de tal enemistad, él se entregó a la oración: «En pago de mi amor me han sido adversarios; mas yo oraba» (Sal. 109:4). En vez de rebelarse contra sus enemigos y en vez de injuria a los que le injuriaban, él se volvió hacia Dios en oración, y se encomendó a aquel que juzga justamente.
Ante el desprecio, desdén, e injurias,
Tu gracia paciente se mantuvo fiel:
La malicia del hombre desbordada
Te hizo gustar la amarga hiel.
Así pues, en esta maravillosa escena descrita en Mateo 11, la cual resume el efecto de sus vehementes palabras en medio de Israel, se nos permite ver cómo el Señor obra cuando es rechazado y despreciado por los hombres, y le oímos decir: «Sí, Padre, porque así te agradó» (v. 26). Él se somete enteramente a la voluntad del Padre, aceptando todo cuanto viene de su mano. Entonces, teniendo ante nosotros a él mismo como perfecto ejemplo, le oímos decirnos: «Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mi» (v. 29).
El significado que siempre tiene en las Escrituras el «yugo» es la sumisión a la voluntad de otro. Desde su principio hasta el final de la maravillosa senda del Señor a través de este mundo, el Señor, como el Hombre perfecto, estuvo aquí para cumplir la voluntad del Padre. Viniendo a este mundo, pudo decir: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Pasando a través de este mundo, pudo decir: «He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió»; y aun una vez más dice: «Yo hago siempre lo que le agrada». Y al partir de este mundo también dijo, teniendo la cruz ante sí: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Hebr. 10:7, 9; Juan 6:38; 8:29; Lucas 22:42).
Nuestras cotidianas circunstancias, por penosas y dolorosas que puedan ser, no son nada, comparadas con las que el Señor tuvo que afrontar. Pero cualesquiera que sean las circunstancias que hayamos de atravesar, somos exhortados a llevar el yugo del Señor, sometiéndonos a lo que el Padre permita, sin réplicas ni quejas.
8 - «Manso y humilde de corazón»
Además, el Señor nos dice, «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»; él no fue solamente manso y humilde en sus maneras, sino que él fue «manso y humilde de corazón». La justa manera en que el hombre puede ver es comparativamente fácil llevarlo a cabo, pero la buena condición del corazón, la cual solamente el Señor puede conocer, solamente se puede obtener acudiendo al Señor en oración y sometiéndose a la voluntad del Padre. Por naturaleza, no somos mansos y humildes. En vez de ser mansos, dando lugar a otros, nos imponemos a nosotros mismos; en vez de pensar con humildad acerca de nosotros, estamos por naturaleza inclinados a considerar nuestra propia importancia. Para corregir todas estas tendencias naturales de la carne, el Señor nos exhorta a que hagamos como él ha hecho, al decirnos: «Aprended de mí». Contemplando al Señor, y admirando esas preciosas cualidades suyas, sin apercibirnos de ello, somos transformados a su imagen. Venimos a ser como aquel al cual admiramos. Pero, ¡ay!, el hecho de que muy a menudo somos tan poco parecidos a él, manifiesta muy claramente, cuán poco le tenemos a él mismo ante nuestras almas y cuán poco aprendemos de él.
Tomando su yugo y aprendiendo de él, hallaremos el descanso para nuestras almas. Si estamos ocupados con nuestras circunstancias por las cuales podamos pasar, angustiando nuestras almas por los insultos que pueden caer sobre nosotros, los disgustos que nos pueden causar los falsos amigos, la malicia de personas envidiosas, el tomar su yugo, sometiéndonos a la voluntad del Padre, esto nos dará el descanso a nuestras almas. Sometiéndonos a lo que el Padre permita que pasemos, y asiéndonos al bendito espíritu de Cristo en toda su mansedumbre y humildad, aprendiendo de él, gozaremos del descanso de espíritu, lo cual fue siempre la porción de Cristo en un mundo agobiado.
Además, si tomamos su yugo, sometiéndonos así a la voluntad del Padre, comprobaremos que su yugo es fácil y ligera su carga. Siguiendo sus pisadas, no cometiendo pecado, hablando sin engaño, no dando respuesta a los insultos, y encomendándonos a Dios, tendremos su apoyo como unidos a su yugo en sumisión a la voluntad del Padre. Y con su apoyo y en sumisión con él, realizaremos que en verdad son ciertas sus palabras que nos dicen: «Mi yugo es fácil, y ligera mi carga».
Entonces, mientras leemos estas Escrituras, somos hechos conscientes que el apóstol Pedro no nos exhorta a que demos pasos imposibles; y el Señor no nos pide que aprendamos lecciones imposibles de aprender. Pedro nos exhorta a «no cometer pecado», «no hablar con engaño», «permanecer callados ante los insultos» y «encomendarnos a Dios».
El Señor nos pide que aprendamos de él, en sujeción a la voluntad del Padre, en mansedumbre, pensando en los demás, y en humildad la cual no piensa solo en sí mismo.
Maravillados de verte humilde,
¡Oh haznos ser más cual tú, Jesús!
Nuestro descanso y placer sublime
Hallando en ti, al mirarte en la cruz.