Índice general
Los últimos días: Filadelfia y Laodicea
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1 - Introducción
En la primera parte de esta sección consideraremos cómo Cristo se presenta y se dirige a la asamblea de Filadelfia, una ciudad de la provincia de Asia (Apoc. 3:7-13). La actitud de aprobación del Señor hacia Filadelfia, que él mismo expresa con palabras llenas de gracia, así como sus palabras de advertencia y aliento al vencedor, están llenas de instrucción para nosotros hoy.
En la segunda parte de esta sección, veremos cómo el Señor se presenta a la asamblea de la ciudad de Laodicea, también en Asia (Apoc. 3:14-19). Primero pronuncia duras palabras de desaprobación, luego da consejos, exhorta, muestra gracia y, por último, se dirige al vencedor.
El estado en que el Señor encuentra estas 2 asambleas lo lleva a dar la mayor aprobación por un lado y la mayor desaprobación por otro. Por lo tanto, cada uno de nosotros, los creyentes, estamos invitados a juzgar por nosotros mismos si nuestra posición y manera de ser en la Asamblea son o no tales como para recibir la aprobación del Señor, porque se acercan al carácter de Filadelfia, o si nos hemos deslizado hacia un andar, actitud e influencia laodicenses.
2 - Primera Parte: Filadelfia (Apoc. 3: 7-13)
Las Epístolas a las 7 iglesias en Apocalipsis 2 y 3 fueron enviadas a asambleas que realmente existían en la provincia romana de Asia en los días del apóstol Juan. Pero si recordamos que, en la introducción al Apocalipsis, todo el libro se describe como «profecía», veremos claramente que estas Epístolas son de carácter profético. El Espíritu de Dios se ha servido claramente de las condiciones existentes en estas asambleas para retratar de principio a fin toda la historia de la Iglesia como testigo responsable de Cristo en la tierra durante el tiempo de su ausencia.
A los ojos de Cristo, Éfeso representaba la condición de la Iglesia responsable en sus primeros días. Esta fase llegó a su fin y fue seguida por Esmirna, que a su vez caracterizó a toda la Iglesia. A Esmirna siguió Pérgamo y, finalmente, después de Pérgamo, Tiatira. Pero es importante ver que ninguna otra asamblea sustituyó a Tiatira. El hecho de que la venida del Señor se mencione en Tiatira indica que esta fase de la historia de la Iglesia continúa hasta el final. Tiatira ocupa el último lugar en la sucesión de asambleas, es decir, es la última asamblea que se considera que ocupa una posición eclesiástica representativa de toda la Iglesia. Las 3 últimas no se consideran desde este punto de vista. Así, podemos decir que el comienzo de la historia de la Iglesia responsable se presenta en Éfeso y que el final se alcanza con Tiatira, presentando las 3 últimas asambleas fases particulares del final.
Tiatira se arroga una posición eclesiástica y está caracterizada por la corrupción más grosera. Sardis representa un movimiento en el que se corrigen los abusos, pero que conduce a un formalismo sin vida. Laodicea representa un movimiento aún más tardío, caracterizado por la indiferencia hacia Cristo y la autosatisfacción.
Por el momento nos limitaremos a Filadelfia. De inmediato nos encontramos ante un hecho notable: aunque los últimos días estén caracterizados por la corrupción de Roma, el formalismo sin vida del protestantismo y la indiferencia y la autosatisfacción del Modernismo, habrá creyentes en la tierra que cuenten con la aprobación del Señor.
Debe recordarse que, si bien: «Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tim. 3:16), hay ciertas porciones que dan a los hijos de Dios instrucciones positivas para los últimos días. Entre estos pasajes, la Segunda Epístola a Timoteo y la Epístola a Filadelfia ocupan un lugar destacado. En 2 Timoteo, el apóstol Pablo muestra cómo actuar cuando la Casa de Dios se ha convertido en una casa grande en la que hay vasos para honra y vasos para deshonra. Pero obviamente, no le fue revelado a Pablo que en los últimos días de su historia la Iglesia experimentaría un avivamiento. Este gran hecho le fue revelado al apóstol Juan en la Epístola a Filadelfia, donde nos está presentado claramente un movimiento especial del Espíritu de Dios, al final de la historia de la Iglesia, produciendo un avivamiento que cuenta con la aprobación del Señor y es, por tanto, conforme a su pensamiento.
Así que con las instrucciones de 2 Timoteo y las Epístolas a las 7 asambleas, podemos saber exactamente lo que el Señor condena y, lo que es más importante, podemos saber, por esta Epístola a Filadelfia, lo que el Señor aprueba en estos últimos días. Así que, por muy grande que sea la confusión de la cristiandad, los hijos de Dios no tienen excusa para dejarse zarandear o vagar sin guía, cada uno haciendo lo mejor que puede para encontrar su propio camino en cuanto a cómo reunirse. Porque si tenemos oídos para oír lo que el Espíritu dice a las asambleas, aprenderemos lo que es según el pensamiento del Señor. Conociendo entonces su pensamiento, el que ama al Señor procurará responder a este sin pretender haberlo hecho.
Por lo tanto, es de suma importancia discernir el verdadero carácter del avivamiento de la Iglesia en Filadelfia. No se trata de un reavivamiento colectivo de la Iglesia llevándola a su posición original: es un reavivamiento moral. Tiatira representa a la Iglesia de forma eclesiástica, pero carece de casi todos los rasgos morales propios, mientras que Filadelfia, por el contrario, no pretende a ninguna posición eclesiástica, pero está marcada por los grandes caracteres morales que debe tener la Iglesia; por eso cuenta con la aprobación de Cristo. Esto no implica en absoluto que los que poseen estos caracteres morales sean indiferentes a las responsabilidades colectivas o de Asamblea. Al contrario, serán celosos por todo lo que toca a los principios de la Iglesia, pero rechazarán la pretensión de ser la Iglesia.
En Filadelfia no hay ningún intento de reformar lo que se corrompió en Tiatira, ni de reanimar lo que se convirtió en formalismo sin vida en Sardis, sino que hay un retorno a los grandes rasgos espirituales de la Iglesia tal como era al principio. En este sentido, Filadelfia representa un reavivamiento de la Iglesia.
Podemos preguntarnos entonces cuáles son los grandes rasgos espirituales de la Iglesia. Esto plantea otra cuestión importante: ¿Por qué se dejó la Asamblea en la tierra? Sin duda, solo hay una respuesta. Fue dejada aquí para dar testimonio de Cristo durante el tiempo de su ausencia. Porque, aunque Cristo fue rechazado y dejó la tierra para ascender al cielo, es el gran propósito de Dios que quede en la tierra un pueblo en el que se perpetúe el carácter de Cristo, de modo que, aunque Cristo esté ausente personalmente, se le siga viendo en los suyos.
Todo el valor de la asamblea de Filadelfia reside, pues, en el hecho de que al final de la historia de la Iglesia, estos santos expresan algo de los rasgos, del andar y del carácter de extranjero de Cristo, y de ese modo vuelven a los rasgos espirituales de la Asamblea tal como era al principio. Derivan su carácter de Aquel que es Santo y Verdadero; una puerta que nadie puede cerrar está puesta ante ellos; se mueven en circunstancias de debilidad externa; guardan la Palabra de Cristo; no niegan su Nombre; soportan la oposición de aquellos que reclaman una posición religiosa hereditaria y oficial; son amados por Cristo; guardan la palabra de su paciencia y así llevan el carácter de extranjeros y peregrinos mientras esperan su venida en gloria.
Pero, ¿qué es todo esto sino Cristo (su carácter y su camino de extranjero) reproducido en los suyos? Dios es el Santo y el Verdadero, y Cristo fue en este mundo la expresión perfecta de todo lo que Dios es, en circunstancias que siempre han estado marcadas por la debilidad exterior. El pesebre y la posada, el camino solitario, el aposento alto, la cruz y el sepulcro prestado hablan de la debilidad exterior en la que el Hijo de Dios ha atravesado este mundo. También se enfrentó a la oposición constante de los que decían ser el pueblo heredero de Dios. Pero a pesar de todas estas circunstancias marcadas por la debilidad, y frente a toda la oposición que encontró, el portero le abrió una puerta que nadie pudo cerrar. Intentaron arrojarle desde el escarpado borde de la montaña, cogieron piedras para arrojárselas, trataron de enlazarlo en sus palabras y se pusieron de acuerdo para darle muerte –en vano. Dios había abierto una puerta que los hombres y los demonios juntos no podían cerrar. En circunstancias de debilidad y en presencia de una continua oposición, expresó perfectamente todo lo que Dios es como Santo y Verdadero; guardó la palabra del Padre, reveló el nombre del Padre y recibió la aprobación del Padre. En medio de la ruina de la dispensación judía, el Padre podía mirarlo y decir: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:17). Se negó a intervenir en los acontecimientos de este mundo; era la hora de su paciencia y nadie le quitó su corona, pues pasó del lugar de la debilidad al del poder, a la diestra de Dios, donde la fe se deleita en contemplarlo coronado de gloria y honor.
Este fue el camino de Cristo en la tierra. Lo repetimos: todo el valor de Filadelfia reside en el hecho de que, en medio de la ruina de la cristiandad, Dios puede mirar hacia abajo y ver algo del carácter de Cristo reproducido en un pequeño remanente, y en ello un retorno a su intención original en cuanto a la Iglesia. El Señor responde con una aprobación sin reservas.
En nuestro ardiente deseo de estar en las condiciones adecuadas para tener su aprobación, bien podemos buscar lo que produjo esa condición en Filadelfia. En efecto, la misma causa puede producir hoy el mismo resultado en los hijos de Dios. El renuevo moral de la Iglesia, ¿no está producido enteramente por la apreciación que ella tiene de Cristo según la forma en la que él se presenta a los filadelfios?
Esto nos lleva a considerar
2.1 - La forma en que Cristo está presentado a la asamblea de Filadelfia
Cristo está visto bajo 3 aspectos: primero, como «el Santo»; luego, como «el Verdadero» y finalmente, como «el que tiene la llave de David» (v. 7). Está claro que Cristo no está presentado a esta asamblea en su carácter oficial, como teniendo las 7 estrellas y caminando entre las 7 lámparas de oro. Está presentado en sus glorias morales.
Él es «el Santo» –aquel que no tiene el menor rastro de pecado y está completamente separado de los pecadores. Personalmente, siempre ha sido así, pero estuvo en la cruz por nosotros como nuestro Sustituto, fue hecho pecado y como tal fue abandonado por Dios, porque Dios es santo. Pero está resucitado, los pecados son quitados; el hombre que había cometido pecados es juzgado y quitado judicialmente ante los ojos de Dios y, en su posición de resucitado, Jesús es «santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores, y elevado por encima de los cielos» (Hebr. 7:26).
La oración de Juan 17 nos muestra las 2 formas principales en que se produce la santidad práctica en los creyentes. En primer lugar, es por el poder purificador de la Palabra, pues el Señor dice: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es [la] verdad» (v. 17). Después, es teniendo a Cristo mismo ante nosotros como objeto en la gloria, según sus palabras: «Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (v. 19). La Palabra escudriña nuestros pensamientos, palabras y caminos, y conduce a la condenación de todo lo que es de la carne. También revela a Cristo en la gloria, modelo perfecto de una santidad según Dios. Cuando contemplamos la gloria del Señor, estamos transformados en su misma imagen, de gloria en gloria. Él está aparte de todo mal y separado de los pecadores, y también nosotros, si invocamos el nombre del Señor, somos responsables no solo de apartarnos de la iniquidad, sino también de separarnos de los que andan en la iniquidad. Debemos purificarnos de los vasos de deshonra (2 Tim. 2:19-21). No puede haber santidad sin separación del mal y de los que retienen el mal.
En segundo lugar, Cristo es «el Verdadero». Todo lo que es, lo es en perfección. Todo lo que hace y todo lo que dice es perfección absoluta. No es nada en parte; él es todo perfectamente. Si es la Luz, es «la verdadera Luz». Si es el Pan bajado del cielo, es el «verdadero Pan». Si es la Vid, es la «Vid verdadera». Si es el Testigo, es el «Testigo verdadero». ¿Da testimonio de sí mismo? Su «testimonio es verdadero». ¿Juzga? Su «juicio es verdadero». La comunión con Cristo como «el Santo» implica la separación de toda la corrupción de la carne que encuentra su máxima expresión en Tiatira; la apreciación de Cristo como «el Verdadero» libera del formalismo sin vida y de la falta de realidad de Sardis.
Además, el Señor tiene «la llave de David». Las llaves no están directamente relacionadas con la Iglesia y su administración, sino con el Reino y su gobierno (Mat. 16:19). La cita es de Isaías 22:22 y el contexto del pasaje conecta el pensamiento del gobierno con la llave, pues en el versículo anterior el Señor dice: «Entregaré en sus manos tu potestad». Los 2 grandes símbolos del gobierno en la Escritura son la espada y la llave. La espada implica el ejercicio del gobierno en el juicio del mal; la llave, el ejercicio del gobierno para suprimir el mal o abrir una puerta para la bendición. Se acerca el día en que el Señor usará la espada en juicio inexorable. Hoy, usa la llave en favor de los suyos para dar acceso a lo que es suyo y cerrar la puerta a lo que se opone a él. Qué bendición es conocer a Cristo como «el Santo» y «el Verdadero» y como Aquel que tiene la llave y así poder mantener a los suyos como testigos para él a pesar de todo el poder del mal.
Esta presentación de Cristo produce
2.2 - La manifestación de su carácter y el apoyo de su poder
Lo vemos de la manera más bendita en la asamblea de Filadelfia. Dirigiéndose a esta asamblea. hay 4 cosas de las cuales el Señor puede decir con aprobación incondicional: «Tienes».
1. El Señor declara: «Tienes poca fuerza». No hay despliegue de poder ante el mundo en Filadelfia. El mundo no es capaz de apreciar el poder espiritual y Filadelfia no tiene el poder que le aseguraría un lugar en este mundo. Los santos no tienen posición eclesiástica oficial; no tienen poder político; no invocan recursos terrenales; no tienen autoridad en los concilios de los hombres. No se reúnen en edificios suntuosos; no tienen rituales pomposos. No tienen nada que les haga quedar bien a los ojos de los hombres o que les haga destacar a los ojos del mundo. En este sentido, hay un retorno a la condición de la Iglesia del principio.
2. El Señor puede decir de Filadelfia: «Has guardado mi palabra». La palabra de Cristo es la expresión absoluta de lo que él es. En respuesta a la pregunta de los judíos: «Tú ¿Quién eres?», puede decir: «Ese mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25). Su palabra expresa su pensamiento. «Guardar» su palabra es más que poseerla o simplemente reconocerla como verdadera; implica que su palabra tiene valor para el alma y que orienta la vida. En un día en que se menosprecian las palabras de Cristo y se habla mucho de la mente limitada del hombre (cuya medida viene dada por la pobreza de su lenguaje), no es poca cosa a los ojos del Señor que algunos, volviendo a Aquel que es desde el principio, regulen todo su caminar según el pensamiento de Cristo, expresado en su Palabra y aprendido en su compañía.
3. El Señor puede decir a Filadelfia: «No has negado mi nombre». Si sus palabras expresan su pensamiento, su nombre expresa todo lo que está presentado en él. Su nombre de Jesús proclama que él es el Salvador, su nombre Emanuel que Dios está revelado en él. La cristiandad corrupta no solo es indiferente a su palabra, sino que agrava su pecado negando su nombre. Su divinidad está negada cada vez más: de hecho, es rechazado como Salvador y, en la práctica, rechazado como Señor por quienes profesan su nombre. Una vez más, es herido en casa de sus amigos. Sin embargo, hay un remanente, representado por Filadelfia, que no niega su nombre y se distingue así de la masa corrupta que avanza hacia la gran apostasía.
4. El Señor puede decir: «Has guardado y perseverado en mi palabra». Su paciencia es la espera perseverante del tiempo en que reclamará sus derechos y vendrá como Rey de reyes y Señor de señores. Mientras tanto, significa negarse a intervenir en el curso de este mundo. Si guardamos la palabra de su paciencia, aceptaremos el lugar de extranjero con un Cristo rechazado.
En Filadelfia, pues, tenemos un retorno a los grandes rasgos espirituales de la Iglesia tal como era al principio. En este hermoso cuadro de los primeros capítulos de los Hechos, vemos a la Iglesia compuesta principalmente por gente pobre que tenía poco de los bienes de este mundo y usaba lo poco que tenía solo para el Señor. Estaban ajenos a cualquier posición religiosa o a cualquier poder social o político. Tenían muy pocas fuerzas, pero eran muy preciosos a los ojos del Señor, porque guardaban su palabra, no negaban su nombre y guardaban la palabra de su paciencia.
Así pues, tenemos en Filadelfia un remanente que ha recuperado la relación normal de la Iglesia con Cristo y, en consecuencia, la actitud que debería ser la suya hacia el mundo. El resultado de esto es de la mayor importancia.
Esto nos lleva directamente a considerar lo que Cristo es para la Iglesia. Qué hermoso cuadro tenemos en las palabras llenas de gracia del Señor mismo:
- Conozco tus obras.
- He puesto ante ti una puerta abierta.
- Haré que vengan y se postren a tus pies.
- Yo te he amado.
- Yo también te guardaré.
- Vengo pronto.
- Al que venza, yo haré de él una columna.
1. El Señor puede decir: «Conozco tus obras». Filadelfia no tiene grandes obras que les valgan la consideración del mundo o les daría un lugar preeminente en el mundo religioso. No buscan la aprobación de los hombres, sino la aprobación del Señor. Les basta con que el Señor haya tomado nota de sus obras. Se apoyan en el hecho de que él ha dicho: Conozco tus obras.
2. El Señor puede decir: «He puesto delante de ti una puerta abierta». Filadelfia experimenta el poder del Señor en favor de la Iglesia al poner ante ella una puerta abierta que nadie puede cerrar. Así fue al principio. Sin influencia ni organización ni ciencia humanas, el testimonio de la Iglesia ha sido mantenido en presencia de un mundo hostil. Dios… «había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hec. 14:27) y nadie pudo cerrarla. El apóstol también podía decir: «Se me ha abierto una puerta grande y eficaz, aunque hay muchos adversarios» (1 Cor. 16:9). El testimonio de un solo hombre no podía ser sofocado por los muchos adversarios, si el Señor abría una puerta para ese hombre.
3. El Señor, al tratar con los adversarios, puede decir: «Entrego a algunos de la sinagoga de Satanás… los haré venir y postrarse ante tus pies». Filadelfia experimenta así el poder victorioso del Señor para someter a los adversarios de su Iglesia. Hay quienes «dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten». Ocupan una posición religiosa oficial ante el mundo y profesan ser el pueblo de Dios, sobre la base de una religión hereditaria, basada en la tradición que apela al hombre natural. Siempre se opondrán implacablemente a los que vuelven al carácter espiritual de la Iglesia. Pero el Señor puede someterlos como bien le parezca. Puede desenmascarar su verdadero carácter, pues dice: «Entrego a algunos de la sinagoga de Satanás». A pesar de sus pretensiones religiosas, se demostrará que no son más que una imitación satánica del sistema judío. Por otra parte, el Señor les hará reconocer lo que es conforme a él. «Los haré venir y postrarse ante tus pies». Filadelfia experimenta así no solo el apoyo del Señor para abrir puertas, sino también su poder para someter a los adversarios.
4. El Señor expresa su profundo gozo y declara: «Te he amado». Filadelfia experimenta el amor del Señor por la Iglesia. Son los adversarios quienes provocan esta expresión del amor del Señor. Tendrán que aprender lo que los filadelfios ya sabían: que Cristo ama a su Iglesia. El abandono de la Iglesia de su lugar como testigo de Cristo fue consecuencia del abandono del «primer amor» por Cristo. Esto significaba que la conciencia del amor de Cristo por la Iglesia se había perdido. En Filadelfia, hay un retorno al sentimiento del amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, se renueva el amor al Señor.
5. Cristo guardará ciertamente a los que ama. Por eso el Señor puede decir: «Yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre todo el mundo habitado, para probar a los que habitan sobre la tierra». Habiendo vuelto a la verdad de la Iglesia, Filadelfia no se hace ilusiones sobre el curso de este mundo. Filadelfia sabe perfectamente que todos los esfuerzos desesperados de los hombres por conseguir la paz universal serán totalmente vanos. A pesar de las alianzas, conferencias, ligas y tratados, se acerca rápidamente una hora de prueba sin precedentes para los que habitan la tierra. Frente a la marea creciente de las pasiones revolucionarias, los gobiernos serán derrocados, los tratados desgarrados, las alianzas rotas y todo el edificio de la sociedad se desmoronará. Pero Filadelfia sabe que la Iglesia será preservada del terror y de la confusión de esta hora de prueba al ser arrebatada para encontrarse con el Señor en el aire.
6. El Señor anima a Filadelfia hablando a su corazón: «Vengo pronto». A la hora de la paciencia sucederá el día de la gloria, cuando Cristo aparezca en majestad y poder, y presentará su Iglesia al universo, gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante. Filadelfia está en el secreto de esa bendita esperanza que pone fin al camino del sufrimiento y conduce a una eternidad de bendición.
7. Cuando Cristo venga, su recompensa estará con él. El filadelfio no busca ningún poder ni ocupa ninguna posición de preeminencia en este mundo, pero el Señor puede decir del vencedor: «Al que venciere, haré que sea una columna en el templo de mi Dios».
Tal es la actitud del Señor hacia Filadelfia. Pero es importante recordar que esta es la verdadera e inmutable actitud del Señor hacia toda la Iglesia. No es simplemente su actitud hacia una reunión de carácter filadelfio. Cierto, ellos pueden ser los únicos en darse cuenta, pero de lo que ellos se dan cuenta es verdad para toda la Iglesia. La Iglesia puede haber cambiado y haberse alejado seriamente de su verdadera actitud hacia Cristo, pero Cristo es el mismo y su actitud hacia su Iglesia nunca ha cambiado. Sigue reconociendo todo lo que es suyo, sosteniendo a su Iglesia, sometiendo a sus adversarios, amándola; la guardará de la prueba que ha de venir sobre la tierra. Viene a buscarla, y al final la presentará en la gloria a su lado.
Así tenemos en la asamblea de Filadelfia una compañía de creyentes bajo la mirada del Señor que, en medio de la ruina de la Iglesia, están volviendo a la verdadera actitud de la Iglesia hacia Cristo, y descubren la verdadera e inmutable actitud de Cristo hacia la Iglesia. Además, al estar en relaciones normales con Cristo, son una compañía de creyentes que están en relaciones normales con todos los que son de Cristo, pues el propio nombre de Filadelfia significa “amor a los hermanos”. Así que caminan en obediencia al «nuevo mandamiento» dado a los discípulos en el último encuentro con el Señor: «Que os améis unos a otros» (Juan 13:34). Y de nuevo, cuando el Señor pone ante sus discípulos el hermoso cuadro de la nueva compañía cristiana, en Juan 15: 9-17, 2 veces repite su mandamiento: «Que os améis los unos a los otros» (v. 12, 17).
Ningún fallo de la Iglesia responsable puede anular, ni por un momento, el nuevo mandamiento del Señor “desde el principio”: permanece hasta el final. Es significativo que la descripción que hace el Señor de esta nueva compañía se abra con la afirmación de su gran amor por los suyos (Juan 15:9). Solo permaneciendo en el sentimiento del amor del Señor por todos los suyos seremos conducidos a amar a todos los que le pertenecen. Recordemos que Filadelfia no significa “amor a los filadelfios”, sino amor a los hermanos. Tristemente muchos pueden encontrarse en sistemas religiosos de los cuales estamos obligados a separarnos si estamos decididos a guardar su Palabra y no negar su nombre; pero el “amor a los hermanos” conducirá nuestros afectos a todos los que son «sus hermanos». A pesar de todas las barreras, el amor encontrará la manera de expresarse prácticamente manteniendo todo lo que se debe a la santidad, pues el amor divino siempre estará ligado a la santidad divina.
Con respecto a Filadelfia el Señor no tiene ninguna palabra de reproche, sino una palabra de advertencia.
«Retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona». No están simplemente en peligro de perder “una corona”, sino «tu corona», su propia corona distintiva. Lo que distingue a los filadelfios, es que aprecian las verdades sobre Cristo y la Iglesia en un día en que por todos lados se niegan estas verdades. Habiendo vuelto al conocimiento y a la práctica de las verdades sobre Cristo y la Iglesia, corren el peligro constante de abandonarlas y ser desviados hacia el mundo, hacia la falta de realidad y la autosatisfacción. De ahí la exhortación: «Retén firme». Satanás hará todo lo posible para inducir a los fieles a abandonar lo que tan benditamente ha sido sacado a la luz ante ellos. El Enemigo invocará gustosamente la ayuda a los santos y las necesidades de los pecadores si, por este medio, logra que el cristiano renuncie a lo que tiene. Argumentará que en Sardis hay algunos santos que no han manchado sus vestiduras y que en Laodicea hay pecadores necesitados, que son pobres y están ciegos y desnudos. Le instará a ir a Sardis para ayudar a estos santos; ¡a ir a Laodicea para alcanzar a estos pecadores! Pero volver bajo cualquier pretexto a lo que el Señor condena, es abandonar lo que el Señor aprueba. Todas las seducciones del Enemigo encuentran ante ellas la palabra de advertencia del Señor: «Retén firme». Si el creyente retiene firme, el Señor abrirá sin duda las puertas para ayudar a los suyos dondequiera que estén y para satisfacer las necesidades de los pecadores dondequiera que se encuentren.
¿Acaso la misma exhortación a retener firmes no indica que los tiempos de avivamiento pueden ser seguidos por tiempos de decadencia en los que muchos están en peligro de ser arrastrados y perder sus coronas? Filadelfia no es un lugar de refugio en el que los santos puedan establecerse; más bien, es una compañía bendita por la aprobación de Cristo y, por esa razón, objeto especial de los ataques del Adversario, de ahí la necesidad constante de luchar por la fe y «retener firme» lo que se ha recibido.
La palabra de advertencia está seguida por
2.3 - Una palabra de aliento al vencedor
Podríamos hacernos la siguiente pregunta: si el Señor no tiene nada que condenar en Filadelfia, ¿qué hay que vencer? La referencia a la sinagoga de Satanás y la exhortación a «retener firme» eliminarán esta dificultad. El vencedor es obviamente el que triunfa sobre todos los esfuerzos de Satanás para inducirlo a abandonar la verdad sacada a la luz, y a que deje el lugar de separación que la verdad exige. En una palabra, el vencedor es el que «retiene firme». Para él habrá una recompensa preciosa. No solo formará parte del templo –la Iglesia en la gloria– sino que será una columna en él. En la tierra no tenía una posición de honor o poder en el mundo religioso, pero en la gloria tendrá una posición de honor y de poder. Por fin encontrará un refugio de descanso, porque «No saldrá más de allí». El Señor pondrá sobre él un triple testimonio que cada cual podrá leer. El Señor puede decir: «Escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios… y mi nombre nuevo». Será en la gloria el testimonio de que Dios se ha revelado en Cristo; testimonio de la perfección de la Asamblea de Dios, la nueva Jerusalén; y finalmente testimonio a Cristo, durante la eternidad, en relación con la nueva Jerusalén, los nuevos cielos, la nueva tierra y todas las cosas hechas nuevas, pues será el nuevo nombre de Cristo el que será escrito sobre el vencedor.
La Epístola termina con un llamamiento a los que tienen oídos para oír: «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias». El Señor se dirige a la Iglesia, y el Espíritu aplica con poder las palabras del Señor a los que tienen el oído abierto.
Quizá se podrá decir que la asamblea de Filadelfia, tal como está presentada en el Apocalipsis, es muy atractiva, pero ¿existe hoy en la práctica? ¿Dónde podemos encontrar hoy su expresión? Recordemos que, incluso si somos incapaces, con nuestra visión limitada, de ver algo que pudiéramos decir que responde a Filadelfia de manera absoluta, sin embargo, el Espíritu de Dios ha predicho que, en los últimos días de la historia de la Iglesia, habrá tales en la tierra a los ojos del Señor, y lo que el Señor ve es lo que cuenta, no lo que nosotros vemos. Además, recordemos que fue el Señor quien dijo a Filadelfia: «Tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre». Esto no es lo que los de Filadelfia dicen de sí mismos. Lo que el Señor dice de los suyos, eso es lo que cuenta.
Vivimos en días en que los hombres hacen grandes esfuerzos para unir la cristiandad. Tiatira con su corrupción, Sardis con su formalismo sin vida y Laodicea con su indiferencia y autosatisfacción, están buscando una alianza en la que habrá de todo para satisfacer la vieja naturaleza y nada de lo que Cristo pueda aprobar. Frente a las actividades de la carne religiosa, es una gracia inmensa ver cómo obra el Espíritu de Dios y saber lo que tiene la aprobación del Señor. El camino de la bendición para los suyos será caminar por donde él nos guíe y tratar de responder a lo que tenga su aprobación, sin olvidar nunca que aquellos que están más cerca de Filadelfia serán los últimos en pretender estarlo. Al mismo tiempo, no olvidemos que puede haber tanto orgullo en los que dicen no ser filadelfios como en los que dicen serlo. Que tengamos la gracia de aferrarnos a lo que el Señor aprueba y dejarlo juzgar hasta qué punto hemos respondido a su pensamiento.
3 - Segunda parte: Laodicea (Apoc. 3:14-22)
La Epístola a la asamblea de Laodicea presenta la última fase de la historia de la Iglesia profesa en la tierra. La aparición, hace pocas décadas, de movimientos religiosos infieles, cuyos rasgos característicos corresponden con los que están expuestos de manera sobrecogedora en esta Epístola, deja bien claro que se ha llegado a esta fase. La inmensa importancia de la Epístola a Laodicea reside en que nos da una presentación precisa del pensamiento del Señor respecto a esta última fase de la historia de la cristiandad, de la actitud que él adopta ante ella y la verdad que le quiere exponer. De este modo, el creyente está advertido del estado que el Señor condena tan severamente y, al mismo tiempo, está instruido en cuanto a la manera de afrontarlo.
Debe notarse que, en la asamblea de Filadelfia, el Señor no tiene nada que condenar, mientras que en la asamblea de Laodicea, prácticamente no hay nada que él pueda aprobar. El ferviente deseo de todo creyente sincero en estos últimos días debe ser estar en el estado que el Señor aprueba y escapar de lo que él condena. Debemos recordar, sin embargo, que en nosotros mismos no hay poder para volver al estado de Filadelfia o para escapar de la condición de Laodicea. El poder, tanto para regresar como para escapar, está en Cristo. La apreciación de los caracteres de Cristo presentados a Filadelfia es el poder para regresar, así como la apreciación de los caracteres de Cristo presentados a Laodicea es el medio para escapar.
Así encontramos primero
3.1 - Al Señor presentándose a Laodicea
Cristo se presenta bajo un triple aspecto, como «el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios». En la Epístola a Filadelfia es notable que el Señor no se presenta en su carácter oficial, sino más bien en sus glorias morales. Es aún más notable que en Laodicea, donde el estado es tan bajo, el Señor no se presenta en absoluto en un aspecto peculiar de la Iglesia, sino en relación con la creación presente.
1. En primer lugar, Cristo es «el Amén». Dios ha hecho promesas muy grandes y preciosas en relación con la creación presente, y todas estas promesas se cumplirán en Cristo. 2 Corintios 1:20 indica con claridad que este es, en efecto, el significado del nombre «Amén». Hablando de las promesas de Dios, el apóstol escribe: «Cuantas promesas hay en de Dios, en él (Cristo) está el sí; y en él el amén». Si Dios hace promesas, ciertamente las cumplirá. Sus promesas están caracterizadas por la certeza (Sí) y por el cumplimiento (Amén). No obstante, es Cristo quien garantiza la certeza y el cumplimiento. Él es el «Sí» y el «Amén». En él y por él se cumplen las promesas. Pero si todas las promesas de bendición para el “mundo venidero” [1] serán cumplidas mediante Cristo, entonces todas las cosas en el mundo venidero serán para la gloria y la exaltación de Cristo. Lamentablemente, los laodicenses excluyen a Cristo y utilizan la escena presente para exaltarse a sí mismos. Por esto son reprendidos por Cristo, el Amén.
[1] Es decir, el Milenio, el reinado de 1.000 años de Cristo.
2. Cristo es «el testigo fiel y verdadero». Esta creación es la esfera en la que el hombre ha sido colocado con la responsabilidad de dar testimonio de Dios. Adán, Noé, Israel, los gentiles y la Iglesia, en diferentes tiempos y de diversas maneras, fueron colocados en una posición de responsabilidad para dar testimonio de Dios. Desgraciadamente, todos han fracasado tanto en la fidelidad hacia Dios como en el testimonio ante los hombres. Adán desobedeció; Noé, encargado de gobernar el mundo, no supo gobernarse sí mismo; Israel se volvió hacia los ídolos y abandonó a Jehová; los gentiles abusaron del gobierno que se les había confiado; y la Iglesia, abandonando su primer amor, se mostró infiel a Cristo y, en consecuencia, perdió su posición de testigo ante los hombres –la lámpara es quitada. El último y también el más terrible estado de ruina de la Iglesia está alcanzado en Laodicea; una Iglesia que, en lugar de estar caracterizada por la fidelidad, lo está por la indiferencia hacia Cristo, y que, en lugar de ser un testimonio de Cristo, da testimonio de sí misma. Esta terrible condición es reprobada por la presentación de Cristo como Aquel que pasó por este mundo como «el testigo fiel y verdadero». Solo él fue fiel a Dios y un verdadero testigo de Dios ante los hombres.
3. Cristo es «el principio de la creación de Dios». No solo es el Amén, aquel en quien se cumplirán todas las promesas para esta creación, sino que también es el principio. Él es el principio como fuente, ya que toda la creación deriva de él. También es el principio porque, desde el principio de la creación, Dios tenía a Cristo en mente. «En él fueron creadas todas las cosas… por medio de él y para él» (Col. 1:15-16). Si todas las cosas proceden de él, debe ser para que todo sea para su gloria. Si él comienza todo y es la meta de todo, es para que él todo lo llene.
Así, todos los pensamientos de Dios para la creación actual tienen a Cristo como centro. Él es el principio, él es el Amén y él es el testigo fiel y verdadero. A la luz de esta presentación de Cristo, los laodicenses están totalmente condenados. Aquel que es «todo y en todos» en los pensamientos de Dios está fuera de la «iglesia» de los laodicenses. Ellos son indiferentes a los derechos de Cristo y llenos de su propia importancia.
Si los laodicenses hubieran recibido la verdad sobre Cristo como el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, nunca habrían puesto a Cristo a la puerta. Habrían comprendido que tenían todo en Cristo y nada sin él. Si hubieran prestado atención a la Epístola a los Colosenses, que debía leerse «en la iglesia de los laodicenses» (Col. 4:16), habrían estado guardados, como lo habrían estado hoy los profesos religiosos, de dar todo el lugar al hombre y ninguno a Cristo. Por ella habrían aprendido a conocer las glorias de Cristo en relación con todas las cosas creadas, y el hecho de que Cristo «es todo y en todos» (Col. 3:11). Por ella, también, habrían aprendido que dar un lugar al hombre en la carne, es dejar de lado a Cristo. Prestar oídos a las palabras seductoras del hombre es apartarse de la firmeza de la fe en Cristo (Col. 2:4-5). Dejarse llevar por la filosofía de los hombres es seguir lo que no es «según Cristo» (Col. 2:8). Seguir las ordenanzas legales, es aferrarse a la sombra y perder la realidad que es Cristo (Col. 2:16-17). Al dejarse llevar por la superstición, los hombres se hinchan de orgullo y dejan de aferrarse a la cabeza, Cristo (Col. 2:18-19).
Los laodicenses no habían prestado ninguna atención a la verdad predicada por Pablo en la Epístola a los Colosenses y por eso incurren en el reproche que les hace Juan en el Apocalipsis. Habían prevalecido las palabras seductoras de los hombres, la filosofía y los vanos engaños según las tradiciones de los hombres, con el resultado de que a sus ojos el hombre lo era todo y Cristo nada. Su terrible estado está presentado ante nosotros.
3.2 - El verdadero rostro de los laodicenses
Solo después de haberse presentado, el Señor revela el verdadero rostro de los laodicenses. No podemos estimar justamente cuán grave ha sido el alejamiento que teniendo a Cristo ante nosotros.
1. El primero y más terrible carácter de los laodicenses es la indiferencia en cuanto a Cristo. En lo que respecta a Cristo, no es «ni frío ni caliente». No muestran ni la oposición a Cristo del mundo incrédulo, ni el amor celoso que el cristiano celoso debe manifestarle. No ven ninguna belleza en su persona; no atribuyen ningún valor a su obra. En cuanto a la persona y la obra de Cristo, en la «iglesia» de los laodicenses usted puede pensar lo que quiera, recordar y decir lo que quiera. Todo es indiferente. A los ojos del Señor, esta indiferencia es intolerable. Para expresar su horror de esta indiferencia mortal hacia él, el Señor utiliza términos de repugnancia y desprecio que nunca utilizó para Tiatira y toda su corrupción, ni para Sardis y todo su formalismo sin vida. El hecho de que el Señor pueda decir que los vomitará de su boca es prueba de que los considera cristianos profesos. Nunca habla así de los paganos. Es el hecho de cubrirse con el nombre de Cristo para enriquecer y mejorar a un hombre completamente indiferente a Cristo lo que es tan odioso a sus ojos.
2. El laodicense está caracterizado por el hecho que sus pensamientos giran en torno a sí mismo. «Porque dices: ¡Soy…!» esto y aquello. Si son indiferentes a Cristo, están llenos de sí mismos. En lugar de ser testigo de Cristo, la Iglesia se convierte en testigo de sí misma.
3. El laodicense está caracterizado por la autosatisfacción. Dice: ¡soy rico!», pero ay, las riquezas de las que se jactan los laodicenses están en ellos mismos, no en Cristo.
4. El laodicense atribuye su éxito a sí mismo. No solo dice: «¡Soy rico!», sino «me he enriquecido». Las riquezas de los laodicenses son el resultado de su propio trabajo. No solo se jactan de sus riquezas, sino también de las obras por las cuales las adquirieron.
5. El laodicense se satisface a sí mismo, pues dice no necesitar nada. No necesitan a Cristo personalmente: Él está fuera de su iglesia. No necesitan de su obra: están satisfechos con sus propias obras. No necesitan las Escrituras ni al Espíritu Santo para que se las abra. Según la estimación de Cristo lo necesitan todo; según la suya no necesitan nada.
6. El laodicense ignora su verdadero estado, pues el Señor debe decir: «No lo sabes». Los que más hablan de sí mismos son los que menos se conocen. El hombre indiferente a Cristo solo puede ser ignorante de sí mismo, pues solo a la luz de Cristo conocemos nuestra verdadera condición. En presencia de la gracia de Dios revelada en Cristo, Pedro dijo: «Soy hombre pecador» (Lucas 5:8). Un solo rayo de luz, de Cristo en la gloria, reveló quizá al hombre más religioso que jamás haya pisado la tierra que él era el primero de los pecadores. En su luz tenemos luz, y fuera de esa luz todo son tinieblas e ignorancia.
7. El laodicense no está regenerado, pues el Señor debe decir: «Tú eres el desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo». A pesar de todas las riquezas de que se jactan, cuán miserable es su condición, cuán miserable su estado si, mientras profesan su nombre, son extranjeros a Cristo. Esta es, por desgracia, su condición: son pobres, no poseen ni a Cristo ni nada de Cristo; son ciegos, no ven la belleza en Cristo; están desnudos, despojados de Cristo y expuestos al juicio.
Esta es la terrible condición de los laodicenses. Pueden tener una posición de prominencia a los ojos del mundo, pues poseen en abundancia las riquezas que el mundo puede apreciar, pero a los ojos del Señor, no poseen nada de Cristo, excepto el nombre de cristianos. Son profesos del cristianismo, llenos de sí mismos, ocupados consigo mismos, satisfechos consigo mismos, debiendo su éxito solo a sí mismos, autosuficientes, ignorantes y no nacidos de nuevo.
Es notable que los comentaristas del libro de Apocalipsis hayan tenido dificultades, hasta décadas recientes, para averiguar exactamente a quién representa el estado de Laodicea. Debían contentarse con indicar que tal estado aparecería en la última fase de la historia de la Iglesia. Hoy, por desgracia, se pueden discernir tales tendencias hacia este terrible estado.
Laodicea está caracterizada por una indiferencia total hacia la gloria y el honor de Cristo. Ya sea que se niegue su divinidad, que su encarnación sea burlada, que se minimice, se niegue su obra expiatoria, que se rechace su resurrección, Laodicea permanece indiferente. No importa lo que usted crea o lo que no crea: si el nacimiento virginal, los milagros, las palabras de Cristo, no hablan a su razón, solo tiene que rechazarlos. Pero si Laodicea es indiferente a Cristo, tiene mucho que decir de sí misma, pues no le faltan pretensiones religiosas y arrogancia intelectual. Según sus propios cálculos, es rica en recursos humanos y goza del monopolio de la cultura intelectual y de la erudición. Se ha enriquecido con el patrimonio acumulado por generaciones de investigadores incansables. Armada con la sabiduría de siglos, Laodicea emprende la crítica de las Escrituras con una confianza sin límites. Pretende saber más de la Palabra de Dios que Cristo y los apóstoles. Pretende haber descubierto las fuentes primarias de las Escrituras y se atreve a señalarnos todo lo que debe ser eliminado como mito y todo lo que podemos retener con certeza como auténtico.
La propia suficiencia de Laodicea es tal que no necesita nada que esté fuera del alcance de su capacidad mental o más allá de los límites de sus propios esfuerzos. No tiene necesidad del amor de Dios, que dio a su Hijo único; no tiene necesidad de Cristo, el gran Mediador, que sí mismo se ofreció; a no tiene necesidad de la obra soberana del Espíritu en el nuevo nacimiento. Mientras que de hecho lo necesita todo, a sus propios ojos no necesita nada. Tales hombres pueden poseer todas las riquezas y la erudición, pero sin Cristo, están desnudos y expuestos al juicio.
Así que Laodicea responde exactamente a la última etapa de la cristiandad corrupta. Sus principios perniciosos han tomado forma en varias sectas e iglesias; reinan en muchos colegios de teología y han invadido muchos campos misioneros; se predican desde innumerables púlpitos; tienen un lugar prominente en las conferencias religiosas y son aplaudidos por la prensa secular.
Podemos preguntarnos: ¿Cómo hacer frente a este terrible mal? Encontramos la respuesta en
3.3 - El consejo del Señor a los laodicenses
El Señor no se limita a exponer esta última fase de la cristiandad en su completa degradación, sino que, en su magnífica gracia, tiene remedios para aconsejar. Si queremos saber lo que el Señor tiene que decir a la Alta Crítica, al Modernismo y a cualquier otra forma de infidelidad religiosa, debemos acudir a la Epístola a Laodicea.
1. En primer lugar, el Señor aconseja a los laodicenses que compren de él. La primera gran necesidad del laodicense es tratar personalmente con Cristo. Este es ciertamente el pensamiento contenido en «comprar». Sabemos que cuando estamos invitados a venir a Cristo y comprar, es «sin dinero y sin precio» (véase Es. 55:1). El secreto de la condición del laodicense está revelado. Son indiferentes a Cristo y están llenos de sí mismos porque nunca han conocido a Cristo personalmente.
2. Necesitan «oro acrisolado en el fuego». El oro representa todas las riquezas de bendición que son aseguradas al creyente por la muerte de Cristo. Las riquezas de las que se jactan los laodicenses –los muchos logros de los hombres y la riqueza de los conocimientos adquiridos por el esfuerzo humano– son impresionantes a los ojos de los hombres, pero carecen de valor a los ojos de Dios. No resistirán la prueba del juicio y, por tanto, no satisfarán las exigencias de un Dios santo que es fuego que consume. Como todos los pecadores, los laodicenses necesitan el oro pasado por el fuego que solo puede dar la fe en Cristo. Renunciando a sus propias riquezas, deben venir a Cristo con las manos vacías, pobres e indigentes, para encontrar las verdaderas riquezas.
Abraham obtuvo en su día la descendencia prometida, solo por la intervención de Dios. En cuanto a él, «ya casi muerto» (Hebr. 11:11-12). Del mismo modo, un pecador es tan incapaz de lavarse de su culpa a los ojos de Dios por sus propios esfuerzos como lo sería un muerto. Dependemos totalmente de la obra de otro, de Cristo. Pero el pecador que cree en Cristo resucitado está justificado en todo a los ojos de Dios (Hec. 13:38-39). Al igual que Pablo, ha renunciado a su propia «justicia» para tener la justicia «que es mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios por la fe» (Fil. 3:9). Está ante Dios con una vestidura de justicia, como resultado de lo que Dios ha hecho por medio de Cristo en la cruz, no de lo que ha hecho el hombre. Esta posición está asegurada por la justicia divina, no por la humana, y presentada en Cristo en gloria – él es nuestra justicia. Esta justicia es «oro acrisolado en el fuego».
3. Se exhorta de nuevo al laodicense a que compre «vestiduras blancas» para que esté vestido y no aparezca la vergüenza de su desnudez. Si el oro habla de la justicia divina en la que el creyente aparece ante Dios, las vestiduras blancas hablan de la justicia de los santos en la que aparecen ante los hombres. Estar desnudo es estar sin Cristo ante Dios y no mostrar nada del carácter de Cristo ante los demás.
La auto-ocupación, la auto-exaltación y la auto-satisfacción del laodicense es lo opuesto de la humildad, de la mansedumbre y de la bondad de Cristo. La sabiduría de los hombres y el conocimiento intelectual del que pueden jactarse los laodicenses, pueden ciertamente, como las vestiduras de la gente de moda, recomendarlos a la gran masa de hombres superficiales, pero a los ojos de los hijos de Dios, tales cosas solo añaden vergüenza a su desnudez. Si solo viniendo a Cristo por la fe recibimos una vestidura de justicia ante Dios –el oro pasado por el fuego– del mismo modo solo por un conocimiento personal de Cristo adquirimos el carácter de Cristo que excluye la carne y toda su vergüenza.
4. El Señor aconseja al laodicense ungir sus ojos con colirio para que pueda ver. El colirio proporciona este discernimiento espiritual, que solo puede adquirirse mediante la fe en Cristo y por la recepción del Espíritu Santo. La «vista» y el don del Espíritu Santo están vinculados de manera sorprendente en la conversión de Saulo de Tarso. Ananías fue enviado a decirle al hombre que había sido cegado de todas las cosas de la tierra por la luz del cielo que «el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado a ti para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo» (Hec. 9:17). Saulo era un hombre cuya elevada inteligencia natural abarcaba los más altos conocimientos y, sin duda, al igual que los laodicenses, se creía absolutamente competente para juzgar todas las cosas. Sin embargo, este hombre celoso de su Dios estaba tan completamente ciego, tan ignorante de sus propias necesidades, tan ignorante de Cristo y de todo lo que Dios hace por medio de Cristo, que trató de despejar la tierra de todo lo que llevara el nombre de Cristo. Pero este fanático de mente vasta –ciego a todo lo que es de Cristo– fue llevado por gracia a la presencia de Jesús e inmediatamente se vuelve ciego a todo lo que es de la tierra, para que sus ojos sean abiertos y sea lleno del Espíritu Santo. Ahora lo ve todo en la tierra y en el cielo con el poder del Espíritu Santo. Esto significa que sus “sentidos” están «ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14). Ve lo que está de acuerdo con Dios, porque está dirigido por el Espíritu Santo para ver todo en relación con Cristo.
Los laodicenses, poniendo su confianza en las capacidades del espíritu humano, descuidan a Cristo, del único que pueden recibir la unción del Espíritu. La confianza en sí mismos y la indiferencia hacia Cristo los dejan en una ceguera espiritual total. Pero, dice el apóstol escribiendo a los creyentes, «vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas» (1 Tes. 5:4). «En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (Efe. 5:8). La unción que hemos recibido de Cristo permanece en nosotros y nos permite conocer «todas las cosas» (1 Juan 2:20, 27).
Este es, pues, el consejo del Señor a los laodicenses. Sin embargo, no se limita a darles un consejo y luego dejar que sigan su propio camino; pues su consejo va seguido por
3.4 - Los cuidados del Señor hacia los laodicenses
A pesar de su solemne condición, los laodicenses siguen llevando el nombre de Cristo y han constituido en el pasado un testimonio para Cristo en el mundo. Por eso el Señor puede decirles: «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo». Su amor perdura con los laodicenses satisfechos de sí mismos, como en otro tiempo lloró sobre Jerusalén, la ciudad de propia justicia. No es, sin embargo, un amor aprobador que puede descansar felizmente en su objeto, sino más bien un amor compasivo que está obligado a reprender y castigar. Si no está lejos el momento en que tendrá que rechazarlos con repugnancia, busca primero ganárselos con el amor y despertarlos con la reprensión. Si acorazan sus corazones contra el amor de su corazón y endurecen sus conciencias contra la reprensión de sus labios, procurará alcanzarlos con el castigo de su mano. Tal vez alguno de estos laodicenses satisfechos de sí mismos, una vez humillado bajo la corrección, descubrirá que las especulaciones del espíritu, la cultura de la inteligencia y el pensamiento moderno no traen ningún consuelo al sufrimiento, ni alivio a una conciencia agobiada, ni bálsamo a un corazón quebrantado, ningún apoyo a la hora de la muerte. Sin Cristo y sin las verdaderas riquezas, es verdaderamente «desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo».
Obsérvese entonces la gracia que se ejerce como resultado de este retorno. Si, a través del cuidado amoroso del Señor, un laodicense es llevado al arrepentimiento, él experimentará de inmediato
3.5 - La gracia del Señor para el laodicense
La condición de laodicense bien puede despertar su repugnancia, pero las almas mismas reclaman el ejercicio de su conmovedora gracia. Si queremos conocer la actitud que el Señor toma hacia los pecadores presuntuosos que, en estos últimos días, se glorían en la infidelidad del pensamiento moderno, nos está presentada claramente en estas palabras que dan testimonio de una gracia maravillosa: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo». Estas palabras revelan ciertamente el colmo del pecado de Laodicea –¿acaso no pusieron a Cristo a la puerta?– pero también hablan de la gracia infinita de Cristo: ¿acaso no está a su puerta y llama para entrar? Pueden cerrarle sus puertas, pero no pueden hacer que les cierre su corazón. Si lo rechazan con total indiferencia, él esperará a su puerta con perfecta paciencia. No llama una o 2 veces y luego se va; no, puede decir: «Estoy a la puerta y llamo». Llama y seguirá llamando hasta que pase el día de la gracia.
Ay de los que rechazan esa gracia y mantienen su puerta cerrada y atrancada al Salvador que espera. El rechazo de la gracia trae la ejecución del juicio. Habiendo rechazado a Cristo, serán rechazados por Cristo y experimentarán la terrible solemnidad de estas palabras irrevocables: «Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de Jehová, ni quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía, comerán el fruto de su camino, y serán hastiados de su propio consejo» (Prov. 1:29-31).
Pero si uno de ellos, llevado al arrepentimiento, escucha realmente la voz del Señor y abre la puerta, gozará de
3.6 - La manifestación del Señor mismo
El arrepentimiento producido por la obra de Dios en el alma, la prepara para oír la voz de Cristo. Y la respuesta de fe que escucha su voz hace que el corazón se abra para recibirlo a él mismo. El verdadero remedio para toda la infidelidad, dejadez y autosatisfacción de Laodicea no se encuentra en un retorno a los credos ortodoxos, sino en la recepción de Cristo en el corazón. La respuesta a estas tendencias, así como la salvaguardia contra todo lo que conduce a ellas, se encuentra en Cristo mismo y en un apego de corazón a su persona. ¡Qué rica bendición es que Cristo ocupe un lugar en los afectos! El Señor puede decir: «Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».
“Si dejo que Cristo tenga su lugar en mis afectos”, alguien ha dicho, “él simpatizará conmigo en lo que me concierne, y me llevará a la comunión de lo que le concierne a él. El resultado práctico será el más bendito conocimiento íntimo de Cristo mismo”. Tenemos una bella imagen de esto en el pequeño grupo de discípulos que, en el aposento alto, participaron en la última cena con el Señor en medio de ellos. Él les permite sentirse tan perfectamente a gusto en su presencia que Juan puede recostarse en su pecho. Entra en todo lo que les preocupa, como si dijera: conozco el poder de Satanás que está contra vosotros, conozco la traición de Judas que me traicionará con un beso, conozco la debilidad de Pedro que me negará con un juramento, pero «no se turbe vuestro corazón; ¡creéis en Dios, creed también en mí!» (Juan 14:1). Sabe que se enfrentarán a tribulaciones en el mundo, pero los tranquiliza: «Tened ánimo, yo he vencido al mundo» (16:33). Sabe que el mundo los odiará, pero añade: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros» (15:18). Sabe que el mundo les perseguirá, pero explica: «Harán esto, porque no conocen al Padre, ni a mí» (16:3). Sabe que están tristes porque va a dejarles, pero les consuela: «Os conviene que yo me vaya» (16:7).
Estas conmovedoras palabras de bondad y simpatía hacia los suyos demuestran que cenaba con ellos. Pero hace más: los lleva a cenar con él. No solo simpatiza con ellos en lo que les concierne, sino que los pone en comunión con él en lo que le concierne. Eleva sus pensamientos a la Casa del Padre y al corazón del Padre. Les habla de un nuevo ámbito de afecto –sus «amigos»– donde se saborea su paz, se conoce su amor, se guardan sus mandamientos y donde su gozo permanece. Y les anuncia la venida de una Persona que les conducirá a toda la verdad, les anunciará las cosas que van a suceder y tomará de lo suyo para anunciárselo. Una vez más preguntamos: al ocupar sus corazones con él y sus intereses, ¿no los lleva a cenar con él, como antes había cenado con ellos?
Al seguir los caminos del Señor hacia los laodicenses, no podemos sino maravillarnos y adorar en presencia del amor y de la sabiduría perfecta que pueden sostener la verdad manifestando tal gracia a tales pecadores. En absoluta fidelidad a la verdad, el Señor desenmascara su condición y, habiéndolo hecho, con infinita sabiduría, les aconseja que compren de él oro pasado por el fuego, vestiduras blancas y un colirio. Luego, para que la exposición de su desnudez y el consejo dado tengan resultado, se ocupa de ellos reprendiéndolos y castigándolos. Y si alguno de ellos se arrepiente, se muestra dispuesto y deseoso de bendecir. Por último, si alguien oye su voz y le abre la puerta, en su simpatía se manifiesta a él y lo introduce en su comunión. De este modo, admiramos a su vez a Cristo:
- la verdad que pone al descubierto,
- la sabiduría que aconseja,
- el amor que actúa,
- la gracia dispuesta a bendecir,
- su gozo a darse a conocer.
Así como en los últimos días de la apostasía judía, las tinieblas de la cruz fueron iluminadas por el amor de Dios, en estos últimos días de la profesión cristiana, el fondo oscuro de la infidelidad moderna sirve para resaltar las glorias de Cristo.
El goce de la presencia de Cristo abre el camino de la victoria. Vencer el mal de la gran masa profesa que se cierne tan ampliamente en este mundo no es tarea fácil. El poder para tal victoria solo se encuentra en compañía de Cristo, donde aprendemos que él es el gran vencedor que puede decir: «Yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono». Al final de su camino, el Señor pudo declarar a sus discípulos: «Yo he vencido al mundo» (Juan 16:33) y, como alguien dijo con razón, el mundo que el Señor venció fue el “mundo judío” de la profesión religiosa y de la propia justicia del hombre, en su último y más oscuro día. El que ha cenado con Cristo es vencedor del mundo de la profesión cristiana, en los últimos y más tristes días de su tibieza y de su suficiencia. Esto significa efectivamente que el vencedor, juzgando toda la condición laodicense y separándose de aquello que ha dejado a Cristo a la puerta, se encuentra donde Cristo está – en el exterior. Sale «a él, fuera del campamento, llevando su oprobio» (Hebr. 13:13). Pero el que comparte su oprobio compartirá su gloria, como puede decir el Señor: «Al que venciere, le concederé sentarse conmigo en mi trono». Se acerca el día en que el pensamiento de Cristo sobre el vencedor se dará a conocer ante el mundo, del mismo modo que el pensamiento del Padre sobre Cristo, el gran vencedor, está dada a conocer por el lugar que ocupa ahora en el trono del Padre.
La Epístola termina con un solemne mandato a los que tienen oídos para escuchar lo que el Espíritu dice a las asambleas. Puede que no todos sean laodicenses, en el pleno sentido de la palabra, pero todos están amenazados por el peligro del espíritu laodicense, de ahí la exhortación a escuchar la voz del Espíritu. El que escucha juzgará toda tendencia a la indiferencia hacia Cristo, a la pretensión y a la propia satisfacción. Tomará su lugar fuera de lo que tan pronto será vomitado de la boca de Cristo, y dejará entrar a Cristo para que cene con él en el día de su rechazo, esperando reinar con él en el día de su gloria.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1989, página 127