format_list_numbered Índice general

Las palabras del Señor a las tres últimas asambleas en Asia Menor


person Autor: William John HOCKING 36

flag Tema: Las siete iglesias de Asia


1 - Apocalipsis 3

Deseo llamar la atención del lector sobre la forma en que el Señor se presenta a estas tres asambleas, y sobre la recompensa que promete a los que vencen a pesar de la ruina general que los rodea.

Las llamadas y advertencias de nuestro Señor a las siete asambleas tienen un carácter especial apropiado a la condición de cada una de ellas considerada como testigo. En las estrellas y los candelabros hay una alusión a que el Señor las ha puesto en el mundo para que sean luces que reflejen su verdad y su gracia.

Este es el aspecto de la asamblea visto desde el lado del hombre y no debe confundirse con su aspecto visto desde el lado de Dios. Bajo este último, la asamblea es el edificio que el Señor construye según su propia declaración: «Sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18).

En los Hechos tenemos el relato histórico de esta edificación a través de la predicación del Evangelio. Los creyentes estaban reunidos en esta nueva institución, la Asamblea de Dios, formada por el Espíritu Santo y convertida en su morada. Cristo amó a esta Asamblea, él mismo se entregó por ella y se la presentará gloriosa y perfecta. Podemos llamar a esto el lado divino, y el Cuerpo y la Esposa son las expresiones utilizadas en este sentido.

Pero las estrellas y los candelabros se aplican a la función dada a la Asamblea de ser una luz para el mundo. ¡Cuán necesario y urgente es este testimonio! El mundo, que «yace en los malvados» (1 Juan 5:19), es un terreno de cultivo para los poderes de las tinieblas. ¡Qué poco contiene para Dios! ¿No es porque las asambleas no han manifestado la luz y la verdad?

Sin embargo, Dios tiene la intención de purificar el mundo entero, y el cumplimiento de este propósito se describe en las visiones de este libro. En los primeros capítulos, la asamblea, en la diversidad de sus siete ejemplos, se ve mezclada con el mal, que atrae reproche y juicio sobre ella.

El Señor es representado caminando en medio de las siete lámparas de oro, en sus atributos judiciales como Hijo del hombre. Viene vestido con la túnica blanca de la pureza, con una espada en su boca, y ojos de fuego para escudriñar los corazones de los que están en las asambleas. Como juez, percibe todos los pensamientos secretos y las malas disposiciones.

¿Cuál fue la conducta de los testigos públicos del Señor? Tenemos en estos capítulos un triste cuadro de la ruina religiosa. Las asambleas se deslizan por la pendiente que las conducen desde la pureza y la perfección, hasta una odiosa corrupción que el Señor rechaza absolutamente. Sabemos que estas siete epístolas son un cuadro de la historia de la Iglesia desde Pentecostés hasta el final de la Iglesia responsable en la tierra.

2 - Sardis

Esta asamblea representa un estado de profesión externa, de actividad en las obras, de conducta diligente, pero de verdadera muerte. Sardis estaba muerta espiritualmente, teniendo el nombre de viva mientras estaba muerta. Históricamente, representa el protestantismo después de la Reforma. El intelecto humano despertó de su letargo, lo que fue una bendición para el hombre, pero también una amenaza para el testimonio divino. Porque la inteligencia sin fe lleva al hombre a blasfemar el nombre de Dios y de su Hijo, y a negar la Biblia y las verdades de la revelación. Paraliza completamente el testimonio de la Iglesia a la verdad divina.

El hecho de que el Señor se presenta a cada una de las siete iglesias bajo un carácter diferente está lleno de significado. En Sardis es «el que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas» (3:1). Todas las estrellas están en su poder. Él responde a todo lo que falta en su iglesia. Si Sardis, con todo lo que le falta, mirara solo a Él, quien camina en medio de las lámparas, encontraría que en él y a través de él están todos los recursos para cada carencia y para cada debilidad; y su luz brillaría más.

El Señor viene a la asamblea que lleva su nombre, pero cuyo celo por ese nombre está tan disminuido; una gran parte de ella va a morir, una parte aún mayor no tiene una chispa de vida, ya está muerta. Pero se dirige a Sardis como el que tiene los siete Espíritus, y concluye con estas palabras: «El que tiene oído, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias» (3:6).

En este carácter, el Señor se revela a Sardis como poseedor de esta séptuple competencia para juzgar el mal y desarrollar el bien. «Siete» expresa la plenitud de la perfección y del poder de una energía viva. El Espíritu es vida, pero Sardis es como la viuda infiel de la que se dice: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta» (1 Tim. 5:6). Sardis tenía el nombre de viva, pero estaba muerta.

Sin embargo, el Señor muestra a esta asamblea muerta que él tiene los siete Espíritus de Dios. Él es capaz de resucitarla de entre los muertos, de volverle a dar vida, de hacerla sabia, de llenarla de fidelidad, fervor y celo. No olvidemos estos preciosos recursos del Señor. No hay que desesperar a causa de la debilidad, del entumecimiento, del estado de muerte. El Señor camina entre las asambleas en la plenitud de su gracia y poder para darnos todo lo que nos falta para un testimonio fiel y vivo.

Pero también tiene las siete estrellas. Las asambleas son de su propiedad. Él las compró, las salvó y las puso aquí para que brillaran por Él en este mundo oscuro antes del gran día de su propia aparición en el que brillará en la tierra como el sol de justicia. Entonces también los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Ahora, a pesar de la ruina de la Iglesia, el Señor tiene autoridad gubernamental sobre las siete estrellas. Son suyas y, es un estímulo para el alma fiel, saber el interés que él tiene en el brillo de sus estrellas. En Éfeso se dijo que los tenía en su mano derecha (Apoc. 2:1). Es él quien dirige y conduce hasta el final el testimonio por su nombre, incluso en medio del fracaso general de sus testigos.

La palabra solemne del Señor a Sardis es: «Conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto». Tal era su estado a sus ojos. No pensemos que podemos escapar de la agudeza de esta palabra, pretendiendo que no pertenecemos a Sardis. Tiene una aplicación tanto individual como colectiva. Puede ser cierto de algunos de nosotros que tengamos el nombre de vivir, pero que estamos muertos.

Si esto es así, nuestras obras solo serán obras de muertos. Todas las obras religiosas hechas aparte de la vida de Cristo son «obras muertas». Cualquiera sea la obra del Señor que emprendamos, debe serlo en el poder de la nueva vida, es decir, la vida de Cristo. El apóstol nos dice: «Lo que vivo lo vivo por la fe en el Hijo de Dios» (Gál. 2:20). Cristo vive en mí, y esa es la vida que Dios acepta, la vida que es verdaderamente vida. Todo lo que diga o haga, dondequiera que vaya, debería hacerse en el nombre de Cristo, pues de lo contrario también sería cierto de mí que tendría el nombre de vivo, pero que estoy muerto.

Recordemos que el Señor es el Juez de nuestras obras, «Yo conozco tus obras». No somos buenos jueces de nuestras obras. Podemos competir por un premio y, al ver nuestra propia obra, considerarla excelente, y estar seguros de ganar. Pero es el juez quien decide, y puede poner de lado nuestra obra por no tener valor. Por tanto, solo el Señor, que conoce nuestros corazones y sus intenciones, puede evaluar correctamente nuestras obras.

Entonces el Señor dice: «Velad y reforzad lo que queda, que va a morir» (3:2). ¿Qué significa ser vigilante? Dicen: “Significa que debo velar por el regreso del Señor; de lo contrario, vendrá como un ladrón, y me quedaré atrás, ya que viene por los que velan por él”. Ese no es el sentido de este mandato del Señor.

Velar puede significar, es cierto, esperar el regreso del Señor, pero puede tener otros significados. Cuando nuestro Señor le dijo a Pedro, que estaba durmiendo: «Velad y orad», no le estaba pidiendo que esperara su venida del cielo. No, le decía que estuviera atento mientras Él oraba en la angustia de la batalla.

El Señor dijo a Sardis: «Estad atentos» (3:2). Presta atención a la solemnidad del tiempo. No duermas como los demás. Sé activo y no perezoso. Lo que haces, hazlo bajo mi mirada. Así es como el siervo vigilante permanecerá en contacto vivo con su amo, que añade: «Si no velas, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti» (v. 3).

Y ahora el Señor habla de los que no se contaminaron en Sardis. Esta asamblea estaba en una condición horrible; estaba donde se encontraba la muerte espiritual. La Escritura siempre enseña que el contacto con la muerte contamina a la persona ante Dios. Esto ocurría principalmente bajo la economía mosaica. A los israelitas se les ordenó no tocar un cadáver, ni siquiera los huesos de un hombre, debido a la contaminación religiosa (espiritual/moral) que se contraía con ello (Núm. 19). Incluso la ropa se ensuciaba con ese contacto.

En Sardis había un serio peligro de mancillarse, ya que el Señor la considera muerta. Debían tener cuidado de que sus ropas no entraran en contacto con lo que no era más que una copia sin vida de la vida, y de no participar en su mancilla. Con qué facilidad e incluso inconscientemente podemos ser llevados a imitar la actividad de aquellos que buscan su propio engrandecimiento y no la gloria de Dios y el honor del nombre del Señor Jesús.

Sin embargo, había en Sardis algunos puntos luminosos. El Señor dijo: «Tienes unos pocos nombres en Sardis que no han ensuciado sus ropas». Estos habían caminado con circunspección. Habían tomado nota de lo que estaba muerto, y habían tenido cuidado de que sus ropas no tocaran de ninguna manera a los muertos y a los que estaban mancillados. Habían estado atentos y habían guardado sus ropas sin mancha. También nosotros debemos tener cuidado con nuestras asociaciones, para evitar el contacto con las mancillas de la muerte, que abundan en la cristiandad.

En vista de su excepcional fidelidad, el Señor dijo: «Andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignos» (3:4). ¿Cuándo tendrá esto lugar? Es cierto que, en la cena de las bodas del Cordero, los santos estarán vestidos de lino fino, brillante y limpio (Apoc. 19). Todos los que participarán tendrán túnicas blancas, no solo algunos.

Pero el Señor habla aquí solo de unos pocos, y a estos se les concede el privilegio especial de caminar con Él en vestiduras blancas; esto parece aplicarse al presente, no a un tiempo futuro. La recompensa del vencedor, mencionada a continuación, llegará, al final de la batalla. Al final de ella: «El que venciere será vestido con vestiduras blancas» (3:5).

Pero caminar con el Señor es una experiencia que ciertamente se puede disfrutar en este mundo. Él no camina con quien lleva ropas manchadas. La suciedad es visible para todos, y la presencia del Señor no acompañará a los impuros en sus caminos. Pero él quiere caminar con aquellos que son puros de corazón y tienen una conducta irreprochable.

¡Qué testimonio no daría tal conducta en Sardis, la muerta! Sabemos que el Señor está con los pocos que no se han mancillado. Están vestidos de blanco. El mundo que dijo del Maestro: «No encuentro ninguna falta en este hombre» (Lucas 23:4), no puede encontrar ninguna falta en estos discípulos vestidos de blanco. ¿Es este el veredicto del mundo sobre usted y sobre mí? ¿Estamos tan libres de mancha y reproche que el mundo y la Iglesia profesa reconocen que caminamos con Cristo, y somos semejantes a el?

Es notable que el Señor diga de los que caminan con él, vestidos de blanco, que «son dignos». Hay que meditar sobre estas palabras. ¿Puede ser cierto que yo llegue a ser digno de ser el compañero de mi amado Señor? El Señor declara que es así con los unos pocos en Sardis que no han mancillado sus ropas. ¡Son dignos de caminar con él!

Este es el resultado de una conducta fiel y consecuente. Los que son llamados dignos son los que andan «como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo» (Col. 1:10). Su conducta cristiana en los caminos de la vida es de carácter uniforme con la vida de Cristo, y los dos caminan juntos porque están de acuerdo.

Pero el Señor no caminará con los que han pecado y ensuciado sus ropas. Incluso cuando el pecado es confesado y perdonado, la mancha, aunque quitada de la conciencia, es visible a los ojos del mundo, y el Señor no camina abiertamente con tales personas. ¿No ha sido comprometido y deshonrado su nombre? Él camina, no con los indignos, sino con los que son dignos. Del mismo modo, los que comen y beben indignamente de la Cena del Señor, comprometen la comunión e incurren en su juicio.

El vencedor en Sardis también tendrá su recompensa especial. «El que venciere será vestido con vestiduras blancas» (3:5). El carácter de su testimonio corresponde al carácter de su recompensa. Así como guardó sus vestiduras sin mancha, en el día de la manifestación estará vestido con vestiduras blancas. La naturaleza de su testimonio en los días de la ruina de la Iglesia, será manifestada de forma permanente en el día de la gloria de Cristo.

El vencedor había seguido un camino sin mancha a través del cementerio de los muertos en Sardis. Había guardado sus vestiduras sin que fueran manchadas por el mundo y por la profesión religiosa sin vida. El Señor, el Juez justo, no olvida la fidelidad del vencedor; le da como recompensa llevar el manto de la victoria en el día de gloria que viene.

Pero el Señor le tiene reservado algo más. Dice: «Jamás borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles» (3:5). Su nombre será preservado en los registros divinos, y reconocido públicamente ante el Padre y sus ángeles.

El vencedor es distinguido así para siempre de los que, en Sardis, tenían el nombre de vivos, pero estaban muertos. Los nombres de estos últimos solo se encontraban en la lista terrenal de los que profesan la fidelidad al nombre del Señor. Pero sus obras mostraban que les faltaba la vida del Espíritu y que sus nombres no estaban escritos en el cielo en el libro de la vida.

Esta era una promesa negativa, pero el Señor añade una positiva: «Confesaré su nombre ante mi Padre». El Señor, con quien caminó en la tierra, lo reconoce como suyo en presencia de su Padre. Después de la resurrección dice: «Aquí estoy yo y los hijos que Dios me ha dado» (Hebr. 2:13). Y en cuanto al vencedor, el Señor confesará a su Padre: “Aquí está el que vivió en esta contaminada y corrupta Sardis, pero que se mantuvo puro de toda mancha. Me ha sido fiel, y yo he caminado con él”.

¡Qué día de alegría para los vencedores! El Señor proclamará sus nombres uno por uno en presencia de la Majestad, ante los ángeles, confesando ante ellos a los que le han confesado ante los hombres (Lucas 12:8). Y los santos ángeles verán con interés celestial a estos pecadores salvados, exaltados a mayores privilegios que los suyos. Esta perspectiva, ¿no nos hará ser más cuidadosos con nuestras asociaciones, no sea que toquemos alguna cosa impura? ¿No tenemos la ambición de ser confesados como vencedores ante el mismo Padre?

3 - Filadelfia

El Señor se presenta al ángel de esta asamblea bajo un título totalmente diferente. Se dirige a Filadelfia como el que es santo y como el que es verdadero.

Filadelfia significa «amor a los hermanos». No cabe duda de que históricamente esta asamblea representa aquel movimiento que comenzó en el seno del protestantismo alrededor de hace quinientos años y que tenía este carácter.

En ese momento se recuperó la enseñanza bíblica relativa a los hijos de Dios, su pertenencia al Cuerpo de Cristo, la presencia y la actividad del Espíritu Santo. Había una conciencia viva de que los que pertenecían a Cristo eran hermanos en el Señor. Como resultado, el espíritu del amor fraternal (filadelfio) se extendió por todo el mundo.

Exteriormente la Iglesia estaba en ruinas, pero interiormente la fuerza moral del sentimiento de amor filadelfio permanecía intacta. Muchos santos aprendieron este hecho y actuaron en consecuencia. Descubrieron que la conducta fraternal es independiente de la organización eclesiástica, se basa en la vida común de todos los creyentes, cada uno de los cuales habiendo nacido del Espíritu y siendo una morada del Espíritu.

El hecho de que, a causa del abandono de la verdad, no existiera una asamblea formada de acuerdo con la doctrina del Nuevo Testamento, fue la causa de que los hermanos se reunieron sin un marco visible de liturgia, clero o profesión de fe, sino en completa dependencia del Señor, de su Espíritu y de su Palabra. Por lo tanto, exteriormente, la asamblea de Filadelfia daba, a juicio de los hombres, el espectáculo de debilidad y de la más completa impotencia.

El Señor se presenta ante esta débil asamblea como Aquel que es fuerte. Ella no tiene recursos, pero él puede suplir abundantemente a lo que le falta. Menciona tres rasgos distintivos de su relación con ella: 1) Es santo y verdadero; 2) Tiene la llave de David; 3) Abre y nadie cierra, cierra y nadie puede abrir. Ni una palabra de las siete estrellas, ni de los siete Espíritus de Dios, ni de las siete lámparas de oro. Pero el Señor habla de aquellas cualidades que le son peculiares y que son especialmente apropiadas para los creyentes individuales en Filadelfia.

1. El Señor les habla como Aquel que es Santo y Verdadero. Todo creyente debe tener santidad y verdad. Este es el carácter íntimo dado al nuevo hombre (Efe. 4:24), y todos deben revestir de estas cualidades. No hay otro medio para que los creyentes sean santos y verdaderos. Si la santidad y la verdad son visibles en los individuos, habrá unidad en la asamblea.

Cuando Filadelfia mira al Señor, ve que es santo y verdadero, y comprende que las cualidades que necesita para sí misma se encuentran en él. Es triste pensar que cuando miramos las asambleas de hermanos en el Señor, no siempre somos capaces de ver que son santas y verdaderas. El Señor es perfecto, y sus ojos escudriñan nuestras mentes, poniendo al descubierto nuestras carencias, pero animándonos a confiar en él, que siempre está dispuesto a proporcionarnos lo que nos falta.

2. «El que tiene la llave de David» (3:7). La llave es el símbolo de la autoridad, del gobierno administrativo. Os preguntaréis: “¿Qué tiene que ver la llave de David con la asamblea?” Proféticamente, David, es decir, la semilla de David es el ejecutor designado de la justicia en el reino de Israel, y de hecho también entre las naciones gentiles. Él someterá todo el mal en la tierra mediante el ejercicio de su fuerza y poder.

Cristo tiene ahora la llave de David en relación con la asamblea, solo que ejerce su poder sobre el mal en secreto y no abiertamente a la vista de todos. Ahora la asamblea es la esfera de su gobierno; más tarde será el mundo.

Los santos son ahora la luz del mundo que ilumina el mal y lo pone de manifiesto, pero no tienen que recoger la cizaña. El Señor, por su Espíritu, frena el mal y lo mantiene dentro de ciertos límites. Todo el poder le es dado en el cielo y en la tierra, aunque no lo ejerce públicamente, ni en la asamblea, ni en el mundo. Recuerda a los santos, tan débiles de Filadelfia, la autoridad que él tiene sobre el mal, que es su derecho.

3. Entonces el Señor anima a los que viven en un día de debilidad, dándoles la seguridad de que él tiene el poder de abrir y cerrar. Tiene la llave de David sobre su hombro (Is. 22:22). En los asuntos de la asamblea y en el servicio personal, es el que «abre y nadie cierra, el que cierra y nadie abre».

David tenía autoridad absoluta en su propio palacio. Solo de su voluntad dependía que las puertas se abrieran o se cerraran. Y Filadelfia está segura de que el Señor tiene poder absoluto para abrir o cerrar cualquier puerta en la gran casa de la cristiandad. El Estado puede pretender al control político e incluso doctrinal de la Iglesia. Pero el Señor camina entre las lámparas de oro, y cuando su pequeño rebaño es demasiado débil para resistir la opresión del poder secular, debe recordar que el Señor se ocupa de las puertas.

Hay en este hecho un estímulo extraordinario para los santos débiles y para las reuniones débiles de los santos. Pensad en un niño pequeño ante una puerta cerrada. Tiene «poca fuerza», pero el dueño de la casa viene a abrir la puerta y el niño pasa. El dueño puede negarse a abrir otra puerta, porque podría ser peligroso para el niño atravesarla. La sabiduría y el amor tienen la supervisión de las puertas para Filadelfia. Las que están abiertas conducen a la bendición, las que están cerradas preservan del peligro. Es la manera de obrar del Señor.

El Señor abre las puertas para el servicio. Pablo habla de una gran y eficaz puerta que le fue abierta en Éfeso. Había muchos opositores, pero él quería quedarse allí hasta Pentecostés (1 Cor. 16:8-9). La persecución no lo detenía cuando sabía que la puerta estaba abierta para él por el Señor (2 Cor. 2:12). Y era para la gloria de Su nombre, pues nadie podía cerrar esa puerta.

No es así, sin embargo, cuando los siervos del Señor se dejan llevar por su propia voluntad. Algunos, cuando llegan a una puerta cerrada, incluso forzarán la cerradura. Pero nadie, salvo el Señor, puede abrir una puerta cerrada para la bendición. Él prepara el camino para sus siervos, y no emite su control a otros.

El Señor había puesto ante Filadelfia una puerta abierta que nadie podía cerrar; «porque», dijo, «tienes poca fuerza». No les hacía reproches por su falta de fuerza. Tampoco era una razón para no hacer nada. El Señor había abierto una puerta apropiada para sus limitadas capacidades.

Él conocía exactamente la medida de su fuerza y quería que reconocieran que era pequeña. Su éxito debía depender del hecho que no se excedieran en su medida. Era inútil pretender ser gigantes, cuando no eran más que enanos, y absurdo tratar de aumentar su estatura. El Señor conocía su debilidad, y nunca espera que un niño pequeño haga el trabajo de un hombre adulto.

Pero aún le dice a esta débil asamblea: «Has guardado mi palabra». Aprecia esta fidelidad hacia él y hacia su amor. Antes de dejar a sus discípulos, les dijo: «Si alguno me ama, guardará mi palabra». (Juan 14:23). Aquí en Filadelfia, algunos habían guardado su palabra, y él había abierto una puerta ante ellos.

Los israelitas tenían que guardar la palabra de Moisés, los diez mandamientos de la ley; la asamblea debe guardar la palabra de Cristo. En el Nuevo Testamento tenemos su palabra pronunciada en la tierra y desde el cielo. En la tierra, dijo al Padre, hablando de sus discípulos: «Les he dado tu palabra». Desde el cielo el Espíritu Santo vino para tomar las cosas de Cristo y dárnoslas. En los evangelios y las epístolas tenemos la Palabra; ¿la guardamos?

Durante su ausencia, el Señor ha dado a conocer la importancia que concede a nuestra obediencia a su Palabra. Escribió a Filadelfia: «Conozco tus obras: has guardado mi palabra». La marca de mi fidelidad es guardar su Palabra. Cual sea la confusión eclesiástica en la que hayan caído las asambleas, en cuanto a mí, debo guardar Su Palabra.

Obsérvese el contacto personal que existe en esta asamblea entre el santo y su Señor. Dice: «Has guardado mi palabra». Guardar esa palabra, es tener comunión con Él. Es en esto donde Filadelfia encuentra su fuerza. La comunión con Cristo es el privilegio especial que se nos concede en nuestro tiempo de extrema debilidad.

Esta comunión personal es necesaria para todos, jóvenes y mayores, que desean encontrar la puerta abierta y entrar. La dirección clara y nítida de Cristo y de su Palabra es necesaria, especialmente para los jóvenes, para que, en el laberinto de caminos del mundo religioso, no pierdan la oportunidad de la puerta abierta que el Señor ha puesto ante ellos.

Joven creyente, ¡no te arriesgues a dar un paso sin el Señor! Un solo paso en falso puede conducir a la desesperación. Tu sabes bien que cuando se sigue un camino desconocido en el campo, una pequeña desviación puede obligarte finalmente a caminar kilómetros para encontrar el camino correcto. Del mismo modo, es fácil, pero desastroso, desviarse del estrecho camino de la obediencia a la voluntad del Señor. Por lo tanto, ponte mucho de rodillas ante él hasta que tengas su Palabra para mostrarte tu camino y, cuando lo tengas, no te extraviarás.

El Señor además añade: «No has negado mi nombre». Hay fidelidad para la gloria de la persona de Cristo. Hubo quienes en los primeros tiempos negaron al Maestro que los compró (2 Pe. 2:1), y los hay todavía hoy. Es triste pensar que el espíritu que niega al Santo y Justo sigue activo después de dos mil años de gracia. El Padre y el Hijo son negados. La humanidad no quiere creer que Jesús es el Hijo de Dios. En la Escritura, el nombre identifica a la persona, y negar el nombre es negar a reconocer la verdad sobre esa persona. Muchos que profesan el cristianismo niegan el nombre del Señor; para ellos no hay lugar en Filadelfia ante Aquel que es el Santo y el Verdadero. En el versículo 10 tenemos una promesa especial para esta asamblea. Y esta promesa del Señor le es hecha porque han «guardado y perseverado en mi palabra». El Señor había dicho antes: «Has guardado mi palabra», pero esto es más preciso: «has… perseverado en mi palabra».

¿Qué significa esto? Diríamos que es manifestar las cualidades de mansedumbre, humildad, sumisión que encontramos en el Señor. Fue paciente, obediente, aguantó en silencio, como una oveja muda ante los que la esquilan, y cada cual, impaciente por naturaleza, debería desear ser como él.

Pero no se trata aquí del carácter de Cristo. La paciencia de la que se habla es la paciencia de la esperanza de nuestro Señor (1 Tes. 1:3); no habla de nuestra paciencia, sino de la suya. Él espera pacientemente en el cielo, y los que esperan aquí abajo por el mismo tiempo, guardan la palabra de su paciencia. El Señor ha inclinado sus corazones a la paciencia de Cristo (2 Tes. 3:5).

Pensemos en la paciencia del Hijo del hombre en el cielo, esperando el día de su manifestación. Ya está revestido de gloria y honor. Todas las glorias del reino venidero se concentran en él. Y está esperando la hora en que tomará su gran poder y reinará en gloria. También nosotros lo esperamos, pues si ahora sufrimos con él, entonces reinaremos con él. Así guardamos la palabra de su paciencia.

El Señor les promete que los guardará de la hora de la prueba que ha de venir sobre toda la tierra habitada, para probar a los que habitan en ella. Él cumplirá esta promesa arrebatando de la tierra al cielo a su Iglesia que lo espera, y así escapar de los terrores de la prueba anunciada.

El Señor guardó a sus discípulos de las penas y sufrimientos que le sobrevinieron entre Getsemaní y la cruz. Dijo a los que venían a prenderlo: «Dejad que estos se vayan». Habían perseverado con Él en sus tentaciones, pero cuando llegó su hora y la del príncipe de las tinieblas, fueron preservados. El buen Pastor puso su mano sobre ellos.

El juicio caerá sobre los que habitan en la tierra, es decir, sobre los que tienen su mente en las cosas de la tierra. Estos hombres abandonan el llamado celestial de la Iglesia y serán abandonados por él en su venida. En lugar de guardar la palabra de la paciencia de Cristo, han elegido los placeres y las cosas de este mundo perverso, y la tribulación y la ira caerán sobre ellos.

Entonces el Señor promete una recompensa al vencedor: «Al que venciere, haré que sea una columna en el templo de mi Dios». El vencedor, aunque tenga «poca fuerza», se convertirá en una columna, emblema de fortaleza. Más que eso, un pilar en el templo de Dios, una parte permanente de su estructura. De débil que era, se hace fuerte en la gloria.

El templo de Dios es el lugar de adoración, donde todo se olvida excepto Su presencia, y donde el alma se llena de Su poder y majestad. Tal es la recompensa del Señor para el vencedor que ha guardado su palabra y no ha negado su nombre. Le da un lugar especial en la Casa del Padre, donde su ocupación continua será la alabanza y la adoración a Dios y al Cordero.

Luego el Señor añade: «Escribiré mi nuevo nombre en él». Fíjese en la repetición del pronombre en la promesa: «Dios mío» (cuatro veces); «Mi nombre nuevo». El Señor responde al deseo del corazón del vencedor. Lo que es de Él mismo es más precioso que cualquier cosa para los que le aman.

Los fieles de Filadelfia habían seguido plenamente al Señor. Sus corazones estaban ocupados con su palabra y su voluntad. Habían dejado las organizaciones de la cristiandad para ocuparse solo del Señor, dependiendo enteramente de su amor fiel, sirviéndole y esperando su regreso.

Y como recompensa el Señor dice que todo el universo sabrá que le pertenecemos. Escribimos nuestro nombre sobre algo que nos pertenece, en un libro, por ejemplo. El nombre escrito es una garantía de propiedad, una marca de identificación para todos los que ven la inscripción. En el día de gloria todos verán el nuevo nombre de Cristo escrito sobre aquellos que han vencido en Filadelfia.

4 - Laodicea

Solo diré una palabra sobre el triste tema de la asamblea en Laodicea. Cierra la serie y marca el punto más bajo de la ruina espiritual en la historia de la Iglesia. La condición final de la cristiandad es tan contraria a la mente del Señor que se ve obligado a rechazarla. Es una ofensa a sus ojos, y la vomita de su boca como algo odioso y repugnante.

A esta iglesia apóstata, el Señor se presenta como «el amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios». Todas las promesas de Dios son ratificadas y confirmadas en Él. En todo momento de su ministerio ha sido el testigo fiel y verdadero; como dice: «Yo soy la verdad».

Pero incluso en Laodicea hay fieles. El Señor se dirige a ellos individualmente, a cada uno de sus corazones, diciendo: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo». En Filadelfia abrió una puerta; pero aquí hay una puerta cerrada que no abre Él mismo. Está cerrada, firmemente cerrada. Llama, vuelve a llamar, pues desea entrar y cenar con quien escucha su voz, pero se lo impiden.

¡Qué endurecido está el corazón que deja al Señor fuera! Preguntémonos: ¿Es posible que yo pueda cerrar la puerta cuando mi Señor pide entrar? ¿Podría negarme a abrir la puerta a mi Amado? Esta es la palabra del Señor, que conoce nuestros corazones. ¡Oh, la gracia del Señor que busca entrar! ¡Oh, la maldad del corazón que le niega la entrada!”

Pero hay un estímulo para el que vence en Laodicea: «Al que venciere, le concederé sentarse conmigo en mi trono». Esta es una distinción que implica poder. Sentarse con Cristo en su trono es grande, glorioso, majestuoso, una alta dignidad. Pero la cuota de afecto personal de Cristo, prometida al vencedor de Filadelfia, falta aquí.

El Señor conoce las obras de cada vencedor, y la recompensa es proporcional a la victoria obtenida. En Filadelfia recibe el nombre de Cristo y lo que es de Cristo. Esto satisface el corazón de aquel que ha amado ese nombre, que se ha reunido a ese nombre, y que no ha negado ese nombre. En las regiones benditas de la gloria eterna, será visto y conocido como llevando el nombre del Señor Jesucristo.

En cada una de las siete epístolas, el Señor tiene una recompensa para el vencedor. Es la victoria, no la derrota que debe ser el objetivo de todos. El Señor mismo venció al mundo, y los que han nacido de Dios también deben hacerlo (1 Juan 5:4-5). Los jóvenes de la familia de Dios han vencido a los malvados (1 Juan 2:13). Y en medio del mal eclesiástico, la victoria no es ser vencido por el mal, sino vencer el mal con el bien.

El Señor habla de la victoria como algo individual: “el que vence”. Por lo tanto, es posible que seamos derrotados y que se nos escape la recompensa del vencedor. La oposición a la verdad y los poderes del mal están tratando ahora de todas las maneras posibles de provocar su derrota y la mía. Aunque en nuestros países no corremos el peligro de ser exiliados o encarcelados por nuestra fe, el enemigo no está dormido.

Satanás está más activo que nunca, como lo demuestra el temible progreso del mal. De mil maneras pone trampas a los hijos de Dios, y levanta barreras a su testimonio fiel. Su propósito es minar su fuerza, para que no prevalezcan y pierdan su corona. El Señor nos dice a todos nosotros: «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona».

Me diréis: pero, ¿qué debemos hacer para salir victoriosos? Solo puedo responderos una cosa, pero espero que sea suficiente. El Señor ha vencido y está sentado con su Padre en su trono. Si le seguimos, nosotros también seremos victoriosos. Fijemos nuestros ojos en el Señor y sigamos hasta el final a quien es el Jefe y el consumador de la fe.

¡Qué asamblea de vencedores si todos los que conocemos estuvieran entre los que, en el día de las recompensas, se presentarán ante el Señor, habiendo vencido por la palabra del testimonio, por el poder de Cristo, después de haber sido sus fieles discípulos! Que nuestro objetivo sea ser «más que vencedores por medio de Aquel que nos amó», y estar entre los vencedores que heredarán todas las cosas (Apoc. 21:7).