El viejo profeta de Betel
1 Reyes 13:11-32
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Dios acababa de levantar un testigo contra el temible mal en que el rey Jeroboam había conducido a su pueblo, erigiendo un becerro de oro en Betel y otro en Dan, y sacrificando en el altar colocado ante cada uno de ellos. Hace salir a un hombre de Dios de Judá y lo envía a Betel para condenar la maldad de Jeroboam. «Por palabra de Jehová», este hombre de Dios fue instruido sobre el mal en Betel. Aprendió que este mal era tan atroz para Jehová que pronto llegaría el día en que Dios lo llevaría a juicio. Se le advirtió especialmente que no debilitara su testimonio asociándose con el mal. Debía entregar su mensaje, dar una señal del mismo y luego retirarse. Pero se le prohibió comer o beber en Betel y regresar por el camino que había ido. No debía tener ninguna relación con la falsa posición de aquellos que, mientras profesaban ser el pueblo de Dios, caminaban en desobediencia a la palabra de Jehová.
El hombre de Dios transmite su mensaje con gran fidelidad y da la señal de lo que está por venir. El rey enfadado ordena a sus siervos que apresen al hombre de Dios. El hombre de Dios guarda silencio ante las amenazas e intercede en gracia cuando Dios golpea al hombre por el que es amenazado. Después se resiste a la oferta de recompensa del rey y, en obediencia a la palabra de Jehová, se niega a comer y beber en Betel.
En todo esto, el hombre de Dios cumple fielmente su misión, pero también con un espíritu de gracia, al tiempo que se niega firmemente a ser arrastrado a una asociación con el mal.
Pero si nos fijamos en el final de esta instructiva historia, vemos que la fidelidad a la palabra del Señor es puesta a prueba de nuevo más tarde y con mayor severidad. La última parte del relato es introducida con las significativas palabras: «Moraba entonces en Betel un viejo profeta» (v. 11). En este lugar pecaminoso, sede de la idolatría, donde el hombre de Dios fue enviado a denunciar el mal y donde Jehová había dicho que no debía comer en tal lugar, había un hermano profeta que encontró bueno habitar. Era verdaderamente un profeta y era consciente del mal, pero, al habitar en una falsa asociación, no solo era incapaz de testificar contra él, sino que de hecho lo avalaba con su presencia.
Es a través de un «hermano» y un «profeta» que la obediencia del hombre de Dios es ahora puesta a prueba. Una prueba difícil, porque este anciano no solo podía afirmar que era un profeta, sino que también podía alegar la experiencia de la edad. Además, muestra una diligente hospitalidad a un hermano cansado y hambriento: «Ven conmigo a casa», dice, «y come pan». Sobre todo, afirma que un ángel le comunicó la «palabra de Jehová», es decir, la orden de llevar al hombre de Dios a su casa. Le estaba «mintiendo».
¿Rechazar tal invitación no sería una falta de consideración hacia un hermano profeta, una falta de respeto hacia la vejez, una ingratitud por la hospitalidad que le era ofrecida tan gustosamente? Sobre todo, daría la impresión de despreciar la palabra de Dios transmitida por un ángel. Sin embargo, el resto de la historia deja claro que detrás de todos los motivos engañosos que la razón podía conjurar, estaba el esfuerzo del Enemigo por destruir la palabra de Jehová atrayendo al hombre de Dios a una falsa asociación.
¿Cómo actúa el hombre de Dios ante esta fuerte pero sutil tentación? ¡Ay!, aparentemente teniendo en cuenta todos estos elementos: el respeto a la vejez, la consideración por la amistad de este condiscípulo, el pretexto de la obediencia a la palabra de Jehová, aunque esta palabra del viejo profeta contradiga las primeras instrucciones personales que Dios le había dado. Al desobedecer, se deja arrastrar por la falsa asociación del que le invitaba. Un viejo profeta puede, por desgracia, convertirse en un engañador y seducir a alguien para que deje de ser fiel u obediente.
Podemos ver lo grave que es esta desobediencia a la palabra de Dios. En primer lugar, al volver para comer y beber con el viejo profeta en Betel, el hombre de Dios avala una asociación que la palabra de Dios condena.
En segundo lugar, anula su propio testimonio al avalar el mismo mal contra el que fue enviado a testificar.
Podemos preguntarnos qué podría haber evitado que el hombre de Dios cayera en esta trampa. Sus propias palabras dan la respuesta, pues confiesa: «Porque por palabra de Dios me ha sido dicho: No comas pan ni bebas agua allí, ni regreses por el camino por donde fueres» (v. 17). Obviamente, entonces su salvaguarda contra todos los esfuerzos por arrastrarlo habría sido una firme obediencia a la palabra de Dios. En relación con esta escena, se ha dicho con razón: “Siempre que Dios nos ha dado a conocer su voluntad, no se nos permite admitir ninguna influencia posterior que la ponga en duda, aunque tome la forma de la palabra de Dios… En todos los casos nuestra responsabilidad es obedecer lo que Dios ha dicho”.
Si el ojo del hombre de Dios hubiera sido sencillo, ¿no habría discernido la razón por la que la palabra de Dios le prohibía tan firmemente asociarse con el viejo profeta? Podría haberse hecho una pregunta: ¿cómo es que –en el momento en que Dios quería denunciar el mal en Betel– se vio obligado a enviar un profeta de Judá, cuando ya había uno en la propia Betel? ¿No basta este hecho para mostrarnos que este viejo profeta de Betel no estaba él mismo separado del mal y que, por lo tanto, no era un recipiente a honor, apto para el uso del dueño?
Estando en una posición falsa, el viejo profeta estaba dispuesto a ir lejos para conseguir que el hombre de Dios avalara su infidelidad asociándose con él. Desgraciadamente, el hombre de Dios cayó en la trampa y destruyó su propio testimonio al asociarse con alguien que, aunque reconocía el mal, seguía apoyándolo.
Así que, como se ha dicho con razón de este hombre de Dios, “es inmune a la tentación cuando viene en forma de maldad evidente, pero cae cuando es tentado por la apariencia del bien. La invitación de un hermano, su posición y reputación son más importantes para él que la palabra de Dios. Desobedece a Dios y se apoya en una mentira de su hermano… Supera la hostilidad del mundo exterior, pero se deja seducir por alguien de dentro y cae en la infidelidad”. Al abstenerse de comer y beber con el rey, se pone del lado de Dios contra el mal. Al volver para comer y beber con el viejo profeta, se pone del lado del mal al asociarse con él.
La última parte del relato (v. 20-32) deja claro que Dios no es indiferente a la infidelidad del viejo profeta, ni al fracaso del hombre de Dios. De acuerdo con las formas de gobierno de Dios, ambos son susceptibles de su castigo. El viejo profeta es justamente castigado en la medida en que Dios le obliga a revelar su propia duplicidad pronunciando un juicio sobre el hombre de Dios. En cuanto al hombre de Dios, debe aprender que, si ha valorado más la palabra de su hermano que la de Dios, el mismo por el que ha sido llevado a desobedecer será el instrumento en la mano de Dios para sacar a la luz su pecado.
La severidad del juicio que viene sobre el hombre de Dios muestra claramente cuánto siente Dios su desobediencia. Jehová había dado al hombre de Dios mucha luz sobre el mal en Betel y el horror que sentía por ello. Dios lo había honrado utilizándolo como testigo contra el mal. Le había advertido plenamente que no se dejara atrapar por una falsa asociación. A pesar de la luz, el privilegio y la advertencia, se deja arrastrar a esa compañía, con el resultado –a pesar de su fidelidad y audacia anteriores– de una carrera terminada en la tierra como testigo de Dios.
Es muy grave no tener en cuenta la Palabra de Dios y el pecado en presencia de la luz.
Sin embargo, se nos permite ver que, aunque el Dios santo debe castigar a su pueblo por su infidelidad, no es injusto para olvidar las obras de amor que se han mostrado por su nombre. Así, 350 años después de estos acontecimientos, cuando Josías propaga la palabra de Jehová y quema los huesos de los sacerdotes idólatras, trata con deferencia el sepulcro donde yacen el hombre de Dios de Judá y el viejo profeta de Betel.
Por su infidelidad, el pueblo de Dios no escapa a su castigo; pero por la fidelidad de Dios, escapa al juicio que recae sobre el mundo (2 Reyes 23:15-18).
Al tratar de aprender de esta sorprendente historia, haríamos bien en recordar tres hechos:
• En primer lugar, en la época en que vivimos [1] se ha producido, por la gracia de Dios, un nuevo descubrimiento de las grandes verdades relativas a Cristo y a la Iglesia, tal como se revelan en la Palabra de Dios.
[1] Hamilton Smith (1862-1943), escrito hacia el principio del siglo 19.
• En segundo lugar, a la luz de este nuevo descubrimiento de la verdad, a muchos se les han abierto los ojos para darse cuenta de la ceguera de la cristiandad.
• En tercer lugar, con nuestros ojos abiertos para darnos cuenta de la pérdida de la verdad, también hemos sido iluminados por el Espíritu de Dios en cuanto a la posición del creyente en medio de la corrupción de la cristiandad. Hemos aprendido que el conocimiento de la verdad, por un lado, y la corrupción de la cristiandad, por otro, hacen que sea nuestro deber separarnos. No hacerlo es una negación de la verdad y cae bajo el juicio de Dios.
La cristiandad se ha organizado en una serie de sistemas y denominaciones que forman una religión establecida en la tierra, con estructuras humanas. Los predicadores pretenden ser los intermediarios entre el pueblo y Dios. Es una religión que conviene al hombre en la carne. Así era el judaísmo en el pasado y así es el cristianismo que ha surgido de él. Dios llama a este sistema «el campamento», y a los verdaderos creyentes se les exhorta a salir «a él fuera del campamento, llevando su oprobio» (Hebr. 13:13).
Además, leemos que todos los que invocan el nombre del Señor deben apartarse de la iniquidad, que debemos limpiarnos de los vasos «para deshonor» (2 Tim. 2:19-22).
La Palabra de Dios deja muy claro que, en los días de ruina, la separación a la que hemos sido llamados es tanto eclesiástica como personal. Por desgracia, podemos presentar un aspecto sin el otro. Estar verdaderamente separados del mal religioso y sin embargo carecer de nuestra propia santidad personal. O puede haber un buen testimonio, como en la iglesia en Sardis, donde algunos nombres no habían manchado sus vestiduras, pero sin ninguna separaron de un sistema religioso condenado y sin vida. Una separación por Cristo implica ambas cosas. Y como en la época del hombre de Dios de Judá, así es en la nuestra: el poder de nuestro testimonio será proporcional a la realidad de nuestra separación.
Siendo así, los que han salido del campamento hacia Cristo harán, como el hombre de Dios, la experiencia que todos los esfuerzos del Enemigo se movilizarán contra ellos, para arruinar su testimonio llevándolos de nuevo a asociaciones condenadas por la Palabra de Dios. Para lograr sus fines, el diablo emplea hoy los mismos procedimientos con los que una vez logró derribar a este hombre de Dios. En primer lugar, tratará de enredarnos en falsas asociaciones por medio de alguna ventaja ofrecida por el mundo, al igual que trató de seducir al hombre de Dios para que desobedeciera la Palabra de Dios por medio de las recompensas del rey. Después, habiendo fracasado en hacernos tropezar por este medio, se esforzará en hacerlo por el proceso mucho más sutil de un amigo cristiano que está en una posición falsa. Muchos, como el hombre de Dios de nuestro relato, rechazarán firmemente la primera trampa y caerán en la segunda. Podemos ver que una asociación está condenada por la Palabra de Dios, si no hay cristianos en ella. Por otro lado, se podría plantear la pregunta: ¿no podemos unirnos a tal o cual compañía en la que hay auténticos cristianos? Pero si Dios nos llama a salir del campamento sin tener en cuenta que algunos creyentes siguen allí, ¿puede ser correcto volver al campamento porque otros están allí?
Sin embargo, la atracción de volver al campamento puede ser fuerte y tener bellos aspectos. El amor fraternal, las viejas amistades, el deseo de ayudar al pueblo del Señor y de fortalecer lo que queda, son todos los motivos que se pueden esgrimir para volver a las asociaciones condenadas por la Palabra de Dios. Además, tenemos la carne en nosotros y a veces la atracción del campamento puede halagar la vanidad y la justicia propia del corazón natural. Pero no cerremos los ojos al hecho de que el hermano que busca apartarnos también tiene la carne dentro de él. Y, como fue el caso del viejo profeta de Betel, puede tratar de arrastrarnos a una asociación maligna, con el vil motivo de tratar de justificarse por su falsa posición.
El hecho de que hayamos dejado asociaciones condenadas por la Palabra de Dios es en sí mismo un testimonio contra ellas. Volver, es anular nuestro testimonio y, en principio, reconstruir lo que hemos destruido.
Además, podemos preguntarnos si un hermano, al volver a una asociación de este tipo, está realmente ayudando a los cristianos de la misma. ¿Los liberará de su falsa posición? Es obvio que el hombre de Dios, al comer y beber en Betel a pesar de la palabra de Dios, no ayudó al viejo profeta y no lo libró de su falsa posición.
Además, al vincularnos a este tipo de asociación, ¿no corremos el peligro no solo de destruir nuestro testimonio contra el mal, sino también, como el hombre de Dios de Judá, de acabar con nuestra carrera como testigos de la verdad?
Solo caminando en firme obediencia a la Palabra de Dios podemos escapar de las artimañas del Enemigo para atraernos a una posición falsa. Por lo tanto, asegurémonos de que la Palabra de Dios tiene una autoridad absoluta sobre nuestras almas. Estemos contentos de caminar separados, en la sombra y estemos satisfechos si el Señor puede decir de nosotros: «Aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre» (Apoc. 3:8).
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1984, página 120