El viejo profeta


person Autor: Jacques Benjamin ROSSIER 1

flag Tema: El viejo profeta de Betel


«No me arrebates juntamente con los malos, y con los que hacen iniquidad, los cuales hablan paz con sus prójimos, pero la maldad está en su corazón» (Sal. 28:3).

«Tú, Jehová, los guardarás; de esta generación los preservarás para siempre» (Sal. 12:7).

Los libros de los Reyes y los de las Crónicas son, en el fondo, la historia del testimonio de Dios, bajo la res­ponsabilidad de su pueblo, pueblo ya caído y dividi­do. El capítulo 17 de 2 Reyes, contiene una recapitulación bien triste del progresivo endurecimiento del pueblo de Dios, desde la salida de Egipto hasta el momento en que «desechó Jehová a toda la descendencia de Israel, y los afligió, y los entregó en manos de saqueadores, hasta echarlos de su presencia» (2 Reyes 17:20). El cisma de las diez tribus, o la división del reino, fue un castigo justo infligido por Jehová a Salomón y a los hijos de Israel (1 Reyes 11:7-11, 33). Desde entonces, has­ta la venida del Cristo, Dios soportó a este pueblo advirtién­dole continuamente mediante el ministerio de sus profetas; y si re­cogió una débil porción en Judea, después de la cautividad de Babilonia, este favor, dando lugar a la manifestación de Cristo, no sirvió para otra cosa que para manifestar el endurecimiento de la nación que, menospreciando la paciente longanimidad y la gracia de su Dios, dio muerte al Príncipe de la vida.

El profeta Natán había servido de lazo de unión entre los reinos de David y Salomón, pero su oficio cesó, desde que todo quedó bien establecido y arreglado, según el pensamien­to de Dios. Ningún profeta ejerció su ministerio bajo el rei­nado de Salomón, mientras que este rey permaneció fiel; y, du­rante su largo reinado, no vemos milagro alguno por medio de los profetas. Debiendo ser las relaciones de Dios con su ungido, como regla, inmediatas, Jehová había aparecido dos veces a Salomón, así como la Palabra nos lo recuerda de manera bien interesante en 1 Reyes 11:9.

Cuando Salomón hubo abandonado la alianza y las orde­nanzas de Jehová, el profeta Ahías no fue enviado ni al rey, ni al pueblo, sino solamente a Jeroboam: «Y estaban ellos dos solos en el campo» (1 Reyes 11:29). Fue preciso que el futuro rey de Israel oyera de la boca del profeta lo que le concernía, mientras que Jehová había declarado directamente a Salomón la sentencia de su juicio. Ungido según la promesa, el hijo de David, era responsable solo ante Dios de un estado de cosas que le había sido confiado y que Dios había establecido siguiendo sus pro­pios caminos, para la bendición de todo su pueblo que él reconocía plenamente en ese estado.

Después del cisma de las diez tribus hasta el Señor Jesús, su historia, así como la de Judá y la de la casa de David, nos es presentada como un último tiempo de prueba concedido por Dios en su longanimidad a su pueblo dividido. Siendo Israel quien anduvo primero en la apostasía, fue también el primero en ser rechazado. Mas tarde, Judá, fue al­canzado bajo el juicio, porque en lugar de guardar los man­damientos de Jehová, su Dios, anduvieron en las ordenanzas que Israel había establecido. El único y verdadero testimonio del Señor consiste en la presencia de los profetas suscitados por Jehová, que están allí, con el pequeño remanente dócil a su voz, en pie entre las miserias y la ruina de Judá y de Israel, del reino y del sacerdocio. Sin embargo, estos profetas fal­taron a menudo en su misión, tal como sucede siempre con todo testimonio confiado a la responsabilidad del hombre. Tal es, en todos los aspectos, me parece, la instructiva lección que podemos recoger con la ayuda del Señor, de la meditación de 1 Reyes, capítulo 13. El testimonio sale de Judá, aún fiel al Dios fuerte (Oseas 11:12); pero, en el fondo, la justicia de Dios que gobierna su pueblo debió obrar contra todos los actores de esta escena, para salvaguardar la gloria de Jehová.

En ese tiempo de desorden, el ministerio de los profetas tenía por objeto obrar sobre la conciencia del pueblo de Dios, para que se apartaran del mal e introducirlos, si era posible, en los caminos de la bendición. Entonces, los mi­lagros acompañaban la palabra de los hombres de Dios; anun­ciaban de antemano los medios extraordinarios que un Dios soberanamente justo y bueno había resuelto emplear, para in­clinar el corazón de los hijos de Jacob a la obediencia. Así, toda la paciente bondad de Dios era ejercida en medio del mal de una manera excepcional, es decir, fuera de lo normal de los caminos ordinarios de su gobierno, tales que su consejo los había determinado y revelado para el caso de que su pueblo permaneciera en esta misma senda.

Jehová seguía advirtiendo a Israel y a Judá, ya caídos, «por medio de todos los profetas y de todos los videntes, diciendo: Volveos de vuestros malos caminos, y guardad mis mandamientos y mis ordenanzas, conforme a todas las leyes que yo prescribí a vuestros padres, y que os he enviado por medio de mis siervos los profetas» (2 Reyes 17:13). Pero no habían escuchado, sino que se habían vendido a hacer lo que desagrada a Jehová, para provocarlo a la ira… Por eso los echó de delante de su rostro, de modo que solo quedó la tribu de Judá, y aun Judá no guardó los mandamientos de Jehová su Dios… Sino que anduvieron según las ordenanzas que Israel había establecido. Por consiguiente, Jehová rechazó a toda la raza de Israel. La más mínima mirada a la historia de estos dos reinos mostrará pronto que la apostasía y la ruina de Judá fueron, en su mayor parte, un amargo fruto de las amistades y alianzas que los sucesores de David hicieron y mantuvieron con los impíos reyes de las diez tribus.

El Señor acababa de arrebatar el reino de las manos del hijo de Salomón para dárselo a Jeroboam, diciéndole por boca del profeta Ahías: «Yo, pues, te tomaré a ti, y tú reinarás en todas las cosas que deseare tu alma, y serás rey sobre Israel. Y si prestares oído a todas las cosas que te mandare, y anduvieres en mis caminos, e hicieres lo recto delante de mis ojos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como hizo David mi siervo, yo estaré contigo y te edificaré casa firme, como la edifiqué a David, y yo te entregaré a Israel» (1 Reyes 11:37-38).

El futuro rey de Israel tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre estas gloriosas promesas durante su exilio en Egipto, pero una vez que llegó al trono, Jeroboam, en lugar de confiar en la fidelidad de Jehová, comenzó a temer que el pueblo lo matara y volviera con su señor, Roboam, rey de Judá. Su incredulidad le llevó a tomar consejo de la carne, y para evitar lo que temía, hizo dos becerros de oro y los colocó, uno en Dan y otro en Betel, teatro de la escena que se va a comentar. «Dijo al pueblo: Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto» (1 Reyes 12:28). Una impaciencia carnal, fruto de la incredulidad que no sabe esperar el pleno efecto de las promesas, hizo que Jeroboam regresara de corazón a Egipto. De este modo, llevó a Israel a una apostasía similar a la de Aarón y todo el pueblo en el Sinaí. Los recuerdos de Egipto tienen, por desgracia, mucho poder en los corazones donde la fe no ha echado raíces y no cultiva con diligencia las magníficas promesas de Dios.

El final del capítulo 12 muestra al rey ofreciendo víctimas e incienso en el altar que había erigido a los dioses de su invención. Cada acto de sacrificio por parte del rey era, en sí mismo y al margen de cualquier otra circunstancia, un pecado que el rey Uzías cometió más tarde en Jerusalén, y por el que fue castigado instantáneamente con la aparición de una lepra, por la que tuvo que ser confinado hasta su muerte (2 Crón. 26:16, etc.). Además, todo el culto de Jeroboam era en todas sus partes y detalles un culto de su propia invención, un culto verdaderamente arbitrario, al que ningún verdadero israelita podría haber asistido. Y se dice que los sacerdotes y los levitas, que estaban en todo Israel, se unieron a Roboam, y que los levitas, dejando sus suburbios y posesiones, vinieron a la tribu de Judá y a Jerusalén, porque Jeroboam y sus hijos los habían rechazado, para que no siguieran sirviendo como sacerdotes a Jehová. Porque Jeroboam había puesto sacerdotes para los lugares altos, para los demonios y para los becerros que había hecho. Y después de ellos, los de todas las tribus de Israel que habían puesto su corazón en buscar a Jehová, el Dios de Israel, vinieron a Jerusalén para sacrificar a Jehová, el Dios de sus padres (2 Crón. 11:13-17; comp. 13:9-12).

La fiesta en sí, por no hablar del lugar donde se celebraba, fue una fiesta ideada por Jeroboam para sustituir la fiesta de los Tabernáculos que acababa de celebrarse en Jerusalén. Lo fijó «en el mes octavo, a los quince días del mes… que él había inventado de su propio corazón», dice la Palabra. «Hizo también casas sobre los lugares altos, e hizo sacerdotes de entre el pueblo, que no eran de los hijos de Leví… Volvió a hacer sacerdotes de los lugares altos de entre el pueblo, y a quien quería lo consagraba para que fuese de los sacerdotes de los lugares altos» (cap. 12:26-33; 13:33; comp. Hebr. 5:4). Era bien la voluntad del hombre en lugar de la voluntad de Dios, lo cual es abominable en todos los aspectos, pero especialmente cuando se arroga el derecho de regular el culto del Señor.

El pecado de Jeroboam atraía los juicios de Dios, y el capítulo que estamos meditando contiene primero la proclamación de estos juicios contra el altar, hecha por el profeta. La conducta de este último, hasta el final del versículo 10, está llena de valor y fidelidad en el servicio a su Maestro. Expone sin miedo el mensaje que ha recibido del Señor. El rey, enfadado, «extendiendo su mano desde el altar, dijo: ¡Prendedle! Mas la mano que había extendido contra él, se le secó, y no la pudo enderezar». La palabra de Jehová se proclama con fe y su poder la acompaña. Dios se identifica con su testimonio. El rey afectado se convierte en suplicante. Había extendido su mano contra Dios, no puede devolverla a él. Le pide al profeta que ore por él.

Mientras el siervo es testigo para Dios, Dios lo sostiene, y todo el poder del mundo expira a sus pies. Y así debería haber sido con la Iglesia. Pero, por desgracia, ha utilizado las gracias que Dios le ha dado para volverse mundana, olvidando la gloria del Señor. «Y el varón de Dios oró a Jehová, y la mano del rey se le restauró, y quedó como era antes». Entonces, el rey dijo al hombre de Dios: «Ven conmigo a casa, y comerás, y yo te daré un presente». Pero el hombre de Dios resistió con fuerza y sencillez la invitación y los ofrecimientos del rey; guardó y expuso la pura palabra de su Dios, que le sirvió de guía, luz y escudo; y por otra parte el endurecimiento del rey dio lugar a una manifestación totalmente nueva de los pensamientos de Dios sobre el estado de Israel y sobre la conducta que sus testigos debían tener hacia él (v. 9, 17, 22). Todo lo que permanecía apegado a este sistema de invención humana era reprobado por Jehová, pues había dicho a su testigo: «No comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el camino que fueres». Su mensaje había comenzado con la advertencia que ilumina a las almas, según los pensamientos de Dios, sobre el estado de cosas en el que participan. La separación absoluta se convertía en un deber y una necesidad para todos los fieles, que deseaban glorificar al Señor y evitar las plagas predichas por su Palabra sobre todo lo que estaba en comunión con el mal así denunciado. Era necesario que, desde ese mismo momento, el hombre de Dios, en su calidad de testigo en medio de la rebelde casa de Israel, evitara siquiera encontrarse con un israelita al que hubiera podido hablar cuando viniera a cumplir su misión en Betel.

Pues bien, hasta ahora el hombre de Dios ha sido fiel al Señor. Ha proclamado la palabra de Jehová; ha testificado con valentía a favor de Dios y en contra del altar idolátrico; la oposición brutal no lo ha asustado, y ha rechazado tajantemente los presentes de un rey impío. Mantuvo su posición de separación de todo mal, como testigo de Dios contra la impiedad. Sin embargo, «que el que se ciña no se jacte como el que se afloja el cinturón». Vemos a los cristianos, que son muy débiles, salir victoriosos del mundo, sin dejarse intimidar por sus amenazas ni tentar con sus regalos. Vemos a cristianos fuertes sucumbir a las tentaciones que provienen de aquellos que, aunque desde dentro, no guardan su lugar. Lo más peligroso no es una oposición muy pronunciada, ni una seducción muy burda. Es cuando el mal adopta bellas apariencias y cuando nos vemos empujados a él por hombres por lo demás respetables, cuando hay peligro para nuestras almas. Es cuando Satanás se disfraza de ángel de luz cuando más hay que temerlo y cuando el discernimiento es especialmente necesario para desenmascararlo. ¡Cuánto necesitamos la dependencia constante de Dios y la comunión habitual con los pensamientos del Señor! «El que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12). Esta es la lección de la historia del hombre de Dios. Saliendo de Judá todavía fiel, estaba en una posición bastante simple. Solo tuvo que interponerse entre el Dios que lo envió y las diez tribus abiertamente apóstatas. Ahora su posición se complica por el encuentro con un viejo profeta, que pone a prueba su discernimiento y obediencia, de lo que resultó su caída, pero que proporciona al Señor la oportunidad de confirmar su Palabra por el mismo castigo que tuvo que infligir a su testigo (v. 32).

Que el Señor nos dé una instrucción muy necesaria a partir de lo que sigue si, como no nos cabe duda, la posición de los verdaderos testigos del Señor en la época actual es similar en muchos aspectos a las circunstancias mencionadas en este capítulo.

La Iglesia, siendo un solo Cuerpo de redimidos, Cuerpo que debería ser visible aquí por su unión en una conducta común según Dios y fuera del mundo, tiene por misión manifestar en la tierra su gloriosa unidad con Jesús, su Esposo ausente. Reunida y formada en una, en la tierra, por el Espíritu Santo enviado desde el cielo, debería haber mantenido, en la práctica, esta unidad en el vínculo de la paz, obra del Espíritu de su Cabeza oculta en el cielo. Pero la mundanidad, que se ha introducido en la Iglesia, ha dividido exteriormente este mismo y solo Cuerpo en dos grandes campos principales. El altar del pueblo de Israel, partido y cubierto de cenizas en señal de duelo, pero restablecido inmediatamente por Jeroboam, y lo suficientemente sólido como para durar muchos siglos, ¿no se habría ofrecido a la mente de algunos de mis lectores, como un espejo profético de ciertas cosas que nuestros ojos han visto y nuestros oídos han escuchado?

En el estado de cosas del que hemos hablado más arriba, el Señor siempre fiel sigue siendo el único recurso de su pueblo, que se aferra a su promesa: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (Mat. 28:20). Su Palabra y su Espíritu reúnen en torno al único Testigo fiel y verdadero al remanente que solo escucha su voz y que permanece insensible, por un lado, a los avances de Jeroboam y, por otro, a los discursos del viejo profeta de Betel. Lo importante, sobre todo, para los testigos situados así entre los dos bandos, es cuidar primero de su propia posición, y luego de la de las personas con las que tratan. «Mirad, pues, cómo oís; porque a todo el que tiene se le dará, y al que no tiene, incluso lo que parece tener se le quitará» (Lucas 8:18).

En su paciencia con la Iglesia caída, ¿no ha despertado y suscitado el Señor testimonios cuya luz, acorde con el estado y las necesidades de su Iglesia, es ahora apropiada para estos «últimos días» a los que hemos llegado? Ahora bien, la mayor dificultad con la que se encuentran los que dan este testimonio hoy, radica en las relaciones que deben mantener con los viejos profetas, es decir, con los siervos de Dios que, en lugar de abandonar Israel, se han establecido en Betel, dejando las montañas de Samaria (2 Reyes 17:28; 23:18), y que tratan de llevar a sus hermanos fieles a su casa, para destruir, en la medida de lo posible, el poder de su testimonio.

El nuevo personaje que aparece en esta historia era viejo y profeta; un hombre con experiencia y autoridad, pero sobre todo un siervo de Dios (v. 11, 20; 26, 30-32; 2 Reyes 23:15-18), ya que un profeta debe ser la boca de Jehová: «Yo también soy profeta como tú», dice en el versículo 18. Y, sin embargo, «le mentía», al tiempo que pretendía darle una orden de Jehová, contrario al testimonio del hombre de Dios. Las artimañas de Satanás son siempre las mismas, desde el principio (Gén. 3:1, 4).

La comparación del pasaje de 1 Reyes 20:35-37 con el que nos ocupa, muestra que necesitamos discernimiento en nuestra obediencia, ya que el mismo juicio, mediante un león, afecta en un caso al hijo de un profeta por no obedecer a su compañero, en el otro a un profeta por obedecer a su hermano. Aquí el hombre de Dios, al seguir al viejo profeta, tomó consejo de carne y sangre; escuchaba a un hombre de carne; recibía otro evangelio que el que acababa de proclamar; participaba en el altar que acababa de juzgar y en los pecados de los que acababa de dar testimonio (comp. v. 9, 17; Deut. 12:5-14; Gál. 1:8-9; 2:18).

Era obvio que el viejo profeta no debía encontrarse en Betel. Es obvio que, al menos, debería haber abandonado aquella ciudad en cuanto sus hijos le hubieran contado todo lo que el hombre de Dios había hecho allí aquel día y las palabras que había pronunciado al rey. La Escritura nos dice que, desde el principio de la apostasía de Jeroboam, todos los sacerdotes y levitas, e incluso todos los israelitas piadosos y rectos de corazón, habían permanecido en Judá o abandonado las regiones sometidas a Jeroboam, para fortalecer el reino de Judá (1 Reyes 12:17, 23; 2 Crón. 10:17; 11:13-17; 13:10-12; 15:8-9, 13, 15, etc.). El hombre de Dios, que había venido de Judá a Betel, era tal vez él mismo uno de estos fieles emigrantes; pero, en cualquier caso, debió tener poco en cuenta un hecho tan conocido e importante, para haberse dejado llevar por el viejo profeta que había permanecido en Betel. La resolución de este último de permanecer en su casa de Betel, y mantener así su falsa posición, en un momento tan decisivo, lo colocaba en todo sentido a la cabeza de aquellos con quienes el hombre de Dios no debía tener comunión, pues si el viejo profeta no hubiera estado cegado por sus propios pensamientos, habría ensillado su asno solo para salir de Israel tras su hermano que acababa de pronunciar la palabra y el juicio de Jehová. Entonces, en lugar de engañar a este con mentiras llevándolo a su casa, como en una trampa, habría completado su camino en la comunión de los santos en Jerusalén, disfrutando, sin interrupción, de la paz que da la aprobación del Testigo fiel y verdadero.

Pero este profeta, en lugar de ser un modelo a seguir, era un ejemplo a evitar; se convirtió, de hecho, en un ángel de las tinieblas y en un mensajero de la muerte para el testigo de Jehová. Su presencia en Betel, además, servía para que el peso y la influencia de su santo carácter colorearan la apostasía de Israel con un tinte religioso y una apariencia respetable. Las mismas verdades que podría haber predicado en medio de Israel perdían toda su fuerza divina a causa de la comunión que mantenía con este pueblo apóstata. Era desde fuera hacia dentro, era desde Judá que Jehová había levantado su testigo contra Israel, y si el viejo profeta hubiera intentado gritar contra el altar, es obvio que el altar no habría sido partido ni profanado y que el rey no habría mostrado ninguna irritación contra este hombre que participaba, al menos por su morada en Betel, en las cosas que habría juzgado.

Nada es más fatal que la religión que, bajo pretextos engañosos, se detiene en Betel. Nada es más peligroso que escuchar y seguir a los viejos profetas que habitan allí. El hombre de Dios está obligado a apartarse de aquellos que piensan que la piedad es una fuente de ganancia, consideración o bienestar en la carne, pues sus deseos insensatos y perniciosos les hacen caer en la trampa y hundirse en la ruina, mientras que el hombre de Dios debe proseguir la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor con un corazón puro. Lejos de participar en las obras infructuosas de las tinieblas, debe más bien reprenderlas: «Porque a causa de estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de la desobediencia». «No seáis copartícipes de ellas», dice el Señor (Efe. 5:6-7, 11; comp. Rom. 2:3, 17-22). Y «si alguien viene a vosotros y no trae esta enseñanza, no le recibáis en casa, y no lo saludéis; porque el que lo saluda comparte sus malas obras» (2 Juan 10-11).

El testigo de Dios, que venía de Judá, había resistido sin vacilar a la influencia natural del favor real, sin ceder, ni un segundo, a la atracción de las insinuaciones y ofertas del rey de Israel; pero toda la decisión de este fracasa frente contra la autoridad, el peso y la influencia del viejo profeta, y así Satanás consigue socavar su testimonio y alterar, en la medida de lo posible, su poder y su valor. «Y volvió con él, y comió pan en su casa, y bebió agua».

Si comparamos la conducta de nuestro profeta con la de Samuel en 1 Samuel 15:21-35, veremos que los dos relatos son similares en sus circunstancias principales. Difieren en su resultado, y la causa de esta diferencia me parece digna de examen.

Dos reyes, rebeldes a Jehová que acaba de establecerlos sobre su pueblo, están en presencia de dos profetas que testifican contra ellos. Cada uno de estos reyes comienza invitando al hombre de Dios que se niega a seguirlo. A partir de ese momento, la fidelidad de Samuel se mantiene, pero el hombre de Dios de Judá cae en la obediencia al viejo profeta que le dice: «Yo también soy un profeta como tú».

Samuel no solo se resistió a la primera invitación y promesa de Saúl de adorar a Jehová, sino que la violencia ejercida sobre él por el rey, rompiendo su manto para retenerlo, fue una oportunidad para que este fiel mensajero confirmara simbólicamente su anterior testimonio. Sin embargo, cuando Saúl le dijo de nuevo: Vuelve «conmigo para que adore a Jehová tu Dios», Samuel siguió al rey. Dando al rey rebelde el tiempo y la oportunidad de arrepentirse sinceramente, de glorificar verdaderamente a Jehová en su corazón, Samuel estaba actuando de acuerdo con los pensamientos del Dios que conocía. Probablemente no confiaba del todo en la apariencia de buena disposición de Saúl, pero fue prudente, paciente y fiel al seguir al rey y observar su culto, sin tomar parte en él. Lejos de entrar en cualquier tipo de comunión con el rebelde rechazado, lejos de honrarlo «delante de los ancianos de su pueblo y delante de Israel», el embajador de Jehová presenta una última oportunidad para humillar el orgullo del rey y dar un testimonio sangriento contra él, despedazando, con sus propias manos y «delante de Jehová», al rey Agag, que fue la causa del juicio de Dios sobre Saúl y su casa. «Y nunca después vio Samuel a Saúl en toda su vida…», cuando subió de la tumba hacia el rey, para declararle una vez más que Jehová se había alejado de él y que se había convertido en su enemigo (1 Sam. 28). Samuel actuaba según Dios, sin ninguna orden formal de aceptar o rechazar la invitación del rey. Su posición era básicamente más difícil que la del hombre de Dios en Judá, que recibía órdenes precisas y positivas y estaba en presencia, no de un hipócrita como Saúl, sino de un rebelde obviamente endurecido. La parte, realmente difícil de la misión del hombre de Dios de Judá, ya estaba cumplida cuando sucumbió, mientras que Samuel completó fielmente su tarea en medio de dificultades cada vez mayores. Samuel solo escuchaba al Señor, en cuya comunión vivía, mientras que el otro escuchaba las palabras del viejo profeta de Betel. Samuel no tenía que evitar esa trampa.

El propósito de esta digresión será alcanzado, si mis lectores concluyen conmigo que la influencia y la autoridad religiosas, en manos de hombres que no caminan en la luz, son el más traicionero y formidable de los escollos sembrados en el camino del cristiano que aspira a realizar el hermoso título de «hombre de Dios».

También Jeremías tuvo que ser un hombre de debate, expuesto constantemente, a causa de su fiel administración de la palabra profética, al oprobio y la persecución de un pueblo sordo a sus exhortaciones y que había llegado al final de la larga paciencia de su Dios. Este profeta, tan obediente como inteligente, no tomó esposa ni tuvo hijos ni hijas en su país; no entró en ninguna casa de luto para llorar con ellos, porque Jehová les había retirado su paz: «Y no entrarás –dijo Jehová– en casa de fiesta para sentarte con ellos a comer y beber» (Jer. 16:8). Jeremías había aprendido a contentarse solo con Dios en medio de la ruina y la angustia general. Se aferró a esta promesa, que se le acababa de hacer, mientras se quejaba de estar solo, abandonado, maldecido y despreciado por todos: «¡Sea así, oh Jehová, si no te he rogado por su bien, si no he suplicado ante ti en favor del enemigo en tiempo de aflicción y en época de angustia!» (Jer. 15:11; comp. Apoc. 3:9). Solo un Jeremías podía apreciar la obediencia de los recabitas, que residían como extranjeros y nazareos en Canaán, según el mandato de su padre en la carne. Supo oponer esta fidelidad al estado rebelde de los judíos, y su palabra fue confirmada por las bendiciones concedidas a los recabitas, así como por los castigos que cayeron sobre el pueblo de Dios, tal como Jehová había hablado (Jer. 35).

Dichoso, aún hoy, el que escucha las últimas advertencias que el Señor hace a su Iglesia, por medio de los dones que suscita y que ejercen el ministerio del Espíritu, según la Palabra. Bienaventurados los testigos que, por una conducta opuesta a la imprudencia del hombre de Dios de Judá, no se encontrarán en el caso de hacer, demasiado tarde, el triste descubrimiento del peligro al que están expuestos: «Y aconteció que estando ellos en la mesa, vino palabra de Jehová al profeta que le había hecho volver. Y clamó al varón de Dios que había venido de Judá, diciendo: Así dijo Jehová: Por cuanto has sido rebelde… no entrará tu cuerpo en el sepulcro de tus padres… le topó un león en el camino, y le mató». Luego, su cuerpo fue enterrado en aquellos lugares de los que debió huir, y donde más tarde se le unió el cuerpo del viejo profeta que lo había alejado de los caminos del testimonio de Dios. Así que el que siembra para su carne también cosechará la corrupción de la carne, pero el que siembra para el Espíritu cosechará la vida eterna del Espíritu. Por lo tanto, que cada uno se fije en cómo edifica sobre los cimientos, porque si su obra permanece, recibirá su recompensa.

La boca del viejo profeta había seducido a su hermano, su boca lo condenó. Había estropeado su carrera y el curso de su servicio; tuvo que levantar su cuerpo muerto con sus propias manos, y luego enterrarlo llorando por su culpa común, y poco después fue puesto con él en la tumba que había cavado para sí mismo en Israel. El final de estos dos hermanos, un ejemplo sorprendente de las consecuencias del uso de la autoridad humana en las cosas de Dios, estaba quizá presente en la mente del Señor Jesús cuando dijo: «Si el ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mat. 15:14).

«Con todo esto», dice el versículo 33, «no se apartó Jeroboam de su mal camino…» (comp. v. 34; 14:10; 15:29). El Señor se había glorificado en el castigo infligido a su siervo, pero a pesar de que este castigo y la boca del viejo profeta también confirmaron su Palabra, la obra del hombre de Dios de Judá fue como consumida; quedó sin fruto y tuvo que hacer la pérdida. Y aunque Jehová se vio obligado a castigar a su siervo por prevaricador, su gracia, sin embargo, honró y legitimó su Palabra en la conservación y sepultura del cuerpo de su mensajero (1 Reyes 13:27-32; 2 Reyes 23:17-18). Diferente en esto a los leones que Jehová envió contra los samaritanos idólatras casi 300 años después, el león de nuestro capítulo no se comió el cuerpo del hombre de Dios, ni destrozó el asno que lo traía. Los mantuvo en silencio hasta que se pudo recoger todo. «Y él fue, y halló el cuerpo tendido en el camino, y el asno y el león que estaban junto al cuerpo». El más soberbio y el más humilde de los animales estaban allí, como dos testigos vivientes, coincidiendo en señalar, por su sometimiento a la Providencia de Dios, la locura del hombre, rey caído de esta creación por efecto del orgullo que lo somete a la muerte.

«Toda la Escritura es inspirada por Dios… a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra»; y «lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito; para que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (2 Tim. 3:16-17; Rom. 15:4). ¿No es un alivio para el corazón de un fiel lector de la Biblia ver, en medio de estas tristes circunstancias, al león rugiente, ese magnífico instrumento de la venganza del Señor, obligado a pesar de sus instintos destructivos a guardar el cuerpo del siervo de Dios, inmediatamente después de la ejecución de su juicio en la carne? Satanás puede, si Dios lo permite, atravesar el baluarte que Jehová mismo ha formado alrededor de las circunstancias externas de los suyos. El Señor puede incluso entregarle el cuerpo de uno de sus siervos rebeldes, pero es solo para la destrucción de la carne, y para que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesucristo. Si es terrible ver a un hombre de Dios caer en las manos del Dios vivo, por otro lado, ¿no es esta misma disciplina una muestra del cuidado paternal de su misericordia? Dios glorifica así la santidad de su gracia y la perfección de su santa y paternal justicia en su casa. Estas son, me parece, las solemnes advertencias que deben inspirarnos y la calma de esta última escena de nuestra historia y los honores que Jehová hizo dar, más de tres siglos después, a los restos de nuestros dos profetas, por Josías su siervo.

Como testigos del Señor, tenemos dos escollos principales que evitar: la frivolidad y la pereza. Si el justo es salvado con dificultad, porque el juicio comienza por la Casa de Dios; si incluso hay obreros imprudentes del Señor que no son salvados del incendio de Sodoma que mediante el fuego, si la vara de la disciplina paternal nunca llega a nosotros sin que se conmuevan todas las divinas e inefables simpatías de nuestro glorioso Salvador; si, finalmente, tenemos en todo la mente de Cristo, ¡cuánto no debemos velar y orar para aprender, en la comunión con Jesús, a superar nuestra ligereza carnal y la culpable indiferencia de nuestros pobres corazones, respecto a todo lo que toca a la gloria de Dios, por medio de la Iglesia! Ahora bien, este mismo pensamiento de Cristo, que habita en nuestros corazones por la fe, nos guardará de la pereza del cobarde que dice: «Hay un león ahí fuera, me matarán en medio de las calles», no saldré (Prov. 22:13).

Es de desear que cada miembro del Cuerpo de Cristo se revista del espíritu y carácter de un testigo verdaderamente deseoso de obtener la corona que se le ofrece, y las serias enseñanzas de nuestro capítulo pueden animarnos a ello si buscamos ante Dios una respuesta clara a las siguientes preguntas: ¿Responde la Iglesia, como un solo Cuerpo, vaso del Espíritu Santo que la reúne y la forma en unidad en la tierra, a lo que Jesús deseaba de los suyos, es decir, que su unión práctica llevara al mundo a creer que Dios lo había enviado? (Juan 17:21). ¿O es que, en este y otros muchos aspectos, en un estado de completa decadencia, y por lo tanto cerca del juicio, como un cuerpo de testigos en medio de las tinieblas de este siglo? ¿Acaso su invisibilidad, su mundanidad, sus divisiones no atestiguan claramente la infidelidad de la Esposa de Cristo?

¿Escuchamos con docilidad, con la humildad propia de los miembros solidarios y responsables del triste estado de todo el Cuerpo, la voz del testimonio de Jesús, o del Espíritu de la profecía, que nos anuncia, en su Palabra, lo que la Iglesia es en el pensamiento de Dios; lo que debería haber sido en la tierra bajo la responsabilidad de sus miembros; y, finalmente, en lo que se ha convertido allí, por culpa de todos sus miembros, sin duda, pero especialmente por culpa de los que se han propuesto dirigirla?

¿Guardamos cuidadosamente la palabra de expectación de ese Josías que viene infaliblemente, y pronto: «No hubo otro rey antes de él… ni después de él nació otro igual»? (2 Reyes 23:25).

¿Somos de Judá todavía fiel, o de Betel con su altar, sus sacerdotes, sus fiestas, sus ofrendas, sus inciensos y todos los mandamientos y ordenanzas que el rey Jeroboam había ideado para corromper a Israel y hacerle cometer un gran pecado? (2 Reyes 17:21).

¿Somos hijos del viejo profeta que, habiéndose detenido a mitad de camino hacia Jerusalén, vivía en Betel en la intimidad de los enemigos de la casa de David y acabó seduciendo al que debía ser testigo de Dios? Y si, en tal posición, podemos decir impunemente duras verdades a Israel y quizás a Jeroboam, ¿no quedan estas verdades sin poder?, porque ¡salen de la boca de un hombre que come pan y bebe agua en su casa de Betel! Un profeta así, por muy venerable que parezca, solo tiene fuerza contra la verdad, en cuanto se encuentra cara a cara con un verdadero testigo del Señor.

¡Qué precioso es el testimonio de una buena conciencia ante los que nos culpan, nos calumnian y difaman nuestra buena conducta en Cristo, cuando, reconociendo nuestra miseria y debilidad, podemos llamarnos discípulos del único Testigo fiel y verdadero! Unámonos en el amor y la verdad para mantener, con toda la fuerza de la fe, las preciosas luces que nos han sido dadas por la gracia y la fidelidad de Jesús. Es posible que a veces estemos llamados a caminar solos, cansados y sin reconocimiento, despreciados, quizás, por más de un viejo profeta. Pero no volviendo con ellos, evitaremos el encuentro fatal del león, que acechaba al hombre de Dios mientras volvía a comer pan y beber agua en Betel.

Quiera Dios que así sea, queridos hermanos, para vosotros, para mí y para todos, que podamos entrar en la ciudad santa con gozo y triunfo.

No creo que hayan existido nunca simultáneamente, en el pueblo de Dios, dos testimonios que hayan sido el testimonio del Señor, según las necesidades de su Casa y según el cuidado de su soberano Sacerdocio para la travesía del desierto. Hablo aquí desde el punto de vista de la gloria de Dios en medio de las circunstancias internas de su pueblo. No me refiero al testimonio más o menos individual, dado a la redención y a la expiación, o de la evangelización, sino de la posición y la conducta colectiva de la Iglesia como Cuerpo, llevando la luz de la Palabra en medio de las tinieblas de este presente siglo malo.

Efectivamente, y esto ya es un mal, hay dos bandos principales, cada uno de los cuales puede tener varias banderas desplegadas bajo su estandarte, y esto es otro mal más. Pero solo hay un testimonio en medio de la infidelidad del pueblo de Dios. Este testimonio no sería tal, si no viniera de Dios. Se dirige a ambas partes, según la luz de la Palabra y la comprensión del Espíritu, para señalar las necesidades e indicar los recursos que hay en Jesús, según la actividad del espíritu de abnegación o según las riquezas del amor y la santidad de Cristo, Cabeza y Salvador de la Iglesia. El testimonio de Dios está llamado a juzgar el mal, pero su oficio más dulce y precioso es llamar a los santos a separarse de ese mal, evitando la mundanidad, así como toda búsqueda de la gloria que proviene de los hombres. Es señalando la verdad, la gloriosa y bendita esperanza, y el llamamiento celestial de la Iglesia, más que tratando del mal, que el testimonio advierte a los redimidos para que se aparten de los falsos profetas, como de todo culto arbitrario, y de toda organización de invención humana, por muy sutilmente especiosa que ella pueda ser.

Seremos ricamente recompensados, aunque indignos en cuanto a nosotros mismos, si guardamos en la paz y en el nazareo la palabra de la paciencia de Aquel que dijo al ángel de la Iglesia de Sardis: «Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; obsérvalo y arrepiéntete. Por tanto, si no velas, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti» (Apoc. 3:3).

Él mismo dijo también a la tibia Laodicea: «Voy a vomitarte de mi boca. Porque dices: ¡Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad!». Así que, hermanos, el que escucha, preste atención a cómo escucha. ¿No hemos visto ya más de una calumnia desgastarse y caer a medida que la luz ha avanzado, por la gracia de Dios? Y si estas calumnias se repiten aquí y allá, siempre provienen de la misma causa. Es que fueron un fruto involuntario (hay que creerlo) de la forma de escuchar, es decir de la posición de los que leían y escuchaban mal.

Que cada persona redimida, buscando la comunión del Señor en la vigilancia, la oración y el ayuno, asuma el precioso carácter de testigo de Jesús. Creo que, al repetir este voto, no hago más que hacerme eco de la mayoría de los cristianos vivos de nuestros días, cuando se sienten tantas y tan diversas necesidades en la querida Iglesia del Señor.

«Sin embargo, retened lo que tenéis hasta que yo venga», dice el Señor. «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 2:25; 3:11).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1962, página 291


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