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El llamamiento de Dios
2 Timoteo 1:9; Romanos 8:28-29; Hebreos 11:8
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La Escritura deja muy claro, acerca de los creyentes en el Señor Jesucristo, que somos «salvos» y «llamados». Leemos en 2 Timoteo 1:9 que Dios «nos salvó y nos llamó con santo llamamiento». Pero, aunque todo verdadero creyente conoce algo de la bendición de la salvación de Dios, comparativamente pocos entran a considerar el gozo del llamamiento.
Desafortunadamente, se teme que, para muchos, el «llamamiento» no es más que un término que se encuentra ocasionalmente en las Escrituras, que transmite un significado poco concreto a la mente, y por lo tanto tiene muy poco impacto sobre la vida. Sin embargo, nada afectará tan poderosamente la perspectiva de un cristiano, su manera de vivir y el carácter de sus asociaciones, como el cumplimiento del llamado de Dios.
Debe recordarse que existe el llamado profundamente serio al pecador, del cual leemos en la historia del huerto del Edén cuando «Jehová Dios llamó al hombre… ¿Dónde estás?» (Gén. 3:9). Este era el llamado a un pecador para que rindiera cuentas de su pecado. También está el importante llamamiento al siervo, como cuando el Espíritu Santo dijo: «Separadme a Bernabé y a Saulo, para la obra a la que los he llamado» (Hec. 13:2). Ambos llamados tienen su lugar en los caminos de Dios, pero no es el llamado al pecador, ni el llamamiento al siervo, al que nos referimos, sino el llamamiento a los santos. Ese gran llamamiento es la porción que comparten todos los santos, por más que sean lentos en responder y entrar en la bendición del mismo.
Tomado de la revista «Scripture Truth», Volumen 15, 1923, páginas 248-252
El llamado de Dios vino a nosotros en el Evangelio por el cual fuimos salvados (2 Tim. 1:9-10), aunque puede ser que en ese momento solo nos dimos cuenta débilmente, si es que lo hicimos, de que Dios nos había llamado. Naturalmente, nuestra primera preocupación era la salvación del juicio de Dios, y con buena razón nuestras almas estaban llenas de gratitud por esta gran salvación. Poco nos dimos cuenta de que Dios tenía ante sí algo mucho más grande que la salvación de nuestras almas, que Dios tenía un propósito glorioso para nosotros, y que en vista del cumplimiento de ese propósito nos había llamado. Sin embargo, así fue, pues mientras la salvación de Dios tiene en vista nuestra liberación del juicio, el llamamiento de Dios tiene en vista el cumplimiento del propósito de Dios. Así leemos en Romanos 8:28, de «los que son llamados según su propósito».
¡Qué pensamiento tan trascendente! Dios tiene un propósito para los suyos, establecido antes de la fundación del mundo, y para cumplir ese propósito nos ha llamado. Nos salvó porque necesitábamos ser salvados. Nos ha llamado porque nos quería. Por lo tanto, es el privilegio de cada creyente decir: “Aunque Dios es tan grande, y yo soy tan pequeño, Dios me quiere, y al quererme, me ha llamado”.
Nos ayudará a comprender el significado espiritual del llamamiento de Dios si reflexionamos sobre la historia de Abraham. Él fue el primero de los santos del Antiguo Testamento que fue llamado por Dios. Hubo otros hombres de fe antes de su época. Por fe, Abel sufrió en el mundo. Enoc caminó por fe por el mundo. Por la fe, Noé fue salvado de un mundo arruinado. Pero no oímos hablar de un santo llamado a salir del mundo hasta los días de Abraham. El mundo tenía 1.800 años antes de que Dios llamara a un hombre fuera de él. Un pequeño pensamiento mostrará la razón de esto. Hasta los días de Abraham, las condiciones no eran propicias para el llamado de Dios; porque si Dios llama a un hombre fuera del mundo significa que ha llegado el momento en que manifiestamente este es un mundo condenado, y que Dios ha terminado con él. Dios puede seguir con él durante un tiempo, como lo ha hecho durante largos siglos, y en los caminos de Dios se pueden hacer muchas cosas en él, pero desde el momento en que Dios llama a un hombre fuera del mundo, podemos estar seguros de que, no solo el mundo ha terminado con Dios, sino que Dios ha terminado con el mundo como tal.
Además, el llamado de Dios no solo significa que Dios ha terminado con este mundo malvado actual, sino que ha llegado el momento en que Dios comienza a revelar a la fe el gran secreto de que tiene otro mundo en vista, un mundo en el que todo es según Dios mismo.
Por lo tanto, el llamado de Abraham fue un punto de partida totalmente nuevo en los caminos de Dios. Y el nuevo principio sobre el que Dios comenzó a trabajar hace 4.000 años, es el principio sobre el que Dios está trabajando hoy, aunque con la venida de Cristo, su muerte y su sesión a la diestra de Dios, el llamado de Dios se ha dado a conocer con mucha mayor plenitud y distinción.
Hay dos aspectos del llamamiento, ambos expuestos muy definitivamente en la historia de Abraham. Leemos en Hebreos 11:8, que «siendo llamado, obedeció para salir», refiriéndose al mundo que iba a dejar atrás. Luego leemos: «a un lugar que iba a recibir por herencia». Aquí está en vista el nuevo mundo al que fue llamado. Esteban también se refiere a estos dos aspectos del llamado de Abraham, pues nos dice que Dios le dijo a Abraham: «Sal de tu tierra y deja a tus parientes, y ve a la tierra que yo te mostraré» (Hec. 7:3).
1 - El mundo del que fue llamado
Los capítulos décimo y undécimo del Génesis describen el terrible carácter del mundo del que fue llamado Abraham. Tres cosas caracterizaron ese mundo:
Primero, era un mundo apóstata que había caído en la idolatría. Esto lo sabemos por las últimas palabras de Josué a Israel, registradas en Josué 24:2. Les recuerda que sus padres, junto con Taré, el padre de Abraham, «servían a otros dioses». La idolatría excluía al Dios verdadero al establecer dioses según la imaginación malvada del hombre. Significaba que el hombre había apostatado de Dios, y que Dios estaba excluido del mundo del hombre.
Segundo, era un mundo en el que el hombre se glorificaba a sí mismo, pues decían: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre» (Gén. 11:4). Era un mundo que no solo deshonraba a Dios, sino que glorificaba al hombre.
Por último, el undécimo capítulo termina con la penumbra de la muerte. «Murió Taré en Harán» (Gén. 11:32). El mundo que excluye a Dios, y glorifica al hombre, es un mundo que está en las garras de la muerte. Los hombres pueden adquirir un gran renombre, como Nimrod, que se hizo poderoso en la tierra; pueden construir grandes ciudades como Asur, o intentar construir una torre cuya cima llegue al cielo, como los hombres de Babel, pero al final, el poderoso tiene que inclinarse ante otro aún más poderoso, la ciudad se desmorona, la torre se convierte en un montón de escombros, y la muerte reina sobre todo.
Así era el mundo del que Abraham fue llamado. Un mundo del que Dios fue excluido, en el que el hombre fue exaltado, y sobre el cual reinó la muerte. Y como era el mundo entonces, así es el mundo hoy. El actual mundo malvado tuvo su comienzo en los días que siguieron al diluvio. El apóstol Pedro, refiriéndose al mundo anterior al diluvio, lo llama «el mundo de entonces» (2 Pe. 3:6). Ese mundo ha desaparecido para siempre; pero inmediatamente él pasa a hablar de «los cielos y la tierra de ahora» (2 Pe. 3:7). Aquí se refiere al mundo que comenzó después del diluvio. Y así como comenzó excluyendo a Dios, exaltando al hombre y alimentando la muerte, así ha continuado, y así terminará en un último estallido furioso de apostasía de Dios, exaltación del hombre y devastación de la muerte.
Evidentemente, un mundo de este carácter no le servirá a Dios. La palabra dirigida a Abraham en su día fue: «Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre» (Gén. 12:1); y la palabra en nuestros días es: «salid de en medio de ellos y separaos» (2 Cor. 6:17); y con respecto a las corrupciones babilónicas de la cristiandad la palabra es: «Salid de ella, pueblo mío, para que no participéis en sus pecados, y para que no recibáis de sus plagas» (Apoc. 18:4).
Sin embargo, este es solo un aspecto del llamamiento de Dios. Hay, como hemos visto, otro aspecto muy bienaventurado.
2 - El mundo al que somos llamados
Si la historia de Abraham nos instruye en cuanto al carácter del mundo de los hombres, también nos da brillantes indicios del mundo de Dios. Se recordará que Esteban comienza su discurso ante el concilio judío evocando la historia de Abraham. Dice: «El Dios de gloria apareció a nuestro padre Abraham» (Hec. 7:2). No dice el Dios de la tierra, sino el Dios de gloria; es decir, el Dios de otro mundo, un mundo de gloria. En la Escritura el gran pensamiento de la gloria es Dios manifestado. El Dios de gloria implica una escena en la que Dios se expone perfectamente según su naturaleza y sus atributos. Rodeados como estamos, por todas partes, de un mundo en el que se muestra la maldad del corazón del hombre, del que se excluye a Dios, donde el hombre es exaltado y reina la muerte, y con nuestra sensibilidad atolondrada por el contacto constante con un mundo así, nos resulta difícil darnos cuenta de la infinita bendición de un mundo donde Dios se muestra plenamente, donde todo habla de amor, de santidad, de sabiduría y de poder de Dios, y por lo tanto una escena de perfecto gozo y descanso, donde el pecado, el dolor y la muerte nunca pueden llegar. Un mundo de gloria como ese es la antítesis misma de este mundo malo actual.
Pero no solo se ha puesto de manifiesto ese mundo, sino que se ha revelado el propósito de Dios de tener a los suyos en ese nuevo mundo de gloria, pues si el Dios de gloria se presenta a un hombre es para que un hombre pueda presentarse en la gloria de Dios. Esto, también, se nos expone de manera muy maravillosa en la historia de Esteban. Porque si abre su discurso con el Dios de gloria apareciendo a un hombre, lo cierra dando testimonio del Hombre que aparece en la gloria de Dios. Él «miraba fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios; y dijo: Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hec. 7:55-56). El Espíritu de Dios, por medio de Esteban, nos presenta así un nuevo mundo de gloria, y un nuevo Hombre en esa gloria, y por lo tanto uno que se adapta perfectamente a una escena donde Dios se muestra plenamente. Además, el apóstol Pablo nos dice que los que son llamados según el propósito de Dios están predestinados a ser conforme a la imagen de su Hijo (Rom. 8:28-29). A medida que estas verdades van entrando en nuestras almas, en toda su grandeza y esplendor, comenzamos a darnos cuenta de la enorme bendición de ese llamado que nos introduce en un mundo de gloria, para ser conforme a la imagen del Hombre en la gloria. Bien podemos cantar:
«Y es así! seremos como tu Hijo,
¿Es esta la gracia que él ha ganado para nosotros?
Padre de gloria, pensamiento más allá de todo pensamiento:
En la gloria, traído a su propia y bendita semejanza.»
Habiendo visto el carácter del llamamiento, en lo que respecta al mundo del que somos llamados, así como al mundo al que somos llamados, podemos preguntar:
3 - ¿Cuál es el efecto del llamamiento en el pueblo de Dios actualmente?
Aquí, de nuevo, la historia de Abraham nos proporcionará una gran instrucción. Es evidente que el llamamiento de Dios alteró por completo el curso de su vida. Además, es igualmente claro que este cambio solo se produjo en la medida en que respondió al llamado. El llamamiento de Dios se convirtió en una prueba para la fe de Abrahán, al igual que se convierte en una prueba para cada uno de los miembros del pueblo de Dios hoy en día. Aquí se halla la prueba: ¿El llamamiento de Dios, en toda su grandeza, majestuosidad y bendición, se ha apoderado de nuestros afectos de tal manera que se convierte en algo primordial sobre cualquier otra consideración? En el caso de Abraham, Dios dijo: «Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Gén. 12:1). Esto, en verdad, fue una severa prueba para la fe de Abraham. ¿Era el llamamiento de Dios de tan suprema importancia y bendición a sus ojos, que en obediencia a ese llamado podía dejar enteramente atrás, el país, la parentela y la casa paterna? Sabemos en la historia real de Abraham que, durante un tiempo, fue retrasado por la casa de su padre.
En el caso de Abraham, fue llamado a dejar literalmente su país de nacimiento, su familia y la casa de su padre. En el caso del cristiano el llamamiento no tiene este carácter literal, pero sin embargo somos llamados a estar moralmente separados de la patria, de la parentela y de la casa paterna. Y, si se aparta moralmente, puede llevar a que el cristiano sea expulsado del círculo político, social e incluso familiar, como en el caso del ciego de Juan 9. En cualquier caso, llega el momento en nuestra historia en el que tenemos que decidir qué es lo más importante, el poderoso llamamiento de Dios o las insistentes demandas de la patria, la familia y la casa paterna.
Si obedecemos al llamamiento, el efecto será triple:
En primer lugar, nos convertiremos en extranjeros y peregrinos en la tierra. Así fue con Abraham y los que se asociaron con él. Oyeron el llamado de Dios, vieron «de lejos» la gloriosa perspectiva que se desplegaba ante ellos en las promesas que hablaban de la patria celestial, y de la ciudad de Dios, con el resultado de que, persuadidos de las promesas, las interiorizaron, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra (Hebr. 11:13).
En segundo lugar, habiendo aceptado el camino de vivir como extranjeros, nos convertiremos en testigos de Dios en la tierra. Y así, con Abraham leemos que, habiéndose convertido en extranjeros y peregrinos, «los que tales cosas dicen, manifiestan [claramente] que buscan una patria» (Hebr. 11:14). El hombre que se manifiesta claramente como testigo de Dios, es el hombre que responde al llamado de Dios.
En tercer lugar, habiendo respondido al llamamiento, y tomando el camino de extranjero, y así declarándose claramente de parte de Dios, adquirimos una nueva bendición para nuestras almas y así progresamos espiritualmente en la luz. Así ocurrió con Abraham, que no recibió más luz de parte de Dios hasta que no respondió al llamado. Pero después de haber respondido al llamado, Dios se le apareció por segunda vez, y le dio más luz, hablándole de la Simiente, y diciendo: «A tu simiente daré esta tierra» (Gén. 12:7).
El vasto panorama de gloria que se despliega ante la fe en el llamamiento de Dios hace que las glorias de este mundo que se desvanecen parezcan muy pequeñas y tenues. Y una vez que se ven en sus verdaderas proporciones, no llega a ser una gran dificultad el dejarlas atrás. Y si el llamamiento de Dios pudiera implicar alguna «ligera aflicción momentánea», ¡qué importa! ya que sabemos que en el más allá hay «sobreabundante… peso eterno de gloria» (2 Cor. 4:17).
Que el llamamiento de Dios llegue a ser tan real, tan definido, tan grande para cada uno de nosotros, que, como Pablo de antaño, podamos decir: «olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante, prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús», y así poder cantar verdaderamente:
«Llamados de lo alto, y hombres celestiales por nacimiento,
(que una vez fueron ciudadanos de la tierra)
Como peregrinos aquí, buscamos un hogar celestial,
Nuestra porción en los tiempos venideros.»