La vocación celestial del cristianismo
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1 - Una vocación y una herencia
Los hijos de Israel eran el pueblo terrenal de Dios; su vocación era terrenal, tenían derecho a una herencia terrenal y a bendiciones en la tierra. La vocación de la Iglesia es diferente. Tenemos una “vocación celestial”; la herencia que Dios nos ha dado está «reservada… en los cielos» (Col. 1:5); y nuestras bendiciones son espirituales «en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3). Aunque Israel era el pueblo terrenal de Dios, de alguna manera representaba a los santos de este día, llevando en el dobladillo de sus vestiduras una franja azul, para simbolizar el carácter celestial del caminar de los santos de Dios.
2 - Una patria y una ciudad
Abraham, llamado por Dios, no encontró en la tierra de Canaán la satisfacción de los deseos que habían sido divinamente implantados en su corazón, pues «esperaba la ciudad que tiene [los] cimientos; cuyo arquitecto y hacedor es Dios» (Hebr. 11:10). Junto con otros santos de Dios que se confesaban «que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (v. 13), Abraham podía encontrar la satisfacción de todos sus deseos en una mejor «patria» y en «la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial» (Hebr. 12:22).
3 - El cristianismo es celestial porque Cristo, objeto de la fe, está en el cielo
El cristianismo no solo toma su nombre de Cristo, sino también su carácter. De Adán tomamos nuestros rasgos naturales, de Cristo tomamos nuestros rasgos espirituales; heredamos todos nuestros rasgos naturales, físicos y morales, «del primer hombre [fue] de la tierra»; y pronto «también llevaremos la imagen del celestial», es decir, de Cristo, «el segundo hombre [es] del cielo» (vean 1 Cor. 15:45-49). Ya tenemos la vida y la naturaleza de Cristo, y por eso podemos manifestar los caracteres de perfección moral y belleza que eran tan perfectamente visibles en él cuando estaba en la tierra.
En la tierra, el Hijo de Dios pudo decir: «Porque descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (Juan 6:38); y habiendo cumplido plenamente esa santa voluntad, volvió al cielo. Los discípulos fueron testigos de su ascensión a los cielos; el Espíritu de Dios atestiguó que entró «en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros»; que «ha pasado a través de los cielos»; que es «elevado por encima de los cielos»; y que «subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Hebr. 4:14; 7:26; 9:24; Efe. 4:10).
4 - La actual actividad celestial de Cristo
Ahora, en el cielo, el Señor Jesús se ocupa de la voluntad de su Dios y Padre, procurando glorificarlo ahora, así como lo glorificó en su vida y muerte en este mundo; en su ministerio actual para con los suyos, cuida de ellos, apoyándolos, consolándolos y proveyendo para todas sus necesidades; dirigiendo y sosteniendo a sus siervos; santificando a la Iglesia, purificándola «con el lavamiento de agua por [la] palabra, para presentarse a sí mismo la Iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante». Pronto «volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo», según la promesa de los mensajeros divinos en Hechos 1:11. Vendrá y se llevará a los cristianos que se han convertido de los ídolos a Dios, que sirven al Dios vivo y verdadero y que están esperando «de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10).
5 - Los discípulos tenían una esperanza terrenal
Los discípulos del Señor Jesús esperaban el establecimiento de su reino terrenal y no veían nada más allá, aunque el Señor hablaba de su muerte y dirigía sus pensamientos al cielo. Cuando los 70 regresaron de su misión y se alegraron de todo lo que su poder les había permitido hacer, su Maestro les dijo: «Pero no os alegréis porque los espíritus se os someten; sino alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10:20). Esto era algo totalmente nuevo para los discípulos. Sin duda habían creído en la verdad de la resurrección de los muertos, pero probablemente esperaban tener una parte en la tierra después de resucitar. En cambio, el Señor les señala el cielo, donde Dios en su gracia ha escrito sus nombres, para darles parte con el mismo Cristo.
6 - La Casa del Padre
En Juan 14, el Señor da instrucciones a los suyos sobre el lugar que tendrán con él en la Casa del Padre. Él iba al Padre de quien había venido, y podía decir: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar» (v. 2). Buscaban un lugar con él en su reino terrenal; ahora habla de un lugar con él en el cielo. Esto es algo que no podían entender; estaba más allá de su comprensión en aquel momento, al no haber recibido todavía el Espíritu Santo. Se habrían contentado con un lugar en el reino terrenal, pero eso no habría satisfecho el corazón del Hijo ni el del Padre. Nada menos que tener a los suyos con él en la Casa del Padre satisfaría el corazón del Hijo de Dios. Esta es la esperanza de la que habló Jesús en la tierra, y es la esperanza que se ofrece siempre a los que creen en él.
7 - Una esperanza celestial
Cuando Pablo escribió a los santos de Colosas, habló de «la esperanza reservada para vosotros en los cielos, de la cual habéis oído hablar por la palabra de la verdad del Evangelio» (Col. 1:5). El Evangelio habla a los hombres de la salvación de Dios, les señala a Cristo, en quien reside toda su bendición, y les pide que esperen su venida para llevarlos a la patria celestial. No hemos de esforzarnos por enderezar este mundo; Cristo lo hará cuando venga; hemos de representarle allí donde ha sido rechazado, con la certeza de que todas nuestras esperanzas están ligadas a él, donde está sentado en presencia de su Dios y Padre.
8 - Las bendiciones celestiales
El lugar de bendición de Israel en la tierra fue asegurado por el llamado de Dios, y «irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Las promesas de Dios ciertamente se cumplirán, y Jerusalén seguirá siendo la gran metrópoli de la tierra, y todas las naciones adorarán allí al Señor. Pero Dios tiene propósitos, formados antes de la fundación del mundo, y es de acuerdo con estos propósitos que el cristiano ha sido bendecido «con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3).
A los santos del Antiguo Testamento no se les dijo cuál era el propósito eterno de Dios. El hombre fue probado hasta la cruz; cuando el hombre fue completamente probado, demostró ser incorregiblemente malvado y finalmente fue condenado en la cruz. Entonces Dios dio a conocer su propósito eterno, y esto en relación con Cristo, resucitado de entre los muertos y glorificado a su derecha en el cielo. Todas las cosas en el cielo y en la tierra estarán bajo el dominio del Hombre Cristo Jesús en el día venidero, y aquellos que por gracia han sido bendecidos por Dios compartirán su lugar.
Los que han sido bendecidos según el propósito de Dios en Cristo estarán para siempre ante Dios como sus hijos, santos, irreprensibles en amor, compartiendo el lugar de su propio Hijo amado. También compartirán la gloria de Cristo en su reino, siendo herederos de Dios y coherederos con Cristo. Toda esta bendición es celestial, y la disfrutarán en el cielo con Cristo. Hay que distinguir entre lo que pertenece a la manifestación de la gloria de Cristo durante el Milenio y lo que pertenece a la eternidad.
9 - Buscar las cosas de arriba
Como cristianos, nuestros pensamientos no deben regirse por lo que pertenece a esta escena terrenal. Hemos muerto con Cristo a las cosas de este mundo, hemos resucitado con Cristo, y por eso se nos exhorta a buscar «las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1). Tal pasaje de la Escritura muestra claramente el carácter verdadero y celestial del cristianismo. Vamos al cielo y todos nuestros intereses deben centrarse en Cristo, donde él está y donde pronto estaremos con él. Para ello necesitamos energía espiritual, por eso se nos exhorta a concentrarnos «en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (v. 2).
Cuando el Señor Jesús oró a su Padre en Juan 17, dijo: «Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo» (v. 6). La línea divisoria entre el mundo y los que Dios ha sacado del mundo es muy clara, como subrayan las palabras del Señor: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son» (v. 9). La división entre el mundo y los santos se acentúa aún más con las palabras: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (v. 16). ¿Quién negaría el carácter celestial del verdadero cristiano a la luz de estas palabras pronunciadas por el Hijo de Dios a su Padre?
10 - No amar el mundo ni las cosas que están en el mundo
Puesto que no pertenecemos a este mundo, estamos exhortados por el Espíritu Santo: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Hemos sido engendrados para la vida eterna en el cielo que Dios quiso con Cristo en su presencia, pues «la Jerusalén celestial… es nuestra madre» (Gál. 4:26). Los enemigos de la cruz de Cristo «piensan en lo terrenal», pero «nuestra ciudadanía está en los cielos; de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso» (Fil. 3:18-21).
11 - Desprendernos de las cosas terrenas y asir todo lo celestial
Qué difícil era para los creyentes judíos desprenderse del pensamiento de las bendiciones terrenales. Como hemos visto, así había sido para los discípulos cuando el Señor estaba en la tierra. Habían buscado durante tanto tiempo un Mesías y un reino terrenal que la enseñanza de un Cristo celestial y un «reino celestial» (2 Tim. 4:18), les resultaba difícil de comprender. De ahí el énfasis en el cielo en Hebreos, donde el autor, por el Espíritu de Dios, habla de «cosas celestiales» (Hebr. 8:5; 9:23); del «llamamiento celestial» (Hebr. 3:1); del «don celestial» (Hebr. 6:4); de una patria mejor «es decir, la celestial» (Hebr. 11:16); y finalmente de «Jerusalén la celestial» (Hebr. 12:22). Como hombres gentiles, no tenemos esta dificultad, pero necesitamos la misma exhortación: «Despojándonos de todo peso y del pecado que [nos] asedia, corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús… sentado a la diestra de Dios» (Hebr. 12:1-2).
12 - Tenemos tesoros en el cielo
El Hijo de Dios habló a Nicodemo de las cosas terrenas, diciendo: «A menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5, 12); pero también había venido a hablar de las «cosas del cielo», de las cosas de la vida eterna, que el Padre le había mandado decir. El judío podía entender lo que es un tesoro en la tierra y una recompensa en la tierra; qué extrañas debían parecerle las palabras del Señor cuando hablaba de «tesoro en los cielos» (Lucas 12:33) y de una gran «recompensa» en el cielo. Sin embargo, estas cosas se ofrecen al cristiano, y ha de gozar de ellas con Cristo en su «reino celestial» (1 Tim. 4:18).
13 - Nuestros ojos están fijos en las cosas eternas que no se ven
Como personas celestiales, Dios quiere que andemos en este mundo por su placer, sabiendo que «si nuestra casa terrenal, esta tienda de campaña, es destruida, tenemos un edificio de Dios, una casa no hecha con manos, eterna, en los cielos», y «anhelando ser revestidos de nuestra habitación celestial» (2 Cor. 5:1-2). Todo lo que nos rodea pasará pronto, pero tenemos la certeza del cielo para lo que nunca pasará. Busquemos, pues, la complacencia de Dios y las cosas del próximo día de gloria, «no fijando nuestros ojos en las cosas que se ven, sino las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:18).
Extraído de «An Outline of Sound Words», Vol. 41-50.