Brechas en el muro

Isaías 22:5-14


person Autor: Hamilton SMITH 84

flag Tema: La decadencia, la ruina, el declive, los remanentes

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


Este pasaje nos ofrece una ilustración de un día muy oscuro en la historia de Jerusalén. Día de «angustia» y de «confusión» (v. 5). Los muros de la ciudad tenían brechas y el enemigo estaba «a la puerta» (v. 7). Los habitantes de Jerusalén observaban que sus escogidos valles se llenaban de carros y los jinetes enemigos los rodeaban. Lo primero que hicieron para intentar defenderse fue dirigir sus miradas «hacia la casa de armas del bosque» (v. 8). También observaban «las brechas de la ciudad de David» (v. 9) y hacían los más desesperados esfuerzos a fin de repararlas, llegando incluso a derribar sus casas con la intención de fortificar el muro (v. 10).

Pero, en el día de la «conmoción», ellos perdieron de vista los pensamientos del Señor, y ¡de tres formas diferentes!

En primer lugar, fracasaron por completo porque no se dieron cuenta de que la «confusión» y la «angustia» –el enemigo a la puerta y las brechas en el muro– provenían del «Señor, Jehová de los ejércitos» (v. 5). Ellos pasaron por alto la causa fundamental de todos sus problemas, y, simplemente, se detuvieron a considerar algo secundario, a saber, que el enemigo había causado las brechas. No alcanzaban a percibir que en realidad el Señor mismo estaba detrás de todo lo que estaba sucediendo. A causa del pecado y la locura de Israel, él había permitido que los enemigos del pueblo de Dios pudieran dañar el muro.

En segundo lugar, hacían esfuerzos extenuantes a fin de reparar el muro; pero, aun cuando estaban en medio de la «confusión» y de la «angustia», seguían sin mirar al Señor. Esta fue la causa por la que él tuvo que reprocharles: «Miraste en aquel día hacia la casa de armas del bosque… y no tuvisteis respeto al que lo hizo, ni mirasteis de lejos al que lo labró» (v. 8, 11).

En tercer lugar, el Señor había llamado a «llanto y a endechas» (v. 12); pero, en lugar de esto, se entregaron a festejos, donde comían y bebían, diciendo: «Comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (v. 13). Ellos siguieron su curso, como si todo estuviera bien, mostrando una profunda indiferencia en cuanto a las consecuencias que todo esto acarrearía en el futuro.

En este sentido, en estos últimos días de la dispensación cristiana, el pueblo de Dios se encuentra nuevamente en medio de la «confusión» y de la «angustia», situación expresada claramente en un pasaje de las Escrituras: «En los postreros días vendrán tiempos peligrosos…» (2 Tim. 3:1). Ciertamente, bien podemos decir que actualmente el enemigo también está a la puerta, buscando destruir y dispersar al pueblo de Dios, y que nuestras manos se han debilitado para resistir su ataque, al tiempo que hay brechas en el muro. Por lo tanto, las palabras del profeta siguen resonando como advertencia y guía para quienes estamos en una situación similar y tenemos «oídos para oír», ya que «las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza» (Rom. 15:4).

No obstante, antes de aplicar las enseñanzas de Isaías 22, conviene considerar en términos generales la condición en la que se encuentra en la actualidad el pueblo de Dios, y las actividades más notables que el Espíritu Santo llevó a cabo en los últimos dos siglos.

1 - Tres grandes movimientos del Espíritu de Dios

En primer lugar, ningún verdadero creyente puede dejar de expresar su gratitud por el poderoso movimiento que el Espíritu impulsó en la primera mitad del siglo XVI, a partir del cual muchas personas pudieron disponer abiertamente de una Biblia, en un lenguaje comprensible para todos, propagándose así el conocimiento de las verdades fundamentales del Evangelio, por medio de las cuales los pecadores pueden alcanzar la salvación y gozar de una relación individual con Dios. La paz y la libertad para reunirnos de las que gozamos ahora en muchos lugares, ha sido una obra que, bajo la mano bondadosa de Dios, llevaron a cabo aquellos fieles reformadores, quienes proclamaron las verdades bíblicas aun cuando tenían ante sí una funesta oposición, que en muchos casos los llevó al sufrimiento, a la persecución y al martirio.

Sin embargo, no debemos intentar hacer de la Reforma la medida de la verdad divina. Ese movimiento, en manos de los hombres, tenía el carácter de reforma solo en cuanto a lo esencial. En realidad, no solo dejó a los creyentes reunidos en iglesias reformadas, sino que tampoco intentó en manera alguna que dichas reuniones se acercaran al modelo de la Iglesia primitiva. En efecto, la cuestión del carácter de la Iglesia, de su verdadera naturaleza, no fue tratada jamás por los reformadores. La Iglesia no se encontraba separada del mundo bajo ningún aspecto. Al contrario, la Reforma ubicó a la Iglesia, en general, en una situación en la que debía sujeción al Estado, a fin de liberarse del poder del Papa.

Este movimiento no le dio a Cristo, en el cielo, su lugar como Cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo; como tampoco supo reconocer el lugar del Espíritu Santo en la tierra, habitando en cada creyente y en la casa de Dios. Quedaban formadas así las iglesias nacionales, y, como bien alguien dijo en aquel tiempo: «Las iglesias encuentran sus límites en las fronteras de los países habitados por aquellos que forman parte de ellas, situación a la que la Palabra de Dios no alude en absoluto. Estas iglesias no pueden ser, ni desde los hechos ni desde los afectos, la Esposa de Cristo, pues están en una relación de connivencia con el país en el que han sido formadas. La unidad del Cuerpo de Cristo es una verdad que ellas han perdido de vista».

Paralelamente a la nacionalización de las iglesias, se perdió rápidamente el poder vital del testimonio colectivo de la Iglesia. El nombre y las doctrinas del cristianismo quedaron adheridos a un credo, al que los hombres se suscribían. Sin embargo, no sabemos si fueron muchos los nombres que fueron anotados en el libro de la vida (Apoc. 3:5). El gran movimiento de la Reforma resultó así en un vasto número de personas que profesaban a Cristo, pero entre quienes muy pocos verdaderamente tenían la vida de Dios. Aquel movimiento que por el poder de Dios había comenzado tan brillantemente, pronto se degeneró en las manos de los hombres en un sistema de profesión ortodoxa (¡no confundir con la Iglesia ortodoxa!), del cual el Señor tuvo que decir: «Tienes nombre de que vives, y estás muerto» (Apoc. 3:1).

A comienzos del siglo 18, esta profesión inerte alcanzó su más profunda oscuridad y declinación. Como alguien expresó al respecto: «La teología natural, carente de la doctrina fundamental del cristianismo, y una moralidad fría de estéril ortodoxia, formaban los ingredientes principales de la enseñanza en las iglesias y capillas. Por todos lados, los sermones eran tan solo algo mejores que los miserables ensayos moralistas que carecían de lo necesario para despertar, convertir o salvar a las almas». Sin embargo, cuando la situación no podía ser peor entre la gente de habla inglesa, el Espíritu de Dios impulsó un segundo gran movimiento que desplegó ampliamente el poder de la salvación de Dios. Se levantaron evangelistas que proclamaban las buenas nuevas, tales como Whitfield, Wesley, Grimshaw, Berridge, y muchos otros fieles y enérgicos siervos de Dios que recorrían Inglaterra de un extremo al otro advirtiendo a los pecadores acerca del juicio venidero, despertando las conciencias acerca de su situación, y brindando alivio y salvación a miles y miles por medio de la predicación de Cristo crucificado. Debemos agradecer a Dios por estos predicadores fieles, pero sin cerrar nuestros ojos ante la debilidad que caracterizaba a este movimiento por el hecho de que estos hombres actuaban en total independencia unos de otros.

Ha quedado muy claro que lo mejor que podían dar estos hombres no iba más allá de la predicación del Evangelio dirigido a la necesidad de salvación del hombre. Lejos estaba esto de aquel evangelio completo predicado por el apóstol Pablo que, dejando de lado totalmente al hombre en la carne, unía al creyente con Cristo en la gloria y lo constituía como un hombre celestial. Estos predicadores llevaban bendición al pecador, pero lo dejaban con la idea de que el mundo podía mejorarse y tener más luz. El resultado fue que la mundanalidad, eclesiástica y política, vino a ser la característica de este movimiento evangélico.

A partir de un deseo sincero de alcanzar a las masas, se intentaba popularizar la verdad y hacerla un poco más atractiva a la mente natural. Se hicieron muchos esfuerzos para impresionar al hombre natural por medio de la música u otros medios humanos. Como consecuencia de estos hechos, en nuestros días se ha llegado a la liviandad, e incluso a la vulgaridad que ha desvirtuado enormemente a dicho movimiento. Más aún, una marca notoria de la debilidad de estos hombres ha sido su individualismo. El objetivo más grande que perseguían era la bendición individual, sin presentar a la Iglesia una verdadera concepción en cuanto a su formación, a su presente administración o a su gloria futura. Todas estas verdades esenciales del cristianismo han sido dejadas totalmente de lado por este movimiento evangélico. Muchas almas se han convertido verdaderamente a Dios, por lo cual debemos estar agradecidos, pero el movimiento como tal dejaba a estos nuevos creyentes en sistemas religiosos meramente humanos.

Llegando ahora a la primera parte del siglo diecinueve, encontramos un tercer movimiento del Espíritu de Dios. Entre 1829 y 1830, unos pocos cristianos fieles de Dublín (Irlanda) se apartaban de la iglesia oficial y se reunían, al principio de manera privada, a fin de recordar al Señor en el partimiento del pan, para la oración y para el estudio de la Palabra de Dios. Muy pronto, en diferentes lugares de Inglaterra, otros creyentes se separaron de la Iglesia Nacional y de otros cuerpos independientes para reunirse de una manera similar, únicamente por medio de la fe en Dios y rechazando cualquier tipo de liderazgo humano. Ellos tomaron las Escrituras como única y suficiente autoridad y se sometieron a la guía del Espíritu Santo, por lo que aprendieron rápidamente las grandes verdades concernientes a «Cristo y a la Iglesia», las cuales habían sido perdidas de vista por el pueblo de Dios desde los días de los apóstoles.

Comprendieron además que Cristo es la Cabeza de la Iglesia, y que todos los creyentes son miembros de un solo Cuerpo en la tierra, unido a la Cabeza en el cielo, y miembros unos de otros por el Espíritu Santo. Habiendo hallado así la verdad central de la presente dispensación, podían comprender de manera más completa y profunda todas las demás verdades. El Evangelio era comprendido y predicado en su plenitud. La Escritura profética se desplegaba más claramente y la venida del Señor comenzaba a ser vista como la esperanza inmediata de la Iglesia. La recuperación de estas verdades estaba acompañada con una vida de «buenas obras» y una separación de cualquier forma de mundanalidad.

No obstante, es de fundamental importancia ver el sello característico de este movimiento. Esencialmente, fue un movimiento de separación. Hasta ese momento, el pueblo de Dios había estado cautivo en los grandes sistemas religiosos de los hombres: papal, nacional o de los «no conformistas». Aun cuando estas almas eran salvas, permanecían en dichos sistemas. Pero, por vez primera, muchos creyentes comenzaban a ser liberados de la esclavitud de esos sistemas humanos. La razón por la que el Espíritu de Dios separaba a estos creyentes es suficientemente clara: había llegado el momento en el cual Dios, en su misericordia, habría de avivar la verdad concerniente a Cristo y su Iglesia.

Cualquier hijo de Dios instruido según las Escrituras podía darse cuenta de que era imposible permanecer vinculado a los sistemas humanos y, al mismo tiempo, practicar las verdades relativas a la Iglesia, ya sea como Cuerpo de Cristo o Casa de Dios. Algo similar le había sucedido a Israel en la antigüedad. Cuando llegó el momento de reconstruir la Casa de Dios, resultó absolutamente necesario liberar a un remanente de Israel de la cautividad en la que estaban bajo las naciones, y traerlo de regreso a la Tierra que le corresponde al pueblo de Dios en aquel entonces. Y así como el enemigo atacaba en aquel tiempo, sutil o abiertamente, al pequeño remanente de Israel que buscaba construir la Casa de Dios, así también hoy trabaja para arruinar el testimonio de quienes buscan caminar nuevamente según los principios de las Escrituras. ¡Oh, el enemigo ha tenido tanto éxito que este pequeño remanente del pueblo de Dios, que había alcanzado a unirse en el terreno de la verdad, ha sido dividido y esparcido en muchos grupos!

2 - ¿Cuál es la causa de las divisiones?

Bien hacemos en preguntarnos por qué y para qué se le ha permitido al enemigo causar todas estas desastrosas divisiones en medio de este pequeño remanente del pueblo de Dios. A fin de comprender las causas más notables de dichas divisiones, recordemos primeramente que hay dos grandes hechos sobre los cuales descansan las importantes verdades del cristianismo, que han sido recuperadas por este último movimiento de Dios. En primer lugar, que Cristo está sentado como Hijo del hombre a la diestra de Dios; segundo, que el Espíritu Santo, Persona divina, habita en la tierra en los creyentes y con los creyentes. No debemos olvidar que cada bendición gozada por los santos de esta dispensación –como así también las del pasado y las del futuro– está asegurada por la muerte y la resurrección del Señor Jesús; pero, la bendición particular que pertenece exclusivamente al cristianismo está asegurada por estos dos hechos inmensos, propios de la presente dispensación, a saber, que hay un Hombre en el más alto lugar en la gloria y una Persona divina en la tierra.

Los creyentes en la tierra han sido unidos por el Espíritu Santo y forman un cuerpo místico cuya cabeza en el cielo es Cristo. Por lo tanto, como ya hemos considerado estas verdades y todo lo que ellas involucran, solo pueden ser conocidas efectivamente por aquellos que se han separado de los grandes sistemas religiosos humanos, los que, a causa de su estructura, de sus enseñanzas y de sus prácticas, constituyen la negación de la verdad de la Iglesia tal como la presenta la Palabra de Dios. A la luz de dicha verdad, podemos juzgar que la causa de todas las divisiones tiene como raíz el abandono de tres hechos solemnes:

  • Hemos fracasado en cuanto al andar en el Espíritu.
  • No nos hemos asido a la Cabeza.
  • No hemos mantenido una separación santa, sin la cual es imposible actuar de acuerdo con las verdades bíblicas.

Todo esto, no obstante, requiere algunas explicaciones más. El movimiento que tuvo lugar en el siglo XIX, al cual ya nos hemos referido, fue esencialmente un movimiento espiritual. El retorno, en alguna medida, a los principios y prácticas de las verdades fundamentales de la Iglesia, tal como se hallan desarrolladas en las epístolas, implicaba volver al terreno sobre el cual no hay lugar para las actividades y los recursos de la carne religiosa. Y por ser un terreno divino, solo podía ser apropiado y mantenido mediante el poder del Espíritu. No podemos leer los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles sin dejar de admirarnos por el hecho de que la Iglesia en la tierra no solo era formada por el Espíritu Santo, sino que también era mantenida por hombres llenos del Espíritu Santo, quienes actuaban por el poder del Espíritu y utilizaban únicamente Sus recursos espirituales. El día de Pentecostés, todos los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo, quien les concedió que pudieran expresarse en otras lenguas.

Cuando Pedro fue llevado ante los gobernantes, pudo hablar lleno del Espíritu y dejar maravillados a sus oponentes. Luego, leemos que «todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios» (Hec. 4:31). Si se trataba de satisfacer las necesidades temporales de los creyentes, los hombres elegidos para tal servicio también estaban llenos del Espíritu. Y como último ejemplo, los adversarios de Esteban no podían resistir al Espíritu por medio del cual él hablaba y, en su martirio, «lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios» (Hec. 7:55).

De este breve análisis de las primeras escenas de la Iglesia, queda de manifiesto que ya sea que se tratara de la formación de la Iglesia, del cuidado de ella contra los ataques del enemigo, de la predicación a los pecadores o del ministerio a los santos, todo estaba dirigido unánimemente por el poder del Espíritu Santo y por medio de hombres llenos del Espíritu. Todavía no existía la maquinaria religiosa y los métodos carnales que hoy caracterizan a los sistemas religiosos, diseñados para dirigir sus servicios y esclavizar a la gente.

Resulta obvio que, si todos camináramos en el Espíritu, entonces estaríamos unidos perfectamente, y nuestros pensamientos y nuestros juicios serían unánimes. No habría ocasión de que se emitiera un juicio dividido. Es cierto que entre los creyentes hay distintos niveles de conocimiento acerca de la verdad, ya que algunos suelen adquirir más conocimientos que otros; pero, si los dirige el Espíritu, todos irán en la misma dirección. También puede haber distintos puntos de vista acerca de un mismo objeto. Los evangelios, por ejemplo, presentan distintos puntos de vista acerca de la vida de Cristo; no obstante, al estar presentados por el Espíritu, hay una perfecta armonía entre ellos (1 Cor. 12:4, 8, 9, 11).

Pero, ¿cuál es entonces la causa de los conflictos y de las divisiones? ¿No es acaso porque en el cristiano hay dos poderes opuestos, la carne y el Espíritu, que son absolutamente contrarios entre sí? Para que dos creyentes estén de acuerdo, deberán estar dirigidos por el mismo poder. Si ambos están controlados por el Espíritu Santo, estarán en perfecto acuerdo. Si están controlados por la carne, también estarán de acuerdo. Pero, si uno está bajo la dirección del Espíritu y el otro bajo la dirección de la carne, entonces sobrevendrá el conflicto, porque «el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne» (Gál. 5:17). Siempre que el Espíritu y la carne colisionen, ya sea en un individuo o en un grupo, habrá conflicto.

Ahora bien, el movimiento al cual nos hemos referido, necesitaba y exigía una espiritualidad para la cual las masas no estaban preparadas. De manera que el incremento en el número de profesos fue proporcional a la disminución de la espiritualidad. La carne actuaba y los métodos carnales abundaban, por lo que el resultado fue el choque entre los que buscaban caminar según la guía del Espíritu y los que se conducían carnalmente. Alguien dijo con toda justicia: «Cuanto más escudriñemos, mejor veremos que la causa de los conflictos entre dos cristianos, en general, es que uno se ha dejado dominar por las consideraciones meramente humanas, mientras que el otro, con un ojo mucho más simple, ha considerado solo al Señor».

Por lo tanto, en estas cosas podemos observar la gran raíz de todas las divisiones. No hemos caminado ni mantenido la verdad en el poder y la gracia del Espíritu Santo. No nos hemos sometido a Su guía y control, por lo que se ha incrementado la intrusión de las actividades de la carne y sus métodos, lo cual ha generado conflictos, confusiones e interminables divisiones.

Hay, sin embargo, como ya hemos mencionado, otra causa de las divisiones: no nos hemos asido a la Cabeza. Alguien dijo: «Teorizamos acerca de Cristo como nuestra Cabeza (el único recurso eficaz, y que no puede ser hallado en los sistemas religiosos), pero nos olvidamos de recurrir a Él cuando surgen dificultades. Hay situaciones en las que solo deberíamos confiarle los asuntos al Señor y esperar Su solución, pero, en cambio, desplegamos nuestra impaciencia y permitimos el celo de la carne, que busca poner sus manos en el Arca, por lo que recibimos el castigo de parte del Señor». Podemos mantener la verdad relacionada con la Cabeza, y hasta quizá defender con nuestras vidas esta verdad, sin embargo, al mismo tiempo, no nos asimos a la Cabeza.

Conservar la verdad acerca de la Cabeza no pasa de conservar una doctrina, lo cual no deja de ser algo bueno; sin embargo, asirse de la Cabeza es algo más, es volverse hacia Cristo, utilizando los recursos que solo pueden ser hallados en él. Hemos cometido el error de buscar el poder y la sabiduría en la Iglesia y en nuestros propios conceptos acerca de ella. Y así obramos en nuestras diferentes «confusiones» y «angustias», buscando en la Iglesia a maestros, líderes y hombres capaces, en vez de acudir en primer lugar a Aquel que es la Cabeza de la Iglesia, y en quien habita «toda la plenitud de la deidad» (Col. 2:9). No nos hemos vuelto al Señor para poner ante él todos nuestros conflictos y diferencias de opiniones. Hemos creído que por tener ciertos conocimientos de los principios divinos somos aptos para aplicar dichos principios en las diferentes circunstancias difíciles que se presentan, olvidando que, aun cuando los principios sean correctos, solo pueden ser aplicados bajo la dirección, la sabiduría y el conocimiento perfecto de la Cabeza.

Cuando nos toca debatir acerca de las dificultades que surgen entre nosotros, confiamos en los hombres en vez de confiar en Cristo, nuestra Cabeza, lo cual nos ha dejado, durante mucho tiempo, atrapados en nuestras propias redes. Algo así le ocurrió al piadoso Ezequías; llegó un tiempo en el que «Dios lo dejó, para probarle, para hacer conocer todo lo que estaba en su corazón» (2 Cr. 32:31). Y como nosotros hemos fracasado en asirnos de la Cabeza, entonces Dios «nos ha dejado» hacer todo lo que nos parece recto en nuestra propia opinión; y el resultado ha sido tristeza sobre tristeza, y división sobre división.

Además, ¿no hemos fallado también en mantener la separación santa que en un principio fue la característica más destacada de aquel movimiento espiritual, y sin la cual todo lo demás resulta vano? Al considerar la historia de aquel antiguo remanente que había retornado de la cautividad para reedificar la casa del Señor, observamos que el primer ataque del enemigo consistió en tratar de anular la separación del mal. La estrategia que utilizó fue intentar que estos hombres se aliaran con sus propios adversarios para seguir adelante con la obra del Señor (Esd. 4:2). Y a los creyentes que, a causa de su obediencia a la Palabra, se han separado de los sistemas religiosos diseñados por hombres, según el modelo del campamento (Hebr. 13:13), ¿acaso el enemigo no busca también involucrarlos nuevamente en aquellos sistemas, para que se debiliten o anulen las verdades fundamentales concernientes a Cristo y a la Iglesia, las cuales solo pueden ser mantenidas y gozadas por un pueblo separado de todo mal?

Tal como sucedía con el remanente en los días de Esdras, el servicio a favor del pueblo del Señor y la continuación de la obra es hoy en día la excusa para regresar o conectarse con los sistemas religiosos corruptos, en los que muchos amados hijos de Dios están esclavizados. Los que han caído en esta trampa, olvidan que la medida espiritual requerida por el Señor para utilizarnos en su obra, es la medida de nuestra separación de todo lo que es contrario a él, interna y externamente (comp. 2 Tim. 2:19-22). Deberíamos recordar que, si nos hemos separado de aquellos sistemas religiosos a pesar de que allí hay verdaderos creyentes, no sería justo que retornásemos a esos lugares porque ellos aún están allí.

Por otro lado, no olvidemos que el Señor conoce muy bien cómo cuidar de sus amadas ovejas, estén donde estén, y que él no permitirá que sufran porque nosotros, en obediencia a su Palabra y en fidelidad a su Persona, rechacemos volver a los sistemas en los que ellas se encuentran.

Estas son, estamos convencidos, las grandes raíces de las divisiones: no hemos mantenido la separación, no hemos caminado en el Espíritu, no nos hemos asido a la Cabeza. Más aún, si reflexionamos brevemente nos daremos cuenta de que las causas de las divisiones que arruinaron este último gran movimiento del Espíritu de Dios, son las mismas que llevaron a la ruina a la Iglesia de los primeros tiempos. El reemplazo de la guía del Espíritu Santo por los recursos carnales, la absoluta ignorancia de Cristo como Cabeza de la Iglesia en los cielos –en vez de la cual se levantan cabezas terrenales–, y la formación de alianzas impías con el mundo, son los pecados más manifiestos de la cristiandad, y que tienen que ver con la ruina de la Iglesia en la tierra, la que terminará en la apostasía final. Como ya hemos considerado, el Espíritu Santo, en el último siglo, ha separado a un gran número de creyentes de los sistemas de los hombres para que caminen en la luz de la verdad tal como está enseñada en las epístolas, y que había sido mantenida en los primeros tiempos de la Iglesia. Pero, ¡qué tristeza, muy pronto, la práctica de estas verdades se debilitó y se llegó al fracaso, porque se había abandonado el primer amor y se le había concedido al mundo un lugar dentro! Y, tal como acontecía con Israel en la antigüedad, hoy también el enemigo está a la puerta y el muro tiene muchas brechas.

3 - Los esfuerzos para reparar las brechas

Y así como sucedió antes en Israel, hoy también muchos creyentes caen en la trampa de intentar reparar las brechas por medio de recursos y esfuerzos meramente humanos (algo que les parece posible y muy recomendable). Estos esfuerzos se presentan de dos formas:

  • Primero, muchos líderes de los diferentes sectores de hermanos han tratado de reparar las brechas organizando conferencias que tenían como objetivo resolver las dificultades y llegar a algún acuerdo.
  • Segundo, muchos hombres capaces han tratado –algunos siguen haciéndolo–, individualmente, de curar las heridas por medio de su ministerio en reuniones en las que ellos no podían o no debían partir el pan.

Ambos son métodos mundanos que adopta el mundo religioso con la esperanza de ocultar el escándalo de las grandes divisiones religiosas y arribar a algún tipo de unidad religiosa. Unos tratan por medio de conferencias eclesiásticas y otros desde los púlpitos. Si consideramos el verdadero carácter de estos métodos, es decir, que son recursos meramente humanos condimentados con el sabor del mundo y sus principios, no nos asombraremos de que ambos finalmente hayan fracasado.

La razón de dicho fracaso resulta obvia. En cuanto al primer método –el intento de reparar las brechas mediante conferencias– queda claro que, si se pudiera lograr una reparación en el terreno mediante unos pocos líderes que han logrado llegar a un acuerdo en cuanto a sus diferencias, esto apenas llegaría a ser una amalgama de grupos que ignoraron los principios fundamentales acerca de la Iglesia de Dios y dejaron que la conciencia de la gente quedara sin ser ejercitada. Más aún, tales conferencias casi siempre han estado dedicadas a la discusión de las doctrinas y prácticas que en el pasado se creían las causas primeras de las divisiones. El resultado inevitable fue que cada uno buscaba justificar su propia posición. En una palabra, en esas conferencias solo se trataban las causas secundarias en vez de tratar las causas principales de las divisiones, a las que ya nos hemos referido. A partir de los detalles secundarios resulta fácil encontrar muchas cosas malas y muchas cosas buenas en ambos lados. En cambio, ocuparse con las causas fundamentales permite encontrar las fallas en común y el terreno en común, a fin de confesar todo ante el Señor.

En cuanto al segundo método –el ministerio de ciertos hermanos allí donde ellos no pueden partir el pan–, podemos sugerir que la predicación y el ministerio en medio de aquellas personas con quienes no podemos expresar la comunión práctica en el partimiento del pan, implica poner las necesidades del hombre y el cuidado de los santos por encima de la gloria de Cristo. Si alguna cuestión solemne me impide la comunión con ciertos creyentes en cuanto a los más santos y elevados privilegios cristianos, ¿cómo suponer que puedo tener comunión con ellos en el servicio? Ignorar los más altos privilegios a fin de llevar adelante aquellos más bajos es tratar con ligereza a Cristo. Más aún, quienes actúan así, tarde o temprano, caen en los grandes sistemas humanos de los que se habían separado, con la excusa de ayudar a los hijos de Dios que se encuentran allí. Ellos preguntan: «¿Qué mal hay en unirnos en el servicio para el Señor con quienes no podemos partir el pan?» Pero, no pasa mucho tiempo y, pretendiendo tener todo el derecho, van más allá con una nueva pregunta: «¿Y por qué no podemos partir el pan con aquellos con quienes trabajamos?» El resultado al que se llega es caer nuevamente en los sistemas del mundo religioso, del que se habían separado nominalmente.

Ellos reclaman que se trata de una cuestión de servicio para el Señor, y que para su Maestro están en pie o caen. Esto quizá sea dicho con toda sinceridad, pero cuántas veces sentimos que, quizá inconscientemente, el santo nombre del Señor es utilizado para cubrir el hecho grave de que en realidad están haciendo lo que bien les parece. ¡Oh, sí, cuántos nombres recordamos de quienes han abandonado el camino de separación para volverse al sistema corrupto de la cristiandad, asociándose con representantes de diversos sistemas, más liberales y de conciencia cauterizada, con la excusa de ofrecer un servicio más extenso y efectivo y declarando no pertenecer a ninguno de los mencionados sistemas! Tales son los que ahora están volviendo a edificar todo lo que habían destruido. Ellos no caen en la cuenta de cuánto se han alejado, porque están en un plano inclinado en el que las circunstancias han llegado a ser muy avasalladoras como para revertirlas.

Esto les ha pasado porque confunden «testimonio» con «comunión». Efectivamente, es nuestro privilegio dar testimonio de la verdad a santos y a pecadores, pero si hemos de mantenernos fieles a la verdad y al Señor, debemos evitar la comunión con los sistemas en los cuales, efectivamente, se encuentran muchos creyentes. De otra manera, caeremos en la independencia y la voluntad propia, tal como han caído incluso hombres con mucha capacidad y que han provocado mucho sufrimiento y confusión entre el pueblo del Señor.

Creemos que estos esfuerzos en reparar las brechas no solo han fracasado rotundamente, sino que, peor aún, han esparcido aún más a los hijos de Dios, han acentuado más sus diferencias y agrandaron más las brechas que debían ser reparadas. Tal como Israel en la antigüedad, llegaron incluso a derribar sus casas para intentar reparar las brechas. En vista de que todos estos intentos han fallado, entonces debemos formularnos la pregunta del siguiente párrafo.

4 - ¿Qué debemos hacer ante las divisiones?

En primer lugar, debemos recordar siempre que, si los llamados «hermanos» nunca se hubieran dividido, o si, por algún milagro de la gracia de Dios, ellos se unieran otra vez y constituyeran un pequeño remanente, el testimonio de la Iglesia seguiría partido y en ruinas. El simple hecho de que los hermanos estuvieran juntos nuevamente seguramente haría felices a muchos, pero, ¿alcanzaría para contentar al Señor? Al mirar las cosas según nuestro punto de vista, nuestra visión se contrae, nuestros intereses se vuelven limitados y nuestros afectos se estrechan. Pero si miramos desde el punto de vista del Señor, percibiremos más profundamente la condición en la que está la Iglesia en su totalidad, y ¿cuál es nuestra responsabilidad en todo el mal y la confusión que se ha introducido en la casa de Dios a causa de nuestros fracasos?

En la época de Hageo, aun cuando el remanente formaba parte de Israel, se distinguía de aquellos que habían quedado en la cautividad, pues el Señor los trataba de una manera especial y les confiaba la transmisión de un mensaje particular. De igual manera, en nuestros días, hay quienes han recibido luz en cuanto a las verdades de la Iglesia y buscan caminar según ellas. ¿No podemos decir también de ellos que están en una posición privilegiada y que tienen responsabilidades particulares, aun cuando están unidos a todos los cristianos que forman parte de la casa de Dios, con quienes comparten la ruina actual de dicha casa?

Recordando estas cosas, pensemos por un momento en las divisiones que se han producido entre los llamados «hermanos». Nuevamente, nos preguntamos, ¿hallamos en las Escrituras el correcto curso de acción a seguir ante las divisiones? Indudablemente, en muchos pasajes de la Palabra hallamos principios que pueden guiarnos. ¿No podemos decir que, entre otros, el pasaje que hemos citado del profeta Isaías nos brinda una instrucción muy clara para nosotros, tal como la brindaba a Israel en aquellos días de fracasos?

Ya hemos visto que el profeta le reprochaba a Israel que, en el día de su «angustia», no supo discernir que detrás de todas sus tribulaciones estaba la mano del Señor. El enemigo estaba a la puerta, había brechas en el muro, pero fracasó en percibir que todo esto venía «de parte del Señor». Lo primero que aprendemos de aquel fracaso, entonces, es que debemos reconocer incondicionalmente que la mano del Señor cae sobre nosotros en disciplina a causa de nuestra locura. En la carta a Laodicea, que representa la etapa final de la Iglesia profesa bajo la mirada del Señor, él presenta, por un lado, la masa enorme de meros profesos que muy pronto vomitará de su boca; y, por el otro, él ve a los suyos, a quienes castiga porque los ama. ¿No está a la puerta el día en el que solo se podrá pertenecer o bien a la compañía que el Señor vomitará de su boca o a la integrada por aquellos a quienes él ama y castiga?

Mirando más allá de las circunstancias secundarias que aparentan ser la causa de las divisiones, vemos claramente, y admitimos sin dudar, que, como consecuencia de nuestros fracasos, el Señor ha permitido que se produjeran las brechas. Con esto no queremos decir que debamos cargar al Señor con nuestros pecados y fracasos, sino que, más allá de todas las tribulaciones que se producen a causa de nuestros pecados y fracasos, vemos la mano del Señor. Nadie puede cargar al Señor con el pecado de provocar conflictos en medio de su pueblo, sino que, por el contrario, debemos escuchar lo que el Señor dice al respecto, tal como él les decía a los hombres que formaban el remanente de la época de Esdras a causa de la baja condición espiritual de ellos: «Y yo dejé a todos los hombres cada cual contra su compañero» (Zac. 8:9, 10).

Más aún, ya que sabemos que estamos fracturados y divididos a causa del castigo del Señor, es nuestro deber reconocer que, por un lado, hemos despreciado el castigo del Señor, y, por el otro, que hemos desmayado bajo dicha disciplina. Decir, como algunos dicen: «Todas las divisiones son malas, por lo tanto, las ignoramos y ministramos y partimos el pan en todos los lugares donde podamos», es ignorar el hecho de que las divisiones existen como consecuencia del castigo del Señor, lo cual también es despreciar su castigo, algo verdaderamente solemne. Por otro lado, desatender los principios fundamentales y abandonar el camino de la separación a causa de nuestros fracasos, es desmayar bajo la mano del Señor.

Hemos sido muy aptos para considerar las divisiones en lo tocante a nuestros hermanos; en la forma en que ellos nos tratan a nosotros, o cómo nosotros los tratamos a ellos, pero no hemos pensado en ellas en relación con el Señor y en cómo lo tratamos a él. Afirmamos cosas tales como: «Nos hemos dividido porque tal persona o tal otra hizo algo malo o propone una falsa doctrina», en vez de decir: «Nos hemos dividido porque fracasamos en darle al Señor, en quien reside la plenitud de la Deidad, su lugar como nuestra Cabeza, en quien podríamos haber hallado el poder y la sabiduría necesarios para resolver cualquiera de las dificultades que han surgido en toda la historia de la Iglesia». El Señor nos conduce a admitir que optamos, con mucha más facilidad, por dividirnos que por permanecer juntos.

En segundo lugar, hemos visto que Israel, en los días de su confusión y angustia, trataba de hacer los máximos esfuerzos a fin de reparar las brechas, para lo cual miraban hacia la «casa de armas», pero no miraban al Señor. En esto también hallamos una lección importante: no alcanza solamente con reconocer que todo viene de parte del Señor, sino que, luego de abandonar nuestros débiles esfuerzos en reparar las brechas, necesitamos volvernos al Señor de todo corazón. El punto inicial de la división, deberá ser necesariamente el punto desde el cual se ha de lograr la restauración.

Tal como ya hemos visto, el no asirnos a la Cabeza ha sido el punto de partida del fracaso, por lo tanto, volvernos a la Cabeza, como nuestro recurso absolutamente suficiente, deberá ser el punto de partida en el camino de la restauración. Debería conmovernos profundamente el hecho de que el Señor, a quien hemos agraviado tanto, es el único a quien podemos volver con nuestro pecado y nuestra vergüenza. Lamentablemente, nos resulta muchísimo más fácil tratar de reparar las brechas que inclinarnos ante el Señor para confesar nuestro mal.