La decadencia y su remedio
Autor:
La decadencia, la ruina, el declive, los remanentes
Tema:Cuando recibimos por primera vez el conocimiento de la vida en Cristo, quedamos completamente absortos; admitimos con gusto que todas las demás cosas son como «estiércol» (Fil. 3:8). Pero tan pronto como llega la decadencia, dejamos que los viejos motivos vuelvan a obrar. Estamos cada vez menos absortos, y muchas cosas a las que no prestábamos atención, que no tenían poder sobre nosotros, empiezan a convertirse en motivos.
Se dice: “¿Qué tiene eso de malo?” Cuando empiezo a preguntar: “¿Qué tiene de malo esto o aquello?”, la tendencia a la decadencia está presente. Tal vez esto o aquello no sea malo; pero el hecho de que esté pensando en ello demuestra que no estoy absorto en lo que es celestial. «Has dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4).
No es por un gran pecado que se manifiesta la decadencia de los hijos de Dios; pero, cuando decae el sentimiento de la gracia, declinamos en la práctica. Nuestros motivos deben estar en Dios. A veces, cuando vemos decadencia en alguien, nos esforzamos por actuar sobre su conducta (sobre sus obras, sobre su vida práctica). Porque antes se ha predicado la plena gracia, se dice, ahora que hay declive, hay que predicar la práctica. Pero esto es un gran malentendido. Lo que más bien debe predicarse es la gracia, la gracia del principio; porque la gracia, y no el legalismo, restaurará el alma. Donde el sentimiento de la gracia está debilitado, la conciencia puede ser extraordinariamente activa; ella condenará la insistencia en presentar la gracia, y el resultado es el legalismo. Cuando la conciencia ha sido activada por las solicitaciones de la gracia, no es legalismo, y habrá un andar santo en los detalles.
Podemos caer en cualquiera de estas 2 faltas: o predicar los frutos, porque no se han producido, o pasar por alto ligeramente, cuando ciertas cosas vuelven a tener influencia sobre nosotros, por el pensamiento de que lo que aprobábamos antes era legalismo. Cristo es el gran motivo de todas las cosas, y debemos entrar en el conocimiento de nuestra resurrección en Cristo, para remediar los detalles. Hay maravillosa verdad y libertad en este conocimiento.
Otro punto muy importante es el espíritu en que andamos. La confianza en Dios y la mansedumbre de espíritu son las disposiciones propias de un santo. Para vivir en estas cosas, debemos saber lo que es vivir cerca de Dios y con Dios; porque esta vida en Cristo, poniendo constantemente al Señor delante de nosotros, tendrá siempre el efecto de hacernos caminar con reverencia, humildad, adoración, tranquilidad, descanso y felicidad. Si voy a un lugar donde no estoy acostumbrado a estar; si, por ejemplo, entro en casa de una gran persona, puede que allí sea objeto de mucha amabilidad, pero cuando salga me sentiré más a gusto, me alegraré de estar fuera. Si me hubiera criado en esta casa, mis sentimientos serían diferentes. No es solo por su propio bien que el alma es feliz en Dios, sino que llevará con ella fuera el tono de esta morada. Su gozo en Dios hace desaparecer las ansiedades, y se moverá a través de las 1.000 cosas que serán fuente de problemas y ansiedad para otros, sin experimentar la menor agitación. En medio de todas las circunstancias, cualesquiera que sean, conservaremos la paz de espíritu cuando permanecemos en Dios.
Si alguien ha resucitado con Cristo, si permanece en eso, la cosa se manifestará así: no tendremos temor de los cambios que se produzcan a nuestro alrededor. Viviremos, no en una apatía e indiferencia estúpidas, sino en el ejercicio de energías y afectos vivos por el Señor. La gran prueba del hecho que permanezco en Cristo es la paz de espíritu. Tengo mi porción en otra parte, que en las cosas de este mundo, y sigo adelante. Otra señal es la confianza en la obediencia.
Todo esto es la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, comunión no solo en el gozo, sino en los pensamientos del Padre y del Hijo. El Espíritu Santo, la otra persona de la Trinidad, es el poder que nos introduce en las cosas de Dios a través de nuestros afectos.
«El Padre ama al Hijo» (Juan 3:35; 5:20). ¡En qué lugar estoy introducido para conocer así los sentimientos del Padre hacia su Hijo amado!
Cuando ocupamos nuestro verdadero lugar, el que nos pertenece, nuestra alma se llena de cosas con las que estamos asociados, y que dejan a este mundo de lado como una pequeñez, un átomo en la inmensidad de aquella gloria que era antes de que el mundo fuese.