El hombre de Dios en un día de ruina

2 Timoteo 2:1-13


person Autor: Hamilton SMITH 89

flag Tema: La decadencia, la ruina, el declive, los remanentes


La importancia de la Segunda Epístola de Pablo a Timoteo radica en el hecho de que fue escrita en un día en que la ruina de la Iglesia en responsabilidad ya había comenzado. Este temprano fracaso ha conducido a los difíciles tiempos de estos últimos días, marcados por la corrupción de la profesión cristiana. La Epístola nos instruye en el pensamiento del Señor para los creyentes en medio de la ruina y la corrupción.

Asimismo, se indica claramente en la Epístola que la raíz de todo el fracaso fue, no que los creyentes dejaron de predicar el Evangelio concerniente a Cristo como el Salvador de los pecadores, sino más bien que no retuvieron la gran verdad especialmente revelada al apóstol Pablo –la verdad del misterio respecto a Cristo y a la Iglesia.

En el tercer capítulo, el apóstol habla de su doctrina y de su forma de vida. Su doctrina, de modo especial, exponía la verdad del misterio; y su modo de vida, la vida práctica coherente con esta verdad. Así, la retención o pérdida de esta gran verdad por parte de los santos está determinada en gran medida por su actitud hacia el apóstol Pablo y su doctrina. En esta conexión podemos notar qué lugar tan sorprendente tiene la pequeña palabra «mí/me» en esta Epístola. En primer lugar, el hombre cuya doctrina y manera de vivir exponen esta gran verdad, tiene el apoyo del Señor mismo. Así, Pablo puede decir: «El Señor estuvo junto a , y me dio poder, para que por medio de la predicación fuese plenamente presentada». También, dice: «El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial» (2 Tim. 4:17-18). En segundo lugar, hubo quienes aceptaron la doctrina del apóstol y el reproche que implicaba, y permanecieron junto al apóstol en sus sufrimientos. Así, de Timoteo, al hablar de la verdad, puede decir: «Que oíste de », y otra vez dice: «Lo que oíste de » (2 Tim. 1:13; 2:2). Además, en Onesíforo se deleita en encontrar a alguien de quien puede decir: «Muchas veces él me consoló», y a alguien que estaba dispuesto a aceptar el reproche de Cristo, pues el apóstol añade: «no se avergonzó de mi cadena», y «me buscó con diligencia y me halló», y «cuántos servicios me prestó» (2 Tim. 1:16-18). En el último capítulo el apóstol puede decir: «Lucas está conmigo», y Marcos «me es útil para el ministerio» (2 Tim. 4:11). En tercer lugar, había otra clase que mostraba su indiferencia a la doctrina de Pablo por su negligencia hacia el apóstol e incluso oposición a él. Así tiene que decir: «Se apartaron de todos los de Asia» (2 Tim. 1:15). «Demas me ha abandonado» (2 Tim. 4:10). «Alejandro … me hizo mucho mal» (2 Tim. 4:14 VM 1929). Por último, llegó un momento en que la prueba fue tan severa que tuvo que decir: «Nadie estuvo de mi parte; todos me abandonaron» (2 Tim. 4:16).

Así, en aquellos primeros días, cuando la verdad del misterio era conocida, encontramos que el hombre que ministró esta gran verdad, y aceptó el reproche que conllevaba, tuvo el apoyo del Señor, y fue fortalecido por el Señor. Asimismo, encontramos que hubo quienes aceptaron la verdad con su reproche y no se avergonzaron de identificarse con alguien que defendía la verdad. Por último, encontramos que incluso en aquellos primeros días había quienes no estaban dispuestos a mantener la verdad con su reproche. Algunos, como los de Asia, se apartaron del apóstol; otros fueron más lejos y, como Demas, abandonaron al apóstol; otros fueron aún más lejos en su oposición y, como Alejandro, injuriaron al apóstol. Así, en estos últimos días, entre los que han revivido la verdad de la Iglesia, ¿no vemos actuar los mismos principios? Aquel que, en alguna medida, defiende la verdad y camina en el sendero de separación que ella implica, ¿no tiene el apoyo del Señor? Mientras que aquel que conoce la verdad y, sin embargo, deja de mantenerla, ¿no pierde su poder en el ministerio y a menudo retrocede hacia los sistemas de los hombres? También, el que trata de defender la verdad tendrá la comunión y el apoyo de otros que valoran la verdad y están dispuestos a afrontar el reproche que conlleva, aunque debe estar preparado para encontrar a muchos que se apartarán de él, a algunos que le abandonarán, y a unos pocos que se opondrán a él con malicia e insultos, y resistirán fuertemente sus palabras.

Es importante recordar que la instrucción del apóstol se dirige a un hermano que, por una parte, conocía y apreciaba la verdad ministrada por Pablo, y, por otra, sentía el solemne alejamiento de la verdad. Escribiendo a los santos colosenses, el apóstol desea que sean llevados «al conocimiento del misterio de Dios» (Col. 2:2); en contraste con estos santos puede decir de Timoteo: «Tú has seguido de cerca mi enseñanza» (2 Tim. 3:10). Asimismo, el apóstol podía decir a Timoteo que se acordaba de sus lágrimas. El Señor mismo era Varón de dolores y experimentado en quebranto. Lloró por los pecadores de corazón duro, y lloró con los santos de corazón quebrantado. Pablo, siguiendo sus pasos, fue un hombre de lágrimas. Regó su servicio con lágrimas, pues dice: «Sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas» (Hec. 20:19 RVR1960). Además, lloraba por los santos cuando preveía el fracaso y las penas que sobrevendrían a la Iglesia después de su muerte; así puede decir a la asamblea en Éfeso, que ahora se había apartado de él: «Durante tres años no cesé de amonestar con lágrimas día y noche a cada uno» (Hec. 20:31). En Timoteo encuentra a un hombre de ideas afines, por el que podía dar gracias a Dios y recordar en sus oraciones noche y día, “acordándose de sus lágrimas” (2 Tim. 1:3-4).

Bien podemos desafiar a nuestros corazones con las preguntas: ¿Podría decirse de nosotros que conocemos plenamente la doctrina de Pablo? ¿Se nos rompe el corazón al ver el poco aprecio de las grandes verdades relativas a Cristo y a la Iglesia que existe incluso entre aquellos para quienes estas verdades han sido recuperadas? ¿No podemos llorar al ver, con la renuncia a estas verdades, el aumento de la voluntad propia, la independencia y el desorden, con la consiguiente desintegración entre el pueblo de Dios?

Si, entonces, apreciamos en alguna medida la verdad del misterio; si sentimos el solemne alejamiento de la verdad, seguramente daremos la bienvenida a la instrucción y al estímulo de la Epístola. Antes de darnos la instrucción definitiva para el individuo en cuanto al camino de la separación en un día de ruina, el apóstol, en 2 Timoteo 2:1-13, muy benditamente nos presenta las características y los objetivos de aquel que valora la verdad y desea defenderla en ese día. Es obvio que el que está preparado para seguir el camino de Dios en un día de ruina debe tener ciertas cualidades morales y objetivos definidos. Careciendo de estas cosas difícilmente estaría preparado para un camino que conlleva sufrimiento y reproche, o si se ha tomado ese camino bajo una influencia pasajera, en la tensión de cualquier pequeña presión se abandonaría.

La primera gran necesidad en un día de debilidad y ruina es estar «[fortalecidos] en la gracia que es en Cristo Jesús» (v. 1). ¿No implica esto que, como Timoteo, aunque seamos tímidos por naturaleza, hay gracia en Cristo que nos capacita para resistir la creciente marea del mal, y tomar el camino que el Señor ha marcado en medio de las corrupciones de la cristiandad, y continuar en ese camino a pesar del fracaso, la oposición, la deserción y el reproche? Por grandes y numerosas que sean las dificultades que tengamos que afrontar, hay gracia en Cristo Jesús, y por débiles que seamos podemos echar mano de esa gracia. El propio Pablo fue un ejemplo sorprendente de lo que presiona a los creyentes. Tuvo que hacer frente a enfermedades, reproches, necesidades, persecuciones y angustias por causa de Cristo; pero el Señor le dijo: «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad». Inmediatamente habla de esta gracia como «el poder de Cristo», pues añade: «Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo» (2 Cor. 12:9-10). La gracia de Cristo es, pues, todo el poder de Cristo disponible para un santo débil y necesitado. Si la gracia de Cristo fue suficiente para el apóstol en todas sus persecuciones y pruebas, seguramente es suficiente para nosotros en nuestra pequeña medida de prueba.

En segundo lugar, teniendo la gracia de Cristo como apoyo, el creyente debe procurar mantener la verdad y transmitirla a los demás (v. 2). En un día de ruina existe el peligro, siempre presente, de renunciar a la verdad a causa de la oposición que suscita, el reproche que conlleva y las dificultades para caminar en coherencia con ella. A Timoteo, que ya había sido exhortado a guardar por el Espíritu Santo la verdad que había oído del apóstol, se le exhorta ahora a encomendarla a hombres fieles, que a su vez podrán enseñar a otros. Y en nuestros días, si la verdad nos ha sido recuperada, ¿no seguimos siendo responsables de entregarla a otros, a pesar de todo nuestro fracaso en llevarla a cabo? Usando las palabras dirigidas al profeta Ezequiel: «Escuchen o dejen de escuchar» (Ez. 2:7 RVR1960), somos responsables de transmitir lo que se nos ha dado. Bien podemos desafiar nuestros corazones en cuanto a hasta qué punto hemos respondido a esta exhortación.

En tercer lugar, el hombre de Dios, en un día de ruina, está llamado a ser «un buen soldado de Jesucristo». La gran verdad del misterio ha suscitado, desde el principio del cristianismo, la creciente oposición de los poderes de las tinieblas. Qué bien sabía el enemigo que, si lograba despojar a los santos de esta verdad, se establecerían en este mundo y seguirían todas las corrupciones de la cristiandad. Además, en estos días en que ha habido una recuperación de la verdad, sigue siendo el gran esfuerzo del enemigo, una vez más, robar el misterio a los santos y así atraerlos de nuevo a sistemas religiosos que prácticamente ignoran a Cristo como Cabeza de su Iglesia y niegan la verdad del Cuerpo único. Hacer frente a esta oposición implica conflicto, y cada uno de nosotros es exhortado a entrar en este conflicto como «un buen soldado de Jesucristo». El buen soldado tendrá 3 marcas:

1. Estará preparado para afrontar el sufrimiento. Así que la exhortación es «Tú, pues, sufre penalidades» (2 Tim. 2:3 RVR1960). Puede ser una parte muy pequeña comparada con los sufrimientos del apóstol; pero debemos estar preparados en alguna medida para enfrentar oposición (2 Tim. 2:25); persecución (2 Tim. 3:12); deserción (2 Tim. 4:10); y malicia (2 Tim. 4:14).

2. El buen soldado debe guardarse de enredarse con los asuntos de esta vida. Puede que tenga que atender muchos deberes, pero no se deja absorber por ellos.

3. Por encima de todo, el buen soldado es aquel que no busca complacerse a sí mismo, ni siquiera a los demás, sino ante todo complacer a aquel que le ha llamado a ser soldado. En lealtad a aquel que lo ha elegido, solo busca su complacencia, y rechaza toda organización humana que implique la dirección de una mera autoridad humana.

En cuarto lugar, el hombre de Dios debe caracterizarse por la fidelidad en el servicio. Tomando como ejemplo los juegos públicos, el apóstol dice: «Si alguien lucha como atleta, no es coronado si no lucha según las reglas» (2 Tim. 2:5). La corona no se dará por la gran actividad, ni por la cantidad de servicio, sino por la fidelidad en el servicio. Se nos advierte así contra la adopción de medios carnales y expeditivos mundanos en el servicio del Señor. Nuestro servicio debe estar de acuerdo con los principios divinos y, por lo tanto, se descarta la independencia que ignora la comunión a la que hemos sido llamados y el Cuerpo único del que formamos parte.

En quinto lugar, el hombre de Dios debe caracterizarse por un trabajo paciente. El labrador debe trabajar primero antes de participar de los frutos. A menudo nos desanimamos a menos que veamos resultados inmediatos. Es bueno perseverar en nuestro trabajo sabiendo que Dios no es injusto en olvidar nuestra «obra y el trabajo de amor» (Hebr. 6:10 RVR1960). El siervo fiel se contenta con trabajar y esperar a oír el “bien hecho” de aquel a quien quiere agradar.

En sexto lugar, en medio de una ajetreada jornada de trabajo, el hombre de Dios no debe olvidar dedicar tiempo a la meditación. Ya en la Primera Epístola, el apóstol había exhortado a Timoteo diciéndole: «Aplícate a la lectura» y «ocúpate de estas cosas» (1 Tim. 4:13-15). Ahora le dice: «Considera lo que te digo» (2 Tim. 2:7). No basta con tener exhortaciones y de manera general admitir su verdad. Si han de regir nuestra vida, debemos meditar sobre estas cosas: y al hacerlo, el Señor nos dará entendimiento. El apóstol podía exponer ciertas verdades ante Timoteo, del mismo modo que nosotros podemos ministrarnos unos a otros, pero solo el Señor puede dar entendimiento. Él puede tanto abrir las Escrituras a sus discípulos como también “abrir su entendimiento para que comprendan las Escrituras” (Lucas 24:27, 32, 45).

En séptimo lugar, la última gran exhortación dirige nuestros pensamientos a Cristo. A él mismo. Si, en un día de ruina, hemos de responder a la mente de Dios, será necesario, por encima de todo, “acordarnos de Jesucristo” (2 Tim. 2:8). Si estamos llamados a sufrir como buenos soldados de Jesucristo, entonces recordemos que Jesucristo, como Hombre perfecto, –del linaje de David– ha estado delante de nosotros en el camino del sufrimiento y ha sufrido la muerte y ha resucitado de entre los muertos, y ha asegurado así la salvación con gloria eterna para su pueblo. Este era el Evangelio que Pablo predicaba: no solo «la salvación», sino «la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna» (v. 10). Igualmente, la proclamación fiel de este Evangelio implicaba sufrimiento para el apóstol. En los sufrimientos expiatorios el Señor estaba solo, pero en sus sufrimientos a manos de los hombres, nosotros, en nuestra pequeña medida, podemos compartirlos. Pablo pudo decir: «Sufro malos tratos, hasta como malhechor» (v. 9), y añade: «Todo lo soporto» (v. 10). Por amor a los elegidos de Dios –para que tuvieran la verdad– estaba dispuesto a soportar la persecución, el abandono, la deserción y los insultos.

Además, le animaba a afrontar el sufrimiento el dicho fiel que nos dice: «Si morimos con él, también viviremos con él. Si sufrimos, también reinaremos con él» (2 Tim. 2:11-12). Hay, sin embargo, la solemne advertencia de que, en la gran profesión puede haber aquellos cuya vida es una negación del Señor que profesan. Tales serán negados por el Señor.

Si entonces hemos de “soportar todas las cosas”, solo puede ser en la medida en que “nos acordemos de Jesucristo”. Así, el pasaje que comienza dirigiendo nuestros corazones a la gracia de Cristo, termina presentándonos a Cristo mismo. Si hemos de ser fuertes en la gracia que es en Cristo Jesús, si hemos de sostener la verdad y transmitirla a otros, si hemos de ser buenos soldados de Jesucristo, si hemos de ser preservados de enredarnos con los negocios de esta vida, si hemos de esforzarnos legítimamente, si hemos de trabajar pacientemente, y si hemos de meditar en estas cosas, debemos, sobre todo, tener al Señor delante de nosotros –Aquel que ha muerto y ha resucitado de entre los muertos.

 

Sé tú el objeto brillante y hermoso
Que llene y satisfaga el corazón:
Nuestra esperanza de encontrarte en el aire,
y nunca más separarnos de ti;
Para que no nos distraigamos
Para seguirte, servirte y esperarte.

 

Lo que produce la aflicción

David era un hombre conforme al corazón de Dios; pero tuvo que soportar años de aflicción, incluso después de ser ungido rey. Sin embargo, nunca olvidemos que, de no ser por estas circunstancias, nos habríamos quedado sin la mayor parte de sus Salmos, y que sus sufrimientos internos y externos, sus ejercicios del alma y las persecuciones de sus enemigos fueron las ocasiones que los suscitaron. Así fue en el caso de Pablo. Si no hubiera sido por su prisión romana, no habríamos tenido muchas de sus valiosas Epístolas.


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