9 - Los privilegios de los hijos de Dios

Los hijos de Dios


9.1 - Rodeados de la bendición y del amor del Padre

Dios, que nos ha introducido en su familia, nos rodea de bendiciones de todo tipo. Y como todo es por gracia, solo tenemos derecho a nuestra posición en Cristo. Donde reina la gracia, todo es privilegio; pero en este capítulo nos proponemos mostrar algunos de los privilegios especiales que nuestro Dios y Padre nos ha conferido, privilegios que nos revelan todo lo que hay en su corazón, siempre dispuesto a proveer a las necesidades de sus hijos. Todo en sus bondadosos consejos es una manifestación de sí mismo y de su amor inmutable, de modo que podemos rastrear todos estos privilegios hasta su propio corazón como su fuente. Como comentamos en un capítulo anterior, el Señor dijo, antes de abandonar la escena de este mundo: «Les di a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer; para que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos» (Juan 17:26). No es solo que seamos objeto del afecto del Padre, sino que su amor, en la misma medida en que estaba en Cristo, está también en nosotros; –en nosotros, porque Cristo mismo está en nosotros, y por eso es el medio por el que ese amor se derrama en nuestras almas. Por muy débilmente que nos adentremos en este pensamiento, no tendremos dificultad en comprender la naturaleza de los preciosos privilegios que nos ha conferido. Pero es de suma importancia que comencemos por el amor del Padre, y no por los privilegios; que, en una palabra, tratemos de comprender los privilegios a la luz del amor, y no el amor a la luz de los privilegios. Este es el camino divino. Así dice el apóstol: «El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él, libremente, todas las cosas?» (Rom. 8:32). Los dones menores se derivan del don mayor.

9.2 - Los hijos: objeto de los cuidados del Padre

El primer privilegio que debemos mencionar es el del cuidado del Padre. Nuestro amado Señor llamó nuestra atención sobre ello en Lucas 12. Este capítulo parte de la base de que el Señor está ausente de este mundo, por lo que estamos llamados a esperar su regreso (comp. Lucas 12:35-36). El Señor habla en primer lugar de los peligros a los que está expuesto su pueblo por la persecución, una persecución provocada contra él por Satanás. Después de exhortarles a no temer a los que matan el cuerpo y que, después de eso, no pueden hacer nada más, sino más bien a temer a Aquel que, después de haber matado, tiene el poder de arrojar a la Gehena, los anima recordándoles el cuidado constante de Dios. Qué admirable es ver cómo se ejercitan. ¿No vendemos, dice, 5 gorriones por 2 centavos? y ni uno solo de ellos es olvidado delante de Dios; o, como dice el Evangelio según Mateo, «ni uno de ellos caerá en tierra sin que vuestro Padre lo permita» (Mat. 10:29). La aplicación es obvia, por lo que continúa diciendo: «los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. ¡No temáis; vosotros valéis más que muchos gorriones!» (Lucas 12:7).

¡Qué consuelo son estas palabras para los hijos de Dios! También nosotros estamos expuestos con frecuencia a peligros de diversa índole, y nuestra vida se ve amenazada con frecuencia, ya sea por enemigos y perseguidores o por otras causas. En nuestro servicio diario, en el hogar o en nuestras visitas a los enfermos aquejados de enfermedades contagiosas, en los viajes por tierra o por mar, la muerte nos amenaza. Pero aquí tenemos el verdadero remedio que lo provee todo: los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Este pensamiento nos hace avanzar con valentía, no porque seamos insensibles al peligro, sino porque estamos imbuidos del sentido de la protección y el cuidado de un Padre que vela por nosotros. Esta es la sencilla verdad que encontramos en las palabras de un poeta: “Ninguna flecha puede acertar hasta que el amor de Dios lo permita”. Entonces, ¿cómo puede tener miedo un hijo de Dios? Su único temor debería ser el ser infiel y temer más al hombre que a Dios, olvidar ese amor constante que le hace invulnerable a todas las armas de que se sirve Satanás para obrar su ruina, hasta el momento que Dios ha fijado. Si los hijos de Dios estuvieran en poder de esta verdad, también se preocuparían y angustiarían mucho menos en los momentos de enfermedad. Dios nos permite usar medios, pero ¿cuántas veces recurrimos a ellos con un espíritu de incredulidad, como si nuestra recuperación dependiera únicamente de la ayuda y el consejo humanos? Ciertamente, si un gorrión no puede caer al suelo sin el permiso de nuestro Padre, tampoco pueden hacerlo sus hijos. No, los cabellos de nuestra cabeza están todos contados, y Dios se honra cuando permanecemos en calma y confianza, en presencia de los mayores peligros, estando seguros de que las enfermedades, como los enemigos, no son más que instrumentos en su mano para llevar a cabo los consejos de su amor.

9.3 - Las necesidades del cuerpo, necesidades terrenales

El Señor aplica esto de otra manera. Durante nuestro tiempo como peregrinos y extranjeros en este mundo, tenemos ciertas necesidades. Somos independientes del lugar por el que pasamos, salvo en lo que se refiere a nuestro cuerpo. Para todo lo demás, bien podemos decir con el salmista que es una tierra reseca donde no hay agua. Pero nuestros cuerpos tienen necesidades; hay que alimentarlos y vestirlos. El Señor, en su ternura y compasión por nosotros, toma nota de esas necesidades, y lo hace porque sabe cuántas veces las preocupaciones causadas por esas necesidades se interponen entre nuestras almas y él, para privarnos del goce del amor del Padre. En la parábola del sembrador, menciona las preocupaciones de este mundo como una de las cosas que ahogan la semilla de la Palabra, de modo que no llega a madurar ningún fruto. También preparó un remedio para este mal. Dijo a sus discípulos que no se preocuparan por su vida, por lo que iban a comer, ni por su cuerpo, por lo que iban a vestir, y para dar más fuerza a la exhortación, les recordó que la vida es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido, y apoyó su exhortación con 2 ejemplos que nos hablan del cuidado que Dios tiene de nosotros, ejemplos que golpeaban constantemente sus ojos: las aves del cielo y los lirios del campo, que veían en cuanto daban un paso fuera de sus casas. Se les recordaba constantemente que Dios alimenta a unos y viste a otros, y que, puesto que ellos mismos eran más valiosos para él que las aves o los lirios, con mayor razón los alimentaría y los vestiría (Mat. 6).

¡Qué perfectos son los caminos de Dios! ¡Y qué maravillosamente combaten estas palabras la tendencia de nuestros corazones a preocuparse por las cosas terrenas! Pero va aún más lejos. Les recuerda que, si las naciones del mundo buscan todas estas cosas, no debe ser así con los hijos de Dios. Pensar en las cosas de este mundo es lo que caracteriza a los hombres de este mundo. ¿Y qué puede liberar a los hijos de Dios de esta esclavitud? La confianza en el cuidado y el amor del Padre. Por eso añade el Señor: «Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas ellas» (Mat. 6:32). ¡Qué poder tenemos en esta bendita seguridad, cuando se ha apoderado de nuestras almas! Cuando estamos en apuros, en circunstancias difíciles, angustiados por el pan nuestro de cada día, este pensamiento: Nuestro «Padre sabe», debería disipar todo temor y desterrar todo desaliento. Si nosotros, pues, que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, como el Señor nos ha enseñado en otra parte, ¿cuánto más nuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que se lo pidan? Sí, sus ojos están puestos en cada uno de sus hijos. Ve todas sus necesidades y, si tarda en atenderlas, es solo para bendecirlos aún más. Por eso, bien podemos decir con Habacuc: «Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación» (Hab. 3:17-18).

9.4 - Buscar primero el reino de Dios

La única preocupación de los hijos de Dios es el reino de Dios, sus derechos e intereses. «Buscad primero el reino y la justicia de Dios; y todas estas cosas os serán añadidas» (Mat. 6:33). Es decir, la voluntad de Dios debe ser nuestra única ley, y nuestros corazones deben estar puestos en las cosas del cielo y no en las de la tierra. Su gloria debe ser el fin y el propósito de nuestra vida, y él se ocupará de todo por nosotros. Su fidelidad se compromete a proveer a todas las necesidades de sus hijos que buscan su reino. Es como dice el poeta:

Encuentra tu placer en servir al Señor,
y serás objeto de su solicitud.

No es necesario, por tanto, acumular tesoros en la tierra. Si lo hacemos, nuestras riquezas estarán expuestas a ladrones y polillas; y, además, donde esté nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón (Mat. 6:19-21). Por tanto, si nuestro tesoro está en este mundo, nuestro corazón también estará en este mundo; Cristo debe ser nuestro único tesoro, para que nuestro corazón esté fijo en él. Si hacemos de la gloria de Dios nuestro objeto, estaremos libres de ansiedad por las cosas temporales, porque él vela por nosotros y trabaja por nosotros; así podremos pasar por la escena de este mundo como extranjeros y peregrinos, con nuestros lomos ceñidos y nuestras lámparas encendidas; y como los siervos esperan a su amo, así esperamos el regreso de nuestro Salvador, que nos llevará consigo, para que estemos con él en la Casa del Padre.

9.5 - Los hijos presentan sus necesidades a Dios

Otro precioso privilegio del que gozan los hijos de Dios es el de presentarle sus necesidades. En otras palabras, tienen una relación íntima con el Padre. Cuántas veces lo recordó el Señor Jesús a sus discípulos: «En aquel día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Juan 16:23-24). ¿Quién comprenderá la magnitud de la bendición que encierra semejante privilegio, el de desahogarnos de todas nuestras preocupaciones y penas en el corazón de Aquel que nos comprende y nos ama?

Pero ¿qué podemos decir al Padre en nuestras oraciones? No hay límites, no hay reservas. Todo lo que nos aflige, todas nuestras necesidades, nuestras dificultades o nuestras penas pasajeras, todo se puede decir a Aquel cuyo oído está siempre abierto a nuestros gritos. Como dice el apóstol Pablo: «Por nada os preocupéis, sino que, en todo, con oración y ruego, con acciones de gracia, dad a conocer vuestras demandas a Dios» (Fil. 4:6). Él quiere que estemos en la intimidad de su amor, que seamos absolutamente incondicionales ante él, que le contemos todo sin guardarnos nada. Nunca hay peligro de que le digamos demasiado, sino todo lo contrario. Y cuanto más conozcamos su corazón, más dispuestos estaremos a hacer uso de este privilegio. Como alguien dijo una vez: “Todo lo que es preocupación para nosotros se convierte en cuidado para nosotros en el corazón de Dios”. Por eso nunca debemos temer ir demasiado lejos en nuestras peticiones. A él le encanta oír el clamor de sus hijos, porque sabe que ese clamor es la expresión de su confianza en él. Puede ser, y a menudo lo es, un grito insensato; pero siempre es el grito de su hijo, y nunca se cansa de oírlo. Tenemos muchos ejemplos en la Escritura para animarnos, ejemplos del carácter más familiar. Vean cómo Ananías, cuando el Señor lo envió a Saulo, se aventuró a recordarle al Señor el carácter de aquel a quien debía ir, como si el Señor no supiera nada al respecto. «Señor», le dijo, «he oído hablar mucho sobre este hombre, cuanto mal ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aquí también tiene autoridad de los jefes de los sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre» (Hec. 9:13-14). Y esto no desagradó al Señor, sino que, lleno de ternura por su siervo, le dijo: «Ve, porque él es un instrumento escogido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel» (Hec. 9:15). Así es como le gusta al Señor que derramemos nuestro corazón ante él, confiando siempre en su amor.

9.6 - Responder o no a las oraciones

A pesar de esto, el Señor no siempre promete responder a nuestras oraciones. En el pasaje de Juan antes citado, se nos dice que todo lo que pidamos en nombre de Cristo nos será concedido. En el nombre de Cristo –esta expresión significa que estamos ante Dios según lo que Cristo mismo es, y que por consiguiente tenemos todos sus derechos en el corazón del Padre. Pero se verá enseguida que no podemos estar ante el Padre en nombre de Cristo, para pedirle algo que no sea según su voluntad. Ni siquiera podríamos decir a un benefactor humano que venimos en nombre de otro cuya aprobación no tenemos. Y no podríamos usar el nombre de Cristo en nuestras peticiones, si el Espíritu Santo no lo produjera en nuestros corazones según la voluntad de Dios; pero toda petición semejante será infaliblemente concedida, como el mismo Cristo lo dice positivamente.

Si ahora consideramos el pasaje de Filipenses, es diferente. Podemos, según este pasaje, presentar nuestras peticiones y súplicas en todo con acción de gracias (Fil. 4:6); pero no dice que nuestras peticiones serán satisfechas. Solo está la promesa de que la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará nuestros corazones y nuestras mentes en Cristo Jesús. Esto es infinitamente precioso, porque vemos que Dios quiere que estemos ante él en perfecta confianza, gozando de plena libertad, para que podamos exponerle todas nuestras necesidades, y si no responde a nuestras oraciones, porque en su amor y sabiduría juzga que es mejor para nosotros lo contrario, guardará, sin embargo, nuestros corazones en su paz inefable. Si le exponemos nuestras cargas, diciéndole todo lo que hay en nuestro corazón, él nos dará a conocer, por medio de Jesucristo, esa paz perfecta que nada puede turbar. Nuestro corazón estará tranquilo, lleno de confianza en el amor del Padre y custodiado por la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento.

9.7 - Dar gracias

Hay otro aspecto de este privilegio que no debemos pasar por alto. Cuando nos presentamos ante Dios, nuestro Padre, es sin duda no solo para expresarle nuestros deseos, sino también para darle gracias y alabarle. ¿Cómo podríamos, en efecto, estar en presencia del Padre, con el sentimiento de todo su amor y de toda su gracia, sin postrarnos ante él en adoración? Que, además, es enteramente conforme a la mente de su corazón. El Señor dijo a la mujer de Samaria: «Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca a los tales para que le adoren a él» (Juan 4:23). ¡Qué precioso es saber esto! No solo Dios, en su infinita gracia, busca a los pecadores perdidos y les ruega por medio del Evangelio que se reconcilien con él, sino que, como Padre, su corazón anhela adoradores. Para cumplir este deseo, Cristo vino al mundo, murió en la cruz, resucitó, ascendió al cielo, envió al Espíritu Santo y predicó el Evangelio. Y por gracia se nos ha hecho creer en su testimonio, hemos nacido de nuevo, hemos sido lavados de nuestros pecados por la sangre preciosa de Cristo y hemos recibido el Espíritu de adopción por el que clamamos «¡Abba, Padre!».

9.8 - La oración y las necesidades fuera de nosotros

El sentimiento que tenemos de la gracia y la misericordia de Dios en Cristo tendría poco valor si, con la conciencia de que estamos ante él, pensáramos solo en nuestras propias necesidades. Cuanto más llenos estamos de gratitud por todas las bendiciones que hemos recibido, más recordamos lo que se debe a Aquel que nos salvó y nos hizo hijos suyos. Los derechos del Padre deben ocupar siempre el primer lugar en el corazón del hijo; porque el Padre tiene sus derechos, como él mismo dice por boca del profeta: «Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?» (Mal. 1:6). El respeto y la adoración le pertenecen, en virtud de la relación en la que está dispuesto a estar con nosotros. Todos confesarán que esto es verdad; pero si él tiene, sin duda, derechos absolutos sobre nosotros, derechos que exigen nuestro homenaje y la adoración de nuestros corazones a causa de la redención realizada, nosotros, por nuestra parte, debemos encontrar nuestro deleite en pensar en el privilegio que tenemos de ser admitidos en su presencia como adoradores.

Cuanto más recordemos que solo por gracia ocupamos esta feliz posición, más se llenará nuestro corazón de gratitud y alabanza. Podemos preguntarnos si somos suficientemente sensibles a este privilegio. ¿De qué están llenos los momentos, más o menos largos, que pasamos cada día ante Dios como Padre nuestro? ¿Es la oración o la alabanza lo que ocupa la mayor parte de ellos? ¿Son nuestras necesidades o lo que se le debe a él? Si, ampliando el círculo de estas preguntas, consideramos nuestras asambleas de hijos de Dios, cuando estamos reunidos en su presencia, ¿es la oración o la adoración lo que domina? Es bueno examinarnos a este respecto; porque, como hemos visto, el Padre busca adoradores; por eso se complace en ver a estos adoradores reunidos como tales, le gusta oír los acentos gozosos de su adoración y de su gratitud.

9.9 - La comunión con el Padre y con el Hijo

Existe aún otro privilegio del que gozamos cuando, en el poder del Espíritu, alcanzamos el carácter más elevado de la adoración. El apóstol Juan nos dice: «Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). Ahora bien, según la enseñanza de la Escritura, este lugar pertenece a todos los que han recibido a Cristo como vida eterna. Teniendo una nueva naturaleza y vida eterna, somos llevados a la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Esa es nuestra posición. No puede haber una expresión más elevada de la gracia; y no nos es posible, en nuestro estado actual, concebir el alcance ilimitado de la bendición que caracteriza esta posición. Por gracia, podemos gustar algo de este goce inefable; el Espíritu Santo nos conduce a veces a algún Pisga, desde el cual podemos abrazar la herencia, y en nuestra medida conocemos ya ahora el carácter de esta comunión que es toda celestial, y cuyos tesoros infinitos solo la eternidad nos revelará.

Todavía podemos preguntarnos qué significa esta expresión: “Tener comunión con el Padre”. Significa estar lleno de sus pensamientos, de sus deseos, de su objeto y de sus afectos. Lo mismo ocurre con la comunión con el Hijo. Por ejemplo, si Cristo es el objeto del corazón del Padre y la gloria de Cristo es la meta de todos sus consejos, si yo estoy en comunión con el Padre, Cristo será también el objeto de mi corazón; y mi meta en todo lo que soy y hago será su gloria. Y si Cristo tiene en vista la gloria del Padre en todo lo que realiza incluso ahora, como cuando estaba en la tierra, y si yo vivo en comunión con el Hijo, la gloria del Padre será también el pensamiento dominante de mi alma. ¡Qué posición tan bendita! Tenemos el privilegio de liberarnos de nosotros mismos, de perdernos en el amor del Padre y del Hijo. Cuando nuestra mente se llena de pensamientos y afectos divinos, el ego desaparece. ¿Seré capaz de perseguir mis propios pensamientos y propósitos si estoy ocupado con los del Padre y del Hijo? ¿Podré aferrarme a mis propios afectos si estoy poseído por los que llenan el corazón del Padre y el de su Hijo Jesucristo? ¡Lejos de mí! Prefiero perderme en este océano de bendiciones que, en la maravillosa gracia de Dios, se abre ante mí y ante todos sus hijos. ¡Ah, qué humildes nos sentimos cuando comparamos los pensamientos de Dios para nosotros con nuestros propios pensamientos! Que todos sus hijos que lean estas páginas deseen responder más plenamente a sus designios de gracia, para que podamos experimentar esta comunión con el Padre y con su Hijo amado.

Es también nuestro privilegio, como hijos de Dios, habitar ya ahora en espíritu en la Casa del Padre. Cuando el hijo pródigo regresa y ha recibido el beso del Padre, la mejor túnica, el anillo en el dedo y las sandalias en los pies, desaparece, perdido en la alegría de la Casa del Padre. Pero ¿quién puede dudar de que la Casa del Padre y su mesa son ahora el lugar natural que le pertenece?

Es importante señalar que no hay que confundir la mesa del Padre con la Mesa del Señor. Esta Mesa está puesta para nosotros en la tierra, mientras que la otra está puesta en lo alto. En la Mesa del Señor recordamos su muerte. Cada vez que comemos el pan y bebemos la copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que venga (1 Cor. 11:26). En la mesa del Padre, tenemos comunión con él en su propio gozo, expresado con estas palabras: «Traed el becerro cebado, matadlo, comamos y alegrémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15:23-24). Además, nos reunimos en torno a la Mesa del Señor como miembros del Cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:16-17). También nosotros somos hijos de Dios por su gracia inefable, pero es como miembros del Cuerpo de Cristo como le recordamos en su muerte. Solo por ser hijos gozamos del privilegio de un lugar en la mesa del Padre.

Sí, es privilegio de todos los redimidos de Dios habitar en la Casa del Padre y sentarse a su mesa. El lugar donde mora el Padre mismo se ha convertido en el suyo. Lo mismo sucede en las familias terrenales. Un niño no pregunta si puede entrar en la casa de sus padres. Está tan seguro de su amor que sabe que es bienvenido y que nunca será un intruso. Tal pensamiento sería indigno del corazón de sus padres. Si nada ha venido a perturbar la intimidad de su afecto, los padres se regocijan en su presencia, y el niño en la de ellos. Tanto más en el trato de Dios con sus hijos. Él se complace en tenerlos ante sí, en estar rodeado de los suyos. Y nos ha puesto en su presencia, para que conozcamos el gozo de estar ante él, de descansar a su lado sabiendo que somos objeto de su corazón, amados como el mismo Cristo (Juan 17:23). La puerta de su Casa nunca está cerrada para nosotros; lo único que nos la impide es la locura de nuestros pensamientos, de nuestros caminos y de nuestras obras. Y si el sentimiento de los pecados no perdonados nos mantiene alejados y fuera, pudiendo estar dentro, recordemos que «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). Podemos dar gracias al Padre que nos ha hecho partícipes de la herencia de los santos en la luz; y en su gracia, ha dispuesto que cuando hayamos pecado, seamos purificados por el lavamiento del agua, mediante la Palabra, para que nada nos impida estar en constante comunión con él en su amor.

9.10 - Procurar disfrutar de nuestros privilegios

Puesto que nuestro lugar ya está en la Casa del Padre, preguntémonos si comprendemos lo que es estar allí. Cuando hemos completado nuestro servicio o terminado nuestro trabajo, ¿volvemos instintivamente a la Casa del Padre como nuestro lugar preferido, donde encontramos refrigerio, gozo y bendición? En Efesios, los santos aparecen como morando en la presencia del Padre, saliendo de allí para hacer su servicio, y siendo llamados a revelar en su conducta el carácter y el lugar del Dios soberanamente bendito en cuya presencia están. Actúan como representantes de su Padre y de su morada, para que otros, enseñados por ellos, sean atraídos a la misma posición. Los que, por ejemplo, solo ocasionalmente están en la corte, poco saben de sus modales, hábitos y costumbres. Pero los que viven allí adoptan el tono y pronto se convierten ellos mismos en cortesanos. Lo mismo sucede con los hijos de Dios. Si solo van de vez en cuando a la Casa del Padre, si la mayor parte del tiempo se divierten en otra parte, nunca llegan a conocer ni el corazón del Padre ni las costumbres de su Casa.

Tengamos cuidado de no tratar a la ligera el amor del Padre, no buscando activamente su presencia. Nunca podremos sondear la profundidad de su corazón y, sin embargo, derrama todo su amor sobre los que antes eran sus enemigos y ahora son sus hijos redimidos. Cuanto más comprendamos esto, más querremos disfrutar del privilegio que nos ha dado de vivir en su presencia como hijos suyos. La cruz de Cristo es la medida de su amor insondable. Pero cuanto más vivamos con el Padre, más conoceremos ese amor, y más apreciaremos esa gracia maravillosa que nos ha hecho hijos suyos, y si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo. Su corazón, sus ojos, su mano están a nuestro servicio, y quiere que gocemos plenamente de todas las bendiciones que nos ha concedido en Cristo, y que pone a nuestro alcance día a día a nuestro paso por el desierto. Todo lo que Dios es, lo es para nosotros, porque nos ha redimido con la sangre preciosa de Cristo, y todas las riquezas del corazón del Padre se derraman continuamente sobre nosotros, porque somos sus hijos. ¡Que nos dé más de esa santa audacia que nos permita apropiarnos de todos los privilegios que nos ha conferido y que son como la expresión de su gracia y de su amor!