Índice general
7 - Los deseos del Padre para sus hijos
Los hijos de Dios
7.1 - Manifestar la vida de Cristo
Acabamos de ver que hay ciertas marcas inconfundibles de la nueva naturaleza y de la vida que poseen los hijos de Dios; en otras palabras, que, como enseña el apóstol Juan, esta nueva naturaleza, ya sea vista en el Señor Jesucristo en la tierra o en el creyente, debe necesariamente fluir por los mismos cauces. Pero en otros pasajes encontramos preceptos y exhortaciones que nos revelan lo que Dios desea para sus hijos e indican cuál es el camino que agrada a sus ojos. Ahora bien, cuando los consideramos detenidamente, descubrimos que todas estas exhortaciones no son sino rasgos de la vida de nuestro amado Salvador, que nos muestran lo que fue y lo que hizo en su paso por la escena de este mundo; y así, al darnos la dirección divina para nuestras almas, son a la vez la medida de nuestro aprecio por nosotros mismos y el ánimo para estimularnos a seguir sus huellas. Es una inmensa bendición relacionar estos pasajes con Cristo, porque de otro modo tienen algo de seco y legalista que solo trae esclavitud a los hijos de Dios, en vez de proporcionarles un motivo sacado del amor y la gracia de Cristo para una santa y feliz libertad en el camino de la obediencia.
7.2 - Perfectos como el Padre celestial
El primero de estos preceptos relacionados con nuestro tema especial se encuentra en el Sermón del Monte. Nuestro Señor dijo: «Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen; para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen así también los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:43-48).
El principio fundamental de estos preceptos es que los hijos de Dios deben ser sus representantes en este mundo, que su conducta debe expresar quiénes son y a quién pertenecen. Este es el sentido de las palabras: «Para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:45), es decir: actuad de tal manera que se vea vuestra semejanza con el Padre. El ejemplo del Señor lo deja claro. Los hombres dicen: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo», pero el Señor dice: «Amad a vuestros enemigos». Estos 2 preceptos nos revelan el corazón del hombre y el corazón de Dios. Al hombre le puede costar aceptar esto como verdad, que ama a su prójimo y odia a su enemigo; pero es la expresión exacta de la carne, del corazón corrupto del hombre. No es natural que el hombre ame a los que le odian. Pero Dios, en cambio, nos ha mostrado su corazón en el don de su Hijo amado a un mundo que lo rechazó y crucificó. Como dice el apóstol Pablo: «Pero Dios demuestra su amor hacia nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8).
Cuando aún éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo. Este es el amor especial de Dios, el amor que actúa en gracia a favor de quienes nada tenían en ellos para merecerlo, sino por el contrario, todo lo que podía repelerlo; un amor que brota de lo más profundo del corazón de Dios, porque, siendo amor, Dios se complace en amar y, por tanto, en bendecir los objetos sobre los que se posa. Es este mismo amor –un amor de la misma naturaleza– el que debe distinguir a los hijos de Dios. Los hombres más perversos aman a los que los aman y hacen el bien a sus hermanos, pero es un amor egoísta, que se derrama sobre aquellos de quienes espera algo a cambio, un amor humano y no divino; por eso dijo el Señor a los suyos: «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos… Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:44-48).
Sobre estas últimas palabras se ha construido todo un sistema teológico; pero un poco de atención al contexto habría evitado cualquier error. La doctrina de la perfección –la perfección en la carne, después de todo– no puede basarse en estas palabras a menos que se separen del contexto. Porque lo esencial aquí, como hemos dicho, es que los seguidores de Cristo, contrariamente a lo que hacen los hombres de este mundo y como hace Dios mismo, deben mostrar bondad y amor a todos, a amigos y enemigos, a buenos y malos; esto se debe a que, así como Dios, actuando en gracia, derrama sus bendiciones temporales sobre todos los hombres por igual, sin tener en cuenta su carácter, lo mismo deben hacer los suyos; y al hacerlo, demostrarán que son sus hijos y que son perfectos como él mismo es perfecto.
Hace algunos años, 2 señoras visitaban a un conocido siervo de Dios. En el curso de la conversación dijeron algo sobre la doctrina de la perfección. –“¿Habéis alcanzado esa perfección?”, les preguntó. –Creemos que sí. –¿Entonces sois perfectas? –Sí. –¿Entonces sois tan perfectas como Cristo? Después de algunas vacilaciones, respondieron afirmativamente. Entonces –continuó el siervo de Dios– yo no daría mucho por vuestro Cristo. ¿Qué otra cosa podía decirles? Porque perfecto significa, o perfecto según la medida de Dios, o perfecto según una medida menos elevada. Si es la primera, solo Cristo es nuestra medida; si es la otra, no es perfección. Pero aun suponiendo que tuviéramos en este pasaje una exhortación a llegar a la perfección moral de Dios (que, como hemos visto, no tenemos), no podría invocarse en apoyo de esta doctrina. Cristo mismo es nuestro modelo; debemos andar como él anduvo (1 Juan 2:6). Pero estaríamos olvidando lo que él fue en la tierra si dijéramos claramente: Hemos alcanzado el modelo; nuestro andar es tan perfecto como el suyo, y más que eso, hemos alcanzado su perfección. Es la perfección y nada menos; y por la gracia de Dios la alcanzaremos, pero no hasta que veamos a nuestro amado Salvador tal como es (1 Juan 3:2). Entonces seremos como él. Mientras tanto, debemos purificarnos como él es puro, transformarnos cada día a su semejanza; y esta obra de transformación se realizará en la medida en que la contemplación de la gloria del Señor ocupe nuestros pensamientos. Pero solo será «de gloria en gloria», por grados, y entonces, cuando le veamos cara a cara, seremos transformados a su semejanza. Así que nunca podremos, como alguien ha dicho, descansar en el pensamiento de que hemos llegado, sino en el pensamiento de que vamos a llegar. Además, durante nuestra estancia en la tierra, estamos llamados a representar al Padre cuya gracia se ofrece a todos, y en este sentido a ser perfectos como él mismo es perfecto.
7.3 - Misericordiosos como el Padre
El Evangelio según Lucas presenta otro aspecto de esta verdad. Allí leemos: «Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso» (Lucas 6:36). Esta palabra «misericordiosos» es muy notable, como veremos al compararla con otro pasaje. «Os exhorto, pues, hermanos, por las compasiones (o misericordias) de Dios», etc. (Rom. 12:1). Esta palabra compasiones es la misma que en Lucas. ¿Y cuáles son las misericordias de las que habla el apóstol? Las que se manifestaron en la redención, y de las que habló desde el capítulo 5 hasta el final del capítulo 8. Es, en otras palabras, la manifestación del corazón de Dios en el despliegue de su gracia para la realización de nuestra salvación; porque es en la manifestación y disfrute de estas compasiones, en lo que el apóstol basa su exhortación a presentar nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro servicio inteligente (Rom. 12:1). Por eso, cuando el Señor nos dice que seamos misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso, nos está recordando nuestra responsabilidad de representar al Padre, de proclamar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe. 2:9), de actuar con los demás como él ha actuado con nosotros, para que el corazón y la naturaleza del Padre se manifiesten en nuestra conducta y en todos nuestros caminos. Por eso debemos hacer el bien a todos, dar siempre sin esperar recompensa y amar a nuestros enemigos, pues de otro modo no representaríamos a nuestro Dios y Padre. ¡Qué maravillosa misión la nuestra! Cristo ha revelado al Padre, y quiere que le imitemos también en esto, para que los demás puedan reconocer en lo que somos, durante nuestro tiempo en la tierra, el carácter de Aquel que nos ha hecho hijos suyos.
Esta misma verdad se encuentra en más de una Epístola. Pablo, escribiendo a los efesios, les dice: «Sed benignos unos para con otros, compasivos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os ha perdonado en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados» (Efe. 4:32; 5:1). No es: como Dios os perdonó por el amor de Cristo, como dicen algunas versiones, sino: como Dios os perdonó en Cristo. Porque el apóstol presenta aquí a Dios en las riquezas de su gracia, no teniendo más motivo que en sí mismo para actuar, y por tanto no necesitando comprometerse a perdonar; solo tiene que actuar según su corazón –que, por otra parte, nos ha mostrado en la redención. Pero es en este sentido en el que el apóstol nos lo presenta como modelo; por eso dice: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados» (Efe. 5:1). Aquí, como en los Evangelios, los hijos de Dios están llamados a presentar en su conducta el carácter de Dios como su Padre. Y en esto el apóstol nos muestra a Dios como amor y luz –2 palabras que expresan todo lo que Dios es; y nos dice: Vosotros también debéis manifestar amor y luz: «Andad en amor» (Efe. 5:2), y: «Andad como hijos de luz» (Efe. 5:8). Cristo mismo está presentado como ejemplo de amor en cuanto que «nos amó y sí mismo se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante» (Efe. 5:2); pues en ese sacrificio está la expresión de todo el corazón de Dios. Y puesto que ahora somos luz en el Señor, hemos de andar como hijos de luz, y el fruto de la luz (aquí la luz, no el Espíritu) consiste en toda bondad, justicia y verdad, experimentando en este andar lo que es agradable al Señor (Efe. 5:9-10).
Ante tales afirmaciones, preguntémonos sinceramente si estos deseos de nuestro Dios están suficientemente grabados en nuestro corazón. Es tan grande la tentación de compararnos con los demás, que no podemos dejar de recordarnos que es Dios mismo quien nos sirve de modelo para nuestro caminar y conducta, Dios tal como se ha manifestado, amor y luz en la redención. Y ¡qué poderosos motivos se nos dan aquí para convertirnos en imitadores de Dios, como sus hijos amados! Así, por ejemplo, debemos perdonarnos unos a otros, como Cristo nos perdonó; es decir, nuestros corazones deben actuar en gracia, como Dios actuó para nuestra salvación, sin buscar ningún motivo fuera de nosotros mismos (excepto en el Dios de nuestra salvación), sino encontrando nuestro deleite en expresar esa gracia inefable de la que hemos sido objetos. No se trata, sin embargo, de que debamos declarar siempre a los que han pecado contra nosotros que los perdonamos; pero en cuanto a nuestros sentimientos, debemos estar siempre dispuestos a perdonar y no retener nunca en nuestro corazón el pecado de nuestro hermano. Alguien puede haber pecado contra nosotros, pero ante Dios debemos perdonar inmediatamente; y luego, como ya hemos dicho, cuando, como el Señor enseñó a Pedro, el que ha obrado mal viene a nosotros y dice: «Me arrepiento» (Lucas 17:4), debemos concederle el perdón. Dios mismo actúa así. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9), y nosotros, como hijos suyos, debemos actuar según el mismo principio. La gracia no retiene nada y perdona siempre; pero por amor al ofensor, por la gloria de Dios, sobre todo, espera a que el pecador se juzgue a sí mismo antes de declarar abiertamente que su pecado está perdonado.
Estamos, pues, muy cerca del corazón de Dios y de Cristo; y es de la gracia inefable del uno, del amor insondable del otro, de donde debemos sacar los motivos de nuestro caminar y de nuestra conducta, pues cuanto más estemos nosotros mismos bajo el poder de la gracia y del amor divinos, más gracia y amor derramarán nuestros corazones sobre los que son creyentes como nosotros. Se trata, pues, de una cuestión de corazón, del corazón lleno del sentimiento del amor de Dios en el poder del Espíritu Santo; y si en alguna medida lo estamos, actuaremos con ese espíritu hacia todos los que nos rodean.
7.4 - Sin murmuraciones ni razonamientos
En la Epístola a los Filipenses, el apóstol exhorta a los santos a hacerse recomendables como hijos de Dios. «Haced todo sin murmuración ni disputa, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha, en medio de una generación depravada y perversa, entre los cuales resplandecéis como lumbreras en el mundo, manteniendo en alto la palabra de vida», etc. (Fil. 2:14-16). Es digna de mención la forma en que se introduce esta exhortación. Es: «Haced todo sin murmuración ni disputa, para que seáis irreprensibles y sencillos». El Padre sabía, y nuestros pobres corazones también lo saben en cierta medida, lo propensos que somos a tales murmullos y razonamientos. Murmuramos de 1.000 cosas que nos suceden, como hicieron los israelitas en el desierto, y así dudamos del cuidado, del amor y de la sabiduría de Aquel que ha determinado nuestro camino, y perdemos el sentido bendito de su presencia. El resultado es que caemos fácilmente presa de las sugerencias y tentaciones del enemigo. Por eso se menciona la murmuración y el razonamiento; porque mientras prevalezca la incredulidad de modo que andemos por vista, el razonamiento toma el lugar de la fe. Nada mata la confianza en Dios como una mente cuestionadora. Un hijo de Dios debe tener miedo de razonar, recordando las palabras del salmista: «Aborrezco a los hombres hipócritas» (Sal. 119:113). Los pensamientos de Dios son nuestra porción, deberían bastarnos: estar satisfechos con ellos es la marca de una fe viva.
¡Ah, estos murmullos y razonamientos son verdaderamente las pequeñas zorras que echan a perder las viñas! ¡Y qué desgraciadas consecuencias tienen! Debemos evitarlos, para ser irreprensibles y puros, cosa que no somos cuando cedemos a ellos. No, no es demasiado decir que nada deshonra más el nombre de Cristo, que nada degrada más nuestro carácter de hijos de Dios. Y, sin embargo, son tan comunes que no nos importan. Pero ¿cómo puedo murmurar si siento el cuidado y el amor del Padre? ¿Cómo puedo razonar si conozco mi posición de hijo en relación con el Padre? Ambas cosas van en detrimento de la gracia de Dios.
7.5 - Irreprensibles y puros
Si ahora examinamos más detenidamente el versículo 15, veremos que el apóstol nos ha dado realmente una imagen de Cristo. Pues todas las palabras de esta exhortación son la expresión exacta de cómo era Él en el mundo. Fue irreprochable y puro en toda su carrera, desde Belén hasta el Calvario. ¿Quién de vosotros –dijo a sus adversarios– puede convencerme de pecado? Y 3 veces testificó Pilato que no podía hallar delito alguno en él (Lucas 18). Sabemos que agradaba infinitamente a Dios, pues era el único en quien Dios encontraba toda su complacencia, pero también los hombres, aunque le odiaban y rechazaban, se veían obligados a dar testimonio de su vida intachable. Iba de un lugar a otro haciendo el bien, esparciendo bendiciones por doquier a su paso; caminando de tal manera ante Dios y los hombres que los ojos traicioneros de sus enemigos no descubrían un solo acto sobre el que pudieran levantar una acusación válida contra él. Frustrados, confusos, cuando no confundidos en todos sus esfuerzos por extraer de su boca palabras que pudieran utilizar para destruirle, recurrieron a falsos testigos que tergiversaron sus palabras para producir algo parecido a una acusación seria contra él. ¿Y cómo podía ser de otro modo, en presencia de aquella vida santa y sin mancha?
Además, era el Hijo de Dios, irreprochable o, mejor dicho, sin mancha. Ninguna mancha podía adherirse a él. Podía incluso tocar a un leproso sin mancharse y, con el poder del Espíritu de santidad que había en él, sanar la lepra misma. Esto es solo un emblema de toda su vida. El pecado y todas sus impurezas le rodeaban; estaba en medio de una generación torcida y perversa; pero, como un arroyo claro que a veces se ve fluir por aguas turbias sin mezclarse con ellas ni perder su pureza cristalina, el Señor permaneció puro y sin mancha. En medio de las tinieblas solo era luz; y así, como el Cordero preordenado antes de la fundación del mundo, era sin culpa y sin mancha, y como el Cordero por cuya sangre preciosa hemos sido redimidos. Además, apareció como la luz en el mundo, pues, como nos dice Juan: «En él (el Verbo) había vida; y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la apagaron» (Juan 1:4-5). Sí, como él mismo atestigua, era la luz del mundo, y como tal presenta la Palabra de vida.
7.6 - El reflejo de Cristo
Así pues, esta es una imagen perfecta de cómo era Cristo y lo que es más, estas palabras muestran los deseos del Padre para sus hijos, para todos los miembros de su familia en este mundo. Quiere que cada uno de nosotros trate de realizar ese carácter. Cristo mismo es el modelo de los hijos de Dios. Pronto seremos como él, cuando le veamos tal como es; entonces seremos hechos perfectamente conformes a su imagen. Pero ahora, mientras esperamos aquel tiempo en que seremos consumados en él, quiere que andemos como Cristo. Si decimos que permanecemos en él, también debemos andar como él anduvo. Podemos fallar a cada hora, a cada momento, pero el modelo sigue siendo el mismo, y cuanto más nos ocupemos constantemente de él, cuanto más meditemos en él como objeto de nuestro gozo y deleite, más nos transformaremos a su imagen, y mejor, como resultado, seguiremos sus huellas.
El deseo de Dios para nosotros es que reflejemos de algún modo la imagen de su Hijo. Por eso sabemos qué es lo que más agrada a nuestro Dios y Padre. En la antigüedad, e incluso hoy en día, a menudo oímos hablar de cristianos profesos que hacen sacrificios costosos para ganarse el favor de Dios. Los sacerdotes persuaden a sus rebaños de que agradarán a Dios con ofrendas, extorsionándolos con regalos y dinero, y así se enriquecen a costa de ellos. Solo hay un modo de agradar a Dios: la fe en el Señor Jesús, que fue entregado por nuestras transgresiones y resucitó para nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos acceso, por la fe, a esta gracia en la que estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:1-2). Una vez obtenido el favor de Dios por este medio, es siguiendo el ejemplo de nuestro Señor y Salvador como más agradaremos a Dios. Así se dice: «Por la fe Enoc fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue hallado, porque le trasladó Dios; porque antes del traslado obtuvo testimonio de haber agradado a Dios» (Hebr. 11:5). ¿Y qué caracterizó la vida de Enoc? Era que caminaba con Dios –lo que el Señor Jesús hizo de manera perfecta– y el Espíritu Santo también se complace en testificar que Enoc agradó a Dios. Este, entonces, es el camino para agradar a Dios, no haciendo ricos regalos y costosas ofrendas, sino caminando en sumisión a su Palabra conforme a su mente, estando ocupado con todo lo que le concierne, y teniendo comunión con él. Este es el camino que está abierto ante cada hijo de Dios, y es también lo que el apóstol Pedro expresa de otra manera, cuando dice: «Como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta; porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:15-16).
Este es el camino real para gozar del favor de Dios. Él ama perfectamente a todos sus hijos, pero el que sigue más de cerca al Señor gozará de la más rica manifestación de ese amor. El Señor amaba tanto a Pedro como a Juan, pero solo Juan pudo reclinar su cabeza sobre el pecho del Salvador. El hecho es que Juan, por seguir más de cerca al Señor, podía recibir esta señal de favor preferentemente a Pedro. No estaba prohibido a Pedro, pero el estado de ánimo de este apóstol le impedía disfrutarlo. El Señor mismo estableció este principio cuando dijo: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Así pues, el hijo obediente es el que recibirá la mayor manifestación del amor del Padre. Por eso, si el Padre revela lo que piensa de sus hijos, es solo para mostrar el único modo de agradarle, de ser bendecidos y de gozar de su ilimitado afecto.