Índice general
10 - La condición futura y la morada de los hijos de Dios
Los hijos de Dios
Hemos repasado muchos aspectos de la verdad sobre los hijos de Dios. Hay, sin embargo, una cosa más a considerar, y es su futura condición y morada. Un pasaje de Romanos servirá como base para nuestro estudio de este tema. Leemos en Romanos 8:28-29: «Sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito. Porque a los que conoció de antemano, también los predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos».
10.1 - La condición de los hijos de Dios: hechos conformes a la imagen de Cristo
10.1.1 - El propósito de Dios
En este pasaje hay 2 cosas distintas, aunque reunidas. La primera es que, desde la eternidad, el designio de Dios ha sido hacer a todos sus hijos conformes a la imagen de su Hijo, el cual, aun teniendo la preeminencia que corresponde a su persona y dignidad, es, sin embargo, el modelo de todo hijo de Dios. Este precioso pasaje de Romanos nos muestra, mejor que muchos otros, las infinitas riquezas de la gracia de Dios, y este resultado debería sorprendernos si consideramos lo que somos en nosotros mismos. También explica todo el secreto de la redención. Es verdad que Dios, en su misericordia y en su gracia, nos ha elegido para cumplir con nosotros sus propósitos misericordiosos, pero no debemos olvidar que el motivo supremo de la gracia de Dios en la redención, tal como se manifiesta en sus consejos eternos, es la gloria de su Hijo amado. Los hijos de Dios están aquí en el escenario que describe este pasaje, pero Cristo es el centro de este, Cristo como primogénito entre muchos hermanos. Lo maravilloso es que Dios, en su gracia y en su amor, nos ha asociado a su Hijo único en los designios que ha formado para su gloria. Asociados a él ahora, porque somos sus coherederos, estaremos asociados a él en la eternidad; porque, aunque él es el primogénito, se digna, sin embargo, llamarnos sus hermanos. La familia no estaría completa sin él, ni, bendito sea su nombre, sin nosotros. Por eso dijo a María: «Vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).
Otra cosa más puede servir para ilustrar el verdadero carácter de la redención. Cristo –y Cristo en gloria– como se desprende de este pasaje, estuvo siempre en la mente de Dios, ya como el fundamento, ya como objeto de sus designios. Los hijos de Dios no deben de ser hechos conformes a la imagen de Adán, sino a la imagen de Cristo. La introducción de la simiente de la mujer no fue una ocurrencia tardía, por así decirlo, ni meramente un medio de remediar el daño que Satanás había hecho a la creación por la locura del hombre, sino más bien la manifestación del secreto oculto en el corazón de Dios para su propia gloria, así como la de su amado Hijo. El primer Adán, como hombre responsable, fue introducido en la escena; pero el resultado solo sirvió para demostrar cuán incapaz era de soportar el peso de la gloria de Dios, a pesar de estar rodeado de todo lo que podía favorecer su dependencia y obediencia, o ayudarle a mantener el honor de Aquel de quien era representante. Cayó, como sabemos, de la manera más desastrosa, pero Dios intervino y demostró, como siempre, que estaba por encima del enemigo, allí donde este había actuado con soberbia, pues el aparente triunfo de Satanás no fue más que la ocasión para la revelación del segundo Adán, no el hombre responsable, sino el hombre según el consejo de Dios, Aquel en quien y por quien Dios realizaría todos sus propósitos para su eterna alabanza y gloria. Ahora bien, este segundo hombre, el Hijo de Dios, es Aquel a quien han de ser hechos conformes todos los hijos de Dios, para que por la eternidad brillen reflejando su luz, y contribuyan así a su gloria y a la gloria de Aquel por cuyos misericordiosos designios han sido redimidos.
10.1.2 - Dios obra para conformar a sus hijos a Cristo
Lo segundo que nos enseña este pasaje es que Dios obra ya con este fin. En todas sus dispensaciones actuales, en nuestras diversas experiencias, en todas nuestras pruebas, en las tribulaciones, peligros, persecuciones que encontramos en nuestro camino, es Dios quien nos guía y quien utiliza todas estas llamadas adversidades, como el escultor utiliza su cincel, para producir la conformidad con la imagen de su Hijo. El resultado, como veremos más adelante, no se alcanzará plenamente en la tierra, pero esa es la meta que Dios tiene siempre en vista. Con esta confianza, que él nos revela en su Palabra, podemos decir con gozo: «Todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios, los que son llamados según su propósito» (Rom. 8:28). ¡Qué consuelo inefable para nuestras almas! Todas las cosas, sin excepción, sí, todas las cosas amargas y dulces, la adversidad y la prosperidad, la enfermedad y la salud; sí, la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro o la espada, todas estas cosas no son más que instrumentos en las manos de Dios para realizar el fin que él se propone. ¡Con qué tranquilidad podemos descansar en él y en su amor! Como Jacob, a menudo podemos sentir la tentación de decir: “Todas estas cosas están contra nosotros”; pero no, están a nuestro favor, trabajando juntas para nuestro bien. Puede que no veamos la necesidad de estas pruebas, pero Dios vela por nosotros, teniendo en cuenta todo, desde lo que exige nuestra condición hasta el resultado que estas cosas producen. Él ve la condición a la que quiere llevarnos, y nos conduce por el camino que lleva a la bendición.
10.1.3 - Los ojos puestos en Cristo
Ahora seremos poderosamente sostenidos si tenemos los ojos puestos en Aquel a quien hemos de estar hechos conformes. Dios, como hemos visto, tiene a Cristo ante sí; y si Cristo está también ante nuestras almas, entonces lo que es objeto de Dios es también nuestro. Esto es lo que quiere para nosotros, y no podría expresarnos más plenamente, de ninguna otra manera, las riquezas de la gracia que nos ha concedido en Cristo. No podemos comprender, aunque sabemos que es así, que Dios quiera asociarnos de este modo a sí mismo, que nos coloque en esta posición feliz en la que podemos gozar de lo que es la delicia de su corazón. Además, tener los ojos puestos en Cristo es el medio para transformarnos en su imagen. Así leemos: «Pero todos nosotros a cara descubierta, mirando como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en la misma imagen, de gloria en gloria, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18).
Dios nos ha predestinado para que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo, pero obra para conseguir este resultado por los medios que él mismo ha preparado, y todo lo que se encuentra en nuestro camino contribuye a ello. Pero ahora, en la tierra, muchas cosas dependen de la disposición de nuestras almas. Es perfectamente cierto que todo creyente se encuentra en la posición en la que puede contemplar al Señor con el rostro descubierto; esta es la posición del cristiano frente a la del judío. Es sobre esto que debemos insistir siempre, pero no debemos olvidar que, en la medida en que seamos conscientes de nuestra posición, seremos transformados a imagen de Cristo. Supongamos, por ejemplo, 2 hijos de Dios, uno descuidado, indiferente, mundano, el otro celoso, entregado, que encuentra su gozo en ocuparse de Cristo; este último pronto habrá superado al otro en la creciente conformidad con Cristo. La obra es toda de Dios, pero él emplea los medios; y donde el corazón está comprometido en la búsqueda de la meta, habrá progreso en la gracia y en el conocimiento del Señor Jesucristo.
Comprenderemos esto enseguida, si consideramos por un momento el significado de este pasaje. Contemplamos el rostro descubierto del Señor, y este rostro del Señor nos revela toda la gloria de Dios (vean 2 Cor. 4:6). Es decir que, toda la gloria moral de Dios –la suma de sus perfecciones espirituales, la excelencia de todos sus atributos– se concentra en el rostro de Cristo como hombre glorificado a la diestra de Dios. Ocupados en él, teniéndole ante nosotros como modelo, meditando sobre su perfección moral y en su belleza, tal como están reveladas, y reveladas para nosotros en la Palabra escrita, donde podemos entrar en contacto con él y gozar de él, somos transformamos en la misma imagen de gloria en gloria, siendo siempre transformados y pasando de un grado a otro, porque, mientras estemos en este mundo, nunca llegaremos a su perfecta semejanza. La perfección solo se encuentra en Cristo, y solo estará en nosotros cuando estemos con él donde él está.
Pero mientras tanto, la gloria de la que nos ocupamos y que consideramos, se convierte en una fuerza transformadora por obra del Espíritu de Dios; deja su huella en nosotros, produciendo constantemente en nosotros el reflejo de su propia belleza, y de este modo somos transformamos día a día en la semejanza de Cristo. Si, pues, nos ocupamos de otra cosa, si permitimos que otros objetos se apoderen de nuestros corazones, nos encontramos en oposición al propósito para el que Dios nos ha tomado para sí; mientras que, si Cristo es nuestro deleite y nuestro gozo, estamos en la plena corriente de su pensamiento y, como arcilla en manos del alfarero, nos dejamos moldear a su antojo. Qué bendición es para todos nosotros, no solo si comprendemos lo que Dios tiene en mente, sino también si estamos en comunión con él en lo que se refiere a ese propósito, y si nuestro único deseo es que se cumplan sus planes para nosotros.
10.1.4 - Hechos conformes a Cristo como condición presente
Este es, pues, el propósito de Dios: hacernos conformes a la imagen de su Hijo. Si pasamos ahora a otro pasaje, veremos cumplido el propósito. «Amados», escribe el apóstol Juan, «ahora somos hijos de Dios; y aún no ha sido manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2-3). Aquí el apóstol contrasta la condición presente de los hijos de Dios con su condición futura. Ahora somos hijos de Dios, pero lo que seremos aún no ha sido manifestado. En apariencia, nos parecemos a los demás hombres. El Señor mismo no podía ser reconocido por el ojo natural. Si lo hubiéramos encontrado en las calles de una de las ciudades de Galilea o en Jerusalén, habríamos visto en él solo a un hombre de la clase baja. Habríamos dicho con los judíos incrédulos: «¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón?» (Marcos 6:3). El mismo Juan Bautista dijo que no lo conoció hasta que vio al Espíritu descender y habitar en él. Así sucede con los hijos de Dios. Tienen el mismo cuerpo de humillación que los demás hombres, tienen las mismas pruebas, las mismas penas, encuentran las mismas dificultades en su camino cotidiano; por eso el mundo no los conoce, porque no lo conoció a él. Hay un gran cambio en ellos, han sido sacados de las tinieblas a la luz maravillosa de Dios; han recibido el Espíritu de adopción por el que claman: «¡Abba, Padre!»; tienen a la vista el cielo mismo con el regreso del Señor; pero todas estas cosas solo se comprenden y se gozan por la fe. No son nada a los ojos del hombre natural, porque estas cosas aún no se han manifestado.
10.1.5 - Hechos conformes a Cristo como condición futura
Pero Juan nos transporta al tiempo en que serán, es decir, a la manifestación del Señor, pues no es a la venida de Cristo por su Iglesia a lo que alude el apóstol (aunque entonces los creyentes estarán hechos semejantes a él), sino a la futura aparición de Cristo en este mundo. La razón se encuentra en el tema mismo. Aquí abajo, los hijos de Dios están, por así decirlo, en una condición oculta, y es aquí donde se manifestarán en su plena conformidad con Cristo, cuando él venga para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que han creído (2 Tes. 1:10). Esto es lo que el Señor tiene en mente cuando dice: «La gloria que me has dado, yo les he dado; para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad; para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado» (Juan 17:22-23). El mundo conocerá entonces, porque verá a Cristo revelado en gloria y a los santos manifestados en la misma gloria que él.
Así pues, estamos claramente enseñados que, en nuestra condición futura, seremos como Cristo. ¿Qué puede significar esto? Comparando los 2 pasajes ya citados (Rom. 8:29; 2 Cor. 3:18) podemos responder en primer lugar que, al final, los hijos de Dios estarán en plena conformidad moral con Cristo. Como hemos mostrado, este es el modelo que Dios siempre ha tenido ante sí; y cabe señalar, una vez más, que puesto que nunca seremos moralmente como Cristo hasta que le veamos cara a cara, no puede haber ahora nada que se parezca a la perfección absoluta, –todavía la estamos esperando– hay que añadir, sin embargo, que el creyente no tiene por qué pecar. De hecho, peca, pero Dios, en su gracia, nos ha dado a Cristo como nuestro abogado para interceder…
Así es, de hecho, pero eso no es razón para tolerar el pecado, y todo nuestro deseo debería ser crecer cada día en la semejanza de Aquel a quien esperamos.
10.1.6 - Hechos conformes a Cristo en el cuerpo resucitado
Hay algo más. Nuestros cuerpos mismos serán semejantes al cuerpo glorificado de Cristo. El apóstol Pablo dice: «Porque nuestra ciudadanía está en los cielos; de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso, conforme a la eficacia de su poder, con el que también puede someter todas las cosas a sí mismo» (Fil. 3:20-21). También leemos: «Y como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:49). Es decir, así como nuestros cuerpos son ahora como el del primer hombre, que es terrenal, después del regreso del Señor serán como el del segundo hombre, que es el Señor mismo. Es el poder divino el que llevará a cabo este cambio. Nuestra conformidad moral con Cristo está teniendo lugar ahora y será completa cuando le veamos cara a cara. La conformidad de nuestros cuerpos con su cuerpo glorioso se llevará a cabo a su regreso. Por eso dice el apóstol: «Mirad, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos cambiados, en un abrir y cerrar de ojo, en la última trompeta; porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos cambiados. Porque es necesario que esto corruptible revista la incorrupción, y esto mortal revista la inmortalidad. Y cuando esto corruptible se revista de incorrupción, y esto mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que ha sido escrita: ¡La muerte ha sido sorbida por la victoria!» (1 Cor. 15:51-54).
Hay 2 clases indicadas en este pasaje, los que serán transformados y los que resucitarán de entre los muertos, y en otra Epístola tenemos más detalles de esta poderosa y divina operación. Leemos en Tesalonicenses: «Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús. Porque esto os lo decimos por palabra del Señor: Que nosotros los que vivimos, los que quedemos hasta el advenimiento del Señor, de ninguna manera precederemos a los que durmieron; porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivamos, los que quedamos, seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:14-17). Nada es más evidente que lo que aquí se enseña. Cuando el Señor baje del cielo, llamará de sus tumbas a todos estos santos dormidos –todos los que murieron antes de que él viniera; y cuando este gran ejército salga, todos ellos serán revestidos de un cuerpo incorruptible– un cuerpo como el cuerpo glorificado de Aquel que los llamó; y entonces todos los santos que estén vivos en la tierra serán cambiados en un momento –una poderosa corriente de vida pasará repentinamente a través de sus cuerpos, y lo que antes era mortal será revestido de inmortalidad; lo que es mortal será absorbido por la vida, pues serán revestidos de su «habitación celestial» (2 Cor. 5:2). Después, todos ellos serán arrebatados juntos en las nubes para encontrarse con el Señor en el aire. Él viene del cielo y allí, como un poderoso imán, por así decirlo, atrae hacia sí a todos los suyos, estén vivos o dormidos, para tenerlos consigo. La redención por la sangre está ahora consumada en la redención por el poder (Rom. 8:23), y el Señor mismo ve el fruto del trabajo de su alma y estará satisfecho. Todavía tiene que recoger otros frutos de la redención durante el Milenio; pero en lo que se refiere a la Iglesia y a los santos de las dispensaciones anteriores, su obra con todas sus consecuencias ya ha concluido, y los propósitos de Dios con respecto a ellos han tenido su pleno desarrollo, pues cada uno de los que forman las miríadas de los santos habrán sido hechos conformes a la imagen de su Hijo.
10.1.7 - Hechos conformes a Cristo como hombre glorificado
Ser semejante a Cristo en la gloria es, pues, ser como él, espíritu, alma y cuerpo. Pero al decir esto, debemos recordar que hablamos de él como hombre glorificado. Él permanece siempre único, en su dignidad divina y esencial de Hijo eterno. Durante la eternidad, nunca es menos que Dios, aunque al mismo tiempo se haya humillado hasta devenir hombre; y conservando su superioridad sobre el hombre, sigue siendo el Hombre glorificado. El misterio de su persona permanece; sigue siendo el Dios-hombre. Pero como hombre es el primogénito entre muchos hermanos. ¡Qué seguridad tan preciosa y maravillosa saber que no se avergonzó de llamarnos sus hermanos, sino que además se gozó de asociarnos con él para siempre! Y ¡cuántas dificultades tuvo que superar para llevar a cabo el plan de Dios y asegurar este bendito resultado! Había los dolores de su vida terrena, sus pruebas y tentaciones, la agonía de la cruz cuando fue abandonado por Dios, su muerte y resurrección; pero, aunque nunca hubo, ni podrá haber, sufrimiento semejante al suyo, quedará plenamente satisfecho cuando contemple el glorioso resultado de todos los sufrimientos que soportó para llevar a cabo esta obra de redención, y se presente a sí mismo su gloriosa Iglesia, sin mancha ni arruga ni cosa semejante.
10.2 - La morada de los hijos de Dios
Esta es, pues, la condición futura de los hijos de Dios –todos seremos como Cristo. Queda la cuestión de la morada de los hijos de Dios. El Señor mismo nos habló de ella. Antes de dejar a sus discípulos, angustiados por la perspectiva que tenían ante ellos, les dijo estas palabras para consolarlos e instruirlos: «No se turbe vuestro corazón; ¡creéis en Dios, creed también en mí! En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Si voy y os preparo un lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:1-3). Así nos está revelado que la Casa del Padre es nuestra futura morada. En el capítulo anterior vimos que ahora tenemos el privilegio de morar allí en espíritu, pero aquí vemos que realmente estaremos allí, teniendo nuestro sitio en el lugar que el Señor ha preparado.
10.2.1 - Una morada preparada
Notemos en particular 2 o 3 puntos de este pasaje que nos son bien conocidos, para que podamos comprender mejor cuán bendita es nuestra futura morada. No es una pequeña prueba de la ternura de nuestro Señor el que dijera a sus discípulos: «Si no fuera así, yo os lo habría dicho» (Juan 14:2). Debía ser formados, acerca de la Casa del Padre, a ciertas ideas que el Señor habría corregido si hubieran estado en un error. Sí –dijo– así es; hay muchas moradas, hay sitio para todos; ninguno de los míos quedará excluido. Y si se preguntaban, en sus dudas y temores, por qué se marchaba y los dejaba solos en un mundo donde estarían rodeados de enemigos acérrimos, le oyeron decirles: «Voy a prepararos un lugar» (14:2). Hasta que no apareció allí después de haber hecho la redención, hasta que no ocupó su lugar como hombre en la gloria de Dios, no podía entrar ni uno solo de los santos. No solo eso, sino que hasta que no entró una vez en el lugar santo, no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por el valor de su propia sangre, habiendo obtenido la redención eterna, el lugar no estaba preparado. Pero en cuanto entró y se sentó en el trono de su Padre, todo estuvo preparado. Esteban, moribundo, lo vio de pie a la diestra de Dios, pues incluso entonces, si aquella nación culpable de judíos se hubiera arrepentido, habría regresado para llevarlos a las bendiciones prometidas; pero rechazando el testimonio del Espíritu, como habían rechazado y crucificado al mismo Cristo, volvió a ocupar su lugar, por así decirlo. Pero aún podía decir: «¡Vendré pronto!», precisamente porque el lugar estaba preparado, y no había nada, por lo que podemos ver en las Escrituras, que le impidiera volver en cualquier momento para llevar a los suyos consigo.
10.2.2 - A la espera de la morada preparada
El lugar está preparado, y ahora solo está esperando a venir y tomemos posesión de él. Le gusta vernos siempre en actitud de espera. Sentado a la derecha de Dios, nos espera; porque el deseo de su corazón es tenernos con él; y mientras estemos aquí, en el desierto, desea que le esperemos, y seguramente la necesidad de nuestros corazones para responder a su amor inefable, será estar con él. «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Apoc. 22:17); esta es la única actitud verdadera de la Iglesia y el único deseo propio de los santos. Como encontramos al final del libro del Apocalipsis, cuando el Señor dice: «Sí, vengo pronto» (Apoc. 22:20), su esposa responde: «Amén; ¡ven, Señor Jesús!». Esta viva espera es únicamente una cuestión de corazón. Si el Señor mismo es nuestro tesoro, nuestro corazón estará con él, y toda nuestra esperanza será verle cara a cara. Como María en el sepulcro, nada satisfará más nuestro corazón que la presencia de Aquel que posee y absorbe nuestros afectos. Sin él, el mundo no es más que un inmenso sepulcro para nosotros, y toda la escena está marcada por el sello de la muerte. Otros pueden estar preocupados con sus moradas terrenales, encontrando su bienestar en la tierra, pero ningún lugar en la tierra nos satisfará mientras Cristo mismo esté ausente. Como extranjeros y forasteros, atravesamos por esta tierra reseca y sin agua, con nuestros lomos ceñidos, nuestras lámparas encendidas y nosotros como siervos esperando a nuestro Maestro.
Lo que nos dice el Señor es apto para aumentar nuestro deseo de su regreso: «Si voy y os preparo un lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:3). Él mismo se presenta a nuestras almas, en su amor inefable como nuestro objeto, en sus perfecciones sin par, como viniendo a buscarnos con todo el atractivo de su adorable persona, como aquel con quien hemos de pasar la eternidad. Si comprendiéramos a Cristo presentado de esta manera, el deseo de su regreso no dejaría de despertarse en corazones donde antes no existía, y de reavivarse y sostenerse en aquellos en los que se había debilitado.
10.2.3 - ¿Cómo es la morada preparada?
Si pasamos ahora a la morada propiamente dicha, poco más hay que decir. Los pensamientos de Dios no son los pensamientos del hombre. En todas las épocas el hombre ha tratado de describir el lugar donde habitarán los hijos de Dios, y la consecuencia, como era de esperar, ha sido que se ha esforzado por pintar las características externas de ese lugar, dejando necesariamente de lado su carácter esencial y lo que lo convierte en un lugar de bendición. La imaginación no puede comprender ni describir las cosas de Dios, por lo que solo consigue mostrar su incapacidad e impotencia cuando trata de penetrar su carácter. Como dice Jeremías: «Los sabios se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?» (Jer. 8:9).
Tomando solo la Palabra de Dios, veamos lo que nos está revelado acerca de nuestra futura morada. En cuanto al lugar, muy poco; pero, de todo lo que el hombre espiritual puede desear, lo suficiente para satisfacer nuestros más vastos deseos. Todo esto está contenido en 2 expresiones. La primera: que es la Casa del Padre. ¿Y quién podría desarrollar todo lo que contiene esta bendita palabra? Un niño que ha estado lejos de la casa de su padre durante mucho tiempo, y está a punto de entrar en ella, ¿no le basta con saber que esta es la casa de su padre? ¿Se preocupará por su tamaño, su forma, su ubicación? No, lo único que tiene en la cabeza es que va a la casa de su padre, a su hogar. Eso es lo que le da su carácter, lo que la convierte en un lugar de bendición para él. Los detalles de su ubicación o de los alrededores tienen poca importancia para él. La casa de su padre es su hogar, y el corazón de sus padres es la fuente de su deleite. Lo mismo sucede con los hijos de Dios. La seguridad de que van a la Casa del Padre, de que hay un lugar ya preparado en esas «muchas moradas», colma todo lo que podrían desear. Allí, saben, hay provisión abundante para todas sus necesidades, cualesquiera que sean; porque es allí donde se manifiesta todo el amor del Padre –es allí donde todos los afectos de su corazón se derraman sobre todos sus hijos, para bendecirlos y hacerlos eternamente felices.
10.2.4 - Una morada donde estaremos Cristo
La segunda expresión que es tan preciosa para nosotros es esta palabra: con Cristo. Como dice el pasaje: «Para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:3). Esta palabra es siempre la esperanza que se presenta a nuestra alma; es la esperanza propiamente cristiana. El Señor dijo al malhechor crucificado a su lado: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). El apóstol dice: «Tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor» (Fil. 1:23); y también: «Preferimos mejor ausentarnos del cuerpo y estar presentes con el Señor» (2 Cor. 5:8). Y qué más podría desear nuestra alma para expresar la felicidad perfecta que reina en la Casa del Padre que estas palabras: ¡Estar con Cristo! Ningún gozo puede compararse con la realización de su presencia. Estar con él en espíritu es ahora nuestro mayor privilegio, pero estaremos allí con él, en una comunión perpetua que nada perturbará. Él cenará continuamente con nosotros, y nosotros con él.
En la promesa hecha al que venza en Filadelfia, nos permite vislumbrar la felicidad que gozaremos a través de nuestra asociación eterna con él. Dice: «Al que venciere, haré que sea una columna en el templo de mi Dios, y no saldrá más de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo» (Apoc. 3:12). Esta promesa deriva su carácter especial del libro en que está contenida, así como de las circunstancias en que se encontraban los santos de Filadelfia. Pero el punto sobre el cual deseamos llamar la atención es la asociación del vencedor con Cristo. Es el nombre de «mi» Dios, el nombre de la ciudad de «mi» Dios y «mi» nuevo nombre. Y esa es el gozo del propio Cristo, así como el nuestro. Su gozo es que siempre estaremos con él, y el nuestro que siempre estaremos con él.
Esta es la perspectiva que la Palabra de Dios despliega ante sus hijos. Nos están revelados pocos detalles sobre nuestra morada en la Casa del Padre. Se nos dice que seremos como Cristo y con Cristo; no podemos desear saber más. Un pasaje levanta un poco el velo que nos oculta ahora el estado eterno. Nos muestra 2 cosas: primero, que la Iglesia será el tabernáculo de Dios; segundo, que no estaremos solos, sino que también habrá otros, los santos de otras dispensaciones. He aquí el pasaje que habla de su condición: «¡He aquí el tabernáculo de Dios está con los hombres, y habitará con ellos, y ellos serán su pueblo, y él será Dios de ellos! Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Apoc. 21:3-4). Es Dios quien llena aquí la escena, Dios en todo lo que es como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como en el estado eterno, el mismo Hijo está ahora sometido a Aquel «que le sometió a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor. 15:28). El Hijo, como Hombre glorificado, se identifica para siempre con sus hermanos, y por eso Dios mismo llena todo el campo de nuestra visión en esta descripción. Los hombres que gozarán de esta bendición serán bendecidos de 2 maneras. Positivamente, en que tendrán a Dios mismo morando con ellos, que serán su pueblo, y que Dios mismo estará con ellos, –su Dios. Negativamente, en que todo lo que causó su sufrimiento mientras estaban en este mundo de dolor habrá cesado.
Dios fue su consolador, enjugó sus lágrimas. Qué infinita ternura encierra esta expresión: ¡la mano de Dios enjuga sus lágrimas, las enjuga para siempre! En efecto, sus lágrimas no volverán jamás, porque la muerte ya no existirá. «Por un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Ahora el Cordero de Dios ha quitado el pecado del mundo. Una vez, en la consumación de los siglos, apareció para la abolición del pecado por el sacrificio de sí mismo, y ahora, sobre la base de ese sacrificio completado, Dios lo ha quitado de su vista para siempre; y por ese mismo sacrificio la muerte ha sido tragada para siempre en victoria para los felices habitantes de esta escena. Una vez que el pecado y la muerte, las fuentes de todo nuestro dolor en esta vida, han desaparecido, no puede haber más sufrimiento, ni más luto, ni más dolor. No, lo primero ha pasado. La escena misma es perfecta, como obra del mismo Dios. La justicia mora allí; y las perfecciones de Dios que se manifiestan plenamente, son fuente de gozo eterno para su pueblo redimido. Todas las cosas son hechas nuevas; y «El que venza heredará estas cosas; y yo seré su Dios, y el será mi hijo» (Apoc. 21:7).