5 - Tres clases en la familia de Dios (1 Juan 2)

Los hijos de Dios


5.1 - La unidad de la familia

La familia de Dios es una, necesariamente una, porque cada miembro de esta familia posee la misma naturaleza con la misma vida. Es tan una que el Señor quiso que el mundo viera la expresión de esta unidad. Dijo: «No ruego solamente por estos, sino también por los que crean en mí por medio de la palabra de ellos; para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti; que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17:20-21). Esta oración fue claramente escuchada, como no podía ser de otra manera. Leemos que en los días de Pentecostés «La multitud de los creyentes era de un corazón y un alma» (Hec. 4:32); y en relación con esta manifestación de la unidad de la familia de Dios, los apóstoles dieron testimonio, con gran poder, de la resurrección del Señor Jesús. Su testimonio fue acompañado de señales de poder, que convencieron al mundo de que Cristo había sido enviado por Dios. La manifestación de la unidad de toda la Iglesia desapareció pronto, y no volverá a verse en este mundo. Pero a pesar de esto, todo creyente bien enseñado debe aferrarse a esta preciosa verdad de que la familia de Dios es una, y que los corazones de los hijos de Dios no deben moverse en un círculo más estrecho que el corazón del Padre mismo. Juan dice: «El que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él» (1 Juan 5:1).

Pero para que no haya equívocos, y para mostrar la santidad del amor que ha de expresarse, así como el cauce por el que fluye, el apóstol añade: «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (1 Juan 5:2). Recordando, pues, con gozo que todos los que son queridos en el corazón del Padre deben serlo también para nosotros en virtud de nuestra común relación, no debemos olvidar al mismo tiempo que el Padre mismo debe ocupar el primer lugar en nuestro afecto, y que el verdadero amor divino a sus hijos solo puede manifestarse cuando obedecemos su Palabra. El amor debe estar siempre en nuestro corazón, pero la expresión de ese amor debe ser según Dios. Estas 2 cosas nunca deben confundirse.

La unidad de la familia debe mantenerse siempre, y la triple división que el apóstol Juan da de ella no contradice en modo alguno esta unidad; pues los diferentes grados en que él ordena a los hijos de Dios solo expresan diferencias de estado o de conocimiento. Así como en una familia en la tierra hay diferentes grados de crecimiento o conocimiento, lo mismo sucede en la familia de Dios. Hay, nos dice Juan, padres, jóvenes y niños (1 Juan 2:13-14). Pero antes de dirigirse a cada una de estas clases en particular, se dirige al conjunto, y habla de lo que caracteriza a toda la familia. «Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). El término hijos en este versículo no es el mismo que en el versículo siguiente. Si decimos niños, en el versículo 12, como incluyendo a toda la familia, podemos reservar el término niños pequeños, en el versículo 13, para designar una clase particular [3].

[3] En el versículo 28, el apóstol vuelve a utilizar el término niños (no hijitos), porque aquí se dirige de nuevo a todos.

5.2 - Los puntos comunes a toda la familia

El carácter divino de todo hijo de Dios es que sus pecados son perdonados. Debemos recordar que no vemos en las Escrituras que un hijo de Dios no pueda tener el Espíritu de adopción, y como hemos mostrado, en el capítulo anterior, la base sobre la que Dios da el Espíritu, comprenderemos inmediatamente este carácter. Todo hijo de Dios, pues, es decir, todo hijo de Dios que puede clamar: «¡Abba, Padre!», goza del perdón de los pecados, y el nombre de Cristo es el fundamento sobre el que ha recibido esta bendición inefable. «Os han sido perdonados los pecados –dice Juan– a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). Este es el testimonio divino, un testimonio basado en el valor del nombre de Cristo ante Dios, en todo el valor de lo que Cristo es en virtud de su muerte y resurrección. El perdón de los pecados del que Dios quiere que gocen sus hijos es, pues, a la vez divino y eterno: divino en su carácter y eterno en su duración. Sí, en virtud de la eficacia de la preciosa sangre de Cristo, cuando nuestros pecados son perdonados, lo son para siempre. Este no ha sido mi pensamiento, quizá dirán ustedes. Escudriñen las Escrituras y vean si no es el pensamiento de Dios, y si es su mente, bien puede llegar a ser la suya también.

La fe consiste, para nosotros, en recibir los pensamientos de Dios y aferrarnos a ellos en lugar de a los nuestros, y por esa fe podemos regocijarnos en la recepción plena y completa del mensaje del apóstol: «Os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). Otro podría decir: “Pero ¿no necesito la sangre que limpia todos los días? Pecamos todos los días, es cierto, aunque debemos recordar siempre que el creyente no tiene por qué pecar. «Estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1). Pero tal es nuestro estado, que en verdad pecamos todos los días; así que, para mostrar la gracia de Dios al proveer para nuestras desafortunadas caídas, añade: «Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:1-2).

La verdad es, pues, que una vez liberados de la culpa del pecado, quedamos lavados para siempre. «Con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados» (Hebr. 10:14). En virtud de la eficacia de este sacrificio único y perfecto, Dios, en su gracia, no solo perdona nuestros pecados, sino que nunca más imputa el pecado al creyente. Él no puede tolerar el pecado en los suyos, y por eso, si han pecado, su abogado ante el Padre, Jesucristo el justo, toma su causa en el principio de la propiciación perfecta realizada por sus pecados; él ora por ellos; y Dios responde actuando a través de su Espíritu, y por medio de su Palabra pone el pecado en su conciencia, produce el auto-juicio y la confesión, y entonces, como dice el apóstol: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). Todo creyente está bajo la eficacia permanente de la preciosa sangre de Cristo y, por consiguiente, no hay necesidad de volver sobre la cuestión de la culpa, que está resuelta para siempre. Pero si sus hijos pecan y perseveran en el pecado, Dios los castigará para humillarlos en su presencia, a fin de que confiesen sus pecados ante Él. Entonces son lavados por el agua de la Palabra –por la acción de la Palabra de Dios en sus corazones y conciencias– no son purificados por la sangre, porque eso se hizo de una vez para siempre y no puede repetirse. Por tanto, es absolutamente cierto, como establece este pasaje, que los pecados de todos los hijos de Dios son perdonados, perdonados por su nombre, el nombre de Cristo, y perdonados eternamente.

Después de dirigirse a toda la familia, Juan llega a los 3 grados que llama padres, jóvenes y niños. Los caracteriza a todos en el versículo 13, y luego les da consejos y advertencias. Pasemos ahora a estas diferentes clases, tal como las determina el apóstol (1 Juan 2:13-27).

5.3 - Los padres

5.3.1 - De carácter espiritual

«Os escribí, padres, porque conocéis al que es desde el principio» (1 Juan 2:14). El término «padres» se refiere al conocimiento, y solo al conocimiento. No se deduce, por lo tanto, que los padres sean los creyentes ancianos, aunque generalmente la clase así llamada se compone principalmente de creyentes avanzados en edad. También debe señalarse que muchos cristianos de edad avanzada –en el sentido de que ha transcurrido mucho tiempo desde que creyeron– son todavía niños pequeños, mientras que en algunos casos los que son creyentes comparativamente jóvenes pueden, por su rápido progreso en la gracia y en el conocimiento del Señor Jesús, encontrarse entre los «padres». Esta clase –debe entenderse claramente– incluye a todos aquellos, de cualquier edad, en quienes se nota este carácter espiritual, que conocen a Aquel que es desde el principio.

5.3.2 - Aquel que es desde el principio

Las palabras «desde el principio» en Juan se refieren a un tiempo muy definido. No es, como en su Evangelio, «en el principio», expresión que nos transporta a la eternidad misma, sino desde el principio, es decir, desde el momento en que Cristo, como vida eterna, fue introducido en la escena; pues tan pronto como Cristo apareció en el mundo, fue el segundo Adán, aunque también es cierto que no ocupó su lugar como tal hasta después de la resurrección. Y en verdad no estuvo en la condición de segundo Adán (en cuanto a las circunstancias) hasta que resucitó de entre los muertos. El que es desde el principio se refiere, pues, a Cristo, tal como está a la diestra de Dios, como primogénito de entre los muertos y «principio de la creación de Dios» (Col. 1:18; Apoc. 3:14). En la cruz y por medio de la cruz, Dios puso fin a su relación con Adán como hombre responsable; y a partir de entonces, todo se relaciona con el hombre de su consejo, Cristo ascendido al cielo y glorificado. Así, según el testimonio de Juan, sangre y agua salieron del costado de un Cristo muerto, para mostrar que la vida no está en el primer Adán, sino en el segundo: la sangre que expía el pecado y el agua que limpia y purifica. Cristo, pues, es él mismo nuestra vida, como dice Pablo, y por eso es el verdadero principio, ya que es el primogénito de entre los muertos.

5.3.3 - Conocer a Aquel que es desde el principio

Conocer a Aquel que es desde el principio es, pues, conocer a Cristo tal como es y donde está, como la vida eterna que estaba con el Padre y nos ha sido manifestada, y todo lo que él es ahora en sí mismo, como el Hombre glorificado a la derecha de Dios. Pero a veces oímos decir: ¿No lo conocen los creyentes? Esta pregunta demuestra que quienes la formulan ignoran la verdad contenida en nuestro pasaje. Todos los creyentes conocen más o menos a Cristo como su Salvador y le llaman su Señor, pero otra cosa muy distinta es conocerle a él mismo. Dichosos nosotros si conocemos ciertos rasgos, ciertos caracteres de Cristo, pero el conocimiento del que habla aquí el apóstol incluye todo lo que él es independientemente de cualquier carácter, de cualquier aspecto particular. Podemos, por ejemplo, reconocer a un rey como nuestro soberano sin conocerlo personalmente. Sus hijos, en cambio, sin olvidar que es el soberano, lo conocen más bien como es en sí mismo: sus pensamientos, su carácter, su modo de actuar. Así, los padres se han elevado por encima de cualquier personaje, de cualquier oficio, de cualquier relación de Cristo con ellos, y encuentran su deleite en él, en lo que él es, en toda su belleza moral, en sus perfecciones.

5.3.4 - El más alto grado de conocimiento

Y este, hay que decirlo, es el grado más alto de conocimiento que podemos alcanzar. No hay nada más allá. En el momento de nuestra conversión nos ocupamos principalmente de la obra de Cristo y de la gracia de Dios; después encontramos nuestro deleite en la verdad, pero finalmente, a medida que avanzamos hacia las cosas que tenemos ante nosotros, Cristo mismo absorbe nuestra atención, y solo entonces llegamos a ser «padres» en el sentido que el apóstol da a esta expresión. Un ejemplo notable servirá para ilustrar lo que venimos diciendo. Hace algún tiempo, tuve el privilegio de visitar a un santo que sufría mucho en su cuerpo. Sus manos y su rostro estaban completamente deformados por la violencia del mal. Pero, aunque sufría mucho y no tenía medios para aliviarlo, no decía absolutamente nada de sí mismo ni de su sufrimiento. Su conversación giraba únicamente en torno al Señor. En el curso de nuestra visita, nos dijo, entre otras cosas: “En los 10 primeros años de mi vida cristiana, conocí la eficacia de la sangre de Cristo y disfruté de ella. Después vinieron a mi mente todas las verdades sobre la Iglesia y, sin perder las bendiciones de la eficacia de la sangre derramada, estas verdades, nuevas para mí, fueron el tema principal de mis meditaciones. Pero ahora”, dijo, “por la bondad de Dios, he entrado en un nuevo orden de pensamiento en el que Cristo lo absorbe todo. No es que las otras verdades sean menos preciosas para mí –añadió– pero Cristo mismo es aún más precioso, y siento que ahora no necesito nada más. Sí, dijo al fin, ahora es Cristo mismo y solo Cristo”. Este hermano era, como comprenden los lectores, un verdadero padre, y su experiencia marca la medida de su estatura como cristiano; justifica lo que ya se ha dicho que el conocimiento de Cristo mismo es el último grado de desarrollo que se puede alcanzar.

5.3.5 - Los padres también tienen que crecer

Añadamos que, al ser este el último grado que se alcanza, cuando lo poseemos no tenemos más que crecer en el conocimiento de Aquel a quien conocemos. Esto es evidente por el hecho de que Juan, dirigiéndose a las diferentes clases de cristianos, no tiene ningún consejo o advertencia o exhortación que dar a los padres. Solo repite: «Os escribí, padres, porque conocéis al que es desde el principio» (1 Juan 2:14). Esto es fácil de comprender. Estos padres estaban completamente ocupados con Cristo mismo, y así habían descubierto el secreto de todo crecimiento, de todo progreso, de toda seguridad. Porque lo que produce la conformidad con Cristo es el poder del Espíritu y la contemplación de Cristo (2 Cor. 3:18). El único objeto de la vida cristiana es ser enseñado cada vez más por Cristo mismo, y Satanás no puede entrar en su corazón que está lleno de Cristo. Juan no necesitaba decir nada a los padres; de hecho, ellos no necesitaban nada. Tomemos, por ejemplo, todos los preceptos de la Escritura; ¿qué pretenden sino recordar algún rasgo de Cristo? Y estos padres que le conocían así lo poseían todo, o eran la fuente de todo lo necesario para sostenerse y crecer en la vida divina. Si necesitaban aliento, sabiduría, dirección, consuelo o advertencias, todo esto, todas las bendiciones que nos asegura la redención, sí, todas ellas, las poseían en Aquel a quien conocían.

5.3.6 - No se quede pequeño

Es posible que un pequeño número de cristianos hayan llegado a ser padres. Pero la cuestión para nuestras almas es esta: ¿Podemos contentarnos con nada más? El que hoy es niño, un día será hombre y padre. Espiritualmente, ¿no es lo mismo para nosotros? ¿Por qué, desgraciadamente, hay tantos niños espirituales entre nosotros que nunca pasan de la infancia? Leemos en la Epístola a los Hebreos: «Porque debiendo ser maestros después de tanto tiempo, tenéis necesidad que alguien os enseñe los rudimentos de los oráculos de Dios; y habéis llegado a tener necesidad de leche, y no de alimento sólido» (Hebr. 5:12). Pero para conocer todas las bendiciones de la vida cristiana, o, mejor dicho, para aprovechar más profundamente los tesoros inagotables que encierra para nosotros la persona de Cristo, debemos estudiar con perseverancia todo lo que la Palabra de Dios nos dice sobre su persona, su gracia, su belleza y su perfección. Si entonces, como María, nos sentamos cada día a los pies del Señor para escuchar su Palabra, estaremos en camino de convertirnos en padres de la familia de Dios.

5.4 - Los jóvenes

Esta es la segunda clase con la que Juan distingue a los hijos de Dios; tenemos primero lo que los caracteriza, y luego los consejos divinos dirigidos a ellos como indicaciones o advertencias. Al comenzar su exhortación, el apóstol repite lo que los caracteriza en particular, y añade algo que nos revela la fuente de su fuerza. Los jóvenes son fuertes; sacan su fuerza de la Palabra de Dios, como lo demuestra su victoria sobre los impíos (comp. los v. 13 y 14). Es muy interesante estudiar estos diferentes puntos. Pero solo relevamos el hecho de que son fuertes; es la fuente de su fuerza lo que contiene una enseñanza para nosotros. Su fuerza proviene del hecho de que la Palabra de Dios habita en ellos. Porque eso es lo que hace fuerte a uno: estar con Dios ante los hombres y, como aquí, en la batalla contra Satanás.

5.4.1 - La Palabra de Dios habita en ellos

¿Qué significan estas palabras?: la Palabra de Dios permanece en vosotros. El Señor nos da la clave cuando dice: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (Juan 15:7). Esto significa que sus palabras permanecen en nuestros corazones para formar nuestros pensamientos; o, mejor dicho, por el hecho de que nos han llenado de pensamientos divinos, han producido en nosotros la mente y los pensamientos de Cristo, de modo que los deseos que expresamos en nuestras oraciones no son sino la expresión de sus deseos y de su voluntad. Por eso puede decir: «Pediréis cuanto queráis, y os será concedido». Lo mismo sucede con los jóvenes; la Palabra que habita en ellos es la Palabra tan bien guardada en su alma que modela y gobierna su vida, y está siempre a su disposición para rechazar los ataques de Satanás.

Diréis que esto es precisamente lo que deseamos, y este deseo lo expresan muchas almas. Pero, por ejemplo, si rara vez leo la Escritura, o si lo hago superficial o rápidamente, es imposible que la Palabra de Dios habite en mí. No, esa bendición pertenece solo a quienes la leen con oración, meditación y la enseñanza del Espíritu. De este modo, la Palabra escrita en la Biblia es transportada, por así decirlo, a nuestro corazón, donde forma un precioso tesoro para convertirse en la fuente de todos nuestros pensamientos, de toda nuestra actividad, de todas nuestras luchas. Leemos en Hebreos 8:10-11, que en los últimos días Israel tendrá la Ley de Dios en su entendimiento, escrita en su corazón, y entonces todos conocerán al Señor, desde el más pequeño hasta el más grande. Siempre habían tenido la Ley en tablas de piedra, pero eso no les daba poder para la obediencia ni para la lucha: pero cuando está grabada en sus corazones, todo cambia; se vuelven fieles y fuertes en los caminos del Señor. Lo mismo ocurre con nosotros: si tenemos la Palabra de Dios solo en la Biblia, no nos servirá para nada en nuestra vida cotidiana; pero mientras la tengamos en el corazón, se convierte, como hemos visto, en fuente de vida y de poder por medio del Espíritu de Dios.

5.4.2 - La Palabra como fuente de victoria

Así pues, gracias a la Palabra que habitaba en ellos, los jóvenes obtuvieron la victoria sobre los malvados, por 2 razones. Al guardar la Palabra, la obedecieron, y Satanás no puede tocar al creyente obediente. Mientras permanezca en dependencia y obediencia, todos los asaltos de Satanás son frustrados. Y esta misma Palabra, morando en el corazón, se convierte en la espada del Espíritu con la que podemos repeler y poner en fuga al enemigo de nuestras almas. En esto, como en todo lo demás, el Señor mismo fue un ejemplo perfecto para nosotros en la tentación del desierto. Hablando por el Espíritu en los Salmos, dijo: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (40:8). Conducido por el Espíritu al desierto, fue tentado por el diablo; pero cada vez que era tentado, respondía con estas palabras: «Escrito está» (Mat. 4:4, 6, 10). Utilizó la Palabra que ya estaba en su corazón; así resistió todos los asaltos y se enfrentó al adversario que, al final, se retiró confundido y derrotado. La enseñanza para nosotros es que, si la Palabra no habita constantemente en nuestra alma, no podremos utilizarla como arma en nuestra defensa. A menudo tenemos que confesar que, si hubiéramos recordado tal o cual pasaje, habríamos evitado tal o cual error, o tal o cual trampa. Por eso es tan importante que la Palabra de Dios more en nosotros. Es la única espada del Espíritu, y ninguna otra arma puede repeler los continuos asaltos de Satanás. Por eso si nosotros, los jóvenes, queremos ser fuertes, es absolutamente necesario, siempre, pero especialmente en tiempos como los nuestros, en los que se están produciendo tantos ataques contra los fundamentos de nuestra fe, guardar cuidadosamente el tesoro de la Palabra viva de nuestro Dios en lo más profundo de nuestro corazón. El recurso divino para nosotros en esta situación es apreciar la Palabra permanente y segura de nuestro Dios, meditarla y alimentarnos de ella.

5.4.3 - El peligro del mundo

Hay, sin embargo, un peligro especial al que están expuestos los jóvenes, un peligro que motiva la exhortación que el apóstol les dirige. «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:15-17). El mundo, pues, es un peligro especial para los jóvenes, derivado de la batalla a la que están expuestos. Este fue el caso de Sansón el nazareno; era joven y fuerte, apartado para el Señor, no bebía vino, pero estaba lleno del Espíritu (comp. Núm. 6; Efe. 5:18). Fue acosado por el enemigo, y la tentación a la que cedió, y que fue causa de vergüenza y ruina para él, fue una de esas cosas que hay en el mundo, de las que habla Juan en nuestro pasaje: los deseos de la carne.

Aquí se mencionan 2 cosas: el mundo y las cosas que hay en el mundo. Es muy importante que todos entendamos esto. Juan utiliza el término «el mundo» en un sentido moral y no, apenas necesito señalarlo, en un sentido material, es decir, no como el lugar donde vivimos, el mundo creado, la tierra, sino como representación de todo el sistema que nos rodea, el mundo tal como está organizado por el hombre y gobernado por Satanás, su príncipe y dios (vean Juan 12:31; 14:30; 2 Cor. 4:4). Encontramos a Caín en el origen de este mundo, cuando se apartó de la presencia de Dios y construyó una ciudad, lo que presupone una sociedad organizada; y sus descendientes embellecieron el mundo con las artes y las ciencias que tenían por objeto hacer feliz al hombre alejado de Dios. Así, el mundo está siempre en antagonismo con Dios; o, para hablar según las Escrituras del Nuevo Testamento, con el Padre. La carne se opone al Espíritu, Satanás a Cristo y el mundo al Padre. Por eso dice Juan: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Esto no significa que todos los que aman al mundo no sean creyentes, sino que amando al mundo no podemos gozar del amor del Padre [4].

[4] Sin duda, en este pasaje las palabras «amor del mundo y amor del Padre» se emplean en un sentido característico; pero aquí hablamos de la verdad general en su aplicación.

El Padre no puede mostrar su amor a nadie que ame al mundo; porque hay una oposición absoluta entre el mundo y el Padre. Esto se vio en la cruz de Cristo. A través de esa cruz, Dios mostró lo que era el hombre y lo que era el mundo. Fue el mundo el que crucificó a Cristo. Satanás logró unir a todos los rangos y clases de la sociedad contra el Hijo único de Dios. Todo el mundo, judíos y gentiles, autoridades civiles y religiosas, el mundo entero, se unió para darle muerte; y así Satanás demostró que era el príncipe de este mundo. Ahora bien, Dios considera al mundo culpable de la muerte de su Hijo; un hijo de Dios no podría, por tanto, amar al mundo y tener al mismo tiempo en su interior el amor del Padre. No, su sentimiento hacia el mundo solo puede ser absolutamente el del apóstol Pablo, cuando dijo: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Todo esto es tan sencillo que ningún creyente querría cuestionarlo; pero ¿quién, al mismo tiempo, no reconocería que aquí hay un peligro para todos nosotros? Satanás es muy activo, y nuestros corazones muy astutos, de modo que la mundanidad, de una forma u otra, encuentra fácil acceso entre los hijos de Dios. Por eso debemos estar siempre en guardia y recordar aquellas solemnes palabras sobre el amor del mundo, que excluye absolutamente del corazón el amor del Padre. ¡Cuántas veces somos insensatos! Por un placer pasajero, renunciamos al goce más dulce del alma, aceptamos privar a nuestro corazón de los rayos del Sol de Justicia y de lo que es para nosotros un consuelo en todas las pruebas de nuestro caminar por el desierto.

5.4.4 - El peligro de las cosas que hay en el mundo

Para evitar cualquier malentendido, el apóstol habla no solo del mundo, sino también de las cosas que hay en el mundo; y estas cosas se designan como los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Es decir, todo lo que la carne puede desear en cualquier forma, todo lo que puede agradar a los ojos, todo lo que pueden codiciar o desear, y también todo lo que puede excitar el orgullo del hombre, todo lo que le da importancia en este mundo o lo eleva por encima de sus semejantes, ya sea el rango, la distinción, el saber, la fuerza, el talento o el poder, todo, en una palabra, lo que sirve al hombre como hombre en este mundo, el joven debe evitarlo, y lo evitará en la medida en que comprenda la relación de todas estas cosas con un Cristo rechazado y, por tanto, con el Padre y su amor.

Veremos también que este pasaje nos muestra las 3 vías por las que Satanás penetra en nuestras almas, pues siempre trata de enredarnos con sus fascinaciones y encantamientos. Debemos, pues, vigilar cuidadosamente estas vías. Es más fácil mantener al enemigo fuera que expulsarlo una vez que ha entrado. Así como Nehemías designó guardias para vigilar los muros de Jerusalén, cada uno de los cuales debía vigilar también su propia casa, así nosotros debemos vigilar las puertas de nuestras almas contra los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida, para que nosotros mismos nos mantengamos en el amor del Padre. Para lograrlo, debemos caminar en la presencia de Dios, velar constantemente y orar con el poder del Espíritu.

El apóstol apoya su exhortación con otro argumento. El mundo –dice– «pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:17). Nos recuerda la naturaleza transitoria del mundo y de todo lo que hay en él, en contraste con la duración perpetua y la naturaleza inmutable de todo lo que tiene que ver con Dios. Cumpliendo su voluntad, permanecemos para siempre; porque en su gracia nos ha asociado a sí mismo y a su Hijo (1 Juan 1:3), y la eternidad, por tanto, es nuestra porción, una eternidad de bendición y gozo. Y cuanto más comprendamos esto y captemos el carácter de la posición a la que hemos sido llevados y a la que estamos siendo conducidos por el amor del Padre, más fuertes seremos contra las seducciones del mundo, más veremos su total vanidad. Todo rastro de Egipto dice un conocido autor, “es un reproche para el creyente”. Esto es verdad, pues Cristo mismo se entregó por nuestros pecados, para sacarnos de este presente siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre (Gál. 1:4).

5.5 - Los niños pequeños

Ya hemos considerado 2 de los 3 grupos en que, según el apóstol, se divide toda la familia de Dios. Nos queda por considerar la tercera, la de los hijitos. Recordemos que estas 3 clases sirven para distinguir diferentes grados de conocimiento espiritual. Los hijitos no son, pues, como cabría esperar, los más jóvenes de los hijos de Dios, porque, desgraciadamente, a veces sucede que los cristianos permanecen en esta clase durante la mayor parte de su vida.

5.5.1 - Conocer al Padre

Lo que los caracteriza, como vemos en el versículo 13, es que conocen al Padre, pues es lo primero que aprenden al recibir el espíritu de adopción. Son convictos de pecado por la misericordia de Dios, y la sangre de Cristo ha satisfecho su necesidad de pecadores purificándolos de la culpa y dándoles así paz y confianza en la presencia de Dios. Entonces, sellados por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Hijo de Dios, claman: ¡Abba, Padre!, y son así llevados a reconocerle como tal. No solo son salvos, sino que también saben que son hijos, y como hijos han llegado a conocer al Padre. Esto es una inmensa bendición, aunque no es más que el principio; porque comprendiendo la relación divina que la gracia de Dios ha formado entre ellos y él, y sabiendo que es indestructible, captan algo de lo que encierra este nombre de Padre dado a Dios, y se regocijan en esta preciosa seguridad de que se han convertido en objetos del corazón de Cristo, que hará que todas las cosas obren para su bien, y que encontrará su gozo en su felicidad, ahora y en la eternidad.

Se verá que no hay razón para que ningún hijo de Dios no conozca al Padre. Sucede, sin duda, pero proviene, como ya hemos notado en relación con el perdón de los pecados, de una enseñanza defectuosa, de la incredulidad o de la ignorancia de lo que es la plenitud de la gracia. Dios quiere que todos sus hijos le conozcan como Padre, y así lo ha dispuesto, de modo que, si falta este conocimiento, la culpa es del hombre y no de Dios. No hay nada más triste que los continuos esfuerzos de maestros profesando el cristianismo, para socavar las verdades de la redención y los privilegios de los creyentes.

Incapaces de creer que Dios es tan bueno y el hombre tan malvado como es, su objetivo es exaltar al hombre a expensas de Dios, y así se vuelven ciegos a la enseñanza fundamental de la Palabra. Por eso es tanto más necesario afirmar toda la verdad sobre la gracia y la redención.

5.5.2 - Exhortaciones especiales a los niños pequeños

Desde el versículo 18 hasta el final del versículo 27, el apóstol se dirige a los niños. En el versículo 28 se dirige a toda la familia. El mundo es especialmente peligroso para los jóvenes, mientras que los niños pequeños están especialmente expuestos a la trampa de las falsas doctrinas, y esto da al apóstol la oportunidad de desarrollar valiosas instrucciones para la orientación de los creyentes en cualquier grado que hayan alcanzado. Esto es lo que examinaremos a continuación.

5.5.3 - Los anticristos

Primero les recuerda que es la última hora (v. 18). Sabían, porque lo habían oído, que el anticristo iba a venir; pero ya había varios anticristos, enemigos del cristianismo, animados por el espíritu del anticristo, y esto demostraba que era la última hora. En los escritos de Pablo se habla de los «últimos días» (2 Tim. 3:1), y esta expresión se refiere más particularmente al final de los últimos tiempos, es decir, de la presente dispensación. En la cruz de Cristo, Dios dejó de tratar con el mundo según el principio de la responsabilidad. Allí se demostró que el hombre estaba perdido y el mundo fue juzgado. Pero el Señor todavía se demora, en su paciente gracia, «no queriendo que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 Pe. 3:9); y esto es lo que caracteriza el día de gracia, la última hora en la que se oye por todas partes el grito: «El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida» (Apoc. 22:17). Sin embargo, Juan muestra que se trata de la última hora, por el hecho de que hay varios anticristos, prueba de que el anticristo estaba en el trasfondo, el hombre de pecado que solo aparecerá en escena después del arrebato de los santos, cuando se reunirán para siempre con el Señor (comp. 1 Tes. 4:13-18, con 2 Tes. 2). Los anticristos están considerados como los heraldos de la obra maestra de Satanás; y, para poner a los niños en guardia, el apóstol define su carácter. Los anticristos eran apóstatas. «Salieron de nosotros». Se hubieran quedado con nosotros, dice Juan, «pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que fuese demostrado que no todos son de los nuestros» (1 Juan 2:19).

¡Qué grave es esto! Estos anticristos habían estado una vez en la esfera del cristianismo, partiendo el pan con los santos en la Mesa del Señor, y se habían alejado; habían abandonado incluso la profesión del nombre de Cristo y adoptado una posición de completa hostilidad hacia aquel a quien una vez habían confesado como su Salvador y Señor. Pero, sin duda, se necesitaba un sentido espiritual para descubrir esta hostilidad a Cristo, pues de lo contrario no habría sido necesario advertir a los hijitos acerca de semejante peligro. Satanás se transforma siempre en ángel de luz, o en león rugiente… y sus ministros se transforman también en ministros de justicia (2 Cor. 11:14-15); así sucede a menudo que estos falsos maestros tratan de seducir a las almas sencillas bajo el pretexto de una mayor espiritualidad, de una consagración más completa, o bajo el pretexto de que han descubierto verdades de orden superior. Juan los desenmascara y les da el nombre que merecen, el de anticristos. Esto le lleva a desarrollar más plenamente el carácter del anticristo. «¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo» (v. 22). El primer punto se refiere en particular a los judíos: niega al Padre; el segundo es el error anticristiano que se extiende hoy por todas partes: niega al Hijo. Los 2 puntos juntos resumen al anticristo.

Así pues, en este pasaje tenemos el desarrollo y el resumen de todas las herejías y de todas las malas doctrinas. En resumen, todas las formas de oposición a la verdad se reducen a esto: primero negarán no que haya un Cristo por venir, sino que Jesús es el Cristo; y finalmente, pero no desde el principio, hay que señalar, no negarán no hay un Dios, sino la verdad sobre el Padre y el Hijo; en una palabra, el cristianismo. ¿Y qué cristiano con un poco de conocimiento de la Palabra de Dios, con un poco de conocimiento de los errores prevalecientes, no ha notado los gérmenes, cada día más evidentes, de estas diferentes formas de oposición a la verdad de Dios? Sí, si Juan pudo decirlo en su tiempo, tenemos muchas más razones para afirmarlo hoy: ahora hay muchos anticristos (v. 18). Por todos los medios se socava la Palabra de Dios; los maestros, que se dicen cristianos, ignoran las verdades fundamentales del cristianismo, incluso más quizás que los ateos o los impíos declarados; de modo que es posible que un hombre tome el nombre de ministro de Cristo, mientras rechaza la verdad sobre su persona y su obra. Los púlpitos de la cristiandad son el mayor peligro de la época actual. Ahora están con nosotros, con nosotros solo porque la misma cristiandad, estando en proceso de convertirse en apóstata, si no lo es ya, está de acuerdo con estos enemigos de la verdad; pero dentro de poco, muchos (como algunos ya lo han hecho) se despojarán de la máscara y tomarán resueltamente su lugar entre los que rechazan a Cristo y al cristianismo. Estos son verdaderamente anticristos.

5.5.4 - La necesidad de estar advertido — Las 3 maneras de estar guardados

Es muy importante señalar que son los niños pequeños los que están siendo advertidos sobre este peligro y esta trampa. Hoy en día, a menudo se piensa que es superfluo, si no una tontería, advertir a los jóvenes conversos sobre los errores que se están cometiendo. Sin embargo, vemos que Juan les habla claramente de los peligros que encontrarán en el camino. Hay un proverbio popular que dice: Estar prevenido es estar armado. Esta palabra es cierta en todos los sentidos; lo confirma nuestro pasaje. Muchos naufragios se habrían evitado si los dirigentes de la Iglesia de Dios hubieran seguido el ejemplo de Juan. Pero el apóstol hace algo más que señalar el peligro; también enseña a estos jóvenes creyentes los medios de estar protegidos. Pero Dios, en su gracia, previendo todas las dificultades y la naturaleza de todos los enemigos que su pueblo tendría que afrontar, previó todo lo que podía suceder. Por eso dice Juan: «Y vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas. No os he escrito porque ignoréis la verdad, sino porque la sabéis, y ninguna mentira procede de la verdad» (v. 20-21), y más adelante dice: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros, vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (v. 24).

5.5.4.1 - La unción por parte del Santo

Estas 3 formas de protegerse contra el error merecen una seria atención. En primer lugar, Juan les recuerda la unción del Santo, la unción por la que conocían todas las cosas. El mismo Espíritu que mora en nosotros como Espíritu de adopción, es la unción, así como el sello y el depósito (vean 2 Cor. 1:21-22, etc.). Esta unción del Espíritu de Dios que nos une firmemente a Cristo (2 Cor. 1:21) nos da 2 cosas: entendimiento y poder. En este pasaje se menciona la inteligencia, y Juan enseña a los niños que, puesto que han sido ungidos por el Espíritu Santo, ellos mismos son la fuente de todo conocimiento, no es que ahora sepan todas las cosas, sino que, habiendo recibido la unción, tienen dentro de sí la facultad de conocer y, por tanto, de distinguir la verdad del error. En las cosas de Dios, conviene recordarlo constantemente, el Espíritu de Dios es el que nos capacita para captar la verdad (vean 1 Cor. 2). La mente, la razón humana y el intelecto no tienen cabida aquí. Como alguien dijo una vez: “La actividad de la mente es el gran obstáculo para comprender la verdad de Dios”. Así sucede a menudo que un simple niño en las cosas del mundo es el más sabio en las cosas de Dios. Dice el salmista: «Más que todos mis enseñadores he entendido, porque tus testimonios son mi meditación. Más que los viejos he entendido, porque he guardado tus mandamientos» (Sal 119:99-100).

La fuente, pues, de toda sabiduría y conocimiento para el creyente es la Palabra de Dios explicada por el Espíritu Santo. Dios ha dotado así a los pequeños de su familia de un medio plenamente suficiente para discernir los errores que les rodean y para defenderse de ellos. No necesitan que nadie les enseñe (1 Juan 2:27), porque, caminando en dependencia de Dios, el propio Espíritu Santo les pondrá en guardia y les mostrará lo que es verdad y lo que es error. Un incidente reciente en tal lugar es una ilustración viva de lo que hemos estado diciendo. En esta localidad, con el pretexto de más luz y mayor caridad, se atacaron los fundamentos de la verdad y se hirió especialmente a los hijos de Dios. Un hermano vio el peligro, pero al principio, en aras de la paz y pensando que los pobres y sencillos serían incapaces de comprender tales asuntos, guardó silencio. Finalmente, la fidelidad al Señor le obligó a separarse de los que apoyaban estas falsas doctrinas; y en una carta recibida recientemente, informa para gloria de Dios que ni una sola de las almas sencillas por las que había tenido temores había sido llevada; y añade que, con raras excepciones, todos los cultivados y educados se habían negado a juzgar o habían aceptado las doctrinas erróneas. Como los niñitos de nuestro pasaje que se habían encontrado fieles, tenían y tienen la unción del Santo, y así, distinguiendo la verdad del error, no se dejaban llevar por las astutas seducciones de los malvados.

5.5.4.2 - Conocer la verdad

Estos niñitos también conocían la verdad y, por tanto, sabían que ninguna mentira procede de la verdad (v. 21). Esto es lo que pone a salvo a los santos, cuando, bajo engañosos disfraces, los errores caminan de cabeza. Si tenemos la verdad, eso nos basta; no necesitamos examinar todo lo que pretende ser verdad. El Señor nos librará de la contaminación y de la confusión. Sus ovejas, como él mismo nos enseñó, conocen su voz, pero no conocen la voz de los extraños (Juan 10:5). Si no conocemos la voz que pretende seducirnos, basta: nos negaremos a escucharla, porque es la voz de un extraño. «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8), y no nos dejaremos llevar por nuevas doctrinas.

Nos equivocamos mucho si, sabiendo que tenemos la verdad, examinamos un error que pretende ocupar el lugar de lo que poseemos. Tal vez sea deber de los maestros hacer esto para desenmascarar las artimañas de Satanás, pero basta que los niños pequeños permanezcan en la verdad misma, que es una certeza, y en la seguridad de que ninguna mentira proviene de la verdad.

Entonces el apóstol, como ya hemos notado, caracteriza al mentiroso como aquel que niega, no que haya un Cristo, o que esté por venir, sino que Jesús es el Cristo. «Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo» (v. 22), es decir, toda la verdad del cristianismo, pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo ha revelado. Pero esta advertencia es muy solemne: «Cualquiera que niega al Hijo, no tiene al Padre; el que confiesa al Hijo, también tiene al Padre» (v. 23). Por tanto, Dios –Dios Padre– no puede ser conocido al margen del Hijo, al margen de lo que el Hijo es en verdad, en su dignidad esencial, al margen de la verdad de su persona como Jesucristo venido en carne (1 Juan 4:2-3; 2 Juan 7-9). Por tanto, todos los refinamientos del deísmo no son más que especulaciones impías, pues profesar la creencia en Dios al margen de Cristo es sencillamente rechazar al Dios verdadero, ya que solo en Cristo se ha revelado y puede ser conocido.

5.5.4.3 - Volver al principio

Los niños tenían la unción del Santo y conocían la verdad; pero ahora el apóstol añade una exhortación: «Lo que oísteis desde el principio, permanezca en vosotros. Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros, vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (v. 24). Esta es la tercera fuente o vía para que permanezcan; es un principio de capital importancia. No hay otro remedio para la corrupción que, con sus invasiones, ha sembrado la confusión por todas partes, que volver al principio. Así es como el apóstol Pablo exhortaba a Timoteo, en los tiempos difíciles en que se encontraba, a permanecer en las cosas que había aprendido y de las que estaba plenamente convencido, sabiendo de quién las había aprendido (2 Tim. 3:14-17). Así se pueden señalar y refutar todos los errores, todas las falsificaciones de la verdad. El mismo Satanás es impotente contra la verdad de Dios, cuando se usa con sencillez. Si nos apoyamos en la Palabra, tal como fue dada por los apóstoles, estamos sobre una roca sólida contra la que se estrellan impotentes todos los errores, como olas que el impacto reduce a polvo.

En las disputas teológicas, a menudo se cita a los padres como autoridad (así se llama a los escritores que vinieron después de los apóstoles, o a los autores de épocas anteriores), dejando de lado casi por completo lo que se enseñó desde el principio. Pero la verdad de Dios no cambia; es autoridad hoy, como lo era cuando fue revelada en el principio, y es, por tanto, el único criterio del hombre, de todos sus sistemas y pretensiones. Todo lo que no concuerde con lo que se enseñó desde el principio debe, por tanto, ser rechazado sin piedad, y sin la excusa de que las circunstancias son diferentes y las condiciones de la sociedad han cambiado. Dios, que no cambia, comunica su propio carácter a la verdad que así pasa, a través de los siglos, tan inmutable en su perfección, que Aquel de quien es la Palabra.

La verdad que habita en ellos, en el poder del Espíritu Santo, debía ser su salvaguardia contra los anticristos que ya están en el mundo, pero también hay algo más, una bendición positiva: «Vosotros también permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (v. 24). Como vimos en nuestro capítulo 1, la recepción de la verdad anunciada por los apóstoles, como mensaje sobre Cristo, palabra de vida, trajo consigo una nueva naturaleza y la vida eterna en comunión con el Padre y el Hijo; del mismo modo, aquí vemos que, para mantenernos en esta comunión, debemos retener en nuestro corazón lo que se nos enseñó al principio: esto es lo que nos hace permanecer en el Padre y en el Hijo. Es sumamente importante para nuestras almas conservar la verdad tal como fue dada al principio; de este modo estaremos guardados contra las falsas doctrinas. Nada produce afectos santos, nada santifica, nada conduce al goce de lo que es nuestra porción en el Padre y en el Hijo, que la verdad, y solo la verdad es la espada del Espíritu. Para que sea todo esto para nosotros, es necesario que la llevemos junto a nuestro corazón y la conservemos allí como un depósito santo, para que se convierta, por medio del Espíritu Santo, en el motivo de nuestras acciones y en lo que dirige nuestro caminar, para que nos proporcione armas aptas para defendernos de los asaltos de Satanás; así, al mismo tiempo, será el medio de mantener nuestras almas en el goce de la comunión con el Padre y con el Hijo.

5.5.5 - Los estímulos

5.5.5.1 - La promesa de la vida eterna

Ahora viene una palabra de aliento y consuelo. Había dicho: «Si lo que desde el principio oísteis permanece en vosotros», etc., y ahora añade: «Y esta es la promesa que él nos hizo: la vida eterna» (v. 25). Los «si» de la Escritura nunca limitan la gracia, nunca la condicionan, porque la gracia de Dios es absoluta. Muestran que somos responsables y que debemos a la gracia el perseverar. Así, el Señor mismo dijo a los judíos que profesaban creer en él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos» (Juan 8:31); esta perseverancia era la prueba para los demás. Así pues, para perseverar en el Padre y en el Hijo, hay que conservar necesariamente la verdad en el alma. Insistimos en estos «si», que nos recuerdan nuestra responsabilidad y que Dios quiere que utilicemos para probarnos y juzgarnos, pero es igualmente necesario insistir, sin reservas, en el carácter absolutamente incondicional de la gracia de Dios para nuestra salvación. La vida eterna es la vida eterna, y una vez que se posee no se puede perder nunca; porque, como hemos visto, es verdaderamente Cristo mismo; es esa vida eterna que estaba con el Padre y se nos ha manifestado (1 Juan 1:2). Por eso, en cuanto les insistió en la responsabilidad de guardar lo que habían oído desde el principio, fortaleció sus corazones recordándoles que esa era la vida eterna que Dios les había prometido.

5.5.5.2 - Una relación establecida

Esto pone de manifiesto un principio muy valioso de los caminos de Dios hacia nosotros, tal como nos están revelados en la Palabra. Él nunca quiere que nos preguntemos si somos hijos suyos o no: si somos creyentes, siempre lo da por sentado. El autoexamen, por tanto, nunca se nos recomienda para hacernos saber si somos o no verdaderos cristianos, sino solo para descubrir el pecado, a fin de llevarlo a la luz, a la presencia de Dios, y juzgarlo allí. Las relaciones entre nuestras almas y Él, debido a la redención establecida de una vez para siempre, sus derechos sobre nosotros y nuestra responsabilidad derivada del hecho de que le pertenecemos pueden muy bien ser recordadas, pero nunca, tengamos cuidado, para debilitar la gracia; todas las exhortaciones de esta naturaleza descansan sobre el fundamento de la gracia, y tienen por objeto conducir a nuestras almas a disfrutar más plenamente de sus privilegios. Es porque han perdido de vista esta distinción que algunas almas están esclavizadas, usando los preceptos y amonestaciones de la Escritura de una manera legal para excitarse a sí mismas a un mayor celo y devoción. Es la gracia la que funda y sostiene el alma: la preciosa y soberana gracia de Dios, que él da libre e incondicionalmente. Él nos hace partícipes de ella, pero, para que aprendamos a conocer su corazón, nos advierte, en esa misma gracia, de los peligros que podemos encontrar y nos indica en qué condiciones podemos gozar plenamente de la acción eficaz de su gracia. Esto nos ayuda a comprender por qué el apóstol añade después del versículo 24: «Y esta es la promesa que él nos hizo: la vida eterna» (v. 25).

5.5.6 - La enseñanza

Los versículos siguientes (v. 26-27) resumen las instrucciones dadas por el apóstol a los niños. Les recuerda de nuevo la unción que habían recibido de Cristo y por la cual no necesitaban que nadie les enseñara acerca de estos falsos maestros apóstatas que intentaban desviarlos. El apóstol no quiere decir que estos santos pudieran prescindir de los maestros que eran dones de Cristo a la Iglesia, para el perfeccionamiento de los santos y la edificación del Cuerpo de Cristo (Efe. 4), sino que, si se veían acosados por los anticristos, tenían, aunque reducido a ellos mismos, un recurso plenamente suficiente en la unción del Espíritu Santo. Y les dijo: «Como su unción os enseña acerca de todo, es verdad y no mentira, tal como os enseñó, permaneced en ella» (v. 27). También podríamos traducir: en ella, pero en él parece ser la mejor interpretación. ¡Qué interesante es observar este orden! Primero, recibimos la unción; luego, esta unción nos enseña todas las cosas; finalmente, permanecemos en él. ¿Qué podría extraviarnos si la unción del Espíritu Santo llenara nuestras almas, si estuviéramos constantemente ocupados en recibir sus enseñanzas y si permaneciéramos en Cristo? Entonces estaríamos en la fuente de todo conocimiento, poder y bendición.

5.5.7 - Esperar el regreso de Cristo

Así que en el versículo 28, donde el apóstol se dirige de nuevo a toda la familia, solo tiene una palabra que decirles, después de las instrucciones que ha dado a las diferentes clases, y esa palabra es: «Permaneced en ella». «Y ahora, hijitos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no seamos avergonzados por él en su venida» (v. 28)lo que sucedería si se viera que los trabajos de los apóstoles y maestros cristianos en medio de ellos habían sido en vano. En ese caso, perderían lo que habían hecho y no recibirían toda su recompensa (2 Juan 8). Al hacerlo, también los sitúa, al igual que se sitúa a sí mismo y a sus compañeros de trabajo, en la presencia del regreso del Señor. Nada impulsa a los obreros o a los santos en general a ser más activos en la obra del Señor que la expectativa del regreso de Cristo. Es este motivo el que Juan presenta a todos los hijos de la familia de Dios, cuando pone en su corazón este divino precepto: permaneced en él. Permaneced en él con la esperanza de verle pronto cara a cara, cuando el carácter de nuestra obra (como dice el apóstol) se manifieste plenamente. Que el Señor grabe esta recomendación, con caracteres vivos, en el corazón de todos los hijos de Dios, por amor de su nombre.