Índice general
4 - El Espíritu de adopción
Los hijos de Dios
4.1 - La relación hijo-Padre conocida por el Espíritu
Hemos encontrado 2 cosas en el Evangelio según Juan: en primer lugar, el Padre revelado en la persona del Hijo y, en segundo lugar, los medios por los que se reúne y forma la familia, y su lugar y relación con Dios. También es cierto que, en el tipo del agua viva (Juan 4; 7), tenemos una enseñanza, en cierto aspecto, relativa al Espíritu Santo; pero, el evangelista lo dice expresamente después de la invitación llena de gracia que el Señor había hecho en el gran día de la expiación: «Pero esto lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él recibirían; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:39).
Así que, por muy lejos que llegara la declaración del Padre, y por muy bien establecida que estuviera esta verdad de la familia, no fue posible que las almas de los creyentes captaran y disfrutaran de su relación con el Padre hasta el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés. Nacer de nuevo es una cosa; es un cambio producido por el poder divino y por los medios de la Palabra; saber que Dios es nuestro Padre es otra cosa, que solo podemos disfrutar mediante el don del Espíritu que mora en nosotros. Esta distinción se ve claramente en la Epístola de Pablo a los Gálatas. Dice: «Sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (3:26), afirmación que se corresponde, en cuanto a los medios del nuevo nacimiento, con Juan 1:12-13, pasaje que ya hemos estudiado. En el capítulo siguiente, dice: «Y, por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:6). Asimismo, en otra Epístola, escribe: «Habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rom. 8:15).
4.2 - La condición para recibir el Espíritu Santo y la relación con el nuevo nacimiento
Por tanto, solo después de haber recibido el Espíritu Santo de esta manera, que podemos conocer y disfrutar esta relación filial; pero antes de entrar en este tema, puede ser útil, sobre todo porque hay tanta confusión al respecto, mostrar claramente la base sobre la que, según la Escritura, se da el Espíritu. Esto puede hacerse de 2 maneras: recordando el descenso del Espíritu Santo sobre nuestro Señor mismo, y citando declaraciones directas de la Palabra de Dios. La escena del bautismo de Nuestro Señor es de profundo interés, no solo porque pone de manifiesto su humildad y su grandeza moral, su amor y su identificación con los suyos, que son los santos de la tierra y los excelentes en quienes se complació (Sal. 16), sino también porque revela plenamente la posición en la que está introducido ahora al creyente como resultado de la redención. «Habiendo sido bautizado, Jesús salió enseguida del agua; y he aquí que los cielos se abrieron, y vio al Espíritu de Dios que bajaba como paloma y venía sobre él. Y he aquí una voz de los cielos que decía: Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia» (Mat. 3:16-17). Aquí vemos los cielos abiertos, a Cristo sellado como hombre, y como resultado el Padre hace esta declaración: «Este es mi amado Hijo, en quien tengo complacencia». Y esto, como hemos visto, muestra la posición de todo creyente que ha recibido el Espíritu Santo. El cielo está abierto para él, y el creyente mismo es hijo de Dios, objeto del corazón del Padre. Hay aquí un contraste interesante. En la escena que tenemos ante nosotros, Cristo en la tierra es el objeto de Dios; pero el objeto del creyente es Cristo a la diestra de Dios, Cristo visto por el ojo de la fe a través de los cielos abiertos.
Cabe preguntarse por qué Cristo fue sellado con el Espíritu Santo. La respuesta es fácil. Él recibió el Espíritu en virtud de su absoluta y perfecta pureza. En esto nuestra condición ofrece un contraste completo que también muestra el fundamento sobre el cual Dios puede dar el Espíritu Santo a los suyos. Por nosotros mismos no podemos subsistir ante Dios como estando sin pecado ni mancha, pero somos más blancos que la nieve ante él por la preciosa sangre de Cristo. Tan pronto como somos limpiados de nuestra culpa por la sangre, Dios envía al Espíritu Santo para que habite en nosotros como el Espíritu de adopción, como el sello, como el depósito de la herencia y como la unción. Este es el orden que es tan interesante encontrar en los tipos. Cuando los sacerdotes eran consagrados y cuando el leproso era sanado (Éx. 29; Lev. 14), el orden en ambos casos era el mismo. Primero eran lavados con agua, significando el nuevo nacimiento; luego eran rociados con sangre, un tipo de la sangre de Cristo que limpia de todo pecado; y finalmente eran ungidos con aceite, siendo el aceite, como siempre, un emblema del Espíritu Santo.
Otros pasajes de la Escritura no hacen sino confirmar este orden. Cuando, el día de Pentecostés, aquellos cuyos corazones estaban conmovidos dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: «¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer?». Pedro les dijo: «¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo!» (Hec. 2:37-38). Además, cuando Pedro estaba predicando el Evangelio en la casa de Cornelio, vemos que en el mismo momento en que estaba predicando la remisión de los pecados por la fe en Cristo, «Mientras Pedro estaba aún hablando estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el mensaje» (Hec. 10:44). Estos ejemplos nos enseñan de la manera más evidente que la condición para recibir el Espíritu Santo es conocer el perdón de los pecados. Del mismo modo, en la Epístola a los Romanos, el Espíritu Santo solo se menciona después de la justificación por la fe y la paz con Dios (Rom. 5; Efe. 1:13). Esto, bien entendido, eliminará una dificultad que surge a menudo. La gente pregunta: ¿Es posible que un alma nazca de nuevo y no tenga el Espíritu Santo? La pregunta debería formularse de otra manera. Deberíamos decir: ¿Puede morar el Espíritu Santo donde falta el conocimiento del perdón de los pecados? O bien: ¿Es posible que un alma se convierta en templo del Espíritu Santo antes de haber sido purificada de toda culpa? Dados los pasajes que hemos considerado, solo hay una manera de responder a esta pregunta. ¿Y qué creyente inteligente no sabe que, por falta de conocimiento o de fe, esta vida, la vida divina, puede existir en muchas almas mucho antes de que gocen del perdón de los pecados?
El orden divino es, pues: el nuevo nacimiento por medio de la Palabra y por el poder del Espíritu, el perdón de los pecados, y luego la inhabitación del Espíritu. Pero que quede claramente establecido que no tiene por qué haber un intervalo, como sucede a menudo, entre el nuevo nacimiento y estar sellado del Espíritu; si el Evangelio se proclamara más a menudo en su plenitud, si se explicara bien la naturaleza de la gracia, esto se vería más raramente. Al mismo tiempo, debemos recordar que el nuevo nacimiento debe preceder a la morada del Espíritu Santo. Porque somos hijos, Dios envía a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, a través del cual clamamos: ¡Abba, Padre!
4.3 - Los efectos de la presencia del Espíritu Santo
4.3.1 - Tener un espíritu filial
Veamos ahora qué sucede en nosotros cuando hemos recibido el Espíritu de adopción. El primer movimiento, como hemos visto, es clamar: ¡Abba, Padre! En Gálatas, el apóstol dice: «Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones» (Gál. 4:6). Esto es tan instructivo como notable. Cuando nuestro Señor estaba en el huerto de Getsemaní, acosado por Satanás, y se enfrentaba a su muerte en la cruz, gritó en aquella hora de agonía: «¡Abba, Padre, todo te es posible! ¡Aparta de mí esta copa! Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Marcos 14:36). Esto muestra, por una parte, lo que es el Espíritu de su Hijo; y por otra, que el Señor gozaba plenamente de su relación, cualquiera que fuese la agonía por la que estaba pasando. El mismo Espíritu, por cuyo poder Cristo, como Hijo, habló así al Padre, habita en nosotros, en todos los que han sido lavados por la sangre preciosa de Cristo. Y habitando en nosotros, nos enseña, sí, mueve nuestros corazones a gritar: «¡Abba, Padre!». Este grito es, por así decirlo, la consecuencia necesaria de nuestra posesión del espíritu filial. Antes, podíamos dirigirnos a Dios con otros términos; pero en cuanto la relación existe, y Dios la ha sellado con el don del Espíritu Santo, no podemos hacer otra cosa que llamar a Dios nuestro Padre. Si no lo hiciéramos, seríamos tan poco razonables como un niño que persiste en llamar amo a su padre terrenal, en lugar de darle el dulce nombre de padre. No debemos olvidar que «¡Abba, Padre!», es el grito del mismo Espíritu en nuestros corazones.
Pero es imposible que los que no tienen el Espíritu de Dios llamen a Dios su Padre de todo corazón, porque no gozan de esta relación. Un cristiano bien fundado contó recientemente al autor que, después de haber sido despertado en su alma, se esforzó durante 2 años por llamar a Dios con el nombre de Padre, pero en vano. No podía pronunciar este nombre delante de Dios; pero tan pronto como llegó al conocimiento del perdón de los pecados, esta manera de hablar se le hizo natural, porque entonces había recibido el Espíritu Santo. Y esta experiencia está relacionada con la Palabra de Dios. Si estamos realmente ante Dios, es lo más profundo de nuestra alma lo que aparece; y así nuestro estado y nuestras relaciones se muestran en la oración, especialmente en la oración particular, cuando no estamos influenciados en modo alguno por la presencia de otras personas. ¡Qué pensamiento tan serio: el Espíritu de Dios hace ahora de nuestros cuerpos sus templos; el mismo nombre de Padre, que pronunciamos ante Dios, es en realidad el grito del Espíritu! Y ¡qué gracia la de Dios al hacernos saber, incluso ahora, que nos ha hecho hijos suyos, y que ha establecido con nosotros una relación que durará para siempre! Estar en el poder de esta preciosa verdad haría que nuestras oraciones fueran reales y benditas, y nos llenaría de inefable gratitud hacia Aquel que en su gracia y amor nos ha reunido en torno a él como sus hijos amados (Efe. 5:1).
Pero hay otra cosa. El apóstol dice: «El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:16). Esto hace que sea absolutamente imposible equivocarse. Podríamos llamar a Dios: Padre, por imitación, pero vemos aquí que existe también, dentro de nosotros, la conciencia de nuestras relaciones, producida por el Espíritu Santo. Es importante notar que no dice: da testimonio de nuestro espíritu. Si así fuera, podríamos esperar un testimonio particular, en un momento dado, que nos asegurara que ahora somos hijos de Dios. El apóstol dice: con nuestro espíritu, es decir, que el fruto de la habitación del Espíritu es producir en nosotros sentimientos y afectos acordes con las relaciones en que nos encontramos, y darnos el disfrute de ellos. El hijo de Dios conoce ahora al Padre y no duda de que es hijo, porque tiene dentro de sí mismo la conciencia cierta de su relación, y así puede descansar, hasta cierto punto al menos, en el goce del amor y la solicitud del Padre. En otras palabras, el espíritu filial es el resultado de este testimonio del Espíritu Santo.
4.3.2 - Buscar el espíritu filial – No antagonizar con el Espíritu Santo
Cabe preguntarse si este espíritu filial está suficientemente buscado, si lo vemos suficientemente en nosotros mismos. No hay nada más hermoso en la vida cristiana, nada que dé más sentido de dependencia de Dios ni más confianza en la oración. El apóstol Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, se dirige a ellos como la asamblea de los tesalonicenses que está en Dios Padre (1 Tes. 1:1; 2 Tes. 1:1). No se designa así a ninguna otra asamblea. La razón puede ser que la vida cristiana de estos jóvenes creyentes, que estaban en el fervor de su primer amor, se manifestaba sobre todo en el disfrute de sus relaciones filiales. Este será también nuestro carácter, en la medida en que el Espíritu de adopción, no frustrado en nosotros, impulse nuestros corazones a captar el amor del Padre, y forme en nosotros todos aquellos afectos filiales que solo el conocimiento de su amor puede producir. El conocimiento del Padre y de nuestras verdaderas relaciones es lo primero después de lo cual el Espíritu podrá, gradualmente tal vez, pero de manera siempre creciente, hacernos gozar libremente de todas las bendiciones que van unidas a nuestra posición. No podemos sentirnos hijos hasta que sepamos que lo somos. Pronto vendrá el disfrute de la relación, de los afectos filiales, de la gratitud filial, del respeto, etc. El testimonio que el Espíritu dé con nuestro espíritu, la claridad y la fuerza con que ese testimonio se dé dependerá siempre del carácter de nuestro caminar. Así se dice: «Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Si el cristiano anda en infidelidad o debilidad, el Espíritu está contristado, si no silenciado; y el testimonio dado con su espíritu, de que es hijo de Dios, se debilitará, si es que aún existe. Pero nada más y nada menos debe satisfacernos que el goce bendito y consciente de la relación que Dios, en su gracia, ha complacido formar con nosotros, sus hijos.
4.3.3 - El Espíritu Santo guía a los hijos
Los hijos de Dios son guiados también por el Espíritu Santo. Esta es la base sobre la que el apóstol desarrolla el carácter del Espíritu que ahora habita en los creyentes. Antes había contrapuesto a los que andan según la carne con los que andan según el Espíritu. Todos los hombres pertenecen a estas 2 clases. Ante Dios, los creyentes no están en la carne, sino en el Espíritu; esto es lo que ahora los caracteriza en cuanto a su existencia en la presencia de Dios, si al menos el Espíritu de Dios habita en ellos (Rom. 8:9). No hay término medio entre estos 2 estados, pues añade: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Rom. 8:9). Todo cristiano, pues, en quien mora el Espíritu Santo, está en un estado nuevo ante Dios. Está en Cristo y no en Adán, porque por su muerte con Cristo ha sido separado del primer hombre (Adán), y por la resurrección de Cristo ha sido llevado a una nueva escena y a un nuevo estado ante Dios; a un terreno que está más allá del pecado, de la condenación y de la muerte, porque allí estamos en resurrección. El creyente está ahora en Cristo resucitado, y el Espíritu Santo mora en él como el poder de la nueva vida que tiene en Cristo, un poder que le permite luchar victoriosamente contra la carne. Por tanto, después de haber mostrado que estamos liberados de la esclavitud de la Ley y de la muerte, gozando de todas las benditas consecuencias de esta liberación, y de haber indicado lo que caracteriza nuestra nueva posición, el apóstol añade: «Así pues, hermanos, deudores somos, no de la carne, para vivir según la carne; pues si vivís según la carne, moriréis; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom. 8:12-14). Son verdades solemnes.
Llamamos la atención, en primer lugar, sobre el hecho de que, según este pasaje, lo que caracteriza a todo hijo de Dios es que es guiado por el Espíritu. «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom. 8:14); es decir, todos los creyentes son guiados de esta manera, y de este modo se manifiestan como hijos de Dios. No se tiene en cuenta aquí el hecho humillante de que a veces los creyentes están gobernados por la carne y no por el Espíritu. Esto, por desgracia, sucede a menudo; pero el apóstol describe más bien lo que caracteriza a los creyentes como clase. Están guiados por el Espíritu y no por la carne. Pero una vez establecido este hecho, es importante recordar que siempre estamos guiados por el Espíritu o por la carne. Sin duda existe la naturaleza natural y los afectos tal como Dios los ha creado, y que el creyente debe mantener siempre según Dios; pero estamos hablando aquí del contraste perfecto y absoluto que las Escrituras establecen siempre entre la carne y el Espíritu. Como dice Pablo en otra Epístola: «Lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que deseáis» (Gál. 5:17). La carne y el Espíritu están siempre en antagonismo, de modo que cuando no estamos bajo la guía del Espíritu, estamos seguros de estar bajo la de la carne. ¡Cuán vigilantes debemos estar! ¡Ay, qué lejos estamos de estar siempre en guardia! Si por un momento dejamos de vigilar, la carne, excitada como siempre por Satanás, aprovechará la ocasión para manifestarse, empujarnos al pecado y frustrar al Espíritu Santo de Dios.
4.3.4 - El Espíritu Santo es nuestro único poder
Lo tercero que debemos recordar es que el Espíritu Santo es nuestro único poder. No tenemos otro poder para caminar, luchar, servir o adorar. Así que lo que realmente distingue a los hijos de Dios es que son guiados por el Espíritu de Dios. Esto se vio admirablemente en la vida de nuestro Señor. Después de su bautismo, fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo; fue en el poder del Espíritu que predicó, hizo milagros, expulsó demonios, sanó a los que el diablo había esclavizado, e iba de un lugar a otro haciendo el bien (Mat. 4; 12; Lucas 4; Hec. 10). Sí, en cada paso que dio, en cada acción que emprendió, en cada palabra que pronunció, a lo largo de toda su vida en la tierra, fue guiado por el Espíritu Santo. Y Jesús es nuestro modelo, es nuestro privilegio estar guiados también por el Espíritu de Dios; y en la medida en que estemos así guiados, se manifestará que somos hijos de Dios.
4.3.5 - Herederos de Dios, coherederos con Cristo
El apóstol nos muestra cosas aún mayores. El Espíritu que hemos recibido es el Espíritu de adopción; somos, pues, hijos. Se nos dice: «Si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y
coherederos con Cristo, si sufrimos con él, para que también seamos glorificados con él» (Rom. 8:17). De momento, nos limitamos a la posición que ocupamos como hijos, esperando ver, en otro capítulo, nuestra futura condición en la Casa del Padre. Todos los hijos, pues, son herederos, herederos de Dios. No solo le ha placido, en su amor, colocarnos en benditas relaciones con él, sino que también nos ha hecho sus herederos, y como si esta maravillosa manifestación de su gracia no fuera suficiente para satisfacer las necesidades de su corazón, todavía encontramos estas palabras: «coherederos con Cristo». Estas palabras encierran la clave de todas nuestras bendiciones. Dios nos ha hecho copartícipes de su Hijo amado. Él es el primogénito de entre los muertos; nosotros formamos la Iglesia de los primogénitos por nuestra unión con él, y así estamos igualmente asociados con él para heredar todo lo que él mismo heredará como hombre, en virtud de su obra de redención. Todo hijo de Dios se sitúa así en el rango y posición del primogénito, reservándose siempre su propia preeminencia y dignidad personal y esencial. Como hijos, estamos ante él como coherederos con Cristo. ¿Qué palabras podrían expresar adecuadamente la riqueza de la gracia de Dios, o de la bendición en la que estamos introducidos? Porque no solo nos ha salvado, nos ha traído a sí mismo y nos ha concedido privilegios y bendiciones, sino que, para satisfacer plenamente su corazón, nos coloca en el mismo rango que su Hijo amado. Que estas palabras, pues, «coherederos con Cristo», ocupen un lugar permanente en nuestras almas, para que, pensando continuamente en ellas, aprendamos cada vez más plenamente cómo es Dios en su gracia, y lo que ha hecho por nosotros mediante la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador; y seguramente, cuanto más las sopesemos, más podremos sondear y explorar el tesoro infinito de la herencia que nos pertenece, porque somos herederos de Dios y coherederos con Cristo.
4.3.6 - No hay escapatoria al sufrimiento
Pero aún nos queda esta palabra: «Si sufrimos con él, para que también seamos glorificados con él» (Rom. 8:17). Este «si» no implica en modo alguno una duda, simplemente indica la condición necesaria de los hijos y el camino por el que pasan los que serán glorificados con Cristo, es decir, si somos hijos, tendremos que sufrir con Cristo en la tierra. Si hemos nacido de nuevo y tenemos el Espíritu de adopción, no podemos escapar a esto. La nueva naturaleza en nosotros, nacida de Dios como nosotros mismos, debe experimentar en alguna medida lo que Cristo experimentó en presencia del pecado, Satanás, la aflicción y la muerte. El Espíritu de Dios que habita en nosotros debe conducirnos, en la medida en que nos sometamos a su guía, por el mismo camino por el que Cristo caminó, y hacernos sentir y actuar como él mismo sintió y actuó en circunstancias similares. No podemos, pues, ser hijos de Dios sin sufrir con Cristo. Pero solo sufriremos con él en la medida en que estemos bajo la guía y el poder del Espíritu Santo. El hijo de Dios que camina fielmente delante de Dios, sin contristar al Espíritu, sufrirá con Cristo mucho más que aquel cuyo caminar sea relajado.
Pero es el camino necesario y, puede decirse, es un privilegio inefable. ¿Qué mayor privilegio, en verdad (excepto el de sufrir por Cristo), pasar por este mundo en sociedad y en comunión de sentimientos con nuestro Señor, sufrir como él sufrió al pasar por este desierto de pecado y muerte? Y cuanto más suframos con él, más conoceremos la profundidad de su corazón de amor, que nunca se cansó en su ministerio de gracia, aunque tuviera que soportar a diario la contradicción de los pecadores contra él mismo. No faltan estímulos para seguir este camino. «Pues yo estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que debe sernos revelada» (Rom. 8:18). El gozo puesto delante de él sostuvo a nuestro Señor mismo cuando sufrió la cruz, despreciando la ignominia; y aquí la visión de la gloria –«ser glorificados con él»– debe tener el mismo efecto en nosotros. Porque nada nos eleva más allá del sufrimiento que la contemplación de la gloria futura, y cuando la comparamos con el sufrimiento, este se vuelve insignificante. Como dice el apóstol en otro lugar: «Nuestra ligera aflicción momentánea produce en medida sobreabundante un peso eterno de gloria» (2 Cor. 4:17). Pero nunca debemos olvidar que es con Cristo que sufrimos, así como es con él que seremos glorificados. Sufrimos con él y somos glorificados con él. Hay identificación con un Cristo rechazado ahora, así como habrá identificación con un Cristo glorificado. ¿Qué más podríamos desear, o qué más podría dar el Dios de toda gracia?