2 - Cristo nos revela al Padre

Los hijos de Dios


2.1 - La revelación de Dios antes de Cristo

Dios se ha complacido en revelarse de diversos modos y bajo diferentes caracteres en todas las épocas y en todas las dispensaciones. Antes de la cruz se dio a conocer a Adán, a los patriarcas y a su pueblo Israel; pero no fue hasta la venida de Cristo, que glorificó a Dios en la tierra y completó la obra que él le había encomendado, que todo se manifestó, que Dios, bajo su nombre de Padre, pudo revelarse plenamente. Pero tan pronto como se cumplió la expiación por la muerte de Cristo en la cruz, se rasgó el velo, y los creyentes pudieron entrar en la luz como Dios está en la luz. Todo lo que nos había mantenido alejados de Dios, todo lo que nos lo había ocultado, desapareció, y todo lo que él es, todo lo que el nombre de Padre nos recuerda, se manifestó plenamente. Cristo mismo, como Hijo eterno, pero como Verbo, que se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1:14), fue quien nos reveló al Padre; pero hasta el descenso del Espíritu Santo hubo poco poder, si es que hubo alguno, para captar esta revelación en aquellos a quienes se les presentaba. Unos pocos ojos clarividentes contemplaron su gloria como la de un Hijo único con el Padre; pero Juan el Bautista solo lo conoció como aquel sobre quien había visto descender al Espíritu Santo, y el Señor incluso tuvo que decir a Felipe: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9).

En la práctica, pues, Dios no fue conocido como Padre hasta Pentecostés. Esto quedará claro para el lector si considera las sucesivas revelaciones que Dios concedió a su pueblo bajo el Antiguo Pacto. Dios dijo a Abraham: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gen. 17:1) y a Moisés: «Yo soy el que soy». También dijo: «Así dirás a los hijos de Israel: El que se llama Yo soy me ha enviado a vosotros» (Éx. 3:14); y cuando entabló una relación especial con Israel, fue bajo el nombre de Jehová, que siguió siendo su nombre como Dios del pacto con Israel. Buscan en todo el Antiguo Testamento y encontrarán que el nombre Padre, aplicado a Dios, no aparece más de 5 o 6 veces, y en la mayoría de estos casos para indicar la fuente de nuestra existencia más que nuestra relación.

Todos los santos del Antiguo Testamento eran, indudablemente, verdaderos creyentes. También es cierto que nunca conocieron a Dios como Padre, y por lo tanto no podían disfrutar de los privilegios de esta relación. Una palabra de la Escritura fija definitivamente este punto: «Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mat. 11:27).

2.2 - Fue Cristo reveló al Padre

Así pues, está bien demostrado que Dios no se revela como Padre antes de la venida de Cristo. Volviendo ahora al Nuevo Testamento, veremos, como ya se ha establecido, que Cristo mismo fue quien nos reveló al Padre, y que es en el Evangelio según Juan donde está presentado como tal. En el capítulo 1 de ese Evangelio se dice: «Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18). Este pasaje no solo nos enseña que el Hijo único nos dio a conocer al Padre, sino que también nos enseña que nadie más podría haberlo hecho, y esto debido a la posición que ocupaba, una posición de intimidad y comunión de la que solo él gozaba, y que se indica con estas palabras: «en el seno del Padre». Nunca abandonó ese lugar; estaba allí (pues se trata de una expresión moral) tanto, cuando era hombre de dolores y sabía lo que es la languidez, como cuando gozaba de la gloria del Padre antes de que el mundo fuera hecho; y en la misma cruz seguía allí, pues dice: «Por esto el Padre me ama, por cuanto yo doy mi vida para volverla a tomar» (Juan 10:17). Su muerte, en obediencia al mandamiento que había recibido, dio al amor de su Padre un nuevo motivo de expresión. Más adelante en este Evangelio vemos que uno de sus discípulos puede descansar en su seno, y este mismo discípulo fue el instrumento elegido para desarrollar en su Evangelio lo que se nos revela, que Cristo es el Hijo eterno de Dios; y esto puede, en alguna medida, ayudarnos a comprender que solo él, que siempre estuvo en el seno del Padre, podía revelarlo en ese carácter y relación. En las cosas de Dios es un principio bien establecido que solo podemos expresar a los demás lo que conocemos en nuestra propia alma. Si no poseemos bien aquello de lo que hablamos, de poco servirán nuestras palabras, por claras que parezcan. El Señor mismo estableció este principio cuando dijo: «Hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto» (Juan 3:11).

2.3 - ¿Cómo revela el Señor al Padre?

Veamos ahora cómo el Señor revela al Padre. Él mismo respondió a esta pregunta. Dijo a los judíos: «Si me conocierais a mí, conoceríais a mi Padre también» (Juan 8:19); y de nuevo, hablando a Felipe, dijo: «Si me hubieseis conocido a mí, hubierais conocido a mi Padre también; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto». Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y esto nos bastará». Jesús le dijo: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí? Las palabras que os hablo, no las hablo por mi propia cuenta; pero el Padre que mora en mí, él hace sus obras. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed a causa de las obras mismas» (Juan 14:7-11).

Cristo, pues, él mismo, en todo lo que fue, en toda su vida terrena, fue la revelación del Padre, es decir que moralmente representó perfectamente al Padre en todo lo que es para todos aquellos que tuvieron ojos para reconocerlo. Como él mismo dijo: «Les di a conocer tu nombre» (Juan 17:26). Sabemos que en la Escritura el nombre es la expresión de lo que realmente es una persona; –así que aquí significa la verdad sobre el Padre. Así, cuando Cristo pasó por la escena de este mundo, representó perfectamente todas las perfecciones, el corazón y la mente de su Padre, en todos los rasgos de su figura moral, de modo que, si los que eran de Cristo no hubieran estado cegados, habrían visto en él la personificación viva del Padre. Para el hombre natural, era Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, y nada más; pero el hombre iluminado por el Espíritu Santo contemplaba en él la «gloria del [Hijo] único del Padre» (Juan 1:14), y lo veía como el que le daba a conocer.

2.4 - Las acciones y las palabras del Señor como medio de revelación del Padre

Pero entremos en los detalles de esta maravillosa revelación. El Señor mismo ha indicado los 2 medios por los que tuvo lugar; estos medios son, además, los únicos por los que el hombre puede expresar lo que es. Ya hemos citado el pasaje en el que dice que él no habla de sí mismo; y en un capítulo anterior se dice: «No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Juan 5:19; 8:28). Por tanto, él no es la fuente (pues esa es la fuerza de esta afirmación) ni de sus palabras ni de sus obras. Aunque era el Hijo eterno, no había venido a hacer su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que le había enviado (Juan 6:38), y por eso todas sus palabras y todos sus actos eran la expresión de su perfecta obediencia, pues el motivo de ambas cosas no estaba en su propia voluntad, por perfecta que fuera, sino en la de su Padre. Es decir, hablaba y actuaba solo en dependencia de él y en sumisión a su voluntad; y por eso sus palabras y sus obras eran la revelación de Aquel que le había enviado.

¡Qué preciosa verdad es esta sobre él mismo, pero qué triste contraste es sobre nosotros! Tal como era, sus palabras eran tan perfectas como sus obras; por eso, cuando los judíos le preguntaron: «Tú ¿quién eres?», respondió: «Ese mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25); es decir, tomando prestada la expresión de otro, que sus palabras, siendo la verdad, lo presentaban a él mismo. A menudo, nuestras propias palabras dicen menos o más que la verdad, y nos sentimos humillados al descubrir que no hemos sabido expresar lo que queríamos, o al pensar que nuestras palabras, por su imperfección, han dejado una impresión inexacta, cuando no completamente falsa. Para él, toda palabra era perfecta y, por tanto, era un rayo de su propia gloria, así como una manifestación del Padre. Así vemos en Juan 14 que identificaba sus palabras con sus actos: «Las palabras que os hablo, no las hablo por mi propia cuenta; pero el Padre que mora en mí, él hace sus obras» (Juan 14:10). Sus palabras eran tan perfectas como sus obras; y ambas eran revelaciones del Padre. ¡Qué precio infinito da este pensamiento a todo lo que se nos cuenta de nuestro Señor!

Todas las cosas que nuestro Señor dijo e hizo en la tierra no han sido relatadas; ¿no lo lamentamos a veces? El hecho es que conocemos todas las palabras y los hechos que eran necesarios para la perfecta revelación del Padre, ni más ni menos. Si hubiéramos tenido más, esta revelación no habría sido más completa. Por tanto, no hemos perdido nada, pues la sabiduría y el amor divinos han procurado que se nos diera todo lo necesario para la gloria de Dios y para nuestra instrucción y bien. En una palabra, lo que se relata es una representación perfecta de sí mismo y, por tanto, del Padre. Si a la imagen le faltara una sola palabra, o una sola acción, ya no sería perfecta. Es muy necesario insistir en este punto en una época como la nuestra, en la que, por una parte, vemos a un crítico despiadado, fruto de un racionalismo impío, que trata de destruir la confianza en la autenticidad de tal o cual parte de los Evangelios, y en la que, por otra, una audaz presunción querría dar, a su manera, un relato de la vida de nuestro amado Señor, un relato destinado a sustituir o a elucidar el de los 4 Evangelios. ¿Qué lado es más temerario? Sería difícil decirlo. Sea como fuere, lo cierto es que todo ello tiende a socavar la fe en la Palabra de Dios, a oscurecer el carácter sagrado del Señor y, con ello, a causar un daño irreparable a las almas de los lectores.

2.5 - El Padre revelado en la muerte de Cristo

El Señor mismo, pues, en su vida terrena, reveló perfectamente al Padre; pero, al mismo tiempo, no es menos cierto que fue mediante su muerte como se consumó esta revelación. Como Hijo único del Padre, como Aquel que era impecable en su excelencia y perfección inmutables, no podía ser en ningún momento menos de lo que era; no hubo un momento de su vida en el que no hubiera podido decir: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9), y, sin embargo, no es menos cierto que su muerte fue el acto que coronó, por así decir, la perfecta manifestación del Padre. Fue perfecta en 2 sentidos. En primer lugar, porque demuestra su total consagración a la gloria de Dios, ya que sí mismo se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. En la cruz fue, si se puede decir así, una obediencia de otro tipo, una obediencia en circunstancias y condiciones nuevas, porque allí glorificó a Dios, en el mismo lugar del pecado y a causa del pecado, siendo hecho pecado por nosotros. Por eso habló de su muerte como un motivo especial del amor que le tenía su Padre (Juan 10:17), y por eso también la muerte de Cristo completó la perfecta manifestación de su gloria moral (Juan 13:31). En segundo lugar, su muerte fue necesaria para la plena revelación del corazón del Padre. «Nosotros hemos visto y testificamos que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo» (1 Juan 4:14). Todo lo que Dios es –todos sus atributos, su santidad, su justicia, su verdad, su misericordia, su majestad y su amor– todo se manifestó en y a través de la cruz de Cristo; y cuando vemos que el Padre envió a su Hijo, y que lo envió para ser el Salvador de todos los que creyeran, judíos o gentiles, podemos penetrar en las profundidades insondables de su corazón. Sí, «Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna [1]» (Juan 3:16).

[1] La siguiente nota, tomada de otro autor, puede ser útil para algunos: “Se verá en los escritos de Juan que, cuando se trata de responsabilidad, es la Palabra Dios la que se utiliza; cuando se trata de su gracia en nuestro favor, son el Padre y el Hijo de los que se habla”. En efecto, es instructivo comprobar que el Espíritu de Dios no utiliza indiferentemente los nombres empleados para designar a Dios o al propio Señor. De esta observación depende el sentido de muchos pasajes de la Escritura.

2.6 - La perfecta revelación del Padre por Cristo

Quizá ahora podamos comprender mejor las palabras de Nuestro Señor a Felipe: «El que me ha visto, ha visto al Padre». Si, pues, queremos llegar a un conocimiento más pleno del Padre, solo podremos hacerlo conociendo mejor a Cristo. Los padres a los que Juan se dirigía (1 Juan 2), y que se caracterizan por estas palabras: «Conocéis al que es desde el principio» (v. 13), es decir, a Cristo, «la vida eterna fue manifestada… estaba con el Padre y nos fue manifestada» (1 Juan 1:2), esos padres eran los que conocían mejor al Padre mismo, pues es en Cristo, como hemos visto, donde se ha manifestado plenamente. Este es un punto que nunca debe olvidarse, pues uno de los errores de la teología tradicional y formal es separar demasiado a Cristo, como Hijo, de su Padre. Al insistir, con razón, en la santidad de Dios y en la necesidad de la expiación para que Dios actúe en gracia hacia los hombres, esta teología ha perdido de vista que Cristo era la verdadera expresión del corazón, del carácter y de la naturaleza del Padre.

El resultado es que cuando, bajo la acción del Espíritu de Dios, el corazón ha buscado refugio en Cristo y en la obra que realizó en la cruz, se produce, al mismo tiempo, un sentimiento de alejamiento de Dios, porque se le ha presentado solo bajo la apariencia de un juez. El conocimiento, por lo tanto, de que Dios está bien dispuesto hacia su pueblo, de que el corazón del Padre descansa sobre los suyos con deleite, ha sido comparativamente la porción de muy pocos; así que los creyentes, en general, tienen poca libertad en la presencia de Dios, y casi ningún conocimiento de su relación con él como su Padre. Sería una inmensa bendición para todos comprender la verdad de la que hablamos, que Cristo es la revelación perfecta del Padre; porque entonces todos los que son enseñados por él serían también enseñados por el Padre, y entrarían así en el goce pleno y siempre creciente de su amor. Él mismo nos dijo: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10:30), uno en espíritu, en mente, en propósito; él está en el Padre y el Padre está en él, y así necesariamente él es la expresión perfecta de todo lo que el Padre es.

2.7 - Cristo conocido solo en la Escritura

Cabe preguntarse: ¿Dónde podemos encontrar un conocimiento más pleno de Cristo, para conocer más perfectamente al Padre? La respuesta a esta pregunta es de la mayor importancia. Solo en la Escritura podemos conocer a Cristo. Podemos meditar sobre él, sin duda; pero si hemos de preservarnos de las seducciones del misticismo y la imaginación, nuestras meditaciones deben descansar sobre el fundamento de la Palabra de Dios. Debemos aferrarnos a esta verdad, que la revelación de Cristo está en las Escrituras; y cuando el Espíritu Santo glorifica a Cristo tomando lo que es suyo para proclamárnoslo (Juan 16:14), es a través de la Palabra que lo hace. No es demasiado decir que no hay contacto con un Cristo vivo y glorificado excepto a través de la Palabra escrita de Dios. Hay una manifestación de Cristo al alma, una manifestación que nos da el sentimiento peculiar de su presencia; pero este mismo privilegio y bendición están ligados a la observancia de sus mandamientos y de su Palabra (Juan 14:21-23). Expuestos, como estamos, a diversos peligros, procedentes bien de razonamientos humanos, bien de un misticismo espiritualista, nunca se repetirá demasiado que no podemos comprender a Cristo, lo que fue en la tierra, y lo que es a la diestra de Dios, siendo todavía el mismo Cristo, siendo la gloria moral de que goza ahora la misma que tuvo aquí abajo, pero en condiciones diferentes, solo podemos aprender todo acerca de él en las páginas inspiradas de la Palabra de Dios. Este pensamiento será para nosotros un nuevo motivo para estudiar las Escrituras, y al mismo tiempo, cuando las leamos, nos mantendrá, como a María, a los pies de nuestro amado Señor. Contemplaremos por todas partes a Cristo Jesús hombre, y repetiremos sin cesar a nuestro corazón: Aquel a quien contemplamos, actuando según su misericordia y su amor, Aquel a quien oímos hablar como ningún hombre ha hablado jamás, es el Hijo único que está en el seno del Padre; y en todos sus actos y en todas sus palabras, él mismo es la revelación del Padre. Leer las Escrituras con tal espíritu es encontrar ocasión para la adoración, la alabanza y la acción de gracias.

2.8 - El Padre revelado a los discípulos

Antes de concluir este tema, debemos señalar 2 cosas que nuestro Señor hizo para ayudar a sus discípulos a comprender esta verdad. Cuando estaba a punto de dejarlos, les dijo: «Estas cosas os he hablado en parábolas; pero la hora viene en que no os hablaré en parábolas, sino que os comunicaré claramente las cosas de mi Padre. En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; ya que el Padre mismo os ama», etc. (Juan 16:25-27). Solo podían llegar al Padre a través de él, pero quería que supieran que habían llegado al Padre a través de él. Debían seguir orando en su nombre, pero el Señor quería que comprendieran que el Padre mismo los amaba. Quería dirigir su mirada al Padre, para que le conocieran y supieran también que eran queridos por su corazón. Muchas personas necesitan hoy conocer esta enseñanza del Señor. ¿No es peligroso para nuestras almas olvidar que el Padre nos ha sido revelado, que por medio del Señor Jesús hemos llegado a él y que podemos contar con su corazón en todo momento?

2.9 - Los discípulos en la misma posición que Cristo

Otra cosa que hay que notar es que, antes de dejar a sus discípulos, el Señor los puso en la misma posición que él mismo ocupa. Lo hizo al presentarlos al Padre en la oración que pronunció ante ellos: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son; y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío; y yo soy glorificado en ellos. Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre para que sean uno, como nosotros lo somos.» (Juan 17:9-11, 16-26). Pero, después de su resurrección, les presentó, de manera precisa, el carácter de la posición en la que ahora estaban colocados: «Vete a mis hermanos –dijo a María– y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, y a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17). Esperamos explicar estas palabras en el próximo capítulo; pero queremos llamar ahora la atención sobre el hecho de que, a partir de la redención realizada por su muerte y resurrección, el Señor introduce a los suyos en el lugar que ocupa y en las relaciones en que él mismo está con Dios. Dios no debía ser conocido en adelante como Jehová o Jehová Eloim, como era conocido por Israel, sino como Dios y Padre de su pueblo, porque es Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Así vemos en las Epístolas que casi todas las bendiciones que se nos aseguran en Cristo nos recuerdan este doble hecho (vean 2 Cor. 1:2-3; Efe. 1:2-3; 1 Pe. 1:3).

Así termina también el Evangelio según Juan [2]. Este evangelio comienza con lo que se dice del Verbo que estaba con Dios y que era Dios, que era el Hijo eterno, y como tal el revelador del Padre, y al final vemos al Señor introduciendo a sus discípulos en el lugar que él ocupa con su Dios y Padre y en la relación en la que él mismo está con Dios, y esto sobre el principio de la resurrección. Hasta entonces no habían podido gozar de estas bendiciones, pero él se las había traído, y este era el fruto de su obra redentora. ¡Bendito sea su nombre!

[2] El capítulo 21 es, por así decirlo, un apéndice que se refiere al Milenio, a las ovejas que deben ser apacentadas y al ministerio de Juan, que debía durar hasta el regreso del Señor. El capítulo 20 es, pues, el final del Evangelio histórico.