6 - Rasgos distintivos de los hijos de Dios

Los hijos de Dios


Si somos hijos de Dios, esto se reconocerá por ciertos rasgos, ciertos caracteres; porque si hemos nacido de nuevo, si hemos recibido una nueva naturaleza y la vida eterna en Cristo, esta nueva naturaleza –tal es, en efecto, el razonamiento del apóstol Juan– se manifestará necesariamente. En otras palabras, puesto que Cristo mismo es la vida eterna, la vida que poseemos al creer en él fluirá por los mismos cauces que la suya, cuando estaba en la tierra entre los hombres. Una naturaleza divina debe expresarse siempre de la misma manera en las mismas circunstancias, y mostrarse semejante a Aquel de quien procede nuestra nueva naturaleza. Por eso el apóstol, a lo largo de su primera Epístola, indica ciertas características distintivas de los hijos de Dios.

6.1 - La certeza de ser hijos

Antes de llegar a estas características, debemos establecer cuidadosamente que ellas no nos son dadas para ayudarnos a descubrir si somos o no hijos de Dios. Usar la Escritura de esta manera sería malinterpretar completamente el propósito del Espíritu de Dios, llenar nuestras almas de incertidumbre y colocarnos en la dura esclavitud del legalismo, que pronto destruiría todo el frescor y la energía de la vida cristiana. Tal ha sido el error de la teología formalista a través de los siglos. El resultado es que las almas son llevadas a mirarse a sí mismas, a su estado espiritual, a buscar continuamente los frutos del Espíritu en sí mismas, en vez de mirar a Cristo, seguirle y meditar en su belleza y perfecciones morales –que es la condición esencial del progreso espiritual– y así llegan a constituirse en sus propios jueces. Hay miles de hijos de Dios que están en este camino equivocado, que se mantienen en la duda y la incertidumbre toda su vida, en lugar de regocijarse en sus privilegios y en el disfrute del amor del Padre, y que incluso consideran el miedo y la duda como signos de humildad. Pero este no es el camino enseñado por el Espíritu de Dios; y estos rasgos no se dan para ayudarnos a descubrir, examinándonos a nosotros mismos, si estamos verdaderamente regenerados, sino que se dan para hacernos conocer el carácter y la acción de la naturaleza divina, de la que por gracia hemos sido hechos partícipes. Nuestra relación con Dios estando considerada como una cosa establecida, el Espíritu Santo puede ahora darnos a conocer cuál es el modo de vida de los hijos de Dios.

Esta sencilla frase del apóstol Juan servirá de prueba de lo que acabamos de decir: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios» (1 Juan 5:1). El nuevo nacimiento nos está presentado como dependiente no del hecho de que podamos descubrir en nosotros tal o cual fruto del Espíritu, sino solo y únicamente de esto: ¿Creemos, sí o no, que Jesús es el Cristo? ¡Es maravillosamente sencillo! El día de Pentecostés, Pedro declaró que Dios había hecho Señor y Cristo al mismo Jesús que los judíos habían crucificado. Este Jesús, que una vez estuvo en la tierra, es llamado así, por testimonio divino, el Cristo de Dios. No dejó de serlo durante su estancia en la tierra, pero ahora está presentado en este carácter bajo un nuevo aspecto, como Aquel que fue rechazado, que resucitó de entre los muertos y está sentado a la diestra de Dios. Jesús es el Cristo, y todo el que se inclina ante este testimonio, y lo recibe en su corazón como verdadero, ha nacido de Dios. En lugar, pues, de buscar en nuestro interior las pruebas del nuevo nacimiento, se trata simplemente de dirigirnos a nosotros mismos esta pregunta: “¿Creo que Jesús es el Cristo [5]?”.

[5] Vean el capítulo 2 para más desarrollos sobre: ¿Cómo llegar a ser hijo de Dios?

6.2 - No pecar

El primer carácter de los hijos de Dios se encuentra en 1 Juan 3:9. «Todo el que ha nacido de Dios no practica el pecado, porque su simiente permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios» (vean también 1 Juan 5:18). La dificultad de esta afirmación desaparece si adoptamos el punto de vista del apóstol. Él establece esta verdad, como a menudo se ha observado, de un modo abstracto y, por consiguiente, absoluto; es decir, se limita a considerar, con exclusión de todo lo demás, lo único que tiene ante sí. Así, en este pasaje, solo habla de lo que caracteriza a la nueva naturaleza, nacida de Dios, sin detenerse en el hecho de que los hijos de Dios poseen también la vieja naturaleza, que es tan completamente mala, que Pablo la caracteriza con estas palabras: «El cuerpo del pecado» (Rom. 6:6). Todo creyente posee estas 2 naturalezas, y Juan solo habla de la divina, y como se considera que la cruz ha puesto fin judicialmente para siempre a la vieja

naturaleza, aunque no sea este su tema, dice: «El que ha nacido de Dios no practica el pecado» (1 Juan 3:9). Es la nueva naturaleza y no la vieja la que caracteriza nuestra vida ante Dios; y así, en este sentido absoluto, puede decir: «Sabemos que todo el que es nacido de Dios, no peca; el que es nacido de Dios, sí mismo se guarda y el maligno no lo toca» (1 Juan 5:18). Esto no significa, por tanto, que el hijo de Dios ya no caiga en pecado (pues, ¿quién podría decir que nunca peca?), sino simplemente que el carácter de la nueva naturaleza es que no peca. Porque, ¿cómo podría pecar algo nacido de Dios?

No debemos olvidar que, aunque, de hecho, también poseemos la vieja naturaleza, y no hay nadie que no peque, no hay al mismo tiempo, como ya se ha establecido, ninguna necesidad de que el creyente peque. «Hijitos míos», dice Juan, «estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1). Porque, aunque llevamos la vieja naturaleza con nosotros, es nuestro privilegio estar «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11). De ahí también la exhortación de Pedro: «Cristo padeció en la carne, armaos vosotros también del mismo pensamiento: que el que padeció en la carne, ha roto con el pecado, a fin de que no viváis más tiempo en la carne según los deseos de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» (1 Pe. 4:1-2). Así pues, la declaración de Juan no debe modificarse en modo alguno, y cuando por negligencia o falta de dependencia nos hayamos alejado de la presencia de Dios, y hayamos deshonrado el nombre de Cristo cayendo en el pecado, debemos juzgarnos despiadadamente, sin rebajar el listón que se nos ha dado. Seamos como seamos en la práctica, que nuestra medida siga siendo esta: «El que ha nacido de Dios no practica el pecado».

Este es el carácter del hijo de Dios. Puede no alcanzarlo cayendo en el pecando, pero no por ello deja de ser hijo de Dios. Por otra parte, el apóstol, al recordarnos que no hay necesidad de que pequemos, nos muestra cómo Dios ha previsto la eventualidad de que sus hijos caigan en el pecado. Dice: «Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:1-2). Lavados por la preciosa sangre de Cristo, estamos purificados para siempre de la culpa del pecado ante Dios; pero a través del ministerio de Cristo como nuestro Abogado, él ha provisto una manera de lavar nuestros pies de cualquier mancha que podamos contraer mientras caminamos por este mundo. Primero, si pecamos, Cristo ruega al Padre por nosotros; luego, en respuesta a su intercesión, el Espíritu Santo tarde o temprano aplica la Palabra a nuestras conciencias, y esto nos lleva al juicio de nosotros mismos y finalmente a la confesión de nuestros pecados. Dios es «fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9).

6.3 - Practicar la justicia

Un segundo carácter de los hijos de Dios es que practican la justicia. «Si sabéis que él es justo», dice Juan, «sabed también que todo el que obra la justicia ha nacido de él» (1 Juan 2:29; 3:7, 10). El niño será semejante a aquel de quien ha nacido. Al tener la misma naturaleza, dará el mismo fruto. Pero debemos tener cuidado de entender lo que significa «justicia». Como enseña Pablo, todo creyente es hecho justicia de Dios en Cristo (2 Cor. 5:21); por lo tanto, «en Cristo» cumple todos los requisitos divinos según la santa medida de Dios. Esto le da al creyente una posición perfecta ante Dios, tan perfecta que Dios puede encontrar todo su placer en el creyente. Pero Juan, en este pasaje, no está hablando de nuestra posición; está hablando de nuestra vida aquí abajo; esta justicia es toda práctica, es el despliegue de la vida eterna que tenemos en Cristo. Ahora bien, aunque es práctica, es una justicia según los pensamientos de Dios y no según los nuestros. Está expresamente vinculada a Dios, a Dios tal como se manifiesta en Cristo. «Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que obra la justicia ha nacido de él». Tiene, pues, el mismo carácter que él; la justicia del creyente, en este sentido, es de la misma naturaleza que la de Cristo en su caminar aquí abajo. Por lo tanto, no es lo que el hombre llama justicia, sino lo que, por el carácter de su manifestación, muestra que su fuente está en una nueva naturaleza, que solo es producida por el Espíritu Santo.

Veamos, pues, más particularmente en qué consiste esta justicia. Cuando nuestro Señor, en su humilde gracia, se presentó a Juan para ser bautizado, este le detuvo, diciendo: «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús respondiendo, le dijo: Permítelo ahora; porque así nos conviene cumplir lo que es justo» (Mat. 3:14-15). Estas palabras son la respuesta precisa de nuestro Señor a la pregunta que acabamos de hacernos. Habiendo tenido toda su complacencia en los santos de la tierra, se identificó con ellos como elegidos de Dios entre su antiguo pueblo, y habiendo venido a hacer la voluntad de Dios, se sometió con ellos a toda Palabra que venía de Dios. Por eso, cuando Juan Bautista, predicando el bautismo de penitencia, dijo: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mat. 3:2), esa palabra vinculó los corazones y las conciencias de todos los israelitas devotos, y en la medida en que Jesús había ocupado ahora su lugar entre su pueblo, lo vinculó también a él, no porque necesitara ser bautizado (¡lejos de nosotros pensar así!), sino porque, en su amor y por su gracia, tomó esa posición para glorificar a Dios y bendecir a su pueblo.

De este modo, nos enseña que la obediencia es el camino de la justicia. Es el camino de la justicia práctica; no la obediencia para ser salvados, sino la obediencia como expresión de la nueva vida que hemos recibido a través del nuevo nacimiento por el Espíritu (vean 1 Juan 5:2-3; 2 Juan 6). ¿Qué son los mandamientos que se nos han dado? Solo son el despliegue de la naturaleza de Dios, del mismo modo que todos los preceptos contenidos en las Epístolas son la expresión de los rasgos de la vida de nuestro Señor. Si, pues, tenemos una naturaleza nueva, si Cristo mismo es nuestra vida, toda la actividad de esa naturaleza y de esa vida debe fluir a través de canales divinos, y los mandamientos y preceptos del Nuevo Testamento son esos canales divinos. Nunca se insistirá bastante en esto, pues, si bien es cierto que Dios nos salva absolutamente por la gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, exige una justicia práctica en la conducta y en los senderos de sus hijos. Para eso nos dio su Palabra, para que sea lámpara a nuestros pies y luz a nuestros caminos; y si nos guiamos por ella, si nos sometemos a ella y nuestra vida se rige por ella, caminaremos en justicia. Leemos en Apocalipsis 19:8, que «le fue dado [a la esposa del Cordero] ser vestida de lino fino, resplandeciente y puro; porque el lino fino son las acciones justas de los santos». Esta es la plena y completa manifestación futura de la justicia de cada hijo de Dios, que ha sido desplegada por ellos en el escenario de este mundo, en obediencia a la Palabra de Dios. Dondequiera que se encuentre la nueva naturaleza y la vida divina en el alma, habrá justicia práctica, pero la medida de ella será determinada por nuestra obediencia a la Palabra de Dios.

6.4 - El amor a los hermanos

El amor a los hermanos es el tercer trazo característico de los hijos de Dios. «En esto son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo: El que no practica la justicia, ni ama a su hermano, no es de Dios. Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros… Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos» (1 Juan 3:10-14). Y luego: «El que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él» (1 Juan 5:1). Y de nuevo: «Amados, amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4:7-8). Esta última frase contiene el secreto divino: «Dios es amor». Esta es la esencia de su naturaleza, cuya santidad se expresa con las otras palabras: «Dios es luz». Si, habiendo nacido de él, poseemos esta naturaleza, es el amor lo que debe caracterizarnos y lo que hará que todo lo que ocupe el corazón de Dios nos ocupe también a nosotros. También hay que señalar que el amor no nos está presentado desde este punto de vista como una responsabilidad, porque no es el medio de producir amor. No, nos está presentado como una necesidad de la naturaleza divina y, en consecuencia, como una necesidad del hijo de Dios. Debemos amar si somos hijos de Dios, porque ese es el carácter de la nueva naturaleza que hemos recibido.

También debemos notar que ningún hijo de Dios puede ser una excepción, dondequiera que viva, en cualquier ambiente, cualquiera que sea su estado espiritual. Todos los nacidos de Dios deben ser objeto de nuestro afecto según Dios. No hay forma de restringir el círculo. Dios abraza a todos los miembros de su familia, y nosotros también debemos hacerlo. Una vez comprendido y recibido esto, surge naturalmente la cuestión de cómo ha de manifestarse el amor. Esta cuestión ha sido objeto de agrias discusiones en la Iglesia de Dios. Algunos han sostenido que el amor debe manifestarse a todos los hijos de Dios, mientras que otros se han sentido obligados a separarse de tal o cual hijo de Dios, a causa de su forma de caminar y de sus relaciones, y a renunciar a toda relación con él. Por tanto, es importante aclarar esta cuestión. La mejor manera de hacerlo es remitirse a la Palabra misma. A las palabras del apóstol: «El que ama al que engendró, ama al que es engendrado por él», sigue inmediatamente otra: «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos. Porque este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos» (1 Juan 5:1-3). De este pasaje, leído en conjunción con el versículo anterior, se desprende claramente, en primer lugar, que todos los hijos de Dios tienen derecho a nuestro amor; pero, en segundo lugar, que nuestro amor, el amor según Dios, el amor según el Espíritu solo debe expresarse en forma de obediencia.

Esto quedará aún más claro en otros pasajes. Pablo escribe: «Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros, si alguien tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, haced también vosotros» (Col. 3:13). El Señor dice: «¡Mirad por vosotros! Si tu hermano peca contra ti, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Si siete veces al día peca contra ti, y siete veces al día vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento; lo perdonarás» (Lucas 17:3-4). El primero de estos pasajes nos enseña que debemos estar siempre dispuestos a perdonar cuando tenemos una queja contra alguien; el segundo nos enseña cuándo es oportuno expresar este perdón, es decir, cuando la persona de la que tenemos una queja ha hecho confesión de su pecado. Lo mismo ocurre con el amor. Nada puede justificar la ausencia de amor a nuestros hermanos; pero el amor solo puede manifestarse en la obediencia a la Palabra de Dios. Por tanto, si un santo de Dios vive en manifiesta desobediencia, no debo asociarme con él en su desobediencia, o anularía todos los principios que, para nuestra instrucción, se dan aquí sobre el amor.

La verdad es que, en esto, como en todo lo demás, somos representantes de Dios. Dios no muestra su amor a los que se asocian con el mal (2 Cor. 6, final), ni a los que aman al mundo (1 Juan 2), y nuestro Señor dice: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23); es decir, la expresión del amor del Padre, la morada del Padre y del Hijo en el alma, se nos presentan como dependientes del caminar del creyente. Nosotros debemos actuar del mismo modo. No es que debamos erigirnos en jueces de nuestros hermanos, en modo alguno; pero, individualmente, debemos mantener una buena conciencia ante Dios, por lo que no debemos asociarnos con nada que pueda hacernos actuar en contra de la Palabra de Dios o llevarnos a la desobediencia. No obstante, debemos mantener en nuestro corazón un amor tan grande como el de Dios mismo; pero la expresión de nuestro afecto debe estar regulada por su voluntad, tal como está contenida en su Palabra. Pero cuando los caminos o las relaciones que un creyente mantiene con los demás son tales que no podemos llegar hasta él, nuestro amor siempre tendrá el medio de ejercitarse orando por él y, si se nos ofrece la oportunidad, exhortándole o amonestándole seriamente. No predicamos la estrechez de corazón, que nadie lo crea; al contrario, recordamos, e insistimos en ello, que quien ama al que engendró debe amar también al que es engendrado por él (1 Juan 5:1); pero con esto sostenemos que el amor según Dios solo puede manifestarse de modo divino. Amar forma parte de la nueva naturaleza que hemos recibido; pero no debemos olvidar que el amor según Dios es un amor santo y, por tanto, solo puede fluir por cauces divinos.

El amor es verdaderamente una necesidad de la nueva naturaleza. Por eso dice Juan: «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos». Luego añade estas graves palabras: «El que no ama a su hermano, permanece en la muerte», y «Todo el que odia a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él» (1 Juan 3:14-15). Aquí presenta la medida del amor, y esa medida es la muerte de Cristo. «En esto conocemos el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1 Juan 3:16). Nos pone así en presencia del amor inconmensurable de Cristo, el que nos amó y se entregó por nosotros, el que nos dio todo lo que el amor puede dar; y al contemplar este amor que sobrepasa todo conocimiento, se nos recuerda que esto es lo que nos da la medida de nuestra responsabilidad para con los hermanos, y nada menos. Bien podía decir el apóstol Pablo: «No debáis nada a nadie, sino el amaros los unos a los otros» (Rom. 13:8), porque el amor es una especie de deuda que siempre queda impagada. ¿Una deuda? –Sí, estamos hablando a la manera de los hombres; porque la naturaleza del amor según Dios es derramarse siempre sobre su objeto, sin conocer límite alguno. Se deleita en servir, siempre dispuesto a satisfacer las necesidades de todos los hermanos. El apóstol añade un ejemplo a lo que ha dicho sobre la medida del amor; se pregunta si puede permanecer el amor de Dios en aquel que, teniendo los bienes de este mundo y viendo a su hermano necesitado, le cierra sus entrañas (1 Juan 3:17). No, el amor no es solo un sentimiento, es una realidad que se expresa con hechos. Recordemos las propias palabras del Señor: «En esto sabrán todos que sois mis discípulos, si os amáis entre vosotros» (Juan 13:35); «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Juan 15:12).

6.5 - Vencer al mundo

Llamamos ahora la atención sobre un cuarto carácter de los hijos de Dios: «Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Juan 5:4-5). El Padre y el mundo están siempre en oposición. Todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida no es del Padre, sino del mundo. Siendo nacidos de Dios y teniendo, por tanto, la misma naturaleza, ¿cómo podemos amar lo que está en antagonismo con el Padre? Y este antagonismo se ha demostrado de una manera que pone de manifiesto para siempre la profunda hostilidad del mundo hacia Dios; es decir, mediante el rechazo y la crucifixión de su Hijo amado. Santiago dice que la amistad del mundo es enemistad contra Dios (Sant. 4:4). No se pueden reconciliar. Pero hay uno en esta escena que pudo decir para consuelo de los suyos: «Tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Por eso Juan pudo decir: «Esta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4), porque esta fe cree que Jesús, rechazado por el mundo, es el Hijo de Dios.

En esto se encuentra el secreto de la victoria sobre el mundo. Porque ¿cómo puede el mundo atraer a un alma que vive en el poder de la fe en que Jesús es el Hijo de Dios? Es más, con esta fe que fortalece nuestros corazones, la cruz forma una barrera infranqueable entre el mundo y nosotros. Tenemos los propios pensamientos de Dios sobre el mundo, y lo acusa del asesinato de su Hijo amado. Igual que dijo a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gén. 4:9), hoy pregunta al mundo: “¿Dónde está mi Hijo único?”. Los judíos gritaron ante Pilato: «¡Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos!» (Mat. 27:25), y su sangre, en este sentido, está sobre el mundo; esta sangre derramada es la causa del juicio que pronto caerá sobre él. Los creyentes que tienen naturaleza divina, que saben que Jesús es el Hijo de Dios, lo esperan desde el cielo y, por el hecho de esperarlo, demuestran que no son del mundo, como él no era del mundo. Lo vencen por su fe: fe en Cristo, en lo que él es en sí mismo y en lo que ha hecho.

Sin duda, muchos creyentes no vencen al mundo y fracasan prácticamente en su vocación. Pero Juan no se ocupa de esta cuestión. Lo que muestra es que es propio de los que han nacido de Dios, que creen que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, superarlo. Si fracasan en esto, es porque no permanecen en la actividad de la nueva naturaleza, o en el ejercicio de la fe por el poder del Espíritu Santo. Porque si, como ya hemos dicho, somos hijos de Dios, si estamos bajo la influencia de esta verdad de que Jesús –Jesús rechazado– es el Hijo de Dios, debemos ser victoriosos sobre el mundo. En términos prácticos, nuestra victoria sobre el mundo se manifestará en la medida en que estemos en el terreno del que habla el apóstol cuando dice: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). La cruz revela el carácter del mundo, y el hecho de que aquel a quien crucificaron sea el Hijo de Dios los condena absolutamente. Así lo dijo el mismo Señor anticipándose: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo» (Juan 12:31). En esto se basa la afirmación de nuestro pasaje: «Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo» (1 Juan 5:4).