7 - Lugares de oración

Todo tipo de oraciones


En la Primera Epístola a Timoteo leemos: «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando manos santas, sin ira y ni hesitación» (cap. 2:8). Según el carácter de esta carta del apóstol Pablo, que trata del orden divino en la Casa de Dios (cap. 3:15), esta enseñanza establece que los hombres creyentes están llamados a orar públicamente en todos los lugares donde existe esta Casa espiritual, donde se realizan sus caracteres, es decir, donde 2 o 3 se reúnen en el nombre del Señor. Los hombres aquí se contrastan con las mujeres que deben permanecer en silencio en la Asamblea.

Sin embargo, según la exhortación de la Palabra, que nos invita a orar sin cesar, la necesidad de la ayuda divina puede impulsarnos a elevar nuestras almas a Aquel que puede ayudarnos, y esto en los más diversos lugares y en las más variadas circunstancias. Jonás, desde las profundidades de las aguas, en las entrañas del pez, clamó a Jehová desde las profundidades de su angustia (Jon. 2:2-3). Pedro, caminando sobre las aguas, tuvo miedo y, mientras se hundía, gritó: «¡Señor, sálvame!» (Mat. 14:30). David, huyendo de Saúl, escondido en la tierra, en la cueva, clamó a Jehová (Sal. 57 y 142). Pablo y Silas, encarcelados en medio de la noche, orando, cantaban las alabanzas de Dios (Hec. 16:25). El malhechor, crucificado al lado del Señor, le dirigió estas notables palabras: «Acuérdate de mí» (Lucas 23:42). Tales oraciones, todas las cuales han sido maravillosamente contestadas, son solo unos pocos ejemplos entre muchos, y son tales que llenan nuestros corazones de confianza, sabiendo que Sus oídos están siempre atentos a nuestras llamadas. Cuántas peticiones se han planteado desde lechos de sufrimiento, lugares de sufrimiento y escenas de angustia.

Sin embargo, para el ejercicio personal y diario de la oración, y en la medida de lo posible, es aconsejable buscar un lugar tranquilo, lejos de las distracciones. Una vez más, la Palabra nos da muchos ejemplos. Daniel, ya mencionado muchas veces, entraba en su habitación para orar 3 veces al día (Dan. 6:10). Pedro, a mitad del día, subió al tejado a orar (Hec. 10:9). El Señor, el modelo perfecto en todas las cosas, sin tener a donde ir, se mantuvo alejado de las multitudes y se retiró a los desiertos para orar (Lucas 5:16). Él mismo nos enseña a este respecto, diciendo: «Cuando ores, entra en tu cuarto y cerrando la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto» (Mat. 6:6). No podemos recomendar suficientemente este ejercicio personal que es indispensable para la vida y el desarrollo espiritual de cada creyente. También sería de suma necesidad que los jóvenes que tienen el privilegio de vivir en el ambiente familiar de piedad que debe caracterizar a todo hogar cristiano, sintieran también la necesidad de retirarse a la soledad para orar, si es posible en voz alta. En efecto, ¿cuántas veces llegan estos jóvenes apegados al Señor a la edad de la responsabilidad sin haber experimentado el ejercicio personal de la oración? De esta manera, realizando una comunión individual, podrán expresar necesidades que solo ellos conocen y que no se expresan a través de la oración familiar. Si decimos en voz alta es porque este ejercicio tiene el efecto de eliminar los pensamientos extraños que tan fácilmente pasan por la mente en la oración silenciosa, y es una preparación muy útil para la oración pública.

La oración colectiva también puede tener lugar en varios lugares (no estamos hablando de reuniones de oración en la asamblea). Es deseable y normal que cuando los creyentes estén juntos, sientan la necesidad de dedicar al menos un momento a la lectura de la Palabra y a la oración. Nuestras charlas fraternas se verán ciertamente enriquecidas y bendecidas por este mutuo ejercicio de piedad que debe responder a las necesidades de los corazones que tienen el mismo objeto de goce. Es angustioso y deshonroso cuando las horas pasadas entre hermanos y hermanas en el círculo privado tienen el mismo carácter que los encuentros de los incrédulos. En las Escrituras encontramos frecuentemente creyentes en oración, en sus casas o incluso fuera de ellas. Daniel y sus compañeros, en su casa, juntos imploran compasión divina por el decreto del rey (cap. 2:17-18). Pedro y Juan oran juntos para que los samaritanos que habían sido tocados por la Palabra también reciban el Espíritu Santo (Hec. 8:15). Los creyentes de Tiro, hombres, mujeres y niños, acompañando a Pablo a la nave, se arrodillaron en la orilla y oraron (Hec. 21:5). Qué alegría y consuelo han experimentado a menudo los cristianos devotos al unirse en la oración cuando se les ha colocado juntos en lugares o circunstancias fuera de su control, a menudo no propicios para la vida espiritual (servicio militar, deportaciones, etc.). Que el Señor desarrolle en nuestros corazones un afecto cada vez más vivo por su Persona, para que sea el tema de nuestras conversaciones fraternales y para que asumamos el carácter de aquellos que, temiendo al Señor, se hablaban entre sí, constituyendo el tesoro especial de aquel que estaba atento a sus palabras (Mal. 3:16-17).

Sin embargo, no debemos confundir estas oraciones con las expresadas en la Asamblea. En primer lugar, especifiquemos que una reunión de asamblea es aquella en la que los hermanos y hermanas se reúnen en el nombre del Señor y lo esperan, según Mateo 18:19-20; y una reunión de oración tiene este carácter. La realización de la presencia del Señor, la sumisión a la autoridad de las Escrituras y la libre acción del Espíritu Santo dan a los así reunidos la capacidad de actuar en su nombre. El lugar de tal reunión responde a lo que encontramos mencionado varias veces en los capítulos 12 (v. 5) y 16 (v. 2) del Deuteronomio: «El lugar que Jehová vuestro Dios escogiere». Solo en el lugar reconocido como la Casa de Jehová, donde su presencia se hizo realidad, los israelitas tenían que reunirse para sacrificar, adorar y disfrutar juntos del gozo. Pero para nosotros es ahora una «casa espiritual» (1 Pe. 2:5; Efe. 2:22). La habitación en sí misma es de importancia secundaria, salvo que es obviamente necesario que la asamblea se reúna allí como tal, de manera regular, habiendo sido ejercida y dirigida para establecer el lugar de reunión. Los creyentes no deben sentirse autorizados a partir el pan cuando ocasionalmente (a veces lamentablemente) se encuentran los domingos en un lugar donde no hay una asamblea local.

Varios pasajes tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento muestran que el lugar de reunión fue establecido y conocido (véase Deut. 16:2, 7, 11; Juan 20:19, 26; Hec. 12:12; 20:7). Está claro que, a diferencia del tabernáculo o el templo, la presencia del Señor no está relacionada con la habitación material, sino con su nombre que en realidad reúne a su pueblo. ¿Qué precio tiene para nuestros corazones la Casa de Dios, la Asamblea del Dios vivo en la que estamos introducidos por gracia? ¿Podemos decir al respecto, como lo hizo el salmista?: «La habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria» (Sal. 26:8). Y otra vez: «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová… ¡Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán!… Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad» (Sal. 84). Es allí donde los santos reunidos tienen el privilegio de adorar en espíritu y verdad, así como de orar juntos.

La perseverancia en la oración común era característica de los primeros cristianos (Hec. 2:42). ¿Qué podría decirse de nosotros hoy, cuando somos testigos del creciente y tan extendido abandono de los encuentros de oración? Ciertamente, el hábito de mantenerse alejado sin una buena razón es la manifestación de un estado espiritual bajo. Como se ha dicho, tales reuniones son el termómetro de la reunión local. Como el tema de las reuniones de oración ya ha sido objeto de muchos escritos, nos abstendremos de desarrollarlo más, recomendando a todos la lectura de tales exhortaciones, cuya actualidad no hace sino aumentar. Notemos solamente que la presentación de las necesidades personales no es apropiada en las reuniones de oración. El que ora, siendo la boca del conjunto, debe por lo tanto presentar peticiones que conciernen al conjunto, que constituyen un ejercicio común, de modo que no son los hermanos los que oran, sino la asamblea la que ora. Así, el hermano mudo que ha pronunciado su amén a las peticiones expresadas puede decir: Hemos orado. A diferencia de la enseñanza, pero como el culto, la oración no requiere un don, por lo que todo hermano dependiente del Señor y habitualmente ejercitado en las necesidades de testimonio debe tener plena libertad para orar en la Asamblea. Aquí es donde comienza normalmente cualquier servicio público.

De ninguna manera queremos restringir el valor de las peticiones individuales y la necesidad de expresar nuestras necesidades personales, pero en cuanto a la oración en la reunión, es de suma importancia que se lleve a cabo de acuerdo con las enseñanzas divinas sobre el carácter escritural de las reuniones de oración. Es bastante obvio que, sin embargo, en el ejercicio individual de la oración, nuestras peticiones pueden y deben incluso extenderse al conjunto, como hemos visto anteriormente.

Dondequiera que se exprese nuestra oración, y aunque seamos insistentes, clamando a él día y noche (Lucas 18:7), o incluso a veces audaces como Abraham orando por Sodoma, por los justos que puedan estar allí (Gén. 18), seamos siempre conscientes del profundo respeto que es apropiado en tal acto. Nuestro libre acceso al trono de la gracia no debería restarle la reverencia debida a la persona divina que lo ocupa. Sirvamos a Dios de una manera que le agrade, con reverencia y temor (Hebr. 12:28).


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