5 - ¿A quién y mediante quién están dirigidas las oraciones?

Todo tipo de oraciones


5.1 - Orar por nosotros mismos

La conciencia de nuestra debilidad nos lleva necesariamente a orar por nosotros mismos, a exponer nuestras necesidades personales. Nunca cansaremos al Señor manifestando a través de tales oraciones una dependencia constante, sabiendo que él está interesado en todo lo que nos concierne, en todo lo que nos preocupa. Aparte de la necesidad que sentimos de apelar diariamente su ayuda, cuidado y guía, todo creyente conoce ejercicios que solo puede exponer al Señor. David pudo decir en varias ocasiones:

«Ten piedad de mí, oh Dios» (Sal. 51:1; 56:1; 57:1). ¿Cuántas veces encontramos en la Palabra oraciones en las que los fieles piden la ayuda divina para ellos mismos, tales como: Sálvame (Sal. 22:21), sostenme (Sal. 119:116-117), ayúdame (Sal. 109:26), guárdame (Sal. 141:9), guíame (Sal. 5:8), libérame (Sal. 39:8), etc.?

Sin embargo, llama la atención que las oraciones que tienen como objeto un deseo individual particular, a veces están limitadas en su insistencia, lo que nos enseña que tales peticiones deben ir acompañadas de una disposición de sumisión a la voluntad del Señor. Las Escrituras nos presentan ejemplos notables: Pablo rogó al Señor 3 veces que le quitara la espina de la carne. Cuál es la respuesta divina: «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:8-9). El Señor, en sus sufrimientos por anticipación en el huerto de Getsemaní, oró 3 veces, pidiendo en perfecta sumisión si era posible que esta copa pasara de él (Mat. 26:39-44). ¿Cuál fue la respuesta? El silencio de Dios a través del cual se cumplió la palabra profética: «Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo» (Sal. 22:2).

5.2 - Orar por los demás

También se nos enseña a orar por los demás. La Palabra nos invita a hacerlo por todos los hombres, por los que son de alto rango, por todos los santos, por las asambleas, por nuestras familias. Cuando estamos decididos por el bien de una o más personas, no temamos nombrarlas en nuestras oraciones. Pablo mencionaba constantemente a los romanos en sus oraciones (Rom. 1:10), recordando también constantemente a Timoteo, su verdadero hijo en la fe (2 Tim. 1:3). Abraham oró con audacia y perseverancia por los justos que podrían estar en Sodoma (Gén. 18:22-33). El mismo siervo oró por Abimelec (Gén. 20:17), Job oró por sus amigos (Job 42:8), el Señor oró por Pedro (Lucas 22:32). El apóstol Santiago nos exhorta a orar el uno por el otro (5:16). Qué servicio tan precioso, silencioso pero eficaz. Recordemos aún que José, un tipo de Cristo, primero informó a su padre de la mala reputación de sus hermanos. Que sea lo mismo para nosotros; si el testimonio defectuoso de un creyente es un tema de sufrimiento para nosotros, hablemos primero de él al Señor en nuestras oraciones para que nos dé la sabiduría de hablar luego, en su nombre, a la persona cuyo bien deseamos. Desgraciadamente, debemos reconocer que es mucho más fácil perseverar en la oración cuando se trata de nuestras propias necesidades que de las de los demás.

5.3 - Las oraciones de los otros por nosotros

Al mismo tiempo, hay oraciones de otras personas por nosotros. Cuando conocemos la adversidad, la enfermedad, el duelo, o si pasamos por situaciones particulares, qué consuelo es saber que somos objeto de las oraciones de nuestra familia, de los creyentes, incluso de la asamblea. En Hechos 12:5, la asamblea oraba a Dios por Pedro. Pablo esperaba que las oraciones de Filemón y de la asamblea fueran respondidas (Film. 22). Simón, consciente de su triste estado espiritual, invocó las oraciones de Pedro y de Juan (Hec. 8:24). Los hijos de los creyentes, criados en un ambiente familiar piadoso, a menudo no se dan cuenta hasta más tarde, al llegar a la madurez, del valor de las muchas oraciones que sus padres han elevado por ellos ante el trono de la gracia. Pablo, escribiendo a Timoteo su hijo amado, le recuerda que constantemente hace mención de él en sus súplicas, evocando la fe sincera que había habitado en su abuela, así como en su madre. Estas piadosas mujeres ciertamente oraron mucho a Dios por este joven.

Entre las oraciones de las que somos felices beneficiarios, las que el Señor dirige a Dios por nosotros son evidentemente las más preciosas, ya que son perfectas. Es ciertamente útil recordar los oficios celestiales que ejerce a favor nuestro, como Intercesor, Sumo Sacerdote y Abogado. No tenemos que invocar las oraciones del Señor por nosotros, porque nos asegura la permanencia de su servicio.

Como Intercesor, su actividad está basada en nuestra aceptación ante Dios en virtud de la perfección de su obra. Nuestra posición en él, firmemente establecida, constituye el fundamento mismo de su intercesión. Por lo tanto, no hay duda de que este oficio divino se ejerce solo a favor de los creyentes, los que verdaderamente tienen la vida (Juan 17:9). Este tema se presenta bellamente en la Epístola a los Hebreos, que, dirigiéndose a los cristianos, los considera en la tierra en relación con Cristo. Aunque separado de ellos, está constantemente presente ante Dios por ellos. Por un lado, somos santos, justos, perfectos, irreprochables, irreprensibles, agradables en el Amado y justicia de Dios en Él. Esta es nuestra posición. Estos gloriosos caracteres ya han sido adquiridos en el presente por nosotros como consecuencia del hecho de que el Señor se entregó a sí mismo, comunicando su propia naturaleza a los suyos. Por otra parte, mientras estamos en el cuerpo, seguimos siendo débiles y a menudo fallamos (Sant. 3:2), estando en un mundo que nos expone a ser inconsistentes en la realización y manifestación de nuestros caracteres celestiales. Es por este estado de cosas que el Señor ora por nosotros. Por lo tanto, mientras estamos en la tierra, él está activo en nuestro nombre, estando siempre vivo para interceder por nosotros (Hebr. 7:25). «Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fue resucitado; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros» (Rom. 8:34). Este servicio celestial del Señor reviste dos caracteres. Es nuestro Sacerdote ante Dios y nuestro Abogado ante el Padre.

Como Sumo Sacerdote, el Señor, el Hombre glorificado sentado a la derecha de la majestad, está ante Dios e interviene por los suyos a quienes llama sus hermanos, para que no pequen. Leemos en el capítulo 4 de la Epístola a los Hebreos: «Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que ha pasado a través de los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra confesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado» (v. 14-15). Su vida, en la que fue el hombre de dolores a quien no se le evitó ningún sufrimiento, le hace capaz de ayudar a los que son tentados y de simpatizar perfectamente con nuestras debilidades. Notemos que nunca simpatiza con nuestros pecados, sino con nuestras debilidades, con nuestras luchas, estando activo a favor nuestro para que podamos recibir ayuda en el momento oportuno. Por eso la Palabra nos invita a acercarnos al trono de la gracia con confianza, en virtud de la presencia de nuestro Sumo Sacerdote, Jesús, que nos garantiza el acceso. No vamos a él como tal, sino a Dios por medio de Cristo, que cumple por nosotros ese oficio perpetuo e intransferible por el cual puede salvarnos enteramente, es decir, hasta el final (Hebr. 7:25). El Señor, todavía en la tierra, anticipa en cierto modo este servicio de intercesión cuando le dijo a Pedro, antes de su caída: «He rogado por ti para que tu fe no desfallezca». Este discípulo debía aprender a dónde lo llevaría su confianza en la carne, pero es objeto de la oración de Aquel a quien va a negar, para que no se desanime y pueda, habiendo regresado, fortalecer a sus hermanos (Lucas 22:31-32).

En Cristo tenemos un Sumo Sacerdote establecido sobre la casa de Dios, a través del cual podemos entrar en los lugares santos con plena libertad, en virtud del camino nuevo y vivo que nos ha sido consagrado a través del velo, es decir, su carne (Hebr. 10:19-22). Bajo la antigua alianza, solo el Sumo Sacerdote entraba en el Lugar Santísimo una vez al año, y no sin sangre ofrecida por sus propias faltas y las del pueblo. Puesta ante el trono de Dios, subsistiendo en virtud de la sangre de la que hacía aspersión, podía cumplir su oficio, haciendo propiciación por sí mismo, por su casa y por toda la congregación de Israel (Lev. 16:17). En tal lugar, Aarón llevaba ante Dios en sus hombros y en su corazón los nombres de las 12 tribus, grabados en las piedras preciosas. Una hoja de oro sobre la cual estaban grabadas las palabras: «Santidad a Jehová», estaba colocada en la parte delantera de la tiara, para que llevara la iniquidad de las cosas santas que los hijos de Israel habían santificado (Éx. 28:36, 38). Esto nos habla como tipo de la expiación hecha por la sangre de Cristo y su aplicación a los creyentes. Nuestro Sumo Sacerdote entró en el mismo cielo con el valor moral de su propia sangre para presentarse ante la faz de Dios por nosotros. El camino estando así abierto hacia el santuario, se invita a todo creyente a entrar en él, a acercarse a él con un corazón verdadero, en plena seguridad de fe, teniendo el corazón limpio de una mala conciencia y el cuerpo lavado con agua pura (Hebr. 10:19-22). Qué seguridad saber, cuando adoramos, que él presenta nuestros sacrificios espirituales a Dios; los hace perfectos, purificando mejor que Aarón nuestras ofrendas de sus imperfecciones. Cristo es la medida de nuestra aceptación ante Dios. Estamos en él, de manera que nuestra adoración llegue a Dios envuelta en sus perfecciones e imbuida de su santidad.

Como Abogado, el Señor también intercede por nosotros, actuando como tal cuando hemos faltado. «Si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; él es la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:1-2). Intercediendo a favor nuestro, él defiende nuestra causa, siempre en virtud de la perfección de su obra. Cuando pecamos, él interviene para que la comunión rota sea restaurada y nuestras almas sean restauradas. Aclaremos que no intercede por la restauración de nuestra posición, ya que es inamovible, sino para que se nos devuelva el disfrute de la misma. Aquí también, no tenemos que pedir su intervención, porque su amor por nosotros le hace actuar como está escrito: Si alguien ha pecado, tenemos un Abogado. A través de su Palabra, actúa en nuestros corazones y en nuestras conciencias, produciendo la confesión de nuestras faltas de la que resulta la realización del perdón que ha adquirido para nosotros y una completa purificación. El lavado de los pies que el Señor opera en Juan, capítulo 13, establece la doctrina de la intercesión de Cristo como Abogado. En este acto no se trata de sangre sino de agua, pues este servicio divino se ejerce con respecto a los que ya están limpios y santificados, pero que, dejados en este mundo, han contraído la mancilla en su conducta. En esta escena, el Señor ya ocupa su lugar en el cielo, donde permanece para siempre como siervo de los suyos. Nuestro divino Abogado actúa por medio de su Palabra y de su Espíritu, efectuando así la purificación de las impurezas adheridas a nuestros pies, con el fin de mantener, e incluso restablecer nuestra comunión con el Padre, que existe en virtud de las relaciones en las que nos ha colocado.

Podríamos ampliar provechosamente un tema tan importante. Sin embargo, nos abstenemos de hacerlo por el carácter de estas líneas, que tienen por objeto llamar nuestra atención sobre el valor infinito de las oraciones del Señor por nosotros. Concluimos precisando que la intercesión de Cristo, su sacerdocio y su intervención como Abogado no tienen por efecto introducir al hombre en las relaciones con Dios, sino que tales oficios se ejercen precisamente a favor de los que ya están establecidos en ellas. En efecto, todo descansa sobre el fundamento de la justicia de Dios satisfecha en Cristo y de su obra perfecta en virtud de la cual nuestra posición ante Dios está asegurada. La comprensión y el aprecio de la constante actividad del Señor por nosotros producirán necesariamente un aumento de los sentimientos de seguridad y confianza que son para su gloria. Mientras luchamos aquí en la tierra somos objeto de atentos cuidados, de la solicitud de Aquel que está más elevado que los cielos.

Lleno de simpatía,
De tierna bondad,
Jamás olvidas
Ningún redimido.
Eres tú quien nos ayudas
En cada combate,
Y por nosotros intercedes,
¡Divino Abogado!

Himnos y Cánticos, francés – n° 122, 2.