Índice general
4 - La naturaleza de las diferentes oraciones
Todo tipo de oraciones
Las Escrituras nos enseñan a orar «en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia» (Efe. 6:18). Por lo tanto, nuestras oraciones pueden tomar diferentes caracteres según las circunstancias en que nos encontremos, así como según las disposiciones de nuestro corazón. Citaremos algunos de ellos:
4.1 - La solicitud o petición
La solicitud o petición, sentido propio de la palabra «oración», por la cual exponemos las necesidades, pidiendo a Dios lo que nos falta. Como creyentes, no pedimos lo que ya nos ha sido dado en gracia, lo que tenemos en Cristo, como la paz con Dios o el perdón de nuestros pecados, porque para el creyente estas cosas ya están adquiridas. Por otro lado, podemos pedirle que nos conceda el disfrute de estas cosas, que podamos saborear sus efectos cada vez más. «Dad a conocer vuestras demandas a Dios… y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7). «Si algo pedís en mi nombre, yo lo haré» (Juan 14:14).
4.2 - La súplica
La súplica es una oración ardiente e insistente, expresada en la conciencia de que Aquel a quien se la presentamos es poderoso como único capaz de responderla. La súplica evoca el pensamiento de la absoluta necesidad de obtener la cosa implorada, aunque en tales oraciones se requiere humildad y sumisión. Daniel podía decir: «Dios nuestro, oye la oración de tu siervo, y sus ruegos… no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias» (Dan. 9:17-18). «Escucha, oh Jehová, la voz de mis ruegos», dice David (Sal. 140:6).
4.3 - El lamento
El lamento es la expresión, en la oración, del dolor que exponemos al Señor. Es el gemido de un corazón oprimido. Ana, orando largamente, incomprendida por Elí que la observaba, debe decirle: «Soy una mujer atribulada de espíritu… por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora» (1 Sam. 1:15-16). David, en el Salmo 55, versículo 2, escribe: «Está atento, y respóndeme; clamo en mi oración, y me conmuevo». El Salmo 102, en su conjunto, es una queja [1].
[1] Nota Bibliquest: «Hay oraciones que son como una queja del alma y que consisten en que esta no tiene el presente goce de la vista del Señor en el santuario, aunque lo recuerde» (J.N. Darby notas sobre Lucas 11).
4.4 - El suspiro
El suspiro es también una manifestación de los sentimientos de la persona abrumada. Dios lo escucha como una oración. La intensidad del sufrimiento puede privar al creyente de las facultades necesarias para orar, pero los suspiros que levanta ante Él en tales circunstancias son escuchados. «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como se debe; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inexpresables» (Rom. 8:26). «No escondas tu oído al clamor de mis suspiros» (Lam. 3:56). El Señor, en su perfecta simpatía, viendo las consecuencias del pecado al que su criatura estaba sometida, suspiró (Marcos 7:34 y 8:12).
El suspiro es también la expresión de un deseo ardiente, una aspiración profunda. «Mi boca abrí y suspiré, porque deseaba tus mandamientos» (Sal. 119:131). «Toda la creación gime a una, y a una sufre dolores de parto hasta ahora… también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente, aguardando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom. 8:22-23).
4.5 - El clamor
El clamor es una llamada urgente de ayuda inmediata. El que clama solo tiene una esperanza, y es ser escuchado, atraer la atención. «Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó» (Jon. 2:3). «En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios. Él oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos» (Sal. 18:6). Hablando proféticamente del Señor, tenemos estas palabras en el Salmo 22, versículo 2: «Dios mío, clamo de día, y no respondes».
4.6 - La lucha
La lucha es también un aspecto de la oración. A través de ella luchamos, no «contra sangre y carne, sino… contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12). Es sorprendente que en el capítulo 6 de Efesios, la mención de la oración sigue inmediatamente a la descripción de la armadura completa de Dios. Tenemos un tipo notable de lucha contra la carne en la lucha de Israel contra Amalec (Éx. 17). Tenemos en Cristo un intercesor cuyas manos nunca se hacen pesadas, de modo que en él siempre es posible obtener la victoria. A medida que nos acercamos al trono de la gracia en busca de ayuda en el momento adecuado, podemos luchar a través de la oración, tanto individual como colectivamente. Epafras siempre luchó por los colosenses con oraciones (Col. 4:12). Pablo exhorta a los romanos a que luchen con él en sus oraciones (Rom. 15:30).
4.7 - la intercesión
La intercesión es el aspecto especial y muy importante de la oración. Como la palabra indica, interceder significa actuar como mediador, pedir un favor para otro. Intercediendo, intervenimos ante Dios por el bien de los demás. Es un servicio de gran valor orar por aquellos que son objeto de nuestros afectos y por lo que es querido por el corazón del Señor, especialmente su Asamblea. Más aún, la Palabra nos enseña a orar por aquellos que nos dañan y persiguen (Mat. 5:44). El Señor ha intercedido por los transgresores (Is. 53:12 y Lucas 23:34). Esteban pudo decir: «¡Señor, no les atribuyas este pecado!» (Hec. 7:60). La Palabra contiene innumerables ejemplos de hombres de Dios que, olvidándose de sí mismos, intercedieron con insistencia, constancia e incluso audacia, anhelando el bien del pueblo de Dios. Sin embargo, notemos que tales intervenciones serán aceptadas solo en la medida en que se practiquen con toda reverencia y sumisión, ya que no podemos dar órdenes a Dios. Moisés cumplió repetidamente el papel de intercesor. En Éxodo 32, después del becerro de oro, imploró a Jehová, diciendo: «Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo». Sosteniendo en sus manos las tablas que debía romper, sobre las que estaba escrita una ley inflexible, basó su intercesión en las promesas incondicionales de bendición hechas a los padres (v. 12-13). En la misma circunstancia intercede por Aarón para que no sea destruido (Deut. 9:20). Más tarde, en Números 14, después del desprecio por el pueblo de la tierra que está explorando, Moisés, al escuchar la sentencia divina, intercede de nuevo. Habiendo escuchado de antemano en el monte Sinaí la proclamación de la misericordia, de la gracia y de la bondad de Dios (Éx. 34:6), intercede usando estos mismos caracteres, diciendo: «les has dicho». Entonces Jehová usa la gracia y se deja inclinar: «Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo».
Sin embargo, el gobierno se ejerce, lo que no puede disminuir la realidad del perdón. En Mizpa, Samuel oró a Jehová por el pueblo. Consciente del valor de esta intercesión, Israel le dijo al profeta: «No ceses de clamar por nosotros a Jehová» (1 Sam. 7:5-9). Ezequías oró a Jehová por los que comían la Pascua sin haberse purificado, para que este descuido les fuera perdonado; y Jehová le escuchó (2 Crón. 30:18-20). En la dedicación del templo de Salomón, este rey hizo una oración a Jehová en la cual intercedió por el pueblo en anticipación, diciendo: «Si pecaren contra ti… y estuvieres airado», y dicen: «Pecamos… tú oirás en los cielos, en el lugar de tu morada, su oración y su súplica, y les harás justicia» (1 Reyes 8:46-50). Podríamos multiplicar las citas hablando de David, de Esdras, de Daniel, de Jeremías, de Pablo y de muchos otros. La intercesión requiere discernimiento para ser conducidos a requerir, en nuestras oraciones, lo que está de acuerdo con la mente de Dios y lo que contribuye a la bendición de los que son objeto de ella.
Todavía podemos notar que, en el día de Cristo, cuando seamos introducidos en la gloria, seremos sacerdotes, como parte del grupo formado por los veinticuatro ancianos que, según Apocalipsis 5:8, se prosternan ante el Cordero, teniendo cada uno un arpa y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos. Como tales, cumpliremos este oficio celestial a favor de los creyentes que sufren en la tierra durante el período apocalíptico, oprimidos bajo el reinado del anticristo. Interesados en sus circunstancias, presentaremos nuestras oraciones envueltas en la justicia divina (copas de oro). ¿No es bueno pensar que el sacerdocio que ejercemos ahora continuará de manera perfecta en el cielo para los santos de la tierra en el día del Señor?
Se nos dice que el Espíritu intercede por nosotros con suspiros inefables (Rom. 8:26). La Epístola a los Hebreos desarrolla ricamente el oficio celestial que el Señor ejerce en nuestro favor, como intercesor, estando siempre vivo para interceder por nosotros (cap. 7:25 y Rom. 8:34). Como tal, divino y perfecto mediador, ora por nosotros y se presenta ante Dios por nosotros para que recibamos la bendición que necesitamos. Volveremos a este tema más tarde.
4.8 - La confesión
La confesión es el acto de reconocer un acto de maldad. Ante Dios, es la oración que consiste en declarar su pecado, nombrar su falta, decirle: Hice esto, hice aquello. Ciertamente es más doloroso confesar una falta que humillarse de manera general. El capítulo 5 del Levítico (v. 5) es muy instructivo: el culpable confesará en qué ha pecado, solo entonces puede ofrecerse el sacrificio para su purificación. Cuando un creyente ha pecado, debe confesarlo. 1 Juan 1:9 es muy claro: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» Nótese que no se dice que pidamos perdón, sino que confesemos nuestro pecado para que el disfrute de ese perdón nos sea concedido por la restauración de la comunión rota. El Señor es fiel y justo en perdonarnos lo que confesamos, en virtud de la perfección y la plena suficiencia de su obra. Esta confesión debe ir acompañada del deseo de ser liberado de la trampa en la que hemos caído. «El que los confiesa (sus pecados) y se aparta alcanzará misericordia» (Prov. 28:13). Además, se nos exhorta a confesar nuestras faltas unos a otros, en confianza y amor mutuos, para que a través de la oración Dios actúe para restaurar al que ha pecado (Sant. 5:15-16). La Palabra menciona a muchos hombres de Dios que han confesado personalmente el pecado del pueblo, ya que este no estaba ejercitado para hacerlo. Conscientes de su identificación con el estado del conjunto, declaran este pecado ante Dios como también propio. Daniel oró a Jehová su Dios e hizo su confesión, diciendo: «Hemos pecado, hemos cometido iniquidad» (Dan. 9:4-5). Otra cosa es la confesión, que significa una afirmación, una declaración pública: «Si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom. 10:9).
4.9 - La humillación
Si la confesión es un acto, la humillación es más bien un estado de ánimo, en el que se lleva duelo por los pecados cometidos. Continúa después de la confesión. Al humillarnos, juzgamos el mal, teniendo la misma apreciación de él que Dios. Tenemos constantes motivos para humillarnos en nuestras oraciones por nuestras faltas personales, nuestras inconsecuencias, nuestras infidelidades. El Señor le dijo a Elías: «¿No has visto cómo Acab se ha humillado delante de mí? Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días» (1 Reyes 21:29). «Ezequías, después de haberse enaltecido su corazón, se humilló, él y los moradores de Jerusalén; y no vino sobre ellos la ira de Jehová» (2 Crón. 32:26). Cuando Manasés estuvo en angustia, «oró a Jehová su Dios, humillado grandemente en la presencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado a él, fue atendido» (2 Crón. 33:12-13). «Humillaos bajo la poderosa mano de Dios» (1 Pe. 5:6). Tal humillación está necesariamente acompañada por el juicio de nosotros mismos ante Dios. Esto nos conducirá, no al desánimo, sino a levantar los ojos al trono de la gracia para recibir ayuda en el momento oportuno.
Si tenemos motivos personales para humillarnos, también hay temas colectivos de humillación. En virtud de la verdad fundamental de la unidad del Cuerpo, particularmente desarrollada en la Primera Epístola a los Corintios, todos los creyentes constituyen un solo Cuerpo del que son miembros, de modo que, si uno sufre, todos sufren con él (12:26). Por eso tenemos reuniones de humillación en las que la asamblea se lamenta, asumiendo ante Dios el pecado de un hermano o hermana. El que cometió el pecado puede haberse humillado personalmente, lo cual es muy deseable, pero la asamblea debe ser purificada de la mancha que hay en su seno, ya que la confesión del culpable no puede sustituir la acción de la asamblea.
El mal en medio de ella es incompatible con la santidad que la caracteriza. Ella es solidaria y debe confesarla, humillarse y ser purificada de ella, tarea que puede requerir poner fuera de comunión a quien lleva el carácter de malo. Apartándolo de en medio de ella, se muestra pura en la materia (2 Cor. 7:11).
Cuando se ejerce tal disciplina en una asamblea, es indispensable que vaya precedida de una reunión de humillación. Esta importante verdad se nos muestra como un tipo en el pecado de Acán (Jos. 7). Un solo hombre había visto, codiciado, sin embargo, todo el pueblo es culpable. El versículo 11 es muy llamativo: «Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres». ¿Qué hizo que el Señor se convirtiera del ardor de su ira? Fue la eliminación del mal. «Todos los israelitas los apedrearon, y los quemaron después de apedrearlos». (v. 25). El conjunto del pueblo se asocia a este acto de purificación. Su aflicción y la comprensión de la gravedad del mal producen la energía para actuar, porque la humillación y la acción van juntas. Citamos un caso extremo, pero recordemos que siempre hay motivos para humillarnos en nuestras reuniones de oración habituales cuando vemos el fácil abandono de la reunión, el desarrollo de la mundanidad, la creciente falta de necesidades espirituales y mucho más.
La Palabra también nos enseña que la conciencia de nuestra identificación con las debilidades del conjunto nos lleva a llevarlas sobre nuestros corazones, humillándonos también en nuestras oraciones personales. Este es otro aspecto de la misma verdad. Solo indicaremos un caso mencionado en las Escrituras, el de Esdras que, en la soledad, con su manto y su vestido rasgados, lloraba y se lamentaba por los pecados del pueblo, que se había aliado por matrimonio con mujeres extranjeras al pueblo de Dios. Puede decir en su humillación: «Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza» (9:6). La actitud de este piadoso hombre tocó la conciencia del pueblo culpable, de modo que se reunió una congregación muy numerosa, que entre lágrimas confesó su pecado y fue animado así con la energía necesaria para separarse del mal.
Preservémonos de la indiferencia cuando veamos la ruina de la Iglesia y nuestras infidelidades que empañan el testimonio, pero que por el contrario el ardiente deseo de la gloria del Señor y el amor por los suyos nos lleven a sufrir tal estado de cosas, llevándolo con humillación en nuestros corazones ante Dios a través de nuestras oraciones individuales, implorando sus grandes compasiones sobre lo que es llamado por su nombre (véase Dan. 9:17-20).
Después de enumerar muchas de las características de oraciones con las que hacemos nuestras peticiones a Aquel que puede satisfacer todas nuestras necesidades, es beneficioso considerar brevemente las diversas acciones por las que nuestras bocas se abren para ofrecer a Dios, a través del Señor Jesús, lo que tiene derecho a esperar de aquellos que son objeto de su amor. En nuestras oraciones, no podemos presentar nada agradable que tenga su fuente en nosotros mismos. El fruto de labios que le agrada es, ante todo, la confesión del nombre de su amado Hijo, así como lo que su gracia ha producido en nosotros (Hebr. 13:15). «Abre tu boca, y yo la llenaré» (Sal 81:10).
4.10 - La acción de gracias
La acción de gracias es la expresión de nuestra gratitud combinada con la conciencia de que todo por lo que damos gracias es el fruto de la pura gracia de Dios. La obtención de nuestros inmerecidos privilegios debería producir acciones de gracias. Somos exhortados a unirlas a nuestras peticiones. «Con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios» (Fil. 4:6). Pablo escribe a los Colosenses: «Andad en él; arraigados y edificados en él, consolidados en la fe… abundando acciones de gracias» (2:7).
4.11 - La alabanza
La alabanza consiste en proclamar las virtudes, hacer el elogio de una persona. A través de nuestra alabanza, damos gloria a Dios, Padre e Hijo. Se expresa de manera especial a través del canto. El cántico de alabanza que resonó en las orillas del mar Rojo después de ser atravesado por Israel, y por el cual el pueblo proclamó el poder de Jehová en liberación, es un ejemplo sorprendente de esto. Nótese que los últimos 5 salmos revisten particularmente el carácter de la alabanza, cada uno de ellos comienza y termina con las palabras: «Alabado sea Jah» o «Aleluya». Nuestra alabanza tiene una fuente divina y su objeto es una persona divina. «De ti será mi alabanza» (Sal. 22:25) y..: «De ti será siempre mi alabanza» (Sal. 71:6). ¿Por qué? Porque es muy digno de alabanza (Sal. 96:4). Ciertamente, siempre está en su lugar y es beneficiosa en nuestras oraciones y tenemos constantes motivos para expresarla. La confesión del nombre de Jesús constituye para Dios un sacrificio de alabanza que le agrada. Nabucodonosor, habiendo recuperado su inteligencia, la usó en primer lugar para alabar y magnificar a Aquel que vive eternamente (Dan. 4:34). David, liberado de la mano de Saúl, dijo: «Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado» (2 Sam. 22:4). El Señor mismo comienza su oración con estas palabras: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…» (Lucas 10:21). Notemos que la alabanza puede ser dirigida al hombre, mientras que la adoración, de la que hablaremos más adelante, solo puede tener como objeto a Dios. El apóstol Pablo alaba a los corintios en el capítulo 11, versículo 2 de su Primera Epístola, mientras que en el versículo 22 del mismo capítulo, está impedido de hacerlo.
4.12 - La exaltación
La exaltación consiste en elevar a la gloria, en llevar muy alto a la persona que es objeto de ella. Alabando, exaltamos, celebramos, proclamamos altamente las glorias de la persona divina. A la humillación de nuestro Salvador, a su anonadamiento voluntario, responde su alta elevación, su exaltación por la diestra de Dios (Fil. 2:6-11 y Hec. 2:33). Considerándolo como tal, elevado y puesto muy alto (Is. 52:13), nuestros corazones experimentan sentimientos acordes con su posición y lo exaltan. Israel podía decir a Jehová: «Se ha magnificado grandemente… Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré» (Éx. 15:1-2). «Te glorificaré, oh Jehová, porque me has exaltado» (Sal. 30:1). «Exaltemos a una su nombre» (Sal. 34:3). Por lo tanto, cuando nos dirigimos a él, individual o colectivamente, es apropiado exaltar su hermoso nombre que le ha sido dado por encima de todo nombre.
4.13 - La adoración
La adoración es la acción por la cual rendimos culto. Si la criatura puede ser alabada, la adoración se debe solo a Dios Padre y a Dios Hijo exclusivamente. «Inclínate a él, porque él es tu señor» (Sal. 45:11). Por lo tanto, es impropio usar este término con respecto a nuestros semejantes y más aún con respecto a las cosas que amamos. Cuando los creyentes adoran juntos –y este es su mayor privilegio– responden al deseo del corazón de Dios, ya que, como el Señor se complace en revelarlo a la mujer samaritana, el Padre busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad. La adoración es, por lo tanto, un servicio dado a los creyentes ya aquí en la tierra, pero será su perfecta e incesante actividad a lo largo de la eternidad. El hijo de Dios que rinde culto cumple con el oficio de sacerdote (que solo estaba reservado para la familia de Aarón) y, entrando en los lugares santos por el camino nuevo y vivo que nos ha sido consagrado a través del velo, es decir, la carne del Señor Jesús, se presenta ante Dios sin conciencia de pecado, revestido de la justicia y de la santidad de Cristo. Colocado en esta posición bendita, ante el altar de oro, ¿qué ofrece? Cuál puede ser la fragancia de su adoración sino la persona de su Salvador y Señor, cuyas gloriosas e infinitas perfecciones constituyen un incienso puro y sin mezcla, agradable a Dios. De hecho, la nota más alta de la adoración es la presentación a Dios de la excelencia del Hijo, ya que llena su corazón, así como el nuestro. David podía decir: «Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos» (1 Crón. 29:14). Es también en la medida en que habremos estado ocupados con él cada día, que podremos depositar a la hora del culto en la asamblea, cestos llenos, expresándole lo que nuestros corazones han compuesto sobre él (Deut. 26:1-4; Sal. 45:1). La adoración solo puede hacerse colectivamente. Adoramos por el Espíritu (Fil. 3:3). Por lo tanto, este apelativo no es adecuado para la lectura individual o familiar, ni para ningún servicio religioso.
En relación con la oración, notemos que la adoración, como una disposición del corazón, no pertenece exclusivamente al culto en asamblea, ya que siempre tiene su lugar en nuestras oraciones. La conciencia de lo que es el Señor, de nuestra posición en él ante nuestro Dios y Padre producirá una adoración constante, de la que nuestras oraciones quedarán impregnadas.