Inédito Nuevo

2 - Saulo después de su conversión

Hechos 9:19-30; Gálatas 1:15-18


person Autor: The Christian's Friend 5

library_books Serie: Saulo

flag Tema: Pablo


La comparación de estos 2 textos muestra claramente que el Espíritu de Dios no pretendía que los Hechos fuera un relato cronológico. No se menciona, por ejemplo, la visita a Arabia que Pablo menciona en Gálatas, por lo que es imposible saber si el complot judío para matar al apóstol tuvo lugar antes de que partiera hacia Arabia o después de su regreso. Esto tiene poca importancia, porque lo que nos interesa son las enseñanzas espirituales del relato. Al mismo tiempo, es sumamente interesante observar y sopesar cada detalle que se da, porque podemos estar seguros, aunque no siempre podamos captar su importancia, de que todo lo que se relata en la Palabra de Dios es digno de nuestra atención. La Biblia, de hecho, se convertiría en un libro mucho más cautivador –especialmente para los jóvenes creyentes– si esto se comprendiera mejor; si cada detalle de la vida y actividad de Pablo se captara y estudiara con devoto interés.

Son particularmente notables 2 cosas sobre la conversión de Saulo: primero, se le encontró inmediatamente identificándose con los discípulos (v. 19); segundo, inmediatamente empezó a testificar en las sinagogas que Cristo es el Hijo de Dios. No se puede exagerar la importancia de estos 2 puntos. La voluntad de Dios es que todos los creyentes estén juntos, y allí donde el Espíritu de Dios obra enérgicamente, siempre es así (vean Hec. 2:4). Es una necesidad de la nueva naturaleza, sobre la base de la redención, como declara el apóstol Juan: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros» (1 Juan 1:3). Nótese que este no es el comienzo de la misión pública de Saulo, sino más bien el desbordamiento de un corazón entregado a Aquel que se le había aparecido, un corazón impulsado por su poderoso amor a proclamar que este Jesús, a quien había perseguido y a quien los judíos odiaban con toda la intensidad de su orgullo farisaico, era el Hijo de Dios. Pedro lo había proclamado Señor y Cristo, pero a Pablo, que había visto al Señor de gloria, le estaba reservado declarar la gloria divina de Jesús de Nazaret.

Deténganse los lectores a meditar en esta maravillosa demostración del poder de la gracia de Dios. Hemos visto a Saulo, lleno de ardiente celo y campeón del judaísmo, desplegando la más amarga hostilidad contra Jesús de Nazaret y sus discípulos. Ahora lo vemos levantarse audazmente en las sinagogas para confesar su ceguera y error pasados, y declarar que este Jesús no es otro que el Hijo de Dios. Solo podemos exclamar: ¡Qué milagro ha obrado Dios! Pero recordemos también que el mismo poder divino fue necesario para nuestra conversión; que sin la misma gracia que se apoderó del corazón de Saulo de Tarso, habríamos permanecido en nuestra terrible condición de enemistad contra Dios, ciegos a nuestra propia condición, y ciegos a la gloria de su Hijo amado. No todos estamos llamados a ser vasos de elección como Saulo, pero todos hemos sido, como él, objetos de la gracia de Dios y de su misericordia, según su eterno designio en Cristo antes de la fundación del mundo. Solo a Dios pertenece toda alabanza.

El efecto de la predicación de Saulo se describe con todo detalle. Al principio, las almas de sus oyentes estaban asombradas. Ya habían oído hablar de este predicador, de su energía destructiva contra los discípulos en Jerusalén, del propósito de su misión en Damasco, y ahora este hombre se había convertido en el defensor del cristianismo, ¡y le estaban oyendo afirmar que Jesús era el Hijo de Dios! Es fácil comprender su asombro. Pero Saulo, sin que su testimonio se viera obstaculizado por la oposición de sus oyentes, redobló sus fuerzas, sin duda como resultado de su tiempo a solas con el Señor (son los que esperan los que renuevan sus fuerzas). «Confundía a los judíos que vivían en Damasco, demostrando que este es el Cristo» (9:22) –mejor aún, que este (Jesús) era el Cristo, el Mesías que esperaban los judíos. Esta era la verdad que el corazón humano no quería oír. Saulo demostró –a partir de las Escrituras (vean cap. 17:2-3)– que Jesús era el Cristo. Los judíos no quisieron enfrentarse a la evidencia, a pesar de los argumentos irrefutables, no quisieron recibir el testimonio de Saulo. Su inflexible voluntad rechazaba a un Cristo resucitado y glorificado.

Se ha supuesto que hay un intervalo entre los versículos 22 y 23, y si es así, es posible que la visita de Saulo a Arabia tuviera lugar en ese momento. El que es muy activo ante los hombres como testigo, debe estar de antemano a solas con su Dios y su Señor. Cuántos creyentes han naufragado en su testimonio porque han olvidado este principio. Lleno de celo y fidelidad al principio, más de un siervo siguió dando más de lo que había recibido y viviendo del maná que había recibido ayer. Vaciados y sin fuerzas, porque ya no vivían en el secreto de la presencia de Dios, se convirtieron interiormente en presa de Satanás, perdiendo su nazareo para Dios. Rápidamente cayeron en una de las muchas trampas que habían sido sutilmente escondidas en su camino. Por eso Saulo fue enviado a las soledades de Arabia, para que allí, aislado, con el Señor, su alma se fortaleciera con la verdad que se le comunicaba. Que su corazón fuera poseído y dominado por Aquel que lo había arrancado como una tea del fuego, Aquel de quien iba a convertirse en un siervo devoto, un esclavo dispuesto a su servicio. Qué gran lección se encuentra aquí, que debería ser meditada por todos los siervos del Señor.

La oposición de los judíos aumentaba a medida que pasaba el tiempo. Incapaces de responder a los argumentos de Saulo, decidieron matarlo. Este ha sido uno de los métodos más comunes de Satanás desde tiempos inmemoriales. Cuando Lázaro resucitó de entre los muertos y se había convertido en un testigo irrefutable de la persona de Cristo, los sumos sacerdotes se consultaron para darle muerte, porque a causa de él muchos judíos se iban y creían en Jesús (Juan 12:10-11). No les importaba que el testimonio dado de Jesús fuera verdadero; lo odiaban y decidieron deshacerse de este testigo. Este plan para deshacerse de un testigo no deseado nunca ha cesado. Siempre se ha practicado en la iglesia profesa, y el resultado será que en Babilonia se encontrará «la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido degollados en la tierra» (Apoc. 18:24; comp. Mat. 23:34-35). El Señor velaba sobre su vaso escogido, y los judíos, por consiguiente, se vieron impotentes en sus esfuerzos por llevar a cabo sus malvados designios. Saulo conocía su emboscada y, a pesar de la vigilancia de sus adversarios, escapó de sus manos gracias a la ayuda de los discípulos [1].

[1] De 2 Corintios 11:32 se desprende claramente que el etnarca del rey de Damasco ayudó e instigó a los judíos en su deseo de destruir a Saulo. Se ha hecho mucho hincapié en el hecho de que Pablo menciona que el rey Aretas gobernaba Damasco en esta época. El asunto es de poca importancia, pero quienes deseen examinarlo encontrarán una presentación completa e interesante del tema en la obra de Conybeare y Howson “Vida y Cartas de Pablo”.

Saulo, habiendo escapado de las manos de los judíos, fue a Jerusalén [2], donde «intentó unirse a los discípulos» (v. 26), como había hecho en Damasco. Guiado por el Espíritu de Dios, quería estar en compañía de otros creyentes, porque el corazón del creyente debe estar donde está el corazón de Cristo. De su pueblo dice: «Para los santos que están en la tierra… es toda mi complacencia» (Sal. 16:3). Por eso es siempre una mala señal cuando un hijo de Dios se contenta con estar separado de su pueblo. Durante su última estancia en Jerusalén, Saulo se había relacionado con los jefes religiosos de la ciudad, adversarios implacables de los discípulos; y había sido él, como hemos visto, su instrumento privilegiado en la implacable persecución que habían desencadenado. Era natural, por tanto, que los discípulos temieran ahora a Saulo y no le creyeran discípulo. Evidentemente temían que se tratara de un nuevo plan de su viejo enemigo, encaminado a su destrucción; y hasta que no se les diera un testimonio convincente, no estaban dispuestos a admitir a Saulo en su compañía.

[2] Algunos se inclinan a situar la estancia de Saulo en Arabia entre estos 2 acontecimientos, en lugar de entre los versículos 22 y 23. Es imposible decidir la cuestión con seguridad.

El testigo necesario era Bernabé (Hijo de consolación –el nombre que había recibido de los apóstoles), levita de nacimiento, originario de Chipre, pero también «hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe» (cap. 11:24), que se adelantó, presentó a Saulo a los apóstoles y les explicó cómo se había convertido, «cómo había visto al Señor en el camino, que este le había hablado, y cómo en Damasco había predicado con valor en el nombre de Jesús». Su testimonio fue aceptado, y Saulo, reconocido como verdadero creyente, entró en la comunión de los discípulos. Un testigo como Saulo no podía permanecer en silencio, pues, aunque su estancia en Jerusalén fue muy breve (vean Gál. 1:18), inmediatamente comenzó a hablar «con valor en el nombre de Jesús». Además, «hablaba y discutía con los helenistas», término que incluía a los judíos de lengua griega y a los prosélitos griegos. Con el mismo espíritu que los judíos de Damasco, «intentaban matarlo». Los «hermanos» pensaron que sería buena idea que Saulo se retirara por un tiempo y, sin duda también en el espíritu del Señor, «lo llevaron a Cesarea, y de allí lo enviaron a Tarso» (vean Hec. 9:27-30). Así terminó la primera etapa de la vida cristiana de Saulo. El Señor le había retirado ahora de toda actividad pública, a fin de preparar a su siervo para el servicio especial y difícil al que le había llamado: llevar su nombre «ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel» (9:15).


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