La venida del Señor en el Apocalipsis


person Autor: Hamilton SMITH 87

flag Temas: La esperanza personal del regreso del Señor La esperanza de la Iglesia


«El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, vengo pronto. Amén; ¡ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:20).

En el libro de Apocalipsis se nos advierte del fracaso de la Iglesia en su responsabilidad de dar testimonio de Cristo durante el tiempo de su ausencia, y del completo fracaso del mundo en el ejercicio del gobierno para suprimir la violencia y la corrupción.

Sin embargo, también se nos informa de que, a pesar del fracaso del hombre, finalmente se cumplirán todos los designios de Dios para su gloria, la exaltación de Cristo, la bendición celestial de la Iglesia y la bendición terrena del hombre. Además, se nos dice que todos los consejos de Dios serán llevados a cabo por Cristo mismo, que entrará en juicio contra todo mal y traerá todas las bendiciones. Por último, se nos recuerda constantemente que tanto el juicio como la bendición esperan la venida de Cristo.

Cuando nuestros pensamientos se elevan por encima de todos los fracasos y se centran en Cristo –el que viene en juicio para los malvados y en gracia para los suyos–, oímos la llamada final del Señor a nuestros corazones en las últimas palabras del Nuevo Testamento, cuando dice: «Sí, vengo pronto». La contemplación de las glorias de Cristo, la solemnidad y el gozo de las verdades presentadas en estas grandes visiones, junto con este conmovedor llamamiento, tan lleno de esperanza y aliento, no dejarán de suscitar en nuestros corazones, como en el del apóstol, la respuesta ansiosa y feliz: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

Repasemos, pues, brevemente algunos de los grandes acontecimientos venideros anunciados en el curso del Apocalipsis, para que no solo nos aferremos a la verdad de la venida del Señor como doctrina, sino que la convirtamos en el ardiente deseo de nuestros corazones.

1 - «El testigo fiel» (Apoc. 1:5-6)

En el libro del Apocalipsis vemos el colapso completo y final de la responsabilidad del hombre durante la ausencia de Cristo. Pero antes de enterarnos del fracaso del hombre, se nos permite tener, en los versículos iniciales, una hermosa presentación de Cristo en la perfección de su persona y obra. La Iglesia ha fracasado como testigo, pero Cristo es «el testigo fiel». La sombra de la muerte se cierne sobre el mundo entero, pero Cristo ha quebrantado el poder de la muerte, pues él es «el primogénito de los muertos». Los reyes de la tierra han fracasado en su gobierno, pero Cristo está por encima de todos ellos, pues él es el «soberano de los reyes de la tierra». Además, Cristo ha dotado y preparado a su pueblo para compartir las glorias de su reino y para adorar como sacerdotes ante su Dios y Padre. De hecho, cuando las glorias de Cristo se presentan ante nosotros, los creyentes pueden responder inmediatamente diciendo: «Al que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre» (1:5).

Qué bendición es para cada creyente, con la seguridad de la Palabra de Dios, poder decir de aquel que es el testigo fiel, que ha triunfado sobre el poder de la muerte, que está por encima de todos los reyes de la tierra: Él me ama, y me ha lavado de mis pecados con su propia sangre. Él es tan grande y nosotros tan pequeños, pero nos ama y murió por nosotros. Por eso podemos decir: «A él sea la gloria y el dominio por los siglos de los siglos». Pero para el juicio de todo mal, el despliegue de su gloria y la manifestación de su Reino, se nos dirige inmediatamente a su venida, como leemos: «Mirad que viene» (Apoc. 1:7). La fe, descansando en su obra terminada y esperando el glorioso resultado en el reino venidero, puede responder: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

2 - Las promesas hechas al vencedor (Apoc. 2, 3)

Mientras que las cartas a las 7 iglesias nos dan una visión profética de la Iglesia en su paso a través del tiempo y anuncian su fracaso como testigo de Cristo, también animan a los creyentes individuales indicando que en cada etapa de su fallida historia habrá vencedores a quienes se les hacen preciosas promesas.

Aunque tenemos una muestra de la bendición de estas promesas, está claro que debemos esperar a que llegue el día de gloria para entrar en su plenitud. Entonces, en efecto, nos alimentaremos del «árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios» y comeremos «del maná escondido». Solo entonces será posible «tener autoridad sobre las naciones», ser «columna en el templo de Dios» y sentarse con Cristo en su trono.

Para entrar en la bendición de estas promesas, el Señor pone ante nosotros la esperanza de su venida. Puede decir: «Retened lo que tenéis hasta que yo venga» (Apoc. 2:25); y de nuevo le oímos decir: «Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona» (Apoc. 3:11). Cuando la bendición y el cumplimiento de estas promesas se levanten ante nuestras almas, seguramente responderemos a las palabras del Señor y diremos: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

3 - La apertura del Libro (Apoc. 5)

Volviendo a los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis, aprendemos que Juan fue arrebatado en el espíritu al cielo, donde vio una gran visión de ángeles y santos alrededor del trono de Dios. En la mano derecha del que estaba sentado en el trono vio un libro sellado con 7 sellos. Este libro, lo sabemos por los capítulos que siguen, expone las formas en que Dios tratará con todo el mal del mundo y traerá la bendición universal, a través de Cristo, para su propia gloria.

La apertura del libro implica el cumplimiento de todo lo que allí está escrito. En el cielo se plantea la pregunta: ¿Quién puede hacer esto? ¿Dónde hay un hombre en el cielo, en la tierra o debajo de la tierra, que sea capaz de juzgar todo el mal del mundo, de poner fin a los largos siglos de violencia y corrupción, y de traer las bendiciones mundiales de justicia, paz y gozo que marcarán el reinado de Cristo? Para llevar a cabo esta gran obra, alguien debe ser «digno» y “capaz”. Cuando se plantea la pregunta: «¿Quién es digno?», se observa inmediatamente que «Nadie… podía abrir el libro». De vez en cuando, en la historia del mundo, han surgido hombres que, en su vanidad, han pensado que podrían, con sus insignificantes esfuerzos, poner fin a los males de la humanidad y traer un nuevo orden de bendición universal, solo para descubrir que ellos mismos habían aumentado la miseria del mundo llenándolo también de violencia y corrupción.

Si no hay un hombre de valor o poder, a Juan le parece que no hay esperanza de hacer frente al mal y traer la bendición. No es de extrañar que «yo llorara mucho». Pero, aunque Juan lloró mucho, no se le permitió llorar mucho tiempo, porque un anciano, instruido en la mente del cielo, le dice que no hay necesidad de llorar, porque hay uno que «ha vencido para abrir el libro». Inmediatamente, su mirada se posa en Cristo, «el León de la tribu de Judá». El apóstol se vuelve para mirar al León, y he aquí que ve «un cordero como sacrificado». Ve a Cristo, como león, con todo su poder, y también a Cristo, como cordero, con toda su dignidad.

El resultado inmediato es que todo el cielo se une a Cristo y entona «un cántico nuevo», diciendo: «Digno eres». En esta efusión de alabanza, vemos el resultado final de la apertura del libro. Cuando miramos al mundo de hoy, vemos a toda la creación gimiendo y sufriendo, mientras la violencia y la corrupción hacen estragos en la tierra. Pero esta gran escena nos da la esperanza segura y cierta de que, a través del valor y la capacidad del Cordero, todo el mal será juzgado y la bendición universal será asegurada; y en ese gran día, «toda criatura que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos», se unirán en la alabanza. «Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el dominio, por los siglos de los siglos».

No puedo decir cómo adorarán todos los pueblos,
cuando, a Su mandato, toda tormenta se calme,
O quién dirá cuán grande será el regocijo…
Cuando todos los corazones de los hombres se llenen de amor.

Pero lo que sé es que los cielos vibrarán de alegría,
Y miríadas, miríadas de voces humanas cantarán,
Y la tierra al cielo, y el cielo a la tierra responderán,
Por fin el Salvador, el Salvador del mundo, es rey.

Sabemos que la aurora de ese gran día aguarda la venida de Cristo, y como, por la fe, se convierte para nuestras almas en una bendita realidad a punto de cumplirse, seguramente diremos: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

4 - La venganza de los santos

Volviendo a Apocalipsis 18:20 y Apocalipsis 19:5, aprendemos que se acerca el día en que el cielo, con todos los «santos, los apóstoles y lo profetas», será llamado a regocijarse porque Dios ha vengado a su pueblo de todas las persecuciones y sufrimientos que han soportado por causa de Cristo a lo largo de los siglos.

Mirando hacia atrás a través de los siglos, recordamos los sufrimientos del pueblo de Dios frente al judaísmo corrupto, comenzando con la lapidación de su siervo Esteban. Volviendo la mirada a las persecuciones de la Roma pagana, recordemos los sufrimientos padecidos por millones de mártires cristianos a los que se dejó sufrir el ultraje y la muerte en las formas más horrendas que la maldad humana pueda imaginar. Tampoco podemos olvidar que bajo la Roma papal millones del pueblo de Dios fueron perseguidos, cazados y matados, entregados a los horrores de la Inquisición, a las torturas del potro y a las llamas de la hoguera. En los tiempos modernos, no olvidemos las matanzas de armenios y las persecuciones que hoy sufre gran parte del pueblo de Dios a manos de quienes abandonan toda profesión cristiana y vuelven a caer en las tinieblas paganas, y que, como nos advierte el apóstol Pedro, se comportan como el perro que vuelve a su vómito y la puerca que se revuelca en el fango.

En todos estos sufrimientos del pueblo de Dios a través de los siglos, recordemos que, aunque no hubo ninguna intervención directa de Dios para detener las piedras arrojadas contra sus testigos, ni ningún poder milagroso para liberar de las agonías del potro o para apagar las llamas de la hoguera, se manifestará en el día venidero que Dios no fue un espectador indiferente a los sufrimientos de su pueblo, ni fue sordo a sus oraciones y a sus gritos. Cuando Dios vengue «la sangre de los profetas y de los santos y de todos los que han sido degollados en la tierra», la maldad de los hombres se encontrará con un justo juicio, y su pueblo sufriente tendrá su brillante recompensa.

Esta gran intervención de Dios, en juicio de los impíos y en bendición para su pueblo, se realizará con la venida del Señor. Ya hemos oído el testimonio de Juan: «Mirad que viene con las nubes, y todo ojo lo verá; incluso los que lo traspasaron; y se lamentarán a causa de él todas las tribus de la tierra» (Apoc. 1:7). Si su venida hace llorar a los perseguidores del pueblo de Dios, llama a la alegría a los perseguidos. En respuesta a esta llamada, Juan oye «una gran voz de una gran multitud, que decía: ¡Aleluya! ¡La salvación, la gloria y el poder son de nuestro Dios! Porque verdaderos y justos son sus juicios» (19:1-2). Al pensar en ese gran día, podemos decir: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

5 - Las bodas del Cordero (Apoc. 19:6-9)

El falso sistema que profesa el nombre de Cristo, pero que ha perseguido a su pueblo y corrompido el cristianismo a través de los siglos, habiendo sido tratado en juicio, el camino está preparado para el gran día de las bodas del Cordero, cuando el verdadero pueblo del Señor se presentará a él «la Iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante», sino «santa e inmaculada» (Efe. 5:27).

Sabemos que, en los primeros días de su historia, la Iglesia fue presentada «a Cristo como virgen pura» (2 Cor. 11:2). Lamentablemente, al igual que el antiguo Israel fracasó en su responsabilidad como testigo del Señor, la Iglesia ha fracasado completamente como testigo de Cristo. En ambos casos, el fracaso se remonta a la pérdida del primer amor. El Señor debe decir a Israel por medio de Jeremías: «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada»; pero añade: «Se alejaron de mí, y se fueron tras la vanidad» (Jer. 2:2-5). Del mismo modo, la raíz de todos los fracasos de la Iglesia como luz de Cristo en el mundo queda expuesta por las propias palabras del Señor: «Has dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4).

No obstante, si tanto Israel como la Iglesia fracasan en su amor y, en consecuencia, son apartados como luz en el mundo, no hay fracaso en el amor del Señor. A pesar de la pérdida del amor inicial de Israel, el Señor puede decir a través del profeta Jeremías sobre Israel: «Con amor eterno te he amado» (Jer. 31:3). Y hoy sabemos que nada en nosotros ha despertado el amor de Cristo, y que ningún fracaso por nuestra parte alterará su propio amor. En el pasado, «Cristo amó a la Iglesia y sí mismo se entregó por ella». En el presente, somos amados con «el amor de Cristo, que sobrepasa a todo conocimiento», sirviendo a su pueblo al santificarlo y limpiarlo «con el lavamiento de agua por la palabra», en preparación para el día, tan cercano, cuando en su amor él mismo se presentará la Iglesia «santa e inmaculada» (Efe. 5:25-27).

Por medio del amor indefectible de Cristo, Israel será introducido en las bendiciones del reino, y la Iglesia, como la Esposa, será presentada a Cristo cuando llegue el día de las «bodas del Cordero». En ese gran día todo el cielo dirá: «¡Aleluya!, porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, reina. ¡Alegrémonos y regocijémonos, y démosle gloria! Porque han llegado las bodas del Cordero» (Apoc. 19:6-7).

Responder al amor de Cristo, guardar su palabra y no negar su nombre, en medio de las corrupciones del cristianismo, nos costará algo. Salir del campamento, ir a él, traerá reproche, así como seguir a los pocos en lugar de a los muchos. Tal camino parecerá una locura al hombre natural; como una vez pudo haber parecido una gran locura a Rut dar la espalda a sus parientes, a su hogar y a su país, para unirse a una mujer vieja y agobiada para emprender un viaje a un pueblo desconocido, a una tierra que nunca había visto. Sin embargo, este viaje, que a primera vista parecía tan incierto e insensato, desembocó en el gran día de las bodas, cuando, en presencia de todo el pueblo, con la bendición de este, se convirtió en esposa de Booz, y tuvo el honor de entrar en la generación del Señor. El creyente de hoy, si es fiel a Cristo, debe estar preparado para el oprobio y el desprecio, y tal vez para la persecución y la soledad, igual que Pablo en la cárcel, abandonado por todos los hombres, y Juan desterrado a la isla de Patmos. Pero «aún no ha sido manifestado lo que serremos». A pesar de todo lo que parece tan débil y despreciable a los ojos de los hombres, la fe puede decir: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2). Cuando se alcance ese glorioso final, en el gran día de las bodas del Cordero, se pondrá de manifiesto que todos los sufrimientos, reproches o insultos que hayamos tenido que afrontar en nuestro camino hacia el cielo, no son más que ligeras tribulaciones comparadas con el eterno peso de gloria al que conducen (2 Cor. 4:17-18).

En ese gran día, esperamos que se cumplan las palabras del Señor: «Vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:3). Cuando ese día de gloria amanezca sobre nuestras almas, y oigamos las últimas palabras del Señor: «Sí, vengo pronto», bien podemos responder: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

6 - El estado eterno (Apoc. 21:1-9)

En los versículos iniciales del capítulo 21, somos transportados más allá del tiempo a la eternidad, mientras se presenta la visión de fe con «un cielo nuevo y una tierra nueva», en los que ya no habrá mar, como en este mundo, que rompa nuestros corazones en la separación de nuestros seres queridos. La bendición del estado eterno será que Dios habitará con los hombres que, por la obra de Cristo, serán «santos e irreprensibles delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5) y, por tanto, aptos para ser «su pueblo». La historia del mundo actual se puede resumir como una historia de «lágrimas», «muerte», «duelo», «clamor» y «dolor». Mientras caminamos por este valle de lágrimas, Dios, en su infinita compasión, puede salir a nuestro encuentro en nuestras penas y secar nuestras lágrimas; pero, una y otra vez, mientras seguimos nuestro camino, debemos encontrarnos con nuevas penas y derramar nuevas lágrimas. Pero finalmente, en aquel día eterno, «Dios… enjugará toda lágrima de sus ojos» y «ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron».

Ante la venida de «nuevos cielos y una tierra nueva, en los cuales habita la justicia», el apóstol Pedro puede decir: «El Señor no retarda su promesa», la promesa de su venida para hacer venir «el día de Dios». Así pues, prestemos atención a la exhortación del apóstol Pedro, cuando dice: «Por lo cual, amados, esperando estas cosas, sed diligentes para ser encontrados por él sin mancha, irreprensibles, en paz» (2 Pe 3:9-14). Cuando esta gloriosa visión de bendición eterna se levante ante nuestras almas, y oigamos al Señor decir: «Vengo pronto», respondamos: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

7 - La santa ciudad, Jerusalén (Apoc. 21:9 al 22:5)

Ya hemos aprendido que, aunque la Iglesia haya fracasado en la tierra en su amor a Cristo, ella será, gracias al amor indefectible de Cristo, presentada a Cristo en el día de las bodas del Cordero, «santa e inmaculada», para satisfacción de su corazón. «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11). Ahora debemos aprender que, aunque la Iglesia también haya fracasado como luz en el mundo, será, sin embargo, presentada ante las naciones para gloria de Cristo en el Reino venidero.

Todo lo que la Iglesia debería haber sido moralmente, como representante de Cristo en la tierra, se verá en perfección en la Iglesia en el día venidero de la gloria milenaria, tal como está presentada en figura en aquella ciudad celestial. Durante nuestro paso por el tiempo, hemos sido dejados para resplandecer «como lumbreras» en un mundo de tinieblas, y para proclamar «la palabra de vida» en un mundo muerto (Fil. 2:15-16).

Lamentablemente, la iglesia profesa ha dejado de ser una luz para Cristo, y ha fracasado en llevar la palabra de vida a los hombres. Pero a pesar de todos nuestros fracasos, podemos mirar hacia la gloria del cielo y aprender que, en esta ciudad, por fin, las naciones caminarán a la luz de la Iglesia gloriosa; en ella se encontrarán el río de la vida y el árbol de la vida para la curación de las naciones. Además, en la Iglesia gloriosa, nada vendrá a oscurecer la luz, pues «allí no habrá noche»; ni habrá influencia maligna que corrompa la vida, pues «jamás entrará en ella cosa inmunda, ni el que hace abominación y diga mentira».

Cuán bueno es, pues, guardar y atesorar «las palabras de la profecía de este libro», mientras esperamos su cumplimiento por la venida del Señor (Apoc. 22:7). Cuando la visión de la ciudad se levanta ante nuestras almas y oímos al Señor decir por fe: «Sí, vengo pronto», bien podemos responder de corazón: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».

Cuando miramos al mundo de hoy, vemos que está cada vez más marcado por la violencia y la corrupción, que la cristiandad profesa se precipita rápidamente hacia la apostasía, y que el verdadero pueblo de Dios está dividido y disperso. Pero, si guardamos las palabras de la profecía de este libro, se abrirá ante nosotros un bendito despliegue de la gloria venidera, cuando por fin el pueblo del Señor, comprado con su propia sangre, tanto tiempo dividido, cantará unido, porque lo verá cara a cara; cuando se cumpla toda promesa hecha a los vencedores, cuando se abra el libro que conducirá a la alabanza unida del cielo y de la tierra; cuando todas las aflicciones que su pueblo ha sufrido a través de los siglos sean vengadas, cuando el Señor no esperará más para tener a su Esposa, sino que se la presentará a sí mismo en el gran día de las bodas del Cordero; cuando la Iglesia será presentada en su gloria al mundo como una luz para Cristo, y una sanación para todos los males; y cuando al fin aparezcan un cielo nuevo y una tierra nueva, donde Dios morará con la humanidad, y «ellos serán su pueblo, y él será Dios de ellos».

Para traer toda esta bendición, se nos recuerda una y otra vez que el Señor viene, y que viene pronto. En el último capítulo oímos decir al Señor: «¡Mirad que vengo pronto! Dichoso el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (22:7). Bienaventurados somos, en verdad, por guardar estas palabras, pero esto sigue sin traer una respuesta por parte de su pueblo. De nuevo, oímos decir al Señor: «He aquí vengo pronto, y mi galardón está conmigo, para recompensar a cada uno según es su obra» (v. 12). Qué alentador es saber que toda obra para el Señor, incluso un vaso de agua fría dado en su nombre, tendrá su recompensa. Pero de nuevo, esto no trae ninguna respuesta por parte de los santos. Finalmente, oímos la voz del Señor por tercera vez, cuando cierra el volumen de la Escritura diciendo: «Vengo pronto» (v. 20). No se añade ninguna palabra en cuanto a palabras o recompensas: es él solo quien se presenta entonces a nuestros corazones –él que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.

Inmediatamente los corazones de los suyos, comprometidos con él mismo, responden diciendo: «¡Amén; ven, Señor Jesús!».