Emaús
Lucas 24
Autor: Tema:
Cuán variadas son las condiciones del alma en que se encontraban los discípulos en la mañana de la resurrección. Pedro era un arrepentido; Tomás un incrédulo; María Magdalena estaba desolada, y los dos discípulos, de camino a Emaús, estaban decepcionados. Por otra parte, es una bendición ver con qué habilidad divina y gracia perfecta el Señor se adapta a esos estados de alma tan variados. Tiene una palabra restauradora para los arrepentidos, una palabra reprensible pero alentadora para los dudosos, una palabra consoladora para los desolados, y una palabra estimulante para tocar el corazón y alcanzar la conciencia de los desilusionados.
Los dos discípulos que iban a Emaús pueden ser descritos como santos decepcionados. Como otros creyentes, impulsados por su necesidad y llevados por la gracia del Señor, se habían sentido atraídos por Jesús. Habían visto sus grandiosos actos de poder, escuchado sus palabras de gracia y seguido su santo camino de amor. Estaban convencidos de que él era realmente el Mesías prometido desde hacía mucho tiempo, y esperaban con confianza que el yugo romano estuviese a punto de romperse, y que Israel fuese redimido, con poder, de todos sus enemigos. Pero, ¡ay! los jefes de los sacerdotes y los gobernantes habían entregado a su Mesías a la muerte. En lugar de ocupar su trono como Rey de reyes, había sido clavado en una cruz entre dos malhechores. En lugar de poner a sus enemigos como escabel, sus enemigos habían pisoteado al Hijo de Dios. Todas sus esperanzas fueron así bruscamente derribadas. Eran santos profundamente decepcionados.
El resultado de esta desilusión se manifiesta pronto. Le dieron la espalda a la pequeña compañía de creyentes en Jerusalén y, sin vacilar, se fueron «ese mismo día» v. 13) a su casa en Emaús; y mientras estos dos andaban por el camino «discutían» (v. 15); y mientras discutían estaban «tristes» (v. 17).
¿Acaso no hay hoy muchos santos descorazonados y decepcionados que, de la misma manera, dan la espalda a la compañía del pueblo del Señor y se alejan por un camino solitario? Y mientras siguen su camino solitario, ¿no están llenos de discusiones y de tristeza?
Pero, podemos preguntar, ¿cuál fue la raíz de la decepción de los discípulos de Emaús? Esto: estaban ocupados con sus propios pensamientos sobre Cristo en lugar de los pensamientos de Dios. Y con mentes poseídas por pensamientos humanos eran incapaces de captar los pensamientos divinos, eran «tardos de corazón para creer» (v. 25) todo lo que los profetas habían dicho. La incredulidad estaba detrás de su decepción. La incredulidad alejó sus pies del pueblo del Señor; la incredulidad hizo discutir sus lenguas, llenó sus corazones de tristeza y mantuvo sus ojos cerrados para que no pudieran discernir al Señor. ¿Y cuál era el pensamiento incrédulo que poseía sus mentes? Sencillamente que pensaron en traer a Cristo a sus circunstancias para su gloria temporal, su felicidad y bendición terrenales.
¿No somos a menudo como estos discípulos? ¿No es un pensamiento común de muchos cristianos que Cristo vino al mundo para hacerlo un lugar mejor y más feliz? ¿No tratamos a veces de traer a Cristo a nuestras circunstancias para nuestra comodidad temporal y gloria terrenal? Y con tales pensamientos en nuestra mente, ¿no caemos en una gran desilusión cuando encontramos que nuestras circunstancias son difíciles, que la identificación con el pueblo del Señor nos arroja a la compañía de los pobres y despreciados de este mundo, que implica menosprecio y reproche, y, tal vez, incluso pérdida y sufrimiento?
Y, sin embargo, con qué gracia el Señor busca a sus santos errantes y decepcionados. Qué bendito es el camino que toma para restaurar y animar a estos discípulos tristes y abatidos en el camino a Emaús. Primero «se acercó» y es «Jesús mismo» (v. 15) quien se acerca.
No envía a un mensajero para llamar a su presencia a estos santos descarriados. Cuando todo va bien con su pueblo, los ángeles, los apóstoles, los profetas y otros pueden llevar a cabo sus mandatos, como bien sabemos en muchas bellas escenas registradas en la Palabra. Pero si hay una oveja descarriada, abatida y decepcionada, he aquí que «Jesús mismo» se acercará para restaurarla. Hay un trabajo que hacer entre un santo errante y «Jesús mismo» en el cual ningún extraño puede interceder. «Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (v. 34), cuenta la misma bendita historia de una entrevista secreta y personal entre un arrepentido de corazón roto y «Jesús mismo». Qué diferente, por desgracia, es el camino que a menudo tomamos unos con otros. Si un hermano se aleja de nosotros, qué fácil es que nos alejemos de él. Pero en el día en que los santos de Emaús se alejaron, Jesús mismo se acercó. ¡Qué Salvador! Cuando estábamos lejos, él se acercó, y cuando nos alejamos, él se aproxima.
Habiéndose acercado, con qué dulzura camina con ellos. Nos descubre todo lo que hay en nuestro corazón. Con sabiduría divina y ternura infinita sacó a relucir todas las dificultades de los dos discípulos, y reveló la raíz de la incredulidad que estaba detrás de su decepción. Eran «tardos para creer».
Tampoco se detiene ahí, pues el descubrimiento de lo que hay en nuestros corazones, por muy importante que sea en la obra de restauración, no es suficiente para restaurar. Necesitamos, en efecto, pensamientos verdaderos de nuestros corazones para saber cómo nos desviamos hacia un camino equivocado; pero debemos tener pensamientos verdaderos del corazón del Señor para que nuestros pies sean restaurados a un camino correcto. Y este es el camino que toma el Señor con los dos discípulos. Habiendo expuesto todo lo que había en sus corazones, él les revela todo lo que hay en su corazón. Y la revelación de lo que hay en su propio corazón convierte sus «corazones tardos» en «corazones ardientes» (v. 25, 32). Al revelar el amor que hay en su corazón, hace que los corazones de ellos ardan de amor hacia él.
Para revelar el amor de su corazón les expone «en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (v. 27). Y mientras lo hace, les cuenta la conmovedora historia de sus sufrimientos y de sus glorias (v. 26). Los discípulos, con sus pobres pensamientos humanos, hubieran querido ahorrarle los sufrimientos y así le habrían privado de sus glorias. Sabemos que era necesario que sufriera para que «entrara en su gloria».
¿Qué hay en todas las Escrituras que se refiera a él que conmueva tanto el corazón como los sufrimientos y las glorias de Cristo? Y cuando encontramos los sufrimientos, no estamos lejos de las glorias. El Salmo 22 habla de sus sufrimientos, el Salmo 24 de sus glorias. De nuevo, la historia de los sufrimientos se retoma en el Salmo 69, para ser seguida por las glorias en el Salmo 72. Del mismo modo, los sufrimientos de Cristo en el Salmo 109 son seguidos por las glorias de Cristo en el Salmo 110. Cuando miramos atrás, hacia sus sufrimientos, y adelante, hacia sus glorias, nuestros corazones bien pueden arder al pensar en el amor que lo llevó a la cruz para poder conducirnos a la gloria.
Los dos discípulos habían estado pensando en las cosas que les conciernen a ellos, el Señor los lleva a «las cosas que a él se refieren». Su deseo era llevar a Cristo a sus circunstancias. Él los llevaría a las suyas, y a conocerlo como el Resucitado fuera de este mundo malo actual.
El Señor había expuesto sus corazones y revelado el suyo propio, pero ¿con qué fin? Claramente para llevarlos a desear su compañía por encima de todo. Ahora él los pondrá a prueba para ver si se alcanza el «fin del Señor». Así sucedió que, habiendo llegado a la aldea a la que se dirigían, «él intentó ir más lejos» (v. 28). Se había acercado para ganar sus corazones, ahora se alejaría para conducir sus corazones en anhelante deseo tras él. Y muy benditamente responden a la prueba del Señor. «Ellos insistieron, diciéndole: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se va acabando» (v. 29). Él los quiere (había soportado los sufrimientos de la cruz para poseerlos) pero ha tratado con ellos de tal manera que al fin ellos lo quieren.
¿Hemos reconocido de tal manera la maldad de nuestros corazones en presencia del amor de su corazón, que podemos decir que deseamos su compañía por encima de todo? Busquen a lo largo y ancho del gran universo de Dios, y dónde encontraré a otro que me conozca por completo, y que, sin embargo, me ame. Esto es lo que nos hace sentirnos más a gusto en su presencia que en la presencia de los más cercanos y queridos en la tierra.
Y es tal su amor que podemos tener tanto de Cristo y de su compañía como deseemos. Así lo supieron los discípulos cuando le «insistieron», y al Señor le encanta que le insistan, pues ¿no leemos que «entró, pues, para quedarse con ellos»?
Así, al final, el Señor sí entra por un breve momento en sus circunstancias, pero solo para sacarlos de sus circunstancias y llevarlos a las de él. Pues, habiéndose dado a conocer, desaparece de su vista. Qué conmovedora es también la forma en que se da a conocer. «Tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se los dio» (v. 30). ¿No recordarían de inmediato aquella otra escena, cuando en el aposento alto «tomó un pan y tras dar gracias, lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado» (Lucas 22:19)? Todo el acto proclamaba quién era él, y recordaba su amor al morir. No es de extrañar que «se abrieron sus ojos y lo reconocieron» (v. 31). Sí, pero ¿cómo lo reconocieron? No como en los días anteriores a la cruz, en sus circunstancias, sino como Aquel que estaba muerto pero que está vivo para siempre. Inmediatamente él desaparece de su vista. Porque si lo conocemos como el Resucitado, solo puede ser por la fe mientras estamos en esta escena. La decepción que había poseído a los discípulos cuando lo perdieron en la tierra, se transformó en deleite cuando lo encontraron en la resurrección.
El resultado inmediato es que son llamados de vuelta de sus andanzas. A pesar de haber caminado ocho o nueve millas, y a pesar de que el día se había acabado y la noche se acercaba rápidamente, ellos inmediatamente volvieron sobre sus pasos en su ferviente deseo de unirse a la pequeña compañía del pueblo del Señor reunida en Jerusalén. Y al llegar a su propia compañía descubren, con gran alegría, que están en compañía del Señor resucitado, y en su compañía no hay lugar para corazones insatisfechos o decepcionados. Allí todos los razonamientos y toda la tristeza dan paso al “asombro”, a la “adoración” y al “gran gozo” (v. 41, 52).