Índice general
Eliseo, el varón de Dios
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Prefacio
El nombre de Eliseo significa «Dios Salvador» y, en conformidad con su nombre, Eliseo ha sido empleado, más que todos los profetas del Antiguo Testamento, para presentar la gracia y la misericordia soberanas de Dios a un pueblo culpable. Por aquel tiempo, los jefes y las instituciones del país en manos del sacerdocio, habían fracasado totalmente en mantener al pueblo en relación con Dios. Las advertencias de Elías no habían logrado hacer que el pueblo volviese a Dios. Quedando pues de manifiesto su ruina total, Dios recurre a su propia soberanía y suscita a un hombre que, no dependiendo del templo sagrado ni del sacerdocio oficial y divinamente instituido, recorre el país de las diez tribus apóstatas haciendo milagros de misericordia y dispensando la gracia de Dios a todos los que tienen fe para asirla.
De esta manera, en la historia de Eliseo, tenemos una ilustración de este principio importante: Si bien Dios da a su pueblo instituciones que debe observar, no está atado ni limitado por ellas si el hombre fracasa en su responsabilidad. En todos estos caminos de gracia soberana, Eliseo tiene el honor insigne de prefigurar la venida de Cristo, el Ungido de Dios que, en su día, iba de lugar en lugar haciendo bien, independientemente de la autoridad de los sacerdotes y de los jefes del pueblo, reivindicando el derecho soberano de Dios a elevarse por encima de las instituciones de la ley, como el día de reposo, por ejemplo, a fin de manifestar la gracia a los pecadores.
Introducción
Jamás, durante el transcurso de la historia de Israel, la condición moral de la nación había sido tan miserable como bajo el reinado del rey Acab. De este rey débil y malo, se dice: «Acab hijo de Omri hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él» (1 Reyes 16:30). La ley era transgredida. El culto de los ídolos se mostraba por todas partes; se prosternaban ante los becerros de oro en Bet-el y en Dan; falsos profetas realizaban sus ritos idólatras en el país de Jehová. Bajo la conducta del rey y de su mujer idólatra, la nación había abandonado a Dios y se mostraba madura para el juicio.
No obstante, Dios es paciente para con esta nación condenada al juicio. En lugar de aplastar al pueblo bajo el juicio que merecía, Dios envía a su profeta Elías para poner al descubierto su verdadera condición y volverlo a traer a él. La vida y los milagros de Elías habían sido un largo testimonio contra la apostasía total de la nación con respecto a la ley moral y al culto de Jehová. Los años de sequedad, el fuego del cielo, la destrucción de los profetas de Baal, el juicio de los capitanes de cincuenta con sus cincuenta, la sentencia pronunciada contra el rey en la viña de Nabot y la carta al rey apóstata de Judá anunciándole una plaga inminente, constituían un conjunto de solemnes denuncias del mal general.
¡Desgraciadamente! el ministerio de Elías no hizo más que manifestar el completo fracaso de la nación en cuanto a su responsabilidad. Mostraba claramente que no solo la nación había transgredido la ley y se había hundido en la idolatría, sino que la profecía –que hace volver a Dios a un pueblo extraviado– era totalmente impotente para operar una restauración. A pesar de un ministerio acompañado por las señales que anunciaban un hambre en la tierra y el fuego del cielo, el profeta de Dios es rechazado por la nación ciega e idólatra. Después de haber terminado su servicio, el profeta fiel, pero rechazado, abandona el país de Israel atravesando el Jordán –el río de la muerte– y es elevado al cielo en un torbellino (2 Reyes 2:11).
Así, por mucho que se mire a Israel, todo está perdido. La nación no ha conseguido asegurar o mantener la bendición de Dios sobre el terreno de su responsabilidad. Aparentemente no queda más que ejecutar lo que ella merece. Aquí, sin embargo, se nos concede ver los maravillosos caminos de Dios. Porque Dios se sirve de la maldad del hombre para revelar los recursos de su propio corazón. El hombre ha fallado totalmente y Dios ha mostrado que no es indiferente al pecado y que, en el momento que él quiere, deberá obrar en juicio. Pero Dios es soberano y se reserva el derecho de obrar según su soberana gracia. Así, en lugar de suprimir a la nación mediante el juicio, recurre a esta gracia soberana. Por una parte se reserva un remanente que no dobló sus rodillas ante Baal; por otra parte envía a una nación culpable un ministerio de gracia para que se beneficie de ella todo aquel que tenga fe. Este ministerio, al ser un ministerio de gracia, no puede ser limitado a las fronteras de Israel. Su origen está fuera del país y, si bien se envía a Israel, está a disposición de las naciones.
Eliseo es el vaso escogido para ser el mensajero de esta gracia a un mundo arruinado. Como alguien dijo, Eliseo «completa con un ministerio de gracia, obrando con el poder de la vida, lo que Elías había comenzado en justicia contra la idolatría». Eliseo vuelve al país que Elías había abandonado. La maldición estaba ahí; las viudas están necesitadas; el hambre y la miseria están en el país; los enemigos se manifiestan, y la muerte domina sobre todo. En esta escena de pecado y de ruina, Eliseo llega con el poder de arriba para desplegar, en medio de un tenebroso mundo, la gracia divina que puede responder a las necesidades del hombre. Sucede que por donde Eliseo pasa, la maldición es quitada; las necesidades de la viuda son satisfechas, la mujer estéril se vuelve fecunda, los muertos son resucitados, el mal es puesto de lado, los hambrientos son satisfechos, el leproso es curado, los enemigos son confundidos y vencidos, el hambre de la tierra retrocede ante la abundancia de los cielos, y de la muerte brota la vida.
El ministerio de Eliseo reviste, pues, de manera manifiesta, un carácter totalmente diferente de aquel de su gran predecesor. El modo de vida de ambos profetas, si bien se ajustaba a sus respectivos ministerios, era necesariamente muy diferente. Elías pasó la mayor parte de su vida alejado de los lugares frecuentados por los hombres; Eliseo se desplazaba entre las multitudes, manteniendo relaciones familiares con sus semejantes. Encontramos a Elías cerca de arroyos solitarios, por caminos desiertos y en las cuevas de la montaña; encontramos a Eliseo en las ciudades de los hombres y en los campos de los reyes. Elías es sustentado por una humilde viuda de Sarepta; Eliseo es el invitado de una mujer rica de Sunem.
Estas diferencias en sus maneras de vivir y de comportarse eran justas y magníficas en su tiempo. Convenía que aquel que fue descrito, con razón, como «el enemigo jurado de todas las personas e instituciones que manchaban el honor de Jehová, el Dios de Israel», lleve una vida de separación estricta con la nación que él condenaba tan solemnemente. Era igualmente justo que aquel cuya misión era hacer conocer la misericordia de Dios a un mundo culpable, entre y salga libremente en medio de sus semejantes.
Sin embargo, los profetas tenían en común su santa separación del mal de su época. Si Eliseo se movía entre sus semejantes como confidente de los reyes y, a veces, compañero de los grandes de la tierra, lo hacía totalmente separado del mal de sus vidas. Anunciaba la gracia a los culpables, pero andaba en separación de su culpa. Enriquecía a otros con las bendiciones del cielo, pero se contentaba con seguir siendo pobre en la tierra. Como alguien lo dijo: «Para los demás empleaba sus recursos y su fuerza en Dios. Era rico, pero no para sí mismo. Así, se enfrenta a las contrariedades de la naturaleza; sin bolsa, aliviaba a los pobres; sin intendencia, alimentaba a ejércitos; volvía inofensivos frutos venenosos; sin pan, da de comer a una multitud y recoge restos; sin medicinas, cura enfermedades; sin ejército, vence a enemigos; en el hambre, alimenta a una nación; aunque muerto, comunica la vida».
Podemos añadir que, en todos estos brillantes caminos de gracia, ¡Eliseo conduce nuestros pensamientos hacia Aquel que, infinitamente mayor que él, vivió en la pobreza para que, por esa pobreza, fuésemos enriquecidos! (véase 2 Cor. 8:9). En el espíritu de Elías, Juan, el precursor de Cristo, había vivido en los lugares desolados a fin de traer a la luz un remanente piadoso y denunciar la maldad de una generación mala y adúltera. Preparaba así el camino del Señor, quien, como el Hijo del Hombre, vino «comiendo y bebiendo» (véase Mat. 11:19) con los hijos de los hombres, mientras se movía entre las multitudes necesitadas, dispensando la gracia de Dios en un mundo arruinado.
1 - El llamamiento de Eliseo (1 Reyes 19:14-21)
La primera vez que oímos hablar de Eliseo, es en el encargo de Dios a Elías, en los días de desánimo del profeta. Frustrado por el fracaso de su misión, irritado contra el pueblo que solo de labios honraba a Dios, y ocupado consigo mismo, Elías, herido en su espíritu, hablaba bien de sí mismo y únicamente mal del pueblo de Dios. Se había imaginado que solo él estaba de parte de Dios y que la nación entera estaba contra él, buscando quitarle la vida.
Elías debe aprender que Dios tiene otros instrumentos para ejecutar su gobierno; otros siervos para mantener un testimonio para él; y, entre el pueblo de Dios, siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal. Así, Elías tiene que volver sobre sus pasos desde Horeb y ungir a Eliseo, el hijo de Safat, como profeta en lugar de él.
Cuán a menudo también, en nuestra época, con su creciente corrupción, podemos, con nuestra limitada visión, ser llevados a pensar que la obra de Dios depende de uno o dos siervos del Señor consagrados y fieles y que, si ellos se van, todo testimonio para el Señor se terminará. Debemos aprender que, si los siervos pasan, Dios permanece, que él prepara a otros siervos y que se ha reservado testigos escondidos, desconocidos de nosotros, que no han cedido ante el mal general.
Obedeciendo a la palabra de Dios, Elías se va de Horeb para buscar a Eliseo. Aquel que fue escogido para remplazar al profeta no se encuentra entre los grandes de la tierra. Dios no hace acepción de personas y, en la elección de sus siervos, no se limita a los grandes y a los nobles. Ciertamente puede emplear a ricos, a hombres instruidos, a reyes y sacerdotes, según lo considere oportuno. Pero a veces confunde nuestro orgullo eligiendo a un hombre de las clases más humildes de la sociedad para llevar a cabo el más elevado servicio espiritual. Puede emplear a una muchacha para bendecir a un gran hombre (2 Reyes 5); puede escoger a un joven de un redil de las ovejas para hacerlo conductor de su pueblo Israel (2 Sam. 7:8); se puede servir de la prometida de un carpintero para introducir en esta escena al Salvador del mundo; y habiendo traído al Salvador del mundo, puede emplear a algunos humildes pescadores para conmocionar al mundo. Así, en los días de Elías, llama a un simple labrador a que deje su arado para ser el profeta de su tiempo.
Además, aquellos que Dios llama a su servicio no son hombres ociosos y que aman las comodidades de este mundo. Eliseo hacía pacientemente su trabajo, labrando «con doce yuntas delante de sí, y él tenía la última», cuando le llegó el llamamiento. Como David, en una época posterior, guardaba las ovejas cuando fue llamado a la realeza. Y los discípulos, más tarde, echaban sus redes en el mar o las reparaban cuando fueron llamados a seguir al Rey de reyes.
Sobre este hombre en plena labor, Elías echa su manto, gesto que puede significar que Eliseo es llamado a tomar su lugar, a manifestar el carácter y a obrar en el espíritu de su propietario. Y parece que los instintos espirituales de Eliseo interpretaron así este gesto, porque leemos: «Dejando él los bueyes, vino corriendo en pos de Elías». Pero si bien muestra una diligencia dada por Dios para seguir a Elías, manifiesta una tristeza natural a separarse de los suyos. Así dice: «Te ruego que me dejes besar a mi padre y a mi madre, y luego te seguiré». La respuesta de Elías echa enteramente sobre Eliseo la responsabilidad de responder al llamamiento de Dios: «Ve, vuelve; ¿qué te he hecho yo?». No quiere usar de fuerza ni de autoridad. Ninguna presión será ejercida sobre Eliseo, es libre de volver hacia los suyos o de seguir al profeta rechazado y perseguido.
Si bien por su comportamiento Eliseo deja ver que se detiene un poco en las cosas que están detrás, también se muestra como un vencedor, y celebra su desinterés de esas cosas preparando un banquete para otros. En su día y a su medida, como alguien lo ha observado, vendió lo que tenía para darlo a los pobres. Habiendo terminado así con su vocación terrenal, «se levantó y fue tras Elías, y le servía». El hombre que hasta entonces había pacientemente ejecutado su diaria rutina, trabajando en los campos, va a ser ahora preparado para manifestar las maravillas de la gracia de Dios siguiendo a Elías como siervo y compañero.
2 - La formación del siervo (2 Reyes 2:1-14)
No oímos nada acerca de Eliseo desde el momento de su llamamiento hasta el día que Elías fue arrebatado al cielo. Podemos comprenderlo, puesto que Eliseo fue ungido para ser profeta en el lugar de Elías. Los dos ministerios no podían coexistir. Pero al final del peregrinaje de Elías, Eliseo llega al primer plano como el compañero de su último viaje y el testigo de su arrebatamiento. Cuando seguimos a estos dos hombres de Dios en estas escenas místicas, ¿no queda claro que las circunstancias relacionadas con el traslado de Elías al cielo son determinantes en la preparación de Eliseo para su ministerio en la tierra?
¡Cuántas veces podemos ver en la Escritura que Dios forma en secreto a los que él se propone emplear en público! José es secretamente formado por Dios en la cárcel antes de poder ser un testigo público para Dios en el palacio. Durante cuarenta años Moisés cuidó el rebaño de Jetro en el desierto, antes de llegar a ser el conductor del rebaño de Dios a través del desierto. A escondidas de todos, David vence al león y al oso antes de entrar públicamente en conflicto con el gigante. Así también Eliseo debe ser formado como siervo y compañero de Elías antes de poder tomar su lugar como profeta de Dios y testigo de la gracia. Solo así será un instrumento útil para el servicio del Señor y dispuesto para toda buena obra.
En este último viaje, hay lugares que visitar, pruebas que sufrir y lecciones que aprender. Los lugares visitados, tan célebres en la historia de Israel, deben haber tenido un significado profundo para Eliseo, como ciertamente para todos los que quieren servir al Señor.
Gilgal, el punto de partida de su viaje, fue el lugar del primer campamento de Israel en el país, después de haber pasado el Jordán. Ahí el pueblo fue circuncidado y ahí Dios pudo decirle a Josué: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué 4:19; 5:2-9). A la luz del cristianismo, tenemos el privilegio de entender el significado espiritual de la circuncisión. Por la epístola a los Colosenses, comprendemos que ese rito representa el juicio del «cuerpo pecaminoso carnal» en la muerte de Cristo, y dar muerte práctica a la carne del creyente (Col. 2:11; 3:5). Dios no solo se ocupó de los pecados del creyente, sino que, en la cruz, se ocupó del viejo hombre que producía los pecados. El aborrecimiento de Dios por el pecado, su juicio sobre la carne y la sentencia de muerte pronunciada contra ella, alcanzó su máxima expresión en la cruz, donde Cristo lo soportó todo. Así el creyente puede decir: «Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente» con Cristo (Rom. 6:6). Sobre la base de lo que Dios ha obrado por medio de Cristo, se exhorta al creyente a «hacer morir» toda forma en que la carne busque manifestarse. Debemos tratar cualquier manifestación de la carne como un miembro de ese «viejo hombre» sobre quien se ha ejecutado la pena de muerte. Si la carne es así juzgada, el oprobio de Egipto será quitado de nosotros. Ya no será más visible que en otro tiempo hayamos pertenecido al mundo; el estilo de vida que teníamos cuando estábamos en el mundo ya no será tolerado ni visto. ¡Cuán importante es para nosotros aprender y poner en práctica esta primera gran lección, si hoy de alguna manera hemos de estar en el lugar del Hombre glorioso que subió al cielo!
Bet-el era la segunda etapa del viaje, lugar célebre en la historia del patriarca Jacob (Gén. 28:15-19). Ahí Dios apareció al pobre y extraviado Jacob en el triste lugar adonde su pecado lo había llevado y donde, en su soberana gracia, lo bendijo incondicionalmente. Durante veinte años, Jacob iba a ser un vagabundo en un país extranjero; pero se le aseguró que Dios estaría con él, que lo guardaría, que volvería a traerlo al país y sería fiel a su palabra. A Eliseo también, al comienzo de su ministerio, se le prometió, como a Jacob en otro tiempo, que sería bendecido por la soberana gracia de un Dios fiel, de quien se convertiría en su testigo. ¡Qué bendición, también para nosotros, si emprendemos nuestra peregrinación con la bendita seguridad de que Dios está con nosotros, que nos sostendrá y nos llevará finalmente a reconocer que lo que su amor se propuso para nosotros es lo único por lo que vale la pena vivir!
Jericó es el siguiente punto de parada en este notable viaje. Cerca de Jericó se presentó a Josué el «Príncipe del ejército de Jehová», con la espada desenvainada en su mano. También en Jericó el pueblo se encontró por primera vez con el enemigo que impedía su entrada al país, y allí aprendió que el Príncipe del ejército de Jehová era más fuerte que todo el poder del enemigo (Josué 5:13-15; 6). Es bueno que el hombre que irá a testificar ante reyes y enfrentar su odio asesino, recuerde que al pelear las batallas de Jehová, será sostenido por el ejército de Jehová conducido por el Príncipe del ejército. Y así, años después, Eliseo, cuando se encontró sitiado en Dotán por un ejército con gente de a caballo y carros, experimentó que el poder que estaba con él era mayor que el ejército de los sirios que lo asediaban, porque, «el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego» (2 Reyes 6:13-17). En nuestra época del cristianismo, todavía es nuestro privilegio emprender nuestro viaje a la gloria y enfrentar a cualquier enemigo que dispute nuestra posesión presente y el goce del propósito de Dios para nosotros, bajo la conducción del Autor de nuestra salvación (Hebreos 2:10).
La última etapa de este notable viaje acaba en el Jordán, el río que es una figura tan constante de la muerte efectiva por la cual son rotos todos los lazos con el mundo. Es cierto que tanto Elías como Eliseo lo cruzaron sin mojarse los pies; pero, en figura, pasaron por la muerte, uno para ascender a las escenas celestiales, y el otro para dar testimonio de la gracia celestial en un mundo al cual él, en espíritu, está muerto.
Bien podemos decir, pues, que a Eliseo se lo recuerda por su paso a través de esos memorables lugares, y debemos aprender, en Gilgal, la santidad de Dios que demanda el juicio de la carne; en Bet-el, la gracia inmutable de Dios que nos bendice, nos guarda y nos garantiza la meta de nuestro viaje; en Jericó, el gran poder de Dios por el cual somos sostenidos; y en el Jordán, la separación del mundo, a fin de que podamos entrar en el terreno celestial y convertirnos en testigos de una vida celestial que, manifestando la gracia de Dios, puede decir: «¿Es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos, olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas?» (2 Reyes 5:26).
Además, no solo se le recuerdan a Eliseo grandes verdades en las diferentes etapas de este último viaje, sino que sus afectos son puestos a prueba por estas palabras de Elías, tres veces repetidas: «Quédate ahora aquí». Las instrucciones para ir a esos diferentes lugares le habían sido dadas a Elías. No se le había dado ninguna orden a Eliseo para que lo acompañara. Si él sigue a Elías, es solo por una cuestión de afecto. Y la prueba pone en evidencia su afecto, porque Eliseo responde tres veces: «Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré».
¿No habla esto a los creyentes de nuestros días? ¿No es el afecto a Cristo lo que nos mueve a aprender las lecciones puestas ante nosotros en las diferentes etapas de este notable viaje? La doctrina del juicio de Dios sobre la carne debe aprenderse primero como el punto de partida de nuestra identificación con Cristo; porque ¿quién puede andar con Cristo con la carne no juzgada? Pero ¿puede aprenderse la lección de otra manera que no sea por un corazón unido a Cristo? Asimismo, la verdad de la casa de Dios, representada por Bet-el, que nos revela el propósito de Dios, solo puede aprenderla un corazón que anhela conocer el pensamiento de Cristo. Además, el juicio de Dios sobre el sistema del mundo, representado por Jericó, solo pueden comprenderlo aquellos cuyas mentes y corazones están puestos en otro mundo. Por último, la lección del Jordán –la renuncia al orden terrenal y su rechazo en favor de un presente orden de cosas celestial–, requiere un amor que pueda desprenderse de la tierra que fluye leche y miel, cuando es fijado en el Hombre, que se ha ido al cielo.
Además, hubo quienes recordaron a Eliseo dos veces que Dios iba a quitarle a su maestro. Estos hijos de los profetas, con más conocimiento que corazón, no harán más que impedir la comunión de Eliseo con su maestro, ocupándolo consigo mismo y con la pérdida que iba a sufrir. Eliseo reduce a silencio estas injerencias en la comunión de su alma diciendo: «Sí, yo lo sé; callad». Dice, de alguna manera: «¿Por qué no habría de ir yo con mi señor Elías y aprender lo que significa estar en su compañía en Gilgal? ¿Por qué no habría de aprender con él la lección de Bet-el? ¿Por qué debería separarme de él al pasar Jericó? ¿Por qué no me identificaría con él en su paso a través del Jordán?, incluso si eso significa dejar atrás las bendiciones terrenales del país, para ser hallado con él «fuera del campamento», en el lugar de rechazo y vituperio (véase Hebr. 13:9-14). Porque más allá del lugar de oprobio, hay otra escena, una escena celestial, y mi corazón es ganado por aquel ante quien se abre esta nueva escena».
Llegamos así a la última etapa del viaje. Los inoportunos han sido silenciados, los afectos han sido despertados, llevando a Eliseo a unirse a su maestro a través de todas estas cambiantes escenas. El momento de la separación ha llegado; Elías va a ser llevado al cielo; Eliseo, privado de su maestro, va a ser dejado atrás, en medio de una nación religiosa y apóstata, que en otro tiempo era el pueblo de Dios. En ese solemne momento, Elías pronuncia sus últimas palabras: «Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de ti». Esta oferta, ¿se podría haber hecho antes? ¿No es, por decirlo así, la prueba suprema para Eliseo? La respuesta va a manifestar si Eliseo entró en el espíritu de su llamamiento, si se benefició de la compañía de Elías, y si, sobre todo, aprendió las lecciones de Gilgal, de Bet-el, de Jericó y del Jordán. Va a manifestar si el corazón de Eliseo se siente atraído por una ganancia terrenal, ambiciones carnales y poder mundano, o bien si su único propósito, de ahora en adelante, es estar en el lugar del profeta y testificar de la gracia soberana de Dios como el representante de un hombre que ha subido al cielo. La respuesta de Eliseo revela su sincera consagración. No pide larga vida, ni riquezas terrenales, ni fama en este mundo. No codicia ninguna de las cosas que el hombre natural aprecia, sino más bien lo que el hombre espiritual necesita, porque dice: «Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí». Esto no implica de ninguna manera que pida dos veces más del don o poder que tenía Elías. La palabra hebrea significa la doble porción del hijo mayor (Deut. 21:17). Eliseo no pide una doble porción de riquezas materiales, sino una doble porción de poder espiritual. Otros profetas tendrán necesidad de poder espiritual, pero Eliseo fue ungido para remplazar a Elías –para estar en su lugar– y efectivamente necesitará el doble de poder espiritual que el de cualquier otro profeta.
Elías responde: «Cosa difícil has pedido». Adquirir riquezas, gloria y poder terrenal, puede implicar duro trabajo y aflicción de espíritu, pero no son cosas «difíciles», porque los hombres del mundo pueden obtener estas ventajas materiales. Obtener, o conferir, el poder espiritual está absolutamente fuera de las capacidades del hombre natural. No obstante, Elías dice: «Si me vieres cuando fuere quitado de ti, te será hecho así; mas si no, no». El otorgamiento de su pedido de una doble porción de poder espiritual está ligada a esta condición: hace falta que Eliseo vea a Elías en su nueva posición de hombre en el cielo. La visión de Elías en el cielo será el secreto del poder de Eliseo en la tierra.
Cierto, estos son misterios de los cuales el cristianismo ha revelado el significado espiritual. Pues, ¿no sabemos que la visión por fe de Cristo en la gloria es el secreto del poder para el cristiano en la tierra? ¿Acaso no es sorprendente que el primer mártir cristiano, con los ojos fijos en el cielo, pudiera decir?: «He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hec. 7:56). En la luz de esta visión, Esteban estaba investido de tal manera de poder de lo alto que, como su Maestro, pudo orar por sus homicidas y, a pesar de las piedras que le arrojaban, pudo entregar tranquilamente su espíritu al Señor Jesús. Así también el apóstol de los gentiles comenzó su carrera cristiana con la visión de Cristo en la gloria y, en la luz de esta visión, anduvo como testigo para Cristo en la tierra durante todos los años de su vida de consagración. ¿No nos dice a nosotros el mismo apóstol: «Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen» (2 Cor. 3:18)? Debemos apoderarnos de la visión del Señor en la gloria si, en cierto sentido, debemos representar en la tierra a este Hombre bendito y perfecto que ha sido elevado a la gloria.
Así, «aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino». Eliseo lo vio y clamó: «¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!»
Nada parecido a esta majestuosa escena había tenido lugar en la tierra jamás. Como alguien lo dijo: «Está muy por encima del traslado silencioso de Enoc e infinitamente por debajo de la serena majestad de la ascensión, donde ningún carro de fuego fue necesario para retirar de la tierra el cuerpo resucitado de nuestro Redentor, cuando, «viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos» (Hechos 1:9)».
Pero si bien Eliseo ve a su maestro subir al cielo, también leemos: «Y nunca más le vio». Lo ve en el cielo adonde ascendió, pero, en la tierra, no lo ve nunca más. ¿No habla esto al cristiano? ¿No dice el apóstol?: «De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así» (2 Cor. 5:16). Palabras que no significan que no debemos considerar a Cristo en su camino por este mundo, y aprender de él, pues nuestras almas encuentran sus delicias en su humilde gracia, su tierno amor y su infinita santidad. Sin embargo, nos dicen claramente que ya no debemos conocerlo en relación con Israel y este mundo. Más bien debemos conocerlo como la Cabeza de una familia celestial y en relaciones celestiales. Discípulos fieles pero ignorantes podían decir: «Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel» (Lucas 24:21). La cristiandad corrompida puede intentar asociar el nombre de Cristo con sus planes para perfeccionar al hombre y mejorar el mundo; pero el cristiano instruido en el pensamiento del Señor tomará su lugar fuera del mundo, a medida que avanza hacia Cristo en la gloria, rehusando unir a Cristo con un mundo que lo clavó en la cruz.
El resultado de conocer así a Cristo en su nueva posición celestial está ilustrado de feliz manera por Eliseo. La visión de Elías que subió al cielo lo conduce a una doble acción. Primero, «tomando sus vestidos, los rompió en dos partes»; acto que implica dejar de lado un primer carácter para que sea manifestado algo enteramente nuevo, puesto que el vestido habla de la justicia práctica de los creyentes y del carácter que manifiestan ante el mundo. Eliseo no puso simplemente sus vestidos de lado para volverlos a tomar en ciertas ocasiones; hizo que no sirvieran más rompiéndolos en dos partes. Segunda acción, «alzó luego el manto de Elías que se le había caído». De ahora en adelante manifestará el carácter del hombre que ha subido al cielo. Como también el apóstol, después de haber dicho que ya no conocemos a Cristo según la carne, puede continuar diciendo: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron, he aquí que todas las cosas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17).
Eliseo actúa inmediatamente con el poder de la nueva vida. Regresa a una nación arruinada, culpable de haber transgredido la ley, mancillada por la idolatría y que ha abandonado a Dios. Y en medio de esta escena de miseria y desolación, presenta la soberanía de Dios que se eleva por encima de todo pecado del hombre y actúa en la supremacía de la gracia para con aquellos que tienen fe para echar mano de la bendición en el terreno de la gracia.
3 - Los hijos de los profetas (2 Reyes 2:15-18)
Los benditos efectos de la formación de Eliseo ahora se manifiestan a otros. Se convierte en testigo ante el mundo de aquel que subió al cielo. Los hijos de los profetas advierten su nuevo carácter; porque, mirando a Eliseo, dicen: «El espíritu de Elías reposó sobre Eliseo». Consideran a un hombre en la tierra y ven el espíritu y el carácter de un hombre en el cielo.
Esto, ¿nada tiene que decirnos, en este período del cristianismo? ¿No ilustra nuestro privilegio y responsabilidad más elevados como cristianos? Porque ¿acaso no somos dejados en la tierra para representar al Hombre en la gloria? Pablo podía decir de los creyentes de Corinto que eran «carta de Cristo» (2 Cor. 3:3), conocida y leída por todos los hombres. El Espíritu había escrito a Cristo en sus corazones y, en la medida que el Espíritu leía a Cristo en sus corazones, el mundo leía Cristo en sus vidas. Lamentablemente ¿no nos parecemos a menudo a los hijos de los profetas que podían apreciar el espíritu de Elías en otro, mientras que en sí mismos manifestaban muy poco de este espíritu? Tenían una medida de conocimiento, puesto que discernían cuándo llegó el momento para que Elías fuese alzado al cielo, pero no tenían sus corazones comprometidos para hacer con él ese último viaje. Miraban «a lo lejos» desde Jericó; vieron al profeta bajar al Jordán; pero no atravesaron el río como Eliseo. De ninguna manera anduvieron o hablaron con Elías más allá del Jordán. No vieron el carro de fuego ni los caballos de fuego, ni tampoco vieron al profeta subir al cielo en un torbellino.
No obstante, reconocen y aprecian en cierta medida los efectos benditos producidos sobre el hombre que ha presenciado estos milagros. Se postran ante él y así manifiestan que ven en Eliseo a alguien que se mueve en un nivel espiritual más elevado que el de ellos. Están dispuestos a tomar el lugar de siervos de aquel a quien reconocen como siervo de Dios.
Nosotros, ¿no somos a menudo como esos hombres? Sabemos que Cristo murió por nosotros, pero somos lentos para aceptar su muerte como nuestra muerte. Sabemos muy poco lo que significa caminar en comunión con él en el terreno de la resurrección y lo que es verlo como un Hombre que vive en la gloria. Sin embargo, podemos apreciar en otros el efecto de esta intimidad personal con Cristo. Porque no podemos ignorar al hombre caracterizado por el espíritu de Aquel que subió al cielo. El mundo podía reconocer a Pedro y Juan «que habían estado con Jesús»; y mirando a Esteban, los hombres «vieron su rostro como el rostro de un ángel» y «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (Hec. 4:13; 6:10, 15).
Pero los hijos de los profetas no solo eran lentos de corazón, también eran lentos para comprender, y aún peor, estaban marcados por la incredulidad. Y, sin embargo, tenían una gran apariencia de fuerza natural: tenían a sus «cincuenta varones fuertes». Pero los pensamientos de la naturaleza no pueden elevarse por encima de las montañas y de los valles de la tierra. Solo la mirada penetrante de la fe puede ver al Hombre en el cielo.
Así, la incredulidad es la primera característica de la esfera en la que Eliseo va a ser un testigo; y ella se encuentra en aquellos que hacen profesión religiosa. La naturaleza no es capaz de creer que la gracia de Dios puede elevar a un hombre al cielo, aunque ella esté lista para sugerir que el Espíritu de Dios puede levantar a un hombre para echarlo a la tierra. Sabían, de hecho, que Elías iba a ser llevado; pero evidentemente no creían que iba a ser llevado al cielo. Tenían conocimiento, pero les faltaba fe. Eliseo, avergonzado de su incredulidad, les permite demostrar la vanidad de sus recursos naturales dejando que envíen sus cincuenta hombres en una búsqueda infructuosa de tres días.
4 - Los hombres de la ciudad (2 Reyes 2:19-22)
El mundo en medio del cual Eliseo es testigo de la gracia de Dios no solo es un mundo incrédulo, sino que, a causa de su incredulidad, es además un mundo bajo maldición. Así, muy oportunamente, la misión de gracia de Eliseo comienza en Jericó, el lugar de la maldición. Josué había dicho: «Maldito delante de Jehová el hombre que se levantare y reedificare esta ciudad de Jericó. Sobre su primogénito eche los cimientos de ella, y sobre su hijo menor asiente sus puertas». Y fue lo que sucedió, pues, en los días de Acab, un hombre se levantó y desafió a Dios construyendo Jericó, pero perdiendo a sus dos hijos, «conforme a la palabra que Jehová había hablado por Josué hijo de Nun» (Josué 6:26; 1 Reyes 16:34).
El lugar era bueno, pero las aguas eran malas y la tierra estéril. Así es este mundo; exteriormente agradable a veces, pero por todos lados saltan a la vista las consecuencias desastrosas de la maldición. Sus refrescantes fuentes no satisfacen. Promete mucho, pero nada lleva a madurez. No puede responder a las necesidades del hombre.
Pero Eliseo está ahí, con la gracia que sana; magnífica imagen de Cristo que, no teniendo nada de los bienes de este mundo, dispensa sin embargo la bendición por todos lados, poniendo la gracia al servicio de los demás. Los hombres de la ciudad tienen fe para beneficiarse de la gracia que está en Eliseo. Vienen a él con sus necesidades. El profeta pide una vasija nueva, y hace que le pongan sal, lo que nos habla de ese carácter de la gracia que preserva del mal, y que se une, no a la carne, sino a «una vasija nueva». ¿No ha sido Cristo la «vasija nueva» llena de la gracia santificante de Dios?
Luego se dice de Eliseo: «saliendo él a los manantiales de las aguas, echó dentro la sal, y dijo: Así ha dicho Jehová: Yo sané estas aguas, y no habrá más en ellas muerte ni enfermedad (o esterilidad)». Será así en los días venideros: en el mismo lugar donde la maldición fue pronunciada, donde la maldición cayó, ahí la maldición será quitada. Dios habitará con los hombres, vasijas nuevas, hechos semejantes a Cristo, llenos de la gracia santificante. Entonces efectivamente, no habrá más muerte ni maldición, puesto que las primeras cosas habrán pasado.
5 - Los burladores de Bet-el (2 Reyes 2:23-25)
Al leer la historia de Eliseo, siempre debemos recordar que su misión era presentar la gracia de Dios a una nación culpable. Por esta razón, sus milagros son, casi sin excepción, milagros de gracia. Las tres excepciones –la maldición de los jóvenes burladores, la lepra que se pegó a Giezi (5:27), y la muerte del príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba (7:2)– están en perfecta armonía con la misión del profeta. En cada uno de esos casos, el juicio es el resultado directo del desprecio de la gracia.
Si, pues, en muchos milagros notables, se da testimonio a la gracia soberana de Dios, también hay un testimonio al inevitable juicio que caerá sobre aquellos que rechazan, falsifican o desprecian la gracia de Dios. Al comienzo de su ministerio, Eliseo debe aprender que, si él trae la gracia y la bendición al lugar de la maldición, deberá enfrentar a aquellos que rechazan la gracia y se burlan de su mensajero. Así, mientras que el profeta subía a Bet-el, se encuentra con una banda de muchachos que ridiculizan la ascensión de Elías. Para burlarse, dicen a Eliseo: «¡Calvo, sube! ¡calvo, sube!» (2:23).
Los hijos de los profetas manifiestan ignorancia e incredulidad en cuanto a la ascensión. Los «hombres de la ciudad» quizá son indiferentes, pero los muchachos de Bet-el se burlan de ella. En Bet-el, el lugar que en la historia de Israel tiene el carácter de la casa de Dios, encontramos una banda de burladores. No ha cambiado esto en el presente día de la gracia. Todavía hay ignorancia e incredulidad en el círculo religioso, e indiferencia entre los hombres del mundo; pero la más terrible señal de los postreros días será la aparición de burladores en la profesión cristiana, que dice públicamente ser la Casa de Dios. Para los tales, no hay nada más que el juicio, un juicio que comienza por su Casa (2 Pe. 3:3; 1 Pe. 4:17).
Era así en los días de Eliseo. La ascensión de Elías al cielo, la doble porción de espíritu que reposaba sobre Eliseo, las actividades de la gracia para la bendición del hombre, no son otra cosa que motivos de burla. El solemne resultado es que aquel que es el ministro de la gracia invoca el juicio sobre aquellos que la rechazan.
6 - Los reyes y sus ejércitos (2 Reyes 3)
Hasta aquí Eliseo ha sido el ministro de la gracia en un círculo limitado; ahora comienza su ministerio público en relación con la nación apóstata. Por su intervención, tres reyes y sus ejércitos son preservados de la destrucción y una gran victoria es obtenida sobre los enemigos del pueblo de Dios. Toda la escena presenta de manera viva la baja y humillante condición del pueblo que profesaba estar en relación con Dios. Joram, rey de las diez tribus, aun cuando quita algunos ídolos, hace lo malo ante los ojos de Dios y no se aparta de los pecados de Jeroboam por los cuales hizo pecar a Israel. En el gobierno de Dios, se le permite a Moab rebelarse. Para reprimir esta rebelión, Joram busca la ayuda del rey de Judá. Josafat, un hombre en sí mismo temeroso de Dios, cae en la trampa. Abandona la separación según Dios, entra en una alianza profana con Joram y así se rebaja al nivel de ese malvado rey. Se une a él para pelear sus batallas, diciendo: «Iré, porque yo soy como tú; mi pueblo como tu pueblo, y mis caballos como los tuyos».
Además, estos dos reyes –que profesan adorar a Dios– se encuentran aliados al rey pagano de Edom, enemigo de Dios. Tenemos así la alianza extraña de un rey malvado, de un rey que teme a Dios y de un rey pagano.
Sin pensar en Dios ni consultarlo, estos tres reyes hacen sus planes y se proponen llevarlos a cabo. Todo parece estar bien hasta el momento en que, al cabo de siete días, se encuentran confrontados a circunstancias que amenazan su destrucción, no de la mano del enemigo, sino por la falta de agua.
Movido por una consciencia intranquila, el rey de Israel ve en las circunstancias la mano de Dios que, supone él, ha llamado a estos tres reyes para entregarlos en la mano de Moab. Pero si bien la prueba despierta los culpables temores del rey apóstata, ella también manifiesta el carácter piadoso del rey de Judá. Los dos reyes piensan en Dios; uno de ellos ve en la prueba solo la mano de Dios contra ellos en juicio; el otro ve una ocasión de volverse hacia Dios como único recurso. Josafat dice: «¿No hay aquí profeta de Jehová, para que consultemos a Jehová por medio de él?». Mucho mejor hubiera hecho si hubiese consultado a Dios antes de haberse lanzado en esta expedición en compañía del rey de Israel. No obstante, frente a estas terribles circunstancias, es traído de vuelta a Dios.
Este asunto trae a Eliseo a la escena. Las primeras palabras del profeta son un valiente testimonio contra el malvado rey de Israel a quien rehúsa asociarse, puesto que pregunta: «¿Qué tengo yo contigo?». Esta pregunta no solo desenmascara la apostasía del rey de Israel, sino que también es un reproche al rey de Judá, Josafat, un creyente, pero que, andando según la carne, había concluido una alianza profana con Joram y había dicho: «Yo soy como tú; mi pueblo como tu pueblo». Eliseo, caminando según el espíritu de Elías, rehúsa cualquier asociación con Joram, diciendo: «¿Qué tengo yo contigo?».
El rey de Judá sin duda jamás habría consentido hacer compromisos con la religión de Joram. Sin embargo, se deja arrastrar, para combatir a los enemigos de Dios, en una alianza con alguien con quien no puede adorar. Por desgracia, ¡cuántas veces en los días del cristianismo esta escena se ha vuelto a repetir! Con el pretexto de amor y colaboración en el servicio del Señor, el creyente ha sido arrastrado a asociarse con aquellos con los que no podría unirse para rendir culto. Tales alianzas ponen la bendición a los hombres por encima del honor debido al Señor. ¿No se nos pone así en guardia contra un acto de bondad fácil de la naturaleza humana que puede a veces llevarnos a decir desorientados a los que están en una falsa posición: «Yo soy como tú; mi pueblo como tu pueblo»? ¿No oímos la advertencia?: «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Mat. 26:41). No solo «Velad» contra las trampas del enemigo, sino «orad» para que cada paso sea hecho en la dependencia de Dios. Es bueno volverse hacia Dios cuando un mal paso que hayamos dado nos ha hundido en las dificultades; pero es infinitamente mejor andar en un espíritu de oración y de dependencia, y así evitar todo sendero tortuoso.
Eliseo, aunque rehúsa asociarse con Joram, y reprime indirectamente a Josafat, no duda en unirse con lo que es de Dios, con el hombre que, aunque sea en una pequeña medida, está del lado de Dios. Tiene respeto por la presencia de Josafat; de otra manera no habría mirado al rey de Israel ni lo hubiera visto.
Sin embargo, la confusión causada por esta alianza profana entre los dos reyes es tan grande que Eliseo no llega a discernir el pensamiento de Dios. Entonces hace llamar a un tañedor (alguien que toca el arpa). Su espíritu debe estar liberado de todo lo que le rodea y puesto en contacto con las escenas celestiales para conocer el pensamiento de Dios. Un tañedor no era necesario para condenar al rey apóstata de Israel ni para reprimir la locura y la debilidad del rey de Judá; pero cuando se trata de discernir el pensamiento del cielo, entonces de inmediato es necesario un tañedor. El varón de Dios debe tener su espíritu alejado del caos generalizado que reina a su alrededor, de la destrucción que acecha al pueblo de Dios y de la consecuente angustia en la que están inmersos. No puede conocer el pensamiento de Dios deteniéndose en el lamentable estado de la situación. No es indiferente; no lo ignora; pero debe aprender cómo Dios quiere que él obre, debe ser elevado por encima de las penosas circunstancias de una escena terrenal, hasta la serena calma de esta escena celestial en la cual Elías había ascendido y de la cual Eliseo había venido para traer la gracia soberana de Dios en medio de un pueblo arruinado. Hoy en día ¿no necesitamos a veces un tañedor, o lo que significa uno que toca el arpa? ¿No estamos muy a menudo confrontados a circunstancias en las que el mal es tan manifiesto que es fácilmente detectado y condenado sin que sea necesaria una gran espiritualidad? Pero discernir el pensamiento del Señor demanda un nivel espiritual mucho más alto. Para esto, es necesario que nuestro espíritu sea liberado de las cosas de la tierra a fin de que, mirando al Señor sin distracción, podamos ver la condición de los suyos como él la ve, y así tener su pensamiento. El hecho de que sea fácil descubrir el mal que aflige al pueblo de Dios, pero difícil encontrar el remedio, muestra solamente cuánta necesidad tenemos de un tañedor: solo haciendo abstracción en nuestro espíritu de la confusión que reina en el seno del pueblo de Dios podremos aprender cuál es el pensamiento del Señor.
Si Eliseo hubiese tenido en cuenta solo la maldad de Joram, la falta de Josafat y las penosas circunstancias a la que esta alianza profana los había arrastrado, habría podido decir que los reyes no hacían más que cosechar lo que habían sembrado y que claramente era el pensamiento de Dios que sufriesen una gran derrota.
Mediante el tañedor, Eliseo es elevado por encima de las circunstancias del pueblo de Dios en la tierra, a la calma de la presencia de Dios en el cielo, para aprender que el pensamiento de Dios es muy diferente de lo que el pensamiento de la naturaleza podría esperar. Eliseo descubre que Dios iba a utilizar la ocasión de fracaso y angustia de su pueblo para reivindicar su propia gloria y magnificar su gracia. No solo preservaría a su pueblo de la destrucción que su propia locura merecía, sino que les concedería una brillante victoria sobre sus enemigos. Y fue lo que aconteció: los reyes y sus ejércitos son salvados por la intervención llena de gracia y milagrosa de Dios, y obtienen una gran victoria sobre sus enemigos.
Sin embargo, es importante notar que, a pesar de la gracia de Dios que libera a su pueblo de la destrucción y le da la victoria sobre sus enemigos, no hay una vuelta a Dios. En Judá, hay ciertos despertares, como también victorias concedidas al pueblo; pero en toda la triste historia de las diez tribus, incluso si Dios viene a socorrerlos en su angustia, no se menciona ningún despertar hacia Dios.
7 - El aceite de la viuda (2 Reyes 4:1-7)
El Dios que «cuenta el número de las estrellas», y que «a todas ellas llama por sus nombres», es el Dios que «sana a los quebrantados de corazón». Las estrellas son demasiado altas y el dolor de un corazón quebrantado es demasiado profundo para que podamos alcanzarlos; pero el Dios que puede contar los millones de estrellas del cielo, puede inclinarse para curar un corazón quebrantado en la tierra (Sal. 147:3-4). La gracia de Dios que ha salvado a los reyes y a sus ejércitos de la destrucción, puede responder a la necesidad de una viuda desolada. Eliseo también, el ministro de esta gracia, está tan preparado para venir en socorro de esta humilde viuda, como antes había sido el siervo bien dispuesto de los reyes. Si libera a los grandes de la tierra de sus dificultades, también salva a los pobres de sus angustias.
La viuda de un hijo de los profetas –alguien que temía a Dios– está amenazada con la pérdida de sus dos hijos para hacer frente a las exigencias de un acreedor. El hecho de que la viuda de un profeta fuese reducida a tal extremo constituye ciertamente una solemne imagen del triste estado de la nación.
Sin embargo, la mujer tiene fe para echar mano de la gracia que llega por Eliseo. Ella expone su caso ante el profeta. Él pregunta: «¿Qué te haré yo? Declárame qué tienes en casa». No solamente ella tiene grandes necesidades, sino que es evidente que sus propios recursos son totalmente insuficientes para satisfacerlas.
Esto ciertamente está en armonía con la manera de obrar del Señor; porque en su tiempo, cuando los discípulos le hablan de las necesidades de la multitud, manifiesta, antes de ejercer su gracia, la total incapacidad de ellos para resolver el caso preguntando: «¿Cuántos panes tenéis?» (Marcos 6:38). La pregunta del Señor revela que solo tienen cinco panes y dos peces. Pero, «¿qué es esto para tantos?» (Juan 6:9). Así también, la pregunta de Eliseo pone de manifiesto que la viuda no tiene en su casa nada más que «una vasija de aceite». Y ¿cómo eso podía resguardarla de las exigencias del acreedor?
Tales preguntas, ya sean de parte del Señor o del siervo, preparan el camino para el despliegue de la gracia de Dios. El Señor toma los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, los bendice. Pone así la escasez de los discípulos en contacto con la abundancia del cielo, y las necesidades de la multitud son más que satisfechas. Igualmente, con la vasija de aceite de la viuda: una vez puesta en contacto con el poder de Dios en gracia, hará más que responder a sus necesidades.
Pero Eliseo se sirve de la vasija de aceite como también el Señor se sirve de los panes y de los peces. En ambos casos, estas provisiones vienen de Dios y, como tales, no son ignoradas. Alguien dijo: «Dios no permite que seamos puestos en circunstancias que no muestren evidencias claras de sus recursos de gracia. Estas pueden ser pequeñas y débiles, pero la fe se apropia de ellas y, fortaleciendo su alma en Dios, proclama: «El Señor es mi ayudador» (Hebr. 13:6), no independientemente de sus recursos, sino a través de ellos». Dios había provisto a la viuda los recursos necesarios para responder a sus necesidades, pero ella debía ser dirigida en cuanto a la manera de utilizarlos en la dependencia de Dios. Los vecinos solo pueden proveer la ocasión de hacer uso de los medios de que ella disponía. Respecto a esto se ha dicho: «El hecho de pedir que le presten vasijas vacías, declaraba que ella –conocida por estar en una apremiante necesidad– tenía algo que verter. Sin duda se le habría podido echar en cara su notoria indigencia y decirle que era una locura pedir vasijas vacías. Ella solo tenía que responder osadamente: «Dios es mi ayudador». Al usar lo que tenía en su mano, debe, no obstante cerrar la puerta a cualquier influencia exterior y expresar con eso su dependencia de Dios. Así, mientras que la gracia de Dios interviene para responder a su necesidad, Dios no ignora el don que ella tenía a su disposición, por modesto que fuese. Empleándolo en la dependencia de Dios, ella descubre que se multiplica, al punto que sus deudas son pagadas y que es suficiente para su subsistencia. Tal es la gracia de Dios y la manera que usa para responder a nuestras necesidades. Así fue con la multitud en los días del Señor: sus necesidades fueron plenamente satisfechas, pero la gracia de Dios era mayor que sus necesidades. Cuando todos estuvieron saciados, recogieron los pedazos sobrantes: doce cestas llenas.
Además, esta escena mística ¿no tiene un significado espiritual para los creyentes? Aquí tenemos a alguien que tenía necesidad de una bendición de Dios, pero que solo tenía en su casa una vasija de aceite. Sin embargo, en la vasija de aceite, se hallaba el medio potencial provisto por Dios para responder a todas sus necesidades y hacer frente a su subsistencia. Pero para que Dios pueda hacer uso del aceite, necesita vasijas vacías. La función de la mujer era proveer las vasijas vacías; Dios las llenaría. El aceite no faltó. La carencia vino del lado de la mujer. El aceite cesó porque no había más vasijas.
De igual manera es hoy para el creyente que desea ver todas sus necesidades espirituales satisfechas y gozar de la plenitud de la vida. Tiene el poder de esta vida en el don del Espíritu Santo del cual el aceite, en la Escritura, es la figura constante. La exhortación está ahí: «Sed llenos del Espíritu» (Efe. 5:18). Pero para eso, es necesario que Dios disponga de vasijas vacías. A menudo nos sucede que dejamos libre a la carne sin ser juzgada. El corazón está lleno de tantas cosas que no son Cristo. El mundo en diferentes grados, y la carne de variadas formas, son admitidos, y así queda poco lugar para el aceite. Nos hace falta cerrar la puerta al mundo y a la carne para que el Espíritu que poseemos pueda llenar nuestros corazones y que, andando así según el Espíritu y pensando en las cosas del Espíritu, podamos encontrar la vida y la paz, «porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz» (Romanos 8:6). Como bien lo expuso alguien: «¿Qué hemos de hacer cuando Dios quiere dispensarnos una bendición? Llevar la vasija vacía de un sediento corazón».
La aplicación de este incidente tampoco se limita al individuo. La Iglesia, viuda como consecuencia de la ausencia de Cristo, no ha cumplido sus responsabilidades. Pero el Espíritu Santo permanece y, al reconocer su presencia y estar sometidos a su ministerio, somos hechos capaces de hacer frente a todas nuestras responsabilidades y, como resultado de la operación de Dios, vivir de lo que resta. Toda la plenitud de la Deidad, tal como es presentada en Cristo en la gloria, está a nuestra disposición.
8 - La sunamita (2 Reyes 4:8-37)
El magnífico relato de la sunamita se sitúa en un día oscuro de la historia de Israel. El rey de Israel hacía «lo malo ante los ojos de Jehová» (2 Reyes 3:2). Los ídolos establecidos por Jeroboam todavía eran adorados por el pueblo. La nación moralmente decadente avanzaba hacia el juicio.
A pesar del bajo estado espiritual del pueblo –que mencionaba a Dios solamente de labios, pero no de corazón (Is. 29:13)–, él obra en soberana gracia mediante su siervo Eliseo. Se había reservado un remanente y lo manifiesta; la sunamita es un luminoso ejemplo. Su historia no puede dejar de animar a los creyentes que viven en un día aún más sombrío. Por todas partes, los sistemas corrompidos de la cristiandad buscan fusionarse para concluir en una gran unión a nivel mundial que abandonará todas las verdades vitales del cristianismo, y terminará uniéndose en una masa sin vida que Cristo vomitará de su boca. Sin embargo, qué precioso es saber que, en un tiempo así, Dios obra en soberana gracia y tiene aún a sus elegidos; poco conocidos por el mundo, pero bien conocidos y aprobados por él. Como fue en los días de Eliseo y en los días de Malaquías, así ha sido en todas las épocas de tinieblas y así es aún hoy, en los días más oscuros: los últimos días de la cristiandad.
En tales días, Dios observa y escucha a los que temen su nombre y hablan cada uno a su compañero; y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre (véase Mal. 3:16). Es así como Dios ha conservado, para su gloria y para nuestro aliento, la memoria de los magníficos rasgos de la sunamita, los cuales testifican de la realidad de su fe y la distinguen como una de las elegidas de Dios.
Se nos presenta como una mujer importante de Sunem, de riqueza y prestigio. Sin embargo, no le daba vergüenza hacer que un humilde labrador entrara en su casa para comer el pan. No olvidaba acoger a los extranjeros. Su fe en Dios se manifestaba por su hospitalidad para con su siervo, y ella tuvo su recompensa.
Además, había en ella discernimiento espiritual. Pudo decir de Eliseo a su marido: «Yo entiendo que este que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios». Qué bueno que Eliseo manifestase un carácter que lo distinguía a los ojos de los demás como «varón santo de Dios»; y qué bueno también que esta importante mujer de Sunem fuese capaz de apreciar tal carácter. Bien podemos desear esas dos cosas: la vida cristiana vivida de tal manera que los demás puedan discernir que somos discípulos de Cristo; y la profunda apreciación de tal vida cuando ella se manifiesta en otros. Estas son cosas que hablan con fuerza de la fe de los elegidos de Dios. «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él» (1 Juan 5:1).
Además, su fe conducía a un servicio práctico. Como mujer, no le incumbía ejercer un servicio público, sino que hacía lo que podía. Se sirve de sus bienes para proveer, en privado, a las necesidades de alguien que Dios empleaba en público. Asimismo, lo hace de una manera que demuestra su sensibilidad espiritual. Sabía lo que convenía a aquel que denunciaba la maldad de los hombres y daba testimonio de la gracia de Dios. Por esta razón no proveía a las necesidades del profeta según la amplitud de sus riquezas y del lujo que sería natural para una mujer de este rango. Solo daba lo que era apropiado a los gustos y necesidades de un «varón santo de Dios». Percibía que «un pequeño aposento» modestamente amueblado –una cama, una mesa, una silla y un candelero– estaría de acuerdo con el pensamiento de este hombre separado del mundo y de sus caminos, y que había estado en contacto con escenas celestiales.
Es así cómo ella hace frente a las necesidades del profeta; pero lo hace sin ostentación. Recibe a su huésped según sus necesidades y gustos, y sin el menor pensamiento de hacerse valer a los ojos de aquel, haciendo alarde de su riqueza. En el «pequeño aposento», nada había que pudiese suscitar «los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida» (1 Juan 2:16); pero sí había todo lo necesario para satisfacer las necesidades de un extranjero celestial.
Y esta inteligencia que ella muestra de sus gustos, como también la forma en que satisface sus necesidades, son apreciadas en su justo valor por el profeta, quien se beneficia con gozo de su bondad. Eliseo muestra que no es indiferente a sus cuidados y que bien le gustaría recompensarla. Acababa de ser el instrumento para salvar reyes, capitanes y sus ejércitos de una completa derrota y, sin duda, en ese momento habría podido obtener los favores de las altas esferas. Entonces, ¿quería esta importante mujer que Eliseo hable de ella al rey o al general del ejército? Su respuesta es de una gran belleza y da una prueba más de que está imbuida del espíritu de los elegidos de Dios. Ella dice: «Yo habito en medio de mi pueblo». Está satisfecha de estar fuera de los círculos elevados de un mundo corrompido y no desea sus distinciones ni favores. Es feliz continuando su vida retirada con su propio pueblo, contenta de no ser conocida de los grandes de la tierra. ¡Qué bendición que aquellos que pertenecen a esta privilegiada compañía celestial que el Señor reconoce como «los suyos», tomen un lugar fuera de este mundo! Sin temer sus desprecios ni buscar obtener sus favores, identificándose de todo corazón con esta compañía como «los suyos» (Juan 13:1; Hec. 4:23).
Pero los recursos de Eliseo no son los que ofrecen los reyes y capitanes de este mundo. Él está en contacto con poderes más elevados y con los atrios celestiales. Puede apelar al gran poder de Dios que «da vida a los muertos» (véase Rom. 4:17). La mujer no rechaza la bendición de esta fuente celestial, aunque lo que Eliseo propone parece estar más allá de su fe. No obstante, llegado el momento, ella aprende –como la mujer de Abraham lo había aprendido en otro tiempo y como la mujer de Zacarías lo aprenderá más tarde– que Dios puede dar la vida y que es «poderoso para hacer lo que ha prometido» (4:21). Y así fue; llegado el momento, ella abraza un hijo.
Pero hay otra lección, más profunda, que ella debe aprender. Por la experiencia, en verdad difícil de soportar para la carne, descubre que el Dios que da la vida es también el Dios de la resurrección. ¿No tuvo que aprender Abraham esta lección en el monte Moriah? También nosotros tenemos que aprender que Dios no es solo Aquel que da la vida; también es el Dios de resurrección que puede devolver la vida cuando la muerte ha manifestado su poder. Para aprender esta lección, Abraham, en su día, tuvo que atar a Isaac y ponerlo sobre el altar en el monte de Moriah, y la sunamita tuvo que confrontarse con la muerte de su amado hijo. Así que, cuando creció el niño, llegó un día en el que la enfermedad lo hirió en el campo; fue llevado a su madre para morir en sus brazos. Esta terrible prueba manifiesta de manera muy preciosa la fe de la sunamita. Con una perfecta tranquilidad, pone al niño muerto sobre la cama del varón de Dios y, cerrando la puerta, sale. No dice una palabra a su marido de lo sucedido, sino que le pide solamente que le envíe un criado con una asna para ir hasta el varón de Dios. Aquel que fue el instrumento para dar la vida es aquel hacia quien se vuelve en presencia de la muerte.
Su marido, ignorando lo que había ocurrido, pregunta: «¿Para qué vas a verle hoy? No es nueva luna, ni día de reposo». Si él piensa en el varón de Dios, es solo en relación con las nuevas lunas y los días de reposo. Como muchos otros hoy, el único pensamiento que tienen respecto de Dios se relaciona con una fiesta religiosa o la observación exterior de un día. Los vínculos que la fe tiene con Dios son cuestiones de vida o muerte. Sin embargo, puede ser que la fe sea incapaz de discutir con la incredulidad o de dar respuesta a las cuestiones planteadas por la simple razón; pero la fe puede decir en los momentos más sombríos: «Paz».
Así, la fe de la sunamita, elevándose por encima del dolor que llenaba su corazón de madre, sabiendo que el niño muerto estaba acostado en la habitación del profeta, y frente a todas las preguntas incrédulas, puede decir: «Paz».
Habiendo obtenido el criado y la asna, se da prisa para ir hacia el varón de Dios. Eliseo, al verla llegar, envía a Giezi a su encuentro. A todas sus preguntas, ella da una sola respuesta: «Bien»; pero no quiere abrir su corazón al siervo. Apresurándose hacia el varón de Dios, se asió de sus pies, pronunciando algunas frases interrumpidas que revelan a Eliseo la causa de su turbación. Inmediatamente Eliseo envía a Giezi con su báculo para que lo ponga sobre el rostro del niño. Pero eso no satisface a la mujer: su fe se aferra al varón de Dios. Esta no dejó que su marido le impidiera ir hasta el varón de Dios, ni que sus alusiones a las nuevas lunas y los días de reposo la mantuvieran lejos del varón de Dios. Y ahora que ella está ante él, no lo dejará para seguir a Giezi y su báculo. Por eso dice: «Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré». Ella siente legítimamente que siervos y báculos de nada servirán. Nada, sino el poder de Dios llevado por alguien que está en contacto con Dios, devolverá la vida al niño muerto.
Sus instintos espirituales se revelan buenos. El profeta va con ella y, en camino, encuentran al siervo. Giezi les dice que ningún efecto ha producido el báculo: «El niño no despierta». Cuando llegó a la casa, el profeta vio que «el niño estaba muerto tendido sobre su cama». «Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová». Era un momento solemne durante el cual el profeta sentía su total dependencia de Dios; y aún más, sentía la imperiosa necesidad de estar solo con Dios. El marido con sus nuevas lunas y días de reposo, el siervo con su báculo y la mujer con su dolor, debían quedarse fuera. Las prácticas religiosas no devolverán al niño; el báculo, que puede responder a las circunstancias de cada día, de nada servirá en esta cruel dificultad; el dolor, por más real que fuera, no devolverá al niño. Solo Dios puede resucitar a los muertos. Así que Eliseo «cerró la puerta… y oró a Jehová».
Además, el profeta se identifica con aquel por el que oraba. «Se tendió sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos suyas; así se tendió sobre él».
¿No vemos en esta bella escena la oración eficaz del justo? La oración que justamente excluye todo lo que es del hombre y sus esfuerzos, la oración que solo mira al Señor y se identifica completamente con aquel por quien es hecha. Esta fe tiene su recompensa; la oración halla respuesta, puesto que leemos: «El cuerpo del niño entró en calor». Sin embargo, también aquí, hacía falta el combate de la fe y el fervor de la oración, pues leemos que el profeta «volviéndose luego, se paseó por la casa a una y otra parte, y después subió, y se tendió sobre él nuevamente». Entonces, el niño abrió sus ojos.
El profeta, habiendo hecho llamar a la sunamita, dijo con la tranquilidad que convenía: «Toma tu hijo». La mujer, por su lado, no expresa asombro sino, con agradecimiento, «se echó» a los pies del profeta, «se inclinó a tierra; y después tomó a su hijo, y salió».
Dios no es indiferente a esta fe simple e incondicional que se aferra a él, incluso cuando la muerte ha acabado con todas las esperanzas terrenales y puesto al niño fuera del alcance de cualquier socorro humano. De ahí que hallemos, entre aquellos que Dios honra, mujeres que recibieron sus muertos mediante resurrección (Hebr. 11:35).
Como respuesta a la fe de la mujer y a las oraciones de Eliseo, Dios se revela, no solo como Aquel que da la vida ahí donde había esterilidad, sino también como el Dios que vivifica y llama a la vida cuando la muerte ha hecho su obra. Igualmente, es nuestro gran privilegio conocer Dios, revelado en Cristo, según las propias palabras del Señor: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11:25).
9 - El tiempo del hambre (2 Reyes 4:38-41)
Cada nueva escena en la vida del profeta, tan rica de acontecimientos, descubre algo más la ruina de Israel, solo para poner de manifiesto que, allí donde el pecado abundó, la gracia sobreabundó (Rom. 5:20). Ya hemos visto la maldición en Jericó, los burladores en Bet-el, la rebelión de Moab, la viuda en la necesidad, la muerte vencida; y ahora leemos: «Había una grande hambre en la tierra».
En esta época de hambre, Eliseo volvió a Gilgal. Los hijos de los profetas estaban sentados ante él, y esta actitud indicaba que, en su apremiante necesidad, esperaban alivio del varón de Dios. Suponían con razón que aquel que había salvado ejércitos de la destrucción y resucitado al niño muerto de la sunamita tenía recursos para responder a sus necesidades en un tiempo de hambre. Había en los hijos de los profetas fe para hacer uso de la gracia de Dios traída por Eliseo. Dios se complace en responder a la fe, aunque sea débil, y jamás decepciona a aquellos que esperan en él; aun cuando obre de una manera que, al responder a nuestras necesidades, ponga en evidencia nuestra debilidad.
Así, Eliseo ordena a su criado que ponga una olla grande y haga un potaje para los que esperaban en él para su alimentación. Parece que, en ese tiempo de hambre, habrían naturalmente utilizado un recipiente más pequeño para moderar sus modestos recursos. La razón abogaría por una olla pequeña en épocas de hambre. Una gestión sabia y prudente lo exigiría. Sin embargo, para Dios no hay falta de recursos; y la fe, introduciendo a Dios, reclama «una olla grande». Para la abundancia del cielo, solo «una olla grande» conviene. De un gran Dios podemos esperar grandes cosas.
El profeta dio a su criado la orden de hacer potaje. No obstante, ahí había alguien a quien ninguna instrucción había sido dada y que no puede abstenerse de meterse en el trabajo del criado; alguien que no estaba satisfecho, como los hijos de los profetas lo estaban, de estar con Eliseo. No, con una excitada actividad, tiene que salir «al campo» por cuenta propia para ayudar a responder a la necesidad común aportando su contribución a la olla.
Para gozar del alimento del cielo, hace falta que nos quedemos tranquilos en la presencia de Cristo, como los hijos de los profetas con Eliseo. De la misma manera María, más tarde, sentada a los pies de Jesús, supo encontrar el lugar de los ricos recursos, antes que Marta turbada con muchas cosas (Lucas 10:38-42). Sin duda que el hombre que «salió… al campo a recoger hierbas» era sincero y pensaba, como Marta en su tiempo, que contribuía al bien general. Pero era la intromisión de la carne en Gilgal, el mismo lugar que significaba la cercenadura de la carne. El resultado fue que, por el celo carnal de un hombre, la muerte entró en la olla.
Este hombre, ausentándose de la presencia de Eliseo, salió al campo para recoger hierbas. Pensaba añadir algo del campo a los recursos que Eliseo traía del cielo. Los campos, en la Escritura, son generalmente la imagen de un mundo culto. La cultura de este mundo nada puede añadir al alimento del cielo. Los colosenses, en su tiempo, corrían peligro de tratar de completar el cristianismo añadiendo elocuencia, filosofía y superstición humanas. Añadían calabazas silvestres al potaje celestial. En lugar de llevar al alma a relaciones más estrechas con Dios, tales esfuerzos terminan por separar el alma de Dios.
Además, no es difícil recoger calabazas silvestres. Era un tiempo de hambre y, sin embargo, con la mayor facilidad, este hombre «llenó su falda» de ellas. Podía haber hambre de alimento sano y sustancial; las calabazas silvestres no faltaban.
El mal es descubierto al instante de ser servido. Todos los comensales detectan el veneno. Si un único hombre se hubiese quejado del guisado, se habría pensado que su paladar tenía un defecto. Pero leemos: «Sucedió que comiendo ellos de aquel guisado, gritaron diciendo: ¡Varón de Dios, hay muerte en esa olla! Y no lo pudieron comer». Lo que tendría que haber sido un alimento para sostener la vida, llegó a ser, mediante el acto de uno solo, un medio para destruirla.
Quizá no sabían resolver la dificultad; pero al menos eran conscientes del peligro y, además, se volvieron con razón hacia el varón de Dios para ser dirigidos.
Su grito a Eliseo no fue en vano, puesto que él tenía recursos para responder a esta nueva necesidad. Tuvo un antídoto para el veneno. Sus preceptos fueron simples: «Traed harina». Al momento que esta fue esparcida en el potaje, no hubo más mal en la olla. ¿No habla esta harina de Cristo? Los pensamientos de la naturaleza, la filosofía del hombre, los elementos del mundo, la religión de la carne –cosas por las que el hombre busca añadir algo a los recursos de Dios para responder a las necesidades de los suyos– son puestos al desnudo y corregidos por la presentación de Cristo. Así es cómo el apóstol respondió a la tentativa de introducir «calabazas silvestres» que amenazaban a los creyentes de Colosas. El apóstol detectó el veneno, las palabras seductoras de los moralistas, las filosofías y las huecas sutilezas del mundo, la insistencia de los ritualistas para que se respeten los días de fiesta, luna nueva o días de reposo, y el culto a los ángeles de los supersticiosos. Para responder a esas funestas influencias que destruyen la verdadera vida del cristianismo, presenta a Cristo. Dice de todas esas cosas que no son «según Cristo» (Col. 2:8). Estas pueden ser presentadas con «palabras persuasivas» y con una gran «reputación de sabiduría» y una falsa «humildad», pero no son «según Cristo». Entonces presenta a Cristo en toda su gloria, como Cabeza de la Iglesia, su cuerpo. Esparce por decirlo así la harina en la olla. Nos dice que tenemos todo lo que necesitamos en Cristo, «Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad», además, estamos «completos en él». «Cristo es el todo, y en todos» (Col. 2:9-10; 3:11).
10 - El pueblo saciado (2 Reyes 4:42-44)
En este tiempo de hambre, un hombre vino de Baal-salisa con veinte panes de cebada y trigo nuevo en su espiga, dones de primicias para el varón de Dios. Enseguida Eliseo dijo: «Da a la gente para que coma». Había recibido gratuitamente y él dio gratuitamente. Nada de lo que le había sido ofrecido lo guardó para su uso personal. Al dar, el presente se multiplicó de tal forma que, no solo su propia necesidad fue satisfecha, sino que respondía a las necesidades de cien hombres y más.
El siervo del profeta no comprendió cómo veinte panes podían satisfacer las necesidades de cien hombres, pero de nuevo, la palabra de Eliseo fue: «Da a la gente para que coma». Era como si dijese: si solamente da según la palabra de Dios, verá que hay bastante para satisfacer las necesidades del pueblo, y que sobrará. El hombre natural plantea preguntas y dice: ¿Cómo pondré esto delante de cien hombres? Se le responde que no razone, sino que solamente obedezca y todo irá bien.
Así, en los días del Señor, el razonamiento natural del espíritu humano en Judas puede preguntar: «¿Cómo es que…?», en presencia de comunicaciones que sobrepasan cualquier pensamiento humano (Juan 14:22). A tales razonamientos, no se da explicaciones que satisfagan la razón humana, pero el Señor responde: «El que me ama, mi palabra guardará»; lo que conducirá a llevar a cabo cosas que están más allá de cualquier explicación humana. Judas quería razonar para comprender, pero se le dice que obedezca para entender. Eliseo respondió de la misma manera al «¿Cómo…?» del siervo asombrado y razonador. Debía obrar según la palabra de Dios y experimentaría su bendición, incluso si no podía explicar su poder y su gracia.
Es lo que se produjo; «Entonces lo puso delante de ellos, y comieron, y les sobró, conforme a la palabra de Jehová». El profeta dio de lo que le había sido gratuitamente ofrecido, el siervo obedeció, las necesidades fueron satisfechas; y el don se había multiplicado tanto que después de que todos fueron satisfechos, «les sobró, conforme a la palabra de Jehová».
Porque para poseer esas buenas cosas de arriba,
Hace falta que las compartamos.
Si dejamos de dar, dejaremos de poseer,
Tal es la ley del Amor.
11 - La curación del leproso (2 Reyes 5:1-19)
Hasta aquí, Eliseo ha sido el ministro de la gracia de Dios en medio de Israel; ahora va a ser un canal de bendición para un extranjero. La gracia se extiende a un hombre de los gentiles.
Toda esta escena parece ser una prefiguración de la actual dispensación en la cual Israel es puesto de lado y el poder gubernamental es dado a los gentiles. Los tiempos de los gentiles son prefigurados por el hecho de que Dios había dado liberación a los sirios –el enemigo declarado de Israel– y de que los israelitas habían sido llevados cautivos. El poder había sido transferido a los gentiles y una muchacha de Israel había sido hecha cautiva. Durante este período, Dios usa de gracia para con el gentil.
En Naamán, vemos al hombre en su mejor estado. Socialmente, «era varón grande»; profesionalmente, era un hombre exitoso; y personalmente, era un hombre valeroso. Tal era Naamán a los ojos del mundo. No obstante, aquel que tiene el favor del rey y aparece como héroe nacional, es declarado leproso por Dios. La lepra es una adecuada figura del pecado bajo dos aspectos. El lado repulsivo de la enfermedad habla del carácter contaminante del pecado, que hace al hombre pecador por naturaleza. La incurabilidad de la enfermedad presenta la irremediable condición a la cual el pecado lo reduce. Como hombres caídos, somos no solamente pecadores por naturaleza, sino también incapaces de cambiar nuestro estado. Para ser bendecidos, dependemos de la gracia de Dios. La Palabra dice: «Por gracia sois salvos por medio de la fe… no por obras» (Efe. 2:8-9).
Así, la enfermedad de Naamán, vinculada a su irremediable condición, lo hacía un objeto propio de la gracia y la misericordia soberanas de Dios. Lo que daba a Naamán un lugar tan elevado ante el mundo no tenía ningún valor a los ojos de Dios. El Señor que, en Lucas 4:27, cita a Naamán como ilustración de la gracia que alcanza a un hombre de las naciones, no dice que en ese tiempo había muchos grandes hombres, hombres honorables ni hombres valerosos. Ninguna de esas cualidades habría hecho de él un objeto adecuado para la gracia; por eso dice: Había «muchos leprosos».
Además, en esta bella escena, no solo vemos la actividad de la gracia para con el pecador, sino también la forma en la que Dios hace conocer esta gracia. Actúa de una forma tal que muestra la insignificancia de todo nuestro orgullo. «Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Cor. 1:27-29). De acuerdo con estos caminos de Dios, pasamos directamente de un «varón grande» a una «muchacha», lejos de los suyos, en un país extranjero y en la humilde posición de sierva de la mujer de Naamán. Dios va a bendecir a aquel que, a los ojos del mundo, es un hombre grande, y, por eso, va a servirse en esta obra de gracia de una muchacha. Pero, si bien su posición en el mundo era insignificante, aunque fuera pequeña, su fe era grande. Puesto que puede decir: «Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra». Este es ciertamente el lenguaje de la fe. Ella no dice que quizá podría aliviarlo y eventualmente curarlo, sino que, con la audacia y la confianza de la fe, dice: «él lo sanaría de su lepra». Habla como alguien que conoce el poder curativo de la gracia. Naamán, como ya se ha dicho, podía sentir su mal; la muchacha conocía el remedio. Su confianza es tanto más notable por cuanto ella, durante el curso de su existencia, no había podido ver un solo caso de curación de lepra; puesto que el mismo Señor dice que en el tiempo de Eliseo había muchos leprosos, pero «ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio».
Las palabras de la muchacha producen efecto. Despiertan en el corazón de Naamán el deseo de ser curado. Pero el hombre natural no puede entender los caminos de la gracia. Lleno de sus propios pensamientos, no presta mucha atención a las palabras de la muchacha. Ella, con su conocimiento de la gracia y del poder de Dios, habla del profeta que está en Samaria; él, siguiendo sus pensamientos naturales, se vuelve hacia el rey de Siria, creyendo que la tan deseada bendición puede obtenerse a través de los grandes de la tierra mediante el pago de una gran cantidad de dinero.
El rey de Siria es una imagen del hombre en su autosuficiencia. Está bastante contento de que su siervo Naamán reciba la bendición, pero querría que la obtuviera a través de él. Entonces le dice: «Anda, ve, y yo enviaré cartas al rey de Israel».
Un rey escribirá a otro rey. Pero Dios no pide el patrocinio de los reyes ni tampoco lo admite. La gracia está a disposición del culpable, ya sea que este culpable esté entre los de alto nivel del país o entre los humildes –un «varón grande» o «una muchacha»–, pero el patrocinio de los reyes no puede asegurarla, como tampoco el oro puede comprarla. Pero Naamán debe hacer la experiencia de que todos los esfuerzos del hombre para obtener la bendición solo llevan a degradar su condición. Va con sus presentes y las cartas del rey de Siria hacia el rey de Israel. Este es consciente de que solo Dios puede obrar en tal caso, pero no conoce al varón de Dios, mediante el cual la gracia de Dios es dispensada. Sin la fe en Dios y sin conocer al varón de Dios, llega a la conclusión de que el rey de Siria busca una ocasión contra él pidiéndole algo que está más allá del poder del hombre. Naamán comprende que es en vano dirigirse a un hombre, pero, aun así, no le viene al pensamiento ir hacia el profeta. Parece, pues, que todo ha terminado y que Naamán no tiene otra cosa que hacer sino volver a Siria en su mancilla y miseria.
Sin embargo, en ese momento Eliseo interviene, y se hace claramente notorio que, si no hubiese hablado, Naamán jamás hubiese venido hacia él, aunque al principio había oído hablar de ese profeta. No es diferente el caso en cuanto al pecador y Cristo. Bien podemos oír hablar de Cristo, pero está escrito: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6:44); y aún: «Ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre» (v. 65).
Después de la intervención de Eliseo, Naamán, que tanto desea la bendición, viene hacia el profeta. Finalmente ha llegado a la fuente correcta; pero no viene de la manera correcta. Todavía no está en condiciones de recibir la bendición. Viene con sus caballos y su carro y se para a las puertas de la casa de Eliseo. Los caballos y el carro nos hablan de la pompa y el orgullo del hombre. Naamán ha descubierto que el poder de los reyes no tiene efecto, que el dinero y los dones de nada sirven; ahora debe aprender que su propia grandeza e importancia no le aseguran la mínima atención de parte de Dios, que no hace acepción de personas. Por eso, aunque él oye el mensaje que, si se lo escucha y lo sigue, le traerá la curación, tal mensaje no hace ninguna mención de su dignidad. Eliseo no lo considera como un varón grande, honorable ni valeroso; lo ve simplemente como un leproso que necesita ser limpiado. No hace ningún caso de toda la pompa y grandeza de Naamán; tampoco busca glorificarse por la visita de este importante personaje. Le envía solamente un mensaje. De hecho, transmitir un mensaje siempre es el servicio del predicador.
Sin embargo, la naturaleza se rebela contra este trato. El orgullo del hombre quisiera recibir alguna consideración. Pero, si Naamán ha de recibir la bendición, eso solo es posible en el terreno de la gracia, y la gracia no reconoce ningún mérito en aquel que la recibe, sino no sería gracia. Por eso la soberana gracia es tan ofensiva para el hombre natural. «Naamán se fue enojado», y el verdadero obstáculo para que reciba la bendición resultó ser la alta estima que tenía de sí mismo. «Yo decía para mí…» ¡he aquí el mal! Se decía que solamente debía quedarse sentado en el carro y que Eliseo saldría y estando en pie añadiría esplendor a la escena invocando el nombre de Jehová su Dios, mientras que tocaba con su mano alzada el lugar enfermo, y que así su lepra sanaría.
Además, a Naamán le repugna lavarse en el Jordán. Si es cuestión de lavarse en un río, con certeza que los grandes ríos de su propio país –el Abana y el Farfar– son mejores que todos los ríos de Israel. Igualmente, hoy más de un pecador admite la necesidad de un cambio moral en su vida, pero no un nuevo nacimiento. Los hombres se someterán a una reforma efectuada por medios humanos, pero no están dispuestos a ser dejados de lado en la muerte de Cristo. Naamán esperaba alguna escena teatral –que su curación sea efectuada con pompa– y he aquí que este príncipe entre los hombres es despedido con un mensaje breve y seco. Se le ordena, como habría sido dicho a cualquier desdichado, ir a lavarse siete veces en el Jordán que estaba abierto a todos. Era tratar al poderoso Naamán de una manera descomedida. El mensaje ignoraba toda su grandeza; y le proponía una cura accesible a cualquiera. Eliseo no habría podido tratar al individuo más insignificante del país con menos consideración. Este tratamiento y este mensaje eran intolerables para el gran general. «Y se volvió, y se fue enojado».
¡Pues bien! De irse, más valía que se fuese furioso, porque al menos eso demostraba que estaba profundamente conmovido. Más valía responder de esa manera que declinar cortésmente la invitación de Dios con un «Te ruego que me excuses» (Lucas 14:18-19). Para estos últimos no hay esperanza; Dios los excusa y todo se termina para el hombre que se excusa ante Dios. Para el hombre que se va furioso, hay esperanza de que vuelva con mejor ánimo, porque al menos actúa en serio.
Naamán esperaba un gran alarde; a la naturaleza le gusta la pompa, lo sensacionalista y el sentimentalismo; pero Naamán debe aprender, como cualquier pecador, que el gran poder del Evangelio no estaba «en el terremoto», ni en «el fuego», sino en «un silbo apacible y delicado» (1 Reyes 19:11-12) de la palabra de Dios hablando a la consciencia.
Afortunadamente Naamán estaba rodeado de compañeros que pudieron razonar con él y convencerlo de su locura. La muchacha había dado su testimonio; el profeta había dado su mensaje, tan claro y preciso; ahora «sus criados se le acercaron» e hicieron valer la simplicidad del mensaje. Hay aquellos, hoy, que hacen la obra de la muchacha: invitan a que vengan a oír. Hay aquellos que dan el mensaje: los predicadores del Evangelio. Hay aquellos que intervienen delante de las almas individualmente a fin de que las dificultades y los obstáculos puedan ser quitados para que reciban el Evangelio. Así, con un interés lleno de afecto, los siervos intercedieron ante su amo. «Padre mío», le dijeron, «si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?» ¡Cuán bien estos siervos conocían a su amo! Era un varón grande y, durante su vida, había realizado grandes proezas. Había conseguido una elevada posición en los reinos de los hombres; pero, si quería entrar en el reino de los cielos, debía convertirse y hacerse como un niño. Y fue lo que sucedió; los argumentos de los siervos prevalecieron, puesto que leemos: «Él entonces descendió». Su orgullo, su grandeza, su valor, todo lo que era como hombre natural fue abandonado como medio para obtener la bendición. Los reyes y los ricos presentes fueron abandonados; el Abana y el Farfar fueron olvidados y, en la obediencia de la fe, descendió y se zambulló siete veces en el Jordán, «conforme a la palabra del varón de Dios». A los ojos del mundo este acto puede parecer el colmo de la locura, como lo es la predicación de la cruz para los sabios de este mundo. El Jordán significa la muerte, y en esta escena tipifica la muerte de Cristo que satisface las demandas de la santidad de Dios. Si el pecador debe ser limpiado de su culpabilidad, puede serlo solo sobre la base de la muerte de Cristo. Como figura, Naamán lo reconoció perfectamente, sin reserva, zambulléndose siete veces en el Jordán. Reconoció que había purificación solamente mediante las aguas de la muerte en las que fue llevado por la obediencia de la fe.
Lo mismo es con el pecador hoy día. La bendición solo puede llegarnos como gracia por la muerte y la resurrección de Cristo, y estamos bajo la eficacia de esta muerte por la fe en Cristo. El israelita, como también Naamán, era en su origen «un arameo a punto de perecer» (Deut. 26:5) y, para él, el Jordán significaba el final de un período de su vida (la vida en el desierto), y la introducción en una nueva esfera. El Jordán demarcaba la frontera del territorio sirio. La muerte ponía fin al lazo con Siria. Zambulléndose en el Jordán, Naamán, en figura, ponía fin a su vida anterior y comenzaba una vida totalmente nueva; su carne se volvió como la de un niño. Su antiguo estado de leproso, en el que la corrupción y la muerte operaban, no convenía en absoluto delante de Dios, y lo excluía de su presencia. Eso fue resuelto por las aguas de la muerte. Una mala naturaleza no puede ser perdonada; se le debe poner fin con la muerte. Igualmente, para el creyente, la vieja naturaleza es condenada y puesta de lado en la muerte de Cristo. El alma que, en obediencia a la fe, se somete al medio de liberación de Dios, entra en una nueva vida.
El profeta enfatizó la importancia de esta lección prescribiendo lavarse siete veces, mostrando cuánta necesidad tenemos de aprender a fondo la lección de nuestra muerte con Cristo, que pone fin al estado en el que vivíamos para nosotros mismos, para que en vida nueva vivamos para Dios.
Para Naamán, el resultado fue que su carne se volvió como la carne de «un niño». ¡Qué maravilloso cambio! El hombre que, al principio del relato, es descrito como un «varón grande», llega a ser al final como «un niño». Además, un nuevo espíritu lo poseía. El orgullo de un varón grande había cedido lugar a la humildad de un niño; puesto que leemos: «Y volvió al varón de Dios, él y toda su compañía, y se puso delante de él». Ya no es un personaje importante sentado en su carro, sino un hombre humilde que se pone ante el profeta. Sin embargo, eso no es todo. Ha creído en su corazón, ahora debe hacer confesión con su boca: «He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel». No solo está purificado, sino que es conducido a conocer a Dios. «Ahora conozco», puede decir. El Evangelio que responde a nuestras necesidades, revela a Dios en nuestras almas.
Luego, quiso expresar su gratitud a aquel mediante el cual había sido tan ricamente bendecido. Eliseo rechaza el presente, temiendo que de alguna manera parezca falsificar la gracia de Dios a los ojos de este gentil que había recibido la bendición sin dinero y sin precio. Naamán, poseedor de grandes riquezas, sin duda tenía la costumbre de que todo podía ser comprado por el poder del dinero. Debe aprender, igual que el pecador hoy, que hay bendiciones más allá de cualquier bendición terrenal, y gozos que superan todo gozo terrenal. Recibe la vida que es eterna, la que todas las riquezas de este mundo no pueden comprar, aunque, lamentablemente, estas riquezas puedan cerrar el camino que conduce a la vida y a la bendición.
Además, el corazón de Naamán prorrumpió en alabanzas a Dios. Dice: «De aquí en adelante tu siervo no sacrificará holocausto ni ofrecerá sacrificio a otros dioses, sino a Jehová».
Por último, el cambio operado en su vida se manifiesta por su conciencia ejercitada y delicada. De inmediato percibe que adorar a Dios era absolutamente incompatible con el hecho de inclinarse ante un ídolo en el templo de Rimón. No obstante, su posición oficial lo obligaría quizá a entrar en el templo del ídolo. Como respuesta a esta dificultad, la palabra de Eliseo es: «Ve en paz». De ninguna manera esto significa que Eliseo aprobaba el hecho de que Naamán se prosternara ante el ídolo en el templo de Rimón. Veía que Naamán estaba ejercitado ante Dios, y, sin anticipar la dificultad, sabía que podía dejar con seguridad a Naamán con Dios. Bien podemos pensar que Naamán jamás entró en el templo de Rimón.
12 - El criado del profeta (2 Reyes 5:20-27)
Muchas veces la Escritura pone ante nosotros a gente que mienten y engañan; pero no hay mentiroso más descarado que Giezi. Al igual que para Ananías y Safira, la codicia era para Giezi la raíz de la mentira.
La riqueza de Naamán –diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro, y diez mudas de vestidos– había despertado la codicia no juzgada del corazón de Giezi. La necesidad de Naamán había hecho obrar la gracia de Dios en el profeta; la riqueza de Naamán despertó la codicia del criado de Eliseo. La gracia había traído la bendición a Naamán; la codicia de Giezi quiere desmentir esta gracia. Un hombre rico, bien dispuesto a hacer un donativo generoso, era una oportunidad demasiado buena como para que un hombre codicioso la dejara escapar.
Para satisfacer esta codicia, Giezi no retrocede ante ningún engaño. Sigue a Naamán y dice: «Mi señor me envía»; primera mentira. Luego, inventa la historia de los dos jóvenes de Efraín; segunda mentira. Una vez que recibió dos talentos de plata y dos vestidos nuevos, se vuelve con dos de los criados de Naamán para que le ayuden a llevar el don hasta un lugar secreto. Ir más lejos lo habría puesto en evidencia ante la casa de Eliseo; por eso se detiene en aquel lugar y manda a los hombres que se vayan. Después de haber escondido los bienes en la casa, «entró, y se puso delante de su señor», hipócritamente como si nada hubiese pasado. Cuando Eliseo le pregunta de dónde venía, intenta esconder sus primeras mentiras con otra: «Tu siervo no ha ido a ninguna parte». Una mentira trae consigo otras.
Su engaño es solemnemente desenmascarado. No solo el terrible pecado, con todos sus detalles, fue dado a conocer al profeta, sino también el motivo que lo inspiró. En el fondo del corazón de Giezi, estaba el deseo de alcanzar una posición social como propietario de olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas.
Al final, caída la máscara, el castigo sigue al juicio. Si Giezi había tomado riquezas de Naamán, también debe tomar su enfermedad. Había obtenido dos vestidos nuevos mediante la mentira y el engaño; también su piel es cambiada por el juicio de Dios. Y la lepra que recibe, la llevará consigo todos los días de su vida. La riqueza que obtuvo se gastará rápidamente; la lepra quedará. Las aguas del Jordán no purificarán a Giezi.
Vino ante su señor como un mentiroso; salió de delante de él leproso, blanco como la nieve. Apoderándose de las riquezas de Naamán, hereda su enfermedad y pierde su lugar de criado del profeta. Aparece una vez más en la corte del rey, pero ya no como criado de Eliseo.
Al ocuparse del pecado de Giezi, el profeta primero lo considera en relación con Dios y su gracia. ¿Qué efecto tendrá su acto en el testimonio de Dios? Ve que el pecado de Giezi da una visión totalmente falsa de la gracia de Dios. Eliseo tuvo cuidado de rechazar los presentes de Naamán, por temor a que este gentil pensara que las bendiciones de Dios podían obtenerse con dones. El pecado de Giezi tendía a hacer nulo este testimonio a la verdadera gracia de Dios. No era «tiempo» de tomar presentes. ¿No hay en esta escena tan solemne una advertencia para nosotros? Si permitimos en nuestro corazón un mal deseo o una codicia no juzgados, estaremos listos para caer en la tentación cuando se presente en nuestro camino. Además, un pecado conduce a otro. No podemos detenernos según nuestra conveniencia en el camino del pecado. Como alguien lo dijo: «Un hombre no puede detener su lancha a su antojo en los rápidos del río Niágara, antes de las famosas cataratas, pero sí podía haberlos evitado por completo».
Además, es evidente que una posición religiosa privilegiada no puede de por sí proteger a nadie contra un pecado grave. ¿Quién habría podido tener mayores ventajas que Giezi? Vivía en compañía de uno de los mayores profetas que el mundo ha conocido –alguien que muchas veces es llamado varón de Dios– y, sin embargo, Giezi cayó. «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Cor. 10:12).
Finalmente, aprendemos que la práctica del pecado destruye todo sentido de la presencia y del poder de Dios. Giezi debió haber sido a menudo testigo del poder que el varón de Dios tenía de leer el corazón de los hombres y discernir el motivo de sus acciones. Nadie mejor que Giezi conocía esta capacidad que Dios había dado al profeta. Sin embargo, mientras Giezi buscaba satisfacer su codicia, tan oscurecido quedó su corazón bajo el dominio de esta pasión que, en el momento, perdió todo sentido de la presencia del Dios omnisciente.
Así pues, Giezi salió de la presencia del profeta bajo el juicio de Dios, tal como, más tarde, un pecador mucho mayor saldría de la presencia del Señor de noche (Juan 13:30) y Ananías y Safira caerían muertos bajo el juicio del Espíritu Santo.
13 - El hacha prestada (2 Reyes 6:1-7)
Una vez más la historia de Eliseo nos lleva de los reyes y de los grandes hombres a una humilde escena doméstica relacionada con la construcción de una vivienda para los hijos de los profetas. Este episodio revela de manera muy feliz cuál era la vida simple y humilde de este varón de Dios. Está listo para responder a las dificultades de los reyes y sus ejércitos y, en el momento oportuno, puede ocuparse de cortar un árbol y construir una vivienda. Con la más natural facilidad, puede ocuparse de un gran hombre de este mundo, y con la misma facilidad, sabe mezclarse con los humildes hijos de los profetas para ayudarles en sus trabajos. En medio de la grandeza de sus caminos, sabe rebajarse para ocuparse de asuntos sin mucha trascendencia y andar con gente humilde.
En el mismo espíritu, el gran apóstol de la era cristiana puede llevar las cargas de la Iglesia y trabajar para hacer tiendas; puede salvar cientos de almas de un naufragio y ayudar a recoger leña para hacer un fuego. ¿Y no podemos decir que esos dos grandes siervos no hacen más que manifestar el espíritu de Aquel que es aún más grande, su Señor y Maestro que, mientras sostiene todo el universo, puede coger a un niño en sus brazos y, aunque esté en el seno del Padre, puede entrar en la humilde vivienda de un pescador?
Además, en los gestos comunes de estos siervos, se pone claramente de manifiesto qué poder estaba a su disposición. Contrariamente a cualquier esperanza, la serpiente venenosa que ataca al apóstol cuando recoge ramas, es echada al fuego sin que él padezca ningún daño (Hechos 28:3-5). Y, contrariamente a todas las leyes naturales, el hierro del hacha flotó. Así que las mismas leyes de la naturaleza son revocadas, o suspendidas, a fin de aliviar la angustia del hombre que había pedido prestada el hacha. Dios, el Creador de las leyes que rigen la creación, puede cambiar sus leyes a fin de manifestar la gracia que permite a Pedro andar sobre las aguas (Mat. 14:29), en los días del Señor, y al hierro flotar en los días del profeta.
El modo mismo en que el hierro llega a flotar pone de manifiesto el poder de Dios; pues ¿qué relación podemos ver entre la causa y su efecto, entre el hecho de echar un palo en el río y el del hierro que flota? ¡Esta simple historia esconde una lección espiritual más profunda! Vemos el poder del río vencido por el palo echado en las aguas. Y dado que el Jordán es un tipo de la muerte, este notable incidente puede bien significar el poder de la muerte vencido por la cruz y la casa de Dios edificada por lo que sale de la muerte.
14 - Las incursiones de los sirios (2 Reyes 6:8-23)
Eliseo, después de haber hecho uso de la gracia de Dios para aliviar a un hombre en la angustia, se convierte ahora en el instrumento para salvar a una nación culpable. El profeta, que había corregido al rey de Israel a causa de su incredulidad en relación con las cartas del rey de Siria, ahora lo advierte sobre los planes secretos por los cuales su enemigo busca su destrucción. Así la gracia de Dios interviene para salvarlo, «y así lo hizo una y otra vez», por la mano de alguien que sabe cómo corregir y cuándo advertir.
Cuando el rey de Siria se entera de que sus planes son frustrados, no por un traidor sino por Eliseo, envía caballos y carros, y un gran ejército para prenderlo. El hecho de que envía grandes fuerzas contra un solo hombre prueba de manera evidente que los incrédulos son conscientes de su debilidad y de su miseria en presencia de un hombre sostenido por el poder de Dios. Fue lo que sintió el malvado Ocozías en otro tiempo, cuando envió a sus capitanes de cincuenta con sus cincuentas para apoderarse de un Elías solitario (1:9-15); y también fue el caso más tarde, cuando los judíos enviaron una compañía de soldados y de hombres para prender al Señor de gloria (Juan 18:3-6). El mundo sabe instintivamente que un hombre solo, si Dios está con él, es más fuerte que un gran ejército sin Dios.
A la vista humana, el caso de Eliseo parece sin esperanza. Los sirios habían tomado todas sus precauciones. El gran ejército había tenido la precaución de acercarse a Dotán al amparo de la oscuridad, y consiguieron sitiar la ciudad. No parece haber habido ninguna salida para el profeta. Por eso el criado de Eliseo, considerando las cosas visibles, exclama: «¡Ah, señor mío! ¿qué haremos?».
Eliseo apacigua los temores del criado. Le dice: «No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos». El criado razona por la vista; Eliseo reflexiona por la fe. El profeta anticipa la experiencia del apóstol que puede decir: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom. 8:31).
Pero Eliseo no se conforma con gozar para sí mismo de la paz que le da su fe, ni tampoco busca solo tranquilizar a su criado. Quiere llevarlo a su propio nivel espiritual. Consciente de que solo Dios puede hacer eso, le pide a Dios abrir los ojos del criado. Su oración recibe respuesta: «Jehová abrió los ojos del criado». Eliseo no necesitaba para él tal intervención. Ya había visto el carro de Israel y su gente de a caballo escoltando a Elías cuando subió al cielo. La fe del profeta se percata de que Dios le proporciona el mismo séquito en su camino en la tierra. El criado vio los caballos y los carros y grandes fuerzas rodeando la ciudad; ahora ve el monte «lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo». El ejército sirio puede rodear la ciudad, pero ¿qué más puede hacer si el gran ejército de Dios está alrededor de Eliseo? Pablo puede estar rodeado de enemigos que buscan matarlo, y en medio de una furiosa tempestad lista para eliminarlo, pero ¿qué mal puede alcanzarlo si el ángel de Dios está con él (Hec. 27:23)? Puede que el ejército alineado contra Eliseo sea poderoso, pero el ejército de Dios es más fuerte. «Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares» (Sal. 68:17). ¡Qué ventaja también para nosotros poder proseguir nuestro peregrinaje a través de un mundo hostil en la feliz seguridad de la fe! Tenemos con nosotros a Aquel que dijo: «No te desampararé, ni te dejaré» (Hebr. 13:5); y estamos bajo los providenciales cuidados de estos ejércitos angélicos enviados «para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (1:14).
Además, nos está permitido ver que Eliseo trata a los enemigos de Dios según los caminos de la gracia, aunque manifestando al mismo tiempo que están totalmente en su poder: por una parte, Dios abre los ojos del criado, por la otra hiere con ceguera a los enemigos del profeta. Así fue espiritualmente cuando el Señor estaba aquí, puesto que ha venido «para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados» (Juan 9:39). Reconocer que estoy ciego y someterme a Dios es el camino para recibir la vista, como lo experimentó el ciego del evangelio de Juan (cap. 9).
Estos sirios que se volvieron ciegos están por completo bajo el poder de Eliseo, quien los conduce a Samaria. Luego, cuando sus ojos son abiertos, descubren que están cautivos –llevados cautivos por el hombre al que habían querido prender–. Pero si bien Eliseo tiene consigo el poder de Dios, también es el mensajero de la misericordia de Dios. Los sirios comprenden que, en lo que a ellos concierne, no tienen esperanza. Los que acababan de rodear la pequeña ciudad de Dotán, ahora están atrapados en la fortaleza de sus enemigos. Cuando se hace evidente que solo la misericordia puede salvarlos de la destrucción, llegan a ser los objetos de esta. No solo son perdonados, sino que «una gran comida» es puesta delante de ellos; y después de haber comido, son enviados a su señor. Son llevados a comprender que «por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos» (Lam. 3:22). Tales son los caminos benditos de la gracia de Dios.
El hombre que, para protección suya, tiene un monte lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego –que está rodeado por todo el poder de Dios– puede permitirse usar de misericordia hacia aquellos que están por completo en su poder. El hombre natural, ajeno a estos recursos de poder, no puede correr riesgo de manifestar gracia. De encontrar al enemigo en su poder, el rey los habría aniquilado. Eliseo, instrumento del poder divino, no puede dejar de dar a conocer su misericordia; y esta gracia es tan grande como el poder. Si el poder de Dios asegura una completa victoria sobre «un gran ejército», la gracia de Dios hará al enemigo derrotado una «gran comida». Tales son, lo repetimos una vez más, los caminos de gracia de un gran Dios.
15 - El sitio de Samaria (2 Reyes 6:24-7:20)
El relato de la gracia manifestada para con los invasores sirios termina con la declaración: «Y nunca más vinieron bandas armadas de Siria a la tierra de Israel». Sin embargo, su hostilidad hacia el pueblo de Dios subsistía. Así que leemos: «Después de esto aconteció que Ben-adad rey de Siria reunió todo su ejército, y subió y sitió a Samaria», la misma ciudad en la que una gracia tan extraordinaria había sido desplegada.
El sitio hace resaltar las profundidades de maldad en las que la nación había caído y, además, pone de manifiesto con este último servicio público de Eliseo, la altura a la cual la gracia de Dios puede elevarse.
Joram, el rey apóstata, ya era deudor de Eliseo por haberle salvado la vida y haber preservado su ejército de la destrucción. Evidentemente, esta insigne gracia no había producido ningún cambio, ni en el rey ni en el pueblo. Ahora, en su gobierno, Dios permite al enemigo asediar Samaria, lo que acarrea una «gran hambre» en la ciudad. En medio del asedio y la penuria a que fueron reducidos los habitantes, se cumple la solemne profecía pronunciada más de quinientos años antes. Moisés había advertido al pueblo de Israel que, si se desviaban de Dios, llegaría el tiempo en que, asediados por su enemigo, serían reducidos a tal penuria que mujeres tiernas y delicadas comerían ocultamente a sus hijos que dieren a luz (Lev. 26:21-29; Deut. 28:49-57). Esta abominación se estaba cometiendo.
Este terrible acto, en vez de hacer que el rey se vuelva a Dios, llegó a ser la ocasión de revelar la enemistad de su corazón. Cuando oyó este horror, el rey, en su angustia, rasgó sus vestidos, descubriendo «el cilicio que traía interiormente sobre su cuerpo». Así, junto con sus malos caminos, tenía una profesión religiosa. Por desgracia, los hombres en sus angustias pueden, como Joram, volverse hacia algo de apariencia religiosa, pero no se vuelven a Dios. El rey, a pesar del cilicio sobre su cuerpo, descarga su ira contra Dios en la persona del varón de Dios. Dice: «Así me haga Dios, y aun me añada, si la cabeza de Eliseo hijo de Safat queda sobre él hoy». Frente a esta nueva dificultad, todas las gracias anteriores son olvidadas y el rey desesperado amenaza la vida del varón de Dios. Censura al único que nada tenía que ver con el pecado. Después de esto envía un mensajero a Eliseo, al lugar donde los ancianos estaban sentados con el profeta.
Eliseo, manifiestamente prevenido por Dios, dice: «¿No habéis visto cómo este hijo de homicida envía a cortarme la cabeza?». Les dice que cierren la puerta al mensajero del rey, porque se oye tras él el ruido de los pasos de su amo. Cuando el rey llega a la puerta, se atreve a decir: «Ciertamente este mal de Jehová viene. ¿Para qué he de esperar más a Jehová?».
La terrible condición de la nación y la maldad del rey son totalmente descubiertas. El pueblo de Samaria lucha por procurarse la cabeza de un asno o un poco de estiércol de paloma. Las mujeres comen a sus hijos; el rey furioso va y viene por el muro, pero Eliseo está apaciblemente sentado en su casa, esperando en Dios. Luego llega el mensajero, seguido por el rey que acusa a Dios de todo el mal. El rey dice, de algún modo: «¿Para qué sirve Eliseo, sentado en su casa sin hacer nada? Me ha liberado una vez de la muerte, ¿por qué no actúa ahora? Dice esperar en Dios, ¿para qué sirve? Nada cambia. No quiero saber nada más de Dios y le quitaré la cabeza a Eliseo, su profeta». Este hijo de homicida, que acaba de jurar que va a cometer un homicidio, acusa a Dios de ser el autor de todo el mal que vino sobre la ciudad culpable. Así la culpabilidad de la nación en la persona de su rey ha llegado a su colmo.
¿No prefigura esta solemne escena las más solemnes horas de la cruz, en la cual la maldad del mundo llegó a su punto culminante con la condena de Aquel que, único de toda la raza humana, no merecía ninguna condenación? Sin embargo, si en el sitio de Samaria el pecado de la nación se manifiesta con todo su horror, es para que la gracia de Dios pueda desarrollarse con toda su plenitud. Cuando el pecado abunda, sobreabunda la gracia, prefigurando de esta manera una vez más esta suprema manifestación de la gracia que, elevándose por encima de todo el pecado del hombre en la cruz, aprovecha la ocasión para proclamar el perdón y la bendición al mundo entero.
Y, después de que el rey hubo manifestado sus intenciones, he aquí Eliseo, que hasta entonces se había quedado «sentado en su casa», no guardó más silencio. El tiempo escogido por Dios llegó. «Dijo entonces Eliseo: Oíd palabra de Jehová». Hemos visto que lo que el hombre dice descubre el pecado de su corazón; ahora vamos a oír que lo que Dios dice revela la gracia en el Suyo. Leemos: «Así dijo Jehová: Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un siclo, a la puerta de Samaria».
En este mensaje de gracia, no hay una palabra sobre las abominaciones que se habían cometido en la ciudad, ni una palabra sobre la insolente maldad del rey. Anuncia solamente la bendición, según una gracia pura y soberana, a la misma ciudad en la que el pecado había alcanzado su colmo; pues, toda esta bendición sería vista «a la puerta de Samaria». Este mensaje nos recuerda una vez más esta proclamación universal de la gracia que envía a los apóstoles a predicar en el nombre de Cristo el arrepentimiento y el perdón de los pecados en todas las naciones, pero ese mensaje debe comenzar «desde Jerusalén». Es en todas las naciones, porque todas son culpables, pero comienza por la ciudad más oscura de la tierra. Nada se dice de su horrible culpabilidad, nada tampoco del insolente y blasfematorio odio de sus jefes; sino, según una gracia soberana e incondicional, el perdón es proclamado en el nombre de Jesús a la misma ciudad que lo había clavado en la cruz.
Es así como la ruina de la nación había sido manifestada y la gracia de Dios anunciada. Ahora veremos qué caso hace el hombre de la gracia de Dios. Primero «un príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba», trata el mensaje con una incrédula burla, pero no es más que para oír su juicio: «He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello». No hay muchos ricos, ni muchos grandes de este mundo que sean llamados.
Después, aparecen ante nosotros cuatro hombres leprosos, pecadores perdidos, diríamos. Llegan a la conclusión, de lo que el príncipe no había hecho, que es la muerte cierta o la gracia de Dios. El ejército sirio está ante ellos y la muerte los rodea. Se levantan y afrontan la muerte, para descubrir que, si su estado desesperado les ha conducido al lugar de la muerte, la gracia les ha conducido allí donde el Señor ha obtenido una brillante victoria. Descubren que el Señor los ha precedido: «Jehová había hecho que en el campamento de los sirios se oyese estruendo de carros, ruido de caballos, y estrépito de gran ejército». Los carros y los caballos que habían asistido a Elías en el momento de su arrebato, que habían rodeado a Eliseo para protegerlo, ahora ejecutaban sobre los enemigos del Señor un justo juicio. Si la gracia debe ser manifestada a pecadores culpables, el enemigo debe ser primero enfrentado y vencido en un justo juicio.
Pero si el enemigo debe ser vencido, eso debe ser la obra de Dios. Nadie estaba con el Señor cuando quitó el poder del enemigo. La ciudad de Samaría está en una desesperada situación y nadie puede hacer nada. Dios hace todo; y la ciudad, conforme a una gracia soberana, comparte la bendición. Nadie había con el Señor de gloria cuando fue a la cruz. Estaba solo cuando anticipó los terrores del calvario; solo cuando afrontó al Enemigo; solo cuando sufrió en la cruz; solo cuando soportó el abandono de su Dios, solo cuando el juicio cayó sobre él. Pero los pecadores culpables que creen, tienen parte en los resultados de su victoria. Y aquí tenemos la imagen, porque los leprosos «comieron y bebieron» y allí tomaron plata, oro y vestidos.
Además, anuncian «buena nueva». Si «nosotros callamos… nos alcanzará nuestra maldad», dicen ellos. Nuestra naturaleza egoísta nos lleva a callarnos, y entonces sufriremos una pérdida. Es posible que hayamos tan débilmente probado la gracia de Dios, y tan poco comprendido cuánto somos enriquecidos de plata, oro y vestidos de origen divino, que nuestros corazones estén secos; y, además de esto, nos callamos; entonces nos arriesgamos a dejarnos atraer por el mundo y hacer que ese mal nos alcance. Es bueno que, como el ciego del Evangelio, declaremos lo poco que conocemos; entonces no solo guardaremos lo que tenemos, sino que nos será dada una claridad y una bendición nuevas.
Estos cuatro hombres hacen una intrépida confesión. Comienzan por los guardas de la puerta de la ciudad, gente humilde. Estos lo anuncian dentro, en el palacio del rey; y por fin las buenas nuevas llegan a los oídos del rey. Así se propagan desde los más humildes hasta el más grande.
El rey es un personaje y, hombre muy distinto de los leprosos, presenta un diferente estado de alma. No es indiferente, puesto que se levanta de noche. Tampoco rechaza la buena nueva como el príncipe; pero no la recibe con la simplicidad de los cuatro leprosos. No opone una insolente incredulidad, sino que razona. La fe es cuestión de conciencia y de corazón, no de razonamiento. La Palabra dice: Si «creyeres en tu corazón» (Rom. 10:9). Algunos, como los leprosos, creen con presteza en su corazón; otros, como el rey, son lentos para creer. Detrás de esta lentitud de corazón se esconde un espíritu razonador y una falta del sentido de necesidad. El espíritu razonador del rey dice: «Yo os declararé lo que nos han hecho los sirios». Sin embargo, así como en el caso de Naamán hay algunos siervos sensatos para hacerle entender razón, así también ahora hay un siervo sabio presto a responder a los razonamientos del rey. Va a hacer justicia enviando a dos testigos: estos siguen la traza del enemigo «hasta el Jordán». Podemos seguir a todos nuestros enemigos hasta la cruz, para allí no verlos nunca más. En la muerte de Cristo, cualquier enemigo ha encontrado su fin para el creyente.
Los mensajeros vuelven, y el rey, lento para creer, participa de la bendición como los leprosos simples de corazón y el pueblo hambriento de la ciudad. El único hombre a quien se le rehúsa, es un burlador incrédulo, el príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba. En el bullicio a la entrada de la ciudad, fue atropellado y murió. Esto podría parecer un lamentable accidente, pero era el gobierno de Dios, y la palabra del profeta se cumplía: «He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello». No ocurre de otra manera hoy para con aquellos que rechazan la gracia de Dios. A los tales la palabra dice: «Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced» (Hec. 13:41).
16 - Los siete años de hambre (2 Reyes 8:1-6)
El sitio de Samaria con todos sus horrores y la gracia de Dios en toda su plenitud pronto fueron olvidados. Ni la miseria soportada ni la gracia recibida han vuelto a la nación a Jehová su Dios. Sin embargo, Dios no abandona a su pueblo. Interviene todavía en su favor, aun cuando lo sea mediante el castigo enviado a causa de su maldad. Por eso oímos a Eliseo decir: «Jehová ha llamado el hambre». No solo se revela al profeta que un hambre llegará, sino que es directamente enviada por Dios, demostrando la veracidad de esta palabra: «Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas» (Amós 3:7).
Además, se revela a Eliseo que, si Dios castiga a su pueblo, también pone un límite a la prueba. El hambre pesará sobre el país durante siete años. No ocurre de otra manera hoy en la historia de la Iglesia o de los individuos. Leemos respecto a la iglesia en Esmirna: «Tendréis tribulación», pero será limitada a «diez días» (Apoc. 2:10). De la misma manera, si hay necesidad para los hijos de Dios individualmente de pasar por diversas pruebas, estas solo durarán «un poco de tiempo» (1 Pe. 1:6).
Luego aprendemos que si el Señor llama al hambre a causa del bajo estado de la nación, cuidará de los fieles durante la duración de la prueba. Así, una vez más, vemos la gracia de Dios hacia la sunamita. Esta piadosa mujer, que había cuidado del profeta en los días de prosperidad, es ahora advertida e instruida por el profeta para los días de adversidad. Aparentemente, sus circunstancias han cambiado. Parece que ahora es viuda, con un único hijo. Se le dice que abandone el país durante los años de hambre.
Al cabo de los siete años, ella vuelve al país de Israel e implora al rey por su casa y por sus tierras. El rey está en conversación con Giezi, el antiguo criado del varón de Dios. Sus circunstancias aparentemente también han cambiado. Años antes, había ambicionado «olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas», y gracias a sus posesiones, subió en la escala social hasta convertirse en el asociado y compañero del rey. El rey quiere escuchar gustoso «las maravillas» que había hecho Eliseo. Giezi está en compañía de los grandes de este mundo, pero para hablar de esas «maravillas», es necesario que vuelva en pensamiento a otros días, cuando era el compañero del humilde varón de Dios. Las «maravillas» que Eliseo hizo son solo un recuerdo para Giezi.
No obstante, es posible que una obra de gracia se haya producido en el corazón de Giezi, conduciendo sus pensamientos de las riquezas terrenales que había adquirido a las bendiciones espirituales que había perdido. De todos modos, viene a ser un testigo de la gracia de Dios ante el rey, manifestada en «las maravillas que ha hecho Eliseo». Además, Dios se sirve de él para devolverle a la sunamita su casa y sus tierras, como antes se había servido de Eliseo para advertirle que debía abandonarlas. Pero cuánto difiere la forma en que estos hombres son utilizados. Dios se sirve de Eliseo como de un amigo que vive en su intimidad, y conoce sus secretos. Giezi es utilizado como el amigo íntimo de un rey malvado. Eliseo habla como alguien que tiene la inteligencia del pensamiento de Dios. Giezi habla según lo que las circunstancias le dictan. Porque, mientras que relata los recuerdos del tiempo pasado al servicio de Eliseo, la mujer y su hijo que se había beneficiado de la mayor de las «maravillas», aparecen ante el rey. Dios se sirve de esta coincidencia aparentemente extraña para devolver sus bienes a la sunamita.
No será de otra manera en un día todavía futuro para el remanente piadoso de Israel, del cual la sunamita es quizá una figura. Al igual que a esta mujer, que había conocido la gracia de Dios, el remanente piadoso será traído al terreno de la gracia, en la tierra de su heredad, y recibirá, en la abundancia de la bendición, todo lo que había perdido durante el tiempo de su exilio del país de sus padres.
Es notable ver a Dios servirse de hombres –ya sean profetas, siervos o reyes– y detrás de cada circunstancia y coincidencia, hacer que «todas las cosas les ayuden a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Rom. 8:28).
17 - El rey de Siria (2 Reyes 8:7-15)
El servicio de Eliseo no se limita a Israel y a su tierra. Leemos que «se fue luego a Damasco», y lo encontramos entre los gentiles. Ben-adad, rey de Siria, está enfermo. En su enfermedad, reconoce y honra al varón de Dios. En la prosperidad, el rey había enviado un gran ejército para prenderlo; enfermo, envía un gran presente para honrarlo. Cuando todo va bien, procura rodear a Eliseo para destruirlo; cuando está enfermo, busca conciliarse con él para que le ayude. Movido por la necesidad, reconoce la autoridad del varón de Dios que hasta entonces había despreciado. Tal es el hombre y tales son nuestros corazones. El mundo, cuando se encuentra enfrentado a cualquier terrible calamidad, está dispuesto de una manera externa a reconocer a Dios y a volverse hacia él. Por desgracia, incluso el creyente puede andar con indiferencia sin ocuparse demasiado de Dios cuando las cosas van bien, las circunstancias son favorables y la salud es buena. En nuestras dificultades, debemos volvernos a Dios, y hacemos bien en hacerlo, y ¡qué felicidad tener a un Dios misericordioso al cual acudir! Pero vale infinitamente más, como Enoc en otro tiempo, caminar con Dios, y entonces, como el apóstol Pablo, poder decir: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad» (Fil. 4:11-12).
Eliseo era evidentemente alguien que caminaba con Dios y recibía sus comunicaciones. Por eso puede decir, en respuesta al mensajero: «Ve, dile: Seguramente sanarás». Nada había de fatalidad en esta enfermedad. Pero el profeta añade: «Jehová me ha mostrado que él morirá ciertamente». Así que Eliseo da a entender que Ben-adad va morir, pero no de su enfermedad.
Al dar este mensaje, el profeta es visiblemente afectado. Previendo toda la miseria que caerá sobre el pueblo de Dios, llora. Hazael, al pensar en el crimen de su amo, se siente incómodo en la presencia del varón de Dios. Su consciencia lo amonesta. Pregunta: «¿Por qué llora mi señor?». La respuesta de Eliseo muestra claramente que sus lágrimas no tenían por causa la enfermedad del rey, ni la maldad de Hazael, sino los sufrimientos que el pueblo de Dios soportará por parte de Hazael. Eliseo termina su ministerio público llorando sobre un pueblo que permanecía insensible a todos sus milagros de gracia. Prefigura así a su Señor, infinitamente mayor que él, quien, en los últimos días de su ministerio de gracia, lloró sobre la ciudad que había rechazado su gracia y despreciado su amor (Lucas 19:41). Aquel que podía decir a las mujeres de Jerusalén: «No lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron» (Lucas 23:28-29).
En el mismo espíritu, Eliseo, conociendo la futura carrera de Hazael, predice las profundidades de maldad y crueldad en que caerá. «Sé», dice el profeta, «el mal que harás a los hijos de Israel; a sus fortalezas pegarás fuego, a sus jóvenes matarás a espada, y estrellarás a sus niños, y abrirás el vientre a sus mujeres que estén encintas».
Hazael exclama su indignación, diciendo que no es un perro para obrar con tanta insensibilidad y brutalidad. Su protesta es sin duda absolutamente sincera. Tales hechos quizá eran en aquel momento totalmente ajenos a sus pensamientos y odiosos a sus ojos. No conocía su propio corazón. No sabía que «engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso» (Jer. 17:9). Como ocurre con nosotros tan a menudo, no se daba cuenta del abismo de maldad y crueldad del corazón que está contenido por muchas barreras hasta que, apasionado por circunstancias que dan lugar a la ocasión, se revela con todo su horror. En vez de preguntar: «¿Qué es tu siervo, este perro…?», Hazael habría hecho mejor –como también nosotros haríamos mejor–, poniéndose en el terreno de la mujer sirofenicia que reconoció que de hecho ella era un perrillo, para descubrir solo entonces que, incluso para un perrillo, hay gracia en el corazón de Dios (Marcos 7:24-30).
En la historia de Hazael, las circunstancias del momento eran propicias para manifestar la maldad de su corazón. Por eso Eliseo le responde solamente: «Jehová me ha mostrado que tú serás rey de Siria». Sin una palabra más, Hazael «se fue, y vino a su señor». Actúa como un hipócrita ante el rey, dándole una parte del mensaje de Eliseo, pero escondiendo el hecho de que ciertamente moriría. La ocasión se presentaba para este asesino. Como primer ministro, tenía acceso al rey, y la enfermedad ofrecía una ocasión favorable a un hombre sin escrúpulos para usurpar el trono. La perspectiva de ejercer un poder discrecional, como monarca reinante, ejercía una atracción tan irresistible sobre Hazael, que estaba dispuesto a planear un homicidio para lograr sus fines. La enfermedad y debilidad del rey hacían que el crimen pareciese muy fácil. La enfermedad sería un medio muy simple de encubrir el crimen. Todos sabían que el rey estaba enfermo, y este había enviado a un primer ministro al profeta para averiguar si iba a morir. Nadie necesitaba saber lo que Eliseo había dicho a Hazael. ¿Qué puede ser más fácil que tomar un paño, meterlo en agua, y asfixiar al indefenso rey, ya debilitado por la enfermedad, y después divulgar la noticia de que la enfermedad había terminado con su vida?
Fue lo que pasó; el primer ministro se volvió asesino, y el asesino un usurpador del trono. El hombre que se apropia de un trono mediante asesinato, no dudará en mantener ese trono por la violencia y la crueldad. Como Eliseo lo previó, Hazael traerá fuego y espada al pueblo de Dios.
18 - La unción de Jehú (2 Reyes 9)
Los grandes milagros de Eliseo –testimonios de la gracia de Dios para con una nación culpable– han sido todos vanos. Israel rehúsa convertirse de los ídolos al Dios vivo. El profeta puede llorar sobre las desgracias que van a llegar sobre la nación, puede predecir las miserias que resultarán, ser utilizado para designar los instrumentos que ejecutarán el juicio, pero, aunque llega a una avanzada edad, no oímos hablar más de milagros.
Así, Eliseo envía a uno de los hijos de los profetas para ungir a Jehú por rey, según la palabra de Dios. El siervo debe cumplir su misión de una forma tal que muestre claramente que Eliseo nada tiene en común con Jehú, porque una vez dado el mensaje, debe abrir la puerta, echar a huir y no esperar.
El siervo tenía que hacer dos declaraciones a Jehú, primero que Dios lo había ungido «por rey sobre Israel, pueblo de Jehová». Después, que debía herir la casa de Acab y así vengar la sangre de sus siervos y de los profetas de Dios derramada por la malvada Jezabel.
Llegar a la realeza correspondía perfectamente a las ambiciones de Jehú. Herir la casa de Acab le parecía juicioso para establecer su trono. Por eso ejecuta las directivas de Dios con toda la energía y el celo posible. Pero los motivos no eran los de Dios. Dios se ocupaba del mal, vengando la sangre de sus siervos y manteniendo su propia gloria. Jehú se desprendía de todos aquellos que podrían oponerse a sus ambiciones. Es muy celoso para ocuparse del mal cuando esto sirve a sus objetivos personales, pero es totalmente indiferente cuando estima que es prudente cerrar los ojos. Así que, sin piedad, va a vengar los pecados de la casa de Acab, pero sin castigar a aquellos de la casa de Jeroboam. Abolió el culto a Baal, pero conservó los becerros de oro. Su mano estaba presta a tomar la espada contra los enemigos de Dios cuando esto servía a sus propios propósitos; su corazón era totalmente indiferente a la ley de Dios. Así que leemos: «Mas Jehú no cuidó de andar en la ley de Jehová Dios de Israel con todo su corazón» (10:31).
Dios, en su justo juicio, aun cuando utiliza a Jehú para ocuparse de la malvada casa de Acab, no es indiferente a los motivos mezclados que impulsaban a Jehú, ni al hecho de que, ejecutando la venganza de Dios, simplemente se dejaba llevar por las inclinaciones de su cruel corazón para alcanzar sus propios propósitos. Si Dios debe obrar en juicio, es su extraña obra. Si Jehú comienza a ocuparse del mal, es una obra según su corazón. Por eso, si bien Dios se sirve de él para ejecutar el juicio sobre Jezreel, dice no obstante por Oseas: «Yo castigaré a la casa de Jehú por causa de la sangre de Jezreel, y haré cesar el reino de la casa de Israel» (Oseas 1:4).
19 - La muerte de Eliseo (2 Reyes 13:14-25)
Eliseo, según el mandato de Dios, había enviado a su siervo para ungir a Jehú como rey. Una vez cumplida su misión, debía huir, y no esperar. El profeta mostraba claramente con eso que entre él y ese hombre violento y sin principios nada había en común. Jehú, por su lado, mientras estaba preparado para ejecutar instrucciones que concordaban con sus ambiciones, no tenía ninguna consideración para con el varón de Dios. Así, durante su reinado y el de su hijo, el profeta es totalmente ignorado: durante cuarenta y cinco años no oímos hablar más de Eliseo.
Durante esos años, los reyes y el pueblo se separan de Dios y siguen un mal camino. Jehú no cuidó de andar en la ley de Dios; no se apartó de los pecados de Jeroboam. Su hijo, Joacaz, hizo lo malo ante los ojos de Dios. Como consecuencia, se encendió el furor de Dios contra Israel y los entregó en manos de sus enemigos (2 Reyes 10:31-33; 13:1-3).
Durante el reinado de Joás, su sucesor, la larga vida de Eliseo llegó a su término. Joás, por más malvado que fuera, sabía apreciar la piedad en los demás. Sin duda sentía que la presencia de Eliseo en el país era realmente un poder para el bien. Por eso se sintió sinceramente consternado cuando se aproximó la muerte del profeta. El rey lloró cuando Eliseo iba morir y parece entender que el carro de Israel y su gente de a caballo que había llevado a Elías al cielo, esperaba ahora a Eliseo que había llegado a sus últimos momentos.
Joás, como su padre y su abuelo, había ignorado al profeta durante su vida y, no obstante, cuando por fin lo visita, descubre, incluso en la hora en que el profeta está a punto de morir, que hay en él el poder de la gracia de Dios para liberar. Al rey se le dice que tome un arco y unas saetas y que ponga su mano sobre el arco. Entonces Eliseo pone sus manos sobre las manos del rey y le ordena tirar. Con eso da a entender que la mano del rey, fortalecida por la del representante de Dios, lo libraría de sus enemigos.
El rey ¿no es así llevado a comprender qué pérdida sufrió al haber ignorado al varón de Dios? Si se hubiese vuelto antes hacia el profeta ¿no habría tenido el poder y la gracia de Dios consigo para librarlo de todos sus enemigos? E incluso ahora, ¿ha aprendido la lección? Eliseo va a ponerlo a prueba. El profeta parece decir: «Te he mostrado lo que quiere decir esta saeta: que significa una victoria sobre tus enemigos; toma ahora las saetas y golpea la tierra».
Por desgracia, la fe del rey no se eleva hasta los recursos de Dios. Golpea tres veces y se detiene. Si su fe fuera más simple, ¿no habría vaciado su aljaba? Disponía del poder para una destrucción completa del enemigo; no tenía ni la fe ni el discernimiento espiritual para usarlo. ¡Cuán a menudo, como él, somos llevados a circunstancias en las que solo la fe y la espiritualidad pueden obrar! Desgraciadamente, con mucha frecuencia tales circunstancias revelan nuestro bajo estado espiritual.
Eliseo reprende al rey por su falta de fe, mientras que también le dice que se verá favorecido por la gracia de Dios solo tres veces. Así, la última palabra de este siervo honrado por Dios anuncia la liberación misericordiosa y está de acuerdo con el ministerio de gracia que había caracterizado su larga carrera.
Por la alusión al «carro de Israel y su gente de a caballo», parecería que el rey Joás suponía que Eliseo sería arrebatado al cielo de la misma manera que Elías. Pero cuando llegamos al relato de su fin, no vemos ningún despliegue exterior de poder sobrenatural. En un impresionante contraste con el fin del camino de Elías, tenemos la simple declaración: «Y murió Eliseo, y lo sepultaron».
Sin embargo, Dios honrará a su fiel siervo a su manera y en su tiempo. Dios concedió un gran honor a Moisés enterrándole en un sepulcro desconocido por todos. Pero quizá uno mayor fue reservado a Eliseo, porque, de acuerdo con su ministerio de gracia, Dios se sirvió de su muerte para ilustrar el mayor de todos los milagros de gracia: sacar la vida de la muerte. Así, al principio del año siguiente, un hombre fue sepultado en el sepulcro de Eliseo y leemos que, al tocar los huesos de Eliseo, «revivió, y se levantó sobre sus pies».
«Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje» (Is. 53:10), está escrito de Aquel de quien Eliseo no era más que una figura. Cuando el Señor Jesús entra en la muerte, adquiere un linaje. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24). Este gran misterio, ¿no está prefigurado en esta escena? El enemigo tenía al pueblo de Dios en esclavitud, la muerte estaba sobre ellos, y lo único que el hombre podía hacer era enterrar a sus muertos. Pero cuando la muerte entró en contacto con aquel que, en figura, había entrado en la muerte en gracia –aquel que, podríamos decir, había rehusado ser introducido en la gloria por el carro y la caballería, y había escogido el camino del sepulcro– hubo, como glorioso resultado, la vida y la resurrección. El hombre revivió y se levantó sobre sus pies. Y aparte de la vida sacada de la muerte, hubo liberación del enemigo; porque leemos que Dios usó de gracia para con su pueblo y «tuvo misericordia de ellos, y se compadeció de ellos y los miró, a causa de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob; y no quiso destruirlos ni echarlos de delante de su presencia hasta hoy».
Así es cómo termina la maravillosa historia de este varón de Dios, que tuvo el gran privilegio de ser un mensajero de la gracia de Dios en medio de una nación apóstata y ante un mundo malvado.
Semejante a un extranjero celestial, ha pasado su camino, separado moralmente de todos, pero siervo de todos en gracia, accesible tanto a ricos como a pobres. Se lo encuentra en todas las situaciones; entra en contacto con toda clase de hombres; cumple su servicio a veces dentro de los límites de la tierra de Israel y otras veces más allá de sus fronteras. Pero, dondequiera que esté, en cualquier circunstancia que se encuentre, con quienquiera que tenga que actuar, su único e invariable objetivo era dar a conocer la gracia de Dios.
A veces se burlan de él; otras veces es ignorado y olvidado; además los hombres traman quitarle la vida; pero, a pesar de todas las oposiciones, continúa su servicio de amor, quitando la maldición, preservando la vida de los reyes, alimentando a los hambrientos, ayudando a los necesitados, curando a los leprosos y resucitando a los muertos.
Nada admite en sus caminos y en su modo de vida que sea incompatible con su ministerio de gracia. Rechaza las riquezas de este mundo y las dádivas de los hombres, aceptando ser pobre para que otros sean enriquecidos.
Todo esto lo hace idóneo para ser una figura de Aquel mucho mayor que él, por medio de quien la gracia y la verdad vinieron a este mundo, que «habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14); que «se hizo pobre… para que nosotros fuésemos… enriquecidos» (2 Cor. 8:9); que «sufrió tal contradicción de pecadores» (Hebr. 12:3) y que al final dio su vida para que «la gracia reine por la justicia» (Rom. 5:21).
Además, si bien Eliseo es una figura del Cristo que debía venir, también es un ejemplo para cada creyente, enseñándonos que, en medio de todas las circunstancias de la vida, deberíamos, frente a las necesidades de los hombres, ser los mensajeros de la gracia que nos ha buscado en toda nuestra decadencia para finalmente ponernos con el Hombre en la gloria haciéndonos semejantes a él, ahí donde estaremos por siempre «para alabanza de la gloria de su gracia» (Efe. 1:6).