El Cordero de Dios


person Autor: Hamilton SMITH 84

flag Temas: Jesucristo (El Hijo de Dios) La expiación, la propiciación, la reconciliación


«Rescatados… con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha; predestinado antes de la fundación del mundo» (1 Pe. 1:18-20).

En estas palabras, el Espíritu de Dios nos transporta a la eternidad para abrir la maravillosa historia del Cordero. Cristo, como el Cordero de Dios, no fue un pensamiento tardío para Dios, él fue «predestinado antes de la fundación del mundo». Y tan pronto como el pecado entró en el mundo, la historia del Cordero fue retomada en el tiempo. Abel, aunque muerto estos miles de años, sigue hablando de la necesidad del sacrificio del Cordero. Al ofrecer a Dios los primogénitos de su rebaño, revela esa primera gran verdad que todo pobre pecador que se acerca a Dios debe aprender, que «sin derramamiento de sangre no hay remisión» (Hebr. 9:22).

Abraham continúa la historia del Cordero en esa gran escena en la que su fe fue probada (Gén. 22). Es como si Dios dijera: “Voy a poner en evidencia la fe que desde hace tiempo sé que hay en el corazón de Abraham. Él ha sido justificado ante mí por la fe, ahora será justificado por las obras que probarán la realidad de su fe en mí” (Sant. 2:21). Seguramente ningún hombre fue probado como Abraham: Job fue probado con la pérdida de hijos, posesiones y salud, pero la prueba de Abraham fue más profunda. A Job se le exigió someterse a una pérdida; a Abraham se le exigió hacer un sacrificio. Una era la sumisión pasiva, la otra la obediencia activa. Y qué grande es la exigencia: «Toma ahora tu hijo»; y aún más profunda es la espada que atraviesa su alma, porque debe ser «tu único [hijo]»; y más profunda aún, porque debe ser «Isaac», aquel de quien dependen todas las promesas; y aún más profunda, porque debe ser aquel «a quien amas» (Gén. 22:2).

Pero en esta gran escena había algo más que la prueba de la fe de Abraham. Por muy valiosa que fuera, había algo aún más precioso, más instructivo, importante y conmovedor para el alma. En este relato está envuelta la historia mucho más grande del Padre y del Hijo, de Dios y del Cordero, de Cristo y de la cruz. Abel nos dice que debe haber un cordero para el holocausto; Isaac plantea la pregunta: «¿Dónde está el cordero?» (Gén. 22:7). Y Abraham da la única respuesta posible: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto» (v. 8). Ningún cordero provisto por el hombre podría servir para satisfacer la santidad de Dios o el pecado del hombre. Dios debe proveer el Cordero, y, dice Abraham, «Dios se proveerá de Cordero».

Moisés retoma la historia del Cordero. Cuenta el carácter de Aquel que es el único que puede satisfacer las demandas de Dios. El Cordero que Dios proveerá será una víctima santa e inmaculada, un cordero «sin mancha» (Éx. 12:5).

Isaías completa la historia del Cordero en el Antiguo Testamento. Nos dice la manera en que el Cordero de Dios debe realizar su obra. Debe ser una víctima que no se resista y que esté dispuesta, porque, dice el profeta, «como cordero, es conducido al matadero; y como es muda la oveja delante de los que la esquilan, así él no abre su boca» (Is. 53:7 VM).

Al pasar al Nuevo Testamento, dejamos atrás las sombras, los tipos y las profecías y nos encontramos ante Aquel que es la imagen misma de las sombras. Juan el Bautista abre la historia del Cordero, tal como se recoge en el primer capítulo del Evangelio según Juan. Abraham, mirando hacia adelante, había dicho: «Dios se proveerá de Cordero», y Juan, «mirando a Jesús que pasaba», da una respuesta que atraviesa el tiempo: «He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:36). Si el mensaje llegó a Abraham: «Toma ahora tu hijo» no era sino una prefiguración de Jesús declarado ser el Hijo de Dios. ¿Dijo Dios a Abraham «tu único [hijo]»? Así que ahora oímos al Espíritu de Dios declarando que Jesús es «el Hijo único» (Juan 1:18). ¿Tenía Abraham que ofrecer a Isaac, el hijo de la promesa? Entonces Jesús es declarado como «El Cristo» (Juan 1:41), Aquel en quien todas las promesas son sí y amén (cf. 2 Cor. 1:20); y, por último, ¿escuchó Abraham aquellas palabras: «Toma ahora a tu hijo… a quien amas»? entonces Jesús es presentado como «el Hijo… que está en el seno del Padre» (Juan 1:18).

Si Juan responde a Abraham y nos presenta al Cordero en su humillación, Felipe y Pedro responden a Moisés e Isaías y presentan al Cordero en sus sufrimientos. Felipe encuentra al eunuco leyendo la gran profecía de Isaías: «Como oveja es conducido al matadero; y como el cordero es mudo delante del que lo trasquila, así él no abre su boca», y a partir de la misma escritura «le predicó la buena nueva de Jesús» (Hec. 8). Pedro nos recuerda que hemos sido redimidos «con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe. 1:19).

El apóstol Juan, en Apocalipsis 5, continúa la historia del Cordero, presentando ante nosotros al Cordero en sus glorias. Dejando atrás la tierra, Juan es llevado en espíritu al cielo, y allí contempla en la mano derecha de Dios un libro de juicio, pero también de bendición alcanzada a través del juicio. ¿Pero quién puede abrir el libro? Y si nadie puede abrir el libro, ¿cómo pueden seguir su curso los juicios? ¿Cómo se pueden alcanzar las bendiciones? ¿Cómo se puede apartar el mal y establecer las glorias del reino? «¿Quién es digno de abrir el libro?» (v. 2) es la pregunta dirigida a las huestes del cielo reunidas. Buscando entre la miríada de redimidos, Juan no pudo encontrar a «nadie en el cielo» (v. 3) digno de abrir el libro. Muchos grandes santos estaban allí, Enoc que caminó con Dios, y Abraham que habló con Dios, Moisés que fue enterrado por Dios, y Elías que fue arrebatado por Dios –todos están allí, pero ninguno es digno de abrir el libro. Y entonces Juan busca en la tierra, pero si no puede encontrar a nadie en el cielo, no es de extrañar que no pueda encontrar a nadie en la tierra, y menos aún que encuentre a alguien bajo la tierra que sea digno de abrir el libro o de mirar en él. Entonces Juan se echa a llorar. Pero el llanto no es apto para el cielo. En la tierra el llanto puede durar una noche, en la Gehena el llanto durará la eternidad, pero en el cielo, Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos; y ya no existirá la muerte, ni duelo, ni clamor, ni dolor» (Apoc. 21:4). Juan es el único hombre que lloró en el cielo, y aunque lloró mucho no se le permitió llorar mucho tiempo. Oye a uno de los ancianos decir: «¡No llores! Mira, el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro» (Apoc. 5:5). Y Juan, que había estado tan ocupado mirando a través del cielo y de la tierra, y debajo de la tierra, que había pasado por alto el trono, se vuelve ahora hacia el trono esperando ver al León que prevalece, y vio «en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, un Cordero como sacrificado» (v. 6). El León que prevalece es el Cordero que fue inmolado.

En la tierra, Juan había oído las palabras: «He aquí el Cordero de Dios» (Juan 1:36). Había seguido al Cordero en su humillación. Había estado al pie de la cruz y había sido testigo del Cordero en sus sufrimientos. Lo había visto cuando los hombres le traspasaron las manos y los pies en el lugar de las tres cruces, «donde lo crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio» (Juan 19:18); había visto a Jesús como el Hombre resucitado en la tarde del día de la resurrección, cuando «vino Jesús y se puso en medio» (Juan 20:19) y mostró a sus discípulos las marcas de las heridas en sus manos y pies; y ahora, transportado al cielo, atestado de la inmensa hueste de los redimidos, y de miles y miles de millones de ángeles –en el centro mismo de la gloria celestial– ve «en medio del tronoun Cordero como sacrificado» (Apoc. 5:6). Ve al Cordero en sus glorias –Jesús con las marcas de las heridas en sus manos y pies, el único Hombre en toda esa gloria eterna que llevará algún rastro de las penas del tiempo.

Y mientras Juan contempla con admiración adoradora, oye que la gran hueste de los redimidos prorrumpe en un cántico -el cántico nuevo-, el cántico del Cordero, diciendo: «Digno eres de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque fuiste sacrificado, y has comprado para Dios con tu sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Apoc. 5:9).

Los ángeles no pueden cantar este cántico, ni tampoco pueden callar cuando se canta, así que Juan oye un nuevo estallido de alabanza al que se une todo el cielo: los seres vivientes, los santos comprados con sangre, la “innumerable compañía de ángeles”, todos se unen mientras pronuncian a gran voz: «¡El Cordero que fue sacrificado es digno de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría, la fortaleza y el honor, la gloria y la bendición!» (Apoc. 5:12).

Pero la tierra no puede permanecer en silencio cuando el cielo está contando las glorias del Cordero, y así cae sobre los oídos de Juan un nuevo estallido de alabanza. Esta vez todos los seres creados en el cielo y en la tierra se unen en un gran himno de alabanza a Dios y al Cordero, diciendo: «¡Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el dominio, por los siglos de los siglos!» (Apoc. 5:13). Los cuatro seres vivientes añaden su «Amén» a este triple estallido de alabanza, y los santos comprados con sangre, con los corazones llenos a rebosar “se postran y adoran al que vive por los siglos de los siglos” (v. 14).

Pero en el curso del libro del Apocalipsis pasan ante nosotros otras glorias del Cordero. La escena cambia ahora del cielo a la tierra y se nos permite ver al Cordero en su poder y en su ira, ejecutando el juicio. Así como había redimido a sus santos con sangre, ahora redime la herencia con poder. Es el Cordero quien abre los sellos e inmediatamente el juicio sigue su curso (Apoc. 6:1); es ante la ira del Cordero que las naciones gritan aterrorizadas (Apoc. 6:16); y es contra el Cordero que las naciones, bajo el liderazgo de la bestia, hacen la guerra solo para ser vencidas, y para descubrir que el Cordero de Dios, –aquel que habían despreciado y clavado en una cruz, y coronado con una corona de espinas– es el Señor de los señores y el Rey de los reyes (Apoc. 17:14).

Pero una vez más la escena cambia de la tierra al cielo, y en el capítulo 19 se nos permite ver nuevas glorias del Cordero. En la tierra, ese vil sistema que durante tanto tiempo había usado el nombre del Cordero, y que durante tanto tiempo había negado el carácter del mismo, ha sido finalmente juzgado, y el cielo se regocija por su destrucción. Pero la destrucción de la falsa iglesia, que profesa en la tierra, da paso a la presentación de la verdadera Iglesia a Cristo en la gloria. El juicio de la gran ramera conduce a las bodas del Cordero. En esta gran escena pasa ante nosotros la novia, la esposa del Cordero (Apoc. 19:7 y 21:9), las bodas del Cordero y la cena del Cordero. La esposa presenta a la Iglesia como objeto del amor íntimo de Cristo. Como tal, la amó y se entregó por ella. Como tal, la ha sustentado con tierno amor y la ha cuidado durante todos los días de la travesía por el desierto. Por débil, fracasada, perseguida, dispersa y quebrantada que esté la Iglesia, nunca ha dejado de ser objeto de su amor y afecto. A través del diluvio, de las llamas y de la persecución, Cristo ha llevado a su prometida, teniendo siempre presente el gran día de las bodas del Cordero; porque las promesas de matrimonio, por muy dulces que sean para los afectos, no satisfacen el corazón. La intimidad del amor entre la esposa y el Cordero es preciosa, pero el amor no se contenta sin la posesión de su objeto amado. Y mientras la esposa habla ciertamente del amor, el matrimonio habla de la posesión del objeto del amor. Dice el apóstol: «Os he prometido con un solo esposo», pero ¿con qué fin? «para presentaros como virgen pura a Cristo» (2 Cor. 11:2). Los desposorios tienen en vista la presentación –el día de las bodas del Cordero. El amor que ha acompañado a la Iglesia en su travesía por el desierto, que la ha santificado y limpiado, se ha mantenido en su camino con miras a las bodas del Cordero. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin, y ¿con qué fin?, «para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante» (Efe. 5:27). Y cuando el matrimonio tenga lugar, la cena comenzará. Si la esposa habla de la intimidad del amor, y el matrimonio de la posesión del objeto del amor, la cena del Cordero proclama el deleite y la alegría con que el cielo celebrará las bodas del Cordero.

Queda una escena más y la tierra retoma el relato para contar estas nuevas glorias del Cordero. En el cielo hemos visto las bodas del Cordero; pero el Cordero no se contenta con poseer a su esposa, sino que la presentará ante el mundo. Juan es llevado a un gran y alto monte para ver a la esposa del Cordero, pero lo que realmente ve es «la santa ciudad, Jerusalén, que descendía del cielo, desde Dios» (Apoc. 21:10). Un símbolo, seguramente, de la Iglesia desplegada en gloria, pero, sobre todo, la gloria del Cordero desplegada en la Iglesia, pues por encima y más allá de las glorias de la ciudad Juan ve las glorias del Cordero. Habla de sus muros de jaspe grandes y altos, habla de sus puertas de perlas, de las calles de oro y de los cimientos adornados con toda clase de piedras preciosas, y todo esto es sumamente hermoso, pero preguntamos: “¿Es esto todo?”. Y Juan, por así decirlo, responde: “Oh, no, puedo decirles más, puedo decirles las cosas que no están allí, no vi ningún templo, ningún sol, ninguna luna, ninguna vela, ninguna noche, ningún mal y ninguna maldición”. Y de nuevo decimos que esto es muy venerable, pero ¿no hay nada más? “Ciertamente lo hay”, parece decir Juan, “porque en medio de todas las glorias, y por encima de todas las glorias de esta ciudad celestial, vi al Cordero. Aquel que conocimos en los días de su peregrinaje, aquel que caminó con nosotros, y habló con nosotros, que habitó entre nosotros lleno de gracia y verdad, que compartió con nosotros nuestra pobreza, que soportó con nosotros nuestra debilidad, y lloró con nosotros nuestros dolores, aquel que nos amó y se entregó por nosotros –este es el que vi en medio de la ciudad– el Cordero de Dios”, «y su lámpara es el Cordero» (Apoc. 21:23). ¿Cómo podrían el oro, las perlas y las piedras preciosas mostrar su belleza sin la luz? «Su lámpara es el Cordero».

Las glorias de la ciudad pueden cautivar nuestras mentes, la ausencia de todo mal seguramente satisfará la conciencia, pero la presencia del Cordero será la única que satisfaga nuestros afectos, y hará que todo santo se sienta en casa en medio de estas glorias trascendentes. Veremos las glorias de la ciudad, veremos el río de la vida y el árbol de la vida, pero sobre todo veremos al Cordero, veremos su rostro, y su nombre estará en nuestra frente (véase Apoc. 22:4). Que el poder transformador de la historia del Cordero se manifieste en nuestras vidas incluso ahora.

La novia no mira su vestido,
Sino el rostro de su querido esposo;
No miraré la gloria
Sino a mi Rey de la gracia –
Ni la corona que él da
Sino a su mano traspasada:
El Cordero es toda la gloria
De la tierra de Emanuel”.


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