Índice general
1 - Dios
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Temas importantes de las Sagradas Escrituras
Serie: Tema:(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Nota del Editor: Vamos a presentar, con la ayuda del Señor, varios temas sobresalientes de las Sagradas Escrituras. Estos serán doce (12), pero el estudioso (conducido por el Espíritu Santo) podrá desarrollar cada uno de estos temas y hacer surgir otros que se desprenderán de los primeros. Quiera Dios ayudar a cada cual que busca conocer mejor Su pensamiento y Su voluntad.
La revelación que Dios da de sí mismo es progresiva y corresponde a la naturaleza de las relaciones establecidas con su criatura.
1.1 - El Dios Creador
La creación entera proclama el poder y la sabiduría de Aquel que ordenó todas las cosas.
«Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal. 19:1).
«Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas» (Is. 40:26).
«Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Rom. 1:20).
Este testimonio convierte al hombre en responsable acerca de su Creador, y si la fe está en él, le capacita para recibir su Palabra (véase la continuación del Sal. 19).
«Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios» (Hebr. 11:3).
«En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho» (Juan 1:1-3).
«Porque en él» –el Hijo– «fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra» (Col. 1:16).
1.2 - El Dios Justo y Santo
«Mas Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses?» (Gén. 3:9-11).
Responsable delante de su Creador, el hombre le debe sumisión. Esta primera escena en el paraíso terrestre nos habla de los derechos de Dios y de la incapacidad del hombre para poder cumplirlos. De esta primera desobediencia proviene la historia de la humanidad en su perpetua rebelión contra Dios.
«Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12).
«Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio» (Hab. 1:13).
«Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso» (Apoc. 4:8).
«Santo, santo, santo, Dios de los ejércitos» (Is. 6:3).
«Justicia y juicio son el cimiento de tu trono» (Sal. 89:14).
1.3 - Dios es luz… Dios es amor
Estas dos declaraciones de la primera epístola de Juan (cap. 1:5 y 4:8, 16) nos hablan de la naturaleza esencial de Dios mientras que su justicia y su santidad subrayan lo que está en relación con sus criaturas. Nada puede alterar lo que Dios es en sí mismo: «No hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1:5), «en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación» (Sant. 1:17).
«Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud; Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto… Ved ahora que yo, yo soy» (Deut. 32:4 y 39).
«Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8).
A estos caracteres de «luz» y «amor», corresponden las manifestaciones de gracia y verdad, reveladas muchas veces juntas en las Escrituras. Es la forma bajo la cual lo incomprensible de la naturaleza divina es colocado a nuestro alcance. La Palabra de Dios es su apoyo y el Espíritu Santo el agente dispensador o distribuidor, siendo entonces cuando la fe los recoge y se los apropia.
1.4 - La relación de Dios con su criatura
Si bien esta relación se interrumpió a causa del pecado, el pensamiento de Dios, así como su deseo en cuanto al hombre, permanecen. Dios estableció, para la dicha del hombre, una relación correspondiente a la revelación que él da de sí mismo, la cual ha sufrido una progresión con el transcurrir de los tiempos.
Con Abel, encontramos la base de estas relaciones: su sacrificio. El sacrificio es lo único que permite al hombre pecador poder entrar en relación con el Dios santo. Prefigurando el sacrificio de Cristo sobre la cruz, la ofrenda de Abel, bien acogida por parte de Dios, estableció un principio inmutable: «Y muerto, aún habla por ella» (Hebr. 11:4). «Os habéis acercado… a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel» (Hebr. 12:22 y 24).
Hasta Moisés, esta relación fue individual. Enoc, Noé y los patriarcas probaron la dulzura de estas relaciones, que implicaban la fe en los que disfrutaban de ellas y de donde provenían las promesas acerca de una descendencia, aun antes de que la nación fuera constituida y pudiera entrar en esta relación.
Cuando Dios se reveló a Moisés, le declaró que era el Dios de Israel. Con el nombre de Jehová, el Eterno, entra en relación con un pueblo que no le conocía y a quien va a revelar su gran poder al librarle de la esclavitud que sufría en Egipto.
Toda la historia de Israel, hasta la cautividad en Babilonia, está caracterizada por esta relación con Dios, la que a menudo fue perturbada por las múltiples desobediencias de este pueblo, si bien subsistió gracias a la gran paciencia de Dios. Esta paciencia llegó a su término y Dios tuvo que abandonar al pueblo que había escogido. Su gran misericordia permite que un remanente vuelva al país, donde permanece hasta la venida de Jesús. Durante este período, Dios toma el nombre de «Jehová de los ejércitos» para hablar con ellos. Deja de ser el Dios de Israel para convertirse en el Dios de los ejércitos celestes, presto a intervenir en favor de su pueblo, pero siempre dispuesto a esperar su arrepentimiento para actuar en favor suyo.
En espera de la restauración del pueblo terrestre, la venida y el rechazamiento de Jesús abren una nueva etapa, caracterizada por una nueva revelación de Dios y una nueva relación con él. Poco después de su resurrección, el Señor confía a María Magdalena un mensaje de un alcance muy importante: «Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Juan 20:17).
Esta revelación coloca al creyente actual en una relación muy íntima con Dios: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). «Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Gál. 4:6-7). ¿Qué derecho teníamos? Ninguno, por supuesto; solo la gracia de Dios da acceso a este favor. Si hemos hecho a Dios la más grande de las ofensas, ¿no es esto menospreciar tal don de gracia?
El conocimiento de Dios no puede ser adquirido más que por la revelación que él da de sí mismo. La Biblia es esta revelación. Ninguna filosofía ni ninguna ciencia pueden sustituir la simple lectura de la Palabra de Dios. El corazón que se deja impregnar por ella es el único capaz de sondear estas santas Escrituras para descubrir en ellas lo que pueda satisfacerle plenamente para el presente y para la eternidad.