La gracia de Dios


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1 - La verdadera gracia de Dios

«Os he escrito brevemente para animaros y aseguraros que la gracia en la que estáis es la verdadera gracia de Dios» (1 Pedro 5:12).

Estamos en una posición en la que podemos saborear que «el Señor es bueno» (1 Pe. 2:3). A menudo nos es tan difícil creer ¡que el Señor es bueno! El sentimiento natural en nuestros corazones es este: «Eres un hombre austero…» (véase Lucas 19:21-22).

Algunas personas piensan que la palabra gracia implica que Dios no considera el pecado, pero esto no es así; la gracia implica que el pecado es algo tan abominable que Dios no puede soportarlo.

Si estuviera en el poder del hombre, después de haber hecho el mal, enderezar sus caminos y corregir su propia naturaleza para poder estar ante Dios, no habría necesidad de la gracia. El hecho mismo de que el Señor actúa en gracia demuestra que el pecado es algo tan terrible que el estado del hombre está absolutamente arruinado y sin esperanza; es un pecador, y nada más que la libre gracia podrá satisfacer su necesidad.

El Señor que he conocido dejando su vida por mí, es el mismo que el Señor con el que trato cada día de mi vida, y todas sus formas de obrar para conmigo se basan en los mismos principios de gracia.

Es Jesús quien da un descanso duradero a nuestras almas, no es nuestra opinión personal sobre nosotros mismos. La fe nunca considera lo que hay en nosotros como el fundamento de descanso; recibe la revelación de Dios y los pensamientos de Dios sobre Jesús en quien se encuentra su descanso. Si Jesús es precioso para nuestras almas, si nuestros ojos y corazones están ocupados con él, el mundo y el pecado que nos rodea no tendrán ningún asidero en nosotros; y esto también será nuestra fuerza contra el pecado y la corrupción de nuestros propios corazones. Todo lo que veo en mí fuera de Él es pecado. Pero lo que me hará humilde, no es pensar en mis propios pecados, ni en mi mala naturaleza, y estar ocupado de eso; es por el contrario pensar en el Señor Jesús, meditar en la excelencia de su Persona.

Es bueno terminar con nosotros mismos y tratar solo con Jesús. Tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, tenemos derecho a olvidar nuestros pecados, tenemos derecho a olvidar todo excepto a Jesús.

J. N. Darby

2 - Un Dios que perdona

«¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia» (Miqueas 7:18).

Este maravilloso pasaje del Antiguo Testamento fue escrito mientras Israel estaba todavía bajo la Ley y fue encontrado culpable no solo de pecado, sino también de transgresión e iniquidad. El pecado es el mal en el grado inicial, mientras que la transgresión es más grave: se refiere a una prohibición expresada. La iniquidad, que es caminar sin freno y sin ley, es aún más grave: es un pecado de extrema gravedad. Uno puede caer en pecar por ignorancia, pero la transgresión es la violación de una ley prescrita. La iniquidad es aún peor: es la descarada determinación de imponer la propia voluntad oponiéndose a la del Dios vivo.

Los hijos de Israel eran culpables de todos estos pecados, y ciertamente no podían encontrar ayuda a través de la Ley. Ella es tan dura como la piedra sobre la que fue escrita, y condena todo pecado, de cualquier tipo sea. Prevé el castigo de un terrible juicio por cualquier delito.

¿Cómo es posible entonces que un versículo como el de Miqueas 7 haya sido escrito durante el período en que la Ley se ejercía? La única respuesta es esta: Miqueas anticipó el valor infinito del sacrificio de Cristo, que por sí solo podía sentar las bases del perdón que traería a Dios plena satisfacción. Qué maravilloso estímulo debía ser este pasaje para cualquiera que se preocupe por el pecado –aunque no podían entender entonces cómo Dios podía perdonar su pecado mientras mantenía su justicia. Pero incluso entonces, Dios quería que los hombres creyeran que él podía perdonar los pecados de la misma manera que exhortaba a todos en Proverbios 3:5, «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia».

Podemos considerar seriamente este versículo de Miqueas: «¿Qué Dios como tú…?». El hombre, por supuesto, no considera perdonar un crimen grave cometido contra él o su familia. Pero el gran Dios del cielo y de la tierra ha dado a su propio Hijo para soportar el juicio que sus enemigos merecían, y es su deseo y su alegría perdonar a cualquiera que se confía en Jesús como su Salvador. ¡Qué amor! ¡Él nos confunde y nos asombra!

L. M. Grant

3 - Un Dios salvador perfectamente justo

«No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo el que cree, al judío primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio justicia de Dios es revelada» (Rom. 1:16-17).

Un hombre de ley conocido por su incuestionable integridad, pero no creyente, yacía en su lecho de muerte. Allí estaba, enfrentado a la eternidad, preocupado y atormentado. No importaba lo recto que fuera ante los hombres, se veía a sí mismo como un pecador ante Dios. Sabía que en poco tiempo debería encontrar a su Creador; su conciencia despertada le recordaba pecados y faltas que nunca le habían parecido tan graves como ahora.

Un amigo le hizo la pregunta directa: ¿Eres salvo? No, respondió. ¿No te gustaría ser salvado? Sí, claro que sí, ¡pero no quiero que Dios se equivoque salvándome!

Su comentario mostró cuán profundamente había aprendido a apreciar la importancia de la rectitud. El visitante abrió su Biblia y leyó los pasajes que mostraban cómo Dios había preparado un medio justo para salvar a pecadores injustos (Rom. 3:26). De hecho, Dios no tiene otra forma posible de salvar a nadie. Si el pecado debe ser minimizado para que un pecador pueda ser salvado, el pecador será perdido para siempre. Dios se niega a comprometer su propio carácter por el bien de nadie, a pesar de su anhelo de que todos los hombres sean salvos (1 Tim. 2:4).

H.A. Ironside

Tu perfecta y pura justicia,
Oh Dios el Salvador, es la belleza
Y el glorioso adorno
Del pecador por ti redimido.

Para nosotros, elegidos, nación santa,
No, no más condenación,
No más terror, no, no más temor:
Dios nos ha dado su perdón.

Señor Jesús, nuestra justicia,
Tú dices: «Vengo pronto».
Que la Iglesia se regocije,
O Redentor ¡viéndote!

(Traducción del cántico No. 127, 1, 3, 4 en francés)

4 - El triunfo de la gracia

«Los redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas; y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido» (Isaías 35:10).

¡Qué transformación para Israel después de siglos de amarga angustia! Como nación elegida por Dios, una vez disfrutaron de un lugar de honor y de dignidad. Pero Dios les hizo sentir su condición tan profundamente que se sintieron totalmente rechazados de esta posición.

Pero ¿por qué fueron llevados tan abajo? Dios los había liberado de la esclavitud de Egipto, secando el mar Rojo para que pudieran cruzarlo en seco. Pero desde entonces, no han dejado de quejarse y de tratar a Dios con total falta de respeto. Envió profetas y siervos fieles para rogarles que le honraran, al menos en cierta medida, por su gran bondad para con ellos. Constantemente rechazaron todas sus ofertas para actuar con amabilidad hacia ellos. Podríamos esperar que Dios no hubiera soportado una ingratitud tan flagrante. Pero, aunque actuó para con ellos con una disciplina fiel, soportó pacientemente sus rebeliones.

Finalmente, después de haber rechazado a muchos de sus siervos, Dios les envió a su propio Hijo. Pero coronaron su maldad: no solo no le tuvieron en cuenta, sino que rechazaron y crucificaron a ¡este Señor del cielo y de la tierra!

Así que, gracia asombrosa, gracia maravillosa, ¡sin igual! Dios sigue cuidando de esta nación culpable para llevarlos al arrepentimiento, para redimirlos a través del maravilloso sacrificio de Cristo. Sus pecados serán borrados y un día volverán a Sion, la ciudad de Dios, con cánticos de triunfo y alegría eterna.

Así, la pura gracia de Dios triunfará sobre toda la culpa y la locura de la nación, así como ha triunfado hoy sobre la culpa de cada verdadero creyente, redimido por la preciosa sangre de Cristo. Una bendición eterna será su parte, así como la nuestra, pero toda la gloria pertenece a Dios.

L.M. Grant

5 - Un Dios que perdona

«Cómo se justificará el hombre con Dios?… ¿Qué haría yo cuando Dios se levantase? Y cuando él preguntara, ¿qué le respondería yo?» (Job 9:2; 31:14).

«Jah, si mirares a los pecados, ¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?» (Salmo 130:3)

La conciencia de los pecados pasados pesa mucho en los corazones de muchos. Preguntas como las de Job o el salmista son solemnes. Siempre hacen reflexionar a las personas, incluso a las más indiferentes y despreocupadas, a pesar de todos sus esfuerzos por reprimirlas o evitarlas.

Pero Dios no los dejó sin respuesta. El salmista expresa lo que Dios prometió: «Pero en ti hay perdón… porque en Jehová hay misericordia, y abundante redención con él». (Sal. 130:4, 7). Dios «no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom. 8:32); es él quien concibió un medio para que el hombre no esté obligado a quedar separado de él. Todos los requisitos divinos de su Ley están plenamente satisfechos por la salvación que ofrece; a quien la acepta, se le concede el perdón, incluso al más grande de los pecadores. Dios quiere y puede «salvar completamente» (Hebr. 7:25) a todos los que vienen a él.

¿Hay algún pecado en su vida que le parezca ser como carmesí o escarlata –alguna mancha profunda, oscura y odiosa que tiene en su memoria y que lo atormenta? Dios dice: «Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Is. 1:18). Créalo y el Señor dirá: «Deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí» (Is. 44:22).

Cuando esto se logra, solo se ve es la claridad de un cielo radiante. Es un Dios que «que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad. No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia» (Miq. 7:18).

según J.R. Macduff.

Ves, en la noche oscura, elevarse ante ti,
¿Tus muchos defectos, tu desprecio por mi Ley?
¿Tienes temor de aparecer así delante de mí?
¿Tienes miedo de la santa mirada… de tu Rey?
Estos pecados numerosos los he tomado sobre mí.

(Traducción libre de un cántico)

6 - Un Dios Salvador

«Cuando la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor hacia los hombres aparecieron, nos salvó, no a causa de obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino según su misericordia» (Tito 3:4-5).

Vemos el corazón de Cristo volverse misericordiosamente hacia los pecadores perdidos –no los corazones de los pecadores perdidos volverse hacia Cristo.

Lo único que Cristo toma en consideración cuando se encuentra con un pecador y le da la paz, es su propia sangre; lo que sea que se le añada, lo declina y lo rechaza. No hay nombre al que Jesús de Nazaret sea más sensible que el de Salvador, para él este nombre no se ha convertido en algo común. Sin duda tiene todas las glorias, pero, sobre todo, tiene en común con Dios este nombre de Salvador que no comparte con nadie más: es el «Dios nuestro Salvador». «Tenemos la redención por medio de su sangre» (Efe. 1:7): ¿no le habla eso a nuestro corazón? Estas pocas palabras nos presentan a nuestro Dios Salvador, en quien tenemos la redención. Él es el único al que pertenecerá toda la gloria. Cuando lleguemos a la casa del Padre, nuestra alegría será en la gloria de Cristo. Seremos felices, no solo porque somos salvos, sino porque lo veremos como él es –¡qué Salvador tenemos! El hecho de ser salvo no es nada comparado con la gloria que brilla del Salvador, Cristo. Porque él es lo que es, tenemos la redención por su sangre.

¿Alguna vez dejará de lado su carácter de Redentor? El hecho de que «en medio del trono» había «un Cordero como sacrificado» (Apoc. 5:6) muestra su gloria en redención, aunque bajo una luz diferente. Una vez que entró en Canaán, Israel disfrutaba de una parte diferente a la que tenía en el desierto, pero aún así era un tema de gloria para ellos ser el pueblo de un Dios Redentor. Cuando entremos en la gloria, cada uno de nosotros será visto como un monumento que pondrá en evidencia la gloria del Dios Redentor.

G.V. Wigram

7 - La gracia superabundante de Dios

«Dios puede hacer que abunde toda gracia en vosotros; para que teniendo siempre lo necesario en todo, abundéis para toda buena obra» (2 Corintios 9:8).

Dios no nos da la gracia antes de la hora de la prueba, pero cuando llega, da la medida y la forma de gracia necesaria. Como desea mantener a su pueblo humilde y dependiente de sí mismo, no da un suministro de gracia; la dispensa para las necesidades de cada día. Desea que, en cada prueba, nuestra propia insuficiencia nos devuelva a la plenitud de Cristo –nuestra debilidad a la fuerza de Cristo.

Teniendo todo lo necesario, «a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:17). La gracia que necesitamos no es algo limitado que Dios distribuye con parsimonia; es un glorioso tesoro que la llave de la oración siempre puede abrir. Este tesoro de gracia es inagotable y nuestras necesidades no pueden agotarlo. ¡Qué pensamiento alentador! Miles de creyentes pueden testificar la verdad de este versículo: «De su plenitud nosotros todos hemos recibido, y gracia sobre gracia» (Juan 1:16).

¡Confiemos en esta gracia sobreabundante de Dios! Siempre compensa por completo nuestra propia insuficiencia. Recibimos los beneficios de esta gracia en todas las circunstancias y todas las situaciones –en días soleados o tormentosos, en la salud y la enfermedad, en la vida y la muerte. Dios dispensa la gracia al creyente mayor como al más joven, al creyente probado, a aquel que es débil y al que es tentado. Recibimos gracia por el servicio y en el servicio, gracia para llevar la copa de gozo con mano firme y gracia para beber la copa de amargura sin queja. Necesitamos especialmente la gracia para poder decir, como nos enseñó Jesús (Mat. 6:10), y como él mismo dijo en la aflicción de Getsemaní: «Hágase tu voluntad» (Mat. 26:42).

J.R. Macduff

Su divina gracia
Para nosotros, viajeros,
Es suave, efectiva,
En nuestros débiles corazones.

Cántico en francés N°. 111, 3

8 - El perdón y las bendiciones solo por gracia

«Nos escogió en él… para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos colmó de favores en el Amado» (Efesios 1:4, 6).

«No por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:9).

Cuando José se dio a conocer a sus hermanos, su llanto fue reportado a Faraón. Se le dice que los hermanos de José han venido a Egipto. «Esto agradó en los ojos de Faraón», y los bendijo dándoles la tierra de Gosén, «lo bueno de la tierra de Egipto»; les dio «la abundancia de la tierra» (Gén. 45:16-20).

Los hermanos de José no fueron introducidos en el favor de Faraón sobre la base de su dignidad personal o de su propio valor, ni sobre la base de obras que hubieran hecho, sino por el placer que Faraón había encontrado en José. Fue en José, el amado, que fueron aceptados. Esto ilustra una realidad actual para los cristianos: el Señor no se avergüenza de llamarnos hermanos (Hebr. 2:11), somos aceptados –colmados «de favores»– en el Señor Jesucristo por un Dios santo, por el placer que encontró en su Hijo amado. Y si somos aceptados así, no es por nosotros mismos, ni por ninguna buena obra que tengamos hecha; es un don de Dios, por la obra expiatoria hecha en la cruz del Calvario, a través del derramamiento de la sangre de su propio Hijo.

Los hermanos de José no hicieron más que reconocer su culpa hacia su hermano (Gén. 42:21-23). Confesar nuestros pecados ante Dios y reconocer que fueron nuestros pecados los que llevaron a su Hijo a morir en la cruz es todo lo que tenemos que hacer. Entonces somos reconciliamos con Dios y aceptados en el Amado. Una vez que somos reconciliados, todas las bendiciones espirituales en los lugares celestiales son nuestras, así como todo lo mejor de la tierra de Egipto era dado a la familia de José.

Es bueno notar esto: José no reveló nada del pecado que sus hermanos cometieron contra él, ni a Faraón ni a su padre; no se enteraron de ello. De la misma manera, nuestros pecados nunca llegarán a oídos de un Dios que odia el pecado, porque le complace ver que el Señor nos designa como sus hermanos. ¡Alabemos a Aquel que es digno de recibir nuestra alabanza todo el tiempo!

M. Labelle

9 - Salvado por la gracia

«Pero el cobrador de impuestos, estando lejos y de pie, no quería ni alzar los ojos al cielo; sino que se daba golpes de pecho, diciendo: ¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!» (Lucas 18:13).

La mayoría de las gentes que nos rodea saben que son pecadores. Si usted le pregunta a cualquiera de ellos, podría decir: “Sé que no soy perfecto”. Pero cuando el Espíritu de Dios trabaja en el corazón, enseña al hombre que es un pecador perdido, un pecador que merece el juicio, un pecador en un estado desesperado y culpable ante Dios. Muchos de los que se reconocen pecadores no piensan que nacieron en pecado, que son pecadores de pies a cabeza, muertos en sus pecados, hijos de la ira (Efe. 2:3). Sin conocer su verdadero estado, intentan, como aquella mujer de Marcos 5:25-34, este o aquel remedio, tratamiento o medio, esperando una vana mejoría. Corren de un lado a otro, abandonando viejos hábitos, poniéndose un “manto” respetable, rompiendo con ciertas tradiciones o mentalidades que han sido toleradas durante mucho tiempo y adoptando una línea de conducta diferente. De esta manera, esperan ganar el favor de Dios y tranquilizar su conciencia.

Muchos, sabiendo que han transgredido la ley de Dios, tratan de expiar este pecado reformando su conducta; pero, pensando que todavía se puede hacer algo en el futuro para borrar más o menos el pasado, se ciegan a sí mismos. Por otro lado, podemos estar seguros de que, si el Espíritu de Dios obra en una persona, ella no se sentirá mejor mediante ninguna de estas formas. Por el contrario, su malestar aumentará, porque el Espíritu Santo le revelará tan claramente el estado desesperado de su corazón, su maldad y su falsedad, que después de todos estos vanos intentos sentirá la gravedad del pecado más que antes.

Tal vez está usted tratando de mejorarse, está estableciendo su propia justicia, pensando en atraer el favor de Dios de alguna manera… Entonces es necesario que entienda la locura de su razonamiento y que se deje apoderar seriamente por esta verdad: ¡a los ojos de Dios usted es un pecador perdido!

H.H. Snell

10 - La acogida del hijo arrepentido

«Estando todavía lejos, su padre lo vio y se conmovió. Corrió, se echó a su cuello y lo besó efusivamente… Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad ahora mismo la mejor ropa y vestidlo; ponedle una sortija en su dedo y sandalias en sus pies; traed el becerro cebado, matadlo, comamos y alegrémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a regocijarse» (Lucas 15:20, 22-24).

¡Qué lamentable es el hijo pródigo! Y sin embargo, allí está, en los brazos del padre, el objeto de todo su amor, así como el objeto de toda la alegría de la casa –una alegría que desborda en respuesta a la felicidad del corazón del padre. ¿Qué a traído el hijo pródigo? Nada, excepto los rastros de su miseria: privaciones y harapos. Los ángeles no entendieron la misericordia de Dios, hasta que Cristo se hizo hombre. Cuando vieron al niño pequeño en el pesebre, supieron que era el Dios eterno que había dejado el trono. Y fue solo a través de la Iglesia que llegaron a conocer «la multiforme sabiduría de Dios» (Efe. 3:10).

Entiendo un poco lo que es la misericordia en el corazón de Dios, porque la he probado. Es un secreto entre mi alma y Dios. Volvió sus ojos hacia mí y me levantó, haciéndome probar, personalmente, la felicidad de conocer el amor que me ha perdonado: el Hijo de su amor me ha lavado de mis pecados con su sangre. Qué dulzura en este pensamiento: El Hijo de Dios se dio a sí mismo por mí, se ocupó de toda mi miseria (Tito 2:14; Gál. 2:20). Vean a este pobre hijo, allí, en la casa del Padre: es uno de los pensamientos más preciosos en relación con la redención. Al hacer entrar al hijo pródigo a su casa, Dios, en figura, mostró su placer en desplegar las inmensas riquezas de su amor por nosotros, pecadores arruinados y sin esperanza (Efe. 2:7, 12).

El Padre es el único que mide la dimensión del amor de Cristo por aquellos que ha dado a su Hijo, y la eficacia de su obra.

G.V. Wigram

Ven al Padre que te llama, ¡oh, vuelve a casa!
Esta es la hora solemne, en la que Dios te ofrece su perdón.
Hoy, ¡ven a él! ¡Ah! ¿Por qué te retrasas?
Hoy, ven a él, ven, ¡consigue su gran salvación!

(Traducción libre de un cántico)

11 - La gracia superabundante de Dios

«Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó en la muerte, así también la gracia reine mediante la justicia, para vida eterna, por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Romanos 5:20-21).

El corazón de Dios es la fuente inagotable de la gracia; reina a través de la justicia y fluye, sin límite, a través de un mundo perdido y culpable. ¿Quién podría medir su plenitud? No hay necesidad, por muy profundo que sea el corazón del más indigno pecador, no puede agotarla. Ninguna herida causada por el pecado es demasiado seria para que la gracia la cure. Los pecadores nunca son demasiados para sus inestimables dones.

Todos, en todas partes, están invitados a recibir libremente la abundante gracia de Dios, pero muy pocos aceptan su oferta. Y nosotros que lo aceptamos, ¡entendemos tan pobremente su plenitud y la inmensidad de los tesoros que están a nuestra disposición! ¡Con qué entusiasmo estamos dispuestos a captar alguna oferta gratuita, aunque sin valor en comparación con la riqueza y la generosidad de la gracia de Dios! ¿Qué entendemos de la «inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús»? (Efe. 2:7). La debilidad de nuestro cristianismo testifica.

Ningún idioma puede declarar, ninguna pluma puede describir, ningún libro puede contener, ninguna mente puede imaginar la plenitud de la gracia de nuestro Dios. «Anchura, longitud, altura y profundidad» (Efe. 3:18) son términos que expresan una medida, pero solo sugieren la extensión y la plenitud de esta gracia ilimitada, que fluye incesantemente hacia el hombre desde el corazón de Dios en la gloria eterna, y no tiene fin para todos los que la reciben.

«Si por la transgresión de uno los muchos murieron, mucho más abundaron para los muchos la gracia de Dios y el don por la gracia de otro hombre, Jesucristo» (Rom. 5:15). «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9).

según E.C. Hadley

12 - La gracia que lleva al arrepentimiento

«Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño» (Salmo 32:2).

David no dice: Bienaventurado el hombre que no es culpable, porque no podría haber tenido parte en tal felicidad. Él mismo había sido culpable de un pecado premeditado y despreciable, su adulterio con Betsabé y el asesinato de su marido (2 Sam. 11). ¿Cómo puede ser que no le haya sido imputado? Solo se puede dar una respuesta correcta: es absoluta y únicamente por el valor y la perfección del sacrificio de Cristo por el pecador. En ese momento, la muerte de Cristo estaba por venir, pero Dios ya podía beneficiar a los pecadores que mostraban un arrepentimiento sincero. Puede que David no lo haya entendido, pero su fe se basaba en Aquel que sí lo entendía. Era consciente de que Dios podía hacerlo, aunque todavía no sabía por qué medio.

Tal es la justificación del pecador a través de Cristo: Ha hecho una obra maravillosa por la cual el que cree es hecho justo ante Dios. En adelante, ninguna acusación se le puede intentar, porque Cristo respondió a todos los requisitos de Dios cuando su propia sangre fue derramada en la cruz.

Pero también una obra debe ser hecha en el creyente. David añade: «en cuyo espíritu no hay engaño». Esto ciertamente no significa que no haya pecado en la persona, porque «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1 Juan 1:8). El fraude, es negarse a reconocer nuestro pecado como tal. El mismo David fue culpable de fraude durante algún tiempo después de su grave pecado. En lugar de confesárselo a Dios, guardó silencio: «Mientras callé» (v. 3), y esto le causó una gran miseria interior. Finalmente, quebrantado y arrepentido, confesó todo a Dios, mirando honestamente su falta enfrente; solo entonces pudo decir que en su mente no había fraude. Pero es «la bondad de Dios» la que «conduce al arrepentimiento» (Rom. 2:4). En nosotros mismos, no tendríamos ningún deseo de arrepentirnos. Es la obra de gracia de Dios en el corazón del creyente. ¡Qué infinita gracia la de nuestro Dios!

L.M. Grant

13 - La gracia ha aparecido

«La gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres» (Tito 2:11).

La gracia de Dios es la actividad de su amor hacia aquellos que merecían su ira, y siempre está ahí para nosotros, los creyentes, en la persona del Señor Jesús en quien hemos puesto nuestra confianza. La comprenderemos mejor si la vemos en él, pues no la poseemos en absoluto fuera de él: «La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17). Él, el Verbo hecho carne, habitó entre nosotros, «lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). La gracia de Dios, que es la salvación, no nos fue enviada, sino que nos fue traída. No fue enviada por un mensajero angélico, fue traída por el amado Hijo de Dios.

Mucha gente considera esta bendición como un regalo enviado por correo postal. La cosa está ahí, la han recibido, y están felices de tenerla. ¿No es una señal de amor de un amigo lejano? Pero el amigo no está ahí; ¡qué diferente hubiera sido si la hubiera traído él mismo! Con este punto de vista equivocado, también se puede llegar a hablar de la salvación como algo que se posee, cuando se debería decir que Él es la salvación. De hecho, si lo tenemos a él, el Salvador, entonces tenemos la salvación. Moisés lo entendió cuando cantaba, Él «ha sido mi salvación» (Éx. 15:2).

¿No es eso lo que el Señor quiso decir cuando se dirigió al publicano que se había subido al árbol: «Zaqueo, date prisa y baja, porque hoy tengo que quedarme en tu casa» (Lucas 19:5)? Y cuando Jesús cruzó el umbral de la casa de aquel hombre feliz, dijo: «Hoy la salvación ha venido a esta casa» (v. 9). ¿Por qué esto? Porque el mismo Jesús había llegado a esta casa; el mismo Jesús era la salvación. Cuando nos trae la salvación, viene a quedarse con nosotros. Es como si dijera: Te quiero tanto, y te he buscado tanto tiempo, que nunca me separaré de ti. Tenemos la bendición, pero también tenemos al Benefactor. Es muy triste que haya tan pocos que aprecien la gracia que ha traído, pero en lo que a nosotros respecta, ¡qué felices estamos de que nuestros corazones se hayan abierto para acogerlo!

 

«La gracia de Dios… ha sido manifestada… enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:11-12).

La gracia de Dios produce en nosotros el deseo de mostrar «toda buena fidelidad, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador» (v. 10), y también nos da la naturaleza y el poder para hacerlo. Lo que necesitamos ahora, es de ser instruidos en cuanto a cómo hacerlo.

Así como el sol sale por la mañana para todos, el Señor Jesús apareció a todos los hombres. Desafortunadamente, no todos lo recibieron, pero nosotros, aquellos cuyos corazones se abrieron para recibir su gracia, podemos honrar fielmente a quien vino a nosotros. Nos bendijo, nos salvó, somos suyos. Pero esto es solo el comienzo de la obra de gracia hacia nosotros. La gracia nos salva, pero también nos enseña y nos conduce por el camino de la justicia: «enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (2:12).

Ahora estamos en la escuela de la gracia. El pensamiento de la escuela ¿trae recuerdos de tareas difíciles y profesores austeros? Estas cosas pertenecen a la vieja escuela y al antiguo maestro de escuela cuyo nombre es «la Ley»; la escuela de la gracia es diferente, porque aquí, el Maestro, es el Salvador. Es él quien dijo: «Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí; porque soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave, y ligera mi carga» (Mat. 11:29-30). Si él es nuestro Maestro, ¡cuántas lecciones deben ser interesantes! Y no solo enseña con sus palabras, sino también con su conducta. Quiere caminar a nuestro lado, es nuestro modelo y guía, y debemos ser sus imitadores.

Entramos en su escuela el día que nos salvó; nos quedaremos allí hasta el final de nuestra vida en la tierra. Es entonces, y no antes de ese día, cuando obtendremos nuestro diploma. ¡Que sea, para todos nosotros, con una buena nota y para su gozo! «¡Muy bien, siervo bueno y fiel!… entra en el gozo de tu señor» (Mat. 25:21, 23).

según J.T. Mawson

14 - La salvación que la gracia de Dios trae a los hombres

«La gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:11-12).

La gracia de Dios, y solo ella, es el fundamento de toda la conducta y de todo el carácter del cristiano. A este respecto, el pasaje anterior es claro y decisivo. La primera cosa que la gracia hace por el pecador perdido, es salvarlo –salvarlo de forma incondicional, perfecta, eterna. La gracia no le pide que sea algo, que dé algo, pero trae la salvación en base al hecho de que el pecador está perdido. Cuanto más me siento perdido, más claramente veo mi derecho a esa salvación completa y gratuita que la gracia de Dios trae.

La palabra perdido se aplica a todos, grandes o pequeños, ricos o pobres, eruditos o ignorantes, morales o inmorales, con o sin religión. Es bueno verlo con claridad. Los hombres hacen distinciones, y esto es necesario; la sociedad acuerda al que es puro, sobrio y moral un respeto que niega con razón al lujurioso, borracho e inescrupuloso. Pero para Dios, en lo que respecta a la salvación, todas estas distinciones son barridas y todas se consideran inexistentes.

El término «todos» se aplica necesariamente al lector. La salvación se ofrece a todos, pero hay quienes la rechazan. La salvación se ofrece gratuitamente, así que los hombres son culpables si la rechazan. Si no fuera gratuita, los hombres no serían culpables de no poseerla.

Pero, ¿qué hay en la salvación que la gracia de Dios trae? Implica la liberación del poder presente del pecado, así como sus consecuencias futuras, de la ira, de Satanás, y de todas esas cosas eternas que podrían estar contra nosotros. No hay límite de tiempo, la obra está terminada. Solo tenemos que recibir esta salvación ahora como un don gratuito que disfrutaremos para siempre.

C.H. Mackintosh

Hoy Jesús te llama. Su gracia es un libre don;
Juzgará al rebelde que rechaza su perdón.
Vuelve al Dios que perdona, encontrarás la felicidad.
Dios ¡a nadie rechaza! ¿No es el Dios Salvador?

(Traducción del Cántico N° 256, 2 en francés)

15 - La gracia y nuestra respuesta a la gracia

«De su plenitud nosotros todos hemos recibido, y gracia sobre gracia» (Juan 1:16).

Podemos notar que Pablo, en sus epístolas, comienza y termina mencionando la gracia. Era el objeto indigno de la gracia de Dios y nunca perdió de vista este hecho. ¡Cuánto la gracia de Dios que nos salvó es maravillosa! Además, tenemos acceso a esta gracia en la que estamos –«la verdadera gracia de Dios» (1 Pe. 5:12)– para poder obtener, en el momento oportuno, de su suministro ilimitado.

La gracia hace lo que la Ley no podía hacer, pues actúa como un poderoso motor para que llevemos una vida de santidad. La Ley apelaba a nuestros temores, pero la gracia apela a nuestros afectos. También nos ayuda cuando hablamos uno al otro, porque a menudo nuestras palabras son tan duras que pueden herir. Debemos aprender de Jesús cómo hablar «siempre con gracia» (Col. 4:6). Sabía cómo «saber hablar palabras al cansado» (Is. 50:4). Las consecuencias se producen a menudo por la forma en que se dice algo. También es agradable ver la gracia de Dios actuando en un creyente que está pasando por una prueba y sufre injustamente sin quejarse. Pedro escribió acerca de Jesús: «quien, siendo insultado, no respondía con insultos; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba su causa a aquel que juzga justamente» (1 Pe. 2:23).

Aunque nos caracterizamos por la debilidad, podemos sentirnos alentados por la palabra del Señor a Pablo: «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9). Cualquier dificultad que encontremos hoy, su gracia nos es suficiente.

La gracia es también esencial en el servicio cristiano. Pablo lo demuestra con su propio ejemplo: «Su gracia para conmigo no fue en vano; sino que he trabajado mucho más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo» (1 Cor. 15:10). Ahora solo tenemos un anticipo de la gracia de Dios, porque nos mostrará «en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7).

R.A. Barnett