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Siete aspectos de la gracia divina
Autor:
Dios La gracia de Dios en la vida cristiana
Temas:Prefacio
El corazón del creyente se regocija en muchos aspectos de la gracia de Dios, ya sea que se relacione con los santos de esta dispensación o de dispensaciones anteriores. Los tratos de Dios con Enoc, Noé, Abraham y David, y los santos de aquellos tiempos, manifestaron la gracia de Dios aun cuando el gobierno de Dios probó al hombre según la carne para mostrar su incapacidad de recibir la bendición divina por sus propios esfuerzos. La gracia de Dios se manifestó incluso cuando Israel aceptó el yugo de la Ley, pues si Dios no los hubiera perdonado, por gracia todos habrían perecido al pie del Sinaí después de adorar al becerro de oro. Posteriormente, la ordenanza de los sacrificios demostró que Israel no estaba bajo una ley pura, porque la gracia proporcionaba un sacrificio para los pecados por ignorancia.
1 - La gracia manifestada en el Hijo de Dios
Vemos la gracia manifestada en la persona de Jesús en todos los Evangelios, pero es en Juan donde está escrito: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del [Hijo] único del Padre), lleno de gracia y de verdad… De su plenitud nosotros todos hemos recibido, y gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:14-17). Dios se ha revelado plenamente en Jesús; no ha exigido al hombre una justicia que nunca habría podido producir, sino que ha ofrecido la bendición a todos los que creen en su Hijo amado. Los apóstoles y los que recibían su testimonio, recibieron, de la plenitud divina que había en el Hijo, las ricas bendiciones que nunca podrían haberse obtenido sobre la base de la Ley.
Cuando el Hijo hablaba, los hombres bien podían maravillarse ante las «palabras de gracia que salían de su boca» (Lucas 4:22), pues no se trataba de los requisitos legales del Sinaí, sino de las buenas nuevas de curación, de liberación y de libertad, del «año de gracia del Señor» (4:19). En el pozo de Sicar, vemos algo de las maravillas de la gracia divina que revela a una pobre pecadora el deseo del Padre de tener adoradores que le adoren en espíritu y en verdad. Solo la gracia, manifestada en el Hijo, podía proporcionar adoradores; serían como los que el Señor encontró aquel día: pecadores expuestos a la luz reveladora de Dios, pero que, por la fe, confesaron que Jesús era el Cristo.
En Juan 8, la gracia de Dios resplandece cuando los escribas y fariseos llevan al Señor a la pobre mujer sorprendida pecando. El Hijo de Dios permitió la plena sanción de la Ley, pero pidió que uno de los acusadores, que estuviera libre de pecado, ejecutara la sentencia de la Ley. Él, el único hombre sin pecado, no había venido a «juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Juan 12:47), y dijo a la mujer: «Yo tampoco te condeno; vete; y en adelante no peques más» (8:11). Había venido a escribir con el dedo de la humanidad, sobre el polvo de este mundo, el maravilloso mensaje de la gracia de Dios.
En cualquier Evangelio que sigamos al Señor, oímos de sus labios, y aprendemos de sus poderosas obras, la misma historia: todo es por gracia. Si una vez pronunció una maldición, fue por un árbol que no daba fruto, no por un hijo de Adán, aunque reprendió la hipocresía de los escribas y fariseos; y de nuevo, en Lucas 13, donde la higuera no daba fruto, hay una súplica para que se la perdone un año más. En la cruz, cuando toda la maldad del corazón del hombre ha quedado al descubierto, la gracia de Dios resplandece en todo su esplendor cuando Jesús dice al pobre malhechor arrepentido: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43), y cuando grita: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Qué rica es la gracia de Dios, en Aquel de quien dice el Espíritu: «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9). El Hijo de Dios no solo se despojó de la forma de Dios, sino que renunció a todo lo que le pertenecía como Hijo de David y, habiendo dejado todo lo que tenía, él mismo se entregó por nosotros.
2 - La gracia en la que estamos
Pablo y Pedro hablan de la gracia en la que estamos ante Dios. Pablo dice: «Por quien también tenemos acceso, por la fe, a esta gracia en la que estamos» (Rom. 5:2). Dios no solo nos ha quitado toda culpa, sino que nos ha traído a su favor (o gracia); no por lo que hayamos hecho, sino por su amor soberano; y la fe se ha apropiado de esta maravillosa bendición. Israel se presentó ante Dios sobre la base de la Ley; el cristiano se mantiene allí en la gracia divina. La bendición de Israel dependía de lo que ellos hacían; la nuestra depende de lo que Cristo ha hecho. Todas las bendiciones que Dios nos ha concedido se deben a su favor inmerecido; nos han sido otorgadas por el derramamiento de la preciosa sangre de Jesús.
En su Primera Epístola, Pedro menciona varias bendiciones que Dios nos ha concedido. Hemos sido elegidos según la presciencia de Dios Padre; por la fe nuestras almas reciben la salvación, de la que «los profetas que profetizaron de la gracia que os estaba reservada, se informaron e inquirieron con interés» (1 Pe. 1:10). Todo lo que somos: «casa espiritual, un sacerdocio santo… linaje escogido, sacerdocio real, nación santa» (2:5, 9), se lo debemos a Aquel que «él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (2:24). Estas bendiciones y privilegios, como todos aquellos de los que habla el apóstol, se resumen de la siguiente manera: «La gracia en la que estáis es la verdadera gracia de Dios» (5:12). Nada puede arrebatarnos esta posición de gracia, todo nos es dado en Cristo de parte de Dios; y todos los recursos que moran en Cristo están a nuestra disposición para que podamos caminar en la luz y el poder de la gracia de Dios para con nosotros, pues hemos sido puestos aparte por el Espíritu Santo «para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). Para nuestro caminar en este mundo, Dios no nos ha dado otro modelo que la vida de obediencia santa y perfecta de Jesús; la medida en que lo sigamos mostrará hasta qué punto nos damos cuenta de nuestra posición en gracia ante Dios.
3 - La gracia para el desierto
Dios nos ha llamado a la gloria, pero nuestro camino pasa por un desierto donde nada sostiene la vida divina que nos ha dado. Todos nuestros recursos en Cristo en el cielo nos son dados para agradar a Dios aquí en la tierra. Así como Israel recibía el maná de Dios cada día, nosotros tenemos el Pan de Dios para alimentarnos; para darnos fuerzas para el camino; y para alegrar el corazón mientras nos alimentamos del amor y la gracia manifestados en Jesús en su vida y muerte en la cruz.
Para las pruebas del desierto, tenemos «un misericordioso y fiel Sumo Sacerdote… puede socorrer a los que son tentados»; y podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia, en el que se sienta Jesús, para «que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 2:18; 4:16). Qué consuelo es saber que Jesús ha recorrido el camino antes que nosotros, que su corazón se compadece de todas nuestras penas y que tiene la fuerza para sostenernos en toda nuestra debilidad. Nuestros nombres están escritos en su corazón de amor y en sus poderosos hombros. Además, él nos conducirá sanos y salvos por el desierto, porque «puede salvar completamente a los que por se acercan a Dios por medio de él, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebr. 7:25).
Al atravesar el desierto, podemos entrar en la presencia misma de Dios, como adoradores, con los pies en la arena del desierto, pero la mente en el cielo. En efecto, la gracia nos permite entrar libremente en el santuario en compañía de nuestro Sumo Sacerdote, sabiendo que Dios se complace en vernos allí y que nos ha hecho aptos para su presencia mediante la sangre de Jesús. Como ministro del santuario, el Señor Jesús vela por el pueblo de Dios, alimentándolo con el pan de la proposición y manteniendo la luz en el candelabro puro. Para animarnos en el camino, está también la perspectiva del mundo venidero; es una esperanza «segura y firme, que penetra hasta el interior de la cortina, adonde Jesús entró por nosotros como precursor» (Hebr. 6:19-20). En espíritu, ya estamos siendo conducidos a lo que disfrutaremos en el mundo venidero, porque hemos «acercado al monte de Sion» (12:22), la colina de la gracia.
4 - La gracia para el siervo
Cuanto mayor sea nuestro sentimiento de debilidad, más confiaremos en el Señor y en sus recursos en nuestro servicio para él. Cuando Pablo recibió las maravillosas revelaciones, al ser arrebatado al tercer cielo, también recibió «una espina en la carne, un mensajero de Satanás» para que le acosara y le hiciera consciente de su propia debilidad en el servicio para el Señor. Al principio, el apóstol, sintiendo que su debilidad sería un gran obstáculo en su servicio, clamó al Señor. Su respuesta fue: «Mi gracia te basta; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor. 12:9).
Pablo sabía algo de la gracia de Cristo: cuando se hizo pobre (2 Cor. 8:9) y como don inefable de Dios (2 Cor. 9:15); pero la aprendió de un modo nuevo en los detalles de su servicio a su Maestro. Pensando en el inmenso privilegio que se le concedió en ese servicio, escribió: «Si es que habéis oído hablar de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para vosotros… A mí, el más insignificante de todos los santos, me fue otorgada esta gracia de proclamar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo» (Efe. 3:2, 8).
El apóstol era ciertamente un vaso especial, con una misión especial, pero todo siervo del Señor puede contar con los mismos recursos de gracia en Cristo para hacer lo que el Señor le ha encomendado. Sigue siendo verdad lo que el Señor dijo a sus discípulos: «Separados de mí nada podéis hacer»; pero también es verdad lo que Pablo encontró en su servicio: «Todo lo puedo en aquel que me fortalece» (Fil. 4:13).
5 - La gracia para los santos
Cristo, exaltado sobre todos los cielos, concedió dones especiales, enumerados en Efesios 4:11; entre ellos, el apóstol Pablo tuvo un ministerio especial como ministro del Evangelio y ministro del misterio. Pero, dice la Escritura, «a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo» (Efe. 4:7), y esa gracia es para cada santo, para cumplir lo que debe ser o hacer por Cristo en cada detalle de la vida. Necesitamos la gracia divina para vivir por Cristo, para representarlo correctamente en todas nuestras palabras y acciones.
En el mismo capítulo está escrito: «Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, solamente aquella que es buena para la necesaria edificación, para que imparta gracia a los que oyen» (v. 29). La gracia es necesaria para transmitir algo de Cristo a los demás, ya sea de palabra o de obra. Una palabra edificante procede de un corazón enriquecido por la gracia que se encuentra en la comunión con el Señor Jesús. Todos tenemos una capacidad espiritual para la gracia que se mantiene en la comunión divina.
6 - La gracia para los últimos días
La Segunda Epístola a Timoteo considera las dificultades que los santos han de afrontar «en los últimos días», cuando «los hombres serán egoístas… amigos de los placeres más bien que amigos de Dios; teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella» (2 Tim. 3:1-5). En medio de estos “malos tiempos”, el hombre de Dios debe fortalecerse «en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1). Esta es la garantía de apoyo de Dios en medio de una profesión vana, en la que el cristiano profeso se diferencia poco moralmente de los del mundo.
En el primer capítulo de esta Epístola se dice que Dios «nos salvó y nos llamó con santo llamamiento, no según nuestras obras, sino según su propio propósito y la gracia que nos dio en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos» (v. 9). Esta gracia divina que está en Cristo Jesús dirige nuestros pensamientos al eterno propósito de Dios; y en medio de toda la falsedad de los últimos días, es bueno saber que nada faltará de todo lo que Dios ha dispuesto para su propia gloria y para honra de su amado Hijo. Así, la gracia que está en Cristo nos une a lo que es eterno y estable, y que no puede ser afectado por la ruina del testimonio confiado a la responsabilidad del hombre. Si nos fortalecemos en esta gracia, la gracia eterna de Dios en Cristo, no nos sacudirán los fallos humanos, aunque no seremos insensibles a ellos.
7 - La gracia para el día de la revelación
Si el apóstol Juan revela la manifestación de la gracia en el Hijo de Dios encarnado, el apóstol Pedro habla de la esperanza que Dios nos ha dado, de «la gracia que os es otorgada en la revelación de Jesucristo» (1 Pe. 1:13). De principio a fin, es gracia en sus diversos aspectos; y cuando se alcanza el bendito final, vuelve a ser gracia. Dios no nos introduce en la bendición por lo que hemos hecho, sino por el gran amor con que nos ha amado. Todo se lo debemos a Dios y a su gracia, y a la obra hecha por el Hijo de Dios en la cruz.
Pablo se une a Pedro al hablar de la maravillosa gracia que nos espera, escribiendo a los Efesios: «Para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7). ¡Cuán grande es la riqueza de la gracia de Dios al llevar a la gloria con su propio Hijo a los que un día fueron pecadores! Dios nos levantó de nuestra degradación moral, cuando estábamos muertos en delitos y pecados, y nos dio vida con su propia vida, y nos sentó en los lugares celestiales en Cristo, para mostrar al universo en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia. No dio este lugar a los ángeles ni a los hombres buenos, sino a pecadores, a quienes ha enriquecido abundantemente con su bondad.
Al decir: «¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?» (2 Sam. 9:1, 3), David ilustra la piedad de Dios para con los que son enemigos por naturaleza. El pacto de David con Jonatán (1 Sam. 20:14-15) era la razón de sus palabras y acciones, pero los pecadores culpables no tenían derecho a la bondad de Dios. En su amor soberano, Dios tomó a pecadores culpables como Saulo de Tarso, a usted y a mí, y nos dio las bendiciones de hijos y herederos al asociarnos con su propio Hijo, para mostrar al universo en qué consiste su bondad.