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La esencia y la naturaleza de Dios
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Una santa reverencia nos corresponde cuando nos ocupamos de Dios, el objeto supremo de la fe. Moisés y Josué tuvieron que quitarse las sandalias cuando Dios les habló (Éx. 3:5; Jos. 5:15). Ante su majestad y grandeza, nos damos cuenta de nuestra pequeñez, pero también de su gracia, que nos permite conocer algo de él, el Ser Supremo, y hablar de él como criaturas –y también dirigirnos a él en la oración. Esto solo es posible para los que creen en él y no se cuentan entre los insensatos que dicen en su corazón: «No hay Dios» (Sal. 14:1; 53:1). Al igual que Zofar, debemos preguntarnos: «¿Descubrirás tú los secretos de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso?» (Job 11:7). En esencia, él es inescrutable, como lo es todo lo que hace (Is. 40:28; Rom. 11:33). Todo lo que podemos saber de él se encuentra en su Palabra, las Sagradas Escrituras. Allí nos ha revelado todo lo que es bueno y útil para nosotros.
Por supuesto, la creación también da testimonio de él y de su gloria como Creador y Autor de todas las cosas (Rom. 1:18-23 y Sal. 19:1-6 nos lo recuerdan). Pero solo su Palabra nos da información explícita sobre su persona y naturaleza (comp. Sal. 19:7-11). Solo con profunda humildad debemos interesarnos por ello. Guardemos en nuestro corazón estas palabras sobre este tema sublime: «Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras» (Ecl. 5:2). Y, sin embargo, como redimidos, podemos estar seguros de que somos colmados de favores el Amado, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y fue a la cruz por nosotros, por nuestras culpas y por nuestros pecados. Ahora Dios es también nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos.
1 - Dios es espíritu
Dios es espíritu y no tiene forma visible (Deut. 4:15; Juan 4:24). «Un espíritu no tiene carne y huesos» (Lucas 24:39). Ningún hombre lo ha visto jamás y no lo podemos ver (Juan 1:18; 1 Tim. 6:16). Y, sin embargo, como verdaderos adoradores, podemos acercarnos a él y adorarlo como Padre en espíritu y en verdad, es decir, de acuerdo con su naturaleza y con la revelación de sí mismo en su Hijo Jesucristo.
2 - Dios es eterno
Dios no tiene principio ni fin. Todo tiene un principio, pero Dios es «de eternidad en eternidad» (Sal. 90:2). Las Escrituras se refieren a él tres veces como «Jehová Dios eterno» o el «Dios eterno» (Gén. 21:33; Is. 40:28; Rom. 16:26). Sin embargo, no estamos tratando con una mera noción filosófica, ¡sino con el Dios vivo! Aunque es infinitamente superior a su creación, él «amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Alabado sea. Existe un debate interminable sobre el significado de la palabra «eterno» en la Biblia. Es interesante observar que tanto la palabra hebrea olam como la griega aion significan “mundo”, “edad” y “eternidad”. Sin embargo, es innegable que en muchos lugares «eterno» significa realmente «sin fin» (y a veces también: sin principio). Esto queda claro en 2 Corintios 4:18, donde dice: «No fijando nuestros ojos en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas». Si una cosa es para un tiempo, su duración está limitada, y si una cosa es eterna, no está limitada
3 - Dios es amor
El amor es quizá la expresión más conocida de la naturaleza de Dios (1 Juan 4:8, 16). Normalmente pensamos en su amor por los perdidos. Esto es ciertamente lo que satisface las necesidades de un pecador, pero no es la primera ni la mayor expresión de ese amor. El amor de Dios Padre por su propio Hijo existe desde la eternidad. El mismo Señor Jesús dice: «Me amaste desde antes de la fundación del mundo» (Juan 17:24). El Hijo en el seno del Padre es, desde la eternidad, el único objeto digno del amor de Dios Padre (comp. Col 1:13). El Hijo ama también al Padre (Juan 14:31). El amor eterno entre el Padre y el Hijo es el rasgo maravilloso de la Casa del Padre. Y es allí donde un día estaremos y gozaremos, sin turbarnos ni inquietarnos, del amor que ya experimentamos y conocemos como creyentes. La manifestación de la gracia de Dios hacia los perdidos no es, por tanto, la primera actividad de su amor. Él también, por ejemplo, amó al pueblo de Israel y lo sigue amando (Deut. 7:8; Jer. 31:3).
Pero la mayor demostración de su amor por nosotros se produjo cuando envió a su Hijo para salvar a los perdidos. El Hijo de Dios es el único digno del amor de Dios; los hombres de este mundo son totalmente indignos. Éramos impotentes, impíos, pecadores y enemigos de Dios (Rom. 5:6-10). Sin embargo, él nos amó. Y lo más asombroso es que por estos indignos no escatimó a su propio Hijo, su único, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom. 8:32). El apóstol Juan lo expresa en términos conmovedores: «En esto fue manifestado el amor de Dios en nosotros, en que Dios ha enviado a su Hijo único al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:9-10). ¡Qué amor! Es único. Por eso la Palabra de Dios dice de los redimidos que ahora son «luz en el Señor» (Efe. 5:8), pero nunca que son amor. Solo Dios es amor.
4 - Dios es luz
El hecho de que Dios sea luz se explica en las Escrituras mediante una negación: «Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» (1 Juan 1:5). Su morada también es luz, e incluso una «luz inaccesible» (1 Tim. 6:16). Es evidente que no se puede describir este aspecto de la naturaleza de Dios de otro modo que con estas expresiones negativas: «no hay tinieblas en él» e «inaccesible». Porque él es único y no puede compararse con nada ni con nadie (Sal. 89:6; Is. 40:18, 25; 46:5). Dios creó los mundos con su palabra, pero su primera declaración en la Biblia es: «Sea la luz» (Hebr. 11:3; Gén. 1:3). La luz tiene un significado tanto físico como moral. No solo es el requisito normal para la vida natural, sino también una expresión de la pureza y santidad de la naturaleza de Dios, que todo lo ilumina. Él tiene ojos muy limpios «para ver el mal» (Hab. 1:13).
La luz de Dios se manifiesta en su santidad, en su justicia y pureza, en una palabra, en su esencia, que para los hombres pecadores está en total oposición con la impureza, la injusticia y la corrupción del pecado. Y, sin embargo, en su amor, él ha encontrado una manera de llegar a los pecadores perdidos a través de su Hijo, sin que su carácter de luz sea alterado. Él trae a los que están en tinieblas morales, cautivos y perdidos, pero que creen en él y en su Hijo, a su «luz admirable» e incluso son «luz en el Señor» (Efe. 5:8; 1 Pe. 2:9; comp. Sal. 36:9). La luz de Dios está estrechamente relacionada con la vida. El Hijo de Dios dijo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12; comp. 1:4). En el ámbito espiritual, por tanto, también existe una estrecha relación entre luz y vida.
5 - Dios: fuente de la vida – el Hijo: vida
Dios es el origen de todo lo creado y la fuente de la vida (Sal. 36:9; Apoc. 4:11). Solo Dios es el «Dios vivo» que en esencia tiene vida en sí mismo (Deut. 5:26; Jos. 3:10; Sal. 42:2; Jer. 10:10; Mat. 16:16; Hec. 14:15; 2 Cor. 6:16; 1 Tes. 1:9; 1 Tim. 4:10; Hebr. 9:14 y muchos otros pasajes). Sin embargo, en ninguna parte se dice que Dios es vida, como es luz y amor. El Dios vivo es más que la vida, es la fuente de la que mana la vida que procede de él. Una fuente y el agua que mana de ella no son la misma cosa. Conviene subrayar aquí la diferencia entre la vida natural (que incluye la vida corporal y la vida psíquica) y la vida espiritual. Cuando Dios creó a Adán, «sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente» (Gén. 2:7). Esta era la vida humana natural.
Por el aliento de Dios, el hombre recibió una vida que lo distinguía de los animales, «en que hay vida» (Gén. 1:30). Pero después de su resurrección, que es el comienzo de la nueva creación, el Señor Jesús sopló en sus discípulos, como representantes de los creyentes. Con las palabras: «Recibid el Espíritu Santo», les dio la vida eterna en el poder del Espíritu Santo, que ahora reciben los que creen en Jesús muerto y resucitado (Juan 20:22; comp. Juan 3:3-16; 10:10).
Se trata, pues, de dos tipos de vida totalmente diferentes: la vida natural y la vida espiritual. En el Antiguo Testamento se trata casi siempre de la vida natural (con la excepción de Isaías 38:16: «la vida de mi espíritu»), mientras que en el Nuevo Testamento encontramos principalmente la vida espiritual, eterna. A menos que sea instruido por Dios, el hombre ya no puede decir nada realmente válido sobre la vida natural y su origen. Las definiciones humanas se limitan a afirmaciones como “todos los fenómenos (crecimiento, metabolismo, reproducción) que presentan todos los organismos” (Diccionario Le Robert). No hay ninguna cuestión de ética o moral. No podemos encontrar en el mundo ninguna respuesta satisfactoria sobre el origen y la naturaleza de la vida corporal, ¡y mucho menos sobre la vida psíquica y, sobre todo, espiritual!
Lo mismo puede decirse de una definición de la muerte, por ejemplo: “fin irreversible de las funciones vitales”. La Biblia habla de otra manera. Encontramos al Dios vivo como fuente de vida natural y espiritual, a la muerte como consecuencia del pecado y una existencia eterna para todas las personas –ya sea en la gloria del cielo o en la perdición eterna. En la Biblia, la muerte nunca se ve como el fin de la existencia humana, sino que siempre se ve como una separación: en cuanto a la muerte natural, es la separación del alma y el cuerpo (Mat. 10:28; 1 Tes. 5:23), en cuanto a la muerte espiritual, es la separación lejos de Dios (Efe. 2:1, 5, 12) y cuando se trata de la muerte eterna, es lo mismo. Sin embargo, los que están muertos espiritualmente pueden revivir con Cristo mediante la fe en él, mientras que los que están condenados a la «segunda muerte» estarán lejos de Dios en la perdición eterna (2 Tes. 1:9; Apoc. 20:14-15).
La Palabra de Dios declara que tanto el Padre como el Hijo tienen vida en sí mismos: «Pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo que tenga vida en sí mismo». En cuanto a los que no creen en el Hijo, se dice: «A menos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 5:26; 6:53). En cambio, el que cree en él recibe de Dios la «vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (1 Juan 5:11; comp. Juan 1:4).
Si hemos aceptado a Cristo por la fe, tenemos su vida en nosotros, en relación con él. Él la tiene intrínsecamente en sí mismo, aunque diga humildemente, como hombre, que se la dio el Padre. Nosotros, en cambio, la poseemos porque la hemos recibido por la fe: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). Y esta vida es Cristo (Col. 3:4). Por otra parte, Dios también nos ve en el «Verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Juan 5:20). Así pues, estamos íntimamente unidos al Hijo de Dios de dos maneras distintas: Él está en nosotros y nosotros estamos en él, por tanto, en él tenemos la vida eterna (Rom. 6:23; 1 Juan 5:12). Él la tiene eternamente en él; nosotros la tenemos por la fe. Aunque no se dice que Dios, el Padre, sea la vida, al Hijo se le llama la vida (eterna) en varios pasajes, por ejemplo, en 1 Juan 1:1 y 2: «Nosotros la vimos y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y nos fue manifestada». Del mismo modo, en 1 Juan 5:20, Jesucristo es «el verdadero Dios y la vida eterna». Solo él puede decir de sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Juan 11:25), y: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Juan 14:6). Desde la eternidad ha sido el propósito de Dios dar vida eterna a la humanidad (Tito 1:2). (Todos los que ahora la aceptan por fe la reciben en la persona de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre (Col. 3:4). ¡Qué gran bendición!
6 - Vida y vida eterna
¿Hay alguna diferencia entre «vida (nueva, espiritual)» y «vida eterna»? En principio, no. Dios no ofrece a las personas formas fundamentalmente diferentes de vida espiritual. Los creyentes del Antiguo Testamento también recibían vida de Dios (comp. Is. 38:16). Los dos pasajes del Antiguo Testamento que mencionan «vida para siempre» y «vida eterna» hablan de la duración eterna de esta vida (Sal. 133:3; Dan. 12:2). Puesto que la vida eterna se identifica en el Nuevo Testamento con la persona del Hijo de Dios, los creyentes de la antigüedad no podían recibirla de esta forma. Está reservada a los creyentes de la época actual. Es de estos de quienes dice el Hijo de Dios: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Juan 10:10). La vida eterna en esta forma sobreabundante implica tanto el conocimiento del Padre y del Hijo como nuestra existencia en el Hijo, que es a la vez el Dios verdadero y la vida eterna (Juan 17:3; 1 Juan 5:20). «Nadie conoce al Hijo, sino el Padre» (Mat. 11:27).
Todavía hay misterios que no podemos desentrañar. La cuestión de por qué el Hijo es la vida (eterna), cuando no se dice del Padre, es uno de ellos. Así como el Hijo es la verdad, también lo es el Espíritu Santo, que tampoco se dice de Dios Padre. Sin embargo, en esto hay un cierto paralelismo. No es el Padre, sino el Hijo eterno quien es «el Verbo», la expresión perfecta de la naturaleza de Dios, que estaba «en el principio», es decir, desde la eternidad, con Dios. Como Verbo se hizo carne, y como vida eterna se manifestó y nos fue dado (Juan 1:1, 14; 1 Juan 1:2). Por estos dos medios, Dios se ha acercado maravillosamente a nosotros y nos trae el conocimiento más profundo de su naturaleza. No se trata de un conocimiento intelectual, sino de un conocimiento por la fe, que debe llevarnos a la adoración. Como «Verbo» y «vida eterna», el Hijo ha revelado a Dios. En conclusión, no vayamos demasiado lejos al comentar estas cosas que están más allá de nuestro entendimiento. Probablemente solo podremos captar y apreciar la grandeza de estas revelaciones cuando le veamos tal como es, pues entonces seremos semejantes a él (1 Juan 3:2). Porque: «Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré perfectamente, como fui conocido» (1 Cor. 13:12).
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2023, página 15