Los cuidados divinos


person Autor: R. F. WALL 1

flag Temas: Dios Su actividad celestial actual Consuelos y recursos en el sufrimiento Los cuidados y la solicitud del Señor para su Iglesia


Consideraremos este cuidado desde los siguientes puntos de vista:

1 - El cuidado de Dios (1 Pedro 5:7)

«Depositando sobre él toda vuestra ansiedad, porque él tiene cuidado de vosotros».

Los creyentes a los que Pedro escribía estaban sufriendo. Esta palabra se repite continuamente en la Epístola, ya sea en relación con los propios creyentes o en relación con Cristo. A causa de sus muchas pruebas, estaban en la tristeza y en la angustia (1:6). El capítulo 4 menciona la «hoguera» de la persecución que había en medio de ellos (v. 12). Estaban perseguidos por los judíos, sus hermanos carnales, y por los gentiles incrédulos. También estaban perseguidos por el poder de Roma, y algunos de ellos tuvieron que sufrir a manos de amos severos e irrazonables (2:18-20). Podemos comprender, pues, cuán grandes y numerosas eran sus preocupaciones.

La palabra preocupación en el versículo citado anteriormente significa ansiedad, una preocupación que agobia la mente. ¿Quién no ha experimentado ese tipo de preocupación y ansiedad que nos roba la paz y el sueño? El apóstol nos exhorta a depositar esta preocupación en Dios. Y no solo en parte, sino totalmente. ¿Por qué? «Porque él tiene cuidado» de nosotros. Es un cuidado de consideración e interés, que se manifiesta a lo largo de toda la Epístola.

Podemos entender muy bien por qué los creyentes son objeto de este cuidado. En primer lugar, por la obra de Cristo en la cruz, habían sido llevados a Dios (3:18). Eran el verdadero pueblo de Dios, en contraste con sus hermanos judíos incrédulos (2:10). Eran la «grey de Dios» y, como tal, objeto de los cuidados del «Pastor supremo» (5:2, 4). Eran los esclavos de Dios (2:16), y como tales podían estar seguros de su cuidado (comp. 1 Cor. 9:9-10).

La gracia a la que habían sido introducidos y en la que se encontraban era «la verdadera gracia de Dios» (5:12). Si existía la hostilidad del mundo, también existía el favor invariable del «Dios de toda gracia» (5:10). Era un «fiel Creador», en quien podían confiar, incluso en las dificultades más extremas (4:19). Dios estaba totalmente dedicado a ellos, y estaban protegidos por su poder (1:5), ya demostrado en la resurrección de Cristo de entre los muertos (1:3, 21). La resurrección de Cristo, su aparición y su reino se mencionan muchas veces en la Epístola, para estimular la fe y la esperanza de los creyentes.

¡Qué real y maravilloso es el cuidado de Dios! Que seamos continuamente conscientes de ello en nuestras almas, hasta que venga el Señor. Entonces todo lo que pueda ser motivo de preocupación quedará atrás.

2 - El cuidado del Padre (Mateo 6:25-34)

Para aquellos a quienes Pedro escribía, la ansiedad surgía de las difíciles circunstancias por las que atravesaban. Se les instó a que depositaran todas sus preocupaciones en Dios, que cuidaría de ellos. En Mateo 6, las cosas que pueden crear preocupación son mucho más generales. No son necesidades derivadas de circunstancias excepcionales, sino necesidades cotidianas que todos tenemos.

El Señor habla de comida y bebida para el mantenimiento de nuestras vidas y de ropa para nuestros cuerpos. Probablemente que muchos de entre nosotros estén acostumbrados a la abundancia de estas cosas, aunque algunos recuerden tiempos de escasez y ansiedad. Pero, ¡cuántos creyentes en el mundo de hoy atraviesan circunstancias difíciles y están preocupados por sus necesidades y las de sus familias! Sin embargo, 3 veces en este pasaje, el Señor instruye a sus oyentes a no estar ansiosos por estas cosas (v. 25, 31, 34). Es en relación con ellas que menciona los cuidados del Padre y sus recursos.

En el versículo 8 dice: «Vuestro Padre sabe de lo que tenéis necesidad antes de que se lo pidáis». Más adelante nos recuerda cómo alimenta a las aves y qué vestidos da a los lirios. Estos no preparan nada para sus necesidades, ciertamente no se preocupan por nada y, sin embargo, nada les falta.

¿Por qué tanto énfasis sobre la ausencia de preocupación? Desde luego, no es para que nos sintamos cómodos. En la parábola del sembrador, unas pocas semillas cayeron entre las espinas. Estas crecieron y la semilla quedó ahogada. En su explicación, el Señor dice que las espinas son las preocupaciones del siglo, el engaño de las riquezas, los deseos de otras cosas y los placeres de la vida (Mat. 13:22; Marcos 4:19; Lucas 8:14). En los 3 Evangelios, las preocupaciones de este mundo se mencionan en primer lugar. La enseñanza principal de la parábola se refiere a la recepción inicial de la Palabra de Dios en el corazón, y a las cosas que la obstaculizan. Sin embargo, lo que impide la recepción inicial de la Palabra de Dios también impedirá que los que verdaderamente la han recibido den fruto. Si queremos que nuestras vidas sean fructíferas para Dios, es esencial que las preocupaciones de este mundo no eclipsen sus derechos e intereses. «Buscad primero el reino y la justicia de Dios; y todas estas cosas os serán añadidas» (Mat. 6:33). Si buscamos y perseguimos activamente los intereses de Dios, experimentaremos que él provee a nuestras necesidades. ¡Que Dios nos conceda la gracia de caminar de acuerdo con estas claras indicaciones de la Escritura!

3 - El cuidado del Hijo y del Espíritu Santo (Lucas 10:30-35)

Ya hemos hablado del cuidado de Dios y del cuidado del Padre. Hemos visto cómo apoyan al creyente que sufre y satisfacen sus necesidades temporales. Aquí, en la parábola del buen samaritano, la enseñanza trata de nuestras necesidades espirituales y de cómo se satisfacen.

En pocas palabras, el Señor evoca toda la amplitud de estas necesidades. El camino del hombre en la tierra solo podía terminar en el lugar de la maldición, representado por Jericó (Josué 6:26). Víctima del pecado, el hombre quedó medio muerto. Esta es una imagen no solo de Israel, sino de todo el género humano. El sacerdote y el levita no pudieron hacer nada para ayudar. Los estragos del pecado podían ser menos evidentes en su caso, pero la dirección y el fin de su camino eran los mismos que los del hombre dejado medio muerto. La función de estos 2 hombres tenía que ver con el judaísmo. La Ley había sido dada para mostrar que había pecado, pero solo podía convencer y condenar (Rom. 3:20; 7:7; 1 Tim. 1:8-11). Al igual que el sacerdote y el levita, podía ver la pecaminosidad del género humano, pero tenía que “pasar de largo”, mostrando la necesidad de un remedio, pero sin proporcionarlo (Rom. 8:3).

Habiendo sido manifestada así la debilidad de la Ley, he aquí un «samaritano». ¿Qué cristiano se atrevería a dudar de que el Señor hablaba de sí mismo a través de esta figura? En el curso de su viaje, el samaritano llegó hasta donde se encontraba este pobre hombre. Esto evoca la encarnación. El Señor Jesús conocía bien nuestras necesidades y, en su amor por nosotros, bajó a satisfacerlas. Al hacerse hombre, se rebajó al nivel de los que eran objeto de su solicitud y se hizo cargo de su causa (Hebr. 2:15-18). Los samaritanos eran despreciados por los judíos. Los judíos, que despreciaban la gracia con que había venido, no tenían idea de sus necesidades y lo rechazaban. Decían: «¿No decimos con razón que tú eres samaritano y tienes demonio?» (Juan 8:48). Sin embargo, su corazón se compadeció de los necesitados. Sentía una profunda compasión por ellos. Eso en sí mismo fue una gracia maravillosa, pero dejó intacta la raíz de la enfermedad.

Aquí, en Lucas 10, el samaritano no solo llegó hasta donde estaba el desdichado, sino que «acercándose, le vendó las heridas» (v. 34). Esta última expresión puede relacionarse con la obra de la cruz. La naturaleza humana que el Señor había asumido era impecable, pero en las 3 horas de tinieblas, el que «no conoció pecado», «por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21). Fue herido por Dios por nosotros (Is. 53:4-6; Rom. 8:3).

En los versículos 34 y 35, se vierte aceite y vino sobre las heridas y se vendan. El aceite es una figura del Espíritu Santo. Puesto que el Señor Jesús fue «entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación», «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom. 4:25; 5:5). Esto nos lleva al gozo del que habla el vino. Es el gozo de la reconciliación con Dios: «Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación» (Rom. 5:11).

La posada a la que fue llevado el hombre es una bella imagen de «la Casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo)» (1 Tim. 3:15). Y aquí encontramos una nueva figura del Espíritu Santo: el posadero. Cuando se marchó, el samaritano le confió al hombre que había ayudado, y le dijo: «Cuida de él». Cuando el Señor Jesús estaba a punto de dejar este mundo y volver al Padre, habló a los discípulos de «otro Consolador». Se trata del Espíritu Santo (Juan 14:15-17, 26; 15:26; 16:7). Naturalmente, el Señor en la gloria seguiría velando por los suyos; pero en vista de su partida, lo entregaba a una persona divina que podría cuidar de él como lo había hecho él mismo.

¿Cómo debemos entender la promesa de compensación cuando el Señor regrese? «Y todo lo que gastes de más, a mi regreso yo te lo pagaré» (v. 35). La palabra «cuidar» utilizada en los versículos 34 y 35 solo aparece una vez en el Nuevo Testamento, y en un pasaje no ajeno a nuestro tema: «Si alguno no sabe dirigir su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?» (1 Tim. 3:5). El cuidado del Espíritu Santo a menudo es ejercido por creyentes a quienes él ha formado para ese propósito. Ha habido formación espiritual en la escuela de Dios. Los que hacen este servicio recibirán una recompensa cuando el reino se manifieste en gloria. ¡Tomemos a pecho prodigar a las almas cuidados que sean el reflejo del Hijo y del Espíritu Santo!

4 - El cuidado de un apóstol (2 Corintios 11:23-28)

Los cuidados prodigados por el Espíritu Santo están ejercidos a menudo por aquellos en quienes habita. Lo vemos especialmente en el apóstol Pablo. Trabajaba incansablemente en el cumplimiento de su servicio, que consistía en llevar el Evangelio a los gentiles. Esto implicaba una gran fatiga, como muestra el pasaje de 2 Corintios citado anteriormente. Estamos impresionados por la cantidad y la variedad de situaciones en las que el apóstol experimentó ansiedad, persecución, penuria, peligro y sufrimiento. ¿Cómo pudo Pablo soportar el peso de todas estas cosas? Está claro que el poder que le sostenía no procedía de él, sino de Dios (2 Cor. 4:7).

Y había, además, una carga que quizá era mayor que todo lo que describe hasta el versículo 27: «Aparte de estas circunstancias externas, hay lo que me oprime cada día, la solicitud por todas las iglesias» (v. 28). Es interesante considerar este versículo en paralelo con algunos pasajes del libro de los Hechos y de las Epístolas.

Lo vemos escribiendo a los gálatas, que estaban abandonando el fundamento cristiano al pasar de la gracia a la Ley (Gál. 1:6-7; 3:1). Pablo estaba perplejo y temía haber trabajado en vano por ellos (4:11, 20). Trabajaba de nuevo por su nacimiento, hasta que Cristo estuviera formado en ellos (4:19).

Poco después escribió su Primera Epístola a los Corintios. Los pensamientos de la carne jugaban un gran papel entre ellos; eran carnales (1 Cor. 3:1-4). En lugar de juzgarse sí mismos, estaban llenos de orgullo (4:6, 18-19; 5:2). Esto había abierto la puerta a un espíritu de partido, a la inmoralidad y a la idolatría (1:10-11; 5:1-5; 10:19-22). Había desorden en cuanto a la Cena del Señor y algunos cuestionaban la resurrección de los muertos (11:20-34; 15:12). Les diría, en la Segunda Epístola, que había escrito la Primera «con gran aflicción y angustia de corazón, os escribí con muchas lágrimas» (2 Cor. 2:4).

Tal vez un año más tarde, de camino a Jerusalén, Pablo convocó a los ancianos de Éfeso en Mileto para informarles de lo que sucedería tras su partida: «Entrarán entre vosotros lobos voraces, que no perdonarán el rebaño. Y de vosotros mismos se levantarán hombres hablando cosas perversas, con el fin de arrastrar a los discípulos tras de sí» (Hec. 20:29-30).

Poco después fue hecho prisionero en Cesarea y luego en Roma. Ya no le era posible ayudar a los santos visitándolos, pero su ministerio escrito continuó. Desde su prisión escribió la Epístola a los Colosenses. Tenía una gran lucha por ellos y por los de Laodicea (2:1; 4:13, 16). Toda la plenitud está en Cristo (1:19; 2:9), pero corrían el peligro de ser seducidos y alejados de él (2:4, 8, 18).

Unos años más tarde, escribió a Tito en Creta para que pusiera en orden las cosas que quedaban por arreglar y estableciera ancianos en cada ciudad. Allí los santos se veían perturbados por los maestros de la Ley, al tiempo que su conducta hacía necesarias severas reprimendas (Tito 1:10-14; 3:1-2, 9).

Cerca del final de su carrera, escribió la Segunda Epístola a Timoteo. Todos los de Asia se habían apartado de él (2 Tim. 1:14).

A la luz de este breve resumen, podemos comprender qué carga, estos cuidados, pesaba sobre el corazón de Pablo. No era indiferente a lo que tuviera que ver con el estado de los santos. Se preocupaba por los jóvenes en la fe y por los más avanzados (los tesalonicenses y los filipenses), así como por los que nunca habían visto su rostro (los romanos). Y no llevaba esta responsabilidad solo por una asamblea, sino por todas las asambleas. En casos excepcionales, podía haber respiro, pero por las asambleas, este cuidado estaba activo todos los días. ¿Cómo podía el apóstol soportar semejante carga? La Epístola a los Filipenses nos da la respuesta: «Por nada os preocupéis, sino que, en todo, con oración y ruego, con acción de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios; y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros sentimientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7). ¡Qué preparado estaba, por experiencia personal, para escribir tales palabras!

5 - El cuidado de Timoteo (Filipenses 2:19-21)

Tanto por su llamado como por su servicio, el apóstol Pablo ocupa un lugar singular. Pero eso no impide que su llamado contenga elementos que se encuentran en el llamado de todo cristiano, y en su servicio, principios rectores que deberían operar en el servicio de todo cristiano. Pablo era un hombre con las mismas pasiones que nosotros, pero su obediencia, su energía, su inteligencia espiritual y su profundo amor por los santos hicieron de él un instrumento a través del cual los cuidados divinos pudieron ejercerse de manera notable. En esto, como en todo, era ciertamente «en nada soy inferior a los más eminentes apóstoles» (2 Cor. 11:5).

Pero, ¿cómo actúa este cuidado en los que no son apóstoles? En Filipenses 2, Timoteo está puesto ante nosotros. Los versículos 5 al 11 de ese capítulo nos presentan a Cristo, aquel que, más allá de toda comparación, no miró lo suyo sino lo de los demás (v. 4). Aunque era y seguía siendo Dios, su “pensamiento” era servir en humildad y obediencia, incluso hasta la muerte. Tiene que haber necesariamente una distancia infinita entre el Creador y la criatura, pero ¿no se veía el mismo pensamiento en Pablo? Él exhortaba a los filipenses a tener en ellos «ese pensamiento» que también había estado en Cristo Jesús. ¿Y quién, entre los siervos de Cristo, estaba más marcado por «ese pensamiento» que el propio Pablo? Y aquí puede decir de Timoteo: «Porque a nadie tengo del mismo ánimo, que tan realmente se interese por lo que os concierne» (v. 20). En aquellos días, como hoy, la tendencia era obviamente en la dirección opuesta. En lugar de buscar el bien de los demás, cada uno buscaba sus propios intereses, «no los de Cristo Jesús» (v. 21). En marcado contraste con este egoísmo, había en Timoteo un interés genuino en cuanto al bienestar de los santos (v. 20).

¿Cómo se manifestaba la solicitud de Timoteo por los santos? Varios pasajes del Nuevo Testamento nos hablan de él y nos ayudan a responder a esta pregunta. Había sido llamado y formado por el Señor para un servicio concreto y, muy afortunadamente, podía llevarlo a cabo de acuerdo con sus hermanos (1 Tim. 1:18; 4:14). Pablo habla de él como de su «amado hijo», que es «fiel en el Señor», y estas cualidades se habían manifestado durante los años que Timoteo había estado con él (1 Cor. 4:17).

Pablo había llevado a Timoteo con él por primera vez en su segundo viaje misionero (Hec. 16:1-3). Habían llegado juntos a Tesalónica, donde permanecieron 3 semanas con evidente bendición (17:1-10). Pronto tuvieron que marcharse a causa de la persecución. Pablo, Silas y Timoteo fueron a Berea, y Pablo continuó hasta Atenas, donde más tarde se le unieron Silas y Timoteo (v. 10-15). Preocupado por los tesalonicenses, Pablo envió de vuelta a Timoteo para fortalecerlos y animarlos (1 Tes. 3:1-2, 6). Timoteo hizo mucho por estos nuevos conversos; también tuvo la sabiduría de ayudarles en sus dificultades.

Aquí, en la Epístola a los Filipenses, Pablo propone enviar a Timoteo para que tenga «buen ánimo» cuando tenga «noticias vuestras». Timoteo también tenía un «mismo ánimo» con el apóstol por estos hermanos (Fil. 2:19-20). Estos no eran nuevos conversos; eran espiritualmente maduros. Tenían comunión en el evangelio con Pablo y sus colaboradores (1:4-7). Al igual que Timoteo, sentían gran afecto por Pablo (4:10-18; 2:17).

Servir al Señor entre los tesalonicenses y los filipenses era, sin duda, una tarea feliz, fuera cual fuera la oposición exterior. Sin embargo, Timoteo también fue enviado a otras asambleas, donde la tarea era más delicada. Pablo no quería ir él mismo a Corinto, debido a la baja condición espiritual de los creyentes de allí. Si hubiera ido allí, habría tenido que ejercer severidad y disciplina en nombre del Señor (1 Cor. 4:18-21; 2 Cor. 1:23; 13:10). Por eso les envió a Timoteo. Como amado y fiel hijo en el Señor y compañero de trabajo de Pablo, Timoteo era capaz de recordar a los corintios los caminos y enseñanzas del apóstol (1 Cor. 4:17). ¡Cuán diferentes eran estas de lo que se practicaba y enseñaba en la asamblea de Corinto! La tarea de Timoteo no era fácil. Había quienes se oponían firmemente a Pablo (1 Cor. 9:1-12; 15:12; 2 Cor. 10:1-11; 11:1-15). Parece que Timoteo era más sensible de naturaleza que Pablo y debía sentir fuertemente el peso de su tarea. Se exhorta a los corintios a que hagan que esté sin temor en medio de ellos (1 Cor. 16:10). La Primera Epístola habla del arrepentimiento que era necesario, y es probable que, por su fiel servicio, Timoteo contribuyera a este resultado (2 Cor. 7:8-12).

Más tarde, cuando Pablo fue a Macedonia, le pidió a Timoteo que se quedara en Éfeso (1 Tim. 1:3) [1].

[1] En la historia narrada en los Hechos, Pablo fue 2 veces de esta región a Macedonia (Hec. 16:8-11; 20:1). Timoteo lo acompañó la primera vez y fue delante del apóstol la segunda (Hec. 17:1-15; 1 Tes. 3:1-6; Hec. 19:22; 20:1-5). Es probable que 1 Timoteo 1:3 se refiera a una ocasión entre el primer y el segundo encarcelamiento de Pablo en Roma.

Los santos de Éfeso se habían visto favorecidos por la prolongada visita del apóstol entre ellos y por una Epístola que presentaba los propósitos de Dios con notable plenitud. Timoteo tenía que velar a lo que se enseñaba, para asegurarse de que era la sana doctrina. No faltaban quienes deseaban enseñar doctrinas ajenas, incluida la Ley de Moisés (1:1-7). Un orden conforme a Dios debía ser mantenido y Timoteo tenía una responsabilidad en ello. Sin duda, como joven, le resultaba especialmente difícil intervenir ante los hermanos mayores (5:1-2). No debía dar a nadie la oportunidad de despreciar su juventud, sino ser un modelo para los fieles (4:12).

Sin duda, la preocupación de Timoteo por los santos le hacía sentir muy intensamente que todos los de Asia (Menor) se habían apartado de Pablo (2 Tim. 1:15). Si el ministerio de Timoteo en Corinto había ayudado a contener esta marea, no parece haber sido suficiente más tarde en Éfeso. Pablo era consciente de que su joven colaborador podía haberse desanimado, e insistía en su responsabilidad ante el Señor (1 Tim. 1:18-20; 5:21; 6:13-16). En la Segunda Epístola, le recuerda que todo está seguro «en Cristo Jesús», y que en Él tenemos recursos infalibles para afrontar las dificultades de los últimos días.

6 - El cuidado mutuo de los miembros del Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:25)

«Para que… los miembros se preocupen los unos por los otros».

Acabamos de considerar la solicitud de Timoteo por los santos, y algunas de las ocasiones en que se manifestó. Era un delegado del apóstol, cosa que nosotros no somos, y tenía dones que nosotros no tenemos. Podía cuidar de los santos de una manera que está fuera de nuestro alcance. Eso es cierto, pero aún tenemos la responsabilidad de cuidarnos unos a otros. Hay muchos pasajes que nos enseñan sobre esto, pero nos limitaremos aquí a considerar 1 Corintios 12:25 y algunos ejemplos que la propia Epístola proporciona.

En Corinto, los santos habían sido «enriquecidos… en toda palabra y en todo conocimiento», y no les faltaba «ningún don» (1:5, 7). Estos dones, concedidos por la gracia de Dios, estaban destinados al beneficio de toda la asamblea (12:7). Desgraciadamente, algunos hicieron mal uso de lo que Dios les había dado; lo utilizaron para exaltarse a sí mismos, en lugar de cuidar a sus hermanos. Otros, al seguir a los líderes, fomentaban un espíritu de partido (1:12-13; 3:4-7, 22-23; 4:6; 11:18-19). Esto había dado lugar a envidias, contiendas y divisiones, características del hombre en la carne y no de los «santificados en Cristo Jesús» (1:2; 3:3). Al principio de la Epístola, Pablo muestra que la cruz de Cristo ha dejado de lado la carne y todo aquello de lo que el hombre en la carne pudiera gloriarse (1 Cor. 1:18 al 2:8; Col. 2:11).

Aquí, en el capítulo 12, muestra cómo su comportamiento estaba en contradicción con la interdependencia de los miembros del Cuerpo de Cristo. Lo ilustra con el cuerpo humano (v. 14-26). Aunque había diversidad de miembros «porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos», también había una unidad esencial «hay muchos miembros, pero un solo cuerpo» (v. 14, 20). Al señalar que Dios quería que «todos los miembros se preocupen los unos por los otros» (v. 25), Pablo tenía claro el estado de división de los corintios. En lugar de exaltarse a sí mismos y a las preferencias por uno o por otro, una comprensión y una apreciación del hecho de que hay «un solo cuerpo» deberían haber estimulado el cuidado mutuo (Efe. 4:4). Esto habría mostrado el funcionamiento de cada uno, en su lugar asignado en el Cuerpo (1 Cor. 12:18). Aunque unos destacaran más que otros, debía estar «coordinado y unido mediante todo ligamento de apoyo» (Efe. 4:16). La contribución de cada uno no debía subestimarse ni sobreestimarse (1 Cor. 12:15-17, 21-22). Pablo escribe que ellos eran «cuerpo de Cristo» en Corinto; era Cristo quien debía ser manifestado en ellos, no las características del viejo hombre (v. 27). Debían cuidarse los unos a los otros como Cristo los había cuidado a ellos. Los dones de la gracia de Dios son muy diversos, como lo demuestran Romanos 12, 1 Corintios 12 y Efesios 4.

Se nos dice en 2 Timoteo 3:1 «que en los últimos días vendrán tiempos difíciles». Si nuestro ojo no es sencillo, y fijado firmemente en Cristo, las dificultades de esos malos tiempos pueden llevarnos al desánimo y a la desesperación. Recordemos que «a cada uno de nosotros le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo». Tal vez, como Timoteo, a veces necesitemos «avivar el don de la gracia» que hay en nosotros (Efe. 4:7; 2 Tim. 1:6). Dios había previsto todas las dificultades de los últimos días; Él mismo y su Palabra son recursos suficientes para afrontarlas (Hec. 20:32). No son las innovaciones las que fortalecerán el testimonio de Dios, sino la obediencia del corazón a la Palabra, en el primer amor por Cristo. Solo cuando los dones recibidos se ejercen bajo la dirección del Espíritu Santo y en sumisión a la Cabeza, el Señor Jesús, que el Cuerpo de Cristo será edificado.

Los corintios podían ejercer el cuidado mutuo y tener consideración unos por otros en muchos de los ámbitos que Pablo toca en la Primera Epístola. Nos centraremos en algunos ejemplos.

En el capítulo 6, Pablo escribe: «Ya, en verdad, es una culpa grave que tengáis pleitos entre vosotros» (v. 7). Algunos dañaban a sus hermanos, cometiendo injusticias. Las diferencias eran llevadas ante los tribunales de este mundo sin pensar en la deshonra que se traía al nombre del Señor y al testimonio. Los verdaderos cuidados para el pueblo de Dios habrían llevado a soportar la pérdida, confiando en que el Señor para poner las cosas en orden, y tratar de ganar al hermano o hermana en cuestión (1 Cor. 6:7; Mat 18:15).

Pablo vuelve a hablar de asuntos financieros al final de la Epístola. Aunque temían perder lo más mínimo, a pesar de su riqueza, los corintios tardaban en atender las necesidades de los demás. En el capítulo 16, les habla de la colecta para los santos de Jerusalén, y en la Segunda Epístola les exhorta a cómo hacerlo (1 Cor. 16:1-4; 2 Cor. 8:11). Les escribe: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9). ¡Qué vergüenza para los corintios que otros, mucho menos afortunados que ellos, fuesen mucho más celosos en esto! Pablo habla de la «profunda pobreza» (8:2) de los creyentes macedonios y, sin embargo, «de su rica generosidad». Ellos suplicaban «con muchos ruegos el favor de participar en este servicio para los santos» (8:4). A continuación, el apóstol exhorta a los corintios: «Haga cada cual como se propuso en su corazón; no con tristeza, o por obligación; porque Dios ama al dador alegre» (9:7).

Los corintios también habían tardado en contribuir a las necesidades materiales de Pablo y de quienes, con él, habían sembrado para ellos bienes espirituales (1 Cor. 9:11). Sin embargo, «así también ha ordenado el Señor que los que anuncian el evangelio, vivan del evangelio». No obstante, Pablo no había hecho uso de este derecho (9:14). Otros le habían enviado dinero para sus necesidades, pero no la asamblea de Corinto como tal (1 Cor. 16:17; 2 Cor. 11:8-9).

Había otro asunto para el que se indicaba un amplio cuidado y una consideración especial. En el capítulo 8, Pablo les escribe extensamente sobre «las viandas sacrificadas a los ídolos» (v. 4). Algunos de ellos, sabiendo bien que un ídolo no es nada, eran tan atrevidos que no solo comían lo que se les había ofrecido, sino que lo comían dentro de las paredes del templo del ídolo. Al comer allí, comprometían la santa comunión cristiana a la que habían sido llamados y provocaban los celos del Señor (1 Cor. 1:9; 10:19-22). Y simplemente comiendo tales sacrificios, estaban despreciando e hiriendo las conciencias de sus hermanos más débiles. Los estaban incitando a permitirse hacer lo mismo, sabiendo que «no todos tienen este conocimiento». Al comer cosas «sacrificadas a los ídolos», mancillaban sus débiles conciencias (8:7). Pablo utiliza aquí palabras muy fuertes: «Y el débil, el hermano por quien Cristo murió, se perderá por tu conocimiento. Y pecando así contra los hermanos, e hiriendo su conciencia débil, contra Cristo pecáis» (8:11-12).

Al mancillar la conciencia de un hermano, lo alejaban de Dios por una infidelidad y arruinaban su testimonio cristiano. El cuidado que debemos a nuestros hermanos se muestra aquí en forma de consideración por su conciencia. «Por eso, si una comida da ocasión de pecar a mi hermano, nunca comeré carne, para no hacer pecar a mi hermano» (8:13). Debemos tener en cuenta todo lo que puede implicar tal acción: «Pero si alguien os dice: Esto fue sacrificado a los ídolos, no lo comáis, por aquel que lo manifestó, y por la conciencia» (10:28, 32-33). No vamos a hacer alarde de nuestra propia libertad, ni a buscar nuestro propio beneficio, sino la edificación de los demás (10:23-24).

Todo el capítulo 14 de la Epístola a los Romanos trata de cuestiones similares, aunque no se mencionan las cosas ofrecidas a los ídolos. Los principios enunciados son válidos de manera muy general. Debemos tener en cuenta la conciencia de los demás y ser indulgentes con quienes no gozan de plena libertad cristiana. Mientras no se ponga en duda la enseñanza de la Palabra de Dios y no se comprometa la vida cristiana en santidad, no tenemos que juzgarnos unos a otros. Cada uno tiene una responsabilidad personal ante su Señor y Maestro, y esto es lo que se subraya (v. 4, 6-9). Ante el tribunal de Dios, es de nuestra propia conducta y de nuestro propio servicio de lo que tendremos que dar cuenta, y no de los de los demás (v. 10, 12).

Antes de terminar, recordemos algunos versículos de 1 Corintios 13: «El amor es paciente, el amor es servicial. El amor no tiene envidia, no es jactancioso, no es arrogante. No es indecoroso, ni busca su interés. No se irrita, ni toma en cuenta el mal; no se goza en la injusticia, pero se alegra con la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca se acaba» (v. 4-8). El amor divino es el motivo de todos los cuidados divinos. En algunos de estos versículos, Pablo tiene que escribir lo que el amor divino no es o no hace. Por desgracia, este aspecto negativo de las cosas existía entre los corintios. ¡Quiera Dios acordarnos que mostremos este amor y ponga en nuestros corazones el deseo de cuidarnos unos a otros, por el bien de cada uno! De este modo, lo que se ve a la perfección en Cristo en su cuidado por los suyos, podrá verse en cierta medida en cada uno de nosotros hoy.

Traducido de «Le Messager Évangélique» año 1998, página 161
(También en «Truth & Testimony»)