Inédito Nuevo

La gracia


person Autor: André GIBERT 11

flag Tema: La gracia de Dios en la vida cristiana


Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1951, página 29

1 - La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo

No es que Dios no hubiera actuado en gracia hasta entonces. Si no lo hubiera hecho, el hombre habría sido rechazado para siempre desde la caída. No reveló abiertamente esta gracia antes de la venida de Jesucristo, pero ahora comprendemos, a la luz del Nuevo Testamento, que era el primer móvil divino. La misma Ley, «dada» por Moisés, no era otra cosa, si se la considera bien, como un instrumento temporal de la gracia (vean Juan 1:17). No hay que ponerlas en contradicción, o ver 2 ámbitos sin contacto: la esfera de la Ley tiene lugar, como un objeto limitado, en el reino infinito de la gracia. Se pueden poner las promesas en contraste con la Ley, pero no la gracia. Esta está antes de la Ley, por encima de la Ley, brillará perpetuamente en sus resultados cuando la Ley, cumplida, haya llegado a su fin, y además los rayos de la gracia nunca han dejado de atravesar la Ley (Éx. 19:3-6; 34:34-35; Sal. 19:8-11; 119).

Pero Aquel en quien la plenitud quiso morar hizo descender la gracia aquí abajo, en su persona. La gracia no fue simplemente «dada», sino que «vino». El Verbo hecho carne «habitó entre nosotros… lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). Así «la gracia de Dios» se manifestó (Tito 2:11). No es un principio abstracto que se discute, sino una Persona viva que descendió a nosotros. «El Hijo de Dios ha venido» (1 Juan 5:20). El cristianismo es una cuestión de vida, no de teoría.

La gracia es el amor de Dios que se ocupa de seres que no merecen ser amados, o para decirlo mejor, es Dios que es amor que se ocupa de aquellos que su pecado hace que «aborrezcan a Dios» (vean Rom. 1:30), –así como la verdad es la luz de Dios que ilumina a estos mismos seres con el corazón «lleno de tinieblas» (Rom. 1:21). La gracia supone el mal, como la verdad supone el error, y solo ella trae el remedio para el mal. No debe nada a aquellos hacia los que actúa, interviene donde no hay recursos. Pero no se limita a eximir al culpable: da algo. La misericordia paga nuestras deudas, se ha dicho, pero la gracia nos enriquece.

2 - La gracia y el pecador

La gracia, precisamente porque es gracia, no halaga al hombre pecador, ni lo cultiva ni lo mejora. Lo deja de lado como incorregible, a pesar de sus pretensiones. La gracia lo coloca frente a todos los espejos a través de los cuales puede conocerse moralmente, conocer la creación, la Ley, Cristo finalmente, y lo encuentra responsable y culpable en todas partes, teniendo tal necesidad de la gracia que sin ella está y permanece perdido. Si fuera capaz de buenas obras para Dios, recibiría su recompensa; la cual, por lo tanto, no podría contarse como gracia, sino como algo debido (Rom. 4:4). No adormece la conciencia, al contrario, la empuja a hablar en voz alta, y su primer beneficio es despertarla de esta manera. Lejos de buscar un compromiso entre Dios y el pecado, le da al pecado su verdadero y horrible rostro, utiliza el mandato divino para hacer que el pecado sea «sobremanera pecaminoso», porque «por [la] ley es el conocimiento del pecado» (Rom. 7:13; 3:20). De este modo, obliga al hombre, aunque se resista a los estímulos, a reconocer que es el esclavo sin esperanza de esa culpa, y entonces interviene ella, y solo ella, en favor de los que no pueden hacer nada.

Sería tanto como desconocer el alcance de la gracia y disminuirla como ver en ella, como se hace a veces, una especie de acomodación de Dios a nuestra miseria porque sus planes habrían fracasado debido a la caída del hombre. ¡Como si Dios hubiera sido tomado por sorpresa! No, los planes de Dios tienen otra magnitud. Son eternos. Su «gracia que nos dio en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos» (2 Tim. 1:9). Se manifestó con «la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien abolió la muerte y sacó a luz la vida y la incorruptibilidad por el Evangelio» (v. 10). Y si ahora actúa en esta escena terrenal objeto por objeto, en un individuo, en otra escena, de manera fraccionada, opera con miras a la gloria eterna donde desplegará todos sus efectos triunfantes, cuando Dios muestre «en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7).

Actúa donde el hombre termina. Lo encuentra muerto en sus faltas y pecados, y no encubre ni excusa el pecado, lo quita y trae otra cosa, que es el conocimiento mismo del verdadero Dios, en Jesucristo, es decir, la vida eterna (Juan 17:3). Trae «salvación» (Tito 2:11), no un perdón basado en la indiferencia hacia el pecado, sino la paz y la gracia de Dios basados en la justificación y asegurados a todo aquel que cree (Rom. 5:1-3). El pecado ha sido tratado como debía ser, barrido por el juicio de la presencia de Dios, cuando Cristo murió por los impíos. Si ahora reina, es «mediante la justicia» (Rom. 5:21) y «para vida eterna». Dios da su salario al Salvador. Él concede gracia sin comprometer ninguno de sus atributos de santidad y justicia. Para ello fue necesario la vida y la muerte de Cristo. La gracia ha sobreabundado donde abundaba el pecado, porque ¿dónde ha abundado más que cuando los hombres fueron puestos en presencia de Cristo?, en quien «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo» (2 Cor. 5:19), y lo crucificaron.

Además, «en el día en que Dios juzgue lo secreto de los hombres… por Jesucristo», según el Evangelio que predicaba Pablo, «cuantos pecaron sin ley, sin ley perecerán; y cuantos pecaron bajo [la] ley, por la ley serán juzgados», pero todos serán declarados culpables por haberse negado, por diversos motivos, a escuchar a Dios, que les hablaba en gracia (Rom. 2:4, 12-16). La responsabilidad de los que han escuchado el Evangelio es la mayor de todas. Dios reconciliado exhorta a los hombres a serlo (2 Cor. 5:20). Es justo y justifica al que es de la misma fe de Jesús. Se cree o no se cree, se acepta o se rechaza; la gracia sigue siendo soberana al justificar al que cree, pero lo justifica; justifica al impío, pero al impío que cree. Si no fuera impío, no necesitaría la gracia, y sin la gracia nunca sería justificado, pero «por la gracia de Dios [Jesús] gustase la muerte por todos» (Hebr. 2:9), y somos «justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Rom. 3:24).

No podemos insistir lo suficiente en la doctrina de la salvación por gracia, tan mal entendida incluso en círculos donde se cree que está bien establecida. «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no procede de vosotros, es el don de Dios» (Efe. 2:8). Este punto de partida es desconocido en las religiones de los hombres, por lo que las almas no pueden regocijarse en la verdadera gracia de Dios. Se enseña que hay que doblegar a Dios, ganárselo, para que nos perdone: ofrendas, sacrificios, buenas obras, esfuerzos, actos de devoción, pretenden merecer el favor de Dios; pero este favor se niega a cualquiera que no venga simple y únicamente como objeto de gracia.

3 - La gracia y el redimido

Pero Dios, habiendo atraído a los hombres a él por gracia y habiéndolos justificado sobre el principio de la fe, se ocupa de ellos en la tierra, y se ocupa de ellos por gracia. Siempre ha sido así. La Ley, ha sido nuestro «conductor hasta Cristo» (Gál. 3:24) de los creyentes judíos, los profetas que volvieron a poner la Ley ante ellos, todo esto fue dado por gracia, en un designio de gracia. El gobierno de Dios, “la disciplina de Jehová” (vean Prov. 3:11-12), siempre se ha ejercido por gracia hacia los suyos. Pero esto es más cierto que nunca en la actualidad, cuando los creyentes pueden considerarse hijos de Dios y cuando la gracia de Dios que trae la salvación «apareció». Sí, bendito sea Dios, no nos cansamos de repetirlo, «ha venido» con la verdad, por Jesucristo.

El peligro para nosotros es desconocerla prácticamente y usarla tan mal que la desnaturalizamos.

3.1 - Decaer de la gracia – Gálatas 5:4

Las Escrituras nos enseñan que podemos decaer de la gracia. La gracia vino a nosotros para sacarnos del estado más bajo y “sentarnos con los nobles” (vean 1 Sam. 2:8). Su nivel es el del nuevo hombre en Cristo. Caer de ese nivel es querer caminar según las ordenanzas de la Ley, la cual fue dada para poner de manifiesto la impotencia de la carne. Tal fue el error de los gálatas, que prácticamente renegaron de la gracia. «Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia» (Gál. 5:4). La Ley es santa, pero no da ninguna fuerza para cumplirla y siempre condena a quien quiera ser declarado justo por ella. No nos justifica más después de nuestra conversión que antes. La Ley nunca tendrá el privilegio de justificar a un hombre, aparte del Hombre perfecto; la gracia nunca le cederá una parte de este inefable privilegio. Esto no es agradable para la carne, pero la mantiene en su lugar, en este estado de muerte al que la Ley nos condena, y en el que la gracia que vino por Cristo nos ha encontrado. La gracia no es para la carne, no le da nada a la carne, pero le da al pecador lo que pertenece a una nueva condición. Tengamos cuidado de no caer de la gracia llevando la vida cristiana, tal vez sin quererlo, a la cultura del viejo hombre.



3.2 - Carecer de la gracia – Hebreos 12:15

Por otro lado, uno puede carecer de la gracia de Dios. Se trata, por supuesto, de un cristiano, pero que, aunque es objeto de esta gracia, no vive de ella. Sin embargo, hay una provisión inagotable para todas las necesidades, todas las circunstancias. «El río de Dios, lleno de aguas» (Sal. 65:9). Pero no sacamos de él, y nos falta. Este déficit se manifiesta en la vida práctica, en la conducta individual, en las relaciones con los demás, así como en las relaciones con Dios.

3.3 - Cambiar la gracia de Dios en disolución – Judas 4

Finalmente, la gracia de Dios puede convertirse en disolución (o libertinaje) Esto es propio de los falsos cristianos de Judas 4, pero es un peligro real para todos, especialmente para aquellos que, familiarizados desde temprana edad con la verdad de la justificación por la fe, no han conocido a fondo el horror del pecado. Es fácil hacer de la gracia, abiertamente o no, un pretexto para el cuerpo, en el que se siguen las concupiscencias. Si la gracia no da nada al cuerpo, tampoco permite al creyente prevalerse de la salvación para actuar a voluntad de esta carne que guarda en sí. Aquí encontramos el gran beneficio de la gracia, que es dejar al hombre viejo donde lo encontró, en la muerte. Pero la nueva vida, don de la gracia de Dios, se despliega después sin tener nada en común con la naturaleza antigua, excepto el hecho de habitar en el mismo cuerpo. Esto es lo que encontramos en la Primera Epístola de Juan, donde, observémoslo, ni siquiera se nombra la gracia: la nueva vida está ahí en su propio ejercicio, no tiene que ser liberada de nada, y lo ha recibido todo, teniendo la «simiente» de Dios (vean 1 Juan 3:9). Jesús era la gracia, no la necesitaba para sí mismo.

3.4 - La gracia que enseña

Pero es porque el cristiano lleva en sí las 2 naturalezas que la gracia está ahí para enseñarle. Lo hace a través de la Palabra y de la disciplina. Su objetivo es desprendernos de nosotros mismos y, ocupándonos de Cristo, llevar de nuevo a Dios estos corazones siempre inclinados a complacerse lejos de Él.

Enseña al creyente lo que agrada a Dios. «La gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:11-12). No podemos prescindir de ella y de su firme y suave instrucción. Ya sea que estemos al comienzo de la carrera cristiana o que tengamos detrás de nosotros la experiencia de un largo pasado, querer dar un paso sin ella es funesto. Esto es lo que Hebreos 12 destaca con fuerza. La disciplina paterna de Dios es un efecto de la gracia, no del enojo; debemos proseguir la santidad, pero ¿cómo hacerlo sin la gracia? También debemos asegurarnos de que nadie se quede sin ella; –hemos venido no al Sinaí, sino a Sion, el monte de la santidad de Dios, ciertamente (Sal. 2:6), pero el monte de la gracia–; «por lo cual, recibiendo un reino inconmovible, tengamos gratitud, por ella sirvamos a Dios como a él le agrada, con temor y reverencia» (Hebr. 12:28). Lejos de que la gracia nos dispense de temer a Dios, nos lleva a ello, es incluso la única fuente del verdadero temor (Sal. 130:4), y esto porque hasta entonces no se ha conocido verdaderamente a Dios. Porque también nuestro Dios es un fuego consumidor, se añade. ¡Qué temor inspira! Pero tengamos cuidado de que no nos encontremos con este Dios consumidor precisamente cuando no «retenemos» la «gracia». Dios es siempre un fuego consumidor, pero no para consumir a sus hijos: consumirá en ellos lo que no esté de acuerdo con su pensamiento, y ¿no es esto una gracia infinita? Porque, ¿cómo nos desharíamos de lo que es más fuerte que nosotros?

3.5 - El valor práctico de la gracia

En nosotros existe constantemente la tendencia a invertir los cometidos y a desconocer el valor práctico de la gracia: es por la gracia que el corazón debe fortalecerse, mientras que no faltan los motivos de inquietud y desaliento. Nos desmoronamos en cuanto nos miramos a nosotros mismos. Y eso es lo que hacemos sin cesar. Mientras decimos que no tenemos nada bueno en nosotros, tomamos los mandamientos, los del Antiguo Testamento y las exhortaciones del Nuevo Testamento, y nos esforzamos por cumplirlos con el pensamiento más o menos consciente de que, mientras no los cumplamos, Dios no nos mirará con favor. Aplicamos el mismo espíritu legalista a la forma de valorar a nuestros hermanos. Pero eso es olvidar la gracia que se manifestó en Cristo y que nos enseña. Ella emplea diversos medios, pero se ha dado a conocer a sí misma, actúa por sí misma. Nos llama a servir a Dios con reverencia y temor, no porque esperemos aplacar su ira, lo que significaría que nos creemos capaces de aplacarlo con una actitud aterrorizada, sino porque ahora lo conocemos. Sabemos cuánto debe temerse, por el hecho mismo de que solo la gracia podía acercarnos a él, y que ella encontró la manera. Es porque se nos ha perdonado y estamos en la gracia de Dios que, al ver mejor la gravedad del pecado, ya que ha provocado la muerte de Cristo, tememos a Aquel de quien procede el perdón para que sea temido. Invocamos como Padre a Aquel que, sin favoritismo de personas, juzga según la obra de cada uno, para guiarnos con temor durante el tiempo de nuestra estancia aquí abajo. El corazón fortalecido por la gracia se ve estimulado por este santo temor. Ha hecho su cuenta de que tal conducta solo es posible aferrándose a Cristo; mientras que nosotros somos inestables y engañosos, Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos. La verdadera humildad, que da la gracia, no se ocupa de sí misma y, apoyándose en Cristo, se acompaña de la verdadera audacia, mientras que la preocupación por uno mismo conduce o a la temeridad loca de la carne o a un descontento con uno mismo y con los demás que es estéril, cuando no venenoso.

Dios quiere ser conocido como «el Dios de toda gracia» (1 Pe. 5:10). Que este pensamiento sea valioso para nosotros, para que permanezcamos en «la verdadera gracia de Dios» (1 Pe. 5:12). Tenemos gran necesidad de que estas cosas entren en la realidad de la vida cotidiana. A menudo estamos preocupados e impotentes porque mezclamos nuestros sentimientos humanos con la pura gracia de Dios. Nos inclinamos a prepararnos a nosotros mismos para poder luego abordar la luz de Dios, y nunca lo logramos, en lugar de eso, nuestro recurso eficaz es venir a Él tal como somos; entonces juzgaremos, en esa luz, lo que obstaculiza la comunión, y que nos parecerá aún más odioso e insoportable. La verdadera gracia de Dios se reconoce precisamente en que no transigirá, en modo alguno, con el mal; mientras le demos crédito al cuerpo, este se esforzará por hacer todo lo que pueda, pensando que Dios se conformará con eso y hará el resto. No, la gracia de Dios, sabiendo que somos incapaces de hacer el bien, actúa de acuerdo con lo que somos y no nos atribuye nada más que lo que viene de ella. No excusa el pecado, no lo pasa por alto, sino todo lo contrario, lo muestra en su aspecto más horrible, ya que solo el sacrificio de Cristo pudo expiarlo. Nos lo muestra a la luz inexorable de Dios. No nos proporciona argumentos para atenuar nuestra responsabilidad, hace estallar nuestra culpabilidad, pero es para llevarnos al profundo gozo y paz de su triunfo. Nos lleva ante Dios para confesar lo que debe ser confesado, para que tengamos comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

Tanto es necesario para todos, para combatir el legalismo como la relajación, ver bien qué es la Ley, tanto, y esta es otra cara de la misma verdad, necesitamos comprender mejor qué es la gracia. No se gana, se acepta, con la sensación de que no se posee nada... “Lo sé”, parece decirnos, “pero reconócelo y yo me encargaré de todo”. «Paz sea contigo, tu necesidad toda quede solamente a mi cargo» (Jueces 19:20). Ella es soberana, se impone, y nuestro único lugar es desaparecer ante ella. «Ten misericordia de mí» (Salmos), dice el alma afligida porque el peso de la conciencia es grande. Pero lo dice precisamente porque la gracia actúa. El primer efecto de esta gracia es empujarnos a la luz plena, y allí nos hace encontrar a Dios que se ocupa de nosotros en su amor, para que nos ocupemos de Él y no de los miserables objetos que somos. Solo la gracia excluye el «yo», fuente de toda ruina en la vida individual y en las relaciones entre hermanos, obstáculo para toda paz y gozo, todo progreso y servicio, así como todo «consuelo en Cristo» y toda «comunión del Espíritu» (Fil. 2:1). Porque en la medida en que hayamos conocido la gracia de Dios para nosotros mismos, seremos «los unos para los otros» los «buenos administradores» (1 Pe. 4:10). ¡Cuánto necesitamos meditar en la parábola del siervo de Mateo 18:21-35!

«Creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe. 3:18): ambos son inseparables porque «la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo».