Inédito Nuevo

La Ley y el cristiano


person Autor: André GIBERT 12

flag Tema: La ley para el cristiano


Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1950, página 113

1 - Formas de malinterpretar la Ley

Entre los cristianos existen 2 tipos de malentendidos acerca de la Ley que Jehová dio antiguamente a Israel por medio de Moisés.

La primera es propia de aquellos que no han comprendido el valor de la obra de Cristo para liberarnos y que buscan la santificación en el cumplimiento de obligaciones morales. Para ellos, dado que la Ley es la expresión de la santa voluntad de Dios, solo seremos aceptados por él en la medida en que logremos cumplir esa Ley.

Por un error totalmente opuesto a este, otros no se dan cuenta de que, «habiendo sido liberados del pecado», hemos sido «hechos esclavos a Dios», «como esclavos a la justicia». Piensan fácilmente que la Ley ya no nos concierne en modo alguno y que no tenemos que preocuparnos por lo que enseña.

La primera de estas formas de ver impide regocijarse plenamente en Cristo; sigue exigiendo algo a la vieja naturaleza e imprime a la conducta un legalismo árido. La segunda priva al alma de guías seguras en cuanto al pensamiento de Dios. En realidad, ambas nos apartan de Cristo, una bajo el manto de la santidad divina, la otra bajo el de la libertad cristiana. «Porque el fin de [la] ley es Cristo para justicia, a todo el que cree» (Rom. 10:4): para el creyente, la Ley tiene su fin en Cristo, pero solo en Cristo.

2 - La Ley condena, pero Cristo sufrió la condena por nosotros

La Ley, como ley, implica sanciones judiciales. Siempre condena al hombre que no está «en Cristo Jesús». Cristo sufrió por nosotros la condena que ella pronuncia, y nos libera de su justa sentencia. Nunca se insistirá lo suficiente en este punto fundamental. La muerte de Cristo proclama en alto lo que la Ley divina exigía de nosotros, sin posibilidad de remisión. Pero al mismo tiempo dice que, por esta misma muerte, la Ley ha sido satisfecha, y la resurrección de Cristo lo atestigua, según la justicia de Dios. Por eso el Evangelio anunciaba al pueblo de Israel, que había recibido la Ley: Ya no estáis bajo la Ley. Y a los de las naciones, que no tenían parte en la Ley como sistema religioso o civil, les decía: No os sometáis a esta Ley. ¿Por qué? Porque, tanto para unos como para otros, no había que retomar algo ya hecho, ni volver a empezar lo que Cristo había consumado. La Ley ha llegado a su fin. Dios ya no dice: “Haced”. Dice: «Creed en el nombre del Hijo de Dios» (vean 1 Juan 5:13). «Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención» (1 Cor. 1:30).

¡Ah! Si alguien que no posee la nueva vida pretende, sin tener a Cristo, no temer nada de la Ley, esta puede ser esgrimida con justicia contra él (1 Tim. 1:9). Le dirá lo que se merece. Solo con la muerte de Cristo esta terrible arma no fue destruida, sino que fue envainada, porque todo lo que tenía que hacer ya lo había hecho. Cristo ya no está bajo la Ley; no puede volver a someter a los suyos a ella; ellos son suyos, no de ella. «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo [la] Ley, para redimir a los [que estaban] bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción de hijos. Y, por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gál. 4:5-6). La Ley no podía hacernos vivir; Cristo sí puede, habiéndonos hecho morir «a la Ley» por medio de la Ley misma en su muerte: «Porque yo mediante [la] Ley he muerto a [la] Ley, a fin de vivir para Dios» (Gál. 2:19).

Es a la nueva vida así recibida por la fe en Cristo a la que ahora corresponde caminar aquí abajo para gloria de Dios. Ella recibe su poder no de la Ley, ni de ningún espíritu legal, sino del Espíritu de Cristo. «Si sois guiados por [el] Espíritu, no estáis bajo [la] Ley» (Gál. 5:18).

3 - La Ley nos enseña

Pero ¿significa esto que, al haber sido anulada para nosotros la autoridad judicial de la Ley por la muerte de Cristo, y al ser nuestras relaciones con Dios las de hijos libres y no las de esclavos, ya no tenemos nada que ver con el significado moral de la Ley?

Eso sería negar toda utilidad del Antiguo Testamento para nosotros y decir que Dios no tenía motivos para conservarnos ni siquiera el recuerdo de las sombras, ahora que brilla la luz. Pero él nos ha conservado este Antiguo Testamento; mejor aún, el Nuevo nos remite constantemente a él y nos da la clave para interpretar la enseñanza inagotablemente rica de sus figuras. No para que “volvamos” a él, sino para que aprendamos de él el variado despliegue de los pensamientos y los caminos de Dios.

Sería decir también, y quizá sea aún más grave, que no tenemos nada que aprender de Jesús tal y como fue en la tierra cumpliendo la Ley.

Sería, en definitiva, desconocer que los mandamientos de la Ley son santos, justos y buenos, y que el resumen de la Ley sigue siendo, como dijo otro, “el principio y el fruto de la vida en nosotros”.

4 - Muertos con Cristo y vivir como Cristo

4.1 - El ejemplo de Cristo

La gracia nos toma y nos coloca más allá de la muerte, unidos a Cristo resucitado. Pero él es quien glorificó a Dios en la tierra, y en cuyo seno estaba la Ley de Dios (Sal. 40:8). Ciertamente, no nos hace volver atrás para decirnos: “No seréis como yo, y solo alcanzaréis la resurrección cuando os hayáis mostrado tan perfectos como yo”. Eso no es posible. No nos salva con su ejemplo, porque no podríamos imitarlo; nos salva con su muerte, tal y como solo él la conoció, bajo el juicio de Dios por nosotros. Pero nos asegura el poder de su muerte y de su resurrección. Nos deja su ejemplo, pero después de habernos dado una vida capaz de conformarse a él, y nos pide que caminemos «en novedad de vida». «El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:6).

Ya no se trata de la implacable exigencia de la Ley. Y, por otra parte, va más allá de la observancia literal de la Ley. Esta, dada a los hombres como norma de su deber, no podía abarcar las manifestaciones de la vida divina en gracia y en verdad, lo que tuvo lugar en Cristo y que ahora debe verse en los suyos. La Ley no prevé una entrega hasta la muerte como la de Cristo, que debemos imitar; no prescribe amar a los enemigos, etc. Todo esto es cierto. Pero ¿son estas cosas contrarias a la Ley? ¿No son más bien, en realidad, el cumplimiento de la Ley en su Espíritu, más allá incluso de su letra, ya que esta Ley se resume en el amor? El apóstol responde a estas preguntas cuando, después de enumerar las perfecciones del «fruto del Espíritu», dice: «Contra tales cosas no hay Ley»; y aún más: «Porque toda la Ley en esta sola palabra queda cumplida: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál. 5:22-23, 14). Pero antes de Pablo, cuando Jesús, subido al monte, predicó esa “caridad” de la que él era el ejemplo vivo, ciertamente no anulaba la Ley ni la contradecía; no se situaba en una corriente de pensamiento diferente a la de la Ley dada por Dios, santa y buena; al contrario, la superaba. Lo que significa que él la cumplía en primer lugar. «No vine a revocar, sino a cumplir» (Mat. 5:17). La Ley del Sinaí era lo máximo que se podía pedir a un hijo de Adán, pero no el límite de la obediencia a Dios. Pretender no estar interesado en ella con el pretexto de que Cristo es nuestra vida es, desde el principio, rechazar lo que se pide en primer lugar.

4.2 - La Ley, conductor hasta Cristo – Gálatas 3:24

Es muy importante comprender esto. Nuestra liberación de la Ley no se ve afectada, al contrario. La Ley ya no es nuestra maestra, ha pasado a estar a nuestro servicio, al igual que para los creyentes de la antigüedad (a quienes no hizo vivir más que a nosotros) era un «conductor hacia Cristo». Esta Ley que nos condenaba a muerte ya no tiene que volver a matarnos; está hecho de una vez por todas, su poder se ha extinguido, porque Cristo sufrió la muerte por nosotros, él, que era el único que estaba bajo esta Ley sin que ella lo condenara. Pero tampoco tiene el poder de hacernos vivir. Querer justificarnos por la Ley nos hace caer «de la gracia» (Gál. 5:4). El motivo de la vida cristiana no es escapar de una condena o adquirir un mérito, es Cristo mismo. Si tomamos la Ley como regla de vida diciendo: “No soy de Cristo si no obedezco esta ley”, la estamos empleando mal, no vemos a Cristo detrás de la Ley. Pero si miramos a Cristo, vemos la Ley brillar en él, y si le seguimos, cumpliremos la Ley sin esfuerzo, gozosos de reconocerla y de decir: “Soy cristiano por gracia, y sigo a Cristo, que me ha salvado; ahí es donde pasa el camino de mi Maestro y donde yo paso con él; no hay otro lugar para mí”; pero sus delicias eran hacer la voluntad de Dios y la Ley de Dios estaba «en medio de su corazón» (vean Sal. 40:8).

4.3 - Amar la Ley

Estar bajo la Ley amar la Ley son 2 cosas muy diferentes. El hombre no regenerado no puede amar la Ley. Y el que, aun siendo creyente, no ha comprendido el alcance de la gracia de Dios en Cristo, se complace en la Ley de Dios según el hombre interior, pero se desespera por no poder cumplirla a pesar de sus esfuerzos (Rom. 7). Incluso bajo la antigua dispensación, el Salmo 119 nos dice que el que ama la Ley es alguien que se abandona por completo a la gracia de Dios, y no alguien que pretende ser capaz de guardar por sí mismo esta santa Ley. Para aquellos que ahora, teniendo el Espíritu de Dios y guiados por él, son hijos de Dios, la naturaleza divina que han recibido por gracia ama lo que Dios manda. Su vieja naturaleza nunca lo amará, pero «sus mandamientos no son gravosos» para los que «han nacido de Dios» (1 Juan 5:3-4). Si le ordeno a mi hijo precisamente lo que más desea, no siente que se le obliga, sino que se le concede un favor. Esto es lo que el apóstol Santiago llama la Ley perfecta, la Ley de la libertad (1:25).

5 - La Ley ceremonial ¿es algo aparte?

Se dirá: Estas consideraciones son válidas en principio, pero la Ley de Moisés contiene toda una parte ceremonial de la que hoy no tenemos necesidad, y una gran cantidad de prescripciones relativas a la vida cotidiana cuyos detalles ya no son de nuestro tiempo. Sin duda. Pero si estas cosas nos han sido transmitidas como relativas al pueblo que el Señor había elegido en la tierra y del que él mismo era el legislador, ¿no es acaso para que nos beneficiemos de los valiosos datos morales que solo ellas pueden poner de relieve? En la época en que no eran más que sombras, gracias a ellas se guiaron los creyentes anteriores a la cruz; conservan un poderoso valor didáctico para nosotros, que ahora somos capaces de comprenderlas mejor, ya que se encuentran plenamente iluminadas. Todas ellas nos fueron dadas para nuestra instrucción. «¿Acaso se ocupa Dios de los bueyes? ¿O dice expresamente por nosotros?» (1 Cor. 9 - 10), dice el apóstol, sacando de una recomendación que parece de escaso alcance una orientación necesaria para la Iglesia. Así debemos considerar toda la Ley. No nos encadena, sino que nos instruye mejor.

Los 10 Mandamientos son el resumen moral de la Ley, despojada de todas sus prescripciones rituales y de otro tipo. Pero querer retener solo este resumen nos privaría de una multitud de ilustraciones expresivas. En estos mismos 10 Mandamientos, podríamos decir que la observancia del sábado ya no es obligatoria para los cristianos, ya que Cristo salió de la tumba el primer día de la semana, y que el sábado es el emblema de un descanso terrenal que no pudo establecerse y de una alianza que el pueblo no guardó; pero perderíamos mucho si no nos ocupáramos del significado del sábado, de la bondad de Dios, preocupado por dar descanso al hombre, y del hecho de que el descanso que queda para el pueblo de Dios es un descanso sabático. El error de los judíos fue precisamente poner el signo por encima del significado; por eso, en relación con el sábado, el Señor reivindica este significado (Marcos 2:23-28; Juan 7:19-24). El sábado era el día de Jehová; ¿acaso el primer día de la semana tiene menos valor para nosotros? ¿Qué decir, por otra parte, de los «mandamientos con promesa»? ¿Ya no se nos pide que honremos a nuestro padre y a nuestra madre porque ya no estamos bajo la Ley? El gozo del cristiano es hacerlo «en el Señor», «comprobando lo que es agradable al Señor» (Efe. 5:10; 6:1-3).

6 - La letra y el espíritu de la Ley

«Sabemos que la Ley es espiritual» (Rom. 7:14). Es en su espíritu donde la carne es incapaz de cumplirla. Por el contrario, las formas agradan a esta carne, pero entonces se trata de una falsificación de la Ley. En su letra, las ordenanzas, e incluso los 10 Mandamientos, excepto el último, apuntan al exterior; piden hacer ciertas cosas y abstenerse de otras, sin mencionar en general su motivo, de modo que el hombre religioso observa las formas y se vale de ellas. En realidad, no pueden ser agradables a Dios sin un corazón nuevo. «Jehová mira el corazón» (1 Sam. 16:7). Jesús pone a prueba al joven rico en esto; este había guardado los Mandamientos desde su juventud, pero ¿cuáles eran sus motivos internos? Vemos a Jesús levantarse sin cesar contra el formalismo y denunciar las “enseñanzas de los antiguos” que, exagerando las prácticas externas de la Ley de Moisés, violaban el espíritu de esta. «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, de ninguna manera entraréis en el reino de los cielos», dice (Mat. 5:20). Ahora bien, cuando Pablo quiere decir que observaba rigurosamente las prescripciones de la Ley antes de su conversión, dice: «En cuanto a la Ley, fariseo…» (Fil. 3:5). Este legalismo era y sigue siendo contrario a la Ley misma. El Señor mismo pone de manifiesto el verdadero significado de la Ley de Moisés cuando enuncia los 2 grandes Mandamientos (Marcos 12:29-31) o cuando aprueba a quienes los citan: «Has respondido bien», le dice al doctor de la Ley, cuando este le recuerda: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente», «y a tu prójimo como a ti mismo» (Lucas 10:27).

¿Acaso ya no tenemos que amar a Dios ni a nuestro prójimo? La fuerza nos ha sido dada, lo que la Ley no daba. Amar así es el gozo del nuevo hombre; y si la lucha con la carne es continua, es porque esta «no se somete a la Ley de Dios, ni tampoco puede» (Rom. 8:7), ni después de nuestra conversión ni antes, no lo olvidemos. Practiquemos discernir, en los detalles externos de la Ley escrita, el alma de esta Ley, el amor a Dios, el amor al prójimo, todo lo que constituye la «Ley real» (Sant. 2:8).

Por ejemplo, cuando encontramos tal prescripción relativa al traje, o incluso la conducta que se debe tener hacia un esclavo, nos sentimos tentados a decir: ¡Oh! eso no nos concierne, ¡las costumbres ahora son diferentes! Y es evidente que el aspecto material de las cosas ha cambiado. Pero lo que no ha cambiado, y no puede cambiar, es el sentido profundo de estos mandamientos, el pensamiento de Dios que su práctica tenía por objeto manifestar. Tomemos la cuestión de la vestimenta, ya que es una de las que se discuten con más frecuencia. Leemos en Deuteronomio 22:5: «No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace». Entendemos que el pensamiento de Dios, en todos los tiempos, es que la vestimenta marca, entre el hombre y la mujer, la distinción que él desea, conforme a un orden que la criatura perturba en su propio perjuicio. Ambos forman un todo que se desfigura si uno de los componentes niega el carácter que Dios le ha atribuido: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gén. 1:27, recordado por el Señor (Mat. 19:4); de modo que el hombre solo está completo con la mujer y la mujer solo está completa con el hombre.

Pero cuando él no ocupa su lugar y ella sale del suyo, se deja de lado la voluntad de Dios, en desprecio de su gloria y del bien de las criaturas. Si la mujer ha sido colocada por él en una posición de subordinación (no de inferioridad), la gloria de la mujer es reconocerlo expresamente, con su cabello, como enseña el Nuevo Testamento (1 Cor. 11:6-16), y con su vestimenta, como enseña el Antiguo. Aceptar esto es honrar a Dios, y el cristiano encuentra en ello un gozo que no le puede proporcionar una simple obediencia formal. No aceptarlo conlleva, por poca espiritualidad que haya, una mala conciencia. Lo mismo ocurre con todas las prescripciones de la Ley. No son artículos de un código impasible, sino el lenguaje del Dios al que invocamos como Padre. El cristiano no está llamado a obedecerlos pasivamente, mecánicamente. «Como a sensatos os hablo» (1 Cor. 10:15), decía el apóstol. Pero la inteligencia espiritual va de la mano de los afectos, orienta, por así decirlo, el impulso del corazón. Discernía, en todas las ordenanzas inspiradas, el pensamiento de Dios al que el corazón se complacía en responder. La forma en sí misma no es nada.

Estar sin Ley es fruto de la iniquidad (anomia). Nuestra ley es Cristo. Pero Cristo, repitámoslo, lejos de anular la Ley anteriormente prescrita, la cumplió y superó su letra, poniendo de relieve el amor como «el grande y el primer mandamiento» de la Ley (Mat. 5:17-19; 22:38). Cuando Pablo polemizaba violentamente contra los doctores judaizantes, era porque estos devolvían a las formas a los que habían sido llevados al Espíritu; pero constantemente se le ve dar a las enseñanzas de la Ley el lugar que les corresponde, tal y como conviene a los cristianos. Sus escritos están llenos de recordatorios de las ordenanzas, muestra el significado típico de estas formas, y la nueva luz que proyecta sobre ellas hace resaltar su valor moral permanente. Esto se debe a que el amor de Cristo abrazaba a Pablo. Sí o no, ¿amamos a Cristo? Esa es la única pregunta. Nuestro objetivo no es guardar la Ley para poder seguir a Cristo, sino reflejar a Cristo, que magnificó aquí abajo la Ley de Dios.

7 - Demasiado preocupados por la Ley, o no lo suficiente

Hubo un tiempo en que la cuestión de la Ley y sus exigencias preocupaba mucho más a las almas que hoy en día, y se escribió mucho entonces sobre la liberación de la Ley. Esto se debía a que las almas en cuestión salían de entornos en los que se hacía depender la vida cristiana de la observancia de la Ley. Todavía hay muchos así, en definitiva, en todos los lugares donde hay clero y donde las almas no están en contacto directo con Cristo. En este caso, es necesario insistir en el hecho de que, crucificados con Cristo, hemos «muerto a [la] Ley para vivir para Dios», y que nuestra aceptación no depende de nuestra conducta, sino de Cristo, en quien creemos por gracia.

7.1 - Comprender Romanos 7: el conocimiento del pecado en nosotros

Pero hoy en día son muchos los que, habiendo sido educados bajo la enseñanza de la gracia y acostumbrados a fórmulas doctrinales correctas sobre la salvación por la fe, corren el riesgo de desconocer el verdadero alcance de la Ley y, con ello, el verdadero alcance de la gracia. Esto se debe, en el fondo, a que no han conocido verdaderamente Romanos 7, donde encontramos un alma regenerada llevada al borde de la desesperación, porque quiere observar la Ley y descubre que su carne no puede hacerlo. No ve en la Ley más que el instrumento de condenación dirigido contra ella; y así es hasta que encuentra su descanso en Cristo, el libertador, y cree que «no hay, pues, ahora ninguna condenación para los [que están] en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). La Ley no ha perdido por ello su carácter de santidad y justicia, pero esta alma ha comprendido que la vieja naturaleza no podrá cumplirla mañana más que hoy o ayer, y que Dios ya no ve al creyente en la carne, sino en Cristo. Los que no han pasado por esta etapa necesaria pero dolorosa, no han experimentado en realidad lo que es el pecado. «Porque por [la] ley es el conocimiento del pecado» (Rom. 3:20), no la liberación del pecado. Menosprecian el Mandamiento santo, justo y bueno. No han comprendido que, por excelente que sea una Ley divina, y precisamente por serlo, es «débil», no en sí misma, sino «por la carne», incapaz de obedecerla (8:3). No han comprendido que «Dios… condenó al pecado en la carne; para que la justa exigencia de la Ley se cumpliera en nosotros, los que no andamos según [la] carne, sino según [el] Espíritu» (8:3-4). Nunca nos detendremos lo suficiente en estos pasajes que abarcan a la vez el alcance de nuestra liberación, la perfección de la posición del creyente en Cristo y el nivel de caminar que se exige a los que han sido liberados «de la Ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2).

7.2 - Convertir la gracia en disolución

Así pues, el primer malentendido al que se hace referencia al principio de estas páginas no es probablemente el peligro que amenaza a la mayoría de aquellos a quienes se dirigen. Pero el segundo riesgo puede arruinar su vida cristiana al convertir, sin que ellos lo sospechen, la gracia en disolución (Judas 1, 4). Se llama la atención de los jóvenes creyentes sobre este punto con insistencia y con todo afecto.

7.3 - El legalismo

Sería igualmente funesto querer reaccionar contra esta tendencia con un legalismo formalista, lleno de mandatos y prohibiciones: «No tomes, ni gustes, ni toques» (Col. 2:21). Sería como buscar a perfeccionarse «por la carne» y someterse a un «yugo de servidumbre» (Gál. 3:3; 5:1). Para tal mentalidad, ya no es solo la Ley de Moisés, sino todas las preciosas invitaciones e instrucciones del Señor en el Nuevo Testamento las que adquieren este carácter de obligación coercitiva, directamente opuesta a la vida cristiana. El alma nunca es entonces verdaderamente feliz, nunca está en reposo, a menos que se envuelva, como el fariseo, en la orgullosa pretensión de hacer lo que los demás no hacen. “Yo solo he permanecido”, dirá con gusto. Porque este espíritu legal se reconoce a menudo, por otra parte, en la molesta tendencia a juzgar todo en los demás. Nos inclinamos rápidamente a manejar la Ley para señalar, sin caridad ni misericordia, lo que nos parece que falta en nuestros hermanos, para utilizarla como un metro para medir la vida de los demás. La Palabra debe imponerse a mi corazón; no me corresponde exigir a los demás, a quienes puedo juzgar mal (1 Cor. 4:5), lo que se me pide a mí. El lavado de los pies representa una actitud muy diferente, la del siervo que se humilla siguiendo el ejemplo de su Señor. Meditemos mucho en Gálatas 5:13 y 6:5, y en Mateo 7:1-5.

La mejor manera de evitar el legalismo y sus peligros es mirar «fijamente en la ley perfecta, la de la libertad» (Sant. 1:25). «Cristo nos hizo libres para la libertad». Y luego: «Cumpliréis así la ley de Cristo» (Gál. 5:1; 6:2). La libertad de Cristo, la ley de Cristo: tal es, circunscrito por el Espíritu de Dios, el ámbito en el que los cristianos están llamados a moverse. ¿No es esto lo que Jesús mismo decía en sus incomparables palabras?: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso!… Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí…» (Mat. 11:28-29).

Que su voz nunca pierda, para ninguno de nosotros, ni su dulzura ni su autoridad.