Índice general
La Ley y el legalismo
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La Ley y el legalismo La ley para el cristiano Malos estados interiores
Temas:1 - La Ley en su propio tiempo
1.1 - Introducción
«La ley fue dada por Moisés; pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Juan 1:17).
El legalismo, en sus diversas formas, es un apego erróneo a la Ley, o a una ley. Es un tema que ocupa un lugar bastante amplio en el Nuevo Testamento, y que consideraremos más adelante. En este primer capítulo, trataremos solamente de la Ley dada por Dios a Israel, el pueblo que él había elegido para pertenecerle solo a él.
La Ley no estaba destinada a durar eternamente. Era una prueba del hombre, llevada a cabo con el pueblo de Israel, en espera de la venida de Cristo. Esta prueba demostró la incapacidad del hombre para guardar los mandamientos de Dios y cumplir sus compromisos con él. Reveló su absoluta necesidad de un Salvador.
Desde tiempos inmemoriales, ha habido hombres de fe que han confiado en la bondad y la compasión de Dios. Abraham, habiendo recibido las promesas de Dios, creyó y fue justificado por su fe. Moisés, el hombre a través del cual se dio la Ley, apeló a menudo a la misericordia de Dios; intercedió por el pueblo que, según la Ley, merecía el juicio de Dios. David tuvo una relación extraordinariamente estrecha con Dios; tuvo graves faltas, pero se humilló profundamente por ellas y expresó en sus salmos la felicidad del hombre cuyo pecado es perdonado. Habacuc, uno de los últimos profetas del Antiguo Testamento, escribió: «El justo por su fe vivirá» (2:4).
Durante todo el tiempo de la Ley, la fe actuaba en los hombres que amaban a Dios y guardaban sus mandamientos. Pero fueron justificados por la fe, no por el principio de la Ley. Este principio puede enunciarse así: «El hombre que practique estas cosas vivirá por ellas» (Rom. 10:5). Con la venida de Cristo, Dios ha revelado que «por las obras de la ley nadie será justificado» (Gál. 2:16). Y el Evangelio proclama que «el hombre es justificado por fe, sin las obras de la ley» (Rom. 3:28).
A pesar de la clara revelación de este gran hecho en el Nuevo Testamento, los cristianos a menudo han tendido a colocarse bajo la Ley, ya sea la del Sinaí, en su totalidad o en parte, o bajo los mandamientos de hombres. Esto se llama legalismo.
1.2 - El don de la Ley a Israel
Recordemos que Israel recibió la Ley en el monte Sinaí, justo después de salir de Egipto. Encontramos los diez mandamientos en Éxodo 20, y el pacto entre Jehová y el pueblo, sellado con sangre en Éxodo 24.
Para Israel, el don de la Ley fue sin duda un privilegio. Como las demás comunicaciones del Antiguo Testamento, la Ley era una revelación parcial de Dios, que se completaría con la venida de Jesucristo. En las exigencias que ella imponía, la Ley revelaba la santidad y la justicia de Dios. Y en los sacrificios que prescribía, daba ya una idea de los recursos de Dios en relación con el pecado del hombre. Además, en su forma típica, prefiguraba mucho de lo que sería revelado más tarde en el Nuevo Testamento.
Por la sabiduría que mostraban, los estatutos y las ordenanzas de la Ley de Dios debían ser la gloria de Israel entre las naciones: «Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta» (Deut. 4:6).
Pero ¿estaría Israel a la altura del privilegio que había recibido?
1.3 - La bondad de Dios revelada al mismo tiempo que su justicia
Dios dio la Ley a un pueblo que había sido colmado de sus favores. Lo había liberado de su esclavitud en Egipto y había hecho caer terribles juicios sobre sus opresores. Lo había llevado «sobre alas de águila» y «traído» a sí. Quiso hacer de él «un reino de sacerdotes y gente santa» (Éx. 19:4, 6). Le había prometido «una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel» (3:8). Nada más entrar en el desierto, le dio el maná y el agua de la roca (cap. 16 y 17). Así, Dios se dio a conocer a Israel como un Dios de bondad, y no solo como un Dios que exigía obediencia a sus mandamientos.
Durante la travesía del desierto, Dios mostró a menudo misericordia a su pueblo, cuando merecía ser juzgado. Si las condiciones del pacto del Sinaí se hubieran aplicado en todo su rigor, el pueblo habría sido destruido muy pronto. «Y trató de destruirlos, de no haberse interpuesto Moisés su escogido delante de él, a fin de apartar su indignación para que no los destruyese» (Sal. 106:23).
De hecho, aunque la bondad y la misericordia de Dios manifestadas en la historia de Israel son todavía escasas en comparación con la gracia revelada en plenitud en el Nuevo Testamento, ya entonces eran refugio y recurso de la fe.
1.4 - Una prueba para la humanidad
El don de la Ley a Israel fue una prueba para el hombre mediante la revelación de las exigencias divinas que reclamaban su obediencia.
Incluso antes de someterlo formalmente a la Ley, Dios anunció a su pueblo que iba a ponerlo a prueba. Así ocurrió en Mara (Éx. 15:25) y en la entrega del maná (16:4). Al final de la historia del desierto, Moisés dijo al pueblo: «Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos» (Deut. 8:2). Dios sabía de antemano lo que había en el corazón humano, pero era necesario que la experiencia fuese hecha y que el hombre lo sepa.
El resultado de esta prueba fue la completa bancarrota del hombre. El Antiguo Testamento lo muestra en numerosos ejemplos, y el Nuevo Testamento lo establece formalmente, indicando al mismo tiempo el camino de salvación que Dios había previsto incluso antes de dar la Ley. «La ley entró para que abundara el pecado; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20). Por «el mandamiento», «el pecado», la naturaleza misma del hombre natural se hizo «sobremanera pecaminosa» (Rom. 7:13).
1.5 - El compromiso presuntuoso de Israel
Desde el momento de su liberación de Egipto, Dios había indicado al pueblo el régimen al que iba a ser sometido: el de una bendición condicionada a su obediencia. Antes de comunicar los diez mandamientos y la conclusión del pacto, Dios dio a conocer al pueblo el principio de la Ley, que iba a definir el carácter de su relación con él durante los siglos venideros.
En Éxodo 19, el pueblo, confiado en sus capacidades, responde presuntuosamente: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (v. 8). Entonces, con una solemnidad diseñada para infundir temor en todos los corazones, Dios da los diez mandamientos. Temerosos, los hijos de Israel piden que Dios no hable directamente con ellos, sino que Moisés actúe como intermediario entre Jehová y ellos (20:18-19). Pero este temor momentáneo no les impidió declarar a una sola voz, en el momento en que el pacto fue sellado con sangre: «Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho» (24:3) y repetir: «Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos» (v. 7). La sangre derramada en este caso no era la sangre que purifica del pecado. Era un símbolo de la muerte de cualquiera que transgrediera el pacto. El pueblo, irreflexivamente y ligereza, imagina que sería capaz de cumplirlo. Sabemos lo que ocurrió.
Al final de la travesía del desierto, Moisés recuerda al pueblo los acontecimientos que habían marcado la entrega de la Ley, unos 40 años antes. Y allí aprendemos que, a pesar del temerario compromiso del pueblo, Dios había apreciado el temor que habían mostrado al oír su voz: «Y oyó Jehová la voz de vuestras palabras cuando me hablabais, y me dijo Jehová: He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho» (Deut. 5:28).
1.6 - La advertencia de Josué
Josué, el fiel sucesor de Moisés a quien Dios utilizó para conducir a Israel a la conquista de Canaán, se encuentra al final de su vida (Jos. 24). Convoca a todas las tribus de Israel en Siquem y les envía un mensaje de parte de Jehová. Recuerda su labor en favor del pueblo, desde el momento en que Abraham fue llamado fuera de su país y de su parentela hasta el día en que Israel entró en posesión del país prometido (24:1-13). Como en el capítulo anterior, esta es la historia de la fidelidad de Dios, en el cumplimiento de todas sus promesas (comp. 23:14).
Josué concluye: «Ahora, pues, temed a Jehová, y servidle con integridad y en verdad» (24:14). Consciente de que los ídolos seguían presentes entre el pueblo, lo invita a separarse de ellos y servir solo a Jehová. Luego los pone ante una opción. Si no quieren servir a Jehová, que elijan a cuál de los falsos dioses quieren servir, «pero yo y mi casa serviremos a Jehová» (v. 15).
El pueblo se siente, por así decirlo, herido en lo más vivo, y habla como si fuera evidente que él también servirá a Jehová (v. 16-18). Pero Josué insiste: «No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y Dios celoso» (v. 19). Un Dios santo: conoce vuestras transgresiones y pecados y los juzgará. Un Dios celoso: no permitirá que vuestros corazones se inclinen hacia otros dioses.
Luego, ante la insistencia del pueblo (v. 21), Josué concluye: «Quitad, pues, ahora los dioses ajenos que están entre vosotros, e inclinad vuestro corazón a Jehová Dios de Israel» (v. 23). Es muy sorprendente oír las decididas palabras del pueblo, declarando que querían servir a Jehová mientras que dioses extranjeros se encontran en medio de ellos.
1.7 - Un retorno de corazón a la Ley
En las escenas que acabamos de ver, los hijos de Israel mostraron ligereza de corazón ante las exigencias de la Ley, comprometiéndose a cumplirla sin darse cuenta en absoluto de su incapacidad para hacerlo. La confianza en sí mismo es siempre el punto de partida de una caída. En estos relatos, apenas hemos visto un compromiso sincero hacia Jehová.
No ocurre lo mismo en algunos episodios posteriores de la historia de Israel, durante los avivamientos producidos por el propio Jehová entre su pueblo. En esos avivamientos, la vuelta a la Ley equivalía a la vuelta hacia Jehová. Y el compromiso de servir Jehová que vemos en esas épocas no nos está presentado como un acto de ligereza y de presunción, sino como una vuelta de corazón hacia Dios.
1.8 - En tiempos de Asa
Tan pronto como fue establecido rey, Asa purificó su reino de la idolatría que había arraigado en él (2 Crón. 14). Animó a su pueblo a buscar a Jehová y a practicar su Ley y sus mandamientos. Cuando fue atacado por un poderoso enemigo, Zera el etíope, se apoyó enteramente en Jehová y obtuvo una resonante victoria. Luego, animado por un profeta, prosiguió su obra de purificación e hizo desaparecer las cosas abominables de todo el país de Judá y de Benjamín. Tan evidente es que Jehová está con él, que hombres piadosos del reino de las 10 tribus se pasan a él (15:9).
Luego tenemos este notable relato: «Entonces prometieron solemnemente que buscarían a Jehová el Dios de sus padres, de todo su corazón y de toda su alma; y que cualquiera que no buscase a Jehová el Dios de Israel, muriese, grande o pequeño, hombre o mujer. Y juraron a Jehová con gran voz y júbilo, al son de trompetas y de bocinas. Todos los de Judá se alegraron de este juramento; porque de todo su corazón lo juraban, y de toda su voluntad lo buscaban, y fue hallado de ellos; y Jehová les dio paz por todas partes» (15:12-15).
Su compromiso no podía ser más sólido que todos los compromisos que recurren a la fuerza humana, como muestra claramente el resto de la historia, pero Dios reconoce este movimiento del corazón hacia él de forma totalmente positiva.
1.9 - En tiempos de Ezequías
El avivamiento en tiempos de Ezequías (2 Crón. 29 - 32) fue aún más notable que el que acabamos de considerar, y este rey fue fiel a Jehová hasta el final de su vida.
Cuando subió al trono a la edad de 25 años, no pierde un solo día en purificar el templo y restaurar el culto a Jehová que su padre había dejado totalmente de lado. Dijo a los levitas: «Ahora, pues, yo he determinado hacer pacto con Jehová el Dios de Israel, para que aparte de nosotros el ardor de su ira» (29:10). *
* Los diversos pactos que Israel hizo con Jehová a lo largo de su historia no son más que confirmaciones o ratificaciones del pacto del Sinaí (comp. Deut. 29:9-14; 2 Crón. 23:16; 34:31; Esd. 10:3; Neh. 9:38). Pertenecen al «primer pacto», al «antiguo pacto».
Bajo la influencia de este rey piadoso, pero sobre todo por la acción de Dios en los corazones, se produjeron frutos admirables en el pueblo de Judá. Esta es una página particularmente alentadora en la historia de Israel. La Escritura da este testimonio de Ezequías: «En todo cuanto emprendió en el servicio de la casa de Dios, de acuerdo con la ley y los mandamientos, buscó a su Dios, lo hizo de todo corazón, y fue prosperado» (31:21).
Por desgracia, las buenas disposiciones del pueblo se desvanecieron durante el reinado de Manasés, hijo de Ezequías.
1.10 - En tiempos de Josías
La historia de Josías, que se convirtió en rey a los 8 años, es conmovedora (2 Crón. 34 y 35). A los 16, comenzó a buscar a Dios. A los 20, comenzó a purificar su reino de los lugares y objetos de culto idólatras de los que estaba lleno. A los 26, comenzó a reparar la Casa de Jehová.
Durante estos trabajos, se descubrió por casualidad el libro de la Ley, perdido en aquella época. Un escriba lo leyó ante el rey. Al oír las palabras de este libro, Josías lloró, rasgó sus vestiduras y se humilló ante Dios (34:27). La profetisa Hulda le dice que todo el juicio anunciado en la Ley caerá pronto sobre el pueblo, pero como «su corazón se conmovió» a la Palabra de Dios, este juicio no llegará hasta después de que haya sido reunido con sus padres. Y así no lo verá.
En lugar de decirse a sí mismo: por lo que a mí respecta, todo irá bien, mal que le pese al pueblo, Josías convocó a todo Judá e hizo leer públicamente las palabras del libro de la Ley que acababa de encontrar. «Y estando el rey en pie en su sitio, hizo delante de Jehová pacto de caminar en pos de Jehová y de guardar sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo su corazón y con toda su alma, poniendo por obra las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. E hizo que se obligaran a ello todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín; y los moradores de Jerusalén hicieron conforme al pacto de Dios, del Dios de sus padres. Y quitó Josías todas las abominaciones de toda la tierra de los hijos de Israel, e hizo que todos los que se hallaban en Israel sirviesen a Jehová su Dios» (34:31-33).
La obra de Dios en el corazón de Josías, y sin duda también en el de muchos de los fieles de Israel, fue la base de este notable pero efímero avivamiento.
1.11 - En tiempos de Nehemías
Muy poco después de la muerte de Josías, se llevó a cabo el inexorable juicio de Dios sobre su pueblo. Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó la tierra de Israel, destruyó la ciudad de Jerusalén y el templo de Jehová, y deportó al pueblo a Babilonia.
Después de 70 años, Dios inclinó el corazón de Ciro, rey de Persia, que gobernaba el mundo en aquella época, a favor de los judíos. Se les dio la oportunidad de regresar a su país y reconstruir la ciudad y el templo. De todo el pueblo disperso de Israel, un remanente de unos 50.000 regresó al país y reconstruyó el templo, luego las murallas de la ciudad y las casas. El detalle de todo esto se encuentra en los libros de Esdras y Nehemías.
El capítulo 8 de Nehemías relata una lectura pública del libro de la Ley de Moisés, desde el amanecer hasta el mediodía, ante todos los que tenían edad suficiente para entender. Se leía con claridad y los levitas explicaban lo que era leído (v. 1-8). Los efectos de esta lectura fueron notables: primero las lágrimas de humillación, luego el gozo de haber comprendido la Palabra de Dios, y finalmente el deseo de saber más (v. 9-13). Las enseñanzas relativas a la Fiesta de los Tabernáculos fueron redescubiertas e inmediatamente puestas en práctica de forma literal, lo que no se había hecho desde los tiempos de Josué. Durante los 7 días de la fiesta, se leyó el libro de la Ley de Dios y hubo gran gozo (v. 14-18).
El capítulo 9 nos muestra una escena que tuvo lugar unos días después: humillación, separación de los extranjeros del pueblo de Dios, lectura del libro de la Ley y confesión. A continuación, los levitas dirigen a Dios una oración extraordinaria. En primer lugar, recuerdan la bondad y la fidelidad de Dios a lo largo de la historia de Israel, y cómo sus «muchas misericordias» han respondido a las «grandes abominaciones» del pueblo (v. 18-19, 26-27).
Todo ello culmina en una «fiel promesa» (v. 38), hecho por escrito y sellado por un gran número de personas que se comprometen solemnemente a andar «en la ley de Dios» y que «guardarían y cumplirían todos los mandamientos… de Jehová» (10:29).
1.12 - Conclusión
Todos los retornos de Israel a la Ley fueron ciertamente –al menos para los que tomaron la iniciativa– efusiones del corazón hacia Dios, tomas de conciencia de la voluntad divina, marcadas por el humilde sentimiento de la debilidad del hombre a este respecto. Para hombres sometidos a la Ley, eran sentimientos justos, que Jehová había producido en sus corazones y que apreciaba por su valor.
Estos avivamientos en Israel están llenos de instrucción para nosotros. Nos urgen a volver a la Palabra de Dios, a juzgar nuestros fallos y a humillarnos. Nos muestran los peligros que comporta asimilarnos al mundo que nos rodea y nos animan a atar nuestros corazones al Señor. Pero cuando vemos a estos fieles comprometerse a guardar los mandamientos de Dios, no tenemos por qué seguir su ejemplo en este sentido, aunque para ellos fuera justo hacerlo. La experiencia de la Ley está terminada. Ha quedado demostrada la incapacidad del hombre para cumplir sus compromisos o sus buenos propósitos.
El cristiano debe saber que, aunque tiene una nueva naturaleza que ama el bien y aborrece el mal, no tiene en él ninguna fuerza. Depende enteramente de Dios para caminar fielmente de manera que pueda honrarlo.
2 - El legalismo de los fariseos
El legalismo es el apego equivocado a una ley religiosa que se observa sobre todo en sus aspectos externos. Las Escrituras nos previenen contra sus diversas manifestaciones, en particular contra las prescripciones humanas añadidas a la revelación divina.
El comportamiento de los fariseos y de los jefes religiosos con los que tuvo que tratar el Señor Jesús es precisamente legalismo. Es tan despreciable que podríamos sentir la tentación de apartar los ojos de él lo antes posible. Pero los Evangelios lo describen con todo detalle para advertirnos. Consideremos detenidamente lo que la Palabra nos enseña al respecto. Velemos, pues, las mismas tendencias están en nuestros propios corazones.
Los judíos eran los depositarios de los oráculos de Dios, que solo ellos poseían en el mundo. Además, eran objeto de las bendiciones incondicionales que Dios había prometido a Abraham. ¡Tenían inmensos privilegios! Pero esto los llevó a un sentimiento de superioridad y de orgullo religioso. Despreciaban a los gentiles.
Los verdaderos cristianos de hoy pueden sentirse muy aislados en un mundo que rechaza cada vez más los principios de Dios. Pero el privilegio que poseemos, y que nos distingue claramente del mundo en el que vivimos, ¿nos llevará a sentirnos superiores a los que nos rodean, o nos conducirá, en la conciencia de nuestra propia indignidad y carencias, a estimularnos a dejar que la luz de Cristo brille a nuestro alrededor?
Tratemos de aprender para nosotros mismos de los reproches que el Señor Jesús tuvo que dirigir a los fariseos, a los escribas y a los jefes religiosos de Israel.
2.1 - Un atento cuidado a los mandamientos divinos
Una forma de legalismo es la importancia exagerada que se atribuye a algunos mandamientos de Dios en detrimento de otros. Por ejemplo, los fariseos reprochaban a los discípulos de Jesús que arrancaran espigas en sábado para saciar su hambre (comp. Mat. 12:1-8). La Ley autorizaba tal recolección (Deut. 23:25) y permitía comer también en sábado. Así, los fariseos condenaban a quienes no eran culpables. Olvidaban la misericordia, que Dios exigía tanto como el respeto al sábado. «Si conocieseis lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificio, no habríais condenado a los inocentes» (v. 7).
2.2 - Mandamientos divinos utilizados para condenar a un inocente
Los fariseos odiaban a Jesús y siempre buscaban una oportunidad para acusarlo. Un sábado, un hombre con una mano paralizada estaba en la sinagoga. Los fariseos vigilaban a Jesús, «para ver si lo sanaría en sábado, para poder acusarle» (Marcos 3:1; comp. Mat. 12:9-13). Saben que Jesús cura en sábado, y aprovechan la ocasión para condenarlo. Ellos mismos liberan a sus ovejas si caen en un pozo en sábado. La Ley de Moisés, por muy estricta que fuera sobre el sábado, nunca prohibió hacer el bien en ese día. Pero esta gente quiere encontrar culpable a Jesús, y pretende hacerlo basándose en los mandamientos de Dios.
2.3 - La tradición
Los líderes judíos demuestran que su tradición es más importante para ellos que los mandamientos de Dios. Reprocharon a Jesús que sus discípulos no se lavaban las manos «cuando comen pan», transgrediendo así «la tradición de los ancianos» (Mat. 15:1-11; Marcos 7:1-16). Confundiendo la pureza de corazón con la limpieza de manos, pensaban que podían limpiarse de sus defectos lavándose las manos. Pero el Señor desenmascaró su falsedad y les mostró cómo su tradición los llevaba a dejar de lado los deberes elementales de los hijos para con sus padres. Les dijo: «Bien profetizó de vosotros, Isaías diciendo: Este pueblo con labios me honra, pero su corazón está lejos de mí».
2.4 - El interior y el exterior
El episodio que acabamos de considerar muestra el peligro de dar gran importancia a nuestras acciones externas, visibles para los que nos rodean, y no dar ninguna al estado de nuestro corazón, que solo Dios ve. En efecto, es de un corazón corrompido que brotan todas las malas acciones que el hombre puede cometer (Mat. 15:19-20). En varias ocasiones el Señor se refiere a este miserable comportamiento de los fariseos, que cuidaban su apariencia externa mientras eran indiferentes a su estado interior. «Así vosotros, fariseos, limpiáis el exterior del vaso y del plato, pero vuestro interior está lleno de codicia y de maldad» (Lucas 11:39). «¡Fariseo ciego! Limpia primero el interior de la copa, para que el exterior también quede limpio» (Mat. 23:26).
2.5 - Un modo de tranquilizar la conciencia
Podemos ser muy cuidadosos en ciertos detalles de conducta, y totalmente negligentes en otros más importantes. La observancia escrupulosa de ciertas prácticas religiosas sirve para tranquilizar la propia conciencia y para engañar a los que nos rodean. El Señor condena severamente esta actitud: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta, el eneldo y el comino, y habéis dejado de lado lo más importante de la ley: La justicia, la misericordia y la fidelidad. estas cosas deberíais hacer, sin desatender aquellas» (Mat. 23:23).
2.6 - Enseñar y practicar
Puede haber una gran diferencia entre lo que enseñamos a los demás y lo que practicamos nosotros mismos. Los escribas y fariseos eran muy exigentes con las obligaciones que imponían a los que enseñaban, pero totalmente laxos con su propio comportamiento. El Señor dijo de ellos: «Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos mismos no quieren moverlas con un dedo suyo» (Mat. 23:4).
2.7 - Evitar la mancilla
Por último, veamos lo que constituye el logro supremo del legalismo de los líderes religiosos de Israel. Cuando entregaron al Justo en manos del gobernador romano y piden su muerte, no quisieron entrar ellos mismos en el pretorio para no mancillarse y poder comer la Pascua (Juan 18:28). Atentos a la supuesta profanación de poner los pies en aquel lugar, son insensibles a la horrible injusticia que cometen al pedir la condena del inocente, y rechazando al Hijo de Dios que vino a ellos en gracia perfecta. Verdaderamente, el corazón humano es tal que puede aferrarse a la observancia de los detalles religiosos estando lo más lejos posible de Dios.
¡Que Dios nos conceda escudriñar nuestro propio corazón a su luz!
3 - La Ley en el tiempo de la gracia
3.1 - El fin de la Ley
La Ley de Moisés, dada por el Señor al pueblo de Israel como base de su relación con él, no estaba destinada a estar en vigor para siempre. Era una prueba para el hombre. ¿Sería capaz de guardar los mandamientos de Dios? Rodeado de la bondad de Dios y de los inmensos privilegios que le fueron concedidos, ¿cumpliría el pueblo de Israel con sus obligaciones? La experiencia ha demostrado que estaban totalmente en bancarrota: la de Israel, la del hombre.
Las bendiciones divinas aseguradas a Israel y, de hecho, a todas las naciones, tenían su origen en las promesas incondicionales hechas a Abraham (Gál. 3:8, 16). Debían cumplirse, y de hecho se han cumplido, con la venida de Cristo. Pero entre las promesas y su cumplimiento, Dios tuvo a bien introducir la Ley. «La ley entró para que abundara el pecado; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. 5:20). La ley «fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que llegara la descendencia a quien fue hecha la promesa» (Gál. 3:19). Las palabras «entró» y «fue añadida» subrayan el carácter transitorio de la dispensación de la Ley. Fue dada con el propósito de hacer resaltar el mal a través de las transgresiones. Pero «el fin de la ley es Cristo para justicia, a todo el que cree» (Rom. 10:4).
Por supuesto, la noción del bien y del mal es la misma en todas las épocas. Está definida por el pensamiento de Dios, no por lo que el hombre siente, valora o decide. En la Ley, Dios ha revelado lo que es bien y lo que es mal a sus ojos, y esto es tan invariable como él mismo. Sin embargo, además de las enseñanzas morales sobre lo que está bien y lo que está mal, la Ley también contenía ordenanzas ceremoniales. La mayoría, si no todas, eran tipos de lo que se introduciría con la venida de Cristo. Eran «ordenanzas carnales… impuestas hasta el tiempo de la renovación» (Hebr. 9:10). Habiendo llegado el tiempo, ellas conservan su interés típico, pero se han convertido en «débiles y pobres elementos» si se quiere esclavizar a ellas a los cristianos (Gál. 4:9).
3.2 - La dificultad de los creyentes judíos
Al principio de la era cristiana, la mayoría de los que habían creído en Jesús estaban educados en el judaísmo. Recibieron a Jesús como el Mesías que Dios había prometido, como el Salvador. Comprendieron que había muerto para la remisión de sus pecados, y para todo aquello «de lo que no habían podido ser justificados por la ley de Moisés», por la fe en él estaban justificados (Hec. 13:39).
Pero les resultaba muy difícil abandonar las prácticas rituales que habían observado desde la infancia, y que eran su deber según la Ley. Muchos pasajes de los Hechos y de las Epístolas nos muestran esta dificultad, que a veces era incluso fuente de conflicto entre los creyentes.
En una visión, Dios hizo comprender a Pedro que no tenía que considerar impuro lo que Dios había purificado (Hec. 10:15). El apóstol aprendió que los alimentos, que en otro tiempo habían sido prohibidos a los israelitas, no estaban prohibidos a los cristianos y, lo que es más importante, que los judíos no tenían por qué considerar impuras a las personas de origen gentil. La salvación no era solo para los judíos. Esto ya lo había anunciado claramente el Señor Jesús cuando se marchó. Había dicho a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mat. 28:19).
La visita de Pedro a Cornelio, un centurión romano, inauguró la predicación del Evangelio a las naciones (Hec. 10:34-48). Pero vemos que para «los de la circuncisión», es decir, para los cristianos judíos, el acto de Pedro de abrir la puerta a los gentiles fue difícil de aceptar (comp. Hec. 11:1-18). Conscientes de los privilegios del pueblo judío, tenían un sentimiento de superioridad respecto a los gentiles. Hablando de este tema, el apóstol Pablo diría más tarde que, con la cruz, Jesús había «abolido en su carne la enemistad» (Efe. 2:14-16). Se trataba de la enemistad entre judíos y gentiles, resultante de los privilegios judíos.
3.3 - La reunión en Jerusalén (Hec. 15)
A causa de la persecución que soportaban, los primeros cristianos fueron dispersos, y esta dispersión ha favorecido la predicación del Evangelio entre las naciones. El libro de los Hechos menciona la ciudad de Antioquía, donde «una gran multitud creyó, y se convirtió al Señor» (11:21). Fue aquí donde se formó la primera asamblea de los gentiles de la que tenemos noticia, estableciéndose cuidadosamente la comunión con la asamblea en Jerusalén mediante contactos fraternales (v. 22-23). Pablo y Bernabé enseñaron en Antioquía durante un año (v. 26) y de allí partieron, con la comunión de la asamblea en un viaje misionero a Asia Menor (13:1-3). También fue allí donde regresaron para contar a la asamblea «todo lo que Dios había hecho con ellos» (14:26-28).
En el capítulo 15 surge una gran dificultad. Unos creyentes judíos llegan de Judea a Antioquía y enseñan a los hermanos diciendo: «A menos que os circuncidéis, según la costumbre de Moisés, no podéis ser salvos» (v. 1). Pablo y Bernabé vieron inmediatamente el peligro de tal enseñanza y se opusieron firmemente a ella. Con la plena comunión de la asamblea, Pablo, Bernabé y algunos de los otros hermanos subieron a Jerusalén para examinar el asunto con los apóstoles y los ancianos de la asamblea. Hablando de estos acontecimientos, Pablo diría más tarde que, para él, no era cuestión de ceder, ni siquiera por un momento, ante «falsos hermanos que se introducían furtivamente para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducirnos a esclavitud» (Gál. 2:4-5).
En Jerusalén, la reunión tiene lugar y comienza con una gran discusión (v. 7). Pero Dios obró maravillosamente en los corazones para mantener tanto la verdad del Evangelio como la comunión entre las asambleas. Pedro dijo a sus hermanos, refiriéndose a la Ley: «Ahora pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar?» (v. 10). Esta conversación llevó a los apóstoles y a los ancianos a la misma conclusión. Se escribió una carta, a la que se asoció toda la asamblea, «a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía» y en otros lugares (v. 23). Entre otras cosas, dice: «Al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: Abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de lo ahogado y de la fornicación» (v. 28-29). La prohibición de comer sangre data de mucho antes de la Ley del Sinaí, y se repite aquí. La separación de la idolatría y de la corrupción moral de las naciones es un elemento básico de la conducta del creyente en todo momento.
Esta reunión, marcada por la autoridad del Espíritu Santo, concluyó que los cristianos de las naciones no estaban sujetos a la Ley de Moisés. Pero dejaba en la oscuridad lo que concernía a los cristianos judíos. Dios soportó, al menos durante un tiempo, que siguieran practicando las ordenanzas de la Ley. No habían comprendido la libertad cristiana. Lo vemos en Hechos 21, durante la última visita de Pablo a Jerusalén. Los hermanos le reprocharon: «Hermano, ya ves cuántos miles de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley; y han oído que tú enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles, que renuncien a Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres. ¿Qué hacer pues?» (v. 20-22). El apóstol se encontró entonces en una situación inextricable, de la que fue liberado por su encarcelamiento según los soberanos caminos de Dios.
3.4 - Cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios
En el capítulo 14 de la Epístola a los Romanos, el apóstol da instrucciones para mantener la armonía entre hermanos, con respeto y apoyo mutuos. Habla de los que son “fuertes” y de los que son “débiles” en la fe, refiriéndose a los creyentes que habían sido liberados de las prescripciones de la Ley y a los que creían que aún debían estar sometidos a ella. «Que cada cual esté plenamente convencido en su propia mente» (v. 5). ¡Que cada uno obre según un principio de fe! (v. 23). Dios reconoce lo que se hace por él, cualquiera que sea la medida del conocimiento de los que actúan en su temor, y puede darle gracias en todo lo que hacen (v. 6). Que «los fuertes» no desprecien a «los débiles», y que «los débiles» no juzguen a «los fuertes» (v. 3). Por tanto, «no nos juzguemos más los unos a los otros» y tengamos cuidado de «no poner tropiezo ni ocasión de caer delante de nuestro hermano» (v. 13), sobre todo si es «débil» (comp. Rom. 15:1; 1 Cor. 8:9).
3.5 - El extravío de los gálatas
Pablo recordaba con emoción la calurosa acogida que había recibido cuando visitó Galacia para predicar el Evangelio (Gál. 4:14-15). Unos años más tarde, escribió a sus «hijos» en la fe, desconcertado por ellos (v. 19-20). Las asambleas que se habían formado en aquella región estaban compuestas principalmente por gente de origen gentil. Pero a ellas habían acudido maestros judíos que intentaban someter a los creyentes a la Ley. Desgraciadamente, en gran parte lo habían conseguido. Al enterarse de ello, el apóstol les escribió una conmovedora carta «de su propia mano», en la que se entrelazan los llamamientos, reproches, enseñanzas y gritos angustiados de su corazón. Habían recibido, aparentemente sin resistencia, «un evangelio diferente» del que Pablo les había predicado, de hecho, “no que hubiera otro” (1:6-7). Habían sido «fascinados» (3:1) por personas que no guardaban la Ley, sino que querían imponer la circuncisión a los cristianos para tener ellos mismos «una buena apariencia en la carne», «para que ellos no sean perseguidos a causa de la cruz de Cristo», y «para gloriarse» de aquellos a quienes hacían sus discípulos (6:12-13).
El apóstol afirma con rotundidad: «Todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición» (3:10). La base de nuestra relación con Dios no es la Ley, que solo podría conducir a la condenación, sino la fe.
«Hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; porque por las obras de la ley nadie será justificado» (2:16). Nuestra relación con la Ley se define por la muerte de Cristo. «Porque yo mediante la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios» (2:19).
La Ley es una. Imponer la circuncisión, o cualquier otra ordenanza de la Ley, es poner a la gente bajo su autoridad. «Os digo yo, Pablo: si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada. Y de nuevo declaro a todo hombre circuncidado, que está obligado a cumplir toda la ley. Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia» (5:2-4).
Ahora bien, no se trata solo de los medios para estar justificado ante Dios. Pues la Ley no es más la regla de la vida del cristiano que el medio de su justificación. Se ha demostrado abundantemente que el hombre es incapaz de cumplir la Ley. No tiene poder en sí mismo para evitar el mal y hacer el bien. Las obligaciones o prohibiciones que una ley pueda imponerle no le dan la fuerza de la que carece totalmente. Pero, dice el apóstol: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne» (5:16). Necesitamos ese poder divino para caminar de una manera que honre a Dios, siguiendo las huellas de Jesús, nuestro Salvador. «Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio» (5:22). Esto es lo que produce en nosotros si se lo permitimos, y «contra tales cosas no hay ley» (v. 23).
Así pues, la libertad en la que Cristo nos ha puesto al liberarnos no debe ser utilizada como una «oportunidad para que la carne» para que se manifieste y produzca sus obras detestables (5:1, 13, 19). El cristiano «no está bajo la ley», y en el estado normal de las cosas es «guiado por el Espíritu» (comp. v. 18).
En un estilo completamente distinto, el apóstol desarrolla metódicamente todas estas verdades en su Epístola a los Romanos, esta vez no para hacer frente a un peligro inminente, sino para instruir y edificar a los creyentes.
3.6 - Los peligros a los que estaban expuestos los colosenses
Los creyentes de Colosas eran motivo de preocupación para el apóstol Pablo, pero aun así podía alegrarse por ellos, al ver su orden y la firmeza de su fe en Cristo (2:1, 5). Corrían el peligro de ser apartados de Cristo por enseñanzas filosóficas y judaicas. «Mirad que nadie os lleve cautivos por medio de la vana y engañosa filosofía, conforme a la tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo» (v. 8).
Estos elementos peligrosos incluían la servidumbre a la Ley. A este propósito, Pablo presenta aquí un aspecto de la obra de Cristo en la cruz: «Borrando el acta escrita contra nosotros, que consistía en decretos y nos era contraria, la suprimió clavándola en su cruz» (v. 14). No fue la Ley en sí la que fue clavada en la cruz, sino la “obligación”, nuestra sujeción a ella. Esto concuerda con la enseñanza de Romanos 7:4 y Gálatas 2:19.
El apóstol continúa: «Nadie, pues, os juzgue por la comida o la bebida, o a propósito de un día de fiesta, o de nueva luna, o sábado; lo cual es una sombra de las cosas venideras» (v. 16-17). Podemos ver aquí los esfuerzos de los maestros judaizantes por someter a los cristianos a las prescripciones de la Ley de Moisés. Pablo añade: «Nadie con afectada humildad y culto de los ángeles os prive del premio. Estos alardean de pretendidas visiones» (v. 18). Se trataba de enseñanzas extrabíblicas mezcladas con elementos judaicos. Todo esto alejaba de Cristo.
En los versículos 20 al 23, el apóstol advierte a los creyentes contra el peligro de establecer cualquier tipo de ordenanza: «No tomes, ni gustes, ni toques… según preceptos y enseñanzas de hombres». Este es el peligro del legalismo. Se instituyen normas, que pueden tener «apariencia de sabiduría», pero cuyo fin último es “la satisfacción de la carne”. De hecho, honran a quienes aparentemente las respetan y alimentan su orgullo. Instituir ordenanzas está en contradicción con el hecho esencial de que «si moristeis con Cristo a los elementos del mundo».
A lo largo de los siglos, los cristianos siempre han estado expuestos a este peligro del legalismo, que conduce a sustituir el poder del Espíritu en el corazón y en la conciencia por formas religiosas de todo tipo.
4 - El Señor Jesús y la Ley
4.1 - Introducción
«Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción» (Gál. 4:4-5). Aunque vino a introducir algo incomparablemente mejor, el Señor Jesús mismo se sometió enteramente a la Ley. Así fue desde su infancia. A los ocho días de nacido, sus padres lo circuncidaron y lo presentaron a Dios como primogénito según la Ley de Moisés (Lucas 2:21-24).
Durante toda su vida y hasta su muerte, la Ley de Dios permanecía en él, como lo anunciaba proféticamente el Salmo 40: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (v. 8). Este pasaje ya decía que Dios no se complacía en los sacrificios de la Ley (v. 6). No podían salvar al hombre ni hacerlo justo. El Dios que quiere la salvación de los pecadores tenía otros planes. La Epístola a los Hebreos cita el Salmo 40, y pone en boca del Señor las palabras: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad» (10:9). «Por esta voluntad hemos sido santificados, por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez por todas» (v. 10). El «primer» estado de cosas ha sido quitado, y el «segundo» establecido (v. 9).
La plena revelación de este nuevo estado de cosas solo se hizo después del completo cumplimiento de la obra de salvación que es el fundamento, es decir, después de la muerte de Jesús, su resurrección y su elevación a la gloria.
Nos centraremos aquí en lo que los Evangelios revelan sobre la posición personal del Señor en relación con la Ley durante el período transitorio de su vida en la tierra.
4.2 - No vino a abolir la Ley, sino para cumplirla
En el Sermón del monte, el Señor dijo: «No penséis que vine a revocar la ley, o los Profetas; no vine a revocar, sino a cumplir» (Mat. 5:17). En general, «la ley» puede significar los libros de la Ley o los mandamientos de la Ley. Jesús vino a cumplir todo lo que estaba escrito sobre él en las Escrituras, y es el único hombre que cumplió perfectamente todos los requisitos de la Ley. A menudo fue acusado por los judíos de transgredir los mandamientos divinos, pero en realidad los respetó y los puso en práctica por completo, a diferencia de ellos, que descuidaban el significado más profundo de los mandamientos y se centraban principalmente en su apariencia externa.
4.3 - Más lejos que la Ley
Sin embargo, el Señor exigía mucho más de lo que prescribía la Ley. Mandaba no matar, pero Jesús dijo que quien se enfada con su hermano ya había pecado (v. 21-22). La Ley condenaba el adulterio, pero el Señor pone el dedo en la raíz de este pecado, la mirada de la lujuria (v. 27-28). La Ley decía «ojo por ojo y diente por diente», y los judíos habían deducido de ello que estaban autorizados a vengarse, pero el Señor les enseñó a no resistirse al mal: «Si alguno te hiere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra» (v. 38-39). La Ley decía «Amarás a tu prójimo» y los judíos habían llegado a la conclusión de que podían odiar a su enemigo, que era la interpretación de ellos de la Ley. El Señor va claramente más allá de la Ley cuando dice: «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen» (v. 43-44).
Los Evangelios nos muestran cómo el Señor mismo manifestó perfectamente esta gracia en todos sus contactos con los hombres pecadores.
4.4 - Un joven devuelto a la Ley
El joven rico creía haber guardado todos los mandamientos de la Ley desde su juventud (Marcos 10:17-27). Sin embargo, no estaba en paz. Cuando se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?», el Señor lo dejó en el terreno de la Ley y le recordó los diversos mandamientos. Jesús lo miró, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta, ve, vende cuanto tienes, y dalo a los pobres; y tendrás un tesoro en el cielo. Y ven, sígueme» (v. 21). Este joven no era consciente de su carencia con respecto a las exigencias de la Ley. Su corazón estaba vinculado a sus riquezas, y si debe elegir entre ellas y Jesús, renunciará a Jesús y se ira triste. «Ven, sígueme» se dirige a cada uno de nosotros. Si hay cosas que nos impiden venir a Jesús y seguirle, lo perdemos todo.
4.5 - Un maestro de la Ley devuelto a la Ley
Un rabino judío hizo al Señor una pregunta parecida a la del joven rico, pero con otro espíritu. Se levantó «para tentarlo» y le preguntó: «Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» (Lucas 10:25). El Señor le remitió también a la Ley. Si alguien quiere «hacer» algo para tener la vida, ¡que cumpla la Ley, si puede! Cuando el Señor le preguntó: «¿Qué está escrito en la ley?», el rabino recordó 2 mandamientos que resumen todos los demás: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús le dijo: «Haz esto y vivirás». Pero el hombre probablemente era consciente de que no siempre había amado a su prójimo como a sí mismo. Así que empieza a razonar. Queriendo justificarse, pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» (v. 29). El Señor le responde con la parábola del buen samaritano. La conclusión de la parábola: «Ve, y haz tú lo mismo» (v. 37) era una respuesta a la pregunta formulada. El samaritano no se había molestado en preguntar quién era su prójimo. Había visto a un hombre medio muerto al borde del camino y se había ocupado de él con amor.
Pero la parábola nos enseña mucho más. En nuestro estado natural, todos estamos en la misma situación desesperada que el hombre que cayó en manos de los ladrones y dejado medio muerto al borde del camino. El sacerdote y el levita, los representantes de la Ley, no nos sirven de nada. Pero el Señor Jesús siguió el camino de la humillación evocada por el samaritano. En su misericordia, se acercó a nosotros con compasión para rescatarnos de una perdición segura. No necesitamos una ley, necesitamos un Salvador. ¿Lo hemos entendido todos?
4.6 - Curaciones en sábado
Nuestro Señor hizo muchos milagros de curación en sábado. Sanó a un hombre con una mano seca (Mat. 12:10), a una mujer que llevaba 18 años encorvada (Lucas 13:11), a un hombre con hidropesía (Lucas 14:2), al paralítico de Betesda (Juan 5), al ciego de nacimiento (Juan 9), y sin duda a muchos otros.
El Antiguo Testamento concedía gran importancia al día de reposo. La prescripción divina al respecto era incluso uno de los Diez Mandamientos de la Ley, y su transgresión se castigaba con la muerte (comp. Núm. 15:32). En la época en que Jesús estaba en la tierra, los judíos guardaban escrupulosamente este día en su comportamiento exterior, pero descuidaban por completo su verdadera relación con Dios. Para algunas cosas no tenían en cuenta el sábado, como circuncidar a un niño, llevar el ganado a abrevar o sacar a uno de sus animales de un pozo (Juan 7:22; Lucas 13:15; Mat. 12:11). El Señor no les reprocha esto, sino que muestra que él también realizó obras de bondad y liberación mucho mayores en sábado. De hecho, buscaban motivos para acusarle y eran totalmente incoherentes en sus juicios. Vemos aquí el miserable uso que el hombre puede hacer de los mandamientos de Dios.
El Señor desenmascara su locura y los confunde en varias ocasiones. Por ejemplo, mientras le observaban para ver si curaba a un tullido, Jesús les preguntó: «¿Es lícito curar en sábado o no?» (Lucas 14:3). No se atrevieron a contestar, y Jesús curó al enfermo.
4.7 - Mi Padre trabaja y yo trabajo
La escena de la curación del paralítico de Betesda, en Juan 5, tiene un carácter muy especial.
En otras ocasiones en que los judíos habían hecho reproches al Señor o a sus discípulos, Jesús se había limitado a señalar lo absurdo de su pretensión. Lo que ellos condenaban, por ejemplo, curar a un tullido en sábado, o saciar su hambre arrancando unas espigas por el camino, no era contrario a la Ley (Mat. 12:1-8). En esencia, la Ley prescribía el amor al prójimo. Por tanto, era «lícito hacer bien en sábado» (v. 12). Su reproche no era más que legalismo, una aplicación errónea de la Ley, un apego a la apariencia externa de las cosas mientras se ignoraba o se dejaba de lado su aspecto profundo e interior.
En Juan 5, el reproche de los judíos también está injustificado (v. 16; comp. 7:23), pero el Señor aprovecha esta oportunidad para mostrar que el sábado ya no tiene razón de ser. La dispensación de la Ley ha terminado. El sábado era una señal entre Jehová y los hijos de Israel (Éx. 31:13, 17). Evocaba el descanso de Dios tras los 6 días de la creación, e indicaba que Dios quería que el hombre entrara en su descanso, que participara en él. Pero el pecado había entrado en el mundo y lo había estropeado todo. Y en un mundo donde el hombre sufre bajo las consecuencias del pecado, el Dios del amor no puede descansar. «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo», dijo el Señor a los judíos (v. 17).
¡La obra de amor de nuestro Señor a lo largo de toda su vida! ¡Maravillosa obra hecha en perfecta unidad con Dios, a quien había venido a dar a conocer!
La situación del paralítico de Betesda ilustra la del hombre sometido a la Ley. La bondad de Dios había proporcionado un medio de liberación: un ángel venía de vez en cuando a agitar el agua del depósito, y el primero que entraba quedaba curado. Pero esto presuponía que el hombre tendría fuerzas para caminar hasta el agua. Pero este paralítico, que llevaba 38 años esperando allí, nunca había tenido la fuerza ni la oportunidad de aprovechar este medio de salvación. Tampoco el hombre natural, aun rodeado de la bondad de Dios, puede aprovecharse de la Ley para obtener la salvación de su alma.
4.8 - La luz del mundo
En la escena que acabamos de considerar, el Señor muestra que el sábado no es nada. Pero, ¿qué hay de las instrucciones morales de la Ley?
En Juan 8, los escribas y fariseos traen al Señor «una mujer sorprendida en adulterio» (v. 3) y le tienden una trampa: «En la ley Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. ¿Tú, pues, qué dices?» (v. 5). Decían esto para ponerle a prueba, para tener de qué acusarle.
Jesús no respondió inmediatamente. Actuó de manera a ejercitar su conciencia, si es que aún la tenían, y los puso ante la luz divina. Se inclina y escribe en el suelo con el dedo. Luego se levanta y les dice: «El que entre vosotros esté sin pecado, arroje primero la piedra contra ella» (v. 7). Se inclinó de nuevo y escribió en el suelo. Uno a uno, empezando por el mayor, fueron saliendo todos. Jesús se quedó solo con la mujer. Le pregunta: «¿Es que nadie te ha condenado?» Al recibir su respuesta negativa, le dijo: «Yo tampoco te condeno; vete; y en adelante no peques más» (v. 11).
Jesús actúa aquí como «la luz del mundo», que es como se presenta en el versículo 12 como la «verdadera luz es la que, viniendo al mundo, alumbra a todo hombre» (Juan 1:9). Él revela el pensamiento de Dios sobre todo y revela el verdadero estado moral de cada persona. Los escribas y fariseos sintieron que su estado era incompatible con la luz divina y se alejaron. Renunciaron a ejercer la justa sentencia de la Ley sobre la mujer culpable. El Señor hizo resplandecer la gracia que había venido a proclamar, pero no transigió con el pecado. Por ese pecado, por nuestros pecados, sufrió en la cruz.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2009, página 33