11 - La muerte


person Autor: Frédy GFELLER 12

library_books Serie: Temas importantes de las Sagradas Escrituras

flag Tema: El hombre y la muerte

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


Si hay algún tema que nos gustaría evitar, es este. Algunos dirán: ¿Aprender a conocer a la muerte? ¡Aun será demasiado pronto cuando se presente! No obstante, siempre está presente a nuestro lado. Pero es la de los demás… ¿Llegaremos a ilusionamos creyendo que será siempre la muerte de los otros? ¿No es preciso dar la cara y pensar seriamente en este acontecimiento ineludible? ¿Y cómo podemos saber lo que es la muerte sino por medio de la Palabra de Dios y por Aquel que penetró en ella y salió como glorioso vencedor?

11.1 - Su origen

«El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). La consecuencia del pecado del hombre fue la muerte, tal como leemos: «Porque el día que de él comieres (del árbol de la ciencia del bien y del mal), ciertamente morirás» (Gén. 2:17). Instigados por Satanás, nuestros primeros padres transgredieron el único mandamiento que les fue dado. Su muerte fue primeramente de orden moral antes que fuera de orden físico, pues, ¿qué es la vida sino la relación de la criatura con su autor? Desde la ruptura de esta relación, la muerte fue la parte del hombre. Satanás inauguró este dominio con su propia caída. Su deseo era arrastrar al hombre para poder dominarle. La Biblia nos lo declara al hablar de aquel «que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebr. 2:14). En un lenguaje simbólico, el Señor Jesús habla de Satanás describiéndole como el hombre fuerte y armado que guarda su palacio, pero el Señor es aquel otro más fuerte que viene «y le vence, le quita todas sus armas en que confiaba, y reparte el botín» (véase Lucas 11:21-22), lo que es una alusión a su propia muerte y resurrección, por medio de la cual triunfó sobre el enemigo.

La muerte tiene su origen, tal como lo hemos visto, en el pecado del hombre, y los estragos que ha ocasionado y ocasiona aún han hecho llorar a nuestro Salvador. En efecto, delante de la tumba de Lázaro de Betania, Jesús «se estremeció en espíritu y se conmovió… Jesús lloró» (Juan 11:33-35). El sentido profundo del verbo estremecerse es la expresión de la gran pena, mezclada con indignación, producida en el alma del Señor al ver el poder de la muerte sobre el espíritu del hombre. La muerte es «la paga del pecado» (Rom. 6:23) y en ella penetró el alma de nuestro amado Salvador y Señor cuando «llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pe. 2:24). Esta obra de la cruz es la respuesta de Dios al desafío de Satanás y, por esta obra, Jesús «quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio» (2 Tim. 1:10).

11.2 - La muerte tal como era considerada por los creyentes antes de Jesucristo

Aparte de la repetición fúnebre «y murió» del capítulo 5 de Génesis, repetición interrumpida con Enoc quien fue arrebatado para no ver la muerte después de andar con Dios durante 300 años, el principio de la historia del hombre silencia los sentimientos de los que acababan su vida. A partir de Abraham, asistimos a la partida tranquila de los patriarcas que habían puesto su confianza en Dios. Su deseo de descansar en la cueva de Macpela, en el país de la promesa, deja entrever su fe en la resurrección. La epístola a los Hebreos nos dice que murió en la fe y que «esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (11:10). Es un final más que tranquilo, un final tan glorioso como el de Jacob: «adoró apoyado sobre el extremo de su bordón» (11:21).

Moisés, Josué, Samuel y David hablaron de su muerte con gran serenidad. Como eran conscientes de haber cumplido el trabajo que Dios les había encomendado, a pesar de los inevitables desfallecimientos, les fue concedida una profunda paz interior. Su fe les permitió discernir las cosas venideras y sus últimas palabras son ricas en enseñanzas proféticas. Pero no siempre ocurrió lo mismo. Ezequías, entre otros, pone en evidencia el velo oscuro que escondía el más allá; en su oración referida en Isaías 38:11, 18, dice: «Ya no veré más hombre con los moradores del mundo… ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad». Fue preciso que el Señor Jesús viniese a darnos sus enseñanzas para despejar un poco este velo oscuro y que después el Espíritu Santo, por medio de los apóstoles, nos diese una vista más clara sobre este misterioso más allá.

11.3 - La muerte para el cristiano

Si bien el Señor Jesús entreabrió un poco la puerta del más allá en la parábola del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31), fue concedido a los apóstoles revelar más plenamente lo que a ello concierne. Ya en la parábola de Lucas 16 vemos una distinción absoluta entre el lugar de bendición del rescatado y el lugar de tormento del malo.

Es el hombre, durante su vida, quien tiene que escoger; la Palabra de Dios le indica cuál es el medio de salvación. Desde el momento del cumplimiento de la obra de la cruz, la revelación es mucho más clara. Ya en el Calvario el Señor Jesús declara al malhechor arrepentido: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (23:43).

Al darse cuenta de que su vida se terminaba, el apóstol Pablo escribe: «Quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor» (2 Cor. 5:8) y también: «El morir es ganancia… teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor» (Fil. 1:21, 23). El cuerpo vuelve al polvo y se desintegra con el tiempo, pero el alma que lo habita vuelve a Dios, pues su existencia no depende de la materia. El Eclesiastés (Predicador) había ya dicho: «El hombre va a su morada eterna… y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Ecl. 12:5, 7).

Muchos creyentes han podido disfrutar de lucidez hasta el último suspiro. El testimonio dado por quienes han asistido a la partida de aquéllos es conmovedor, ya que reconforta a los que quedan con luto, pues el haber visto sus rostros iluminados por el gozo y el haberles oído pronunciar «Señor Jesús» como últimas palabras les da consuelo al pensar en la posición bendita de aquellos que ya no están más con ellos.

La muerte, separación del alma y del cuerpo, no es más que un paso, un estado transitorio. La Palabra de Dios afirma con fuerza la verdad de la resurrección, previendo sobre todo la de los creyentes; pero este tema se tratará en el próximo estudio.

11.4 - La muerte para el incrédulo

El destino definitivo del hombre pecador que no se haya vuelto hacia Dios antes de su muerte, ha sido ya fijado, pero no se le introducirá en el mismo hasta el cumplimiento del último juicio descrito en Apocalipsis 20:12-15. Mientras el hombre vive sobre la tierra, tiene posibilidad de salvación, la cual le es ofrecida aun con insistencia: «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones» (Hebr. 3:7-8). Dios no se complace en la muerte del pecador, sino en su perdón y su salvación. Él satisface los gastos de la reconciliación al haber dado a su propio Hijo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Creer en su Palabra, recibir su perdón, decir sí a Dios, no es difícil, pero sí suficiente para obtener la salvación. ¿Quién va a rehusarla?

En la parábola ya citada de Lucas 16, el rico está en un lugar de tormento desde su muerte, siendo consciente de lo que va a ocurrir con sus cinco hermanos que aún viven, si no escuchan la Palabra de Dios. Los pecadores, cuando mueran, serán separados para siempre de aquel Dios del cual no han querido saber nada mientras vivían, aguardando la resurrección que les conducirá ante el trono del juicio, donde su parte será los tormentos representados por «el gusano… que no muere y el fuego que nunca se apaga» (Marcos 9:44) y donde sentirán la desesperación de su destino eterno.

La compañía de aquel que les habrá arrastrado, Satanás, no hará más que añadir a su tormento, por cuanto es verdad que la dicha no puede ser disfrutada sino con Dios, mientras que Satanás no puede dar nada al alma que le escucha.

Estas lúgubres consideraciones nos hacen estremecer, pero no son nada más que la verdad revelada en la Palabra de Dios. Ojalá que hagan redoblar nuestros esfuerzos para proclamar el Evangelio de la gracia de Dios, mientras la puerta de la salvación permanece abierta aún. Y que también hagan sentir temor a todo aquel que, hasta el día de hoy, haya mantenido cerrado su corazón al llamamiento de Jesús.

11.5 - La muerte será abolida

«Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte» (1 Cor. 15:26). «Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda» (Apoc. 20:14).

Un lugar definitivo, lejos de la mirada de Dios, ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (véase Mat. 25:41). Todo lo que ha sido introducido por el príncipe de las tinieblas le seguirá a este lugar oscuro, para que el nuevo dominio instaurado por Jesús sea establecido por toda la eternidad. «Y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas» (Apoc. 21:4-5).

El reino eterno de nuestro Señor Jesucristo, anunciado por él mismo durante su ministerio, introducido moralmente por su obra en la cruz y por la proclamación del Evangelio, será establecido en gloria en el momento de la aparición de Cristo. Bajo su carácter terrestre, tendrá una duración de mil años, según el capítulo 20 del Apocalipsis. Durante este período bendito, la muerte golpeará aún a los rebeldes. Al final de estos mil años, cuando todas las cosas sean sujetas al Hijo de Dios, entonces el reino será devuelto a Dios el Padre para que, en la bienaventurada eternidad, Dios sea todo en todos (véase 1 Cor. 15:24-28). En su aspecto definitivo inmutable, este reino eterno no contará con nada que pueda oponerse al pleno gozo divino. Reposará en su amor y se complacerá por la dicha de aquellos a quienes su corazón amó desde antes de la fundación del mundo, y por los cuales sacrificó a su santo Hijo en el Gólgota.

«A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18).