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3 - Los juicios venideros
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Es maravilloso poder contemplar los juicios de Dios sin estar inquieto; tal es la suerte feliz del creyente en Jesús. La obra hecha de Cristo ha apartado el juicio de todos los que creen: no recaerá ni puede recaer sobre ninguno de ellos. La Palabra del Señor Jesús es segura al respecto: «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no viene en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24). La fe descansa en ello y acepta el desafío triunfante: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena?» (Rom. 8:33-34). ¡Bendita certeza! ¡Preciosa seguridad divina!
Algunos de nuestros lectores pueden haber recibido otra enseñanza sobre este tema. En la cristiandad ha prevalecido durante mucho tiempo la confusa idea de que al final de los tiempos habrá un gran juicio general al que todos, salvados o perdidos, deberán presentarse y que, antes de ese día, nadie puede tener certeza real sobre su futuro eterno. Esto es un gran error con graves consecuencias y que contradice la preciosa Palabra del Señor en Juan 5:24. Si el creyente camina así en la incertidumbre, ¿qué afecto real puede tener hacia Dios? ¿Y cómo puede su caminar diario manifestar el carácter celestial que Dios desea en los suyos?
En verdad, todo creyente ha sido puesto por Dios más allá del juicio. Ya no estamos «en Adán», expuestos a la muerte y al juicio, sino «en Cristo», en quien no hay condenación (Rom. 8:1). Además, somos «limpios», «santos e irreprochables delante de él, en amor», amados por el Padre con el mismo amor con que él ama a su Hijo (Juan 13:10; Efe. 1:4-5; Juan 17:23, 26). Así como Cristo es, también nosotros somos en este mundo. Dios no puede juzgar al creyente por sus pecados más que Cristo mismo. El amor perfecto expulsa el temor (1 Juan 4:17-19).
Es de suma importancia exponer correctamente las Escrituras sobre este tema tan solemne. Para mayor claridad, consideraremos la cuestión en el siguiente orden:
- El tribunal de Cristo para los creyentes
- El juicio de los vivos
- El juicio de los muertos
- El tribunal de Cristo
3.1 - El tribunal de Cristo para los creyentes
En 2 Corintios 5:10 se dice: «Porque es necesario que todos nosotros seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o malo». El apóstol habla aquí de manera muy general. «Nosotros» incluye a todas las almas que han vivido en este mundo. Los creyentes no son una excepción. Todos deben ser manifestados ante Cristo, pero no todos al mismo tiempo, como algunos afirman, ni con los mismos intereses. De hecho, hay 2 clases bien distintas en las Escrituras: los que han hecho el bien y los que han hecho el mal. Nuestro mal fue tratado en la cruz de Cristo, cuando el Señor inclinó su santa cabeza bajo el justo juicio de Dios, y solo queda tratar el bien que hemos hecho por el poder del Espíritu Santo. Los impíos serán presentados ante Cristo en un día posterior; no tendrán ningún bien que manifestar (no hay nadie que haga el bien, ni siquiera uno solo), todo su mal será tratado con justicia. Este pensamiento llenaba el corazón del apóstol de un santo temor. Tenía ante él los terrores del día venidero para aquellos que no conocen a Dios y no han creído en el Evangelio, y eso le impulsaba a trabajar con ahínco para que las almas fueran liberadas de la ira venidera. «Conociendo el temor del Señor, persuadimos a los hombres» (2 Cor. 5:11).
Para el creyente, la idea de que todo debe ser revelado ante Cristo es solemne, pero bendita. No debemos tener ningún temor ni alarma. Entonces seremos glorificados, como muestran los primeros versículos de 2 Corintios 5. En ese tribunal, nos presentaremos con cuerpos semejantes al cuerpo glorioso del Señor Jesús; porque él vendrá a buscarnos, nos sacará de este escenario y nos llevará a la Casa del Padre antes de esa manifestación. Cuando toda nuestra vida pase ante nosotros, veremos plenamente las maravillas de su gracia divina. Entonces conoceremos la verdad completa sobre nosotros mismos, y adoraremos y magnificaremos la preciosa gracia que nos ha hecho lo que somos.
¡Pero cuánto esto debería importarnos para caminar y servir día tras día para agradar al Señor! Porque allí aparecerá todo nuestro servicio. «Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y ajustó cuentas con ellos» (Mat. 25:19). Los que edificaron sobre el fundamento de oro, plata y piedras preciosas recibirán una recompensa. «Cada cual recibirá su propia recompensa, según su propio trabajo» (1 Cor. 3:8). El más mínimo servicio verdadero y fiel a Cristo será entonces plenamente reconocido. Un vaso de agua fría no perderá su recompensa. Todo está escrito en el cielo por la mano amorosa, pero santa, de Aquel que toma nota de lo más mínimo en los suyos, sin ignorar su mal.
¡Qué gracia que él nos recompense a cada uno de nosotros! Todo fruto que llevamos, todo el bien que hacemos es en realidad la acción interior de su Espíritu. Como dijo Agustín: “Dios no corona nuestros méritos, sino sus propios dones. Les da una recompensa, porque los hace nuestros, como si fueran nuestras propias virtudes”. Se complacerá en decir: «¡Muy bien, siervo bueno y fiel! [...] entra en el gozo de tu Señor» (Mat 25:21-23).
Pero ¿qué pasa si el servicio del cristiano es malo? Gracias a Dios, eso no pone en peligro su salvación, que no depende del servicio, sino de la obra de Cristo consumada. Pero tendrá una pérdida, porque está escrito: «Si la obra de alguno se consume, él sufrirá pérdida; aunque él mismo será salvo, si bien como a través del fuego» (1 Cor. 3:15). ¡Pensamiento solemne! El Señor puede tener que desaprobar el trabajo de toda una vida porque no ha sido conforme a su pensamiento ni a su voluntad que Él ha dado. El Señor no mira la cantidad, sino la calidad. Él valora mucho lo que proviene de un amor verdadero por su santa persona, como podemos juzgar por sus palabras de gracia a la mujer que lo ungió con perfume (Mat. 26:6-13).
¡Cuán cierto es que «Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Sam. 16:7)! El hombre estaría dispuesto a otorgar la mayor recompensa a lo que es más visible o a los resultados (externos) más grandes; pero puede que, en el día venidero, los mejores premios sean para aquellos que no han hecho mucho ruido en la cristiandad, cuyos nombres son poco conocidos, pero que han servido a Cristo leal y fielmente según su medida en lo que tenían delante. No hay que deducir de estas observaciones que solo el servicio a Cristo será examinado en el tribunal, ya que toda la vida será revelada, ya sea para alabanza o para reprobación. El apóstol señala esto cuando exhorta a los esclavos, en Colosenses 3:24-25. Los consuela diciendo: «Del Señor recibiréis la recompensa de la herencia. A Cristo el Señor servís». Sus amos podían ser injustos, pero el Señor lo ha tomado todo en cuenta y pronto dará la justa recompensa. A continuación, el apóstol lanza una advertencia: «El que obra mal, recibirá lo que hizo mal; y no hay acepción de personas».
Consideremos, pues, nuestros caminos. A la luz de todo esto, ¿cómo vivimos y servimos? Pronto estaremos ante Aquel que nos amó y se entregó por nosotros; él examinará todo lo que hayamos hecho y dirá lo que piensa. ¿Soportará nuestra vida, tanto en casa como en el trabajo, esa minuciosa inspección? ¿Resistirá nuestro servicio la prueba de su santa Palabra? ¿Lo hacemos porque le amamos y le debemos todo, o por pura gloria personal y por nuestros propios intereses? Seamos sinceros. Hagamos nuestro examen personal mientras hay tiempo para corregir el rumbo, porque si lo dejamos para el tribunal, corremos el riesgo de sufrir pérdidas eternas.
Tal es el tribunal de Cristo para aquellos que creen en su nombre; sus pecados no les serán imputados, sino que les serán manifestados; las recompensas serán distribuidas y los lugares en el reino milenario serán asignados según la fidelidad de su servicio en la tierra; sin embargo, la recompensa no es el motivo del servicio o la piedad, eso sería legalismo. El amor a Cristo es la fuente, las recompensas son como un estímulo en el camino.
3.2 - El juicio de los vivos
Dios ordenó a Cristo como Juez no solo de los muertos, sino también de los vivos, como declaró Pedro a Cornelio y a los suyos (Hec. 10:42). Se trata de un tema muy amplio, que solo puede abordarse brevemente aquí. Es muy poco comprendido, aunque se confiesa como doctrina en todos los credos de la cristiandad; por lo general, todo se incluye en el juicio de los muertos. De hecho, el juicio de los vivos abarca varias cosas. Comienza después del arrebato de los santos celestiales, con los juicios derramados desde el cielo hasta la aparición pública del Señor Jesús para derrotar a todos sus enemigos. Continuará más o menos durante todo el reinado milenario y terminará con la aniquilación de los ejércitos reunidos al final (Apoc. 20:8-9). Luego vendrá «El tiempo para juzgar a los muertos» (Apoc. 11:18).
Pero podemos dar un pequeño detalle. El libro del Apocalipsis nos da una idea. En los capítulos 2 y 3, en las Epístolas a las 7 iglesias, tenemos un esbozo de toda la historia de la Iglesia profesa, desde el punto de vista divino. En los capítulos 4 y 5, vemos cómo se prepara el cielo para el juicio: Dios está en su trono y el Cordero recibe el libro y sus 7 sellos. Alrededor del trono, los 24 ancianos coronados están sentados en tronos; representan simbólicamente a los santos celestiales en su carácter real y sacerdotal. Todos son vistos en el cielo con el Señor antes de que caigan los juicios. En lugar de estar aterrorizados por los juicios que emanan del trono, se postran y adoran. Conocen a Dios y han sido purificados por la sangre del Cordero. En el capítulo 6, comienzan a derramarse los juicios. Todo esto es futuro. Se admite fácilmente que puede haber alguna analogía con acontecimientos que ya han tenido lugar, pero todo esto es futuro en sentido estricto. Son juicios sobre los vivos, no sobre los muertos. En primer lugar, cada vez que el Cordero rompe un sello, se producen juicios, la mayoría de carácter providencial. Luego suenan las trompetas y se producen nuevos juicios. Siguen las copas, y en ellas se cumple (o se completa) la ira de Dios. A continuación, Cristo se manifiesta con sus ejércitos celestiales, y los ejércitos de sus enemigos reunidos son derrotados: los jefes –la bestia y el falso profeta– son inmediatamente arrojados al lago de fuego (Apoc. 19). Todo esto es el juicio de los vivos; es el trato divino reservado a los hombres que viven en la tierra, antes de que Cristo tome su trono en Sion.
En el juicio de los vivos, hay un acontecimiento importante que debe examinarse con más detalle, ya que suele entenderse mal y aplicarse incorrectamente. Se trata de la separación de las ovejas y las cabras, en Mateo 25:31-46. A menudo se considera que este pasaje expone el juicio final de los muertos. En algunas Biblias se titula “Descripción del juicio final”. Se trata de un error, y no menor. Leamos atentamente toda la profecía de la que forman parte estos versículos. Estando en el monte de los Olivos, el Señor responde a las preguntas de sus discípulos mencionando aspectos relacionados con su venida para establecer su reino al final del siglo. Los primeros versículos (Mat. 24:1-14) describen las circunstancias generales de sus siervos hasta el fin. A partir del versículo 15, habla del ídolo (la abominación) que será erigido en el Lugar Santo por el hombre de pecado, de la gran tribulación que seguirá, y luego de los sufrimientos de los elegidos en Judea en ese día. Esta parte termina con su aparición en las nubes del cielo con poder y gloria (v. 29-31). Es su manifestación a Israel, posterior al arrebato de los santos celestiales.
A continuación, hay un largo paréntesis en la profecía, en el que se inscriben 6 parábolas. 3 se refieren al pueblo judío: la higuera (v. 32-35), los días de Noé (v. 36-41) y el ladrón en la noche (v. 42-44); las otras 3 se refieren a la Iglesia profesa: el siervo fiel y el siervo malo (v. 45-51), las 10 vírgenes (25:1-13) y los talentos (25:14-30). Luego se reanuda el hilo de la profecía. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones; y él apartará a los unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras» (25:31-32).
El momento y las circunstancias de esta sesión se determinan fácilmente: tiene lugar justo después de la aparición pública del Señor Jesús y antes del establecimiento del reino. ¿Se trata del juicio de los muertos, como se supone generalmente? No, es al menos 1.000 años demasiado pronto. Los muertos (los impíos) permanecerán en sus tumbas hasta el final del reinado de Cristo, y luego serán llamados a presentarse ante él. ¿Cómo podría haber entonces un juicio general antes del Milenio? Una dificultad aún más grave reside en este pasaje: no hay ninguna mención de los muertos, ni una sola palabra sobre la resurrección de los buenos o los malos. Además, hay 3 clases: las ovejas, las cabras y los hermanos (las 2 primeras son tratadas según cómo hallan tratado a la tercera), lo que hace que el pasaje sea totalmente inadecuado para el propósito para el que lo utilizan tantas personas.
Se trata del juicio de los vivos. El trono no es «el gran trono blanco», sino «su trono de gloria». El Hijo del hombre se sienta en él en su calidad de Rey, llama a todas las naciones ante él y considera, no sus pecados en general, como más tarde en el gran trono blanco, sino el trato que han reservado a aquellos a quienes él llama «mis hermanos», es decir, los judíos que predicarán el Evangelio del reino durante el breve intervalo entre el arrebato de la Iglesia en la gloria y la revelación de Cristo para juzgar y reinar. Serán maltratados por aquellos que odian profundamente a Dios y a su Cristo, hasta el punto de que algunos perderán la vida; estos son vistos debajo del altar clamando venganza contra sus enemigos (Apoc. 6:9-11). Serán bien tratados por otros que se inclinarán ante su testimonio, recibiéndolo como la Palabra de Dios, prueba bendita de que el Espíritu de Dios habrá obrado en sus corazones.
El Rey se informa de todo esto. Declara que las ovejas son las benditas de su Padre y las invita a heredar el reino preparado para ellas desde la fundación del mundo. Disfrutarán de todas las bendiciones de su reinado milenario. No se trata de una compañía celestial, sino de una compañía terrenal; y no se dice que su parte fue ordenada antes de la fundación del mundo, como la nuestra (Efe. 1:4), sino desde su fundación. Esta distinción es de gran importancia.
Las ovejas parecen sorprendidas de que el Señor las alabe por haberlo alimentado, vestido y acogido. Preguntan: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te alimentamos? ¿O sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos extranjero, y te acogimos? ¿O desnudo, y te cubrimos?» (25:37-38). Habían tenido esa bondad con unos pobres predicadores judíos del Evangelio del reino, pero no pensaban que sus actos habían sido hacia el Señor mismo. El Rey les responderá: «En verdad os digo, que en cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis».
Es evidente que aquí no estamos en terreno cristiano. Los cristianos son miembros del Cuerpo de Cristo, constituidos como tales por el bautismo del Espíritu Santo; por lo tanto, el Señor toma todo lo que se les hace, ya sea en bondad o de otra manera, como si se lo hicieran a él (Hec. 9:4-5; 1 Cor. 8:12; 12:12-13). Esto puede no ser bien entendido ahora por los creyentes, porque muchos no tienen la comprensión correcta de su relación con Cristo, pero toda esta ignorancia será disipada en la gloria. Entonces, los cristianos no se sorprenderán cuando el Señor diga que los actos de bondad realizados hacia ellos han sido hacia Él mismo. ¡Pero las ovejas se sorprenden! No conocen este principio. No forman parte de la Iglesia, donde no hay judíos ni naciones (Col. 3:11), sino que son salvas como naciones por la predicación judía al final.
Entonces el Rey contará con los que están a su izquierda y les dirá: «¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles*! Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui extranjero, y no me acogisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y en la cárcel, y no acudisteis a mí. Entonces ellos también responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o extranjero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te hemos servido? Él entonces les responderá, diciendo: En verdad os digo, que en cuanto no lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos, tampoco a mí me lo hicisteis» (25:41-45). Así tratará a aquellos que no hayan mostrado bondad hacia sus hermanos judíos pobres de los últimos días. Es solemne levantar la mano contra el judío. «Ninguna arma forjada contra ti prosperará» (Is. 54:17).
Pero el juicio de los vivos aún no ha concluido. En los Profetas se encuentran muchos detalles, pero son demasiados para reproducirlos aquí. Diremos solo que cuando Israel reaparezca como nación, también reaparecerán sus antiguos enemigos, con el corazón tan amargado contra ellos como antaño. Si examinamos atentamente los oráculos de Isaías y de otros profetas, nos convenceremos de que lo que dijeron nunca se ha cumplido. Asiria resurgirá y será juzgada (Is. 10:12); al igual que los filisteos (14:29-32), Moab (15 y 16), Damasco (17:1-2) y muchos otros. Israel será utilizado especialmente para castigar a Edom, Moab y Amón (Dan. 11:41). Todos estos juicios temporales se deben a su implacable enemistad hacia la simiente elegida, y todos forman parte del juicio de los vivos.
Se puede objetar que la mayoría de los pueblos mencionados ya no existen. Esto no supone una dificultad para la fe. Dios ha hablado en su Palabra; la fe se basa en ella. Aunque nos parezca imposible, cada sentencia se cumplirá. Además, ¿quiénes somos nosotros para decir que Edom, Moab y otros ya no existen? Ya no conocemos a estos pueblos por sus antiguos nombres, pero probablemente se encuentran a nuestras puertas con otros nombres. La misma dificultad puede plantearse con respecto a las 10 tribus de Israel. Nadie sabe con certeza dónde se encuentran ni qué nombres tienen actualmente (aunque se han hecho muchas suposiciones, sobre todo en los últimos años), pero Dios las tiene bajo su mirada y las hará aparecer en el momento oportuno.
Sus adversarios aparecerán al mismo tiempo, con los mismos sentimientos que antes, para recibir de Dios un castigo justo y severo por su hostilidad hacia su pueblo elegido. El juicio de los vivos continuará más o menos a lo largo del reino milenario. «He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio» (Is. 32:1). No habrá paciencia con el pecado, como la hay hoy en día; toda falta será tratada rápidamente, al parecer (Sal. 101:8). Tendemos a pasar por alto este aspecto del glorioso reinado del Señor. Hablamos mucho de la bendición, la paz y la gloria que prevalecerán, pero nos inclinamos a olvidar la justicia estricta que constituirá el fundamento de su reinado. El verdadero Melquisedec es primero Rey de justicia y luego Rey de paz (Hebr. 7:1).
Al considerar los juicios de Dios que pronto se derramarán sobre el mundo, otro punto a recordar es que los santos celestiales estarán asociados con el Señor Jesús en esta obra solemne. Daniel dice: «Se dio el juicio a los santos del Altísimo» (Dan. 7:22). Esto es lo que Pablo recuerda a los corintios. Olvidaban su elevada vocación y destino, hasta el punto de llevar sus disputas a los tribunales del mundo, ante los injustos. Pablo se indigna: «¿No sabéis que los santos juzgarán al mundo? Y si por vosotros es juzgado el mundo, ¿acaso sois indignos de juzgar pleitos más triviales? ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? Cuanto más las cosas de esta vida» (1 Cor. 6:2-3).
Esto ha sido ampliamente olvidado en la cristiandad. Lejos de esperar juzgar al mundo –y también a los ángeles–, muchos creyentes que aman verdaderamente al Señor Jesús esperan ser juzgados ellos mismos. Esto perjudica gravemente la paz y el amor. Como ya hemos dicho, el creyente está colocado más allá del juicio en el Cristo resucitado, una posición que le corresponde según la justicia divina, debido a su obra cumplida. Solo queda la realización eterna con Cristo. En consecuencia, participaremos en todo lo que él haga, de ahí nuestra posición futura: estaremos asociados con él en el juicio del mundo y de los ángeles.
El último acto del juicio de los vivos será la aniquilación de los vastos ejércitos reunidos por Satanás, que habrá sido liberado del abismo. Parece inconcebible que, después de tal era de bendición, el hombre esté dispuesto a rebelarse contra el Señor; pero así será. El corazón del hombre es tan incurable que ni la gracia ni la gloria desplegadas ante él pueden conmoverlo o cambiarlo en lo más mínimo. Es realmente necesaria una nueva creación, obra del Espíritu de Dios.
Así, cuando Satanás salga para desviar a las naciones de los 4 rincones de la tierra, Gog y Magog, logrará reunirlos tan numerosos como la arena del mar, para luchar. «Y subieron sobre la anchura de la tierra, y cercaron el campamento de los santos y la ciudad amada; y descendió fuego del cielo y los devoró» (Apoc. 20:9). Jerusalén es el objetivo de su ataque, porque allí se han reunido los santos (los santos terrenales). Un juicio rápido caerá sobre ellos desde el cielo. Su seductor será entonces arrojado al lago de fuego, donde sufrirá eternamente.
3.3 - El juicio de los muertos
Nuestro tema llega ahora al fin de los tiempos. Cristo es el Juez de los muertos, como de los vivos. «El Padre no juzga a ninguno, pero todo el juicio lo ha encomendado al Hijo, para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre» (Juan 5:22-23). Los hombres tendrán que presentarse ante Aquel que murió por los pecadores y resucitó, Aquel que ha sido paciente durante todo este tiempo de gracia divina, que puede y quiere salvar a todos los que creen, por viles que sean. ¡Es muy solemne! Al final, ¡qué vergüenza, qué confusión, qué silencio cuando los hombres se presenten ante él! ¿Podrán decir los que estaban en la cristiandad que nunca oyeron Su nombre, ni el sonido de la gracia que salva? ¿Alegarán que la Palabra de Dios, que contiene el relato de su gracia y su verdad, nunca se les dio a conocer? Nada de eso podrá invocarse para justificar su postura. La sentencia de Dios será justificada por todos y cada uno.
3.4 - El tribunal de Cristo
«Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado sobre él: la tierra y el cielo huyó de su presencia, y no fue hallado lugar para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, en pie delante del trono; y libros fueron abiertos; y otro libro fue abierto, que es el libro de la vida; y los muertos fueron juzgados por lo que había sido escrito en los libros conforme a sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras. Y la muerte y el hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la segunda muerte, el lago de fuego. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego» (Apoc. 20:11-15). Este trono es «grande», porque allí se resolverán las cuestiones más importantes; «blanco», por la santidad y la justicia de todo lo que allí se promulga. Todos los que no hayan resucitado en la primera resurrección deberán entonces levantarse al oír la voz poderosa del Hijo de Dios que los llama desde sus tumbas. El mar avanzará con su contingente, mientras que el Hades entregará las almas para que se reúnan con los cuerpos. Los libros contarán su historia, porque todo está fielmente registrado por el Dios santo. La Palabra de Dios estará allí, como dijo el Señor Jesús: «La palabra que yo he hablado, ella misma le juzgará en el día postrero» (Juan 12:48). Toda palabra escuchada, todo capítulo leído, no hace más que aumentar la responsabilidad, si no es recibido por la fe en el corazón. Queridos lectores ¿cuál es su postura ante todo esto? ¿Han sido ustedes purificados de sus pecados por la sangre de Jesús? ¿Poseen el perdón, la justificación y la aceptación en el Cristo resucitado?
Si no es así, les suplicamos que no pierdan tiempo. El actual período de gracia y de misericordia está llegando rápidamente a su fin; el dueño de la casa pronto se levantará y cerrará la puerta. Entonces, no habrá más esperanza ni misericordia. Qué contraste entre la gloria eterna en la Casa del Padre para todos los que creen en el Hijo, y la desgracia eterna en el lago de fuego para todos los que han rechazado su maravillosa gracia.
«¡Señor Jesús, nuestra justicia!
¡Tú, nuestra belleza, nuestro vestido glorioso!
Entre los mundos en llamas, con este adorno,
Levantamos la cabeza con gozo.Apareceremos con valor en ese gran día,
Porque ¿quién intentará acusación contra nosotros?,
Nosotros, que por tu sangre estamos absueltos
De la maldición del pecado y del temor.»