Inédito Nuevo

3 - Los juicios venideros


person Autor: William Wooldridge FEREDAY 23

library_books Serie: El Señor viene


Es maravilloso poder contemplar los juicios de Dios sin turbarse por ellos; y esta es la feliz porción del creyente en Jesús. La obra consumada de Cristo ha quitado el juicio de todos los que creen; no caerá ni puede caer sobre ninguno de ellos. La Palabra del Señor Jesús está segura de esto: «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entra en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24). La fe descansa ahí y asume el desafío triunfante: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena?» (Rom. 8:33-34). ¡Bendita certeza! ¡Preciosa seguridad de Dios!

Algunos de nuestros lectores pueden haber recibido otra enseñanza sobre este tema. En el cristianismo ha prevalecido durante mucho tiempo la idea confusa de que habrá, al final de los tiempos, un gran juicio general ante el cual todos, salvos o perdidos, tendrán que comparecer, y que antes de ese día nadie puede estar realmente seguro de su futuro eterno. Este es un gran error con graves consecuencias, y contradice la preciosa Palabra del Señor en Juan 5:24. Si el creyente camina en tal incertidumbre, ¿qué afecto real puede tener por Dios? ¿Y cómo puede su andar diario manifestar el carácter celestial que Dios desea en los suyos?

La verdad es que cada creyente está puesto por Dios más allá del juicio. Ya no estamos «en Adán», expuestos a la muerte y al juicio, sino «en Cristo», en quien no hay condenación (Rom. 8:1). Además, somos «limpios», «santos e irreprochables delante de él; en amor», amados por el Padre con el mismo amor con que él ama a su Hijo (Juan 13:10; Efe. 1:4-5; Juan 17:23, 26). Como es Cristo, así somos nosotros en este mundo. Dios no puede llevar al creyente a juicio por sus pecados más que Cristo mismo. El amor perfecto echa fuera el temor (1 Juan 4:17-19).

Es de suma importancia que las Escrituras sean correctamente expuestas sobre este solemne tema. En aras de la claridad, consideraremos el asunto en el siguiente orden:

  1. El tribunal de Cristo para los creyentes.
  2. El juicio de los vivos.
  3. El juicio de los muertos.
  4. El tribunal de Cristo.

En 2 Corintios 5:10 se dice: «Porque es necesario que todos nosotros seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o sea malo». El apóstol habla aquí en términos muy generales. «Nosotros» incluye a todas las almas que han vivido en este mundo. Los creyentes no son una excepción. Todos han de ser manifestados ante Cristo, pero no el mismo día, como algunos pretenden, ni con la misma finalidad. De hecho, hay 2 clases distintas en las Escrituras: los que han hecho el bien y los que han hecho el mal. Nuestro mal ha sido tratado en la cruz de Cristo, cuando el Señor inclinó su santa cabeza bajo el justo juicio de Dios, y todo lo que queda es tratar con el bien que hemos hecho por el poder del Espíritu Santo. Los impíos serán llevados ante Cristo en un día posterior; no tendrán nada bueno que mostrar (no hay ninguno que haga el bien, no, ni siquiera uno), todo su mal será tratado con justicia. Este pensamiento llenó el corazón del apóstol de santo temor. Tenía ante sí los terrores del día venidero para aquellos que no conocen a Dios y que no han creído en el Evangelio, y esto lo impulsó a trabajar con ahínco para que las almas pudieran ser liberadas de la ira venidera. «Conociendo el temor del Señor, persuadimos a los hombres» (2 Cor. 5:11).

Para el creyente, el pensamiento de que todo debe estar revelado ante Cristo, es solemne, pero bendito. No debemos temer ni alarmarnos. Entonces seremos glorificados, como lo muestran los versículos iniciales de 2 Corintios 5. En ese tribunal estaremos en cuerpos semejantes al cuerpo glorioso del Señor Jesús; porque él vendrá para tomarnos, sacarnos de esa escena y colocarnos en la Casa del Padre antes de esa manifestación. Cuando toda nuestra vida pase ante nosotros, veremos plenamente las maravillas de su divina gracia. Conoceremos entonces toda la verdad sobre nosotros mismos, y adoraremos y engrandeceremos la preciosa gracia que ha hecho de nosotros lo que somos.

Pero ¡cuánto ha de hacernos esto tomar con empeño el caminar y servir día tras día para agradar al Señor! Porque allí aparecerá todo nuestro servicio. «Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos y ajustó cuentas con ellos» (Mat. 25:19). Los que han edificado sobre cimientos de oro, plata y piedras preciosas recibirán una recompensa. «Cada cual recibirá su propia recompensa, según su propio trabajo» (1 Cor. 3:8). Todo servicio verdadero y fiel a Cristo será entonces plenamente reconocido. Un vaso de agua fría no perderá su recompensa. Todo está escrito en el cielo por la mano amorosa y santa de Aquel que nota el menor bien en los suyos, sin ignorar su mal.

¡Qué gracia que él recompense a cada uno de nosotros! Cada fruto que damos, cada bien que hacemos es en realidad la obra interior de su Espíritu. Como decía Agustín: “Dios no premia nuestros méritos, sino sus propios dones. Les recompensa porque los hace nuestros, como si fueran nuestras propias virtudes”. Se complacerá en decir: «¡Muy bien, siervo bueno y fiel!… entra en el gozo de tu señor» (Mat. 25:21-23).

Pero ¿y si el servicio del cristiano es malo? Gracias a Dios, eso no pone en duda su salvación, que no depende de su servicio, sino de la obra de Cristo realizada. Pero sufrirá pérdida, pues está dicho: «Si la obra de alguno se consume, él sufrirá pérdida; aunque él mismo será salvo, si bien como a través del fuego» (1 Cor. 3:15). ¡Un pensamiento solemne! El Señor puede tener que repudiar el trabajo de toda una vida porque no ha estado de acuerdo con su pensamiento y voluntad. El Señor no mira la cantidad, sino la calidad. Estima altamente lo que fluye de un amor real por su santa persona, como podemos juzgar de sus palabras de gracia a la que lo ungió con perfume (Mat. 26:6-13).

¡Cuán cierto es que «Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Sam. 16:7)! El hombre se inclinaría a dar la mayor recompensa a lo que es más conspicuo o a los mayores resultados (exteriores) logrados; pero puede ser que en el día venidero los mejores premios los ganen aquellos que no han hecho mucho ruido en la cristiandad, cuyos nombres son poco conocidos, pero que han servido a Cristo leal y fielmente según su medida en lo que tenían delante. No debe deducirse de estas observaciones que en el tribunal solo se examinará el servicio hacia Cristo, pues toda la vida será revelada, ya sea para alabanza o para reprobación. El apóstol señala esto cuando exhorta a los siervos en Colosenses; los consuela diciendo: «De parte del Señor recibiréis la recompensa de la herencia. A Cristo el Señor servís» (3:24-25). Puede que sus amos hayan sido injustos, pero el Señor ha tomado nota de todo y pronto les dará su justa recompensa. A continuación, el apóstol advierte: «El que obra mal, recibirá lo que hizo mal; y no hay acepción de personas».

Consideremos, pues, cuidadosamente nuestros caminos. A la luz de todo esto, ¿cómo vivimos y servimos? Estamos a punto de presentarnos ante Aquel que nos amó y se entregó por nosotros; él examinará todo lo que hemos hecho y dirá lo que piensa de ello. ¿Soportarán nuestras vidas, ya sea en casa o en el trabajo, este escrutinio? ¿Resistirá nuestro servicio la prueba de su santa Palabra? ¿Lo hacemos porque le amamos y le debemos todo, o por gloria personal e interés propio? Seamos sinceros con nosotros mismos. Hagamos nuestro autoexamen mientras es el momento de corregir la barra, porque si lo dejamos para la sala del tribunal, nos arriesgamos a la pérdida eterna.

Así es el tribunal de Cristo para los que creen en su nombre; no se les imputarán sus pecados, sino que se les manifestarán; se repartirán recompensas, y se asignarán lugares en el reino milenario, según la fidelidad de su servicio prestado en la tierra; sin embargo, la recompensa no es el motivo del servicio ni de la piedad –eso sería legalismo. El amor a Cristo es la fuente, las recompensas son para animarnos en el camino.

3.1 - El juicio de los vivos

Dios ha ordenado a Cristo como Juez no solo de los muertos, sino también de los vivos, como declaró Pedro a Cornelio y a los suyos (Hec. 10:42). Este es un vasto tema, que solo puede ser tocado brevemente aquí. Es muy poco comprendido, aunque se confiesa como doctrina en todos los credos de la cristiandad; normalmente todo se incluye en el juicio de los muertos. De hecho, el juicio de los vivos abarca muchas cosas. Comienza después del arrebato de los santos celestiales, con los juicios derramados desde el cielo hasta la aparición pública del Señor Jesús para abatir a todos sus enemigos. Continuará más o menos durante todo el reinado milenario y terminará con la aniquilación de los ejércitos reunidos al final (Apoc. 20:8-9). Entonces llegará «el tiempo de juzgar a los muertos» (Apoc. 11:18).

Pero podemos dar un pequeño detalle. El libro del Apocalipsis nos da una idea. En los capítulos 2 y 3, en las Epístolas a las 7 iglesias, tenemos un esbozo de toda la historia de la Iglesia profesa desde el punto de vista de Dios. En los capítulos 4 y 5 vemos cómo se prepara el cielo para el juicio: Dios está en su trono y el Cordero recibe el rollo con sus 7 sellos. Alrededor del trono están los 24 ancianos coronados sobre tronos, que representan simbólicamente a los santos celestiales en su carácter real y sacerdotal. Todos están vistos en el cielo con el Señor antes de que caigan los juicios. En lugar de aterrorizarse por los juicios que emanan del trono, se inclinan y adoran. Conocen a Dios, y han sido purificados por la sangre del Cordero. En el capítulo 6, los juicios comienzan a ser derramados. Todo esto es futuro. Admitimos fácilmente que puede haber alguna analogía con acontecimientos que ya han tenido lugar; pero todo esto es futuro en sentido estricto. Se trata de juicios sobre los vivos, no sobre los muertos. En primer lugar, los juicios caen cada vez que un sello es roto por el Cordero –la mayoría de ellos providencial. Luego suenan las trompetas, y caen nuevos juicios. Siguen las copas, y en ellas se cumple (o completa) la ira de Dios. Entonces Cristo se manifiesta con sus ejércitos celestiales, y los ejércitos reunidos de sus enemigos son derrotados: los líderes –la bestia y el falso profeta– son arrojados inmediatamente al lago de fuego (Apoc. 19). Todo esto es el juicio de los vivos; es el trato divino reservado a los hombres que viven en la tierra, antes de que Cristo ocupe su trono en Sion.

En el juicio de los vivos, un acontecimiento importante necesita ser examinado con un poco más de detalle, porque es generalmente mal entendido y aplicado. Se trata de la separación de las ovejas de las cabras en Mateo 25:31-46. A menudo se considera que este pasaje expone el juicio final de los muertos. En algunas Biblias se titula “Descripción del Juicio final”. Esto es un error, y no el menor. Leamos atentamente toda la profecía de la que forman parte estos pocos versículos. Estando en el monte de los Olivos, el Señor responde a las preguntas de sus discípulos mencionando puntos relativos a su venida para establecer su reino al final de los tiempos. Los primeros versículos (Mat. 24:1-14) describen las circunstancias generales de sus siervos hasta el fin. A partir del versículo 15 habla del ídolo (abominación) que será erigido en el lugar santo por el hombre de pecado, de la gran tribulación que seguirá, y luego de los sufrimientos de los elegidos en Judea en aquel día. Esta parte termina con su aparición sobre las nubes del cielo con poder y gloria (v. 29-31). Esta es su manifestación a Israel, después del arrebato de los santos celestiales. Sigue un largo paréntesis profético, en el que se insertan 6 parábolas. 3 se refieren al pueblo judío: la higuera (v. 32-35), los días de Noé (v. 36-41) y el ladrón en la noche (v. 42-44); las otras 3 se refieren a la Iglesia profesa: el esclavo fiel y el esclavo impío (v. 45-51), las 10 vírgenes (25:1-13) y los talentos (25:14-30).

Luego retoma el hilo de la profecía. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán reunidas ante él todas las naciones; y él apartara a los unos de los otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras» (25:31-32). El momento y las circunstancias de esta sesión son fáciles de determinar: tiene lugar justo después de la aparición pública del Señor Jesús y antes de la instauración del reino. ¿Se trata del juicio de los muertos, como generalmente se supone? No, es por lo menos 1.000 años antes. Los muertos, (los impíos), permanecerán en sus tumbas hasta el final del reinado de Cristo y entonces serán llamados a comparecer ante él. ¿Cómo puede entonces haber un juicio general antes del Milenio? Una dificultad aún más grave se encuentra en este pasaje: no hay mención alguna de los muertos, ni de la resurrección de los buenos o de los malos. Además, hay 3 clases: las ovejas, las cabras y los hermanos (las 2 primeras son tratadas de acuerdo con la forma en que tratan a la tercera), lo que hace que el pasaje sea totalmente inadecuado para el propósito para el que es tomado por tantos.

Se trata del juicio de los vivos. El trono no es «el gran trono blanco», sino «su trono de gloria». El Hijo del hombre se sienta allí como Rey, llama a todas las naciones ante él, y considera, no sus pecados en general, como más tarde en el gran trono blanco, sino su tratamiento de aquellos que él llama «mis hermanos» –judíos que predicarán el Evangelio del reino durante el breve intervalo entre el arrebato de la Iglesia a la gloria y la revelación de Cristo para juzgar y reinar. Serán maltratados por quienes odian profundamente a Dios y a su Cristo, hasta el punto de que algunos perderán la vida; a estos se les ve bajo el altar clamando venganza contra sus enemigos (Apoc. 6:9-11). Serán bien tratados por los demás, que se inclinarán ante su testimonio, aceptándolo como Palabra de Dios, prueba bendita de que el Espíritu de Dios ha obrado en sus corazones.

El Rey pregunta sobre todo esto. Declara que las ovejas son las benditas de su Padre y las invita a heredar el reino preparado para ellas desde la fundación del mundo. Gozarán de todas las bendiciones de su reinado milenario. No son una compañía celestial, sino terrenal; y no se dice que su porción haya sido ordenada antes de la fundación del mundo, como la nuestra (Efe. 1:4), sino desde su fundación. Esta distinción es de gran importancia.

Las ovejas parecen asombrarse de que el Señor las alabe por haberle alimentado, vestido y acogido. Preguntan: «: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te alimentamos? ¿O sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos extranjero, y te acogimos? ¿O desnudo, y te cubrimos?» (25:37-38). Habían hecho estas bondades con unos pobres judíos predicadores del Evangelio del reino, pero no pensaban que sus obras se las habían hecho al Señor mismo. El Rey les respondió: «En verdad os digo, que en cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis».

Es evidente que no estamos en territorio cristiano. Los cristianos son miembros del Cuerpo de Cristo, constituidos como tales por el bautismo del Espíritu Santo; el Señor, por tanto, toma cualquier cosa que se les haga, ya sea con amabilidad o de otro modo, como hecha a él (Hec. 9:4-5; 1 Cor. 8:12; 12:12-13). Puede que esto no sea bien entendido ahora por los creyentes, pues muchos no tienen la comprensión correcta de su relación con Cristo, pero toda esta ignorancia se disipará en la gloria. Entonces los cristianos no se sorprenderán cuando el Señor les diga que los actos de bondad hechos a ellos fueron hechos a él mismo. Pero las ovejas sí se sorprenden. No conocen este principio. No forman parte de la Iglesia, donde no hay judío ni nación (Col. 3:11), sino que son salvados como naciones por la predicación judía del final. Entonces el Rey contará con los de su izquierda y les dirá: «¡Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles! Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui extranjero, y no me acogisteis; desnudo, y no me cubristeis; enfermo y en la cárcel, y no acudisteis a mí. Entonces ellos también responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o extranjero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te hemos servido? Él entonces les responderá, diciendo: En verdad os digo, que en cuanto no lo hicisteis a uno de los más pequeños de estos, tampoco a mí me lo hicisteis» (25:41-45). Así es como él tratará a aquellos que no han mostrado bondad a sus pobres hermanos judíos de los últimos días. Es solemne levantar la mano contra el judío. «Ninguna arma forjada contra ti prosperará» (Is. 54:17).

Pero el juicio de los vivos aún no se ha completado. Se pueden encontrar muchos detalles en los Profetas, pero son demasiado numerosos para reproducirlos aquí. Baste decir que cuando Israel reaparezca como nación, reaparecerán también sus antiguos enemigos, con corazones tan amargados contra ellos como antes. Si examinamos cuidadosamente los oráculos de Isaías y de los demás profetas nos convenceremos de que lo que dijeron no se cumplió nunca. Asiria resurgirá y será juzgada (Is. 10:12); al igual que los filisteos (Is. 14:29-32), Moab (Is. 15 y 16), Damasco (Is. 17:1-2), y muchos otros. Israel será usado especialmente para castigar a Edom, Moab y Amón (Dan. 11:41). Todos estos juicios temporales se deben a su implacable enemistad hacia la simiente elegida, y todos forman parte del juicio de los vivos.

Puede objetarse que la mayoría de los pueblos mencionados ya no existen. Esto no es una dificultad para la fe. Dios ha hablado en su Palabra; la fe descansa en ella. Aunque parezca imposible, cada frase se cumplirá. Además, ¿quiénes somos nosotros para decir que Edom, Moab y otros ya no existen? Ya no conocemos a estos pueblos por sus antiguos nombres, pero probablemente estén a nuestras puertas con otros nombres. La misma dificultad puede plantearse respecto a las 10 tribus de Israel. Nadie sabe con certeza dónde están ni qué nombres tienen en la actualidad (aunque se han hecho muchas conjeturas, sobre todo en los últimos años), pero Dios tiene sus ojos puestos en ellas y las sacará a su debido tiempo. Sus adversarios aparecerán al mismo tiempo, con los mismos sentimientos que antes, para recibir de Dios un castigo justo y severo a causa de su hostilidad hacia su pueblo elegido. El juicio de los vivos continuará, más o menos, durante todo el reino milenario. «He aquí que para justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio» (Is. 32:1). No habrá paciencia con el pecado, como hoy; toda falta será tratada sumariamente, según aparece (Sal. 101:8). Tendemos a pasar por alto este aspecto del glorioso reinado del Señor. Hablamos mucho de la bendición, la paz y la gloria que prevalecerán, pero tendemos a olvidar la estricta justicia que será el fundamento de su reinado. El verdadero Melquisedec es primero Rey de justicia y luego Rey de paz (Hebr. 7:1).

Al considerar los juicios de Dios que pronto serán derramados sobre el mundo, otro punto a recordar es que los santos celestiales estarán asociados con el Señor Jesús en esta solemne obra. Daniel dice: «Y se dio el juicio a los santos del Altísimo» (Dan. 7:22). Pablo recuerda esto a los corintios. Habían olvidado su alta vocación y destino, hasta el punto de llevar sus disputas a los tribunales del mundo, ante los injustos. Pablo se indigna: «¿No sabéis que los santos juzgarán al mundo? Y si por vosotros es juzgado el mundo, ¿acaso sois indignos de juzgar pleitos más triviales? 3 ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? Cuánto más las cosas de esta vida» (1 Cor. 6:2-3).

Esto ha sido muy olvidado en la cristiandad. Lejos de esperar juzgar al mundo –y también a los ángeles– muchos creyentes que aman verdaderamente al Señor Jesús esperan ser juzgados ellos mismos. Esto es muy perjudicial para la paz y el amor. Como ya hemos dicho, el creyente está situado más allá del juicio en Cristo resucitado, una posición que le corresponde según la justicia divina, debido a su obra consumada. Solo le queda la realización eterna con Cristo. Por consiguiente, tendremos parte en todo lo que él haga, de ahí nuestra posición futura: estaremos asociados a él en el juicio del mundo y de los ángeles.

El último acto del juicio de los vivos será la aniquilación de los vastos ejércitos reunidos por Satanás, que habrá sido liberado del abismo. Parece inconcebible que después de semejante era de bendición, el hombre esté dispuesto a rebelarse contra el Señor; pero así será. El corazón del hombre es tan incurable que ni la gracia ni la gloria desplegadas ante él pueden tocarlo ni cambiarlo en lo más mínimo. Lo que realmente se necesita es una nueva creación, obra del Espíritu de Dios.

Así que cuando Satanás salga a engañar a las naciones de los 4 ángulos de la tierra, Gog y Magog, logrará reunirlas tan numerosas como la arena del mar, para luchar. «Y subieron sobre la anchura de la tierra, y cercaron el campamento de los santos y la ciudad amada; y descendió fuego del cielo y los devoró» (Apoc. 20:9). Jerusalén es el objeto de su ataque, porque allí es donde están reunidos los santos (los santos terrenales). Un juicio rápido caerá sobre ellos desde el cielo. Su engañador será entonces arrojado al lago de fuego, donde sufrirá eternamente.

3.2 - El juicio de los muertos

El curso de nuestro tema llega ahora al fin de los tiempos. Cristo es el Juez tanto de los muertos como de los vivos. «Porque el Padre no juzga a ninguno, pero todo el juicio lo ha encomendado al Hijo; para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre» (Juan 5:22-23). Los hombres tendrán que comparecer ante Aquel que murió por los pecadores y resucitó, Aquel que ha esperado todo este tiempo de la gracia divina, que puede y quiere salvar a todos los que crean, por viles que sean. ¡Qué solemne! Al final, ¡qué vergüenza, qué confusión de rostros, qué silencio cuando los hombres se presenten ante él! ¿Podrán decir los que estuvieron en la cristiandad que nunca oyeron su nombre, ni el sonido de la gracia salvadora? ¿Alegarán que la Palabra de Dios, que contiene el registro de su gracia y verdad, nunca estuvo a su disposición? Nada de esto puede ser usado para justificar su posición. La sentencia de Dios será vindicada por todos y cada uno.

«Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado sobre él: la tierra y el cielo huyó de su presencia, y no fue hallado lugar para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, en pie delante del trono; y libros fueron abiertos; y otro libro fue abierto, que es el libro de la vida; y los muertos fueron juzgados por lo que había sido escrito en los libros conforme a sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la segunda muerte, el lago de fuego. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego» (Apoc. 20:11-15). Este trono es «grande», porque en él se dirimirán las cuestiones más importantes; «blanco», por la santidad y justicia de todo lo que allí se promulgue. Todos los que no resucitaron en la primera resurrección tendrán entonces que levantarse a la poderosa voz del Hijo de Dios que los llama a salir de sus tumbas. El mar avanzará con su contingente, mientras que el Hades entregará a los espíritus para que se reúnan con los cuerpos. Los libros contarán su historia, pues todo está fielmente registrado por el Dios santo. La Palabra de Dios estará allí, como dijo el Señor Jesús: «La palabra que yo he hablado, ella misma le juzgará en el día postrero» (Juan 12:48). Cada palabra escuchada, cada capítulo leído, solo aumenta la responsabilidad, si no se recibe por la fe en el corazón. Queridos lectores, ¿dónde se encuentran ustedes en todo esto? ¿Han sido purificados de sus pecados por la sangre de Jesús? ¿Tienen perdón, justificación y aceptación en Cristo resucitado?

Si no es así, les rogamos que no pierdan tiempo. El presente período de gracia y misericordia está llegando rápidamente a su fin; el Señor de la Casa pronto se levantará y cerrará la puerta. Entonces ya no habrá esperanza ni misericordia. Qué contraste, entre la gloria eterna en la Casa del Padre para todos los que creen en el Hijo, y la desdicha eterna en el lago de fuego para todos los que han rechazado su maravillosa gracia.

¡Señor Jesús, justicia nuestra!
¡Tú, nuestra belleza, nuestra vestidura gloriosa!
Entre los mundos de fuego, con esta vestidura,
Levantamos alegres nuestras cabezas.

Apareceremos orgullosos en ese gran día,
Porque quién presentará cargos contra nosotros,
Nosotros que por tu sangre somos absueltos
De la maldición del pecado y del miedo”.


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