«Escogidos… para la obediencia»
Autor: Tema:
Es un hecho, que podemos regocijarnos siempre que no estemos «bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom. 6:14). Sin embargo, ese hecho no nos absuelve de una vida de obediencia, como muestran claramente los versículos siguientes de Romanos 6. Nuestras vidas inconversas estaban marcadas por la entrega de nuestros miembros como siervos, para que en sus variados deseos pudiéramos obedecer al pecado. Ahora, como convertidos, rendimos nuestros miembros como siervos a la justicia, para que así podamos obedecer a Dios.
Además, todo el carácter del servicio que podemos prestar bajo la gracia se transforma. Si estuviéramos bajo la ley, la obediencia que pudiéramos ofrecer, la rendiríamos bajo coacción, a fin de, si fuera posible, vivir y establecer nuestra posición. Pero ahora, al ser liberados de la ley y puestos bajo la autoridad amorosa de Cristo, servimos y obedecemos «en novedad de espíritu» (Rom. 7:6). El Evangelio nos ha puesto bajo la poderosa influencia del amor de Cristo, y esto produce una obediencia alegre y espontánea, no para asegurar algo para nosotros mismos, sino para complacer a nuestro Salvador.
De esta obediencia leemos en la Primera Epístola de Pedro. Somos «escogidos», pues Dios nos ha elegido según su previo conocimiento, y hemos sido alcanzados «en santificación del Espíritu», y eso nos ha comprometido para «obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). En esta frase, las palabras «de Jesucristo» se aplican evidentemente tanto a la obediencia como a la sangre. El rociamiento de su sangre fue necesario para limpiarnos de todos los pecados que se acumularon en nuestra vida anterior de desobediencia; y ahora estamos comprometidos a una vida de obediencia, cuyo modelo es la perfecta obediencia que el Señor Jesús rindió en su camino aquí. Debemos obedecer como él obedeció.
Esto imparte un carácter muy elevado y santo a la vida de un cristiano, y nuestra primera impresión puede ser considerarlo como un ideal impracticable. Pero no es así, como podemos ver si leemos cuidadosamente la Primera Epístola de Juan. Allí se nos considera como «nacidos de Dios», y por lo tanto tenemos una naturaleza que, vista en abstracto, en su naturaleza esencial, «no puede pecar», y «obra la justicia», y por lo tanto tenemos la capacidad de caminar como Jesús caminó, y actuar como él lo hizo. Esto se verá, si en esa epístola leemos: 1 Juan 2:5-6, 29; 3:6-7, 10, 16; 4:11-13; 5:1-4, 18. Todavía tenemos la carne en nosotros y con demasiada frecuencia muestra sus feos rasgos: pero este es nuestro carácter natural; pero como nacidos de Dios es posible que obedezcamos como Cristo obedeció.
En las Escrituras hay amplias advertencias contra la desobediencia. Solo mencionaremos tres. Una muy instructiva del Antiguo Testamento se encuentra en 1 Samuel 15, cuando Saúl fue enviado a destruir a los amalecitas. Se le dijo por qué debía ejecutar esta severa sentencia, aunque no se menciona por qué debía extenderse incluso a sus rebaños y manadas, pero así era. Ahora bien, los rebaños y las manadas eran posesiones deseables, y por eso, escudándose en el celo por los sacrificios al servicio del Señor, Saúl no hizo lo que se le dijo, sino que los perdonó. Esto hizo venir la palabra del Señor a través de Samuel: «Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (v. 22).
Este incidente nos descubre una tentación muy sutil de desobediencia en el servicio del Señor. Saúl debía ahora cumplir lo que Dios había decretado, como vemos si leemos Deuteronomio 25:17-19, y servir así a la voluntad de Dios. Todo verdadero servicio para nosotros es el cumplimiento de la voluntad de Dios, pero en gracia, ya que la gracia caracteriza la época en que vivimos. Con qué facilidad, incluso en el servicio de la gracia, podemos caer en la tentación de perdonar lo que Dios ha condenado, y hacerlo bajo el pretexto de honrar a Dios. Nuestra desviación de la obediencia puede parecernos un avance de la obra de Dios, pero nunca lo es. No podemos servir a Dios y sacrificar a él según nuestros propios pensamientos. A nosotros nos corresponde obedecer.
Otra tentación es suponer que el paso del tiempo induce alguna alteración en las instrucciones divinas. Evidentemente hubo una tendencia en esta dirección bajo la ley de Moisés, a medida que pasaban los siglos. En los días de Malaquías habían transcurrido más de 1.000 años desde que la ley fue dada, y de ahí las palabras de su cuarto capítulo: «Acordaos de la ley de Moisés mi siervo, al cual encargué en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel» (Mal. 4:4). Este es el mandato final del Antiguo Testamento.
Dos cosas tristes habían sucedido cuando Malaquías profetizó. En primer lugar, la mayoría del pueblo había estado, durante varios siglos, dispersa entre las naciones. En segundo lugar, entre la minoría, reunida de nuevo en la tierra, se habían producido graves deserciones y desobediencias. Debió haber una fuerte tentación, especialmente entre los dispersos, de pensar: “Soy ciertamente un hijo de Israel, pero en mis actuales condiciones anormales no necesito preocuparme por la ley, dada a mi nación en su estado normal”. La palabra a través de Malaquías fue: La ley fue dada para «todo Israel» y, por lo tanto, si eres de Israel, se aplica a ti, cualquiera que sea tu estado.
Una vez más, la tentación puede haber sido aún más fuerte para ellos decir: “Pero seguramente, si tratamos de obedecer las principales demandas de la ley, no necesitamos preocuparnos por todos esos detalles menores, que vienen bajo las «ordenanzas y leyes». Pero este sutil error es enfrentado con igual franqueza. La ley, toda la ley en todos sus detalles, era tan obligatoria para los hijos de Israel cuando su dispersión llegaba a su fin, como lo era al principio. Obedecerla era la responsabilidad que se les imponía a través del profeta.
Una tercera tentación para nosotros es suponer que los pequeños detalles de nuestra conducta, o del orden y procedimiento en la Iglesia, tal como se establecen en los escritos del Nuevo Testamento, pueden caducar, o posiblemente necesiten ser alterados, ya que los días en que vivimos están marcados por un progreso tan extraordinario en los asuntos humanos. A este respecto, leamos 1 Corintios 14:36-37. Muchos desórdenes, algunos de ellos muy graves, se habían introducido en la gran asamblea cristiana en Corinto. La Palabra de Dios no salía de ellos. Solo les llegó, y de manera muy especial, por medio de la epístola que el apóstol les escribió.
Ahora bien, en este capítulo 14, se dan instrucciones bastante definidas sobre cómo deben ordenarse las cosas cuando se reúnen en asamblea, ya sea en lo que respecta a dar gracias, o a cantar, o a orar, o incluso al ministerio de carácter profético. Habiendo dado estas instrucciones, Pablo pidió a los santos de Corinto que reconocieran que estas, junto con todas las instrucciones anteriores que había dado, no eran sus propias ideas de lo que sería conveniente hacer, sino que eran el «mandamiento del Señor». Siendo así, nuestro deber es perfectamente claro. No nos corresponde intentar adaptarlas, o tratarlas como una mera perspectiva de Pablo acerca de las cosas, o como instrucciones muy apropiadas para el primer siglo, pero realmente anticuadas en este siglo 21 de la era cristiana; sino más bien, en la medida en que podamos entenderlas, obedecerlas.
En una época de cambio de dispensación podemos encontrar instrucciones dadas, que más tarde son revocadas: Mateo 28:19, por ejemplo, altera lo que Jesús dijo, según consta en Mateo 10:5. De nuevo, Lucas 22:36, contraría a las instrucciones anteriores. Pero cuando se establece una dispensación, las instrucciones dadas al principio permanecen hasta el final de la dispensación. Romanos 1:5, declara que el Evangelio viene a todas las naciones para que sea obedecido. La misma epístola termina con el hecho de que el misterio, que surge del Evangelio, se da a conocer entre todas las naciones «para que los hombres obedezcan a la fe» (Rom. 16:26).
Que todos nosotros, que confesamos a Jesús como nuestro Señor, nos preocupemos más por caminar en obediencia, ese carácter de obediencia gustosa y devota que lo caracterizó a él.
(Extractado de la revista «Scripture Truth», Volumen 40, 1959-61, páginas 149)