Inédito Nuevo

3 - Capítulo 3

Estudios sobre la Primera Epístola a Timoteo


V. 1-7. «Fiel es la palabra: Si alguno anhela cargo de supervisor, buena obra desea. Es, pues, necesario que el supervisor sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, honorable, hospitalario, apto para enseñar; no adicto al vino, ni pendenciero, sino amable, apacible; no amigo del dinero; que gobierne bien su propia casa, teniendo a sus hijos en sumisión, con toda respetabilidad; (porque si alguno no sabe dirigir su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?) no un neófito, no sea que lleno de orgullo caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo».

Mientras que el capítulo 2 trataba de manera general de la conducta de los hombres y mujeres en la Casa de Dios, el capítulo que nos ocupa entra en detalles sobre la organización real de esta Casa. No hay que olvidar que Timoteo, al igual que Tito, no tenía la tarea especial de nombrar ancianos, sino que debía ocuparse del orden y la doctrina. Ahora bien, la doctrina tenía que ver con toda la conducta de los que formaban la Casa. El apóstol no enseña primero a Timoteo cómo debe comportarse él, Timoteo, sino cómo deben comportarse los diversos elementos de la Casa (1 Tim. 3:15), siendo el propio Timoteo una parte de ella y teniendo, como veremos, en virtud del hecho de que posee un don, ciertos deberes y responsabilidades en este entorno.

En cuanto a «fiel es esta palabra» del versículo 1, remitimos a los lectores a los “Estudios sobre la Epístola a Tito”. Es indiscutible que quien aspira a la supervisión de la Casa de Dios «buena obra desea» (v. 1). El supervisor u obispo (episcopos) es el mismo hombre que el anciano (presbítero). En Hechos 20, en la misma asamblea de Éfeso donde el apóstol dejó a Timoteo en nuestra Epístola, el mismo apóstol convoca a los «ancianos» y los llama «supervisores» en el versículo 28. Aquí, «el que anhela cargo de supervisor, buena obra desea», una obra que tenga la aprobación de Dios, una obra hecha para Dios y para Cristo y realizada en interés de los santos [4]. Pero solo tiene este carácter en la medida en que reúne las cualidades que aquí se detallan. Se podría aspirar a esa posición por ambición, por orgullo, como vemos en este mismo pasaje y, en ese caso, esa aspiración, teniendo como meta solo la satisfacción de la carne sería, no una obra buena, sino mala.

[4] A este respecto, puede ser útil observar que el griego tiene 2 términos para designar las buenas obras, mientras que nuestras versiones solo tienen uno. Se trata de «ergon agathon» y «ergon kalon». Estos 2 términos no son idénticos. El primero (ergon agathon) designa todas las cosas buenas que brotan del estado moral del corazón purificado por el Señor: amor a los hermanos, simpatía, apoyo, tacto, etc. El segundo (ergon kalon) es un acto digno de alabanza y visible a los ojos de los hombres: dar limosna, visitar, cuidar a los enfermos, etc.

Para los lectores interesados en este tema, citemos todos los pasajes en los que se emplean estos 2 términos:

Ergon agathon: Hechos 9:36; 2 Corintios 9:8; Efesios 2:10; Colosenses 1:10; 2 Tesalonicenses 2:17; 1 Timoteo 2:10; 5:10; 2 Timoteo 2:21; 3:17; Tito 1:16; 3:1; Hebreos 13:21; 1 Tesalonicenses 5:15.

Ergon kalon: Mateo 5:16; 26:10; Marcos 14:6; Juan 10:32; 1 Timoteo 3:1; 5:10, 25; 6:18; Tito 2:7, 14; 3:8, 14; Hebreos 10:24; 1 Pedro 2:12.

En nuestros “Estudios sobre la Epístola a Tito”, señalamos que la Epístola a Timoteo menciona 14 cualidades requeridas de un anciano o supervisor. Este número 14, el número de la doble plenitud parece poner doble énfasis en las cualidades morales requeridas del anciano cuando la Casa de Dios está en orden. El apóstol volverá más adelante (5:17) a ciertas cualidades accesorias del supervisor, que también se mencionan en Tito (1:9).

Aquí, como en Tito, la palabra «irreprensible» encabeza la lista, porque resume todas las demás cualidades. Luego encontramos: «marido de una sola mujer», que Tito no menciona. Esta frase alude a la costumbre de tener varias esposas, aceptada entre los paganos, tolerada por la Ley de Moisés, no sancionada por la ley divina, pero que, si no impedía la introducción del nuevo converso en la congregación cristiana, lo inhabilitaba sin embargo absolutamente para la administración de esa Casa. La perturbación introducida en la conducta de la familia por la presencia de 2 mujeres se relata con suficiente frecuencia en las Escrituras para que se entienda esta prohibición. Para las demás cualidades requeridas de un anciano, se remite a los lectores a los “Estudios sobre la Epístola a Tito”. La Epístola a Timoteo insiste especialmente en el hecho de que el supervisor debía «gobernar bien su propia casa» y «teniendo a sus hijos en sumisión, con toda respetabilidad»; luego añade: «Porque si alguno no sabe dirigir su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?». Ante esta augusta tarea de cuidar de la Asamblea de Dios, ¿qué es de mi propia casa? Pero si en este último caso, y en este pequeño y restringido ámbito, no he sido capaz de mostrar mis capacidades como administrador, ¿cómo podré mostrarlas en el primero? Este pasaje muestra también la inmensa importancia de la Casa de Dios en la tierra. Es el testimonio de todas las virtudes cristianas ante un mundo que las ignora. Destaca el orden, la disciplina, la dependencia, la sumisión, la obediencia y la humildad, pero, sobre todo, la verdad divina.

Por eso, el supervisor o anciano debe mantener primero a su propia familia en la disciplina del Señor. Y qué descuido de estos principios elementales de la Palabra no vemos donde, en contra de la Palabra, los ancianos son establecidos por la congregación. Entre otros actos de desobediencia, a veces eligen, como ancianos a personas solteras o sin hijos que, en consecuencia, ¡nunca han tenido la oportunidad de probar que fueron acreditados por Dios para este oficio!

El apóstol añade 2 características indispensables para un supervisor y que, si no existieran, se correría el riesgo de introducir elementos satánicos en la Casa de Dios:

1) El supervisor no debe ser un recién convertido. En este estado, no ha tenido suficiente oportunidad de juzgarse a sí mismo ante Dios y no ha tenido suficiente experiencia de lo que la carne puede hacer a un cristiano, como para no estar orgulloso de la eminente posición que ocupa en la Casa de Dios. Ahora bien, la soberbia es culpa del diablo, que ha considerado como algo que alcanzar a ser igual a Dios y llevó al hombre por el mismo camino, que fue su perdición.

2) Pero hay todavía un segundo peligro para el supervisor, que es el de no tener «buen testimonio de los de afuera». No le basta con estar rodeado de la estima y el afecto de sus hermanos. El mundo, acostumbrado a desprestigiar a los cristianos como malhechores, debe estar confundido de su buena conciencia y de su buena conducta, y verse obligado, a pesar de su odio, a darles buen testimonio.

Además de las cualidades enumeradas en primer lugar, vemos que la función de anciano no puede ser ocupada por los nuevos conversos y debe tener un buen testimonio del mundo, pues de lo contrario caería en la trampa del diablo, que consiste en sembrar el oprobio sobre el nombre de Cristo desacreditándolo por una conducta real o supuesta (comp. 2 Tim 2:26), que no va acompañada de una buena conciencia.

 

V. 8-13. «Asimismo, los diáconos [deben] ser hombres respetables, no de doble palabra; no adictos a mucho vino, ni codiciosos de ganancia deshonesta; guardando el misterio de la fe con limpia conciencia. Y que también estos sean probados de antemano, y entonces sirvan, si son irreprensibles. Asimismo, las mujeres sean serias, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean maridos de una sola mujer, que dirijan bien a sus hijos y sus propias casas. Porque los que bien han servido, obtienen para sí una buena madurez, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús».

Llama la atención que, en la Epístola a Tito, delegado por el apóstol para instituir ancianos, no se mencione a los siervos de la asamblea ni a los diáconos. La razón es sencilla. En Hechos 6, vemos a los siervos elegidos, no por un delegado de los apóstoles, sino por los hermanos, y luego nombrados por los 12. Por tanto, no encajaban en el mandato dado a Tito. En la Primera Epístola a Timoteo, no se trata tanto del establecimiento de ancianos como de las cualidades exigidas a los que desempeñan cargos en la Casa de Dios.

Estas cualidades se refieren sobre todo a su comportamiento moral. Los siervos deben ser serios. El siervo debe ser conocido como representante, en su servicio, de la dignidad de su Señor, y él mismo debe ser consciente de su responsabilidad al respecto. No debe tener doble lenguaje, pues forma parte de un todo destinado a dar testimonio de la verdad y a defenderla. No debe permitirse beber mucho vino, pues ello le haría perder la atención sostenida que debe dedicar a su servicio. No debe ser «codicioso de ganancias deshonestas», pues es vergonzoso convertir el servicio del Señor en un medio para ganar dinero. Por último, «guardando el misterio de la fe con limpia conciencia».

Un misterio es siempre algo que antes estaba oculto, pero ahora revelado. El misterio de la fe es el conjunto de las verdades que constituyen el cristianismo, y que han salido plenamente a la luz por la muerte y resurrección de Cristo. Todas las verdades sobre la posición celestial del cristiano, reveladas por primera vez a María Magdalena; todas las verdades sobre un Cristo glorioso sentado a la derecha de Dios, confiadas a Pablo, sobre la Iglesia, su unión en un solo Cuerpo con Cristo, su Cabeza gloriosa en el cielo, su dignidad de Esposa de Cristo y la esperanza de la venida del Señor, todas estas verdades y otras más constituyen «el misterio de la fe».

¡Cuán lejos están los cristianos, que ocupan lo que podríamos llamar lugares subalternos en la Asamblea, de lo que aquí se exige de los siervos (o diáconos) en la Casa de Dios! No fue este el caso de Esteban ni de Felipe, que figuraban entre «los siete» elegidos para el servicio por los hermanos de Jerusalén (Hec. 6). Ambos habían adquirido en su servicio «buena madurez, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús»; el primero dando testimonio de toda la enseñanza dada por el Espíritu Santo enviado del cielo, el segundo proclamando poderosamente el Evangelio de salvación al mundo. Así, la predicación de toda la Revelación divina fue confiada a 2 siervos que habían adquirido un buen grado en las humildes funciones que se les habían encomendado.

No solo se les exige el conocimiento de las verdades celestiales y del misterio de la Iglesia, sino que deben conservarlo en una «limpia conciencia». A este conocimiento debe corresponder un estado irreprochable ante Dios, que no debe ser una cuestión de inteligencia, sino que debe ser inseparable de una conciencia ejercitada ante Dios. Necesitamos un estado moral que recomiende la verdad que presentamos.

Los siervos, como los ancianos, debían ser «probados de antemano». No se trata, creo, de un cierto período de iniciación después del cual los diáconos o los ancianos podían ser revocados, sino de una prueba e investigación cuidadosa y práctica en el momento que entraban en su servicio, para que todas las cualidades requeridas fueran reconocidas como correspondientes al cuadro que la Palabra nos da aquí de los oficios en la Casa de Dios. Después de esta investigación, los siervos podían entrar en su servicio.

El apóstol pasa a describir las características de las mujeres. No dice sus esposas, porque, por un lado, no todas las esposas de los «diáconos» podían ser «diaconisas»; por otro lado, tal vez incluya también bajo este epígrafe a las esposas de los ancianos o supervisores. Comparativamente se les pide poco, pero se trata de asuntos en los que la mujer correría más peligro de fallar que en otros. Su seriedad debe corresponder a la de sus maridos. ¡Cuántas veces el desacuerdo entre marido y mujer en cuanto a la seriedad que deben aportar a su vida diaria ha socavado el testimonio que estaban llamados a dar!

La «murmuración» entre las mujeres se ha convertido en una consecuencia de su tendencia a chismorrear en vano, pero también puede deberse al hecho de que, tal vez estando presentes en las confidencias que reciben sus maridos, no saben imponerse una reserva que es doblemente necesaria en un servicio que comparten con sus esposos. La sobriedad tal vez no tenga que ver con las comidas a las que una cierta glotonería podría llevar a una mujer, sino más bien con la moderación que le impide dar rienda suelta a sus sentimientos. Por último, los «siervos» deben ser «fieles en todo»; han de mostrar una estricta fidelidad en su servicio, sin tomar nada para sí y sin favorecer a unos sobre otros.

Después de hablar de las mujeres, el apóstol vuelve a referirse a los siervos en su relación con la familia. Su deber dentro del hogar es el mismo que el de los ancianos o supervisores. El orden de la Casa de Dios debe representarse en el ámbito restringido de nuestros propios hogares. Por más insignificante que parezca el oficio del diácono, es de gran importancia en el testimonio. En Hechos 6 vemos el valor que los apóstoles daban a este servicio. Estos hombres debían tener «buen testimonio» y estar «llenos del Espíritu Santo y de sabiduría». Los siervos serían como Esteban y Felipe. Si sirven bien, «obtienen para sí una buena madurez, y mucha confianza en la fe que es en Cristo Jesús».

 

V. 14-16. «Estas cosas te escribo, esperando ir pronto a verte, pero si me retraso, para que sepas cómo debes comportarte en la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad. E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: El que fue manifestado en carne, fue justificado en el Espíritu, fue visto de ángeles, fue predicado entre los gentiles, fue creído en el mundo, fue recibido arriba en gloria».

Habiendo mostrado cuál debe ser el carácter moral y la conducta de los supervisores, a los siervos y a las siervas en la Casa de Dios: en ese ambiente cuyos principios son originalmente opuestos en absoluto a los del mundo; en ese reino de fe y de profesión cristiana, cuyos habitantes están llamados a manifestar ante el mundo un hermoso orden moral según Dios –habiendo, digo, expuesto estas cosas, los pensamientos del apóstol vuelven a su querido hijo Timoteo. Aunque Timoteo está llamado a velar por el orden de la Casa de Dios hasta que vuelva el apóstol, y en medio de todos los que están llamados a observar este orden, él mismo debe saber también cómo debe comportarse en esta Casa y qué función debe desempeñar en ella. La conducta individual de Timoteo será el tema central del siguiente capítulo 4.

Hubo un tiempo, descrito en los primeros capítulos de los Hechos, en el que, como consecuencia de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, no había diferencia entre los materiales con los que Dios construía su Casa y aquellos con los que el hombre la construía, habiendo Dios confiado estos materiales a la responsabilidad del hombre, ya fueran personas o doctrinas. Este momento duró poco. Al principio, la fe viva y la profesión eran inseparables. Todos los miembros de la familia cristiana participaban de los privilegios de la Casa de Dios, la Asamblea del Dios vivo. Pero tan pronto como fue confiada a la responsabilidad de los que pertenecían a ella, comenzó el declive y se echó a perder de 1.000 maneras. Los ejemplos de Ananías y Safira, mintiendo al Espíritu Santo que mora en esta Casa, luego las murmuraciones, las divisiones, las sectas, la impureza, el legalismo, las malas doctrinas, fueron los elementos de esta decadencia. Más tarde vinieron los «lobos voraces», las «diferentes doctrinas» y gradualmente, incluso en el tiempo de los apóstoles, el estado mencionado en la Segunda Epístola a Timoteo, en Judas, en 2 Pedro, un estado que tenemos ante nosotros hoy, solo que mucho más desarrollado y que culminará en la apostasía final en la forma de «la gran ramera» del Apocalipsis (17:1).

En 1 Timoteo y Tito, la fuerza para combatir el mal, así como la fidelidad cristiana, se encuentran todavía en muchos; y los que se oponen a la sana doctrina en la Asamblea no son más que unos pocos (1 Tim. 1:3; 4:1). El apóstol puede enseñar a su fiel discípulo «cómo comportarse en la casa de Dios». Este término caracteriza todo el contenido de la Primera Epístola a Timoteo.

Sin embargo, no debemos pensar que, porque el mal lo haya invadido todo y la Casa de Dios se haya convertido en «una casa grande» (2 Tim 2:20), el cristiano no pueda darse cuenta de lo que debe ser «la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo», a pesar del abandono general de la verdad que la caracteriza hoy. El consejo de Dios es inmutable; lo que ha decretado lo establecerá para siempre. ¿Quién puede destruir la unidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo? ¿Quién puede impedir que la Iglesia sea la Esposa de Cristo? Si la unidad de la Iglesia ya no es visible en este mundo, puede ser manifestada por 2 o 3 reunidos a la Mesa del Señor. Si la Iglesia, como Esposa de Cristo, le ha sido infiel, esos mismos 2 o 3 pueden realizar por la fe esta palabra: «El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!» (Apoc. 22:17). Si la Iglesia, morada de Dios por el Espíritu, está en ruinas, algunos pueden llevar a cabo su buen orden, tal como Dios la ha establecido, y seguir dando testimonio de la verdad de la que es columna y sostén.

De este modo, las exhortaciones aquí contenidas son tan factibles como en los mejores tiempos de la Iglesia. Apliquémoslas, pues, con seriedad. Respondamos al deseo del apóstol de que sepamos cómo comportarnos en esta Casa. Gracias a Dios, existe; en ella mora el Espíritu de Dios; en ella se encuentra la verdad; en ella se predica la Palabra de Dios; los que mantienen estas verdades son bendecidos y experimentan lo que es tener el poder de Dios como ayuda en medio de su extrema debilidad. Apartemos la mirada de lo que el hombre ha hecho de ella; contemplémosla con los ojos de Dios; veamos cómo la establecerá cuando se cumplan todos sus consejos acerca de ella.

De la Palabra de Dios aprendemos cómo debemos comportarnos. Sigamos cada una de estas instrucciones escrupulosa y concienzudamente, aunque solo fuéramos 2 o 3 los que las pusiéramos en práctica, seguiríamos siendo, como Filadelfia, el testimonio ante el mundo de lo que es esta Casa.

Es «la Casa de Dios». Se construye y se establece en la tierra, pues no se trata aquí, como dijimos al principio, del Cuerpo de Cristo y de su posición celestial en unión con su gloriosa Cabeza en el cielo. La Casa de Dios se establece para que el mundo a su alrededor aprenda cómo es Dios, al ver este Cuerpo funcionando normalmente según los pensamientos de Dios.

Es la «Iglesia del Dios vivo». De esta Asamblea de piedras vivas, el Hijo del Dios vivo es «la piedra angular». Es aquí donde actúa el poder de la vida divina por medio del Espíritu Santo; es aquí donde habita. Cristo, que construye esta Asamblea, lo hizo en virtud de su resurrección de entre los muertos como Hijo del Dios vivo.

Ella es «columna y cimiento de la verdad». Esta Casa tiene un testimonio público que dar ante el mundo. Ese testimonio es la verdad, no algunas partes de la verdad, sino toda la verdad. Así pues, estas 2 cosas, la presencia del Dios vivo, en la persona de Cristo, por medio del Espíritu Santo, y la verdad son las que la caracterizan. Notemos una vez más que aquí se habla de la Iglesia, tal como Dios la ha establecido en la tierra para dar testimonio ante el mundo, y no de la iglesia corrompida y deformada, tal como el hombre la ha hecho. Dios ha dado esta misión a su Asamblea, y esta misión perdura. A través de ella, quiere dar a conocer su pensamiento al mundo. Esta Casa, pues, es el lugar donde se proclama la verdad y se mantiene su “profesión”, y en ningún otro sitio. Todo lo que el Enemigo ha hecho para socavar la verdad solo sirve para sacarla a la luz.

La verdad es el pensamiento de Dios sobre todas las cosas, sobre lo que él mismo es, sobre lo que es el hombre, sobre lo que son el cielo, la tierra la Gehena, Satanás y el mundo. En una palabra, la verdad abarca todas las cosas a los ojos y pensamientos de Dios. Esta verdad nos está plenamente revelada en la persona de Cristo, por su Palabra y por su Espíritu. Por eso Cristo, la Palabra y el Espíritu son llamados «la verdad», pero la verdad se resume en esta persona, proclamada y revelada (comp. Juan 14:6; 17:17; 1 Juan 5:7). El mundo debe ver en y a través de la Asamblea todo lo que sabe de Cristo, todo lo que la convierte en su testigo.

La Asamblea es la columna en la que está escrito el nombre de Cristo, la verdad, para darla a conocer al mundo entero. ¡Qué misión tan vasta! En esto consiste el testimonio de la Iglesia. Aunque la Palabra fuera totalmente desconocida, la Asamblea debería, con toda su conducta, hacer resplandecer la verdad, Cristo, a todos los ojos. La Asamblea es el cimiento de la verdad. Es la plataforma sobre la que se construye la verdad, la base sobre la que Dios la ha colocado.

Como el conjunto, la Asamblea del Dios vivo, así es el individuo. Si Cristo habita en nuestros corazones por la fe, nos convertimos individualmente en sus testigos en el mundo, en una carta de Cristo, conocida y leída por todos los hombres, de modo que, como dijo un hermano, quien se acerca a esta morada ve, a primera vista, a Cristo en la ventana. El apóstol, hablando de sí mismo, dice: «Por la manifestación de la verdad, nos recomendamos a toda conciencia humana en la presencia de Dios» (2 Cor. 4:2).

Después de hablar de la verdad que, como hemos visto, se concentra en la persona de Cristo, en su Palabra y en su Espíritu, y que es proclamada por la Asamblea del Dios vivo en la que está escrita y establecida la verdad, el apóstol pasa a un tema que está íntimamente relacionado con el anterior, a saber, el de la piedad, la relación del alma con Dios, y muestra lo que produce y mantiene esta relación. En efecto, no basta con pertenecer a esta Casa de Dios, columna y cimiento de la verdad, sino que es necesario que los que la componen tengan también piedad, es decir, la relación individual de su alma con Dios. ¿Cómo puede producirse y mantenerse esta relación? Este es el misterio o secreto de la piedad. Nótese que, en el Nuevo Testamento, un misterio nunca es algo oculto, sino, por el contrario, un secreto plenamente revelado. [5]

[5] Quienes deseen estudiar este tema, el misterio, encontrarán todos sus elementos en los siguientes pasajes: Mateo 13:11; Romanos 11:25; 16:25; 1 Corintios 2:7; 4:1; 13:2; 15:51; Efesios 1:9; 3:3; 4:9; 5:32; 6:19; Colosenses 1:26-27; 2:2; 4:3; 2 Tesalonicenses 2:7; 1 Timoteo 3:9, 16; Apocalipsis 1:20; 10:7; 17:5, 7.

La piedad es un compuesto de 2 sentimientos que crecen en el alma a medida que su relación con Dios se hace más habitual e íntima; por eso el cristiano está obligado a “ejercitarse en ellos” (4:7). Estos sentimientos son, en primer lugar, el temor de Dios [6]. El alma, tan pronto como está admitida a la plena luz de Su presencia, aprende a odiar el mal, porque Dios lo odia, y a amar el bien, porque Dios lo ama. Este temor, lejos de hacernos huir de la presencia de Dios, nos acerca a él y nos llena de confianza, porque sabemos que solo él es capaz de conducirnos y mantenernos en este camino hasta el fin. Todas las bendiciones de nuestro caminar cristiano dependen de la piedad; de ahí la importancia de conocer su secreto y cómo puede producirse y acrecentarse en los propios.

[6] Vean Hebreos 5:7 la identificación de la piedad con el temor de Dios.

Este misterio consiste en ocuparse de un solo objeto, Dios «manifestado en carne», Cristo hombre.

La doctrina que es conforme a la piedad (6:3) contiene muchas cosas, y es de desear que no descuidemos ninguna de ellas; pero la piedad misma no tiene más que un objeto: el hombre Cristo Jesús, conocido personalmente; fluye de este conocimiento.

Ya hemos visto cuál es «el misterio de la fe» (3:9). A pesar de su inmensa extensión y riqueza, no se le llama grande como el de la piedad. Se compone de todas las verdades que son consecuencia de la redención. El misterio de la piedad no es un conjunto de doctrinas; es la revelación de una persona, la revelación de Dios, antaño Dios invisible, pero ahora hecho visible en la persona de un hombre.

La palabra «piedad» aparece casi exclusivamente en la Segunda Epístola de Pedro y en las Epístolas Pastorales, pero sobre todo en la Epístola que estamos estudiando. La piedad solo puede formarse sobre lo que ha sido revelado en la persona de Cristo

Dios, luz y amor, fue manifestado en carne, es decir, en la persona de un hombre. Dios, manifestado así, fue justificado en el Espíritu. Primero, la evidencia de su impecabilidad fue demostrada durante su vida por el poder del Espíritu Santo; después fue justificado, según ese mismo Espíritu, por su resurrección de entre los muertos.

Si quiero conocer a Dios, saber cuál es su justicia, verle, oírle, creer en él, todo esto lo encuentro en Cristo hombre; en este hombre se fundan todas las relaciones entre Dios y los hombres, fue:

  • «Visto de ángeles». Dios se hizo visible a los ángeles cuando se manifestó en carne, en un hombre. Los ángeles no pueden ver al Dios invisible. Desde el momento en que descendió a la tierra, como un niño pequeño en un pesebre, lo vieron. Tendido en el sepulcro, los ángeles le contemplan. Fueron los primeros en su nacimiento, los primeros en su resurrección.
  • «Predicado entre los gentiles». Dios venido en carne es objeto de testimonio, no solo entre los judíos, sino en todo el mundo.
  • «Creído en el mundo», este Dios manifestado en carne es objeto de fe, no de vista, en este mundo.
  • «Recibido arriba en gloria». Vino como hombre aquí y ascendió como hombre a la gloria. Ahora es allí donde la piedad lo ve, lo conoce, conversa con él, busca agradarle, se dirige a él. Todos los sentimientos de la piedad giran en torno a él, que es su centro.

El secreto de la piedad, basada en el temor de Dios y en la confianza en él, se encuentra, pues, en el conocimiento de la persona de Cristo. En 2 Tesalonicenses 2:7 encontramos, en terrible contraste, el misterio de la iniquidad, que es precisamente la negación de Jesucristo, venido en carne, a quien Satanás sustituirá por el Anticristo (1 Juan 4:12).

En los 3 primeros capítulos de nuestra Epístola hemos encontrado en 1:15 la obra de Cristo en favor de los creyentes; en 2:4 su obra en favor de todos los hombres; en 3:15 su persona como la verdad misma; en 3:16 su persona como la única base de toda piedad.


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